CAPÍTULO 22

Víboras

Bellamy tenía hambre.

Solo hacía dos horas de su última comida. Una profunda sucesión de sorbos entre los muslos resbaladizos por la sangre de alguna joven mano sin nombre —pero ninguna lo tenía, ¿verdad?—, escuchando el latido de la chica al ritmo de sus tragos, veloz como las alas de un pájaro contra la jaula de sus costillas. El pulso de la joven azotando rojo su lengua, lob dob lob dob, tan dulce y cálido que podría haberse tragado a la chica entera.

Pero había bebido demasiado. Luego se había puesto enfermo, arrojando carmesí sobre las palmas blanco hueso de sus manos, de rodillas y sacudiéndose. La perfección de su tortura jamás dejaba de divertirle y enfurecerle en igual medida, la amargura de su maldición más cruel si cabe por el hecho de que la había escogido él mismo. Sabía la ofrenda que requeriría aquel poder antes de reclamarlo. Sabía el precio a pagar por rescatar magyas enterradas tiempo atrás en la calamidad de la antigua Ysiir. Pata tener poder sobre la sangre, debía estar esclavizado a la sangre. Igual que Octavia era esclava de su carne. La sangre era el único sustento de un orador, pero también actuaba como emético. Beber demasiada suponía conocer un terrible malestar. Beber demasiada suponía conocer una terrible hambre. Una constante, impecable y vigorosa tortura. Tal era el precio del poder.

—¿Alguna novedad? —preguntó Solis.

Los aposentos del reverendo padre estaban en la parte alta de la montaña, en la cima de una tortuosa espiral de peldaños cada vez más estrechos. Desde que Abby lo había designado para el cargo, Solis había hecho bien poco por cambiar la decoración. Escultura de cristal arkímico en el techo, pieles blancas en el suelo, pintura blanca en las paredes. Un ornamentado escritorio con altos montones de papeles y volúmenes, bibliotecas a rebosar cubriendo las paredes a izquierda y derecha. Tras el escritorio, la pared estaba tallada con centenares de hornacinas. En ellas Abby había guardado recuerdos de sus giros como asesina: joyas, armas, baratijas obtenidas de sus víctimas. Aunque esos recuerdos ya no estuvieran, seguía habiendo allí un resplandor plateado, el de los centenares de viales de sangre sellados con cera. El único trofeo que conservaba Solis de su pasado eran unos grilletes oxidados y manchados de sangre, que colgaban de la pared encima de su cabeza.

—¿A cuántos masacrasteis, Último? —preguntó Bellamy con una sonrisita en los labios.

—¿Cómo? —dijo Solis.

Bellamy miró al reverendo padre. Cuerpo fornido. Mandíbula fornida. Manos fornidas. Octavia le había sanado las quemaduras, pero no podía hacer que volviera a crecerle el pelo y sus cejas eran meras sombras, su barba antaño puntiaguda reducida a una pelusa desaliñada. La túnica negra que llevaba apenas podía contener los músculos de sus brazos, arremangada hasta los codos para que se vieran las cicatrices talladas en el antebrazo. Treinta y seis muertes forjadas en nombre de la Madre, cada una de ellas inscrita en la suave canción de su piel. Pero…

—En el Descenso. —Bellamy señaló con el mentón los grilletes herrumbrosos—. Abriéndoos paso a puño y porra por la Piedra Filosofal, la libertad vuestro objetivo. ¿A cuántos masacrasteis? —Bellamy ladeó la cabeza—. Y guardáis rencor por ello a nuestro nuevo imperator, ¿me equivoco? ¿Acaso no fue idea de Roan Azgeda vaciar la Piedra empleando a sus propios ocupantes?

—¿Qué novedades llegan desde Galante? —insistió Solis, haciendo caso omiso a la pregunta.

—Ninguna todavía —mintió Bellamy con la misma leve sonrisa en los labios.

—¿Ninguna? —preguntó Mataarañas.

Bellamy dio la espalda a los grilletes de la pared para mirar a los demás miembros del Sacerdocio. Estaban sentados en semicírculo alrededor de la mesa del Último, un trío de asesinos con una cuenta conjunta que haría sonreír a la Noche. Eso, por supuesto, si tuvieran aunque fuese el menor interés en la Madre de la Noche.

