CAPÍTULO 19
Quedo
Bryn estaba lo bastante cerca de Despiertaolas para sentir la calidez de su cuerpo.
Preguntándose si debería acercarse más aún.
Siempre le había gustado, la verdad. Manos grandes y hombros amplios y una voz que le provocaba cosas. Pero no había ocasión para ese tipo de confraternidad bajo la atenta mirada del executus en el collegium de Titus, y el enorme dweymeri parecía un poco indeciso respecto a ella de todos modos. Así que Bryn siempre había guardado esos sentimientos en una pequeña sala al fondo del cráneo, dejándolos salir únicamente cuando se quedaba sola en la celda por la nuncanoche y el deseo de rascarse ese picor se hacía demasiado intenso para no hacerle caso.
Pero en esos momentos…
… en esos momentos eran libres.
Libres de hacer todo lo que quisieran.
Los últimos dos años luchando y sangrando en las arenas le habían enseñado lo fino que era el hilo que los unía a aquella vida. La pérdida de su hermano Byern seguía siendo una herida abierta en el corazón, y Bryn se preguntaba si alguna vez volvería a sentirse realmente entera. Pero sabía que solo los necios desaprovechaban las oportunidades, y allí mismo tenía la suya, justo delante de ella. Desde la revelación de Despiertaolas sobre «esperar a la mujer adecuada» ese mismo día, la necesidad de decirle lo dulce que le parecía le quemaba en el pecho. Demasiado ardiente para pasarla por alto. Incluso si quisiera.
«Y no quiero».
—No se ve nada con tanta lluvia —farfulló el hombretón.
Sus ojos grandes y marrones recorrían el terreno que los rodeaba. El bosque y las rocas estaban ofuscados por un velo gris de agua fría y torrencial. Las gotas claras como el cristal rodaban por su piel lisa y oscura, le caían de las negras trenzas de sal y de la barba. El complejo tintanismo de sus mejillas parecía un puzle que resolver.
—Es una buena tormenta, ya lo creo —comentó ella. «Idiota, idiota. Piensa en algo inteligente que decir, mujer»—. ¿Tienes frío? —preguntó esperanzada.
Despiertaolas negó con la cabeza, sin apartar la mirada del gris chaparrón. El rayo crepitó cruzando el cielo sobre la maltrecha torre, iluminando la verde extensión de abajo, la mampostería rota, la ruina cubierta de malezas. La luz brilló como los soles un instante, destacando las sombras en negro, haciendo del mundo un destello estroboscópico. Bryn se acercó a él, le depositó un suave contacto en el brazo.
—Yo sí que tengo frío —afirmó con lo que confiaba en que fuese una voz sensual.
—Baja si quieres —propuso Despiertaolas, volviéndose para examinar el terreno hacia el sur—. Huele a que han encendido el fuego. Ya monto guardia yo aquí arriba.
Las cejas de Bryn se alzaron despacio hacia el nacimiento del pelo. Despiertaolas no se daba cuenta de nada, observando la penumbra y canturreando en voz baja con aquella voz suya de barítono tan profunda como los océanos. Bryn apretó los labios, hizo un mohín con los pensamientos… o al menos intentó pensar. La vibración de aquellos tonos dulces como el caramelo en las entrañas no se lo ponía fácil.
«De acuerdo. Se impone un asalto frontal».
—Cantahojas —suspiró—, no quiero ir abajo.
—¿No?
—No —dijo ella, poniéndole la mano en la cadera—. Quiero que me calientes tú.
El gigantón se volvió para mirarla. Sus cejas se juntaron con glacial lentitud.
—¿De verdad?
—¡Por las Cuatro Hijas! —gritó ella exasperada—. ¡No me extraña que sigas sin estrenar! ¿Acaso puedo dejártelo más claro? Si te agarrase por las putas orejas y te plantase un beso en ese hocico atontado que tienes, ¿serviría para que entendieras mi postura?
El hombretón le dedicó una sonrisa tímida.
—Eh…, supongo que no haría daño.
