CAPÍTULO 23
Guerra
Lexa soñó.
Un cielo tan gris como el instante en que te das cuenta de que ya no estás enamorada.
Agua como un espejo por debajo, extendiéndose de horizonte a horizonte bajo un cielo de para siempre.
Tenía el aliento frío como la luz de las estrellas, el pecho alzándose y descendiendo como su madre y su padre por los cielos.
Pronto anochecería. Llegaría su momento de ascender al trono y contemplar cómo la noche desplegaba sus ropajes por el firmamento.
Esa noche iba a estar llena. Y hermosa. Reflejando la luz de su padre, llevando día a la oscuridad, comiéndose el miedo de los de abajo y sonriendo mientras caminaban en la noche intrépidos.
Todo en equilibrio.
—No toleraré rival alguno —dijo una voz.
Ella abrió sus no-ojos.
Roan Azgeda estaba de pie sobre ella, cuchillo en mano.
—Perdóname, niña.
Y el cuchillo cayó.
Lexa abrió los ojos.
Las cortinas estaban echadas, pero oyó el fuerte oleaje en una costa pedregosa, el viento entre las rocas, las apenadas gaviotas sollozando en la lluvia. El sueño era un eco reciente en su cabeza, el mismo que había tenido todas las nuncanoches desde Tumba de Dioses. Tenía el pulso acelerado, el corazón martilleando. Se sorprendió de que su golpeteo contra las costillas no hubiera despertado a su hermano. Giró la cabeza hacia el niño que dormía en la cama a su lado, ojos cerrados, expresión plácida. Le apartó un rizo perdido de la frente y pensó en qué estaría soñando. Le envidió que pareciera haber escapado de aquellas extrañas visiones que plagaban su propio sueño. Si todo lo que decía Lincoln era cierto, también había una parte de Anais dentro de Aden. Y, sin embargo, dormía como un bebé.
Lexa se preguntó el motivo.
Casi pudo oír la respuesta de Lincoln:
«PORQUE TÚ ERES LA ELEGIDA DE LA MADRE».
Se incorporó en la cama, se apartó el pelo de la cara y respiró hondo. La posada en la que se habían alojado se llamaba María la Azul y, siendo sinceros, era un poco mejor que La Taberna. Clarke había pagado por la habitación más grande que tenían y los siete habían subido la escalera con paso fatigoso, permaneciendo juntos en aras de la seguridad. Wells y Carnicero estaban tendidos en los tablones del suelo, envueltos en montones de mantas. Clarke estaba acurrucada contra la espalda de Lexa en la cama. Ardía un fuego en un pequeño hogar, que confería una cómoda calidez del color del whisky a la habitación. Cuadros del océano en las paredes, barcos en toscos marcos de madera. Cantahojas estaba sentada en una mecedora, su espada en el regazo, sos ojos oscuros en la puerta de la alcoba.
Los desvió hacia Lexa y habló en un suave murmullo:
—Estabas teniendo malos sueños.
—Sueños verdaderos —musitó Lexa.
—Ah. Esos son los peores.
Lexa se frotó la cara, miró a la dweymeri a los ojos.
—¿Sobre qué sueñas tú, Cantahojas?
La mujer respiró hondo y suspiró.
—Sobre hombres a los que he matado, sobre todo. Amigos a los que he perdido. La sensación de la arena del estadio bajo los pies. Ya sabes cómo era. Viviste esa vida. Se queda contigo, hasta cuando duermes. —Miró a Lexa y sonrió como si fuese a compartir un secreto—. Pero a veces, con mucho esfuerzo, puedo cambiarlo.
—¿Cambiarlo? —preguntó Lexa—. ¿A qué?
—En vez de la arena del estadio, pienso en la arena de la playa de Camada. Me imagino caminando por costas blancas y brillantes entre los besos de las olas en los tobillos. El olor del océano y de las langostas asándose a fuego vivo y la sensación de la luz de los soles en la piel. —Cantahojas sonrió—. Deberías intentarlo. La próxima vez que duermas. Hazte con el sueño y transfórmalo en lo que quieras. Te pertenece a ti, al fin y al cabo.
Lexa paseó la mirada por la habitación y suspiró.
—¿Quieres que te releve un rato?
Cantahojas negó con la cabeza.
—Acaba de despertarme Wells. Deberías dormir.
Lexa se liberó con cuidado de su hermano y de Clarke y se puso las botas de piel de lobo. Se levantó, se desperezó, se echó al hombro el cinto de la espada y anduvo sin hacer ruido hacia la puerta. El fuego se estiró hacia ella al pasar, manos de llama dando zarpazos e intentando agarrarle los talones. Lexa escupió al hogar.
