CAPÍTULO 28
Odio
—No sé por qué abismos os preocupáis.
Ulfr Sigursson bajó su catalejo y se asomó por la regala para escrutar las aguas. El viento soplaba brioso a sus espaldas sobre el mar coronado de espuma, empujándolos hacia delante. El Banshee Negro surcaba el agua como la flecha de un maestro arquero, recto y raudo hacia un hermoso horizonte.
—Esperemos que no lo averigües —respondió Lexa.
Llevaban dos giros de travesía en el mar de los Pesares, y las Señoras de las Tormentas y los Océanos no habían hecho acto de presencia desde que soltaran amarras en Amai. El Banshee Negro había zarpado al azul con el nivel adecuado de fanfarria: muchos «súbditos» de Lexa se habían congregado para despedirla en su primera expedición, y la mayoría de los habitantes de la ciudad se habían acercado a los muelles para vislumbrar a la chica que había matado a Einar Valdyr y reclamado su trono. Durante los seis giros que Lexa pasó encerrada en el Salón de los Canallas habían corrido toda clase de extravagantes rumores, y Eclipse, merodeando por las tabernas de Amai en las nuncanoches, había oído una docena de relatos distintos sobre cómo había matado Lexa al rey pirata. Había empleado oscuras magyas, decían. Lo había desafiado a combate singular y le había sacado el corazón de las costillas con las manos desnudas. Le había arrancado la garganta de un mordisco durante un grandioso banquete y se había comido su hígado crudo. En la versión de la historia favorita de Lexa, había seducido a Valdyr y le había cortado la virilidad, que al parecer llevaba desde entonces al cuello para que le diera buena suerte. Sin embargo, Lexa había evitado toda la fanfarria y se había escabullido a bordo del Banshee bajo su capa de sombras. Echando un somero vistazo a los capitanes y tripulantes de otros barcos que habían acudido a despedirla, había contado como mínimo a veinte que abrirían gustosos la garganta a sus abuelas por la oportunidad de soltarle un mamporro a ella. Le había parecido una opción mucho más razonable limitarse a aparecer en cubierta provocando murmullos de asombro en la multitud, con el tricornio bien calado sobre los ojos, de pie en la proa y con expresión adusta mientras se hacían a la mar. Caía la nuncanoche en su segundo giro de travesía, los dos soles que permanecían en el cielo se deslizaban cada vez más hacia su descanso de la veroscuridad. Saan estaba cerca de completar el descenso y su resplandor rojo incendiaba el horizonte. Saai aún ardía por encima, y las luces escarlata y cerúlea colisionaban en el firmamento, ardiendo juntas en un violeta claro impresionante y hermoso. Lexa sentía que se aproximaba la veroscuridad. La luz negra abrasaba en su pecho y en el chico que tenía de pie al lado. Lincoln vigilaba, siempre al alcance de la mano. Montaba guardia fuera de su camarote mientras ella dormía. Le cubría las espaldas cuando estaban giradas. Incluso después de su pelea, nunca estaba a más de una palabra de distancia. Pero lo cierto era que apenas habían cruzado cuatro palabras desde que casi…
… casi.
Lexa no sabía cómo arreglarlo. No sabía qué decir para enmendarlo. En sus momentos más oscuros, se enfurecía sobremanera por verse obligada a hacerlo siquiera. Ya tenía sus propios problemas de los que ocuparse, y graves como una puta tuba. Pero en los alientos más tenues, notaba la tristeza en él, ardiendo como aquel fuego negro en su interior, y no podía evitar sentirla ella también. Sabía lo injusto que era todo aquello. La profundidad de los sentimientos de Lincoln hacia ella. Lo que no sabía era qué haría el chico muerto sabiendo que Lexa jamás sería suya. El amor a menudo se oxidaba en odio al mojarlo con desdén.
«¿Puedo seguir confiando en él de verdad? ¿Puedo fiarme de él cerca de Clarke?».
—No hay ni rastro de nubes de tormenta —informó Sigursson, escrutando de nuevo el horizonte—. Tendremos bonanza de aquí a Ysiir, me apostaría el barco.
—Todavía no es tu barco, Ulfr —dijo Lexa—. Y te aseguro que le espera una buena. Que Iacopo y Chuchorrojo estén bien atentos cuando les toque turno ahí arriba. Y dile a Justo que quiero los fogones de la cocina apagados siempre. Solo comida fría hasta que lleguemos a tierra. Las Señoras vienen a por nosotros, no te equivoques. Y traen el abismo con ellas.
El vaaniano estudió a su capitana con una leve arruga en la bonita frente.
—¿Puedo preguntaros, mi reina, qué hicisteis exactamente para irritarlas tanto?
—ESO NO ES PROBLEMA TUYO —gruñó Lincoln—. TU PROBLEMA ES LLEVARNOS A ÚLTIMA ESPERANZA.
