LIBRO 3. UNA CASA DE LOBOS
CAPÍTULO 20
Desgajado
Frío.
Fue la primera sensación que tuvo Lexa. Una gelidez que se le infiltraba en los huesos. Piedra en la espalda. Fría y dura y mojada.
Levantó la mano, intentó moverse.
Dolor.
En la cabeza. La espalda. La pierna. Se tocó la frente y un gemido huyó de sus labios, la luz demasiado brillante para que abriera los ojos.
—NO TE INCORPORES —llegó una voz—. PODRÍAS TENER UNA CONMOCIÓN.
Lexa abrió los ojos, al abismo con el dolor, y vio a un chico al que quizá en otro tiempo amara inclinado sobre ella. Resonó el trueno, renovando la punzada en el cráneo. Se encogió mientras el relámpago bailaba, destello-fogonazo, y cerró los ojos. La impresión de la descarga permaneció en los párpados, jirones de recuerdo alternándose en el persistente resplandor.
Sombras.
Hojas.
Sangre.
—Chss —dijo de pronto, incorporándose.
Notó las manos de Lincoln en los hombros, sorprendentemente cálidas, oyó sus suaves murmullos pidiéndole que se quedara quieta, pero lo echó todo a un lado, el delicado contacto, la voz profunda como el océano, el dolor frágil como el cristal, y se levantó y respiró hondo y obligó a sus ojos a enfocarse. A su mente a recordar. La torre. Aún estaban en la torre. Wells, Cantahojas, Carnicero y… Diosa, también Clarke y Aden, todos tumbados alrededor del hogar. Por un espantoso e insondable momento pensó que podrían estar muertos, que habían caído todos, que se había quedado sin nada y sin nadie. La idea era demasiado horrible para lidiar con ella, demasiado oscura para planteársela. Pero entonces vio el suave movimiento de sus torsos y se estremeció mientras Eclipse se fundía con la sombra a sus pies y se llevaba su miedo.
—… TODO VA BIEN, LEXA…
—No —susurró ella. Sus ojos hallaron los cadáveres, tendidos e inmóviles—. No va bien.
Lincoln los había colocado aparte con aquellas manos fuertes y negras que tenía. Alejados de los demás, pero todavía a cobijo de la lluvia. La piedra en torno a ellos estaba oscura por la sangre. Sus cuellos, rajados hasta el hueso.
—Brin —susurró Lexa, con la voz fallando—. De… Despiertaolas.
—HA SIDO RÁPIDO —llegó una voz—. HAN SENTIDO POCO DOLOR.
—Oh, Diosa… —dijo con un hilo de voz, cayendo de rodillas junto a ellos.
Lexa bajó una mano temblorosa, con lágrimas ardiéndole en los ojos. Tocó la mejilla de Bryn, alisó las rastas de sal de Despiertaolas. Recordó la cara de gozo que ponía al hablar de su vida en el teatro, las melodías de sus canciones que le hacían mucho más llevaderos sus giros en el collegium. Recordó las palabras de Bryn sobre soportar lo insoportable en la arena. Sobre que en cada respiración moraba la esperanza.
Pero Bryn ya no estaba respirando.
—… lo siento, Lexa…
Ojos ensanchándose al oír el susurro, pupilas dilatándose de furia. Alzó la vista hacia su silueta, que estaba materializándose en el muro delante de ella. La forma de un gato. La forma que el daimón había robado cuando ella era pequeña, imitando a la querida mascota que el justicus Titus había asesinado delante de ella. La forma de algo familiar. Algo reconfortante. Algo que la cegara a la espantosa verdad de que no tenía forma.
Qué bien sentaba la ira.
Si se enfurecía, no tenía por qué pensar.
Si se enfurecía, podía limitarse a actuar.
Herir.
Odiar.
—Hijo de puta —susurró.
—… lo siento…
—¡Eres un cabronazo! —gritó ella—. ¡Te dije que esto iba a pasar! ¡Te dije que no los quería aquí y míralos ahora! ¡Mira lo que has hecho, joder!