Empezando por Mataarañas. Piel del color de la nuez, rastas de sal recogidas en elegantes bucles encima de la coronilla. Vestía en su habitual verde esmeralda, con el acostumbrado oro en el cuello. El ciudadano itreyano medio jamás tocaría una sola moneda de oro en la vida, y en cambio Mataarañas rebosaba por todas partes. Las cadenas que llevaba al cuello podrían haber comprado una hacienda en la parte alta de Valentia. Los anillos de sus dedos podrían haber liberado a la mitad de los esclavos de Vigilatormenta. Llevaba bien la máscara de adusta Shahiid de Verdades, pero era quien peor disimulaba su amor por la moneda de todo el Sacerdocio. Era como un pergolero, decorando el nido de su propia carne. Vanidad embadurnada sin reparos sobre la extensión de su piel oscura.

Siguiendo por Ratonero. Ratonero, el del cabello negro rizado y el rostro de hombre joven y los ojos de anciano. Ratonero, el de las propiedades esparcidas por toda la república, cada una con un retrato a escala real de sí mismo en el vestíbulo y un vestidor lleno de ropa interior femenina, profundo como un bosque. Bellamy sabía de al menos siete esposas de Ratonero, y tenía confirmado que existían más. Solo la Madre sabía cuántos hijos habría engendrado. Para Ratonero, la mejor forma de alcanzar la inmortalidad era por medio de la progenie. Y la progenie, por supuesto, requería procurarse moneda.

Y terminando por la hermosa Aalea. Vestido rojo sangre, labios rojos sangre, piel pálida nieve. Era la que más se acercaba a la devoción de todos ellos. Solo era Shahiid de Máscaras desde hacía unos años, cuando murió el shahiid Telonio, y la moneda aún no había tenido tiempo de corromperla del todo. Pero Bellamy veía que ya estaba empezando. Sus vestidos creados por las mejores costureras de la república. Las casas de placer que había adquirido en Tumba de Dioses y Galante, el grandioso palazzo de su propiedad en Fuerteblanco y las fiestas que daba allí, con esclavos duros como la piedra y cuencos llenos de tinta y acres de piel.

Poder.

Corruptor.

Porque no pagan nada por él, claro. No había ofrenda. No había sufrimiento. No tenían un dolor constante en la tripa ni la fealdad de su propio reflejo para recordarles el precio que estaban pagando por el poder que blandían. Y en consecuencia, lo blandían a la ligera. Con descuido. Creyendo que ya habían servido bien a la Madre y podían reclinarse y cosechar las riquezas que les merecía una vida de servidumbre. Empachados de dinero de sangre. Serenos en el asesinato.

Indignos, todos ellos.

—¿Orador? —dijo Aalea, levantando una ceja esculpida a la perfección.

—¿Mmm? —preguntó Bellamy.

—¿No habéis sabido nada de la capilla de Galante? —Los ojos oscuros y manchados de kohl destellaron en la tenue luz—. La obispa Diezmanos partió hace cinco giros, ¿no es así?

—En efecto. —Bellamy se paseó por las estanterías de Solis, pasando un dedo por los lomos de los libros. Le parecía revelador que el Último no se hubiera deshecho de ellos. Quería dar la apariencia de hombre cultivado, a pesar de que sus ojos ciegos no pudieran leer ni una palabra—. Mas de Diezmanos no he oído palabra desde que el Puerto de las Iglesias abandonó.

Eso era cierto, al menos. Aalea era capaz de oler las mentiras con envidiable habilidad. Pero Bellamy podía danzar en torno a la verdad toda la nuncanoche sin acercarse siquiera a tocarla.

—Más que extraño —murmuró Ratonero—. Diezmanos no es ninguna chapucera.

—Ni tampoco quienes cabalgaron con ella —caviló Mataarañas—. Todos ellos hojas afiladas.

—Ojalá hubiéramos enviado a más. —Solis se acarició lo poco de su barba que había dejado la bomba de lápida de Clarke Griffin—. Pero son bien pocos los que podemos permitirnos trasladar.