—A mí no me digas cuál es mi problema, chico —dijo Sigursson.
—A MÍ NO ME LLAMES CHICO, MORTAL —replicó Lincoln.
Sigursson miró a Lincoln a los ojos. Labios apretados. Hombros cuadrados. El vaaniano era el segundo de a bordo de una de las tripulaciones más crueles que hubieran surcado jamás los Cuatro Mares, de una manada de salvajes y asesinos que sembraban el terror allá donde iban. Conociéndolos ya un poco mejor, Lexa se hacía una idea del tipo de cabronazos despiadados que Valdyr había enrolado en su barco. Seguramente los más amables de entre ellos se habían dedicado a violar todo lo que se les ponía por delante. Los peores, casi sin la menor duda, torturaban y mataban a niños por diversión. Pero aunque el Banshee y su tripulación parecían engendrados por el mismísimo abismo, Lincoln había estado en él de verdad. El chico dweymeri era más alto que el hombre vaaniano, pálido y duro, con una mano siempre en el puño de una espada de hueso de tumba. Sus ojos reflejaban la Noche que había visto en persona. Mientras ambos se erizaban, Lincoln no parpadeó. No se encogió. Si Sigursson había confiado en intimidarlo, se llevó una amarga decepción. Al final, el vaaniano se volvió hacia Lexa y le hizo una profunda reverencia.
—Mi reina.
Y tras dar media vuelta, se marchó a sus quehaceres. Lexa vio al hombre retirarse con ojos entornados. Había estado observándolo con atención los dos últimos giros y sabía que Sigursson no le tenía ningún cariño. Sabía el filo sobre el que danzaba para mantenerlo a raya. Y aun así, no podía evitar admirarlo. La tripulación del Banshee estaría compuesta de cabronazos y salvajes, pero conocían su barco y, sobre todo, estaban al tanto de que Lexa no iba a tardar en abandonarlo. Le tenían miedo, sí, y ella mantenía a Eclipse a la vista junto a ella además de a Lincoln para azuzar ese miedo. Pero era evidente que Sigursson les caía bien. Era un hombre intenso. Inteligente. No un charlatán ni un bufón. Un hombre de menor valía podría haberse perdido en un necio orgullo cuando dieron muerte a su capitán. Pero Ulfr sabía que tenía poco que ganar oponiéndose a ella y todo que perder. De modo que se había tragado ese orgullo, esperaba su momento y soñaba con el trono que ocuparía cuando todo aquello terminara.
—Será un buen rey cuando vuelva a Amai —pensó en voz alta.
—SI ES QUE VUELVE A AMAI —repuso Lincoln.
Lexa se volvió hacia el chico con una punzada gélida en el estómago.
—Sabes lo que viene, ¿verdad?
Lincoln asintió, sin apartar los ojos del horizonte en llamas.
—ESTOS VIENTOS TAN SUMAMENTE AGRADABLES SOLO SIRVEN PARA LLEVARNOS MÁS ADENTRO DEL OCÉANO. PARA ALEJARNOS DE LA SEGURIDAD DE LA COSTA. LAS SEÑORAS ESTÁN HACIENDO ACOPIO DE FUERZAS. LO NOTO.
Ella sintió que su sombra se estremecía y la forma de una loba se desperezó oscura en los tablones delante de ella.
—… YO TAMBIÉN LO NOTO, LEXA. VIENEN A POR NOSOTROS…
Lexa miró hacia el borde del mundo y el viento le meció el pelo ante los ojos.
—¿CREES YA? —preguntó Lincoln—. ¿EN LO QUE ERES? ¿EN LO QUE DEBES PASAR A SER?
Lexa se lamió los labios. Saboreó sal.
La verdad era que ella también lo sentía. Igual que sentía la oscuridad en su interior, hinchándose a medida que aquellos soles iban descendiendo. Igual que veía el nuevo rubor en la piel de Lincoln, sentía una nueva fuerza dentro de sí misma. En su momento, la historia que Lincoln había contado en el subsuelo de Tumba de Dioses le había parecido demencial. Una fantasía. ¿Dioses sacrificados y almas fracturadas? Pero la malevolencia que intuía en el cielo a su alrededor, en las aguas de abajo, el recuerdo de aquellas llamas extendiéndose por la piel de lobo hacia ella, las imágenes que la acosaban en sueños…, todo eso iba volviéndose cada vez más difícil de negar. Sí que había algo imponente ocurriendo allí. Eso lo sabía. Algo más grande que todos ellos. Fuego, Tormenta, Mar. Luz y Oscuridad. Todo ello. Lexa podía sentirlo, como un lastre cada vez más pesado en la espalda. Como una sombra que se alzaba a su encuentro.