—… la hoja que los ha matado no era mía…
—¡No habrían estado aquí de no ser por ti! —rugió ella, la furia avivándose brillante y caliente hasta que fue todo lo que era—. ¡Gilipollas egoísta! ¡Están aquí por tu culpa! ¡Están muertos por tu
culpa!
—… Lexa, ellos eligieron venir…
—¡Cabrón, pues claro que lo eligieron! ¡Antes dejarían de respirar que esquivarían una deuda! ¡Y tú lo sabías, y aun así tuviste que abrir la puta bocaza! —Se puso en pie y gritó por encima del trueno—: Tú siempre ves las cosas más claras, ¿verdad? ¡Tú siempre sabes lo que me conviene!
—… ¿y si no hubieran estado aquí? ¿qué habría pasado entonces? ese instante de advertencia que has tenido es lo que ha cambiado el desenlace de la batalla. sin él, podríais estar todos muertos…
—¡Eso no lo sabes! —bramó Lexa—. ¡No sabes nada!
—… sé que estaban aquí porque te querían, Lexa. igual que yo…
—¿Me quieres? —escupió—. ¡Tú no me quieres, joder! ¡Tú no sabes lo que es querer!
El no-gato meneó la cabeza, la tristeza se coló en el terciopelo de su voz:
—… eso no es verdad. formo parte de ti. y tú eres mi todo…
—¡Y una mierda! —chilló ella mientras el rayo apuñalaba los cielos—. ¡Eres una sanguijuela! ¡Un puto parásito! ¡Me quieres por lo que te doy y nada más!
—… Lexa…
—Quiero que te vayas, ¿me has oído?
El no-gato ladeó la cabeza. Se estremeció un poco. Y por primera vez desde el giro en que se habían conocido, desde la primera vez que le había hablado desde la oscuridad de su propia sombra, hacía tantos años y kilómetros y asesinatos, sonó asustado:
—… ¿a qué te refieres?…
—¡Me refiero a que te alejes de mí, joder! —rugió con la saliva volando y moqueando por los labios—. A que vuelvas a la Tumba y te arrastres a la puta negrura de la que saliste. A que te busques otra sombra en la que meterte. ¡No te quiero cerca de mí!
—… Lexa, no…
Estaba allí de pie con los puños apretados, la sangre de sus amigos encharcada en torno a sus botas, la cabeza martilleando al ritmo de su pulso. La visión de aquellos cuerpos, el recuerdo de la exuberante alegría de Bryn, de la sonrisa en el rostro de Despiertaolas recorriendo a saltitos su viejo y decrépito teatro… le llenó la tripa de cristal roto, los ojos de hirvientes lágrimas.
Eclipse cobró forma entre ellos y su voz sonó grave y triste:
—… QUIZÁ DEBERÍAS MARCHARTE…
—… ah, siempre se puede contar contigo, chucha, para que des consejos tan a destiempo como sin venir a cuento…
—… TE HA DICHO QUE TE MARCHES…
—… tú aquí no tienes ni voz ni voto. yo llevo ocho años caminando con ella y tú, cuatro latidos. así que deja quieta esa lengua antes de que te la arranque…
—… NO ME BUSQUES, MININO…
—… pues quítate de en…
—¡BASTA!
Lexa echó atrás la mano, aferró el aire entre ellos, la oscuridad de la que estaba hecho Don Majo. El gato-sombra aulló y se encogió al recibir el golpe, y una tenue neblina negra salpicó la pared a su espalda antes de esfumarse. Don Majo cayó rodando, desapareció y se materializó en el nivel derruido por encima de la cabeza de Lexa.
—¡Vete de aquí! —rugió ella.
—… Lexa, no lo…
—¡Vete!
—… Lexa…
—¡VETE! —gritó, levantando la mano de nuevo.
Y con una última mirada con un leve suspiro
—… como desees…
el no-gato desapareció.
Lexa cayó de rodillas otra vez, se abrazó el pecho para contener los sollozos. De todas las muertes que había visto ofrendadas o simplemente entregadas, aquellas eran de las que más le dolían. Eran sus amigos. Gente que la quería. Gente por la que lo había arriesgado todo y que a su vez lo había arriesgado todo por ella. Todos aquellos meses en el collegium juntos, sangrando juntos, viviendo y luchando juntos… y al final, allí era donde terminaba. En una torre partida en el quinto pino.
