CAPÍTULO 26

Promesas

Lexa se había puesto el gabán de Valdyr, pero había rechazado limpiarse la sangre. Estaba sentada en una silla alta a un extremo de una larga mesa, la roja sangre encostrándose en piel de porcelana. A su derecha se sentaban Nube Corleone y Jon el Grande, ambos con aspecto de haber envejecido veinte años en los últimos diez minutos. Lincoln se alzaba como una torre al lado de Lexa, con el pecho al descubierto y la mirada ardiente. Sin la túnica, Lexa le vio heridas recientes en el cuerpo: puñaladas en el abdomen, tajos en los músculos de los brazos, tres agujeros en la carne que rodeaba el corazón. El rubor de la vida se le notaba ya a simple vista en la piel, y había sangre reluciendo en las heridas nuevas, estaba segura de ello. Pero aún tenía los brazos salpicados hasta los codos de un negro tan oscuro como la noche y los ojos le brillaban como aquel estanque de sangre de dios bajo la Tumba. Wells, Cantahojas y Carnicero estaban de pie en torno a la silla de Lexa, y Clarke sentada a su izquierda con Aden en el regazo. La primera vez que Aden había posado los ojos en ella después de que asesinara a Valdyr, su hermano pequeño se había limitado a mirarla y sonreír.

—Bien jugado, de'lai.

En el otro extremo de la mesa estaba sentado Ulfr Sigursson, un poco más pálido bajo la guapura. Había otros miembros de la Wulfguardia a su alrededor, ataviados de negro y tensos como cuerdas de arco, sus expresiones variando entre sorprendidas y asesinas. Lexa oía el caos que reinaba fuera, en la cámara. Capitanes aullándose unos a otros por todo el Salón de los Canallas, altercados y tenues maldiciones y cristal rompiéndose. Sus ojos estaban fijos en los de Sigursson, su mirada fría y firme. Se le estaba coagulando la sangre en la piel, en el pelo y en las pestañas y bajo las uñas. Todas las lecciones de la shahiid Aalea resonaban en su cabeza. Los próximos sesenta segundos definirían por completo la relación que iba a tener con ese hombre. Aquello, en el fondo, era un juego de parpadeos. La primera persona que hablara estaría mostrando su debilidad. Su miedo. Y viendo cómo giraban los engranajes tras los ojos de aquel hombre, la antigua mano derecha del rey al que Lexa acababa de asesinar y ahora en teoría el segundo de a bordo de la propia Lexa, ni de milagro iba a ser la primera que parpadeara.

«Quien reclama la vida de un hombre reclama todo lo que era».

Su barco. Su tripulación. Su trono.

Supuso que ser el segundo de a bordo del Rey de los Canallas habría sido un puesto con ciertos alicientes, que Sigursson habría ostentado un poder que cualquier otro bucanero de la ciudad le envidiaría. Y al formar parte de la tripulación de Valdyr, el resto de la Wulfguardia habría estado en lo más alto del montón de mierda que era Amai. Mirándolos al otro lado de la mesa, Lexa supo que cada uno de aquellos bellacos estaba haciendo las mismas cuentas en su cabeza.

«Tienen la opción de aceptarme por ahora y conservar su sitio en la cima de la montaña. O pueden rechazarme y dejar que algún capitán de ahí fuera pruebe a hacerse con el trono. O uno de ellos puede matarme».

Eclipse merodeaba en lentos círculos alrededor de los wulfguardias, negra como las pieles que llevaban a los hombros. La sala estaba iluminada por lámparas arkímicas en las paredes, y Lexa estaba permitiendo que las sombras se retorcieran y reptaran. Se extendían por la mesa hacia los hombres de Valdyr, y la sombra de la propia Lexa en la pared estiraba hacia Sigursson unos brazos traslúcidos.

«O intentar matarme, al menos».

