CAPÍTULO 25

Legado

—Vaya, vaya, mi señor Doncella Sangrienta. —El Rey de los Canallas sonrió a Corleone como los dracos sonreían a los cachorros de foca—. Bienhallado, viejo amigo.

El tono de Valdyr despejó cualquier duda que pudiera albergar Lexa sobre si Nube y él eran en verdad viejos amigos, aunque de todas formas no se imaginaba a Valdyr teniendo amigos, viejos o no, más de lo que podía imaginar a un kraken de arena teniendo un cachorrito por mascota. Sin embargo, el alivio que había sentido al ver a Corleone entrar en la cámara no se le había pasado todavía. El capitán vestía con su estilo habitual: unos pantalones de cuero negro peligrosamente apretados y una camisa de terciopelo negro un poco demasiado abierta, la pluma de su tricornio colocada en un garboso ángulo. A su lado, Jon el Grande llevaba cuero negro y una brillante camisa azul de seda liisiana, además de su pipa de hueso de draco en los labios.

—Mi rey —dijo el capitán, quitándose el sombrero y haciendo una nueva reverencia—. Me alegra el corazón veros con tan buen aspecto. ¿Habéis perdido peso, tal vez?

—¿Qué abismos quieres, Corleone? —escupió Sigursson.

—Hablar y no poco, antes de que echéis a un tripulante mío al agua.

—¿Tripulante? —Sigursson arqueó una ceja—. ¿De qué estás hablando?

—Estos perros son todos salados —dijo el capitán, abarcando con un gesto a Lexa y los demás prisioneros—. Enrolados en la Doncella antes de que zarpáramos de Tumba de Dioses, tras los juegos. Y aquí estáis vosotros, tratándolos como a truchas de agua dulce.

—¿Saladoooos? —Valdyr prolongó la palabra como saboreándola, inclinado sobre la barandilla con los dientes limados a la vista en una amplia sonrisa—. ¡No me digas!

—Lo juro por la luz, majestad. Que Aquel que Todo lo Ve me pudra el soldadito si estoy mintiendo.

—Un relato tan desconcertante como asombroso. —La sonrisa del rey se ensanchó más si cabe, con la lengua contra un puntiagudo colmillo—. Dado que la Doncella ha atracado no hace ni una hora y estos siete llegaron a Amai ayer.

—Los envié a caballo desde Galante —dijo Corleone—. Tenía asuntos que atender tierra adentro.

—Y una puta mierda —espetó Draconero, apartándose el ralo pelo rojo de la frente.

Corleone ladeó la cabeza.

—¿Estás diciéndome que sabes quién tripula mi barco mejor que yo, Verdugo? ¿Cuándo fue la última vez que pisaste mis cubiertas?

—Cuando me tiré a tu madre —gruñó el otro capitán.

—Ah, sí, y te envía recuerdos, por cierto —replicó Corleone sin perder comba—. Me dijo que espera que se te haya pasado la vergüenza. Que eso puede ocurrirles hasta a los mejores, parece ser. —Resonaron carcajadas y risitas por el salón mientras el capitán de la Doncella devolvía la atención al rey—. Majestad, estos siete pertenecen a mi tripulación. Son salados todos ellos. No les corresponde estar de rodillas ni en las jaulas, ni en la poza tampoco.

—¿Siete? —Valdyr arqueó la ceja atravesada por la cicatriz—. ¿El niño también?

—Grumete. —Corleone exhibió su sonrisa de cuatro bastardos, dulce como la miel y suave como la seda—. El anterior cayó por la borda en el mar del Silencio.

—Qué tragedia.

—Eso pensó Jon el Grande, desde luego. Últimamente le gusta por el culo de vez en cuando.

El segundo de a bordo de la Doncella se quitó la pipa de los labios, dispuesto a protestar.

—No me…

—En ese caso, una tripulante tuya le arrancó los dientes a mi chico. —El capitán del Verdugo escupió en el suelo—. Se me debe una ofrenda por eso.

Corleone echó una mirada al joven del monóculo, torció el gesto al ver el hocico destrozado y se acercó para observarlo más de cerca. Se volvió y alzó un dedo en dirección a Valdyr.

—¿Me concedéis un momento, gran rey, para deliberar con los míos? No hemos podido cruzar palabra desde Galante y navego un pelín tras la marea.

