CAPÍTULO 24
Majestad
Aún estaba desnuda cuando abrieron la puerta de una patada. Lexa despertó al oír fuertes pisadas, erizándose espinazo abajo. Pero solo tuvo tiempo de estirar el brazo hacia sus calzas antes de que la bota astillara el marco y la puerta girara de golpe en sus goznes contra la pared. Estaba en pie y rodando por el suelo en un abrir y cerrar de ojos, desenfundando su espada de hueso de tumba. Clarke sacó su propia espada de debajo de la almohada, se levantó sobre la cama, su pecosa piel desnuda, su arma empuñada. Había cuatro hombres en el umbral, todos con negras pieles de lobo en los hombros.
«Wulfguardia».
El de delante era un vaaniano casi tan alto como Lincoln. Bello como una cama con dosel llena de dulcechicos de primera categoría, abundante cabello rubio y barba dividida en siete trenzas. La larga cicatriz que le atravesaba la ceja y el pómulo no bastaba para echar a perder el cuadro.
—¿Son estas? —preguntó.
Lexa miró hacia el pasillo y se le vino abajo el alma al reconocer un rostro enmarcado en lacio pelo rojo, con un monóculo cubriendo un ojo morado.
—Es esda —farfulló el chico entre labios reventados—. ¡La buy zoda me sacó los pudos diendes!
Lexa oyó un grito de Cantahojas pasillo abajo, un reniego de Wells.
«Aden…».
Dio un paso adelante, desnuda como el giro en que había nacido, dispuesta a hacer que aquellos cabrones lamentaran su misma existencia. Los hombres se desplegaron por la alcoba, todos con la mano en el puño de la espada. Que no hubieran desenvainado acero todavía dijo a Lexa que o bien eran increíblemente estúpidos o bien confiaban muchísimo en sí mismos.
El líder miró a Lexa y sus ojos verdes destellaron.
—Su majestad Einar Valdyr, Lobonegro de Vaan, Azote de los Cuatro Mares, te ordena acudir a su presencia ante el Trono de los Canallas, chica. Si tienes dioses, más te vale ponerte a rezar. —Su mirada se desvió un instante hacia Clarke, de pie con la espada desenvainada en la cama—. Y si tenéis ropa, será mejor que os la pongáis.
—¡Suéltame, bellaco! —oyó Lexa que gritaba Aden—. ¡Mi padre hará que te desuellen y te den de comer a los perros!
—¿Cantahojas? —llamó Lexa, con un nudo en la garganta.
—¿Sí? —oyó exclamar a la mujer.
—¿Estáis todos bien? ¿Aden…?
—Lo tienen retenido —gritó la mujer—, pero está bien.
—¡No estoy bien! —chilló el niño—. ¡Suéltame, cretino, soy hijo de…!
—¡Si quieres que destripemos a estos cabrones, solo dilo, Cuervo! —bramó Carnicero.
—Yo en tu lugar no lo diría —le aconsejó el hombre de la cicatriz—. Esa espada está bien equilibrada en tu mano, pero no tienes lugar al que huir. Y si el rey Einar se entera de que has intentado huir, será mucho peor para ti. —Negó con la cabeza—. La has jodido bien jodida, chica.
Lexa estaba pensando a toda velocidad y maldiciéndose a sí misma por idiota. Podía matar a aquellos hombres, eso apenas lo dudaba, pero que ella supiera podrían tener a Aden a punta de cuchillo. Si le hacían daño antes de que llegara a él, no se lo perdonaría nunca. Tenía el culo al aire, sus amigos estaban superados en número, no tenía ni idea de dónde estaba Lincoln y no conocía el terreno.
«Paciencia», se dijo.
Estudió a aquel vaaniano, sopesándolo en su mente. Autoridad relajada. Sutil confianza. Inteligencia. Sus hombres estaban entretenidos regalándose los ojos, pero él apenas había apartado la mirada un instante de sus ojos desde que Lexa había desenvainado.
—¿Cómo os llamáis, señor?
—Ulfr Sigursson, wulfguardia y segundo de a bordo del Banshee Negro.