El caos estaba arraigando en la cámara de fuera. Los gritos arreciaban, la agitación crecía. Cada minuto que pasaran allí dentro era otro minuto en que a esas llamas se les permitía asentarse y expandirse. Cada minuto allí dentro era otro minuto en que los wulfguardias se arriesgaban a perder todo lo que tenían. El aire en la sala era pesado como el hierro, el olor de la sangre impregnaba el aire, más espeso que en ningún otro sitio en torno a Lexa. Que se limitaba a seguir sentada.

Y mirar.

Y esperar.

Uno de los forajidos por fin gruñó:

—No podemos qued…

—Cierra esa boca antes de que me la folle —restalló Sigursson.

Lexa fijó la mirada en el hombre y permitió que una leve sonrisa le curvara los labios. Sigursson apoyó los codos en la mesa y suspiró.

—¿Quieres que te devuelvan la camisa?

Un parpadeo.

—No —dijo ella, volviendo hacia arriba el cuello del gabán de Valdyr—. Esto ya es bastante caliente.

—Tus actos nos llevan a todos a aguas profundas, chica.

—Me llamo Lexa Wood —dijo ella, aún sin parpadear—. Hoja de la Iglesia Roja. Campeona del Venatus Magni. Elegida de la Madre Oscura y Reina de los Canallas. No vuelvas a llamarme chica nunca más.

Sigursson se reclinó en la silla, haciendo crujir sus cueros. Echó un vistazo a la Wulfguardia a sus espaldas, se pasó la mano por la barbilla.

—¿Has tripulado alguna vez un barco?

—No.

—¿Has atacado alguna vez otro navío bajo una bandera pirata?

—Envié a pique una nave de guerra Luminatii llamada el Fiel hace unas semanas. Pero la verdad es que atacaron ellos primero, así que no estoy segura de que cuente.

Sigursson lanzó una mirada a Corleone, que se lo confirmó con un asentimiento.

—¿Sabes anudar un ballestrinque o un as de guía? —preguntó el hombre—. ¿Distingues navegar al largo de una bordada de través, el palo mayor de la mesana? ¿Sabes usar un sextante o reglar la vela mayor o leer las cartas del capitán?

—No —reconoció Lexa.

—No eres marinera ni por el ojo del culo, ¿verdad?

—No. —La sangre seca que tenía Lexa en los labios se agrietó al sonreír—. Pero sí soy reina.

—Por ahora.

Lincoln se inclinó hacia delante, apoyó las manos negras en la mesa y fulminó con la mirada a Sigursson. Las sombras serpentearon y se alargaron y un prolongado y grave gruñido llegó desde debajo del suelo.

—… CUIDADO CON ESAS AMENAZAS, WULFGUARDIA. AHORA CAZAS CON VERDADEROS LOBOS…

Lexa se apoyó en el respaldo y se pasó los dedos por la desnuda clavícula, los bajó hasta el esternón cubierto de sangre seca.

—Voy a hacerte una propuesta, Ulfr Sigursson.

—La espero con aliento contenido —replicó él.

—Me propongo cruzar el mar de los Pesares. Y se avecina tormenta.

Sigursson negó con la cabeza.

—Esto son solo cuatro gotas, se pasará en…

—Se avecina tormenta —insistió Lexa—, así que necesitaré el barco más grande de todos. El más fuerte. El que con mayor probabilidad me llevará al otro lado de la tempestad que va a caerme a plomo en la cabeza en cuanto me acerque a ese puto océano. Y el Banshee Negro cumple esas condiciones, ¿no?

Sigursson asintió despacio.

—Es el barco más poderoso que haya surcado los Cuatro Mares. El Banshee Negro no se construyó, salió escupido de la impía raja de la mismísima Madre Oscura.

—Será mi regalo para ti —dijo Lexa.

Los ojos de Sigursson se entrecerraron.

—Llévame al otro lado del mar de los Pesares y el Banshee Negro es tuyo. El Trono de los Canallas es tuyo. —Lexa frotó el cuello del gabán con las yemas de los dedos—. Hasta te doy también esta encantadora prenda si la quieres. O bien puedes intentar matarme, Ulfr Sigursson, y yo te mostraré lo que es de verdad salir escupido del vientre de Niah.