Valdyr regresó al trono, sopesó la espada de hueso de tumba de Lexa y sonrió como el gato que se había bebido la crema, robado la vaca y llevado dos veces a la cama a la doncella de la lechería.

—Cómo no.

Corleone se volvió hacia Lexa y sus compañeros y la sonrisa relajada de su rostro contradijo el apremio de su tono.

—Muy bien, estoy a punto de que me asesinen espantosamente, así que si queréis ponerme al día sobre qué abismos habéis estado haciendo desde que llegasteis, cabronazos, os lo agradecería.

—¿Que te asesinen? —Cantahojas miró ceñuda al Rey de los Canallas—. Pero si no ha hecho más que sonreírte desde que has llegado.

—Cuanto más te sonríe Valdyr, más cerca estás de la muerte —dijo Nube—. Está como a dos palabras mal tomadas de rajarme la garganta y follarse la herida.

—Pero qué asco —siseó Clarke.

—Sí, es lo que debió de pensar también el último que tuvo que soportarlo.

—Lincoln, ¿estás bien? —preguntó Lexa.

El chico seguía despatarrado en el suelo bajo sus cadenas, pero alzó la mirada y asintió.

—SÍ, ESTOY BIEN, LEXA.

—Escucha, no quiero ser maleducado, pero que le den por culo —dijo Corleone—. Y a menos que queráis estar todos tan muertos como él, en nombre de Aa, tenéis que decirme qué habéis hecho.

—El gilipollas del monóculo me puso la mano en las tetas —respondió Lexa, inexpresiva—, así que le partí la cara. Y a dos amigos suyos. Clarke me ayudó.

—Fue excitante —añadió Clarke, asintiendo.

Lexa dio un codazo a la chica en el brazo para silenciarla.

—¿Pediste que dicha mano se situara en tus… accesorios en algún momento? —Los ojos de Corleone vagaron hacia abajo.

Lexa enarcó una ceja y lo miró a los ojos.

Con dureza.

—Bien —asintió Corleone—. Tenía que preguntar.

El capitán se volvió hacia los marineros congregados, abriendo los brazos a los lados.

—Mis sales me han explicado que el descortés trato que recibió Draconero hijo, aquí presente, fue en respuesta a unos avances por su parte tan impropios como inoportunos. —Corleone se encogió de hombros—. A mí me parece una rencilla entre marineros de lo más común. Desde luego, nada por lo que deba molestarse a su maj…

—¡Suna fudam fusdera! —farfulló Monóculo entre unos labios hechos trizas.

Corleone lo miró de reojo.

—¿Disculpa?

—¡Ha dicho que es una puta embustera! —exclamó Draconero—. Mis tres chicos me contaron la historia tal y como fue, y dicen que esta sabandija mentirosa les pidió un revolcón y se puso violenta cuando se lo negaron.

—¿Y os lo creéis? —Lexa parpadeó—. ¿Sois un mentiroso o un necio, señor mío?

—Cuidado con lo que dices, furcia.

—¿Me llamas furcia? —Lexa asintió despacio—. Necio, pues.

—Había testigos de sobra —dijo Clarke—. Si podemos…

¡Basta!

El bramido perforó el aire, claro y afilado. Todos los ojos se desviaron hacia el palco. Valdyr estaba sentado con la espalda recta en el Trono de los Canallas, la espada larga de Lexa clavada en los tablones, una mano llena de cicatrices y callos reposando sobre el pomo.

—Draconero —dijo el rey—, si guardas algún rencor, pide Reyerta. Si no, cierra la puta boca antes de que te convierta en mi mujer y te queme el barco en la bahía.

El capitán del Verdugo dio un involuntario paso atrás, pero entonces miró iracundo a Lexa.

—Sí —ladró el hombre—. El Verdugo exige Reyerta.

Lexa susurró de soslayo a Carnicero:

—¿Eso es lo del juicio por combate?

—Sí.

Corleone levantó una mano.

—Un momento, vamos a…

—¡Acepto! —gritó Lexa.

Un coro de hurras y gritos se apoderó de las gradas, los capitanes y sus tripulaciones entrechocaron jarras y dieron pisotones y expresaron una satisfacción generalizada ante la perspectiva de más derramamiento de sangre.

—Mierda —suspiró Corleone—. Mieeeeeerda.