—¿Vuestro rey acostumbra a enviar a su segundo de a bordo a detener a alborotadores?
—Cuando se aburre —respondió Sigursson—. Y tengo malas noticias para ti, chica: de un tiempo a esta parte, se aburre de lo lindo.
Lexa echó una mirada a Clarke, todavía de pie en la cama.
«En esto está el peligro», comprendió.
En tener a gente que le importaba. Familia a la que amaba. Lexa bajaba la guardia estando con ellos. La hacían vulnerable. Sus enemigos podían utilizarlos contra ella. Gustus. Clarke. Aden. Wells y los Halcones. Si estuviera sola como al principio, ya sería solo un titilar en las sombras, ya habría desaparecido. Si estuviera sola, podría degollar a aquellos cuatro como corderos de primavera y seguir su camino. Si estuviera sola…
Pero entonces estaría sola.
Miró a los ojos a Clarke.
«¿Y qué sentido tendría todo entonces?».
Lexa hizo una garra de su mano, cruzando la mirada con Sigursson. Las sombras de la habitación empezaron a moverse, estirándose hacia el hombre, puntiagudas como dagas. Su pelo ondeó sobre los hombros en una brisa fría e iluminada por las estrellas que solo la alcanzaba a ella. Tuvo que reconocerle al bucanero que no cedió terreno, pero por fin desenfundó su hoja.
—¿Se puede saber quién coño eres? —preguntó, entornando los ojos.
—Os acompañaremos, Ulfr Sigursson —dijo Lexa—. Pero si vos o vuestros hombres nos tocáis a mí o a mis amigos de cualquier manera impropia, os mataré a todos y a todo aquel a quien hayáis querido alguna vez. ¿Me he explicado bien?
Sigursson sonrió divertido y por fin la miró de arriba abajo.
—Mis hombres obedecen mis órdenes. Y tú careces de los aparejos adecuados para izar mi vela, pequeña. —El hombre se agachó y arrojó las calzas a la cabeza de Lexa—. Ponte la puta ropa.
Un fuerte de piedra los esperaba en el extremo meridional de los muelles. Se alzaba de la misma agua, su muro como la cara de un acantilado. Estaba construido en caliza, redondo como un poderoso tambor, con una costra de algas y mejillones circundando su calado. De sus almenas y sus entrañas asomaban cañones que apuntaban hacia el agua. En su torre más alta ondeaba una bandera verde, ribeteada de plata y bordada con el símbolo de un lobo negro con zarpas ensangrentadas. En torno a su muro pendía un centenar de jaulas, ocupadas por hombres y mujeres. Algunos muertos, otros vivos, la mayoría en algún punto intermedio.
—Joder —estaba murmurando Carnicero—. Jodeeeer…
Sigursson encabezaba la marcha, sus wulfguardias rodeaban a los prisioneros. Habían desarmado a Lexa y sus compañeros, a excepción de la pequeña daga de puño oculta en el talón de la bota izquierda de Lexa. Sigursson llevaba su espada de hueso de tumba como un juguete nuevo. Wells se había ganado un ojo morado y un labio partido cuando la Wulfguardia irrumpió en su habitación, y tenía sangre encostrada en la barbilla. Clarke caminaba cerca detrás de Lexa, que llevaba a Aden en brazos. Incluso con Eclipse en su sombra, notaba temblar al niño. Lo apretó fuerte, le besó la mejilla.
—Todo saldrá bien, hermano.
—Quiero irme a casa —dijo él, al borde de las lágrimas.
—Yo también.
—No deberías haberme traído a un sitio como este.
Lexa vio que las puertas del fuerte, anchas y tachonadas en hierro, se abrían de par en par ante ellos.
—Ahora mismo no me siento la mejor hermana mayor del mundo, eso puedes creerlo.