—Salgo a fumar —susurró—. Si me necesitas, grita.
La dweymeri asintió y se reclinó en la mecedora, reposando las manos en su hoja. Lexa salió por la puerta sigilosa como un gato, sus pisadas meros susurros en los desnudos tablones. Fue al final del pasillo, cruzó una puerta chirriante y salió a un balcón desde el que se veían los embarcaderos. El viento era glacial, la lluvia seguía cayendo y le costó tres intentos encender el cigarrillo. Sopló una voluta de gris con aroma a clavo, entornó los ojos contra el humo. Contempló las aguas oscuras como el acero lamiendo los muelles, los barcos amarrados; sus ojos vagaron más allá de las Torres Espinadas y sus bucles de videspino hasta La Posada, abajo en el entablado. Sus pensamientos se desviaron hacia el chico pálido sentado junto a su hogar, paciente como los muertos.
«LA ÚNICA ARMA EN ESTA GUERRA ES LA FE».
Lexa negó con la cabeza. Seguía sin saber qué creer, ni dónde iba a encontrar nada de fe en medio de todo aquello. Recordó las palabras de Lincoln en la torre en ruinas, su confesión de que había renunciado a su sitio en el Hogar para volver con ella. Pensarlo le daba miedo, tristeza y sí, en cierto modo, lo encontraba excitante. Había una cierta fascinación en verse tan absolutamente anhelada. En tener tal poder sobre un chico que desafiaría a la misma muerte para estar junto a ella. Recordó la sensación de Lincoln dentro de ella. La presión de sus manos contra ella. Se preguntó cómo sería ahora tocarlo. Besarlo.
Follárselo.
Se lamió los labios, degustó el azúcar del papel del cigarrillo, el humo que le hacía cosquillear la lengua. Apretó los muslos, se metió una mano en las calzas, saboreando el ansia. Visualizando el camino que tenía por delante y preguntándose dónde terminaría exactamente. Y si querría que terminara. Piel como el mármol y ojos como la veroscuridad y dedos hábiles merodeando abajo y más abajo hacia…
—Vale, ya basta —gruñó.
Caló el último aliento del cigarrillo, lo aplastó con el talón. Se apartó el pelo que el viento le había echado en la cara y regresó al interior, cerró la puerta contra los azotes del frío viento. Se preguntó si debería bajar para ver si…
Una forma oscura la golpeó al volverse, una mano le asió el cuello, otra le inmovilizó la muñeca. Lexa dio un respingo y retrocedió contra la pared, buscando la espada con la mano libre mientras notaba un cuerpo duro apretándose contra ella, unos labios cálidos contra la mejilla, el cuello. Un destello de pelo rubio. Una insinuación de perfume de lavanda.
—¿Clarke? —susurró—. Por el abismo y la sangre, podría haberte…
Clarke la acalló con un beso, labios aplastados contra los suyos, manos metiéndosele bajo la camisa y trazando líneas de delicioso y liviano fuego en las caderas, en el final de la espalda. El corazón de Lexa atronaba temeroso mientras las manos de Clarke se colaron en sus calzas y le asieron el trasero. Lexa apartó la boca, Clarke le mordió el labio inferior al separarse.
—¿Qué abismos estás haciendo? —susurró Lexa.
—Esperaba a que salieras para fumar —dijo Clarke con una sonrisa, quitándole un mechón de la cara—. Sabía que te morirías de ganas. Pero me he quedado dormida. Casi te me escabulles, zorra.
—Si querías un besuqueo en el pasillo, podrías haberlo pedido.
—No lo pido. —Clarke negó con la cabeza—. Lo tomo. —La besó a Lexa de nuevo, boca abierta, profunda como las sombras.
Lexa suspiró al notar la mano de Clarke deslizarse por su tripa, entrar por las calzas donde había estado un momento antes su propia mano. Un suave gemido se le escapó de entre los labios mientras Clarke le besaba el cuello, mordisqueaba, acariciaba con la nariz, un escalofrío que la hizo retroceder de nuevo contra la pared. Las piernas se le separaron un poco, el corazón se le aceleró y esa vez no fue por temor.
Los labios de Clarke le rozaron la oreja.
—Tengo una segunda habitación.
—¿Qué?
—Cuando reservé la primera. Solo para nosotras. Toda la nuncanoche.
Lexa soltó una risita.
—Zorra taimada.