Todo había sido para nada.
Notó un suave contacto en el hombro.
—AHORA ESTÁN JUNTO AL HOGAR, LEXA —musitó Lincoln.
El trueno sacudió los cielos. Amargas lágrimas anegaron sus ojos.
—¿Crees que eso lo hace más llevadero? —susurró.
—ALLÍ HAY CALIDEZ. ESTÁ LLENO DE LUZ Y AMOR Y PAZ.
Lexa agachó la cabeza. Retorció el semblante intentando contener los sollozos. El viento era el más frío que recordara sentir jamás. Las manos del destino, más frías aún. Y sin embargo, no eran solo lugares comunes lo que estaba ofreciéndole Lincoln, pues el chico había traspasado el velo entre la vida y la muerte. Y si de verdad había alguna especie de paz allí…
—¿Qué van a ver? —susurró, alzando los ojos hacia él—. ¿Qué viste tú?
El chico muerto levantó la cabeza hacia la tempestad, contempló el ondulante gris con ojos del color de la noche. El trueno retumbó de nuevo y Lexa se estremeció de frío. Pasó mucho tiempo antes de que respondiera.
—CUANDO DESPERTÉ DESPUÉS DE CAER —dijo—, FUE EN UN LUGAR DONDE NO EXISTÍA EL COLOR. EL MONTE APACIBLE SE ALZABA A MI ESPALDA, AMORTAJADO EN SIEMPRENOCHE. PERO ANTE MÍ, EN LA LEJANÍA, DISTINGUÍ UN BRILLANTE HOGAR. SENTÍ SU CALOR EN LA PIEL. Y A SU ALREDEDOR VI LAS CARAS DE TODOS A QUIENES HABÍA AMADO, AUSENTES DE ESTE MUNDO. —Dio un suspiro casi inaudible—. SUPE QUE ESE ERA MI SITIO. QUE TODO IRÍA BIEN CUANDO ME SENTARA FRENTE AL FUEGO. Y AHÍ ES DONDE ESTARÁN ELLOS AHORA. CALIENTES Y A SALVO Y LEJOS DE TODO ESTO. JUNTOS.
—Entonces, ¿por qué…? —Lexa se sorbió la nariz, intentó controlar la voz—. ¿Por qué no te quedaste si era una puta maravilla?
—POR… —El chico negó con la cabeza—. NO DEBERÍA HABLAR DE ELLO.
—Lincoln. —Lexa le cogió la mano. Volvió a sorprenderse de sentir calidez en ella. En vez de la dureza de la piedra, había una ductilidad en la piel, en sus dedos negros como el carbón contra los de ella, blancos como la leche—. Dímelo. Por favor.
Él seguía escrutando el cielo, la lluvia perlada en sus mejillas como una hermosa estatua del foro. Pero por fin la miró, con unos ojos negros empañados de tristeza.
—PORQUE CUANDO MIRÉ TODAS ESAS CARAS —dijo—, LAS CARAS DE TODOS ESOS SERES QUERIDOS, LA QUE MÁS AMABA NO ESTABA ENTRE ELLAS.
Lexa notó un vuelco en el estómago, un nudo en la garganta.
—REGRESÉ POR TI, LEXA —dijo Lincoln, con luz negra ardiendo en sus ojos—. ESE FUE EL DON QUE ME OFRECIÓ LA MADRE. NIAH NO ERA LO BASTANTE FUERTE PARA TRAERME DE VUELTA ELLA MISMA, SOLO PODÍA MOSTRARME EL CAMINO. —Levantó la mano, manchada de negro—. TUVE QUE ABRIRME PASO DESGARRANDO LAS PAREDES DEL PROPIO ABISMO. POR ESO RENUNCIÉ A MI SITIO JUNTO AL HOGAR. NO POR LA POSIBILIDAD DE RESTABLECER EL EQUILIBRIO O RESTAURAR LA LUNA O ENMENDAR EL MUNDO. TODO ESO ME IMPORTA BIEN POCO. —Tomó de nuevo la mano de Lexa, se la apretó contra el pecho y ella se quedó estupefacta al sentir un latido, fuerte y firme bajo su palma—. PERO ACEPTARÍA UN MILLAR DE TRATOS CON LA NOCHE POR PASAR OTRO MOMENTO CONTIGO. MORIRÍA MIL MUERTES Y LAS DESAFIARÍA TODAS SOLO POR TENERTE EN MIS BRAZOS UNA VEZ MÁS.
