CAPÍTULO 21
Amai
—¿Qué es ese olor? —preguntó Aden, crispando su pequeña cara.
En la cabecera de la fila, Wells se apretó un dedo contra la nariz y soltó un chorro de moco por cada fosa.
—Aguas negras.
—Y pescado —añadió Cantahojas.
—MADERA —dijo Lincoln—. BREA. CUERO Y ESPECIAS. SUDOR Y MIERDA Y SANGRE.
—Menudo hocico te gastas —comentó Wells con una sonrisa.
Clarke cruzó la mirada con el chico muerto, sin decir nada.
—Ya estamos llegando. —Carnicero se desperezó en la silla de montar y bostezó—. Eso es Amai. Se huele a kilómetros de distancia. No por nada llaman a esta ciudad el Ojete de Liis.
Llevaban cabalgando casi dos semanas, sufriendo y goteando todo el condenado tiempo. La Señora de las Tormentas había apaciguado su temperamento después de un giro más o menos, suavizado su aulladora tempestad a una deprimente e incansable llovizna que los empapó a todos de la cabeza a los pies. Era como si la diosa quisiera reservar fuerzas, enroscada y atenta como una serpiente a la espera de que Lexa volviera a hacerse a la mar. Pero al menos eso facilitó el trayecto. No habían tenido más contratiempos en el camino. Los ciudadanos con los que se cruzaban mantenían una buena distancia con el centurión Wells y su reducida cohorte, y los pocos soldados que habían encontrado se limitaron a hacer el saludo militar de mala gana y seguir adelante. Cada nuncanoche se acostaban en cualquier refugio que lograran encontrar o se acurrucaban juntos a sotavento del carro. Lincoln merodeaba alrededor montando guardia, Carnicero supervisaba las prácticas de Aden con la espada —el chico apuntaba buenas maneras y daba miedo lo rápido que aprendía— y Lexa caminaba de un lado a otro de su propia cabeza. Pensando en Bryn y Despiertaolas, en Gustus y Bellamy y Octavia, en aquella zorra de Abby y aquel malnacido de Azgeda y en todo lo que le habían arrebatado.
«Pronto —se prometía a sí misma—. Pronto. Pero antes los separaba un océano que conquistar.
—¿Decías que te criaste en Amai? —preguntó Lexa a Carnicero, moviendo el trasero entumecido en el pescante. Aden llevaba las riendas con diligente atención al camino.
—Sí —dijo el gigantón—. Me embarqué a los catorce años.
—¿Te embarcaste? —se sorprendió Cantahojas—. Creía que no soportabas los barcos.
—Y no los soporto. Pero, cuando creces en un sitio como este, no te queda mucha elección. Que le follen a trabajar en alguna taberna o en un puesto de mercado. Que le follen por la oreja.
Clarke frunció el ceño.
—¿Eras pescador o…?
—¿Pescador? —bufó Carnicero—. Te estás buscando que me trajine tus putas orejas, chica. ¿Podría un pescador degollar a Caelino Pataslargas en combate singular ante veinte mil personas? ¿O destripar como un pez a Marcinio del Bosque Antiguo?
—Sí —dijo Wells—. Un pescador seguro que podría destripar a un hombre como un pez, Carnicero.
—Era pirata, cabronazos de los cojones —se jactó el liisiano.
—Pero… —Lexa arrugó la frente—. Te mareas, Carnicero. No dejaste de echar los hígados ni un momento desde Fuerteblanco hasta Galante.
—Bueno, era una mierda de pirata, claro —exclamó el hombre—. ¿Cómo creéis que acabé de puto esclavo?
—Oh. —Lexa asintió—. Eso… tiene una lógica sorprendente, la verdad.
—El caso es que me crie aquí —dijo Carnicero, malcarado—. Me conozco esta ciudad como conozco a las mujeres.
Clarke levantó la mano.
—No —le susurró Lexa.
—Entendido —dijo Wells—. Entonces, ¿qué podemos esperar del Ojete de Liis? Y deberían pensar un sobrenombre mejor para la ciudad, por cierto.