Ya estaba buscando escapatorias. Sombras a las que dar un paso, momentos en los que podría echarse el manto sobre los hombros y esfumarse. Podría llevarse a Aden. Quizá también a Clarke si le ponía bastante empeño. Pero Cantahojas, Carnicero y Wells…
El miedo se enroscó en su estómago. Miedo como hielo y gusanos reptando. Miedo por las personas que le importaban. Quiso recuperar a Eclipse para que la ayudara a lidiar con él, pero eso dejaría desnudo a Aden y solo la Diosa sabía cómo se comportaría entonces. Y sin Don Majo —por el abismo y la sangre, cómo lo echaba de menos en esos momentos—, se vio obligada a afrontarlo ella sola. A imponerse a la gelidez y los temblores, al recuerdo de Bryn y Despiertaolas yaciendo muertos en la fría piedra y a pensar, pensar, pensar en cómo coño iban a salir de aquella. Oyó gritos y risas sonar por delante mientras recorrían un largo pasillo jalonado de lámparas arkímicas, en dirección a las entrañas del fuerte. Había más wulfguardias flanqueando una amplia puerta doble al final del corredor. Los hombres saludaron con la cabeza a Sigursson y miraron a Lexa y sus camaradas con expresiones aburridas. Las puertas eran de roble, talladas con lúgubres relieves de dracos y calamares ganchudos y cangrejinches y otros horrores de las profundidades. El viento de la nuncanoche aullaba por la panza del fuerte como un lobo solitario y el frío ponía la carne de gallina a Lexa.
—¿Dónde abismos está Lincoln? —susurró Clarke.
—Ni idea —musitó Lexa en respuesta—. No muy lejos, espero.
Las puertas se abrieron de par en par.
La cámara tenía casi sesenta metros de diámetro, circular, con una construcción parecida a la de un anfiteatro. En el borde se alzaban tres anillos concéntricos de madera parecidos a las gradas de un estadio. Los anillos estaban repletos de marineros, una mezcolanza de sombreros de cuero y tricornios, gabanes y arrugados pañuelos y cueros, rostros con cicatrices y dientes de plata. Pipas humeantes y hojas resplandecientes y feroces sonrisas.
Piratas, todos ellos.
En el centro de la cámara había una ancha poza de marea, tallada en el mismo suelo de caliza y abierto al océano por abajo. El agua era azul, un poco turbia, ondeando algo espumosa. Suspendida sobre la poza había una malla de tensos alambres de acero, separados medio metro, formando una cuadrícula unos dos metros por encima de la superficie. La multitud vitoreaba y voceaba a su alrededor. Y equilibrados encima de ella, dos hombres estaban librando un duelo. Un delgado dweymeri y un fornido liisiano, ambos desnudos de cintura para arriba. Luchaban con espadas de madera, cosa que Lexa encontró un poco rara. Las armas tenían un filo hecho de esquirlas de obsidiana, por lo que cortaban bastante bien; de hecho, los dos hombres sangraban por alguna herida y su granate goteaba al agua de abajo. Pero salvo un tajo directo a una arteria, esas armas no bastarían para matar.
—¿Qué es esto? —siseó Wells.
—Reyerta —explicó Carnicero—. La Quinta Ley de la Sal. Juicio por combate.
—A tomar por culo la sal y su ley —susurró Clarke—. ¿Quién abismos es ese?
Lexa siguió la mirada de Clarke. En la grada más alta de los círculos, separada de las demás, Lexa vio una silla impresionante. Su respaldo era una rueda de barco con doce gruesos radios, pero el navío del que procedía debía de haber estado tripulado por gigantes. El resto del asiento estaba hecho de coral blanqueado y huesos humanos, tallados y retorcidos para darles la forma de terrores de las profundidades. De él pendía un centenar de baratijas y curiosidades y adornos, algunos de los cuales Lexa reconoció de los salados a los que había visto merodeando por las calles de Amai. Una cuerda atada en nudo corredizo. Un guante rojo de cuero. Un trapo blanco con la cabeza de la muerte bordada.
«Son tributos», comprendió.