El mundo entero quedó en silencio. El mundo entero quedó detenido.
—Lincoln, yo…
—TE AMO, LEXA. Y NOCHE MEDIANTE, TE AMARÉ POR SIEMPRE.
—¿Lexa?
La voz de Aden. Arrancando a Lexa del momento, de vuelta al frío y a la humedad y al dolor y a la sangre. Pero se quedó un instante más en los oscuros estanques de sus ojos. La mano apretada contra el músculo de su pecho. Una fugaz mirada a Clarke, hiriente y dubitativa.
Desgarrada en dos.
—¿Lexa? —gimió Aden de nuevo.
—Tranquilo, hermano —dijo ella, dejando de mirar a Lincoln—. Estoy aquí.
Fue al otro lado de la torre, la cabeza aún palpitando, el cuerpo dolorido, la pierna sangrando bajo la tira de tela negra con que sin duda la había vendado Lincoln. Rodeó el fuego sin acercarse, vio cómo las llamas lamían hambrientas hacia ella y por fin se arrodilló junto a su hermano con un siseo de dolor y recogió a Aden entre sus brazos. El chico aún estaba aturdido por el desmayo, los ojos inyectados en sangre, la cara muy pálida. Pero Eclipse entró en la sombra de Aden para calmar sus miedos, y los conocimientos de Lexa sobre venenos sobraban para saber que estaría recuperado del todo al cabo de una hora más o menos. Antes que los adultos, de hecho, que apenas empezaban a removerse. Lexa agradeció a la Diosa que hubieran estado todos agrupados, que el imperativo de capturar a Aden con vida se hubiera impuesto al deseo de los asesinos de ver muertos a todos los demás. Recordó la batalla, el trueno en su sangre, el poder ondeando en sus venas. Nunca lo había sentido así, nunca había blandido la oscuridad con tanta facilidad ni rapidez. No era solo el hecho de que tan solo quedaran ya dos soles en el cielo. El nuevo fragmento de la Luna que llevaba en su interior, el que había sido de Furiano, la había convertido en más. No pudo evitar que sus pensamientos vagaran hacia Cleo. La mujer que había escrito el antiguo diario que el cronista Gabriel había encontrado en las profundidades de la biblioteca. La mujer que había dado a Lexa las únicas pistas reales sobre los tenebros que había logrado hallar nunca. La mujer que había dedicado su vida a reunir las partes quebradas de Anais, solo para caer antes de completar el rompecabezas que ahora se esperaba que Lexa resolviera de algún modo. Ese diario hablaba de un bebé en el interior de Cleo. De los pecados del padre.
¿Pudo tener algo que ver eso con su fracaso?
¿Y qué había sido de la propia mujer?
¿Y de su hija?
¿Hijo?
Lincoln estaba mirándola a través del velo de lluvia. Su declaración aún resonaba en los oídos de Lexa, más fragorosa que la tormenta que aullaba arriba.
—¿Cómo tienes la cabeza? —preguntó a Aden.
—Me duele —gimoteó él.
—No pasa nada, cielo. Estoy aquí. Cuando todo es sangre…
—… la sangre es todo —murmuró él.
Lo abrazó fuerte, le besó la frente. Pensó en todo lo que podría haber sido, en todo lo que podría haber pasado, el estómago helado de miedo. Una sensación desacostumbrada. El hormigueo en la piel, el revoltijo en las tripas. La ausencia de un gato que no era un gato como un agujero en el pecho. Una parte desaparecida de sí misma. Pero la ira fluyó para reemplazarla y Lexa se aferró a ella con fuerza, desesperada, como un náufrago a un pedazo de madera. Dejando que la amarga y ardiente cólera la llenara hasta el borde. La Iglesia Roja había tirado el dado, enviado a cinco de sus mejores hojas, vaciado la capilla de Galante para derribarla.
