CAPÍTULO 27

Alimento

Resultó que ser la reina de los piratas no era del todo el trabajo que Lexa se había imaginado. Quizá fuese que de niña había leído demasiados relatos chabacanos de a medio mendigo en su diminuta habitación encima de Gustusiosidades, pero en los treinta o cuarenta segundos durante los que se había planteado aquel papel antes de apuñalar a Einar Valdyr hasta matarlo, había imaginado que ser reina pirata tal vez implicara una buena dosis de…, bueno, de piratería. Románticas y bravuconas aventuras de capa y espada y mozas de exuberantes senos y balancearse colgando de lucernas con un cuchillo entre los dientes. Pero llegado el segundo giro de su reinado, la reina Lexa Wood había llegado a una decepcionante conclusión.

—Joder, qué aburrido es esto —suspiró.

—Ya os lo advertí —dijo Ulfr Sigursson—. Valdyr se volvió medio loco por eso mismo.

—Valdyr llevaba un gabán hecho de caras humanas, Ulfr —replicó Lexa, subiendo las botas a la mesa—. Yo diría que «medio loco» es quedarte un poco corto.

—Ya que sacáis el tema —dijo su segundo de a bordo, mirándola de arriba abajo—, ¿queréis que os busque algo que sea un poco más de vuestra talla?

Lexa miró su reflejo en la ventana. Se había lavado la sangre de Valdyr de la piel y del pelo, pero aún llevaba el gabán del anterior monarca, que colgaba de su cuerpo delgado como una mortaja. Tenía cuero negro abrazándole las piernas y las caderas, botas de piel de lobo en los pies, la espada larga de hueso de tumba a su alcance. Se había bañado y cepillado el largo pelo negro, recortado el flequillo en una línea afilada como una cuchilla. Los círculos gemelos de la marca de esclava en la mejilla derecha y la cruel cicatriz que se curvaba en la izquierda conferían a su pálido semblante una oscura crueldad. Tenía la mirada negra como el carbón, dura como el hierro. No era el aspecto de una reina a la que muchos amarían.

Pero sí el de una reina a la que casi todos temerían.

—No, ya me va bien con esto puesto —dijo a Ulfr—. Pone nerviosa a la gente.

—¿Queréis una camisa para llevar debajo, al menos? —preguntó el hombre—. Cuando os movéis, tendéis a lucir las…

—No —respondió Lexa, encendiendo un cigarrillo—. Mis tetas también ponen nerviosa a la gente.

—Como deseéis. —Su segundo de a bordo se sorbió la nariz—. Confieso que yo nunca les he encontrado mucho atractivo.

Estaban sentados en el nivel superior de una alta torre de caliza que se alzaba dentro del Salón de los Canallas. Tenía vidrieras que daban al mar de los Pesares y un amplio y chamuscado hogar abastecido de troncos de roble pagoda que ardían alegres y llenaban la sala de una perfumada calidez. El suelo estaba cubierto de pieles de lobo, las paredes de cartas de los mares circundantes, el largo escritorio de roble de pergaminos y papiros y misivas. Dado que pretendía abdicar el trono al cabo de unos pocos giros, Lexa no se había molestado en familiarizarse con nada de aquello, pero, por la pinta que tenía todo, ser el Rey de los Canallas había supuesto más papeleo del que habría cabido esperar. Miró a su segundo de a bordo con sus cueros negros y su piel de lobo al cuello. Tenía una expresión entre cauta y displicente.

—¿Y cómo están mis leales súbditos? —preguntó Lexa, exhalando gris.

—Bueno, Obelisco y Chica de Canela están fermentando una rebelión para derrocaros. —Ulfr suspiró—. Pero Marcela y Quinto se odian a muerte entre ellos, así que no creo que esa coalición vaya a durar mucho. Goliat, Imperium y Sepulturero han hablado en vuestra contra en el Salón de los Canallas hoy mismo, pero son peces pequeños. Las tripulaciones más grandes están esperando a ver qué hacéis a continuación. Valdyr los tenía acojonados. Así que ser la zorra que lo decapitó te confiere cierta… autoridad.

—¿Y la Wulfguardia? —preguntó Lexa, y dio una calada—. ¿Qué hay de mi tripulación?

—Obedecen mis órdenes por el momento. Y yo las vuestras. Aunque sin duda eso lo sabéis tan bien como yo. —Sigursson se pasó la mano por la barba rubia trenzada—. ¿O creíais que no me enteraría?