«LA ÚNICA ARMA EN ESTA GUERRA ES LA FE».
Lexa había renunciado a su fe hacía años. Había dejado de rezar a Aa el giro en el que había comprendido que ni toda la devoción del mundo le devolvería a su familia. Incluso al servicio de la Negra Madre, incluso en las entrañas del Monte Apacible, en realidad no había creído ni un ápice en las divinidades, o al menos no en divinidades a las que pudiera importarles nada. En divinidades que supiesen quién era ella, que la considerasen importante, que fuesen más que palabras vacías y nombres huecos. Pero ¿había cambiado algo? ¿Con las lunas y las coronas y las madres y los padres y todo lo demás?
«¿Ahora sí creo?».
Lexa sacudió la cabeza, apartando los pensamientos sobre dioses y diosas. Sintieran lo que sintieran Lincoln y Eclipse, floreciera la consciencia que estuviera floreciendo en su propio pecho, lo cierto era que de momento tenía preocupaciones más terrenales.
Gustus la necesitaba.
Corría peligro por culpa de ella. Había sido un padre cuando el mundo le arrebató el suyo. Cuando Lexa había rezado a Aa pidiéndole ayuda, había sido Gustus quien la salvó. Pero más que la deuda que tenía contraída con él, el simple hecho era que quería a ese viejo gruñón hijo de puta. Echaba de menos el olor de sus cigarrillos. Su humor negro y su boca sucia. Aquellos ojos que parecían nacidos para soltar chispas, para ver a través de las pamplinas de Lexa dentro de su corazón. Azgeda se jactaba de haber creado todo lo que era ella. Pero en realidad, si debía algo alguien por la persona en que se había convertido, por las cosas de sí misma que sí que le gustaban, ese alguien era Gustus. Así que contempló el océano que los separaba. Los centenares de kilómetros de azul en lo alto y en lo bajo, que no tardarían en teñirse de iracundo negro. Llegado aquel punto, no importaba en qué creyera. Dioses y diosas. Padres e hijas. ¿Qué más daba todo aquello de las divinidades y los destinos? ¿Lo que ella pudiera ser o en lo que se pudiera transformar?
Lo único que importaba era lo que haría.
Lo que siempre había hecho.
Luchar. Con todas sus fuerzas.
De modo que se asomó por encima de la regala. Escupió al mar.
—Venid a por mí si queréis, zorras.
La tormenta los alcanzó cuando llevaban cuatro giros navegando. Lexa había estado en su camarote cuando oyó los primeros gritos desde la gavia, retorciéndose en una inquieta duermevela e intentando transformar sus sueños como le había dicho Cantahojas. Tenía los mismos dos cada nuncanoche, empezando por el de Aa y Niah con las caras de sus padres, rodeados de sus cuatro Hijas, discutiendo entre ellos bajo aquel cielo interminable. La escena se desvanecía y Lexa despertaba para encontrar a Azgeda de pie sobre ella, cuchillo en mano.
—Perdóname, niña.
Y entonces era cuando despertaba del todo. Sudada y sin aliento. Pero esa nuncanoche, antes de que el cuchillo descendiera, una voz se había abierto paso a tajos en sus sueños para tirar de ella hacia arriba, hacia la tenaz penumbra de su camarote. Se había frotado el atontamiento de los ojos y fruncido el ceño, preguntándose si serían imaginaciones suyas. Hasta que oyó el grito de nuevo y sonaron las campanas dando la alarma por toda la cubierta del Banshee. Había encontrado a Lincoln vigilando la puerta de su camarote como siempre. Juntos habían subido y se habían reunido con Sigursson en la popa. Las nubes negras se habían congregado en los bordes del océano y cabalgaban hacia ellos como caballos echando espumarajos, arrastrando un telón por los cielos iluminados por los soles tras el barco. Sigursson tenía el catalejo alzado, los labios entreabiertos mientras veía la oscuridad cernirse sobre el barco, más rápida de lo que ninguna tormenta sería capaz. Cuando se volvió hacia Lexa, a ella le pareció entrever un atisbo de preocupación en el punzante verde de sus ojos.
—¿Se avecina tormenta? —preguntó ella.
—Sí —dijo él.
—¿Mala?
Sigursson miró de nuevo el negro horizonte. El cielo sobre sus cabezas.
—Sí.