—Viene a ser el pozo de asesinos, violadores y ladrones más peligroso que podáis encontrar —respondió Carnicero—. Si no estáis salados, más vale que os andéis con mucho ojo. Aquí la vida es más barata que un dulcechico de medio cobre.
—¿Salados? —preguntó Clarke.
—Sí, enrolados —dijo Carnicero, asintiendo—. En un barco, vamos. Si pertenecéis a una tripulación, estáis salados. Si no, sois escoria de tierra seca. Veréis, los piratas siguen un código. Las Seis Leyes de la Sal. La primera es la Fraternidad. A ver… —El rostro destrozado del hombretón se crispó intentando recordar—. «Insúltalo, maldícelo, mátalo, pero si conoce el sabor de la sal, tu hermano él será». En otras palabras, puedes odiar a otro pirata todo lo que quieras, pero estando en puerto, los dos le sacáis una cabeza a cualquier plebeyo de agua dulce.
—¿Y si es mujer? —preguntó Cantahojas.
Carnicero parpadeó.
—¿Qué?
—Si la pirata es mujer. ¿Cómo puede ser tu hermano una mujer?
—¿Y yo qué coño sé? —gruñó Carnicero—. Las putas leyes no las escribí yo.
—¿Cómo se sabe quién está salado y quién no? —preguntó Wells.
—Algunos se tatúan. —Carnicero se encogió de hombros—. O se marcan a cuchillo. Otros llevan un símbolo de su barco estando en puerto. A los peores les basta con la reputación.
—De acuerdo —asintió Lexa—. ¿Cuáles son las otras normas?
Carnicero se rascó la pequeña cresta de gallo que tenía por pelo.
—Bueno, hay una que se llama Dominio. Viene a ser que lo que un capitán diga en la cubierta de su propio barco es palabra de dios. Y otra llamada Lealtad, que habla de la cadena de mando. La tripulación obedece al segundo de a bordo, el segundo obedece al capitán, el capitán obedece al rey. —El liisiano hizo una mueca, pensativo—. Siempre me olvido del nombre de la cuarta. Leyenda, o Legajo, o algo por el estilo…
—Aún no me puedo creer que los piratas tengan reyes —murmuró Wells.
—Pues créetelo. —Carnicero asintió con la cabeza—. Y reza a Aquel que Todo lo Ve y a sus putas Cuatro Hijas para no conocer nunca a ese hijo de puta. Nació de un chacal, dicen. Se bebe la sangre de sus enemigos en una copa tallada a partir del cráneo de su padre.
—¿Su padre murió acostándose con el chacal o después? —inquirió Lexa.
—Menuda fiesta debió de ser esa. —Clarke sonrió.
—Tú ríete, Cuervo —dijo el liisiano—. Pero el Carnicero de Amai no teme a ningún hombre o mujer. Y Einar Valdyr hace que me entren ganas de cagarme en los putos bombachos.
—¿Desde cuándo te refieres a ti mismo en tercera persona? —preguntó Clarke—. ¿O llevas bombachos, ya puestos?
—Anda y que te jodan.
—Einar Valdyr envió a pique el Intrépido —dijo Aden en voz baja—. Y el Verdad de Dios tres meses después. El Fuego de la Hija el siguiente verano profundo.
Lexa miró a su hermano arqueando una ceja.
—El año pasado estudié a los enemigos más infames de la República Itreyana —explicó él—. Tengo una memoria…
—… afilada como una espada —terminó Lexa la frase, sonriendo—. Sí, lo sé.
Cantahojas suspiró.
—Bueno, madre Trelene mediante, Corleone estará esperándonos en el puerto. Solo tenemos que evitar llamar la atención, encontrar esa taberna suya y preparar nuestro próximo movimiento.
—Con la panza llena de vino —dijo Wells—. Cerca de un fuego rugiente.
—Brindo por eso —convino Clarke.
—Sí —dijo Carnicero—. Ni la Madre de la Noche y todos sus malditos muertos podrían impedírmelo.
Lexa miró al silencioso chico dweymeri, que caminaba al ritmo del grupo a un lado del camino.
Lincoln ni se inmutó.