Lexa arqueó una ceja.

—¿Enterarte?

—De mi sombra, majestad —respondió el hombre con una mirada a sus botas—. Parece un poco más negra estos últimos giros. He oído toda clase de leyendas sobre los tenebros en mis travesías. Me alegra ver que no todas son bobadas.

Lexa se reclinó en la silla y sonrió.

—Este es de los listos, Eclipse.

—… SÍ… —llegó la respuesta desde la sombra del hombre—…ME GUSTA ESO DE ÉL…

—A mí también me gusta. —Lexa contempló al guapo vaaniano—. Sí que me gustas, Ulfr.

—Ojalá yo pudiera decir lo mismo, majestad —repuso él con un atractivo mohín.

—Bueno, solo tendrás que tolerarme unos giros más y luego te librarás de mí para siempre. —La sonrisa de Lexa se ensanchó, expulsó humo al aire entre ellos—. Pero por si estuvieras pensando en librarte de mí antes de eso, se me ocurren unas pocas leyendas más sobre los tenebros que puedo confirmarte.

Y a modo de demostración, Lexa

dio un paso

hasta

la ventana

y se quedó mirando cómo las olas azotaban la costa, estrellándose contra las rocas mientras las gaviotas volaban trazando círculos en el firmamento gris claro. Se llevó el cigarrillo a los labios, inspiró hondo y dejó que las sombras de la sala se movieran libres, se retorcieran e intentaran alcanzarla, delicadas como antiguos amantes.

—Puedes irte —dijo a su segundo de a bordo sin mirarlo—. Se lo haré saber a Eclipse si te necesito. Informa a los capitanes del Obelisco y el Chica de Canela que planeas asesinarme en el mar si crees que con eso se calmarán. Si no lo hacen, encontraré otra manera de acallar sus lenguas. Pero es un poco más permanente, eso sí.

Sigursson se volvió hacia ella con los ojos verdes chispeando.

—A la orden, majestad.

—Azul en lo alto y en lo bajo, Ulfr.

El bucanero hizo una breve y seca inclinación antes de marcharse de la sala. Eclipse lo siguió en silencio. Lexa se quedó en la ventana, con la frente contra el cristal y mirando el mar. Pensando en los labios de Clarke. Los ojos de Aden. El ceño de Gustus. Sintiendo el agujero con forma de gato como una herida sangrante en el pecho.

«¿Dónde habrá ido? ¿Estará bien? Diosa, lo echo de menos».

—Tengo frío —suspiró.

—SIEMPRE PUEDES PONERTE UNA CAMISA —dijo Lincoln.

Lexa dio media vuelta para sonreír al pálido chico dweymeri que estaba sin hacer ruido junto al fuego.

—Me echaría a perder la estética de zorra asesina. —Hizo una mueca y se ajustó a sí misma bajo el gabán—. Pero sí, tal vez. Este cuero viejo es como papel de lija en mis donas.

Una sonrisa torció los labios del chico, que miró hacia la puerta por donde se había ido Sigursson.

—¿CONFÍAS EN ÉL?

—Tampoco demasiado, la verdad. Pero Eclipse lo tiene vigilado. Y parece que está manteniendo a raya la Wulfguardia. Solo tiene que mantener el orden unos giros más y se llevará un barco y un trono gratis. Creo que podemos contar con su codicia. Y si no, con su miedo.

—SÍ QUE DAIS UN POCO DE MIEDO A VECES, HIJA PÁLIDA —dijo Lincoln, retomando la antigua broma que compartían—. Y OTRAS VECES, SOIS ATERRADORA SIN PALIATIVOS. —Entonces se le cayó la leve sonrisa de la cara—. PERDONA —añadió—. SÉ QUE NO TE GUSTA QUE TE LLAME ASÍ.

Lexa se apoyó en el alféizar y entrelazó las manos a la espalda.

—Sí que me gusta —reconoció en voz baja—. Por eso duele.

Él se quedó allí en silencio. solo mirándola. Aquella nueva y oscura belleza, ribeteada por el cálido resplandor del fuego. Seguía blanquecino, su piel lisa y dura, pero con la veroscuridad a pocas semanas en el futuro, ya no parecía una estatua esculpida en alabastro. A Lexa le pareció distinguirle un pulso en el cuello, bajo la curva de la mandíbula, en las fuertes líneas de la garganta, en el atisbo de músculo que asomaba por el cuello abierto de la camisa, en…

Apartó la mirada. Se chupó el labio.