El segundo de a bordo había recorrido la cubierta a zancadas, ladrando órdenes con una voz de hierro. Lexa había visto cómo la tripulación obedecía, moviéndose como un mekkenismo, con solo un par de miradas turbias lanzadas en su dirección. El viento había cambiado y lo tenían en la cara, apartándolos de Ysiir, y el Banshee cabeceaba hendiendo el vendaval y llevándolos a paso de tortuga hacia su destino. Lexa oyó reniegos y canciones, el brusco oleaje del mar que se revolvía contra el casco del barco, el gemido del viento mientras el cielo se oscurecía cada vez más. El relámpago lamió el lejano horizonte, cegadoras lanzas del más puro blanco contra el velo de la creciente negrura, mientras el agua de abajo modulaba poco a poco del azul a un gris plomizo y los colmillos de espuma mordisqueaban el casco del Banshee. Y con el estallido de un trueno, tan fuerte que zarandeó los huesos de Lexa, empezó la lluvia. Era gélida. Afilada como dagas en su piel. Se arrebujó con el gabán de Valdyr mientras se le empapaba la camisa que llevaba debajo. El viento se lio a bofetadas con su tricornio, le azotó la cara con su propio pelo. Los ojos oscuros de Lexa estaban fijos en el horizonte oriental, animando a su barco a avanzar a base de fuerza de voluntad. Eclipse ocupaba su sombra, devorando el temor cada vez más intenso al poder que se acumulaba en torno a ellos. Llegó un grito áspero desde la gavia en lo alto.
—¡Por el abismo y la sangre, mirad eso!
Lexa alzó los ojos hacia el vigía, vio que señalaba hacia el agua al lado del barco. Al principio no vio nada allí aparte del mordiente oleaje, las fauces del océano. Pero entonces, bajo aquel agitado acero gris, las distinguió. Sombras. Largas y sinuosas. Haciendo rápidos quiebros justo por debajo de la superficie, arremolinándose alrededor de la panza del Banshee. Ojos negros y cuchillas por dientes y piel del color del hueso viejo.
—DRACOS BLANCOS —dijo Lincoln.
—Negra Madre —susurró Lexa.
Había decenas. Centenares quizá. Los más grandes tendrían unos diez o doce metros de longitud, todos ellos máquinas hechas de músculo y tendón con la boca llena de espadas. Ninguno era tan grande como para dañar el Banshee, claro, pero Lexa sabía que los dracos blancos eran cazadores solitarios que nunca iban en jauría. Y la visión de esas docenas de cabronazos infestando el agua por doquier fue suficiente para hacer vibrar hasta al último hombre en cubierta. Lexa podía sentirlo, igual que sentía la lluvia que le caía en la piel, el viento en el cabello mojado. Una astilla de terror perforando el corazón de los marineros. Por si la velocidad de la tormenta no bastase, aquello era una señal evidente de que el trayecto que habían emprendido no era lo que parecía. De que ahora todos formaban parte de algo decididamente… antinatural. Lexa escrutó entre el oleaje. Recorrió el agua con la mirada hasta las nubes de tormenta que se abalanzaban contra ellos. A cada adversario al que se había enfrentado en aquel camino, a cada enemigo, lo había recibido con una espada en la mano o un frasquito de veneno preparado. Había matado a hombres. Mujeres. Senadores y cardenales y gladiatii y hojas. Gente tan distinta entre sí como la veroscuridad de la veroluz. Pero todos ellos, hasta el último, habían tenido una característica en común.
Eran mortales. Carne y sangre y hueso.
«En nombre de la Diosa, ¿cómo voy a luchar contra esto?».
—TENGO QUE IRME —dijo Lincoln.
—¿Irte? —Lexa sintió una punzada de miedo en el pecho a pesar de Eclipse—. ¿Adónde?
El chico la miró de soslayo. Incluso con el dolor que había entre ellos, con la sangre y los años, Lexa distinguió una divertida sorna resplandeciendo en aquellos ojos de medianoche.
—AHÍ DELANTE. —Lincoln señaló hacia la proa—. A REZAR.
—Ah. —Lexa sonrió—. Ya. Comprendo. ¿Servirá de algo?
—LOS DWEYMERI TENEMOS UN DICHO. REZA A LA DIOSA, PERO REMA HACIA LA COSTA.
—Te refieres a que no podemos confiar en ella para nada.
—ME REFIERO A QUE AÚN FALTA MUCHO PARA LA VEROSCURIDAD Y EL PODER QUE TIENE AQUÍ LA MADRE ES ESCASO. PERO ELLAS SIGUEN SIENDO SUS HIJAS. —Lincoln levantó los hombros mientras el trueno agrietaba los cielos—. REZAR NO HARÁ DAÑO.
—Muy bien —aceptó ella—. Pero ten cuidado de no caerte por la borda, ¿eh?
Él sonrió, dulce y triste.
—NO TE ABANDONARÉ —dijo—. PASE LO QUE PASE. NUNCA OLVIDES QUE TE AMO, LEXA. Y DIOSA MEDIANTE, TE AMARÉ POR SIEMPRE.