Un hombre se sentaba despatarrado en el trono, con una pierna apoyada perezosa en la espalda de un chico esclavo, en el suelo a cuatro patas delante de él. Un escalofrío descendió por la columna de Lexa al posar los ojos en el hombre, un estremecimiento involuntario que no pudo reprimir del todo. Tenía los ojos adornados con kohl, del verde más penetrante que había visto en la vida, como esmeraldas hechas añicos y afiladas como cuchillos. Tenía la piel morena de haber pasado años a la luz de los soles, el pelo rubio afeitado por debajo y en largas trenzas por arriba del cuero cabelludo. Llevaba también la barba trenzada en una poderosa mandíbula, la cara moteada por las muecas de una docena de cicatrices. Tenía complexión de herrero, vestido con calzas de cuero y botas largas. Su musculoso pecho estaba descubierto y de sus hombros colgaba una enorme capa hecha de caras humanas curadas, cosidas entre ellas. La capa era tan larga que se extendía por el suelo a sus pies.
—Ese es Einar Valdyr —susurró Carnicero en un tono que delataba lo aterrorizado que estaba.
—En su Trono de los Canallas —murmuró Lexa.
Los wulfguardias los llevaron a un lado. Lexa cruzó la mirada con Clarke y vio que estaba tensa y preparada. Mientras los hombres se enfrentaban sobre los alambres, Lexa estudió de nuevo la cámara, buscando las salidas, las sombras. Allí habría al menos doscientos bucaneros, otros treinta miembros de la Wulfguardia y el propio Valdyr. Combatir no era una opción. Y cuando las puertas se cerraron de golpe a sus espaldas, la huida pareció convertirse en un sueño distante. La multitud bramó y Lexa devolvió la atención al duelo. El dweymeri había hecho sangre de nuevo, un corte en el hombro del liisiano que goteaba a las aguas por debajo de ellos. Los alambres vibraban como cuerdas de lira mientras los hombres danzaban y acometían, el dweymeri resbalando por un alambre para evitar la espada de su adversario, el tajo del liisiano demasiado abierto. El hombre más pequeño perdió el equilibrio y empezó a tambalearse. El dweymeri dio un golpe rápido en la rodilla del liisiano, casi tropezando él también. El liisiano dio un grito, perdió pie y, mientras la muchedumbre se alzaba y rugía, el hombre se deslizó entre los alambres y cayó a la poza de marea haciendo saltar el agua. El marinero dweymeri gritó triunfante. El liisiano que había caído al agua salió a la superficie presa del pánico y nadó hacia el borde. Lexa vio que Valdyr se movía por primera vez, levantándose del trono y acercándose hasta el borde de su palco para ver mejor. Y bajo el agua, a Lexa se le revolvió el estómago al vislumbrar el movimiento de una larga y oscura sombra. El liisiano había llegado al borde de la poza, pero el agua estaba baja, las paredes demasiado altas para que pudiera izarse. Se impulsó hacia arriba y Lexa captó un atisbo de su cara, blanquecina y aterrorizada. Arañó la piedra mientras la multitud daba pisotones en el suelo. Y bajo la mirada de Lexa, un largo tentáculo, ganchudo y negro y brillante, emergió del agua, rodeó el cuello del hombre y se lo llevó hacia abajo.
«Negra Madre, es un leviatán ».
Sonidos de forcejeo. Gritos incoherentes. El agua se tiñó de rojo entre los aullidos de la multitud. En su palco, Valdyr aplaudió, echó la cabeza atrás y estalló en carcajadas. Las caras de su capa recordaron a Lexa a los rostros debajo de Tumba de Dioses, chillando todos a la vez. Vio que el rey tenía los ojos iluminados, que se había afilado los dientes hasta dejarlos puntiagudos.
«Sí, de acuerdo. Podría creerme que a ese cabronazo lo parió un chacal».
—¡Las Hijas han hablado! —rugió Valdyr. El silencio cayó en la cámara como un martillazo en todos los hombres y mujeres presentes. Valdyr sacó los brazos a los lados y su voz sonó profunda y atronadora—: Mi señora Indomable, ¿estáis satisfecha?
Una mujer de treinta y pocos años se adelantó en el segundo nivel. Tenía el pelo rubio recogido hacia atrás en una trenza, nada de kohl en los ojos, nada de pintura en los labios.
—El Indomable está satisfecho, mi rey —dijo, y se inclinó sonriendo.
—Mi señor Rojo Descaro, ¿estáis satisfecho? —exigió saber Valdyr.