—He estado pensando.

—AY, MADRE MÍA.

Lexa sonrió con él, se llevó un mechón de pelo tras la oreja.

—Cuando lleguemos al Monte Apacible, rescatar a Gustus por supuesto será nuestra principal prioridad. Pero las hojas que nos atacaron en la torre no son los últimos asesinos que la Iglesia Roja tiene para lanzarnos encima. Van a seguir viniendo una y otra vez hasta que decapitemos la serpiente.

Lincoln dio la espalda al fuego para encararse hacia ella.

—ABBY.

—Sí —asintió Lexa—. Y también el Sacerdocio.

—ACABA CON EL PASTOR Y LAS OVEJAS SE DISPERSARÁN.

—No —dijo ella—. Acaba con el pastor y las ovejas seguirán.

Lincoln entornó los ojos.

—¿A QUÉ TE REFIERES?

—Me refiero a que llevo en esto desde que me puse este puto gabán horrible en los hombros. La gente sigue a los líderes que tienen la determinación de liderar. Me recuerda a una cosa que dijo mi padre: «Para ostentar el verdadero poder, lo único que necesitas es la voluntad para hacer lo que otros no osan». —Lexa dio una profunda calada al cigarrillo, respiró gris al aire como una llama—. Así que no solo voy a matar a la Señora de las Hojas. Voy a ser la Señora de las Hojas.

—TIENES UN DESTINO MÁS GRANDIOSO QUE ESE, LEXA.

—Eso dices siempre. Pero no podré cumplirlo si algún capullo me raja la garganta mientras duermo. Si mato a Abby y al Sacerdocio, no habrá hoja viva que me desafíe para ocupar el puesto. Y la Iglesia no me dará caza si soy yo quien dicta a quién dan caza. Es lo que dijo Clarke: «Nada se conserva sin estar dispuesta a luchar por ello». Así que voy a luchar.

—CLARKE.

El nombre fue como un cuchillo rebanando el aire. Clavado trémulo en los tablones del suelo entre ellos.

—Vas a tener que acostumbrarte a que esté con nosotros, Lincoln.

—NO PUEDO EVITAR FIJARME EN QUE LA HAS ENVIADO EN EL BARCO. Y YO AÚN ESTOY AQUÍ.

—No saques de eso más conclusiones que las justificadas. Ahora ella y yo estamos juntas.

Lincoln separó los brazos para abarcar la sala que los rodeaba.

—PERO NO LO ESTÁIS, ¿VERDAD?

—Ya sabes a qué me refiero.

—NO —replicó él—. NO LO SÉ. NO ME RESPONDISTE CUANDO TE PREGUNTÉ SI LA AMABAS.

—Porque no es asunto tuyo.

Lexa vio un fogonazo de ira entonces, ardiente y terrible en aquellos ojos insondables. Los músculos de la mandíbula se tensaron, esas manos negras que una vez habían recorrido su cuerpo se comprimieron en apretados puños. Lexa pudo sentir la imponente velocidad y la fuerza con que le había obsequiado la Madre, grabadas en cada línea dura y hermosa curva de su cuerpo. Pero poco a poco, mirándola, la ira se derritió, la tirantez de sus músculos se relajó. Lincoln tragó saliva y se volvió hacia el fuego. Ambas manos en la repisa, rastas de sal cubriéndole la cara al bajar la cabeza y contemplar las llamas.

—¿CÓMO PUEDES DECIR ESO?

Ella lo observó mirando el fuego, escuchó el crepitar de la leña, el canto del mar allá fuera, el golpeteo de su propio corazón, doloroso y doliente contra las costillas.

—¿ALGUNA VEZ PIENSAS EN NOSOTROS, LEXA? —preguntó él.

—Claro que sí.

—ME REFIERO A NOSOTROS. A ESAS VECES… ESTANDO JUNTOS.

La tensión chisporroteó entre ellos y Lexa amagó una sonrisa. Podía sentirlo vibrando en las puntas de sus dedos. Latiendo bajo su piel. El deseo. El de ella por él. El de él por ella. Sin nada ni nadie en medio.

—Sí —reconoció ella, notando que se le aceleraba el pulso.

—¿ALGUNA VEZ TE PREGUNTAS LO QUE PODRÍA HABER SIDO?

—¿No fuiste tú quien me dijo que debería dejar morir el pasado?