Se volvió y empezó a bajar la escalera, la camisa pegada a la piel, las líneas de músculo talladas en negro terciopelo y cuero. A Lexa le dolió el pecho al verlo llegar a proa y plantarse como algún árbol milenario, manos negras alzadas al cielo, cabeza echada hacia atrás. El trueno retumbó y el relámpago destelló, la lluvia cayó en heladas ráfagas, como andanadas de hielo disparadas al oscuro corazón del Banshee. La nave tenía las velas tensas y forzadas, el casco gimoteante, los obenques y las bolinas vibrando en el vendaval cada vez más fuerte. Las olas estaban ganando altura; aún no eran las aterradoras murallas de agua que Lexa había visto a bordo de la Doncella, pero era muy consciente de que no tardarían en llegar a eso. No había ni rastro de tierra en el horizonte al este. Todavía les faltaban giros enteros para tener Ysiir a la vista siquiera. Giros de una guerra que no sabía cómo librar. Una guerra en la que no podía blandir una hoja.
Impotente.
Inútil.
Un wulfguardia miró a Lexa e hizo el signo para protegerse del mal.
—A lo mejor no debería haberlas llamado zorras, Eclipse —susurró ella.
—… NO TEMAS… —llegó la respuesta desde su sombra—…ESTOY CONTIGO…
Lexa se apartó el pelo mojado de la cara, negó con la cabeza.
—Ojalá…
—… LO SÉ… —La loba-sombra suspiró—… POR EXTRAÑO QUE SUENE, YO TAMBIÉN LO ECHO DE MENOS…
—¿Crees que estará bien? ¿Allí donde haya ido?
La daimón volvió sus no-ojos hacia el horizonte.
—… CREO QUE DEBERÍAS RESERVAR TU INQUIETUD PARA NOSOTRAS, LEXA…
Lexa miró el negro que se amontonaba arriba. Oyó el barco crujir y gemir y suspirar. Escuchó el canto de los cabos y las velas y los hombres arriba y abajo, una diminuta esquirla a la deriva en un mar hambriento, rodeada de colmillos de agua y hueso. Pasó las manos por la negra regala, susurró al barco a su alrededor.
—Aguanta, chico.
Relámpago, partiendo el firmamento en dos.
Lluvia que era lanzas arrojadas desde el corazón del cielo.
Trueno sacudiéndole el espinazo, como pisadas de famélicos gigantes.
Un puto
completo
caos.
Llevaban un giro entero en la tormenta, y su furia no se parecía a nada que Lexa hubiera visto en la vida. Si ya le pareció impresionante la tempestad que había afrontado el Doncella Sangrienta en el mar de las Espadas, el puro poder que se exhibía en esos momentos casi la cegaba y la dejaba sin palabras. Las nubes pendían tan negras y pesadas que le daba la impresión de poder levantar el brazo y tocarlas. El trueno era tan ensordecedor que le producía una sensación física en la piel. Las olas eran como acantilados, unos inmensos y furibundos rostros de agua repletos de dracos blancos. Más altas que árboles, precipitándose a unos valles tan profundos y oscuros que casi podrían confundirse con el mismísimo abismo. Cada ascensión suponía escalar una montaña; cada caída, un momento de espantosa ingravidez seguido de una carrera a plomo hacia un topetazo que descoyuntaba los huesos contra el fondo de la artesa. Ya habían perdido a cuatro marineros en la tormenta, arrancados de los mástiles por los zarpazos del viento o arrastrados al mar por las olas. Sus chillidos eran meros susurros en el aullido de la tempestad, silenciados enseguida por las bocas que los esperaban en el agua. La negrura se agitaba encima del barco, zigzagueantes uñas de relámpago desgarraban el cielo. Y no parecía haber un final a la vista. Lexa se había retirado a su camarote. Había permanecido en cubierta todo el tiempo que fue capaz, pero sin ninguna habilidad marinera ni nada más que aportar, arriba parecía estar molestando más que otra cosa. Lincoln parecía inamovible en la proa, pero las olas que se estrellaban contra la cubierta del Banshee habrían arrojado a Lexa a su condenación si la alcanzaran. De modo que estaba sentada en su hamaca, zarandeada y rodando, escuchando cómo chirriaba y crujía la madera a su alrededor y preguntándose cuánto más podría soportar su barco. Las sombras del camarote se movían como seres vivos. Eclipse merodeaba rodeando las paredes, una forma oscura recortada contra el brillo de las lámparas arkímicas. Lexa no se atrevía a fumar, no quería arriesgarse ni siquiera a una chispa: con las Señoras de las Tormentas y los Océanos tan enfurecidas, ¿quién sabía lo que podría hacer la Señora del Fuego si se le concedía la oportunidad?