El hombre miró al chico muerto que Lexa tenía al lado. A Eclipse, que había pasado a merodear a su espalda. La sombra de Lexa estirándose hacia él, su pelo ondeando suave por detrás, la mano tendida en su dirección, obsequiando a su mejilla con una caricia que le dio un escalofrío.

Tragó saliva con fuerza.

—¿Acaso estás maldita?

—Soy hija de la oscuridad entre las estrellas —respondió ella—. Soy el pensamiento que despierta a los hijos de puta de este mundo sudando en la nuncanoche. Soy la venganza de cada hija huérfana, de cada madre asesinada, de cada hijo bastardo. —Se inclinó hacia delante y miró al hombre a los ojos—. Soy la guerra que no puedes ganar. —Lexa movió su silla hacia atrás, se levantó despacio y, prestándose a encontrarse con él a medio camino, echó a andar alrededor de la mesa. Dejó que su espada de hueso de tumba se arrastrara por el suelo, que la punta labrara un profundo surco en los tablones. Su gabán de caras, demasiado grande para ella, barría tras ella como la cola de una novia pagana. Lexa se detuvo a media longitud de la mesa y tendió al vaaniano una mano ensangrentada—. Concédeme la costa ysiiri y yo te concederé un trono —dijo—. O desafíame y te enseñaré qué es lo que tanto temen los demás.

Ulfr Sigursson miró una vez más a sus hombres. Los ojos de Lexa se mantuvieron fijos. Y por fin, muy despacio, el enorme vaaniano se levantó, cueros crujiendo, botas sonando mientras caminaba por la mesa hasta llegar ante ella. Eclipse rondó en torno a las piernas de ambos, gruñendo con suavidad. La luz tembló y el viento susurró y las sombras rieron.

Lexa siguió mirando.

«Soy la guerra que no puedes ganar».

Ulfr Sigursson hincó una rodilla.

Se llevó los nudillos ensangrentados de Lexa a los labios. Dijo:

—Majestad.

—No voy a dejarte sola —dijo Clarke.

—Sí —respondió Lexa—. Lo harás.

El viento soplaba tierra adentro desde el mar de los Pesares, frío como el miedo en la tripa de Clarke Griffin. Por todo su alrededor, la tripulación del Doncella Sangrienta estaba cargando sus provisiones, marchando arriba y abajo por la pasarela del barco que esperaba. Los Halcones estaban congregados en la base de la rampa, todos excepto Carnicero y Aden, que aprovechaban unos minutos libres para practicar con unas espadas de madera que el hombre había tallado con sus propias manos. Eclipse brincaba de un lado a otro entre ellos, gruñendo ánimos al niño. Pero Clarke solo tenía ojos para su chica.

—Lexa —protestó ceñuda—, ni lo sueñes.

—Clarke, no tiene sentido que embarquéis todos conmigo —replicó Lexa—. Las diosas aún buscan mi sangre. Podemos llegar a Última Esperanza por separado, reunirnos allí con Raven y partir hacia el Monte Apacible juntos. Si zarpáis ahora en la Doncella, tendréis buena mar hasta llegar a Ysiir. Trelene y Nalipse no están interesadas en ninguno de vosotros: me quieren a mí. —Desvió la mirada hacia Corleone—. ¿No es verdad, Nube?

—No hemos tenido ni un solo contratiempo de camino a aquí —confirmó el canalla—. Azul en lo alto y en lo bajo.

—Gracias por haber llegado al fin, por cierto —dijo Lexa—. ¿Estabais vendiendo parte de esa sal de arkimista de la panza de la Doncella o estabais admirando el paisaje?

—Ninguna de las dos.

—¿Y por qué habéis tardado tanto?

El hombre se rascó la nuca, algo avergonzado.

—Por un asuntillo de…

—Vaginas —terminó la frase Jon el Grande—. Varias, de hecho.

—Me alegro por vosotros. —Lexa sonrió—. ¿Bautista? ¿Bertrando?