—¿NO FUISTE TÚ QUIEN ME DIJO QUE A VECES SE RESISTE?

—Sí —concedió Lexa—. Sí, a veces tienes que matarlo tú.

—IGUAL QUE ELLA ME MATÓ A MÍ.

Ella respiró hondo. Se empujó contra el alféizar y caminó despacio por las pieles de lobo desperdigadas por el suelo. Fue con él cerca del hogar, aún con las manos agarradas a la espalda, observando cauta las llamas que se extendían hacia ella como garras.

—ME MATÓ, LEXA —dijo Lincoln—. ME QUITÓ TODO LO QUE ERA.

—Lo sé. Y lo siento.

—¿CÓMO PUDISTE ESTAR CON ELLA DESPUÉS DE ESO?

Lexa contempló las llamas. Estaba erizándose, notaba que se le avivaba el mal genio, no le gustaba que nadie cuestionase con quién se acostaba ni por qué. Eran decisiones suyas. Más que ningunas otras que hubiera tomado, le pertenecían a ella y a nadie más. Pero Lincoln había compartido también su cama en otros tiempos; fue el primero en hacerlo que de verdad significó algo, de hecho. Y dadas las circunstancias, alcanzaba a comprender que buscar una explicación no era la petición más inaceptable que podría haberle hecho. Al menos había esperado a que estuvieran a solas.

—Clarke me recuerda a mí misma —afirmó Lexa—. Si quiere algo, lo toma. No responde ante nadie. Es feroz y arrojada y es una puta preciosidad. Y en un mundo como este, eso es toda una rareza. —Lexa se pasó una mano por el pelo y suspiró—. Soy consciente de la egolatría que entra en juego ahí. En querer acostarte contigo misma. Pero también es más que eso. Clarke me planta cara. Me presiona. Coge al mundo por el cuello y lo estruja. Pero, cuando estamos solas, me recuerda también todo lo que es bueno. Es delicada y es tierna y es todo lo que yo no soy. —Lexa se llevó el cigarrillo a los labios y suspiró—. La primera vez que… las dos juntas, quiero decir… Clarke y yo estábamos ambas corriendo sobre cuchillas. Cualquier giro podría haber sido nuestro último. Y yo pensé en mi vida y en hacia dónde había derivado y comprendí que en realidad nunca había tenido voz ni voto en nada de ello. Y quería algo que pudiera ser solo mío. Mi elección. —Lexa se encogió de hombros—. Así que la elegí a ella.

—PERO ¿NO LO LAMENTAS? ¿NI SIQUIERA AHORA?

—No. —Meneó la cabeza—. Creo que necesito a alguien como ella. Estar con ella… me muestra que hay algo más en todo esto que la sangre. Porque quiero que lo haya. Pero a veces cuesta mucho recordarlo. —Dio una intensa calada al cigarrillo, saboreó el cálido ardor en el pecho—. Es como si hubiera dos mitades de mí, ¿sabes? Dos partes del todo. Una es solo… oscuridad. Furia. Esa Lexa odia el mundo y todo lo que contiene. Lo único que quiere es derrumbarlo y reír mientras ve cómo arde. Y luego está la yo que cree que podría haber algo por lo que merezca la pena luchar en todo esto. Y puede que algo por lo que merezca la pena vivir después. —Miró al interior de las llamas, al fuego por delante y por detrás—. Dos mitades guerreando dentro de mí. Y la que ganará es la que yo alimente.

Siguió mirando el fuego un largo rato. Contempló las llamas consumiéndolo todo ante ellas, humo y cenizas los únicos restos. Preguntándose si eso era ella. Si eso era lo único que quedaría cuando todo aquello hubiera terminado. Alzó la mirada hacia Lincoln, lo encontró observándola.

—¿Por qué me miras así? —preguntó imperiosa—. Di algo.

—¿QUÉ QUIERES QUE TE DIGA? ¿QUE LO COMPRENDO? ¿QUE ME RINDO? —El chico negó con la cabeza, clavó la vista en lo más profundo de sus ojos—. ¿DICES QUE NO SE CONSERVA NADA SIN ESTAR DISPUESTO A LUCHAR POR ELLO? ESTÁS HABLANDO CON QUIEN HUNDIÓ LAS MANOS EN LA OSCURIDAD QUE MORA ENTRE LAS ESTRELLAS POR TI, LEXA. CON QUIEN DIO LA ESPALDA A LA LUZ Y AL CALOR Y SE ABRIÓ PASO A GARRAZOS A TRAVÉS DEL ABISMO POR TI. Y NO HICE TODO ESO PARA DESPUÉS APARTARME A UN LADO CON DIGNIDAD Y VER CÓMO LA CHICA QUE ME MATÓ RECLAMA A LA CHICA A LA QUE AMO.