El olor era abrumador.
Lexa no podría haberlo descrito como una pestilencia propiamente dicha, aunque desde luego había una pestilencia en algún lugar de la tufarada. El puerto de Amai estaba incrustado en la costa del mar de los Pesares como las costras en los nudillos de un luchador de agujero. El hedor a peces muertos, degolladeros y excrementos de caballo pendía en el aire sobre él, aliñado con matices del océano que se extendía más allá. Pero por debajo de la peste había otros aromas. El perfume de mil especias: merelimón, olíbano y loto negro. La tostada fragancia de tartas y dulcemasas recién hechas. Carnes chisporroteando, golosinas friéndose en aceite de oliva, la fragancia de la fruta fresca y las bayas maduras. Porque, por muy tripulados que estuviesen por bucaneros asesinos, todos los barcos amarrados en el puerto de Amai habían llegado con algo que vender. Y además de un refugio para cabrones y cafres y corsarios, Lexa comprendió que la ciudad también era otra cosa.
Un mercado.
Se habían quitado los uniformes de soldado: Carnicero les había advertido que entrar en la ciudad vistiendo los colores de la República Itreyana era buscarse problemas. Además, la armadura de hueso de tumba de Wells valía una auténtica fortuna y sin duda llamaría la atención en una ciudad de ladrones. Salvo las cotas de malla y las espadas, que aún llevaban encima, todo lo demás iba escondido en el carro, aunque Lexa tenía enfundada al cinto su espada larga de hueso de tumba. La ciudad estaba amurallada, pero los amplios portones de hierro se hallaban abiertos de par en par y sin vigilancia. Parecía que al rey Valdyr se la traía bastante al pairo quién entrara o saliera. Al poner pie en la ciudad en sí, Lexa se quedó sorprendida por las multitudes. Había gente de todos los colores y formas y tamaños: altos y morenos dweymeri, blanquecinos itreyanos de pelo negro, vaanianos rubios de ojos azules, y por todas partes, por absolutamente todas, liisianos de piel olivácea son sus oscuros rizos y sus voces musicales.
—Este es el país de nuestra madre —dijo Lexa a Aden—. No sabes hablar liisiano, ¿verdad?
—No —respondió el chico, mirando a su atestado y trajinante alrededor.
—Escúchalo. —Lexa respiró hondo, sonriendo—. Es como poesía.
—Enséñame una palabra.
Lexa lo miró a los ojos.
—De'lai.
—De'lai —repitió él.
—Eso es —dijo Lexa asintiendo—, muy bien.
—¿Qué significa?
Lexa sonrió.
—Hermana.
El chico devolvió la mirada a las calles abarrotadas, guardándose los pensamientos mientras el carro seguía rodando. Lincoln caminaba por delante y la muchedumbre se apartaba de él por instinto, abriéndoles un camino a través de la avenida mojada por la lluvia. Lexa no dejaba de mirar alrededor, vigilante y tensa. Empezó a distinguir pautas entre el gentío, evidentes en los colores y los hilos una vez que se sabía qué buscar. Hombres con pañuelos blancos en los brazos que llevaban bordada la cabeza de la muerte. Otro grupo con sirenas tatuadas en el cuello, y otro con cicatrices triangulares grabadas en la mejilla. Eran como escudos de armas, como el emblema de una familia. Los hombres se comportaban con camaradería, todos armados, todos con un aspecto que rebasaba el límite de lo peligroso.
—Sales —murmuró.
—Sí —confirmó Carnicero, a su lado—. Los amos del gallinero. Esos que llevan pieles de lobo son los hombres de Valdyr. Su Wulfguardia. La tiene desplegada por toda la ciudad.