Corleone dio una sonrisa por respuesta, pero Clarke notó que se inflaba la ira en su pecho.

—Lexa, déjate de gilipolleces —dijo, tirando del brazo de la chica—. Hablo en serio.

—Yo también —afirmó Lexa—. Las Señoras quieren matarme a mí. Reservarán sus fuerzas para el Banshee. Así que vosotros zarparéis ya en la Doncella y nosotros esperaremos seis giros y os seguiremos. Estarás poniendo morenas esas preciosas tetas en la costa de Última Esperanza cuando lleguemos.

—Si es que llegáis.

—Tengo más posibilidades con Sigursson y sus tripulación. El Banshee es casi el doble de grande que la Doncella. Está construido para soportar lo peor que pueda ofrecer el mar. Pero no puedo llevarme a Aden conmigo a la tempestad, y necesito que alguien cuide de él mientras no estoy. ¿Quién va a hacer eso, Carnicero? Que la Madre lo tenga presente, pero no es precisamente un gran modelo de conducta.

Clarke miró al exgladiatii, que había hecho una pausa en su entrenamiento con Aden para meterse la mano por las calzas, reajustarse los aparejos y soltar un eructo más fuerte que el trueno.

—Y ahora, a ver esa guardia alta, chico…

Clarke negó con la cabeza, intentó hacer que Lexa entrase en razón:

—¿Y qué pretendes, cruzar el mar de los Pesares en un barco lleno de putos asesinos traicioneros? Ya viste qué clase de hombre era Valdyr. La Diosa sabe qué clase de hijos de puta enroló en su tripulación.

—Creo que me hago una idea —suspiró Lexa.

—No podrás rescatar a Gustus si esos mamones te rajan el cuello y te echan a los dracos. No pienso dejarte sola con gente de esa calaña.

—No estaré sola. Lincoln se viene conmigo. No duerme. No come. No puede ahogarse. ¿Quién mejor para cubrirme las espaldas en un mar tormentoso?

Si Lexa pretendía tranquilizarla, sus palabras tuvieron un efecto muy distinto al deseado. Los ojos de Clarke encontraron al chico muerto, que como siempre acechaba al límite del rango auditivo. Había conseguido una camisa para reemplazar la túnica que le habían arrancado, y unas calzas de cuero y botas pesadas. Estaba erguido como una estatua, las hojas de hueso de tumba cruzadas al final de su espalda, sin dejar de vigilar la multitud que tenían alrededor. Hermoso como el asesinato perfecto. Pero, cuando Clarke miró hacia él, aquellos ojos oscuros como la tinta se clavaron directos en los suyos. Insondables. Ilegibles.

—Lexa —suplicó Clarke—, no confío en Lincoln.

—Pero yo sí confío en ti, Clarke —dijo Lexa—. Aden es la única familia que me queda y me importa. Y estoy pidiéndote que cuides de él. ¿Eso no te dice nada?

Clarke la miró a los ojos, notando que los suyos empezaban a anegarse. Sentía que sus muros se derribaban, que el hierro y el fuego que mostraba al mundo se esfumaban derretidos ante la idea de tener que dejar atrás a la chica que amaba. La idea era una piedra en su estómago. Una daga en su pecho. Rodeó a Lexa con los brazos, le enterró la cara en el pelo. Le besó los labios, las mejillas, la nariz, apoyó la frente en la de ella susurrando:

—Prométeme que nos reuniremos allí. Prométeme que volverás a mí.

—Las promesas son para los poetas.

—Hablo en serio. No quiero perderte.

—Ya sabes lo que dicen. —Lexa sonrió—. Es mejor haber amado y perdido…

—Quienquiera que dijo eso nunca amó a nadie como yo te amo a ti.

Lexa la miró a los ojos entonces. Diosa, qué hermosa era. Allí de pie, en los amargos vientos de la despedida y suspirando con tanta suavidad que hizo daño a Clarke en el corazón.