—Tampoco es que tengas muchas otras opciones.

—¿NO LAS TENGO?

Se volvió hacia ella y Lexa sintió el anhelo que ardía en él. Marcado en la línea de sus labios. Humeando en su mirada. Lento como las eras, tardo como los años, levantó la mano hasta su cara. Lexa se tensó aunque no se encogió, apretó la mandíbula mientras el pulgar de Lincoln recorría la cicatriz de su mejilla. El calor del hogar lo había tocado, enriqueciendo el nuevo rubor de la vida en su piel, y su caricia fue cálida como la luz del fuego. Lexa notó mariposas brincar en la barriga, sus labios separándose, su aliento un poco más rápido.

—No… —le advirtió.

—¿POR QUÉ NO? —susurró él.

—Porque lo digo yo.

—¿Y AUN ASÍ NO TE APARTAS?

—Nunca te encojas, Lincoln.

—DIME QUE NO ME AMABAS, LEXA.

La mano descendió por su mejilla, más cerca de los labios, y aunque Lexa sabía que debía detenerlo, cada centímetro de piel que él tocaba parecía encenderse en llamas.

—DIME QUE TODAVÍA NO ME AMAS.

El chico dio un paso adelante, subió la otra mano a la cara de Lexa. Tan cerca de él, se sentía el fuego de dentro, aquella oscura no-llama que le ardía en el corazón. Pero por extraño que pareciese, por erróneo que fuera, Lexa se descubrió atraída hacia ella. Como un imán. Como si estuviera cayendo a su interior. El poder de la diosa, de la Madre Oscura que había dado a luz a la astilla del dios que residía dentro de ella, amplia como los cielos y profunda como los océanos y negra, negra como el corazón que estaba atronando en su pecho. Había creído que los ojos de Lincoln eran solo una oscuridad vacía, pero tan de cerca, tan peligrosa, maravillosamente cerca, distinguió que estaban llenos de minúsculas chispas de luz, como estrellas esparcidas por las cortinas de la noche.

«Qué hermoso».

—NEGUÉ LA MUERTE POR TI —susurró él, acercándose incluso más—. Y MORIRÍA POR TI OTRA VEZ. MATARÍA POR TI. ARRANCARÍA LAS ESTRELLAS DEL FIRMAMENTO PARA HACERTE UNA CORONA. TÚ ERES MI CORAZÓN. MI REINA. HARÍA CUALQUIER COSA Y TODO LO QUE ME PIDAS, LEXA. —Cogió el cuello del gabán y empezó a bajarlo, centímetro a centímetro, de sus hombros desnudos—. PÍDEME QUE PARE —dijo.

No debería, Diosa, no podía dejar que aquello ocurriera. Los pensamientos en Clarke ardían al fondo de su mente, pero en el pecho, entre los muslos, estaba encendiéndose un fuego más oscuro. No sabía si era la afinidad por la noche que compartían, la belleza ultraterrena que poseía ahora el chico, la simple ansia por el amante que había creído perdido para siempre y tenía justo delante de ella, tallado como por las manos de la mismísima Noche. Pero al mirarlo a los ojos, al dejar resbalar la mirada por la suave curva de sus labios entreabiertos, Lexa se dio cuenta de que lo deseaba.

Oh, que la Diosa la asistiera, pero lo deseaba…

El gabán cayó al suelo.

—PÍDEME QUE PARE.

Pero ella no lo hizo. No le salió ni una palabra. Y entonces Lincoln la estaba besando, envolviéndola en su abrazo y aplastándola contra él, y Lexa a duras penas logró acordarse de respirar. Descubrió sus manos moviéndose por sí mismas, recorriendo la lisa dureza de los brazos del chico, de sus hombros mientras él la levantaba del suelo. Lexa le rodeó la cintura con las piernas, entrelazó los tobillos al final de su espalda, el beso volviéndose lo bastante profundo para ahogarse en él. Una ráfaga de escalofríos le recorrió la columna al sentir sus lenguas rozarse, el calor del fuego y la oscura llama de dentro de él le pusieron la carne de gallina en una oleada que anegó su cuerpo entero. Los labios del chico eran igual de suaves que habían sido, su piel igual de cálida. Su boca sabía a humo, su aroma el perfume de las hojas otoñales al arder. Lexa suspiró cuando los labios de Lincoln se separaron de los suyos, cuando le dejaron un ardiente rastro de besos por la mejilla, cuello abajo.