—¿Qué pasa? —siseó Lexa—. Ya le reventé la dentadura a ese pequeño hijo de puta. ¿Crees que no puedo saltar un poco por esos alambres y enviarlo al agua de una patada en el culo?

—No vas a combatir contra el hijo de Draconero —le explicó Corleone—. Es el Verdugo quien lanza el desafío. El barco, no la persona. Eso significa que su capitán escogerá a su mejor sal para bailar contigo. No enviará a su hijo y heredero a luchar contra ti, porque entonces podrías reclamar la parte que le corresponde del barco invocando el Legado.

—¡Legado! —gritó Carnicero, y enseguida bajó la voz—. ¡Eso era! ¡El nombre de la ley que no me salía! Sabía que empezaba por ele.

—¿Qué putos cojones es el legado? —susurró Lexa.

—La Cuarta Ley de la Sal —dijo Nube—. Rige la posesión de propiedades adquiridas en el transcurso de actividades… delictivas.

—¿Eh?

—El botín, chavala —aclaró Jon el Grande—. La ley se refiere al botín y el derecho de conquista. «Ya sea en los Cuatro Mares, ya sea en tierra seca, quien reclama la vida de un hombre reclama todo lo que era». Si matas a alguien, su monedero es tuyo. Si matas a un capitán, su barco es tuyo. Así que, si mataras a Draconero hijo, todo lo que su padre le hubiera entregado pasaría a ti.

—A ver si lo he entendido bien —dijo Wells—. ¿Tenéis establecida una ley que incentiva a la gente a matar a sus camaradas y quedarse con sus mierdas?

—Bueno, ¿y cómo lo harías tú? —preguntó imperioso Jon el Grande, mirando a Wells de arriba abajo—. ¿Se cargan a alguien y cualquier capullo dentudo con los dedos pegajosos puede ir a coger lo que quiera? ¿O se lo queda el estado, tal vez? A mí me suena a estar pidiendo a gritos el caos.

—Exacto —convino Corleone—. De esta forma, las cartas siempre están sobre la mesa. Ya te lo dije: que seamos piratas no significa que seamos unos forajidos sin ley.

—Y yo ya te dije —replicó Wells, atónito— que significa precisamente eso, joder.

—Quien reclama la vida de un hombre reclama todo lo que era —musitó Lexa.

—Sí —dijo Corleone—. Así que el tipo al que envíen a luchar contigo no tendrá muchas posesiones. Y todas las que tenga seguramente las cederá a su capitán o a sus camaradas antes del combate.

Lexa miró al otro lado de la cámara y vio a un hombre enorme como una montaña con un nudo corredizo al cuello, que en efecto estaba escribiendo algo a toda prisa en un trozo de pergamino. Le pasó la nota a su capitán, que se la guardó en el gabán. Hecho eso, el hombre bajó por la escala de cuerda hacia el suelo común. Era dweymeri, grandote como un carro, con las rastas de sal cortadas formando un corto y revuelto plantel en la coronilla. Tenía los bíceps más gruesos que los muslos de Lexa, la cara marcada con un hermoso tintanismo y desgarrada por horribles cicatrices ganadas a lo largo de toda una vida luchando. Sigursson había bajado del palco del rey para situarse delante de Lexa. Le tendió una pesada espada de madera con esquirlas de obsidiana en el filo.

—Que la madre Trelene te guarde, chica. Que la señora Tsana guíe tu mano.

—Como quieras —murmuró ella.

Lexa pasó a Aden a los brazos de Clarke antes de darle a la chica un apasionado beso en los labios.

—No te me mueras —le advirtió Clarke.

—Parece un plan razonable.

—Ah, pero ¿tienes algún plan?

Lexa se lamió el labio y arrugó el entrecejo.

—Estoy en ello.

Las chicas se besaron de nuevo hasta que Corleone carraspeó.

—¿Tienes alguna cosa que quieras ceder a…? —Ella se volvió para mirar al capitán a los ojos y a Corleone le falló la voz—. Bien —asintió—. Tenía que preguntar.

Lexa le dio un beso a Aden en la frente.

—Voy a necesitar a Eclipse. Será solo un ratito, ¿de acuerdo?