Habían fracasado. Y ahora…
«Ahora pongo a la Diosa por puto testigo de que…».
Lexa iba a ajustarles las cuentas.
—Raven.
—ESO HA DICHO LA SANGRE.
Estaban congregados en torno al fuego, todavía doloridos y mareados por el desmayo. Despiertaolas y Bryn yacían inmóviles y fríos en la piedra. Un fuego ardía en los ojos de los demás Halcones, tan intenso como el del pecho de Lexa.
—¿Quién coño es Raven? —preguntó Carnicero levantando la voz.
—Una amiga —respondió Lexa—. Es una mano. Una acólita que trabaja en el Monte Apacible al servicio de la Iglesia. Le salvé la vida.
Lexa recordó ver a Raven deteniéndose al pie de su cama, pasándose el cuchillo por el pulpejo de la mano, acumulando sangre del corte hasta que empezó a caer al suelo.
«Ella salvó la vida a Raven. Así que ahora Raven se la debe. Por su sangre, ante la mirada de la Madre Noche, Raven lo jura».
—Entonces, ¿sabe hacer cosas con la sangre? —preguntó Wells.
—No, ese es Bellamy —respondió Clarke, torciendo el gesto—. Él y su hermana Octavia son teúrgos. Maestros de la antigua magya ysiiri, y más jodidos en la cabeza que cualquier par de hermanos que vayáis a conocer nunca. —Estiró los brazos hacia el fuego y dobló los dedos—. Ese hijo de puta mató a mi hermano.
—DESPUÉS DE QUE AMBOS TRAICIONARAIS A LA IGLESIA ROJA —replicó Lincoln.
—Si quisiera escuchar mierda, iría al retrete, Lincoln.
—¿Podéis dejarlo? —restalló Lexa, enfureciéndose—. ¿Por favor?
—Muy bien —dijo Cantahojas—. Entonces, ¿ese mago de sangre es tu aliado, Cuervo?
Lexa se encogió de hombros.
—También le salvé la vida. Y sí que me dijo que estaba en deuda conmigo, sí. Aunque no puede decirse que me haya parecido nunca un cabrón muy de fiar, la verdad.
La forma de Eclipse titiló y se movió sobre el muro mientras el fuego danzaba.
—… HA MATADO A CHSS, LEXA. LO HE VISTO. CUANDO LOS DEMÁS Y TÚ ESTABAIS A SU MERCED, LA MAGYA DE SANGRE DE BELLAMY HA ACABADO CON EL CHICO…
—Y ahora Bellamy nos dirige hacia esa tal Raven —dijo Wells.
Lexa asintió.
—Hace salidas de abastecimiento para la Iglesia Roja. Lleva una caravana desde el Monte Apacible hasta Última Esperanza y de vuelta. Supongo que los dos estarán colaborando.
—Pero ¿por qué? —preguntó Clarke.
—No lo sé —suspiró Lexa—. Pero al menos sé que voy por el buen camino. Llegaremos a Amai y cruzaré el océano hasta Última Esperanza. Desde allí puedo cabalgar al Monte Apacible y rescatar a Gustus. Como planeábamos.
—Eh, espera —dijo Wells, formando una arruga entre sus oscuras cejas—. ¿Cómo que «cruzarás» hasta Última Esperanza? ¿Qué pasa con los demás?
—Que volveréis a Fuerteblanco —respondió Lexa—. Supongo que Corleone podrá llevaros. Aden tendrá que venir conmigo, y no creo que haya forma de convencer a Clarke de que se marche, pero tú, Cantahojas y Carnicero habéis terminado.
—Los cojones, hemos terminado —se opuso Carnicero—. Estamos contigo hasta el final.
—No —insistió Lexa, la furia infiltrándose en su voz—. No lo estáis. Ya habéis saldado vuestra puta deuda, ¿entendido? Despiertaolas y Bryn están muertos por ella, y no pienso tener más sangre en las manos. Nos separaremos en Amai.
Wells frunció más el ceño.