Así que se contentó con concentrar su atención en la penumbra que la rodeaba. En la oscuridad en lo alto y en su interior. Aún sentía el calor de los dos soles, el condenado poder de Aa golpeteándole la piel. Pero allí, bajo las gruesas y negras nubes de tormenta enviadas por su hija, estaba casi tan oscuro como la noche. La luz de Aquel que Todo lo Ve llegaba amortiguada. Su malignidad atenuada. Lexa estaba oculta casi del todo a su vista. Y notaba crecer el poder dentro de ella gracias a eso. No tan temible como el poder que había esgrimido durante la veroscuridad cuando hizo pedazos la Piedra Filosofal, no. Pero poder de todos modos. De modo que se propuso evaluarlo. Ver hasta dónde alcanzaba en realidad cuando estaba escondida de los ojos de Aa, y utilizar la única arma que podía afirmar que era verdaderamente suya en esa guerra. Su espada de hueso de tumba colgaba en su vaina de un gancho de la pared. La negrura titiló. Con un gesto, Lexa hizo que las sombras le llevaran la espada cruzando el camarote hasta su mano abierta. Entrecerró los ojos concentrada y, delicados como un amante, unos zarcillos de oscuridad viva se apoderaron de la hamaca y la mantuvieron quieta pese a la confusión que imperaba por todas partes. Lexa tomó el control de su propia sombra, la desplegó a lo largo del suelo y
dio un paso
cruzando el camarote
a su interior, de ahí
a Eclipse
y de vuelta a
la hamaca, todo en el transcurso de unos
pocos latidos. Moviéndose en parpadeos por toda la estancia como una aparición en alguna vieja historia contada junto al fuego. Se le aceleró el aliento, se le llenó el pecho de asombro y un oscuro gozo le curvó los labios. Eran todo dones que ya había empleado antes: dar un paso de una sombra a otra o utilizar el negro como una extensión de sus propias manos. Pero nunca le había resultado tan natural como entonces, la fuerza de las sombras nunca había sido tan potente. Y a pesar del asombro, veía la situación cada vez más clara. En sus intentos de matarla, al ocultar la luz de su padre, las Señoras de las Tormentas y los Océanos también la estaban haciendo…
«Más fuerte».
Aun así, dudaba mucho que aquel recién hallado poder sirviera de mucho a su barco o a su tripulación, que tuviera una gran utilidad contra la tempestad que bramaba fuera. El Banshee se estrelló contra otro valle y su madera se estremeció torturada. El relámpago daba fogonazos a través de los ojos de buey, uno nuevo cada puñado de latidos, llevando una tartamuda luz de soles al camarote. El trueno volvió a sacudir el lienzo del cielo, más estrepitoso que ninguno que hubiera oído jamás, y Lexa no pudo evitar una mueca. Se preguntó si el barco resistiría, si su corazón podría soportarlo, cuánto tiempo les quedaba antes de ser…
Campanas.
Chillidos.
Alzó la mirada al techo, preguntándose qué pasaría en cubierta. Un atronador impacto sacudió el Banshee desde el lado de babor, como un martillazo de manos del propio Aa. El barco se escoró de sopetón y Lexa habría salido despedida cruzando el camarote de no ser por las sombras que la acunaban en sus brazos. La oscuridad la mantuvo firme mientras el casco gemía, mientras los gritos arreciaban, mientras el barco zozobraba de nuevo y ella por fin comprendía que…
«Nos ha golpeado algo».
—Eclipse, conmigo.
—… SIEMPRE…
Con una mirada, Lexa ordenó a las sombras que le abrieran la
puerta del camarote y
dio un paso
pasillo abajo
y escalera arriba
hacia el alcázar mientras el Banshee se inclinaba a otro lado. Oyó más gritos entre los truenos, el chasquido de la madera al partirse, maldiciones en nombre de Aa y de todas sus cuatro hijas. Escrutó entre el cegador chaparrón, entre la tiniebla espesa como una sopa, y vio figuras difusas moviéndose en la cubierta, por debajo de ella. El Banshee se escoró de nuevo, una gigantesca ola embistió sobre la proa y amenazó con enviarlos a pique mientras una ráfaga de relámpagos rasgaba las nubes e iluminaba la escena ante los inquisitivos ojos de Lexa.
—Negra Madre… —susurró.
Tentáculos. Largos como una caravana de carretas. Negros por arriba y blancos fantasmales por abajo, todos ventosas y cicatrices y ganchos picudos. Había seis de ellos alzándose a ambos lados de la cubierta y envolviendo al Banshee en su horrible abrazo. Lexa vio un colosal apéndice llevarse por delante una botavara del trinquete de un solo golpe, enviar a una docena de marineros chillando a la cubierta y de ahí a las aguas de abajo.
—¡Leviatán! —llegó el rugido.
Miró a popa y vio a Sigursson al timón, dando voces a sus tripulantes.
—¡Cortadlos o se nos llevarán al fondo! —bramó.