El chico asintió despacio, miró al adversario de Lexa. El hombre estaba haciendo molinetes con la espada como si fuese una extensión de su propio cuerpo, dejando el aire sangrando en su estela. La apagada luz de los soles hizo que le brillaran los músculos como acero pulido.

—Recuerda lo que dice padre —murmuró el chico.

—Sí —respondió Lexa, asintiendo—. Lo recuerdo.

—Buena suerte, de'lai —dijo él en voz baja.

Era la primera vez que la llamaba hermana. La primera vez que reconocía que eran familia. E incluso allí, con la muerte mirando por encima de su hombro y respirándole frío al cuello, Lexa sonrió. Parpadeó para quitarse el ardor de los ojos y notó que su amor por el pequeño cabroncete se inflaba a la vez que el nudo en su garganta. Lo abrazó, le besó las mejillas, se le derritió el corazón cuando los brazos del niño le rodearon el cuello devolviéndole el abrazo. Lexa se volvió, respiró hondo, tomó la hoja de manos de Sigursson.

—¿Eclipse? —dijo.

Los ojos de Sigursson se ensancharon un poco cuando la daimón salió de la sombra de Aden. La no-loba merodeó de nuevo por las piernas de Lexa un momento, negra como la veroscuridad, antes de fundirse con la sombra a los pies de Lexa. Lo bastante oscura para tres.

—Pero ¿quién coño eres tú? —preguntó el hombre.

Pero Lexa estaba cerrando los ojos. Inhalando una profunda bocanada. Sintiendo cómo el miedo se derretía de sus huesos al devorarlo entero su pasajera. En el transcurso de un latido, ya no era una chica asustada danzando sobre cuchillas. Era una destructora. Forjada en la sombra. La sangre de la noche corría por sus venas y la astilla de un dios caído ardía oscura en su pecho. Irrompible.

—Eclipse, ve donde yo señale, ¿entendido?

—… COMO DESEES…

Lexa echó a andar a zancadas hasta el borde de la poza mientras Sigursson se volvía hacia el público. Su voz resonó sobre la muchedumbre:

—¡Se ha llamado a Refriega! ¡El Verdugo desafía, el Dama Sangrienta responde! ¡Lucharéis hasta caer, y que las Hijas se apiaden de vuestras almas!

Lexa bajó la mirada al agua, a la oscura sombra de la leviatán, enroscada en las profundidades bajo la cuadrícula de alambre. Tenía diez metros de longitud como mínimo, una cazadora abisal, engordada y envilecida con la sangre de los hombres y mujeres que Valdyr le arrojaba. El adversario de Lexa se quitó las botas y la camisa. Su torso era todo músculo, cubierto hasta el último centímetro de tatuajes, de mujeres y peces sobre todo, aunque algunos parecían ser una combinación de ambos. Para no ser menos, Lexa se quitó también la camisa y la tiró a un lado con gesto descuidado. Hubo algunos aplausos dispersos cuando el público reparó en que no llevaba nada debajo.

«Miradme las tetas, hijos de puta, no las manos».

Luego se quitó las botas, girando el tacón izquierdo al hacerlo y escondiéndose en la mano la daga de puño. Lexa subió de un salto a los alambres y cerró los dedos de los pies en torno a ellos para mejorar el agarre. El acero vibraba bajo sus pies, como las cuerdas de algún grandioso y terrible instrumento, las primeras notas en una canción de sangre y ruina. El dweymeri subió también a la malla y el impacto de sus pies recorrió el acero y sacudió a Lexa. El hombre sonrió y pisoteó el alambre para desequilibrarla antes de levantar un pie y separar los brazos, demostrando la perfección de su pose. Lexa empezó a avanzar con cautela por los alambres. Al mirar hacia la fría agua azul, dos metros por debajo, vio aquella sombra colosal nadando en círculos, impaciente. Los forajidos gritaban y daban pisotones a su alrededor, y la situación le recordó a sus tiempos en la arena. A la sedosa. Al arcadragón. Al tumulto del Venatus Magni. La adoración de la plebe, cuando su aplauso cantaba en las venas de Lexa al ritmo de su propio pulso, y el miedo…, bueno, el miedo era algo de lo que solo debía preocuparse su oponente. Pero esos giros habían quedado muy atrás. Ya no luchaba para la muchedumbre.

Luchaba para sí misma. Y para los pocos a los que quería.