—Lexa, puede que me echaran de la legión, pero aun así hice un juramento a Nyko Wood. No estuve allí cuando murió tu padre, pero…
—¡No era mi padre, Wells! —espetó ella, poniéndose de pie—. ¡Pero es que ni por asomo! Soy hija del puto Roan Azgeda, ¿eso lo entiendes? ¡Soy hija del hombre que mató a Nyko Wood!
—Por el abismo y la sangre —susurró Wells.
—¿Eres hija de ese cabronazo? —preguntó Carnicero, anonadado.
—Sí —escupió ella—. Resulta que el hombre al que llevo ocho años intentando matar es el que me dio la vida. Y por si eso no fuera un «jódete» bastante grande de las divinidades, parece ser que llevo en mi interior un fragmento de un dios muerto, nada menos, ¡y eso también lo heredé de él! Ah, y por cierto, al último chico al que me follé lo asesinó la última chica a la que me he follado, y luego lo resucitó la Madre de la Noche para ayudarme con el mencionado problema de divinidades, ¡y el capullo que acaba de rajar el cuello a Bryn y Despiertaolas antes era amigo mío! Soy un puto veneno, ¿es que no lo veis? ¡Soy un cáncer! Todo lo que se me acerca termina muerto. Así que alejaos de mí todo lo que podáis, joder, antes de que os maten a vosotros también.
—No puedes culparte de esto, Lexa —dijo Wells.
—No sigas por ahí —le advirtió ella—. No sigas.
—No es culpa tuya.
—Que te follen, Wells —espetó ella con lágrimas en los ojos—. ¡Míralos!
—Culparte a ti misma de la obra de otro es como culparte del tiempo —respondió él, mirando los cuerpos de Despiertaolas y Bryn—. Y los lloraré como a un hermano y una hermana perdidos, sí. Pero llevarte palizas forma parte de estar vivo. Y déjame decirte una cosa, Lexa: los mejores luchadores que he conocido eran también los más feos. Narices rotas y dientes saltados y orejas deformadas. Porque la mejor manera de aprender a ganar es perdiendo.
—No lo…
—Los guerreros guapos son unos mierdas luchando. No sabes lo dulce que es respirar hasta que te rompen las costillas. No aprecias lo que es ser feliz hasta que alguien te hace llorar. Y no tiene sentido culparte por las palizas que te da la vida. Lo que se hace es pensar en lo mucho que ha dolido y lo mucho que no quieres volverte a sentir así nunca más. Y eso te ayudará a hacer lo que tienes que hacer para ganar la próxima vez.
Wells se cruzó de brazos y fulminó a Lexa con la mirada mientras resonaba el trueno.
—Me la suda de qué polla salieras. No voy a abandonarte.
—Yo tampoco —dijo Cantahojas.
—Exacto —asintió Carnicero—. Ni yo.
Lexa agachó la cabeza y notó arder las lágrimas. Se pasó la mano por los ojos y dio una profunda y trémula bocanada pensando en alguna forma de disuadirlos. Pero conocía a Wells y a los demás lo bastante bien como para saber que eran tozudos como mulas, que una declaración como la que acababan de hacer era tan sólida como la piedra que pisaba. Podría marcharse, pero la seguirían. Podría ocultarse con Aden bajo su capa y huir, pero eso significaría dejar atrás a Clarke y a Lincoln. Se vino abajo, cerca de la luz del fuego, no lo bastante cerca para que la calentara. Y sin mediar palabra, meneó la cabeza y lo aceptó.
—Bien —dijo Wells—. Entonces, buscamos a esa Raven y a ver qué nos cuenta.
—Aún tenemos que cruzar el mar de los Pesares —señaló Clarke.
—Casi mil kilómetros entre Amai y Última Esperanza —masculló Cantahojas—. Con las Damas de los Océanos y las Tormentas intentando enviarnos a pique a cada centímetro.
—Bueno, ya echaremos por la calle de en medio cuando doblemos la esquina —dijo Wells con un suspiro, pasándose la mano por el cuero cabelludo—. De momento, parece que tendremos que esperar aquí a que Nalipse se aburra o los soles deshagan unas cuantas nubes.