Algunos de los sales más valientes desenfundaron espadas y empezaron a asestar tajos a la bestia, desesperados y frenéticos. Los hombres eran meros mosquitos contra la piel de la criatura. Pero con Eclipse en su sombra, Lexa no titubeó por el miedo,
dio un paso
cruzando la cubierta
en un instante
y descargó su espada larga en un amplio arco descendente a dos manos. El tentáculo al que atacaba era ancho como un tonel, duro como el cuero salado. Pero su hoja de hueso de tumba lo rebanó como si fuese mantequilla, limpiamente en dos. Salpicó sangre negra, espesa y salada, y Lexa sintió un escalofrío recorrer el Banshee en toda su longitud. Los demás tentáculos enloquecieron, aplastando, azotando, estrujando, haciendo astillas la regala y arrancando el trinquete de cuajo con un ensordecedor craaaaac. Los marineros aullaron mientras caían a las revueltas aguas y a las bocas de los anhelantes dracos blancos. Se partieron cabos y cayeron obenques, un revoltijo de velas y madera estrellándose contra la cubierta, el Banshee escorándose fuerte a babor, los gritos de su tripulación imponiéndose al estruendo de la tempestad. Una ola inmensa les golpeó en el flanco mientras Lexa daba un
paso
otra vez
de vuelta al
castillo de proa, donde
Lincoln estaba dando tajos con sus propias hojas de hueso de tumba, rodeado por los serpenteantes tentáculos del leviatán. La fuerza que había en él era sobrecogedora, el poder de la oscura Diosa que ostentaba liberado de verdad por primera vez, y Lexa se quedó sin aliento al verlo, empapado de sangre negra y fría lluvia, su músculo tallado en pálida piedra. Giró sin desplazarse, salpicando agua, sus rastas de sal rodando tras él mientras descargaba las espadas otra vez, otra, y amputaba otro tentáculo y lo enviaba por la borda de una salvaje patada. Corrían toneladas de agua de mar por las cubiertas, y solo el agarre de las sombras de Lexa evitó que saliera barrida al océano con tres tripulantes más, pero Lincoln parecía inamovible como una montaña. Lexa cercenó otro tentáculo que se alzaba para agarrarla, y la lluvia y la sangre la calaron hasta los huesos mientras apretaba la espalda contra la de él.
—¡Está claro que no debí llamarlas zorras! —rugió.
—¡PUEDE QUE NO!
—¡El Banshee no podrá aguantar mucho más de esto! ¡Déjate de oraciones!
—¡REMA HACIA LA COSTA, LEXA!
—¡Pues ayúdame!
—¡SIEMPRE!
Hombro a hombro. Espalda contra espalda. Lucharon juntos, como en los giros de antaño cuando entrenaban en el Salón de Canciones. Eran más viejos, más duros, más tristes, con años y kilómetros y los mismos muros de la vida y la muerte entre ellos. Pero aun así, dieron círculos y se mecieron como una pareja en algún negro y sangriento vals, que a Lexa le recordó la primera vez que habían bailado juntos, hacía años en Tumba de Dioses. Levantada del suelo y recogida en sus brazos, girada y soltada y acunada mientras la música arreciaba y el mundo al otro lado desaparecía. Sus espadas se movieron como una sola mientras luchaban recorriendo la cubierta, cortando y tajando y girando entre la lluvia. Las aguas se precipitaron sobre ellos y Lexa se apoyó en él, el barco zozobró y Lincoln apretó la espalda contra ella. Un péndulo en perfecto equilibrio, que se balanceaba de un lado a otro en un brillante y afilado arco. Un tentáculo llegó como una guadaña desde arriba, pero Eclipse cobró forma a seis metros de distancia y, después de coger la mano de Lincoln, Lexa
dio un paso
llevándolo
consigo
al interior de la loba-sombra mientras veinte toneladas de músculo y ganchos de hueso se empotraban en la cubierta justo donde ellos habían estado un momento antes. Los ojos de Lincoln estaban iluminados por el frenesí de todo y se erguía alto a la espalda de Lexa en el caos, salvaje, fuerte, indómito incluso ante las manos de la misma muerte. El trueno era un bombo aporreado; la tormenta que los rodeaba, una interminable canción. La sangre y la lluvia le perlaban las mejillas cuando echó un vistazo atrás y sonrió solo para ella. Y una parte de Lexa podría haber vivido en ese momento para siempre. Sigursson había bajado del castillo de popa y atacaba también con su espada, rodeado de una escuadra de wulfguardias. La hoja de Lexa era veloz como el relámpago; las espadas de Lincoln, como cuchillos en un degolladero, cortando una franja en la cubierta y dejándola empapada en negro, que la lluvia y las olas no tardaban en limpiar. Luz blanca y trueno, el bramido de las aguas y la furia de la tempestad, el poder de dos diosas intentando aplastarlos y aun así, aun así, no era suficiente. Y cuando la espada de Lexa cercenó un sexto tentáculo, cuando diluvió más sangre que agua, el leviatán se estremeció y se sacudió, y por fin liberó de su presa los torturados flancos del Banshee. Otra ola los golpeó a estribor y estuvo a punto de sacar la quilla del agua. Pero los timoneles se partieron el pecho, músculos tensos, el espinazo del Banshee retorcido casi hasta partirse, y el barco logró resistir y empezó a enderezarse poco a poco. El océano seguía azotándolos, la tempestad seguía iracunda, los cielos seguían negros como la noche. Lexa y Lincoln se quedaron espalda contra espalda, los filos de sus hojas goteando negro en la cubierta principal. Sigursson estaba rodeado de media docena de sales, sus pieles de lobo negro empapadas, sus miradas clavadas en su capitana y reina.