Un itreyano barbudo con una enorme cicatriz y un gabán rojo con botones de latón hizo una profunda reverencia, con el rostro tan agrio como si se hubiera comido un plato de mierda de perro fresca.
—El Rojo Descaro está satisfecho —dijo—, mi rey.
—Joder, pues no sabéis qué puto alivio —respondió Valdyr, regresando al trono. Volvió a apoyar las botas en el chico esclavo, se reclinó y se acarició la barba trenzada—. A ver, ¿quién más trae disputas? ¿O puedo volver ya a mi vino?
—¡Majestad!
Un liisiano con los dientes saltones, ralo pelo rojo y un gato de aspecto venenoso aovillado en el hombro dio un paso adelante y se inclinó. Llevaba un nudo corredizo al cuello a modo de pañuelo, igual que los chicos a los que Lexa y Clarke habían dado una buena tunda en La Taberna.
—Mi señor Verdugo —respondió Valdyr sin mirarlo—, hablad.
—Es por el asunto que mencionaba antes, majestad —dijo el hombre, lanzando a Lexa una mirada que solo podría describirse como codiciosa—. Vuestros wulfguardias han regresado.
—Sí, sí. ¿Qué nuevas traes, Sigursson? —preguntó Valdyr.
—Los seis que estáis viendo, capitán —alzó la voz el hombre al lado de Lexa—. Los hemos capturado donde María.
—¿Y el séptimo?
Como si les hubieran dado pie, los portones se abrieron de sopetón y media docena de wulfguardias maltrechos y ensangrentados entraron en el salón, arrastrando a una figura que forcejeaba. Lexa notó que le cantaba el corazón y dio medio paso adelante, pero Clarke le puso una mano en el brazo para detenerla.
—Lincoln…
Estaba envuelto en cadenas, retorciéndose como una serpiente. Le habían quitado la harapienta túnica negra, dejándolo solo con las calzas de cuero, y los oxidados eslabones de hierro se le clavaban en la piel. Los wulfguardias lo arrojaron al suelo y Lincoln bramó mientras sus rastas de sal reptaban por la piedra. Un tenue rubor de furia besaba sus mejillas, una salpicadura de sangre le manchaba la piel.
—Este hijo de mil padres ha matado a Pando, al Flaco y a Maxinio —declaró un wulfguardia que tenía la nariz destrozada—. Le ha partido las piernas a Donateo como si fuesen putas ramitas. He apuñalado al muy cabrón tres veces en el pecho y no ha caído. Casi ni ha sangrado.
—¡Lincoln, no te levantes! —gritó Lexa.
—Lexa…
Un wulfguardia se adelantó y le dio un puntapié en la cabeza.
—¡Cierra la puta boca, chupapollas impío!
Valdyr contempló desde arriba al forcejeante chico dweymeri, entrecerrando aquellos ojos verdes como cuchillos.
—¿Capitán? —Sigursson sostuvo en alto la espada de hueso de tumba de Lexa—. ¿Puedo acercarme?
Valdyr le dio permiso con un gruñido y desplegó de una patada una escala de cuerda por el borde de su palco. Fue entonces cuando Lexa se dio cuenta de que la posición de aquel hombre era inalcanzable desde la cámara. Las únicas maneras de llegar a él eran una puerta atrancada detrás del Trono de los Canallas y la escala que acababa de arrojar a su segundo de a bordo. Mirando alrededor por el salón, Lexa vio al menos a cincuenta hombres con todo el aspecto de ser capaces de rajar el cuello a sus propios hijos pequeños a cambio de medio mendigo. Volvió a sentir aquella corriente submarina de violencia. Escrutó los ojos de los ocupantes de la cámara mientras ellos alzaban la vista hacia su rey.
«Ni un solo hombre o mujer aquí presente tiene ningún aprecio a Einar Valdyr, excepto quizá su tripulación. El rey de los piratas conserva el trono por medio del miedo».