Bryn lo miró un momento más. Vio que la risa bailaba en sus ojos, que su sonrisa salía a jugar. Y entonces lo agarró por el peto de la armadura, se puso de puntillas y aplastó los labios contra los suyos. Al principio él reía, su pecho amplio como un tonel subiendo y bajando bajo las manos de Bryn. Pero pronto cesó la risa, los labios de Despiertaolas se ablandaron en los suyos, su pecho subió y bajó por un motivo distinto del todo. El arco de Bryn cayó de entre sus dedos cuando enredó la mano en las rastas de sal del dweymeri, se empujó hacia arriba por su cuerpo y le rodeó la cintura con las piernas. Él la llevó contra el parapeto, manos fuertes y grandes bajo su culo, sosteniéndola como si fuese una pluma. Bryn lo apretó entre los muslos, le dio leves lametones en la lengua, el calor de la piel de él llenándola hasta los huesos. Suspiró cuando Cantahojas separó los labios de los suyos, la lluvia cayendo entre ellos como si el cielo llorara, el corazón latiendo más fuerte que el trueno.
—No lo… —Cantahojas parpadeó de nuevo, sonriendo de puro gozo—. ¿De verdad?
—Ay, Hijas —rio ella—. Cuánto trabajo me vas a dar.
—Procuraré no resultar demasiado trabajoso —prometió él.
—Deja de hablar, idiota —susurró Bryn, acariciándole la mejilla—. Tienes mejores cosas que hacer con la boca.
—No sé a qué te…
La hoja refulgió plateada, brillante como el rayo en lo alto. Entró por el cuello del peto de Despiertaolas y se le hundió pecho abajo, le atravesó el corazón y le llenó los pulmones de sangre en un abrir y cerrar de ojos. Intentó hablar, pero solo le salió una tos que salpicó de rojo la cara de Bryn. Ella cogió aire para gritar justo cuando retumbaba el trueno encima, y el siseo de la segunda hoja clavándosele bajo la axila se perdió en el estruendo. Bryn sintió que el acero le perforaba el pecho. Se sintió caer. Unas manos la sostuvieron, delgadas pero terriblemente fuertes, la depositaron en la piedra con toda la delicadeza de una madre ante la cuna. Vio una silueta por encima de ella mientras el cielo seguía sollozando. Vestida con un jubón oscuro y calzas. El hombre tenía los labios fruncidos, como si se chupara los dientes. Era uno de los chicos más bonitos que Bryn había visto en la vida. Piel pálida y agudos ojos azules. El chico se arrodilló junto a Despiertaolas en las losas, levantó un reluciente cuchillo y le rajó la garganta de oreja a oreja. Sencillo y rápido. Bryn intentó gritar no, pero tenía la boca llena de sangre. Salada y densa y demasiada para permitirle respirar. No digamos ya chillar.
«Tengo frío».
Saliendo burbujeante entre sus labios.
Los labios que él había estado besando un momento antes.
«Tengo mucho frío».
El chico bonito se volvió hacia ella.
«Quiero que me calientes tú».
Y él se llevó un dedo a los labios, como si quisiera chistarle.
Ocurrió en un suspiro.
Lexa estaba reclinada en brazos de Clarke, la cabeza apoyada en el hombro de la chica, los párpados plomizos de sueño. Carnicero seguía instruyendo a Aden, sonriendo animoso mientras el chico practicaba torpes poses y ataques. Cantahojas se había tumbado en la piedra junto al hogar y Wells tenía la mirada perdida en las llamas cuando Lexa oyó el más tenue de los susurros arriba.
Un susurro de acero.
Lexa alzó la mirada al mismo tiempo que Wells. Sus ojos se encontraron.
—¿Despiertaolas? —llamó Wells.
Lexa se puso en pie.
—¿Bryn?
Un objeto minúsculo cayó entre las gotas de lluvia, dio en una losa a pocos palmos de ella.
Pequeño.
Redondo.
Blanco.
—¡Vydriaro!
El orbe estalló con un húmedo zuuuf, llenando la planta baja de la torre con una asfixiante nube de vapor blanquecino. Pesado y espeso, el sabor arkímico en la punta de la lengua de Lexa le reveló al instante lo que era.
«Desmayo».
Un sedante, preparado por Mataarañas en el Monte Apacible.
Una buena bocanada y…
Sin pensar, sin respirar, Lexa tanteó en busca de sombras en el suelo en ruinas fuera de la torre y, en el lapso de un parpadeo, cerró
los ojos y
dio un paso
desde
el blanco
al negro y la lluvia del otro lado. Arrancó su espada de hueso de tumba de la vaina y se volvió, bajando al suelo, el pelo abanicando la tempestad a su espalda. Vio una figura en la cima derruida de la torre, un brazo de piel oscura colgando por el borde, un copete rubio empapado en sangre.