—Deberíais intentar dormir —dijo Lexa en voz baja.
Todos la miraron, suspicaces e indecisos.
—Todas las hojas de Galante a las que conozco están muertas —dijo ella—. Así que dudo mucho que nadie nos siga las huellas en una temporada. Pero, Lincoln, ¿puedes montar guardia arriba por si acaso?
El chico asintió mientras su confesión de amor pendía en el aire como una pregunta sin respuesta entre ellos.
—PUEDO HACERLO.
—Y tú ¿qué? —preguntó Clarke—. También tienes que dormir, Lexa.
—Lo haré —prometió ella—. Despertaré a Wells dentro de unas horas. Descansad un poco.
—No harás ninguna tontería mientras dormimos, ¿verdad? —dijo Wells—. ¿Como escabullirte a la tormenta como una ladrona y dejarnos atrás?
—Sabéis adónde voy. —Lexa negó con la cabeza—. Eso solo serviría para que me siguierais.
—Puedes estar segura de que lo haríamos —aseguró Wells ceñudo.
—Duerme un poco, Wells.
El grupo aún estaba un poco atontado por el desmayo, por lo que no hubo que insistirles mucho para que volvieran a acomodarse junto a las llamas. Clarke se durmió con la espalda contra Lexa, Aden acurrucado cerca. Wells estuvo despierto una hora o más, fingiendo dormir pero observándola con los ojos entrecerrados.
Lexa se limitó a mirar el fuego.
Casi toda la madera que habían traído de fuera se había secado y la hoguera ardía alta, irradiando un calor que ella apenas era capaz de sentir. Lincoln patrullaba los pisos de arriba, lanzándole una mirada de vez en cuando con sus ojos insondables.
Lexa siguió contemplando las llamas.
Avivando el fuego de su propio pecho. Sintiéndolo como una cosa viva. Estaba preocupada por sus amigos. Agradecida de que hubieran elegido quedarse con ella a pesar de todo. Estaba cansada y dolorida y asustada. Pero, sobre todo, estaba harta de tanta mierda. De Azgeda y de la Iglesia. De que otros salieran heridos por ella. De verse siempre superada en número, de que la pillaran siempre con el pie cambiado. Avanzaba directa al fuego, lo sabía. Directa a una casa de lobos. Pero a decir verdad, le gustaba la idea. Porque junto con la ira, sentía la oscuridad creciendo también dentro de ella. Recordó la rabia acumulada negra y profunda bajo la piel de Tumba de Dioses, la cólera de un dios derribado, una cólera que ella siempre había llevado consigo, toda su puta vida.
«Anais».
El ser que veía en sueños, forjado en oscura llama, coronado con un círculo de plata en la frente. Asesinado por su padre. Su madre aprisionada en el abismo por toda la eternidad. Su padre también había intentado asesinarla a ella. Había encerrado a su madre en la Piedra Filosofal para que languideciera y muriera. Lexa no podía por menos que ver el paralelismo entre ella y la Luna caída. Cosido en el tapiz que la rodeaba. Desplegándose como el destino. La diferencia era que Lexa no había muerto cuando su padre intentó matarla. No había caído a la tierra para partirse en mil pedazos. No se había quebrado. No se había desmoronado. En lugar de eso, se había convertido en algo más duro. No en hierro ni en cristal.
En acero.
«Todo lo que eres, todo en lo que te has convertido, te lo he dado yo. Mía es la simiente que te engendró. Mías son las manos que te forjaron. Mía es la sangre que fluye, fría como el hielo y negra como la brea, en esas venas que tienes».
Lexa discernía la verdad en esas palabras. Pero no por ello dejaba de ser una verdad que Azgeda viviría para lamentar. Y Lexa discernía también la verdad en las palabras de Wells. En recibir palizas y saber lo que se sentía, saber lo mucho que no quería volver a sentirse nunca así.
«No quiero volver a sentirme nunca así».
De modo que fijó la mirada en las llamas y se le iluminaron los ojos con su oración.
Su juramento.
Padre
Cuando el último sol caiga
Cuando la luz del día muera
Lo mismo harás tú.