Sigursson subió por la escala, bisbiseó al oído de su rey y le entregó la espada de hueso de tumba de Lexa. Los ojos adornados con kohl de Valdyr por fin se cruzaron con los de ella y Lexa tuvo que obligarse a sostenerle la mirada. Incluso a casi treinta metros de distancia, podía sentir el poder que irradiaba aquel hombre. Una intensidad salvaje, sanguinaria, que hacía meros niños de los hombres que lo rodeaban. Tenía un cierto atractivo, eso al menos era innegable. Pero era un atractivo de los que te dejaban magulladuras en la piel y sangre en las sábanas. Valdyr la miró durante un largo y silencioso momento antes de curvar los labios en una sonrisa voraz.
—¿Qué decís, mi señor Verdugo? —exclamó por fin—. ¿Qué ofrenda pedís?
—Esta zorra de agua dulce ha dejado mellado a mi chico —respondió el dentudo, señalando con el mentón la boca destrozada de Monóculo—. Es suya por derecho. La rubia también. —Señaló a Aden—. Y yo me quedaré al crío en compensación por el insulto.
—¿Ah, sí, Draconero? —Valdyr sonrió y sus dientes puntiagudos destellaron.
—Con la venia de su majestad, por supuesto —dijo el capitán, bajando la mirada.
Valdyr volvió los ojos hacia Monóculo, apretando la lengua contra un afilado incisivo.
—¿En serio dejaste que esa flacucha te diera una paliza, chico? Vergüenza me daría si fueses vástago mío.
Monóculo bajó la mirada y le ardieron las mejillas mientras se propagaba una risilla por todo el salón. Valdyr sopesó la espada de hueso de tumba de Lexa. Pasó sus ojos verdes como cuchillos de arriba abajo por la hoja, y luego de arriba abajo por el cuerpo de su propietaria. La sonrisa del rey atenazó el estómago de Lexa.
—Eclipse —susurró—, preparada.
—… SIEMPRE…
Lexa miró a Cantahojas, Wells y Carnicero y les susurró:
—Saltamos a la poza y de ahí al océano. Esa cosa del agua del agua es mejor que las cosas de aquí fuera.
Wells asintió.
—De acuerdo.
—Jodeeer… —murmuró Carnicero.
El rey Valdyr miró altivo a Monóculo y le sonrió despectivas cuchillas.
—No sabrías qué hacer con un aparejo como ese si te lo regalara, pequeñín. —Miró a Lexa de nuevo—. Me quedaré yo con la de pelo de cuervo. La rubia es para ti, Draconero. Pero yo le pondría un freno en la boca y hierros en las muñecas antes de dejar que tu cachorro se le acerque. Llévate también al niño si quieres. —Señaló a Lincoln, aún tendido en el suelo de piedra—. Llevad a ese abajo para que Aleo le eche un vistazo. Enviad a la dweymeri y al liisiano a las Torres Espinadas. —Un gesto perezoso hacia la poza—. El alto se lo podéis echar a Dona, que hace semanas que no prueba a ningún itreyano.
Lexa tenía el corazón acelerado. Las sombras ondeaban a su alrededor.
—Agárrate a mí —susurró al oído de Aden—. Ciega a todo el que se acerque.
—Lo…, lo intentaré.
Lexa apretó la mano de Clarke.
—No te separes de mí, amor.
No tenía ni idea de qué hacer con Lincoln. Ni idea de qué hacer con la leviatán que los esperaba en aquella poza. Ni idea de si llegarían siquiera hasta el agua ni de adónde irían si salían al océano. Estaba desarmada a excepción de la daga de puño de cinco centímetros que llevaba en el tacón y de las sombras, que se retorcían y se ondulaban en torno a ella. Notó que un wulfguardia le agarraba el hombro. Su mano se cerró en un puño.
—¡Alto, alto! —llegó un grito—. ¿Qué refriega es esta?
La manada de malhechores que había cerca de la puerta se separó y Lexa notó una vertiginosa oleada de alivio. El recién llegado compuso una sonrisa de cuatro bastardos y se dejó caer a una reverencia que habría puesto en evidencia al cortesano más refinado de cualquier Francisco, desde el I hasta el XV.
—Majestad —dijo. Nube Corleone lanzó a Lexa un guiño de soslayo y susurró—: Siento llegar tarde.