«No…».
Ira burbujeándole en el pecho. El mundo ralentizado como melaza. Cada segundo astillándose en un millón de rutilantes fragmentos. Cada gota de lluvia que cruzaba las tinieblas a su alrededor una joya única y perfecta, cayendo despacio, centelleando con una claridad tan repentina y asombrosa que era como un diamante disparado al interior de su mente. Más figuras, ataviadas de negro, llegando entre los matorrales, saliendo de las sombras y la piedra quebrada. Reconoció a Remillo y Violeta de la temporada que había pasado en la capilla de Galante: salían a beber con ella los fines de semana. Arturo el del rostro taimado rodeaba el muro: gorroneaba cigarrillos a Lexa cuando intentó quitarse el vicio. El silencioso Chss sobre las almenas: el chico la había ayudado a superar la prueba de Mataarañas cuando eran discípulos juntos. Y por allí, flaca como un palo y rápida, con el corto pelo castaño pegado a la frente, moviéndose por los arbustos como un draco por agua sanguinolenta, llegaba la obispa Diezmanos en persona.
Hojas todos ellos.
Los Halcones, Clarke, Aden, todos habrían caído ya presas del desmayo.
Serían cinco contra una, entonces.
«No, no una».
Miró la oscuridad a sus pies.
«Muchas».
Un fogonazo en el cielo, un rugido tempestuoso, una fugaz sombra moviéndose rauda por el brillo. Lexa
dio un paso
primero hacia Arturo,
el más
fuerte y cruel de todos, resbaló fuera de la oscuridad junto a sus botas y le hundió la hoja, sufuuuuf, en el pecho. Un gorgoteo de sangre, una lluvia de escarlata, hueso de tumba hendiendo piel y músculo y hueso y rojo, rojo, rojo danzando entre la lluvia. Retorció la hoja, sintió las costillas, cric-crac, al arrancarla, rodó para verlo caer. Un grito amorfo sonó arriba, el hermoso Chss agachado como un pájaro en su puto enramado, letales ojos azules, brillantes en el baile de rayos. Lexa metió los dedos en la oscuridad a sus pies, adorable y profunda, rasgó un puñado como había visto hacer a Aden y lanzó el brazo hacia el espacio entre ellos para cegar aquellos preciosos
—… atrás…
susurros al oído mientras la sombra que no era un gato se convertía en sus ojos en la nuca. Reaccionó rauda, rodó adelante mientras el cuchillo pasaba sobre su cabeza, tan cerca que lo oyó segar la lluvia a través del trueno. Esquivó de cintura cuando Violeta lanzó otro, y otro, afilados como bisturíes y negros como el veneno, sin necesidad ya de desmayo teniendo a Aden con la oreja aplastada y soñando
soñando
(con cielos negros y un millón de estrellas una brillante esfera en lo alto)
pálidos dedos curvados en zarpas y negras sombras curvadas en torno a las botas de Violeta como hambrientas sierpes y
Lexa dio un paso
a la
sombra del
árbol en el flanco de
Violeta y hundió su espada larga en la tripa de la mujer, de lado y torciendo, sajando fuera y dentro y fuera otra vez, el espinazo de Violeta arqueado, la boca abierta y las cuerdas de sus entrañas, relucientes y humeantes, vertiéndose en enredos de rosa y rojo.
—Puta…
—… ¡LEXA!…
Se dobló hacia atrás mientras la hoja de Diezmanos pasaba silbando junto al mentón, cayó y rodó hacia la torre por el suelo, pelo en los ojos, arena en la lengua, el rugido de las multitudes en los estadios resonando en sus oídos
CUERVOCUERVOCUERVO
pero eso fue ayer
cuando las cosas eran sencillas y la Luna no tenía nombre y su
padre era aún
«LE…».
Diezmanos echó atrás el puño, lleno de oscuro y resplandeciente acero, no diez sino una, pero ay, madre, tampoco necesitaba más. Eclipse se alzó rugiendo en el muro derruido detrás de la mujer, miedo como una ráfaga helada, una forma recortada de una sombra más profunda de lo que Lexa había imaginado jamás, de lo que había soñado jamás, pero una sombra
una sombra
una SOMBRA
al fin y al cabo.