—Ojalá hubieras acabado sin más con nuestra pequeña Cuervo en Tumba de Dioses, reverendo padre —dijo Ratonero—, y evitado a todos este problema.

Bellamy sonrió mientras los ojos ciegos de Solis refulgían.

—¿Qué has dicho?

Ratonero se examinó las uñas.

—Solo que, para ser el líder de una banda de asesinos, pareces tener una dificultad tremenda en matar a gente tú mismo.

—Cuidado, ratoncito —le advirtió Solis—, no vaya a ser que esa lengua tuya se te escape de la boca con tanto aletear. Ya os he dicho que la chica tuvo ayuda.

—Sí, no sé qué aparición retornada del Hogar, ¿era eso? —Ratonero hizo tamborilear los dedos vaina abajo de su hoja de negracero—. Confieso que, de tener que enfrentarme a alguien como nuestro buen cronista en las calles de Tumba de Dioses, yo también me cagaría en las calzas.

—Ya os lo he dicho —gruñó Solis, levantándose de la silla—. El salvador de Wood no era como Gabriel. El cronista ni siquiera puede salir de la biblioteca. Ese ser caminaba por donde se le antojaba, hizo pedazos a una escuadra de soldados itreyanos. Y como vuelva a oír otra palabra tuya de discrepancia, petimetre encorsetado, te enseñaré la dificultad que tengo en matar a gente yo mismo.

—¿Queréis crecer los dos? —suspiró Mataarañas.

—Ah, claro, un consejo de su maestra favorita —replicó burlón Solis—. ¿No fuiste tú quien nombró a Wood primera de tu salón, Mataarañas? Era tu alumna estrella, ¿verdad? La traición de esa pequeña zorra nos ha costado más que ninguna otra en la historia de la Iglesia, y fuiste tú quien le posibilitó convertirse en hoja.

—Y me ocuparé de saldar las cuentas por esa traición —dijo la mujer en voz baja—. Lo he jurado ante la Madre Noche, y lo juro ante vosotros ahora. Tendré mi venganza de Lexa Wood. Lo último que tocarán sus labios en esta vida será mi veneno. Eso no lo dudes, Solis.

—Te referirás a mí como reverendo padre, shahiid —masculló Solis.

Bellamy contempló cómo se desplegaba todo aquel drama con la misma leve sonrisa en los labios. Qué tedioso. Qué prosaico. Pero así eran las cosas, supuso. Las víboras siempre se volvían unas contra otras cuando no quedaban ratas que comer.

—¿De qué te habló Gustus? —preguntó Abby.

El orador mantuvo el vigor en la cara, miró a la Señora de las Hojas a través de blancas pestañas. La mujer estaba de pie en la cabecera de la sala, examinando los centenares de viales de plata que contenían las hornacinas. Todos ellos estaban llenos de una pequeña cantidad de sangre de Bellamy, y se entregaban a los obispos y manos y hojas para que pudieran enviar misivas al Monte Apacible. Incluso a seis metros de distancia, el orador podía sentir cada gota de su interior.

—Gustus —repitió Abby—. Bajó a tus cámaras hace una semana. Habló largo y tendido contigo y con tu hermana, o de eso me han informado.

—Escapar de la montaña, pretende el buen Gustus. —Bellamy se encogió de hombros—. Y yo encarno una de esas escapatorias. También tuvo palabras, de lo más selectas, acerca de mis… apetitos.

Bellamy observó a Abby con los ojos rosados rielando. También sabía dónde iba a parar su moneda. En qué gastaba la lenta fortuna que estaba amasando desde la defunción de Kane, que había dejado la Iglesia bajo su mando absoluto. Sabía lo mucho que Abby tenía que perder. Y por qué estaba tan desesperada por aferrarse a lo que había construido.

—Deberíamos matar a Gustus y dejarnos de historias, Abby —murmuró Solis.

—Se pescan más peces con gusanos vivos que con muertos —replicó la Señora de las Hojas—. Si nuestra pequeña Cuervo supiera de su asesinato, quizá no volveríamos a verla jamás.