Lexa se fijó en el grupo del que hablaba Carnicero, un cuarteto de tipos altos y de aspecto hosco, cada uno con el pellejo de un lobo echado sobre los hombros. Pero, aunque los bucaneros que había entre las multitudes se movían con arrogancia, había muy pocos problemas para tratarse de una ciudad que en teoría rebosaba de hijoputez. Alguna pelea a puñetazos de vez en cuando. Un poco de vómito y sangre en los adoquines. Lexa empezó a preguntarse si Carnicero habría exagerado. Apreciaba mucho a ese cabrón tan feo, pero no era de los que dejaban que la verdad se interpusiera en una buena historia. Aparte de tener que ahuyentar a una manada de mugrosos golfillos que merodeaba en torno al carro —Clarke les enseñó una daga y les prometió que castraría al primero que se acercara demasiado— y de alguien que salió volando por la ventana de un primer piso cuando pasaban por allí, encontraron una ausencia de dramatismo casi decepcionante. Al poco tiempo, Lexa y sus compañeros se descubrieron contemplando la rutilante joya que era el puerto de Amai.
Aunque la Señora de las Tormentas había desplegado su velo por los cielos, seguía siendo una visión imponente. Había barcos de todos los cortes y estilos: carabelas de cuadrado velamen y carracas de tres palos, poderosas galeras con centenares de remos en los flancos y galeotas que podían navegar impulsadas a esquifazón y por el viento. Mascarones tallados con forma de dracos y leones y doncellas con cola de pez, velas bordadas con huesos cruzados o calaveras sonrientes o dogales. Los ojos de Lexa se quedaron atrapados en el navío más enorme del puerto, uno de los más grandes que había visto en la vida, a decir verdad. Era un gigantesco barco de guerra, con más de cincuenta metros de eslora y cuatro palos como torres que se erguían hacia el cielo. Estaba pintado del color de la veroscuridad, de principio a fin, y podía leerse su nombre a proa en ornamentadas
letras blancas.
El Banshee Negro.
—¿Qué son esas cosas? —preguntó Cantahojas.
Estaba señalando dos altas agujas de piedra que se alzaban poderosas sobre la costa. Tenían veinte metros de altura y estaban construidas en blanca piedra caliza y cubiertas de extensas marañas de videspino.
—Son las Torres Espinadas —musitó Clarke—. Te las encuentras por toda Liis. Son donde los reyes brujos domesticaban a sus esclavos. Torturaban a sus prisioneros.
Carnicero levantó una ceja.
—¿Y tú cómo lo sabes?
—A mi padre lo enviaron a una ofrenda en Elai. —Clarke hablaba en voz baja, sin dejar de mirar las torres con ojos entornados—. Mató a su objetivo, pero lo capturaron cuando se marchaba. Los Sacerdotes Leprosos lo torturaron en torres como esas durante tres semanas. Le sacaron un ojo. Le cortaron los huevos.
Carnicero y Wells se removieron incómodos en las sillas de montar. Lexa echó el brazo atrás y cogió la mano de Clarke, vio la mirada atribulada en los ojos de la chica.
—¿Murió allí? —preguntó Cantahojas con suavidad.
Clarke negó con la cabeza.
—Escapó. O su cuerpo escapó, al menos. Pero una parte de él se quedó allí dentro el resto de su vida. Es lo que lo apartó de la Iglesia Roja.
—Lo siento —dijo Cantahojas—. Tuvo que ser difícil verlo.
—Fácil no fue.
Lexa apretó la mano de Clarke, entrelazó los dedos con ella. Desvió los ojos un momento hacia Lincoln y vio que el chico las observaba con el rostro pétreo. Jake Griffin había criado a sus hijos como armas que utilizar contra el Sacerdocio. La traición de Clarke y su hermano casi había hecho arrodillarse a la Iglesia Roja. Y a Lincoln le había costado la vida. Jake había muerto, asesinado por hojas de la Iglesia. Lexa veía un tenue dolor en los ojos de Clarke mientras miraba aquellas torres, aquel oscuro reflejo del lugar donde su padre se había perdido a sí mismo. Se hizo un silencio incómodo. Pero Carnicero no tardó en acabar con él, irguiéndose en la silla y escrutando los muelles que se extendían por debajo.
—No veo el Doncella Sangrienta —masculló.
—Yo tampoco —dijo Wells.