—Llevo con ganas de ti desde que le arrancaste los dientes a ese hijo de puta, Lexa Wood —susurró Clarke—. Verte ganar me calienta la sangre.
Lexa gimió mientras los dedos de Clarke se movían entre sus piernas.
—¿Y qué pasa con…?
—Tu hermano está con Cantahojas y los demás —musitó Clarke, sus labios rozándole el cuello—. No puede estar más a salvo. Pueden aguantar sin ti una hora o dos. Solo la Diosa sabe cuándo volveremos a tener tiempo.
Clarke subió la mano libre bajo la camisa de Lexa, trazó círculos suaves como bisbiseos por sus pechos, espirales cada vez más cerradas en torno a sus pezones cada vez más duros. Su aliento era cálido, apremiante en el cuello de Lexa, sus dedos practicaban una magya cegadora entre sus piernas.
—Te deseo —susurró Clarke.
—Oh, Diosa…
—Te deseo.
Lexa enredó los dedos en el pelo de Clarke, tiró de ella hacia un beso jadeante, doloroso. Rubor en las mejillas, apretada contra la pared, atrajo a Clarke hacia ella, respirando fuerte en la trémula oscuridad, todo pensamiento, todo enemigo, todo miedo evaporándose de su mente en un suspiro entre sus lenguas.
—Yo también te deseo…
Follaron como la guerra.
Guerra y sangre y fuego.
Casi no llegaron ni a la habitación, Clarke peleándose con la llave mientras Lexa apretaba todo su cuerpo contra ella desde atrás, besándole la nuca, clavándole las uñas en la piel. Cerraron con un portazo al entrar y Lexa empujó de golpe a Clarke contra ella, la risa de la chica convertida en un jadeante gemido mientras Lexa se abalanzaba sobre su cuello. Lexa llevó los labios contra piel ardiente, notó el pulso de Clarke aporreando bajo sus dientes y su lengua. Las manos de Clarke la invadieron bajo la camisa y por la espalda, haciendo tentadoras cosquillas. Pero Lexa le aferró las muñecas, las empujó firme contra el marco de la puerta y se restregó con ella mientras le besaba y le mordisqueaba el cuello. Pecho resollante, labios retorcidos en una malvada sonrisa, Clarke la apartó de un empujón. Lexa trastabilló hacia atrás y Clarke impactó contra ella, derribándola de espaldas en la cama. Cayeron al colchón enredadas, la respiración de Clarke cada vez más rápida mientras luchaba con los nudos de las calzas, sus ojos vidriosos de lujuria. Lexa le quitó la camisa y tiró de ella, le besó los pechos, lamió y chupó y suspiró su adoración. Pero Clarke la empujó bocarriba en la cama, llevó las manos de Lexa contra su pecho para detenerlas, por fin le soltó las calzas y se las bajó por las rodillas. Lexa se zafó de ella y empezaron a forcejear, riendo y maldiciendo y mordiendo, sonrojadas y jadeantes, músculos tensos, ninguna dispuesta a rendirse. Boca contra boca, lenguas danzando enfrentadas mientras se arrancaban la ropa una a la otra en una batalla tortuosa, enloquecedora, prenda a prenda, el sudor aflorando a la piel, cada bota o botón una pequeña y resollante victoria. Los besos de Clarke eran hambrientos, enfurecidos, sus cuerpos rodando pegados por la cama, por fin maravillosamente desnudas. Lexa abrió las piernas y gimió, arqueó la espalda mientras los dedos de Clarke descendían y empezaban a rasguear, hipnóticos, melódicos, interpretando una arrebatadora sinfonía en sus labios hinchados. La mano de Lexa también buscó, cruzó el oleaje de los pechos jadeantes de Clarke, bajó por su vientre terso como un tambor, rebasó una suavidad mullida hasta un resbaladizo y empapado calor.
—Oh, Diosa —suspiró Lexa.
—Sí —susurró Clarke—. Ay, joder, sí.