—¿Y cómo iba a enterarse de lo que ocurre entre estas paredes? —preguntó Mataarañas.

Abby negó con la cabeza.

—No lo sé. Pero parece tener un don para ello. El imperator fue muy claro: no se debe tocar ni un pelo a Gustus hasta que Azgeda recupere a su heredero.

—¿Quizá se engaña pensando que su hija aún se unirá a él? —dijo Ratonero.

—No es ningún necio —objetó Aalea con un delicado encogimiento de hombros—. Ahora hay mucho que ganar apoyando a Azgeda. Todavía es posible que Lexa acepte su oferta.

—Y tú esperas que lo haga, supongo —gruñó Solis—. Que quizá pueda salvar la vida. Siempre has tenido afecto por esa chica. Y por su viejo maestro.

—Tengo muchos afectos, reverendo padre —respondió Aalea con serenidad—, y estaré encantada de responder a tus preguntas sobre exactamente ninguno.

—En todo caso, Gustus no es de fiar —los interrumpió Mataarañas con los ojos fijos en Abby—. Deberíamos al menos encerrarlo en su alcoba.

—No —dijo Abby—. Quiero dejar a ese viejo cabrón la suficiente cuerda para que se cuelgue a sí mismo.

—Con el debido respeto, mi señora —dijo Ratonero—, Gustus es uno de los hombres más peligrosos de esta montaña. ¿Estáis segura de que vuestros sentimientos personales por él…?

—Estás pisando una capa de hielo muy fina, shahiid —dijo la Señora de las Hojas echando chispas—. Yo en tu lugar elegiría mis próximas palabras con suma cautela.

—Si no se os ofrece nada más… —suspiró Bellamy.

—¿Te aburrimos, orador? —restalló Abby.

—Disculpadme, mi señora. —El orador hizo una inclinación—. Mas me asalta el hambre.

Abby dirigió una última mirada ponzoñosa a Ratonero antes de desviar su atención completa a Bellamy.

—Lo comprendo. Y no pretendo apartarte de tu ágape. Pero antes de marcharte, hay un último asunto que tratar.

—En ese caso, mi señora, os suplico que lo tratemos raudos.

—Dado que Lexa Wood acabó tan limpiamente con el último, el imperator Azgeda necesita a otro doble. Informa a tu hermana de que requeriremos sus servicios.

Bellamy sintió un atisbo de emoción en las venas.

—¿Vendrá hasta aquí Azgeda?

—A menos que la situación haya cambiado —respondió la Señora de las Hojas—. Se me informó de que Octavia no podía crear simulacros sin el imperator presente.

El orador de sangre hizo un perezoso encogimiento de hombros.

—Tal cosa acontece a cualquier artesano. De estar presente el modelo en el taller, más preciso es el retrato que ejecuta el artista. De requerirse que la obra de mi hermana amada engañe al senado, o a la esposa de Azgeda, entonces sí. —Bellamy sonrió—. Sería prudente que el emperador se prestara a una sesión.

—Muy bien —respondió Abby—. Te informaré cuando esté prevista su llegada.

—Como os plazca —dijo Bellamy, reprimiendo un bostezo.

El orador se volvió y salió de la cámara del reverendo padre en un lento bisbiseo de tela roja, con toda la parsimonia del mundo. Sus pies descalzos no hicieron el menor ruido en los peldaños mientras descendía a la oscuridad, con los labios pálidos torcidos en una leve sonrisa.

Sintió los ojos de Abby puestos en él al marcharse.

—Hermano amado, hermano mío.

Bellamy encontró a Octavia en su sala de caras, leyendo con luz arkímica. Estaba absorta en algún volumen del athenaeum, siguiendo su progreso en las páginas con dedos retorcidos y supurantes, preocupándose de no tocarlas nunca. Pero alzó la mirada cuando su hermano entró en la cámara, con la túnica de seda abierta sobre el pecho liso y blanquecino. Los ojos rojos de la tejedora brillaron de gozo al verlo, pero mantuvo la sonrisa escasa y contenida para que no se le volviera a partir la piel de los labios. La última vez había tardado semanas en sanar.

—Hermana amada —respondió él—, hermana mía.