—He estado pensando —dijo Lexa—. En esa casa en Treslagos de la que me hablaste. Flores en el alféizar y un fuego en el hogar.

Clarke se sorbió la nariz.

—Y una enorme cama de plumón.

—Pues he estado pensando y… —Lexa volvió la mirada hacia el plúmbeo mar— quizá.

Clarke le apretó la mano, mariposas alzando el vuelo en su estómago, una tenue y frágil sonrisa cobrando forma en sus labios. Era más de lo que se había permitido esperar nunca. La idea de todo lo que podrían llegar a ser, el sueño de todo lo que podrían tener…

—¿Quizá?

Lexa la miró y asintió, un largo mechón de negro cuervo caído en la mejilla, sus ojos oscuros y profundos como el abismo.

—Cuida de él por mí.

Clarke tragó saliva, se quitó las lágrimas a manotazos.

«Ahora me necesita fuerte».

—Lo haré. Lo prometo.

Respirando hondo y haciendo acopio de valor, Clarke siguió a los demás hasta la chirriante pasarela, hasta la Doncella que se mecía con suavidad en su amarre. Uno tras otro subieron a bordo y se quedaron junto a la regala para contemplar a Lexa y Lincoln. Clarke y Aden esperaron hasta el final, la mano del chico agarrada a la suya. Se detuvo para alzar la mirada hacia su hermana, los labios muy apretados, los ojos ensombrecidos.

—Recuerda esos modales —le dijo Lexa—. No seas malcriado.

—Recuerda lo que dijo padre —replicó él—. Que no te maten.

Lexa sonrió.

—Buen consejo, hermanito.

Clarke observó cómo el chico se chupaba el labio un momento. Se miraba los pies. Y por fin abrió los brazos y le regaló a Lexa un fugaz abrazo, apretando la cara contra sus cueros. El corazón de Clarke se derritió al ver que el niño se abría, al ver que la brecha entre ellos dos se cerraba poco a poco. Por un instante se vio tentada de levantarlo en brazos y aplastarlos a ambos con un abrazo, como esa noche que habían dormido juntos en la tormenta. La idea de lo que podrían ser cuando todo aquello hubiera terminado afloró de nuevo en su mente. Todos ellos juntos. Una verdadera familia. Pero el abrazo terminó casi antes de empezar. Y antes de que Lexa pudiera devolvérselo a Aden, el chico ya estaba apartándose, tirando de Clarke con él. Un último y rápido beso entre las chicas, desesperado y agridulce, Clarke sorbiendo el turgente labio inferior de Lexa al separarse. Y entonces Aden ya estaba tirando de ella pasarela arriba, sin nada más que decir. Clarke se reunió con los demás en la regala, Lexa le lanzó otro beso y miró a sus camaradas en gesto de despedida.

—¡Cuida de todos por mí, Wells! —exclamó.

El enorme itreyano asintió, se golpeó con el puño sobre el corazón.

—Nunca temas.

—Y nunca olvides.

Zarparon al picado azul, con las velas crujiendo en lo alto y las obscenidades de Jon el Grande como una vieja y conocida canción. Clarke se quedó en la borda, dejando que el viento le arrebatara las lágrimas, viendo cómo su chica se iba haciendo más y más pequeña en el muelle. Lexa levantó la mano y Clarke imitó el gesto. Aden también saludó. Clarke se agachó y lo levantó para que viera mejor, sujetándolo con fuerza.

—No temas, pequeño —dijo—. Todo saldrá bien.

El chico suspiró y negó despacio con la cabeza.

—No es verdad.

—Por el abismo y la sangre, le echan ganas, ¿eh?

Gustus estaba en el entrepiso desde el que se dominaba el gran athenaeum, el humo de cigarrillo arremolinado en su lengua.

La mano no respondió.