«No puedo hacer esto…».

Sus labios vagaron más abajo, por la clavícula, como fuego y hielo al mismo tiempo. La piel de Lexa se encendió con ellos, la llama oscura que tenía en el pecho y entre las piernas avivándose y avivándose cuando la boca llegó a los pechos, cuando el chico tomó un pétreo pezón entre los labios, cuando lo acarició una y otra vez con la lengua. Lexa jadeó mientras le caía atrás la cabeza, enredó los dedos en las suaves sombras del pelo de Lincoln y la empujó contra ella, apremiándolo al sentir la leve presión de sus dientes, sí, sí, la cabeza dando vueltas, el pecho resollando, la tripa llena de mariposas todas aleteando.

—Oh, Diosa…

«No puedo dejar que esto ocurra…».

El chico bajó a las pieles, llevándola con él sin esfuerzo. Las piernas de Lexa aún estaban alrededor de él, la luz del fuego crepitaba más brillante a su lado. Lexa se vio encima de él, semidesnuda, la lengua en la boca del chico, las manos de él en su cintura. Diosa, quería chuparlo. Follárselo. Sentía el pulso de Lincoln bajo las manos, frotando con el vientre la imposible dureza que halló en su entrepierna, las yemas trazando los surcos y los valles de músculo en su pecho, descendiendo por su abdomen. Gimió a la vez que él, moviendo las caderas, anhelante al sentirlo contra ella y la casi nada que había entre los dos. Lujuria en su interior. Deseo por la oscuridad que había en él. Un hambre de veroscuridad, nacida en el negro sin luz, tan inmensa y vacía que se preguntó si él podría llenarla de verdad alguna vez. Pero Diosa…

Oh, dulce, compasiva Diosa, cómo quería que lo intentara, joder. Estaba perdiéndose a sí misma en ello. En la sensación de él, en su sabor, en aquellas formas conocidas, rehechas iguales pero distintas por la Madre de la Noche. Estaba cayendo en la necesidad de él, ansiando su contacto, queriendo olvidar y recordar y, por un fugaz instante, solamente disfrutar de estar perdida allí dentro, con él dentro de ella.

Perdida.

Es mejor haber amado y perdido…

Quienquiera que dijo eso nunca amó a nadie como yo te amo a ti.

Oyó las palabras en su mente.

Recordó la mirada en los ojos de la chica.

De su chica.

«Dos mitades guerreando dentro de mí».

Las manos del chico en su cuerpo, sus labios en la piel de Lexa.

«Y la que ganará es la que yo alimente».

—No —susurró.

Él se incorporó, recorriéndole la espalda con las yemas, recorriéndole los pechos con la boca, sus manos negras como la tinta apoderándose de sus caderas y ayudándola a mecerse…

—Lincoln, para —susurró—. Tenemos que parar.

Él alzó la mirada a los ojos de Lexa, los suyos brillando de deseo. Levantarse de encima de él fue como partirse a sí misma en dos. El anhelo era tan real que le causaba un dolor físico. Ardía como fuego en sus venas. La sala estaba calentándose y calentándose más.

—LEXA…

De repente, Lexa vio un estallido de luz abrasadora en el hogar encendido a su lado. Notó un abrasador y cruel ardor. Dio un respingo cuando una llamarada emergió destellante del hogar, azotó los cueros que aún llevaba puestos, la piel de lobo en la que yacían. Ella se apartó rodando con una negra maldición mientras el fuego arraigaba en la piel y se propagaba en un abrir y cerrar de ojos. Era un incendio hambriento, furioso, que ardía con una intensidad más feroz de la que debería por derecho. Recorría la piel de lobo, directo hacia Lexa. Lincoln se apresuró a levantarse y dio la vuelta a la piel, asfixiando la llama, pisándola como si fuese un nido de serpientes. Lexa corrió a su mesa dando un grito, asió una garrafa de agua. Lincoln daba pisotones y por fin envió de un puntapié la piel de lobo al hogar, donde se arrugó y se ennegreció. Con otra maldición, Lexa vació el agua en los humeantes tablones del suelo. Y aunque bulló y chisporroteó y se resistió, lo que quedaba del incendio por fin se ahogó inundado. Un humo negro y un repentino silencio llenaron la sala. El corazón de Lexa le atronaba en el pecho mientras se buscaba quemaduras en la piel descubierta y el pelo. El miedo entró en tropel a reemplazar la lujuria que tanto había fulgurado en ella unos segundos antes.