Bellamy le apartó la capucha con delicadeza y apretó los labios contra su coronilla, donde unos escasos mechones grasientos apenas cubrían lacios el cuero cabelludo. Ella apartó la cara, avergonzada.

—No me contemples, hermano.

Bellamy le puso la mano en la agrietada e hinchada mejilla, giró la cabeza de su hermana hacia él. Una pesadilla de piel exangüe y llagas abiertas. Sangrando y supurando y pudriéndose hasta los huesos. Perfume aplicado con generosidad, pero no el suficiente para ocultar la sombría dulzura de la decrepitud, la caída de imperios en su carne.

Le besó los ojos. Le besó las mejillas. Le besó los labios.

—Eres hermosa —susurró.

Ella apretó la palma contra la mano que aún le acunaba la cara. Sonrió suave. Y entonces él se apartó con las manos tras la espalda, mirando los rostros de las paredes. Ojos vacíos y bocas abiertas, cerámica y cristal y pasta de papel y arcilla. Máscaras mortuorias y máscaras de carnaval y máscaras antiguas hechas de hueso y piel de animal. Una galería de rostros, hermosos y horribles y todo lo de en medio.

—¿Qué nuevas traes? —ceceó Octavia.

—Diezmanos y sus hojas han sido destruidos. Nuestra pequeña tenebra, ilesa. —Bellamy levantó los hombros—. En su mayor parte, al menos. Y nuestro imperator no se demorará en llegar desde Tumba de Dioses para que puedas esculpir a otro necio a su imagen y semejanza.

—Cobarde —suspiró Octavia.

—Sí —asintió Bellamy.

—¿Esa meretriz de Raven está preparada?

Bellamy enarcó una ceja.

—Está preparada. Mas no precisas de esos celos, hermana mía. Ni son propios de ti. Raven no es más que una herramienta.

—Una herramienta a la que diste buen y frecuente uso, hermano amado, en las nuncanoches pretéritas.

—Me complacía. —Bellamy suspiró—. Y luego me aburrió.

—Raven te ama de todos modos.

—En ese caso, es tan necia como todos los demás.

Octavia compuso una sonrisa oscura, con saliva en los labios.

—¿Crees que Abby recela de nosotros?

Bellamy levantó los hombros de nuevo.

—Pronto carecerá de importancia. El tablero dispuesto se halla, las piezas moviéndose están. Los volúmenes que obran en poder de Gabriel nos marcarán el camino. Y cuando todo esté realizado, gozaremos de cielos negros y luna en lo alto, tal y como prometió el cronista.

Bellamy pasó las yemas de los dedos por la lámpara del escritorio de Octavia, una mujer esbelta con cabeza de león que sostenía un orbe en la palma de la mano. De origen ysiiri. Y milenios de antigüedad.

—Piénsalo, hermana amada —dijo con un hilo de voz—. Nuestra magya no es sino una insignificante astilla de lo que ellos conocían. ¿Qué enseñanzas podrían ser nuestras cuando él brille en el cielo de nuevo? ¿Qué torturas podrían aliviarse, qué secretos vislumbrar, cuando dejemos atrás estas costas siempre soleadas y moremos una vez más en el equilibrio? —Sonrió, acariciando el rostro de la estatua.

—No hay sombra sin luz —musitó Octavia—. El día por siempre persigue a la noche.

Bellamy asintió.

—Entre el negro y el blanco…

—Está el gris —terminaron juntos.

—Cuando la Madre Oscura retome su lugar en el cielo —observó Bellamy—, me pregunto qué opinión le merecerá la podredumbre que reside en esta su casa. Y todos aquellos que se han beneficiado de ella sin fe.

—Lo averiguaremos bien pronto, hermano.

Octavia entrelazó los dedos con los de Bellamy, su sonrisa al límite de partirse. Él le besó los nudillos, la muñeca. Le devolvió oscura la sonrisa.

—Bien pronto.

