LIBRO 4
LAS CENIZAS DE IMPERIOS
CAPÍTULO 30
Podría
—Ay, joder, no.
Cuando Lexa abrió la puerta del Nuevo Imperial en el pueblo de Última Esperanza, no había esperado hallar en la posada un recibimiento a brazos abiertos ni un desfile triunfal. Pero en el momento en que Daniio el Gordo, el propietario del local, alzó la mirada de su reluciente barra nueva y vio en el umbral a la empapada hoja y su deshogarado compañero, Lexa se quedó impresionada por el puro horror que embargó sus ojos.
—Ay, joder, no —repitió el tabernero.
La turbación de Daniio el Gordo por el regreso de Lexa era comprensible, teniendo en cuenta que la última vez que estuvo en la posada había envenenado a un destacamento de Luminatii en su sala común e incendiado el Viejo Imperial hasta los cimientos. A modo de compensación, la Iglesia Roja había costeado la reconstrucción y el Nuevo Imperial era un establecimiento con bastante más clase que su predecesor. Tampoco es que fuese una villa de nacidos de la médula, pero al menos ya no había manchas de sangre en el suelo ni ratas concediendo audiencias en las vigas. Aun así, a Lexa le dio la impresión de que no figuraba en la lista de personas favoritas de Daniio.
—Nonono —suplicó el orondo tabernero, levantando las manos en gesto de rendición—. Piadoso Aa, tú no puedes entrar aquí, acabo de volver a pintar las paredes.
—Prometo comportarme —dijo Lexa, cruzando el umbral.
—¡Lexa!
Oyó pisadas a la carrera, olió un perfume de jazmín y entonces Clarke estaba levantándola estrujada en un abrazo. Los labios de Clarke hallaron los suyos y Lexa le devolvió el beso, olvidándose de todo un momento y permitiéndose gozar de la simple sensación de su chica en sus brazos otra vez. Estaba calada hasta los huesos, congelada, derrengada. Pero durante un latido, nada de eso importó. Wells cruzó la sala a zancadas y se sumó al abrazo, seguido de cerca por Cantahojas. Al mirar por el comedor de la posada, Lexa lo vio lleno de sales del Doncella Sangrienta, hablando suave y bebiendo fuerte. Nube Corleone estaba sentado en un reservado con Jon el Grande, Carnicero y Aden, y al parecer los tres hombres estaban enseñando al hermano de Lexa a jugar a matarreyes. Pero los cuatro levantaron la cabeza cuando Lexa y Lincoln entraron, Corleone con el rostro anonadado.
—Que me follen bien suave —susurró.
—¿Y luego que te follen bien fuerte? —preguntó Lexa.
Nube se levantó el tricornio y sonrió de oreja a oreja.
—Me alegro de veros, mi reina.
Lexa hizo una lenta reverencia que habría sido la envidia de una dona nacida de la médula, y luego miró a Aden y le guiñó un ojo. Su hermano bajó de la silla y, manteniendo la compostura con tanta altanería como fue capaz, cruzó la sala común y rodeó la cintura de Lexa con sus bracitos en un fiero abrazo. Lexa aún chorreaba agua de mar, pero le dio igual y lo levantó y lo apretó fuerte y le plantó un beso en la mejilla. El chico protestó, hizo una mueca cuando los labios de Lexa le tocaron la piel.
—Qué fría.
—Me lo dicen mucho —repuso ella.
—Suéltame, sierva —exigió el chico.
Lexa le dio otro beso y sonrió mientras Aden intentaba zafarse del abrazo. Lo dejó por fin en el suelo de la posada y lo envió de vuelta con una suave palmada en el trasero. Los Halcones estaban mirando a Lexa con algo parecido al pasmo. Wells se volvió hacia Lincoln y le estrechó la mano negra como la tinta.
—Temíamos que no llegarais —dijo el itreyano—. Esa tormenta era un verdadero monstruo.