—¿ESTÁS BIEN? —preguntó Lincoln, estirando una mano hacia ella, sus ojos anegados de preocupación.

—Bien —dijo ella, retrocediendo—. Solo un poco chamuscada.

—LEXA, YO…

De pronto notó el frío. Fue consciente de estar medio desnuda. Una claridad, fresca y cristalina, atravesó la oleada de deseo. Se agachó, recogió su gabán caído y se lo echó a los hombros. Se arrebujó contra la gelidez. Su pulso era trueno. Sus piernas temblor.

—Creo que es mejor que te vayas —dijo.

—LEXA, DIME QUE NO ME AMAS —insistió él, dando un paso hacia ella.

—Lincoln, no lo…

—DIME QUE NO ME DESEAS.

—¡No puedo! —rugió ella, alejándose más—. ¡Porque te mentiría! Pero en eso hay unos pocos momentos buenos seguidos por una vida entera de fatalidad. —Lexa sacudió la cabeza, asombrada de notar lágrimas escociéndole en los ojos—. Lo siento. Siento que las cosas hayan salido como salieron. Siento que no todos podamos obtener lo que queremos. Porque yo te quiero, Lincoln, que la Diosa me asista, te quiero. Pero la verdad es que, por mucho que quiera poseerte ahora, quiero más conservarla a ella.

Lincoln dio otro paso hacia ella, y ella otro paso atrás. El chico estiró el brazo hacia ella y Lexa lo miró a los ojos y vio el suplicio en ellos. Vio la injusticia, la puta crueldad que impregnaba todo aquel relato. Quiso chillar. Maldecir a los dioses. Maldecir la vida y el destino que la habían llevado a ese momento, a esa espantosa elección. Porque hiciera lo que hiciera y escogiera como escogiera, alguien a quien quería iba a salir herido.

Soy un puto veneno, ¿es que no lo veis? Soy un cáncer…

«Alguien sale herido siempre».

—Lo siento —dijo de nuevo—. Pero no podemos hacer esto. Yo no puedo hacer esto. Ella significa demasiado para mí.

—SÍ QUE LA AMAS, ENTONCES —susurró él.

—Creo… —Lexa lo miró a los ojos con lágrimas acumulándose en los suyos—. Creo que sí.

La mano de Lincoln se derrumbó a su costado. Su mirada al suelo. Sus hombros se encorvaron y sus piernas temblaron y Lexa casi podía ver cómo se le partía el corazón en el pecho. Seccionado en dos. Y era su condenada mano la que empuñaba la hoja. Lincoln cerró los párpados fuerte, apretó la mandíbula, agitó la cabeza. Pero una única y traidora lágrima, negra como la noche, le resbaló aun así por las pestañas. Le surcó la mejilla, bajó por la línea de su hoyuelo hasta la barbilla. Lexa se descubrió a sí misma llorando también, dando un paso adelante con un suave murmullo de compasión. Queriendo mejorar las cosas, llevarse su dolor, arreglarlo todo de algún modo.

—No llores —le pidió, rozándole el pómulo con los dedos—. Por favor, no llores.

Él se apartó de su contacto como si le quemara. Dio media vuelta y se marchó sin mediar palabra. No salió echando chispas ni dando zancadas, no dio un portazo a su espalda. De algún modo, habría sido mejor que se enfureciera con ella. Pero en vez de eso, se fue con calma, quedo como la oscuridad. La pregunta de cómo estaban ahora y qué podría ocurrir entre ellos, sin respuesta.

Lexa estaba segura de oír cómo las llamas del hogar se reían de ella.

Bajó la mirada a los dedos que le habían quitado la lágrima de la cara.

Negra como los ojos de Lincoln.

Como la noche.

Como el corazón en su puto pecho.

Se desplomó ante el odioso fuego. Contempló las llamas consumiéndolo todo ante ellas, humo y cenizas los únicos restos.

Preguntándose si eso era ella.

Si eso era lo único que quedaría cuando todo aquello hubiera terminado.