Oírlo hizo que Lexa sintiera una desacostumbrada oleada de miedo en el estómago, que pisoteó con dientes apretados mientras intentaba no pensar en el agujero con forma de gato que tenía en el pecho. Sabía que Nube ya debería estar allí. En el tiempo que ellos habían tardado en cabalgar desde Galante, él podía llegar en barco sin problemas. Pero buscando entre los barcos amarrados, confirmó que la belleza de velas rojas de Corleone no estaba a la vista.
—Pueden haber echado el ancla fuera, en la bahía —aventuró—. Esos embarcaderos parecen bastante llenos.
—Sí —dijo Cantahojas—. Ciñámonos al plan. ¿Dónde teníamos que reunirnos con Nube?
—Solo dijo que nos veríamos en la taberna —respondió Lexa.
Wells bajó la mirada y recorrió con ella los muelles.
—No es por ser quisquilloso, pero ¿ese cabrón ostentoso no concretó ni un poco? Porque veo como unas veinte.
Carnicero sonrió de oreja a oreja y meneó la cabeza.
—Seguidme, gentiles amigos.
Lexa miró a Lincoln de nuevo, pero el chico estaba contemplando el tormentoso mar. Así que, tras un último apretón a la mano de Clarke, al que ella respondió con una tenue pero agradecida sonrisa, Lexa dirigió el carro hacia el puerto. Carnicero abrió el paso en dirección a los muelles abarrotados, mientras el hedor a pescado viejo y excremento nuevo por fin remitió cuando los vientos de la nuncanoche empezaron a soplar desde la bahía. Recorrieron un zigzagueante camino de salones de tinta, casas de placer y tugurios de copas. De sagrarios dedicados a Trelene y Nalipse, en los que se acumulaban ofrendas de copas de sangre y partes de animales y viejas monedas herrumbrosas. De mendigos ciegos y patanes borrachos y mujeres de la calle. Y por fin llegaron a un establecimiento grande y de aspecto más o menos distinguido al borde del agua.
En el letrero que colgaba sobre la puerta se leía, simplemente,
«LA TABERNA».
—Me gusta —declaró Lexa.
Wells dio una pequeña propina al mozo de cuadra que se llevó los caballos. Los siete agotados compañeros levantaron sombreros imaginarios a los matones de la puerta y pasaron a la sala común de una animada y abarrotada taberna. La barra era ancha y gruesa, provista de mil botellas y resonando con mil relatos. Las paredes estaban garabateadas con los trazos de mil manos, escritos en tinta y carboncillo y plombagina, componiendo declaraciones y bobadas y poemas y todo lo de en medio: Mi amor dejé, mi corazón dejé, con la promesa de volver. Pilinio tiene la picha como un percebe.
¿Quién me ha quitado la birra, hijos de puta?
Sí
SÍ
El tigre ha escapado
—Buscad mesa —dijo Carnicero—. Yo invito a la primera ronda.
—Qué generoso por tu parte, Carnicero —contestó Lexa con una sonrisa.
—Sí, sí —asintió el liisiano—. Escucha, ¿me prestas unas monedas? Las devuelvo cuando pueda.
Lexa suspiró y sacó unos mendigos de la reserva. Lincoln se internó en la muchedumbre seguido del grupo y, al igual que había pasado con los transeúntes de fuera, los parroquianos de la taberna le abrieron paso. Encontraron un reservado en la parte de la sala que daba al agua, con algunas jarras vacías encima y unos charquitos que emitían un sospechoso olor a meado, pero estaban tan exhaustos y tenían tanto frío que les trajo sin cuidado. Estaban cerca del fuego y resguardados de la lluvia y, tras dos semanas en la silla de montar, eso ya era todo un milagro. Se apretujaron en el reservado, Aden embutido entre los adultos. Lincoln llevó un taburete de la concurrida barra y se sentó al fondo de la mesa redonda, desde donde podía vigilar mejor la sala. La taberna era un batiburrillo de conversaciones amistosas y acalorados debates, de ebrios rechazos e insinuaciones aceptadas, de evidentes embustes y mortíferas verdades. Había un trío de juglares sentados en una esquina cerca del fuego, rasgueando una lira y tocando un tambor y cantando la canción más obscena que Lexa había oído jamás. Carnicero regresó al poco tiempo con una bandeja cargada de pintas de cerveza y dejó una delante de cada uno, Aden incluido.