—¡Esto no es una tormenta mortal! —gritó uno.
—¡Ya os lo dije, esa chica está maldita, joder! —exclamó otro.
—¡Nos ha traído la furia de las Hijas!
Lexa sabía que los marineros eran gente supersticiosa. Sabía que corría peligro en esos momentos, procedente de fuera y de dentro. Cuatro giros de castigo, de dracos blancos y leviatanes y olas altas como montañas habían acabado casi por completo con las agallas de la tripulación. Pero ella sabía que Einar Valdyr había capitaneado y reinado valiéndose del miedo, y Lexa Wood había aprendido el color del miedo a sus tiernos diez años.
—¡Os tenía por la tripulación más dura de todos los Cuatro Mares! —escupió—. ¡Y aquí estáis, lloriqueando como bebés cuando les quitan la teta!
—¡Acabará matándonos a todos, Sigursson! —aulló un marinero alto.
—¡Echadla por la borda! —llegó el grito—. ¡Las diosas nos dejarán en paz!
Lincoln cuadró los hombros, sus hojas brillaron con el relámpago y el Banshee se sacudió. Lexa miró a los ojos a su segundo de a bordo, vio la malicia y el amotinamiento bullendo en ellos.
—¡Apriétate los machos, Ulfr! —Lexa lanzó una mirada significativa a su gabán de caras—. ¡Ellas serán diosas, pero las Fauces saben que tienes mucho más que temer de mí!
La oscuridad se avivó en torno a ella y la sombra de cada hombre se retorció e hizo aspavientos en cubierta. Una loba que no era una loba se alzó detrás de Sigursson, erizada, dientes negros desnudos en un gruñido. El chico deshogarado empuñó sus sanguinolentas hojas con más fuerza al lado de Lexa. La oscuridad que la rodeaba chisporroteó. El relámpago partió el firmamento, iluminando la espuma y la lluvia y haciendo que el aire alrededor de Lexa pareciera centellear.
—¡Volved a vuestros puestos, cobardes de mierda! —exigió, alzando la espada—. ¡O seré yo misma quien os eche de comer a esos putos dracos!
La tormenta pareció acallarse un instante. El trueno contuvo el aliento. Lexa miró a los ojos de Sigursson y vio que de verdad estaba asustado. De ella. De ellas. De todo.
La única cuestión era a quién temía más.
Y entonces algo los golpeó. Un algo colosal. Un algo imposible.
Emergió de debajo del barco, silencioso e inmenso. Lexa notó un impacto atronador. Oyó el rugido de la tempestad y los maderos partiéndose, los gritos de la tripulación al salir despedida por los aires. El Banshee se elevó de las aguas y Lexa solo pudo mantener los pies en cubierta gracias a las sombras que la sostenían. Unos gigantescos tentáculos negros salieron del mar y colisionaron a su alrededor formando aplastantes, mortíferas tenazas.
«Otro leviatán».
Era tan enorme que desafiaba toda lógica. Apéndices encostrados en percebes, largos como los años. Blanquecinos ganchos serrados más grandes que Lexa. Un monstruo del cuento más absurdo, despertado por la Señora de los Océanos. Azuzado por su ocio y emergiendo de las profundidades con un solo objetivo: arrastrar a Lexa de vuelta consigo al negro sin luz. Los tentáculos de la bestia se precipitaron contra la cubierta, partiendo las botavaras del palo mayor como ramitas. Las velas se hicieron jirones como pergamino mojado, los maderos se resquebrajaron como obleas. El Banshee gimió, tirante, a punto de dar de sí. Lexa se volvió hacia el leviatán, sus sombras fulgurando. Lincoln también se encaró hacia el monstruo con los ojos negros resplandecientes mientras la lluvia caía como cuchillos. Ulfr Sigursson se levantó de la cubierta chorreando agua de mar.
—¡Wulfguardia! —bramó. El segundo de a bordo de Lexa alzó su espada mientras el rayo quebraba las nubes—. ¡Matad a esa puta zorra!