—¿Cómo os llamáis, señor? —preguntó levantando la voz.

—Doblahierros —respondió él.

Lexa sostuvo en alto su espada de madera y la dejó caer al agua por debajo de ellos.

—Disculpadme un momento, Doblahierros. —Alzó la daga de puño, reluciente entre sus nudillos—. ¿Eclipse?

Señaló el palco en las alturas. Y la loba que era sombras titiló y desapareció, y Lexa

dio un paso

fuera del alambre

y subió al interior de

la loba-sombra

que estaba materializándose en

la oscuridad a los pies de Valdyr, saltó hacia arriba y se sentó a horcajadas en el regazo del hombretón y le clavó la daga en la garganta. El Rey de los Canallas dio un grito ahogado, sus ojos verdes como cuchillos ensanchándose. Pero, cuando hubo levantado la mano para apartar a Lexa, la daga ya le había atravesado el cuello otras tres veces,

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chorretones de sangre manando en arco de la hoja de Lexa y surcando el aire mientras la multitud parpadeaba confusa por su desaparición y luego se daba cuenta de dónde estaba, montada en su soberano, con un puño envuelto en sus trenzas y acuchillándole la maltrecha garganta,

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gritos de terror y furia mientras Lexa trabajaba, rostro crispado, dientes desnudos, rojo en los labios y en la garganta y en los pechos, cálido y denso mientras él gorgoteaba y escupía y se retorcía, arañándole el cuello, músculos tensos y dedos contraídos, pero la sangre, oh, la sangre,

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ya escapaba de él en ráfagas y chorros, ya le caía por el pecho desnudo y mojaba el trono debajo de ellos mientras Valdyr intentaba levantarse, luchando hasta el final, y aun así Lexa siguió aferrada, envolviéndolo con las piernas como una amante conteniendo sus corcovos y apuñalando y apuñalando y apuñalando hasta que dejó de debatirse, hasta que dejó de dar manotazos y patadas y bocanadas, su última exhalación un susurro burbujeante, su último toque una caricia cuando su mano cayó y sus ojos se pusieron en blanco y aun así, aun así ella no paró,

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y se pasó el antebrazo por los ojos, mojado de sudor y sangre, la boca una fina línea mientras pasaba de clavar a serrar, la mano temblándole por el esfuerzo, separando músculo y cartílago y hueso mientras Sigursson rugía, subía a toda prisa la escala de cuerda en auxilio de su capitán, su señor, su rey, pero cuando llegó al palco Lexa ya había terminado, los tendones destacados en su cuello mientras se echaba hacia atrás, un húmedo chasquido, un pringoso crujido, arrancando su sanguinolento premio de los hombros. La cabeza de Einar Valdyr salió despedida por los tablones, cruzó la barandilla del palco y cayó al suelo de abajo, salpicando sangre por todas partes. Rebotó una vez antes de rodar a la poza de marea y desaparecer en un remolino de rojo. Lexa agarró el cadáver decapitado de Valdyr por el cuello de su macabro gabán, lo sacó del Trono de los Canallas y lo envió al suelo de una ágil patada en el culo. El chico esclavo de Valdyr estaba a cuatro patas, aterrorizado hasta la médula, resbalando en la gruesa capa de sangre mientras intentaba alejarse despavorido de la matanza. El público de las gradas inferiores estaba a partes iguales horrorizado y asombrado, mirando boquiabierto cómo Lexa daba media vuelta y se dejaba caer en el trono, medio desnuda y cubierta de rojo, el largo cabello negro empapado de sangre y apenas protegiendo su modestia. Apoyó un pie descalzo en el cadáver sin cabeza de Valdyr, que aún tenía leves espasmos. Hurgó en el bolsillo trasero de sus calzas, hizo una mueca y por fin sacó la fina y maltratada cajita de cigarrillos. Eclipse cobró forma a sus pies, negros colmillos al aire, pelos erizados.

De pie en el borde del palco, Sigursson la miró presa de una incredulidad absoluta.

—¿Pero quién? ¿Coño? ¿Eres tú? —preguntó levantando la voz.

Lexa se reclinó en su trono, se llevó un cigarrillo a los labios.

—Bueno —dijo, quitándose la sangre de la cara—. Si he entendido bien el asunto este del Legado…, creo que puedes llamarme majestad.