—¿Por qué brindamos? —preguntó Cantahojas.
—¿Por la Señora de las Tormentas? —propuso Wells—. A lo mejor así afloja un poco.
Carnicero alzó su jarra.
—Un hombre con amor besa a su esposa, un buen vino besa el cristal más puro. La rosa besará a la mariposa, y vosotros podéis besarme el culo.
—¿Qué tal por los amigos ausentes? —dijo Lexa, levantando la jarra.
—Sí —dijo Clarke—. Por los amigos ausentes.
—VIVIR EN LOS CORAZONES QUE DEJAMOS ATRÁS ES NO MORIR NUNCA —dijo Lincoln en voz baja.
Lexa miró al chico a los ojos y musitó su acuerdo. Clarke hizo un reticente asentimiento. El grupo izó las jarras y les dio un buen sorbo, todos excepto Aden, que miraba la bebida con adecuada suspicacia, y Lincoln, que no miró su jarra en absoluto.
—Bueno, ¿dónde coño está Corleone? —preguntó Wells, secándose los labios.
—¿Tengo la cara roja? —replicó Carnicero.
—Tampoco mucho —dijo Wells.
—Pues supongo que no lo tengo metido en el culo, entonces.
—No nos adentremos demasiado en el reino de lo que has tenido metido en el culo, Carnicero —dijo Lexa.
—Ahora que lo mencionas, recuerdos de tu madre —dijo el hombretón con una gran sonrisa.
—Eh —le advirtió Lexa con una ceja alzada—, no metas a mi madre en esto.
—Justo lo que me dijo tu padre —rio el liisiano.
Lexa no pudo contener la carcajada, y la acompañó haciendo los nudillos en la cara de Carnicero. El hombre le apartó la mano y levantó su jarra de nuevo.
—Salud, hermosísima zorra.
Lexa lanzó un beso al hombretón y dio otro trago.
—Qué sucia tenéis todos la boca —murmuró Aden.
El grupo bebió en silencio, contentándose con escuchar el alboroto de la taberna y la canción de los juglares en la esquina. Cuando llegó la séptima estrofa, ya tenían las jarras vacías. Clarke miró uno por uno a los integrantes de la mesa, sin palabras pero con una ceja enarcada. Al no hallar objeciones, se marchó en busca de otra ronda.
—La primera vez que me emborraché —comentó Wells—, me puse tan mal que me vomité encima.
—Yo me caí al mar y casi me ahogo —dijo Cantahojas.
—Yo me casé —dijo Carnicero.
—Tú ganas —concedió Lexa, encendiendo un cigarrillo.
Aden se apartó la jarra de delante con las dos manos.
—Buen chico —dijo Lexa con una sonrisa, y dio un beso en la coronilla a su hermano.
—Necesito un baño —proclamó Cantahojas—. Y una cama.
—Sí, deberíamos alojarnos aquí —dijo Wells—. Con un poco de suerte, Corleone solo lleva un giro o dos de retraso, nada más.
—¿Y con nada de suerte? —preguntó Carnicero.
Wells no tenía respuesta para eso, y Lexa tampoco. Siguió fumando, sintiendo el beso del clavo en la lengua, preguntándose qué harían si Corleone no llegaba. Tenían moneda, pero no la suficiente para embarcar a siete personas. Aún no habían resuelto el problema de las Señoras de las Tormentas y los Océanos. Y entre los habitantes de las entrañas La Taberna, Lexa no veía a muchos en los que creyera poder confiar como confiaba en el capitán del Doncella Sangrienta. Después de un tiempo allí sentada, ya podía sentir eso de lo que hablaba Carnicero, captaba atisbos de ello en una sonrisa plateada o en el filo de un cuchillo o en las magulladuras que tenía una camarera en las comisuras de los labios. Una corriente submarina de violencia. Una veta de crueldad en los huesos de aquel lugar. Lincoln se levantó despacio, se caló la capucha, escondió aquellas manos negras en las mangas.