Y Lexa cayó en la cuenta de que, en vez de dar un paso al negro a los pies de un enemigo o de un árbol o de una piedra, podía usar a la loba, que era sombras también, y estiró la mano y
dio un paso
a través
de la propia
Eclipse
y cayó
de la piedra a espaldas de la buena obispa y sintió el viscoso splap al descargar un tajo, dientes desnudos, escupiendo odio, hueso de tumba segando la lluvia al caer y casi cercenando el cuello de Diezmanos de entre los hombros.
Rojo en sus manos,
en su cara,
en su lengua, diluido y dulce y cobrizo el el diluvio, lo bastante
profundo para ahogarla y aun así no el suficiente
nunca hay suficiente
¿verdad?
una cuchilla de dolor al rojo blanco en el muslo, el destello de una hoja, oscura de toxina. Lexa dio un respingo y media vuelta, Remillo arrojaba otra, que surcaba el aire donde había estado ella un momento antes, ya vacío
dando un paso
dentro de la
sombra en el suelo
y saliendo de la
sombra
con
forma de gato en el suelo al lado de Remillo, esgrimió la espada larga, ambas manos en el puño, los ojos rubí de cuervo en la guarda mirando mientras la hoja subía cortando entre sus piernas y lo derribaba chillando, partido en dos hasta la cintura. Manos resbaladizas de sangre, manchada en sus cueros, manando de la herida que él le había regalado, veneno en su corazón apresurado, ponzoña en sus venas palpitantes.
Cuatro o cinco caídos, pero seguían sin ser suficientes.
«Demasiado lenta».
—… ¡Lexa!…
Giró mientras Chss se dejaba caer, guapo y silencioso
«DEMASIADO LENTA».
—… ¡LEXA!…
y le daba un taconazo en la nuca.
Luz blanca.
Croc.
Dolor.
Pum.
Y negro.
El trueno bramó de nuevo, la lluvia aporreaba la piedra como un martillo el yunque. Una figura solitaria, de pie con los puños cerrados y los ojos entornados. Alzándose sobre la chica derribada de pelo extendido como un oscuro halo roto en torno a la cabeza. Pestañas aleteando. Inconsciente y perdiendo sangre.
—… no te acerques… —siseó el no-gato.
—… NO VAS A TOCARLA… —gruñó la no-loba, erizada entre ellos.
Chss hizo como si no estuvieran, caminó a través de ellos y asió a Lexa por el pelo. Con el rostro inexpresivo y exangüe, el chico la arrastró sobre las rocas, de vuelta al cobijo de la torre. La dejó en el suelo junto a sus compañeros desmayados, preocupándose de que el cráneo diera fuerte contra las losas.
—… chucho desgraciado…
—… ¡VOY A MATARTE, MALNACIDO!…
El chico miró hacia la loba-sombra y puede que la cara le palideciera un poco más, puede que la pisada le temblara un ápice. Retrocedió fuera de la torre, sus ojos en los daimones, antes de volverse hacia la carnicería. Las otras hojas de Galante estaban dispersas por las ruinas, sangrando o muertas. Violeta estaba arrodillada, la sangre manando en ríos rubíes de entre sus dientes, intentando volver a embutirse los intestinos en el cuerpo. Alzó la mirada cuando Chss salió con paso liviano de la torre, hacia el terreno quebrado donde yacía la obispa Diezmanos.
—Ch… Chss… —borbotó—. Ayu… Ayuda…
El chico hizo como si ella tampoco estuviera. Quedo como la muerte. Se agachó sobre su obispa muerta, sobre el destrozo que la espada de Lexa había hecho de su cuello. La cabeza de Diezmanos aún pendía de una tira de músculo y piel, la columna vertebral partida limpiamente en dos. Chss tanteó por la ruina humana y por fin pescó un cordón de cuero y lo arrancó.
Del cordón colgaba un vial de plata.
—Ch… Chss… —suplicó Violeta.
El chico regresó deprisa al interior de la torre, a la chisporroteante luz del fuego. Los pasajeros de Lexa estaban a cuatro patas junto a su cuerpo, siseando y gruñendo, pero el chico no les hizo caso. Se arrodilló ante las llamas y levantó a la luz el vial de plata. Rompió el oscuro sello de cera y derramó el contenido en la pierna, rojo denso bermellón.
Y usando la yema del dedo como un pincel, empezó a escribir en el charquito:
Cuatro hojas muertas.