Gabriel nunca había encontrado el final de la biblioteca. Lo había buscado una vez. Había echado a andar en la penumbra entre las estanterías, por el bosque de oscura y pulida madera, entre las crujientes hojas de vitela y pergamino y papel y cuero y pellejo sin curtir. Había encontrado libros tallados en carne que aún sangraba, libros escritos en idiomas jamás inventados, libros que le devolvían la mirada. Había vagado entre los estantes durante giros y más giros, con solo algún gusano de biblioteca de vez en cuando por compañía, dejando una fina estela de humo dulce como el azúcar tras sus pasos. Pero no había podido encontrar el límite. Y después de estar buscándolo siete giros, por fin había caído en la cuenta de que las cosas de aquella biblioteca no podían encontrarse a menos que ellas quisieran. Así que había dejado de buscar para siempre. Subió rodando el carrito vacío al entrepiso, se detuvo fuera de su despacho para encender otro cigarrillo. Vio más libros apilados bajo la ranura de DEVOLUCIONES, entregados de vuelta a su cuidado durante la nuncanoche por los nuevos discípulos que entrenaban en la montaña. Gabriel suspiró gris, se agachó con la espalda chirriante y los dedos manchados por la edad, recogió los libros y los dejó con gesto reverente en el carrito.

—El trabajo de un bibliotecario nunca termina —murmuró.

Buscó sus anteojos en el chaleco, se palpó los bolsillos de las calzas, la camisa y por fin reparó en que los llevaba subidos en la cabeza. Con una sonrisa seca, entró en su despacho dando una profunda calada al cigarrillo.

—¿«Una chica que fue al asesinato lo que los virtuosos a la música»? —Abby alzó la vista del libro que estaba leyendo, de páginas con el borde rojo sangre, un cuervo negro repujado en la cubierta. Una sonrisa desprovista de humor le torció los labios—. Negra Diosa, tiene muy buena opinión de su propia prosa, ¿verdad?

—Todo el mundo es crítico literario. —Gabriel se asentó el cigarrillo en los labios y se encogió de hombros mirando el libro—. Pero sí, es posible que algunas metáforas sean un poco excesivas.

—Gracias a la Diosa que no habla como escribe. Si sonara tan pretencioso al abrir la boca, lo habría hecho asesinar hace años.

El cronista miró a la Señora de las Hojas de arriba abajo.

—¿A qué se debe esta visita, joven Abby? Hacía una eternidad que no te veía por aquí abajo.

—¿De verdad creíais que no iba a enterarme de lo que tramabais los dos aquí dentro? —preguntó ella, cerrando el libro—. ¿Me tomabais por ciega o solo rezabais para que no me diese cuenta?

—No acababa de tener claro que pudieras ver hasta aquí abajo desde ese trono tuyo tan elevado.

—¿Cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó Abby.

El cronista negó con la cabeza.

—No sé muy bien a qué te refieres, chavala.

Abby extrajo un largo y afiladísimo estilete de la manga de su túnica.

—¿Para qué quieres eso? —preguntó Gabriel—. ¿El pelo del pecho se está descontrolando otra vez?

Abby clavó el cuchillo en una pila aleatoria de relatos y novelas en la mesa de Gabriel. La punta se hundió a través de la cubierta de cuero del tomo superior y atravesó una buena proporción de sus páginas. El cronista se encogió y entonces vio que el libro herido no era otro que A rodilla hincada, uno de sus favoritos. En algún lugar de la oscuridad del athenaeum, un gusano de biblioteca rugió.

—Yo no volvería a hacer eso si fuese tú, jovencita —dijo Gabriel.

—Creo que me he expresado con claridad —replicó Abby, retirando el estilete.

El cronista se miró la mano. Había un agujero en ella de lado a lado, con la misma forma y tamaño exactos que la herida que Abby acababa de infligir al libro. Gabriel miró a la Señora de las Hojas a través del nuevo agujero que tenía en la palma mientras ella apoyaba la punta de la hoja en otra cubierta.

—Supongo que sí —respondió el viejo fantasma.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —Abby tabaleó con los dedos sobre el cuervo que agraciaba la cubierta de la crónica. Gabriel vio que también había estado hojeando el segundo volumen—. Lo de la chica. ¿Cuánto tiempo hace?

El cronista se encogió de hombros.

—Desde un poco antes de que llegara aquí.

—¿Y no se te ocurrió decírmelo?