La chica tendría unos veintiún años, puede que veintidós; en todo caso, era de una cosecha unos años anterior a la de Lexa. Iba vestida como todos los demás, túnica negra de la cabeza a los pies, silenciosa como una tumba. Tras el descubrimiento y posterior examen por parte de Abby de los dos primeros volúmenes de las Crónicas de la Nuncanoche, la Señora de las Hojas había ordenado a las manos que seguían a Gustus que renunciaran a toda sutileza. Llevaba siempre a tres a su espalda: aquella joven, que nunca se apartaba mucho más de un metro; una mujer itreyana algo mayor, de unos treinta años; y un chaval dweymeri alto y callado, que era quien más distancia guardaba. No hablaban nunca. No respondían jamás cuando él les hacía preguntas. Solamente lo seguían, como sombras sin voz ni alma. Gustus no tenía noticias de Bellamy y Octavia desde que Abby había encontrado las crónicas. Era evidente que los hermanos habían decidido que la prudencia era la madre de la ciencia, teniendo a la Señora de las Hojas en pie de guerra.

Gabriel y él volvían a estar solos.

«Lo que viene a significar que Lexa también lo está».

—¿Cuánto tiempo llevan ya con esto? —preguntó Gustus.

Gabriel respondió levantando la voz desde su despacho:

—Casi tres semanas.

—¿Cuántos muertos?

—Solo aquellos dos —dijo el cronista mientras salía con paso tranquilo al entrepiso, engarzando los pulgares en los bolsillos del chaleco—. No sé muy bien lo que pasó, la verdad. Los pobres desgraciados se esfumaron y punto. Se los cargaría un gusano de biblioteca, supongo, aunque muy idiotas tenían que ser para lastimar las páginas vagando por ahí fuera.

Gustus dio un golpecito con su huesudo codo a la mano que tenía al lado.

—Seguro que te alegras de Abby te haya encargado incordiarme a mí en vez de andar jodiendo por ahí en la oscuridad, ¿eh?

La mano no respondió.

Gustus suspiró humo mientras Gabriel pescaba otro pitillo de detrás de la oreja con dedos manchados de tinta y lo encendía con un yesquero bruñido. Los ojos legañosos del cronista contemplaban el bosque de estantes y tomos. Los puntitos de luz arkímica moviéndose en la penumbra. Las siluetas de las manos que los sostenían en alto. Estaban haciendo una búsqueda metódica, marcando cada pasillo que examinaban con tiza roja, expandiéndose hacia fuera en una franja cada vez más ancha. Pero las estanterías de la biblioteca muerta no estaban dispuestas en una cuadrícula ordenada, sino que componían un retorcido enredo, más complejo y absurdo que el más diabólico laberinto de jardín imaginable. Si al principio se habían movido muy juntos, el centenar aproximado de manos a las que Abby había encargado buscar la tercera crónica estaban ya muy dispersas, diminutas luces intermitentes en una interminable y silenciosa tiniebla. Solo la Madre sabía cuánto terreno habrían cubierto en las anteriores tres semanas, pero desde luego la tiza roja empezaba a escasear.

—Menuda jodienda de trabajo —gruñó Gustus.

—Y una pérdida de tiempo —suspiró Gabriel—. En este lugar no se encuentra nada que no quiere que lo encuentren. ¿Y por qué abismos querría la Madre que…?

El cronista dejó la frase en el aire mientras se le empezaba a formar una leve arruga entre las cejas blancas y meticulosamente descuidadas. Gustus siguió su línea de visión en la biblioteca y vio un puntito de luz arkímica que saltaba a lo loco, como si quien lo llevaba estuviese corriendo.

—Vaya, vaya, ¿qué te parece? —se preguntó en voz alta.

Al cabo de unos minutos empezó a verse a una mano que, en efecto, tenía la capucha caída hacia atrás y las mejillas ruborizadas por la carrera, casi sin aliento. El hombre rodeó las estanterías y subió a toda prisa la rampa que llevaba al entrepiso. Gustus vio que llevaba un libro en la mano. Encuadernado en cuero negro. Las páginas con bordes negros, salpicadas de blanco, como estrellas en el cielo de una veroscuridad.

—Por el abismo y la sangre —susurró Gabriel.