—VOY A DAR UNA VUELTA POR LOS EMBARCADEROS Y A HABLAR CON EL PRÁCTICO —dijo—. PUEDE QUE ALGUIEN SEPA ALGO DE LA DONCELLA Y SU RETRASO.
—¿No quieres descansar? —preguntó Lexa—. ¿Calentarte al fuego aunque sea un rato?
—SOLO UNA COSA DE ESTE MUNDO PUEDE CALENTARME, LEXA —respondió él—, Y NO ES UN HOGAR EN LA SALA COMÚN DE UNA TABERNA PORTUARIA. VOLVERÉ.
Lexa lo vio marcharse, intuyó las miradas que cruzaban los Halcones a su alrededor. Recordó la sensación del pulso de Lincoln bajo la palma de su mano. Cantahojas se fue también a buscar al posadero para contratar alojamiento, Carnicero y Wells rodearon sus jarras vacías con las manos. Lexa fumó en silencio, observando la sala a su alrededor. Parecía una mezcla de ciudadanos comunes y salados, los piratas con sus insignias mezclados con las tripulaciones de otros barcos, apostando y festejando, coreando a veces las estrofas más groseras de «El cuerno del cazador». Parecía que se celebraba el cumpleaños de alguien o alguna otra cosa en el altillo. Lexa oyó vajilla romperse y aullidos de risa y…
—¡Quítame las putas manos de encima!
Y la voz de Clarke.
—Cuida de Aden —dijo a Wells, levantándose de la silla.
—¿Qué…?
—Cuida de él.
Lexa se internó en el gentío, se abrió paso a codazos hasta llegar a un semicírculo de gente que se había formado junto a la barra. Clarke estaba en el centro, con una bandeja caída y jarras vacías y charcos de cerveza a los pies. Había tres hombres jóvenes delante de ella, todos sonrisas lascivas y dientes amarillentos. Llevaban gabanes y caperuzas de cuero y nudos corredizos en el cuello.
«Salados, está claro».
Clarke tenía los puños apretados, la furia escrita en la cara mientras se dirigía al más alto del grupo, un tipo que apenas tendría veinte años, con el pelo rojo lacio y un monóculo en el ojo con el que pretendía parecer señorial.
—Como vuelvas a ponerme la mano encima, hijo de puta —escupió Clarke—, tendrás que aprender a machacártela con un muñón.
El chaval soltó una risita.
—No te pongas borde, tesoro. Solo estamos jugando.
—Vete a jugar tú solo, pajillero.
Lexa entró en el anillo de entretenidos mirones y cogió a Clarke de la mano. No les interesaba nada llamar la atención allí.
—Venga, vámonos.
—Anda, ¿quién es esta? ¿No te había visto antes por aquí? —Monóculo desvió la mirada a los círculos gemelos que Lexa llevaba grabados en la mejilla—. ¿Cómo te llamas, esclava?
—Clarke, vámonos —dijo Lexa, tirando de ella.
Los dos otros matones se movieron para cortarles el paso. La multitud se cerró un poco más, con caras de estar disfrutando del espectáculo. Lexa sintió una lenta chispa de ira en el pecho que empezaba a ahogar su miedo. Intentó contenerla antes de que estallara en llamas. Sin Don Majo en su sombra, tenía la opción de mostrarse cauta. De permitir que el miedo la persuadiera. Sabía que empezar un altercado no terminaría bien.
«Controla el mal genio».
—Te he preguntado el nombre, chica —dijo Monóculo.
—No buscamos pelea con vos, mi don —respondió Lexa, encarándose hacia él.
—Pues la habéis encontrado de todas formas. —El chaval dio un paso hacia ella, enfurecido—. La tripulación del Verdugo no es de las que soportan insultos de zorras de agua dulce, ¿a que no, chicos?
Los otros dos que tenía detrás se cruzaron de brazos y farfullaron, de acuerdo con él.
«Controla. El mal. Genio».
—A no ser que… se os ocurra alguna forma de hacer las paces.
Una sonrisa curvó la comisura de la boca de Monóculo.
«Controla. El mal…».
Y bajando una mano despacio, la posó en un pecho de Lexa.