—Vaya, qué ansia tan repentina nos ha entrado por mis consejos, ¿eh? —Gabriel dio un bufido—. Llevas sin pisar este suelo una puta década.

—Yo soy la Señora de las Hojas y la Iglesia Roja es…

—No te atrevas a darme lecciones sobre lo que es y no es este lugar, joder —escupió Gabriel—. Lo sé mejor que ninguno de vosotros.

—No pretendo despreciar tu contribución, cronista, pero los tiempos han…

—¿Contribución? —graznó Gabriel—. ¡Yo puse en marcha este puto sitio!

—¡Pero los tiempos han cambiado! —terminó su frase Abby, poniéndose en pie—. Puede que tú tallaras esta iglesia de la nada, sí. Pero eso ocurrió hace siglos, Gabriel. Hace milenios. El mundo que conociste es polvo y, por tus servicios a las Fauces, ella vio adecuado traerte de vuelta a rastras desde tu sitio en el Hogar siglos después de morir, y ¿para qué? ¿Para convertirte en su general? ¿En su inmortal Señor de las Hojas que guiara a su rebaño a nuevas y mayores cotas de gloria? ¡No! —Abby empujó a un lado la pila de libros de la mesa, los envió por todo el suelo—. Te convirtió en su condenado bibliotecario.

En la oscuridad de fuera, un gusano de biblioteca rugió de nuevo. Más cerca en esa ocasión. Gabriel dio una larga y profunda calada al cigarrillo, las ascuas chispeando en sus ojos, los dedos manchados de tinta.

—No andes jodiendo a los bibliotecarios, jovencita. Conocemos el poder de las palabras.

—Ahórratelo —dijo Abby—. ¿Dónde está el tercero?

—¿El tercer qué?

—¡El tercer volumen! —exclamó Abby, y dio fuertes palmadas en las dos primeras crónicas al ritmo de sus siguientes palabras—. ¡Nacimiento! ¡Vida! ¿Dónde está la muerte?

—Esperándote ahí fuera entre esas estanterías, como sigas maltratando estos libros.

¿Dónde? —rugió Abby.

El cronista echó la cabeza un poco hacia atrás, exhaló gris al aire.

—No sé. No lo he buscado. En este sitio no se encuentran las cosas a menos que se deban encontrar.

—Esa, mi buen cronista, no es sino la última en una larga cadena de suposiciones estúpidas.

Abby cogió los dos primeros libros de las Crónicas de la Nuncanoche y pasó junto a él hecha una furia, sus ojos destellando de ira e impaciencia. Gabriel distinguió el aroma a rosas en su largo cabello gris y, por debajo, un tenue matiz a infusiones y muerte. Abby fue hasta las sólidas puertas del athenaeum, las abrió de par en par y paseó una mirada furibunda por la legión de manos que esperaba en la oscuridad al otro lado. Eran docenas. Puede que hasta cien. Vestidos de negro y con la boca cerrada, esperando órdenes como ovejitas obedientes.

«Esto nunca fue como debía ser. Se suponía que esto era una casa de lobos, no de corderos».

—Registraréis esta biblioteca hasta el último rincón —les dijo Abby—. Todos los estantes, todos los recovecos. No dañéis los libros y los gusanos no os dañarán a vosotros. Pero no pararéis sin antes hallar lo que estoy buscando. —Levantó las dos primeras crónicas en ambas manos para enseñárselas a los siervos—. El tercer libro de esta crónica. Autor: Gustus de Liis. Que Nuestra Señora llegue tarde cuando os encuentre. Y en el momento en que lo haga, que os salude con un beso.

Las manos se inclinaron y, sin decir palabra, se dispersaron entre las estanterías. Abby se volvió hacia Gabriel con los dos volúmenes en las manos.

—No te importará si me los llevo prestados, ¿verdad, buen cronista?

El viejo fantasma echó una mirada a las manos que se internaban en el bosque de oscura madera, entre las crujientes hojas de vitela y pergamino y papel y cuero y pellejo sin curtir.

Apagó el cigarrillo contra la pared y suspiró.

—Un momento, que te traiga una tarjeta de devolución.