—¿No pensarás que es…?

La mano cruzó las puertas del athenaeum sin detenerse, pero Gustus tuvo tiempo de vislumbrar lo que había repujado en la negra cubierta de cuero.

«Un gato».

Cruzó la mirada con Gabriel, gélidos ojos azules trabados con lechosos ojos grises.

«La tercera crónica».

—Mierda.

El anciano se volvió hacia la mano que tenía al lado, golpeó con la punta de su bastón en el suelo.

—Vámonos de aquí, ¿quieres?

La mano se abstuvo de responder.

Gustus salió de la biblioteca. Gabriel lo vio marcharse, rondando el umbral que jamás podría atravesar. Los pasos del anciano eran rápidos, el pulso latía fuerte en sus venas. Siguió a la mano que subía a zancadas la escalera de caracol, seguido de cerca por sus propias manos, una, dos, tres, apretando el paso en la melódica oscuridad. El coro fantasmagórico le sonó un poco más flojo, aunque tal vez fuese la sangre que le aporreaba en los oídos, el corazón que forcejeaba contra sus costillas. Tardó poco en quedarse sin aliento, maldiciendo los innumerables cigarrillos que se había fumado en la vida y preguntándose si podría haber hallado una manera menos debilitante de hacer un corte de mangas a la sociedad, al decoro y a la mortalidad en general. Siguió adelante de todos modos, las rodillas crujiendo, el brazo izquierdo dolorido —más a menudo últimamente—, el sudor perlándole la piel manchada por la edad. Perdió enseguida de vista a la mano que corría por delante, pero sabía muy bien hacia dónde se dirigiría el chaval. La luz de los cristales tintados se vertía escalera abajo, y Gustus tenía la respiración rasposa cuando llegó al Salón de las Elegías, cuando se tocó la frente, luego los ojos y luego los labios al pasar renqueando ante la gigantesca estatua de la Madre.

«Espero que sepas a qué estás jugando».

La joven mano que siempre lo seguía más de cerca terminó apiadándose de él cuando sus dificultades arreciaron, cuando sus rodillas gritaron pidiendo clemencia, cuando sus pulmones estallaron en una negra llama podrida dentro de su marchita caja torácica. Le pasó un brazo por la cintura, sostuvo un poco de su peso mientras Gustus seguía ascendiendo, cada vez más alto, boca seca, aliento ardiente, corazón encendido. No había tantos peldaños cuando era joven, de eso estaba seguro. El aire no era tan denso. Pero por fin llegó, doblado y resollante, a la puerta de las cámaras del reverendo padre.

—Joder, tengo que dejar de fumar —graznó.

Entró sin llamar y encontró a Solis sentado a su escritorio, con la mano sin aliento que había hecho el descubrimiento ante él. Mataarañas estaba de pie junto al reverendo padre, vestida toda de verde esmeralda y reluciente oro. La adusta Shahiid de Verdades estaba agachada sobre el tomo abierto leyendo en voz alta.

—«Parecía costarle mantener la integridad, cada vez más diluida bajo el chaparrón, aguada hasta casi no existir. Pero antes de perder la cohesión del todo, de desangrarse en el charco de lo que había sido el hermoso Chss, la sangre logró componer unas figuras simples. Cinco letras que formaban una sola palabra. Un nombre».

—Mataarañas se enderezó, apuñaló la página con un dedo manchado de veneno—. «RAVEN».

Solis desvió sus ciegos ojos hacia la mano que tenía delante.

—Que Bellamy informe de inmediato a la Señora de las Hojas.

La mano hizo una profunda inclinación.

—¿De qué debe informar, reverendo padre?

La sonrisa de Solis relució en sus ojos blancos como la leche.

—De que ya es nuestra.

El té estaba un pelín demasiado caliente.

Abby respiraba el perfume de un extenso y verde jardín desde su mecedora. Las campanasoles estaban en flor, la lavanda y el gordolobo vestían también de fiesta. La luz de dos soles refulgía en las paredes del palazzo, le calentaba los huesos, expulsaba la persistente gelidez del Monte Apacible. Abby oía a los pequeños Cipriano y Magno jugando cerca, su risa era la música más dulce que podía llegar a sus oídos.