Niño y traidores capturados.
Espero órdenes.
Desvió la mirada a la lluvia al caer un trueno, vio a Violeta hundiéndose de espaldas en un charco de sus propias entrañas y su propia mierda. Negó con la cabeza, desdeñoso.
débil
Y entonces la sangre empezó a moverse.
Chss devolvió la atención a ella, esperando instrucciones. El vitus pertenecía a Bellamy; cada obispo tenía existencias de él en su capilla, utilizadas para intercambiar misivas de sangre con el Monte Apacible. Si se escribía algo en ese rojo, Bellamy lo sabía. Pero además, como el vitus seguía vinculado al orador incluso a través de unas distancias imposibles, Bellamy podía manipularla con la misma facilidad que la sangre de sus estanques. Chss vio que la sangre se perlaba y se desplazaba, rápida como el mercurio en la piedra mojada. Compuso letras, cuatro en una reluciente hilera roja:
REZA
El hermoso asesino frunció el ceño. Miró de nuevo la tempestad, su perfecta frente arrugada mientras buscaba un significado en la orden de Bellamy.
«¿Que rece?».
En nombre de la Madre, ¿de qué estaba hablando el orador?
Chss esparció la sangre de nuevo por la piedra y empezó a escribir otra vez:
No lo entie
La sangre se movió. Adoptó la forma de un brillante zarcillo que se le enroscó en el dedo. Chss apartó la mano, pero la sangre fue con él, sorbiendo como una serpiente alrededor de la mano y colándose por la manga. El chico se enderezó, ensanchó los ojos alarmado al sentir que la sangre subía reptando por el antebrazo, por el hombro y de ahí al cuello. Intentó quitársela a arañazos, inhalando por instinto mientras la riada escarlata se deslizaba barbilla arriba, llegaba a los labios y le entraba en la boca abierta.
—¡Gnu-uuujj! —gorgoteó, los labios retraídos de sus encías desdentadas.
Una burbuja de sangre estalló dentro de su garganta. Intentó coger aire, hizo gárgaras y tosió en vez de ello. Se agarró el cuello, trastabilló hacia atrás y estuvo a punto de caer a la hoguera, y por fin el asesino salió a trompicones a la lluvia. Manos en la garganta, sangre manándole de la nariz y los ojos y volviendo a la boca mientras se asfixiaba, mientras el rostro blanquecino se le hacía rojo, girando sobre sí mismo, buscando algún…
La hoja le partió la cabeza en dos con el corte limpio de un hacha talando madera. Cerebro y cráneo salpicaron contra el suelo mientras Chss caía de bruces a la piedra rota. Lincoln puso la bota en la espalda del chico y tiró de su cimitarra de hueso de tumba para soltarla, hincó su otra espada en el corazón de Chss y la retorció por si acaso. El rayo hendió el cielo, blancas manos dando furiosos zarpazos a las nubes. Negras manos alzadas con las palmas hacia arriba.
—Escúchame, Niah —dijo el chico muerto—. Escúchame, Madre. Esta carne, tu festín. Esta sangre, tu vino. Esta vida, este final, mi presente para ti. Tenlo cerca.
—… ya era hora de que aparecieras…
Lincoln se volvió hacia el gato-sombre, sentado en el muro derruido y lamiéndose la garra traslúcida. La loba hecha de sombras lo miraba desde el lado de su ama.
—… ES UN POCO TARDE PARA UNA ENTRADA TEATRAL…
—NO PRETENDÍA SER TEATRAL —replicó él—. LO HE MATADO TAN RÁPIDO COMO HE PODIDO.
—… ya estaba muerto… —suspiró el no-gato.
—… MIRA BIEN…
Lincoln enfundó sus espadas y bajó la mirada a los restos de la cabeza de Chss. Entre los restos de cráneo y las salpicaduras de sesos, sus ojos captaron un atisbo de movimiento. Una fina cinta de sangre que reptaba hacia arriba, desafiando la gravedad, y se acumulaba entre la lluvia sobre la espalda del jubón de cuero del asesino caído. Parecía costarle mantener la integridad, cada vez más diluida bajo el chaparrón, aguada hasta casi no existir. Pero antes de perder la cohesión del todo, de desangrarse en el charco de lo que había sido el hermoso Chss, la sangre logró componer unas figuras simples.
Cinco letras que formaban una sola palabra.
Un nombre.
RAVEN.