«Muy bien, a la mierda todo».
Su rodilla impactó con la entrepierna de Monóculo del mismo modo que los cometas besan la tierra. Una bandada de gaviotas alzó el vuelo en estallido desde el chapitel de una catedral cercana, graznando, y todos los varones en un radio de cuatro manzanas se removieron en sus asientos. Lexa agarró al joven por la cuerda que llevaba al cuello y le estampó la cara contra el borde de la barra. Se oyó un enfermizo y húmedo cruc, un respingo horrorizado de los mirones y el chaval se derrumbó con los labios hechos picadillo, dejando los restos astillados de cuatro dientes clavados en la madera. Uno de los matones intentó agarrar a Lexa, pero Clarke le dio un puñetazo en toda la garganta que lo envió hacia atrás trastabillando, con los ojos desorbitados entre arcadas. Clarke se dejó caer encima de él, cogió una jarra del suelo y empezó a machacarle con ella la cara. El segundo matón echó mano al arma más cercana que encontró, una botella de vino que rompió contra el borde de la barra para crear lo que se conocía coloquialmente como un «bufón liisiano». Pero mientras daba un paso hacia ella, Lexa cerró los dedos y la sombra del matón se clavó en las suelas de sus botas. El joven tropezó, cayó hacia delante y Lexa lo ayudó en el descenso agarrándole ambas orejas y bajándole la cara contra su rodilla. Sonó otro cruc espantoso mientras la nariz del chico reventaba por todas las mejillas como una morcilla pisoteada. Lexa le atizó un puntapié en las costillas, ya que estaba, recompensado con un nuevo y encantador crac. Clarke terminó de trabajar con la jarra de cerveza. Se volvió para mirar a Lexa, jadeando, con una sonrisa salvaje en el rostro. Lexa se lamió el labio, notó el sabor de la sangre, apartó los ojos de la chica y los dirigió a la multitud que las rodeaba. Se señaló los pechos con manos ensangrentadas.
—No se tocan salvo petición previa.
Una chica que fregaba estalló en un sonoro aplauso. Los parroquianos se miraron entre ellos, encogiéndose de hombros, asintiendo. Los juglares retomaron la canción y todo el mundo volvió a sus bebidas. Lexa cogió a Clarke de la mano y la levantó de encima del bucanero derribado. Clarke se apretó contra ella, todavía algo escasa de aliento, mirando a los ojos de Lexa y luego a sus labios.
—Querría hacer una petición de toqueteo, por favor.
Lexa dio una palmada en el culo de Clarke y sonrió mientras Cantahojas llegaba a empujones entre la muchedumbre. Wells y Carnicero llegaron al poco tiempo, cada uno cogiendo una mano de Aden. Se quedaron un momento de pie en la abarrotada sala común, hablando en bisbiseos.
—Creo que ya hemos llamado bastante la atención para una nuncanoche —gruñó Wells.
—¿Nos vamos a algún otro sitio? —preguntó Clarke—. ¿Evitamos que se fijen más en nosotros?
—Sí —dijo Carnicero—. Con los salados de esta ciudad no hay que andar jodiendo. Mejor vámonos a otra posada, tan lejos de esta como podamos sin salir de Amai.
—Habíamos quedado en vernos aquí con Corleone —señaló Wells.
—Podemos pedir a los porteros que avisen a Lincoln cuando vuelva —propuso Lexa—. Tampoco es que duerma, de todas formas. Que espere él por aquí hasta que llegue Nube.
—Si es que llega —gruñó Carnicero.
Lexa observó el gentío a su alrededor y cazó algunas miradas de soslayo. La adrenalina corría por sus venas después de la reyerta, el corazón le latía rápido. La ausencia de Don Majo la dejaba vacía, y Eclipse seguía en la sombra de Aden, así que a ella le quedaba el miedo. Miedo a represalias. Miedo a lo que podría ocurrir si Corleone los dejaba tirados. Miedo por Gustus, por Clarke, por su hermano, por sí misma.
Miró las manchas de sangre que tenía en las manos. Se dio cuenta de que le temblaban.
—Vámonos de aquí —dijo.