Pero el té estaba un pelín demasiado caliente.

Chasqueó los dedos y una alta esclava liisiana, vestida con una inmaculada toga blanca, se acercó para echarle un chorrito de leche de cabra en la taza. La anciana le dio un sorbo —muchísimo mejor— y envió a la chica de vuelta a las sombras con una mirada muda. Se reclinó en la mecedora, cerró los ojos y exhaló un suave y satisfecho suspiro.

Oyó un grito. Un angustiado sollozo a continuación.

—¡Cipriano, pórtate bien con tu hermano! —exclamó—. O no habrá golosinas después de cenar.

—Sí, abuelita —llegó la disciplinada respuesta.

—¿Madre?

Abby abrió los ojos y vio a Julia delante de ella, envuelta en seda roja. Detrás de su hija había una joyera dweymeri que llevaba una tabla de terciopelo tachonada de caras mercancías. Julia sostenía una ornamentada cadena repleta de rubíes contra su cuello, que cambió por un círculo de oro más austero, adornado con una sola gema más grande.

—¿El primero o el segundo? —preguntó Julia.

—¿La ocasión?

—El baile del imperator, por supuesto —respondió Julia.

—Querida, aún faltan semanas para la veroscuridad.

—Nunca se es demasiado previsora —replicó su hija en tono remilgado—. Si Valerio quiere obtener su escaño por el distrito liisiano, debemos esforzarnos en impresionar.

—Dudo mucho que las ambiciones de tu marido en el Senado vayan a torcerse por tu elección de joyas, querida. El imperator me ha dicho que tiene el escaño asegurado.

Julia suspiró, estudió ambos collares por turnos.

—Puede que me compre los dos.

—¿Hay noticias de tu hermano? ¿Vendrá a cenar?

—Sí, aquí estará. Va a traer a esa espantosa mujer Cicerii. —Los labios de Julia se curvaron hacia abajo con aversión—. Me temo que no tardará en anunciar su compromiso.

—Bien. —Abby asintió—. A su edad, ya debería estar pensando en el futuro. La familia es lo más importante del mundo, querida. Si tu padre y yo pudimos enseñarte algo, es eso.

Julia miró a su alrededor por los palaciegos jardines. Dio un leve suspiro.

—Le echo de menos.

—Yo también. Pero la vida es para los vivos, mi amor.

Julia sonrió, se agachó y dio un beso a Abby en la frente antes de regresar al palazzo. Las catedrales de Tumba de Dioses empezaron a dar la quinta campanada y sus armoniosos tañidos resonaron por todo el distrito nacido de la médula. La anciana elevó la mirada hacia la tercera Costilla que se alzaba en lo alto, y empezaba a preguntarse si debería comprar a su hijo unos aposentos allí dentro como regalo de bodas cuando el vial de plata que llevaba al cuello empezó a temblar. Llevó a él la mano, esperando haberse equivocado, rezando por disponer de unas pocas horas más de paz…, pero no, ahí estaba otra vez, estremeciéndose en la palma de su mano. La anciana suspiró y dejó a un lado la taza y el platito. Se quitó el vial del cuello, rompió el sello de cera negra y vertió el contenido en la mesita que había junto a la mecedora. La sangre se acumuló densa y roja sobre la teca pulida.

Y moviéndose por sí misma, empezó a dividirse en formas.

Letras.

Abby compuso palabras de las letras. Luego, una misiva de las palabras. El pulso avejentado y raído se le aceleró una pizca.

Cipriano llegó corriendo hasta ella, sin aliento, sus ojos tan brillantes como su sonrisa.

—Ven a jugar con nosotros, abuelita.

—Otro giro será, cariño —suspiró ella. La Señora de las Hojas se levantó despacio, se agachó para besarle la frente—. La abuelita tiene trabajo.