Gimió mientras los dedos de Lexa entraban escurridizos, curvados y persuasivos, «Oh, Diosa, que caliente está», encendiendo un fuego que la hizo temblar. Clarke echó atrás la cabeza y gimió, sus manos igualaron el ritmo extático de Lexa mientras hacía oscilar y rodar las caderas al compás. Lexa apretó la boca en el cuello de Clarke, enroscó los dedos en largas y doradas trenzas, dientes mordisqueándole la piel, frotando contra su mano. Cada chica enardecía las llamas que crecían en el interior de la otra, cada caricia, cada tembloroso toque más caliente, más firme, más, más, hasta que por fin fóllame, fóllame, fóllame, se encendieron una a otra en llamas. Clarke gritó, el pelo esparcido por la cara, amordazando los gritos inarticulados de Lexa con la mano en su nuca y los pechos en su boca. Una luz negra estalló tras los ojos de Lexa, más refulgente que la veroluz, la cabeza atrás mientras la inmolación la tomaba, la sacudía, la dejaba temblando y jadeando sin aliento. Los dedos de Lexa se retiraron, trazando ígneas curvas por el campo de batalla que era la piel de Clarke. Se los metió en la boca, disfrutó del sabor de su amante, se emborrachó de él. Clarke encontró de nuevo los labios de Lexa con los propios, gimió al degustarse a sí misma entre ellos, se hundieron ambas en un beso inacabable, tan profundo que llegaba al alma. Clarke envolvió con sus largas piernas la cintura de Lexa, apresándola, sus dedos recorriendo en arkímicas espirales sus caderas, su espalda, arriba hasta la nuca, escalofríos descendiendo por el espinazo para enrollarse canturreando y zumbando entre sus mojados muslos. Lexa quería poseer a esa chica. Poseer y ser poseída, hasta la última parte de ella, hasta el último apremiante secreto azucarado, hasta la última suave curva y sombrío arco.
Más.
Quería muchísimo más.
—Bésame —susurró, acariciando la mejilla de Clarke.
—Estoy besándote —suspiró ella.
—No —jadeó Lexa, apartándose, escrutando los ojos de su amante—. Bésame.
La respiración de Clarke se aceleró, al pensarlo se estremeció. Lexa vio el deseo en ella, la mareante, desesperada, dolorosa lujuria en sus ojos, igual a la de la propia Lexa. Clarke la besó de nuevo, la lengua entrando en su boca, los labios curvándose en oscura sonrisa.
—Oblígame —susurró.
Lexa sonrió, empujó a Clarke hacia abajo en las sábanas, le subió las manos por encima de la cabeza. Clarke suspiró mientras Lexa esparcía cien largos besos por sus labios, su cuello, sus pechos, mientras la mano libre descendía una vez más entre las piernas de Clarke, cruzaba una y otra vez sus labios chorreantes. Lexa se izó sobre las rodillas, se dio la vuelta y quedó a horcajadas sobre la cara de Clarke. Y despacio, muy muy despacio,
—Oh, Diosa, sí —susurró Clarke.
fue descendiendo hasta tocar la anhelante boca de Clarke.
—Oh, joder —gimió, estremeciéndose al sentir que la lengua de
Clarke trazaba ardientes círculos, por encima y alrededor y finalmente dentro, aferrándole las nalgas con las manos. Las caderas de Lexa se movieron por iniciativa propia, las yemas de sus dedos recorrieron su propia piel, tocando y provocando, pellizcándose suave los ansiosos pezones, haciendo que le temblaran los muslos. Las pestañas aletearon contra las mejillas, la cabeza cayó hacia atrás mientras los labios y la lengua y los dedos de Clarke le hacían vibrar el cuerpo entero, exploraban su lugar más suave y aquel oscuro y maravilloso fuego crecía de nuevo en su interior. Lexa abrió los ojos, miró a su amante debajo de ella y no solo quiso ser saboreada, sino saborear también. Clarke gimió mientras Lexa enterraba la cabeza entre sus piernas abiertas, le envolvía los muslos con los brazos y hundía la lengua en sus profundidades. El néctar más dulce entre los labios, sus bocas moviéndose ya al mismo compás, cada gemido enviando vibraciones a través de todo el cuerpo de Lexa y arrancándole también gemidos a ella. Sus forcejos cesaron. Su batalla se ganó. Fueron un canto, entonces, ellas dos. Un dueto perfecto, de eones de antigüedad, profundo como la oscuridad entre las estrellas. Ya no haciendo la guerra, sino haciendo el amor, dulce e intenso y perfecto, manos y labios y cuerpos, suspiros y gemidos y estremecimientos, piel contra piel contra piel. Prolongando la dulce y gozosa tortura tanto como pudieron soportarlo, goteando sudor, sin aliento y jadeantes y ardiendo al rojo blanco, en armonía con la otra. No queriendo que terminara. Nunca, nunca jamás.
Y al final, tras un placentero milenio, perdidas sin remedio en el tiempo, cuando se dejaron llevar y por fin se corrieron, cada chica susurró el nombre de la otra.