—Es verdad —convino Cantahojas, con un reticente asentimiento a Lincoln—. Así me gusta, chico.
—EL MÉRITO NO HA SIDO MÍO —respondió Lincoln—. LOS DOS ESTARÍAMOS AL FONDO DEL OCÉANO DE NO SER POR LEXA.
—¿Dónde está el Banshee Negro? —preguntó Carnicero.
Lexa se encogió de hombros.
—Al fondo del océano.
Lincoln miró a Lexa con un persistente asombro.
—EN VERDAD ES LA ELEGIDA DE LA DIOSA.
—Siempre pareció haber en ella más de lo que distinguía el ojo —dijo una voz familiar.
Lexa se volvió hacia una mujer delgada con el rostro velado tras seda negra. Rizos rubios rojizos. Ojos oscuros adornados con kohl. Sigilosa como un susurro y de pie justo detrás de ella.
—¡Raven!
Lexa se lanzó a abrazar a la mujer y le besó las mejillas, una tras otra. Raven le devolvió el abrazo con cariño, sonriendo con los ojos brillantes.
—Lexa, amiga —dijo la mano—. Raven se alegra de verla de nuevo. El orador Bellamy avisó de su llegada. El viejo Gustus le envía su cariño.
—¿Has hablado con él? —susurró Lexa, su corazón henchido de gozo.
Raven barrió con una mirada significativa la sala común del Imperial y señaló con el mentón una mesa apartada en una esquina. El grupo pasó entre grupos de los tripulantes de Corleone y se apartó de oídos indiscretos al fondo del local, apretujándose en un reservado alrededor de Raven. Daniio llegó con una ronda de cerveza barata, sin dejar de observar a Lexa con ojos nerviosos. La chica le tiró un beso. Cuando el tabernero se hubo retirado, Raven habló con voz queda y los ojos fijos en la puerta:
—Bellamy envió el aviso a Raven por medio de la sangre —explicó la mujer, dando un golpecito en el vial plateado que llevaba al cuello—. El orador y la tejedora se han aliado con Gustus contra el Sacerdocio. El cronista Gabriel apoya la conspiración también. —Raven miró a Lexa—. Entre todos han urdido una manera de que ella pueda entrar en el Monte Apacible y atacar.
—Pero tenemos que actuar ya, Lexa —dijo Clarke.
—Sí —confirmó Raven—. Está moviéndose todo deprisa. Hay poco…
—Espera, espera —la interrumpió Lexa, meneando la cabeza—. Acabo de cruzar luchando mil kilómetros de tormenta y océano. Y ahora me decís que el orador y la tejedora se han confabulado con el cronista para ayudarme a derribar al Sacerdocio entero de la Iglesia Roja. ¿Puedo al menos fumarme un puto cigarro y dejar que me entre en la cabeza antes?
—Azgeda se dirige al Monte Apacible —susurró Clarke.
La tripa de Lexa hormigueó, la mandíbula se le tensó.
—¿Qué?
—Clarke dice la verdad —asintió Raven—. El imperator necesita que Octavia cree otro duplicado para ocupar su lugar en apariciones públicas. Y debe estar presente para que la tejedora logre un parecido convincente. Llegará a la montaña en cuestión de giros.
—Todas las víboras en el mismo nido —dijo Clarke, apretándole la mano—. Es nuestra oportunidad, Lexa. Matar a Azgeda. Acabar con el Sacerdocio. Rescatar a Gustus y terminar todo esto.
La piel de Lexa cosquilleaba, una oleada de adrenalina desterró el cansancio, el frío. Sin duda, Azgeda no viajaría desprotegido al Monte Apacible. E incluso con sus efectivos diezmados, la Iglesia Roja seguía siendo una secta de los asesinos más mortíferos de la república. Pero las tripas del Monte Apacible moraban en la noche perpetua, intactas desde siempre por la luz de los soles. Lexa sería tan fuerte en los salones de la Negra Madre como lo había sido ahí fuera, en la tormenta. Lo más probable era que incluso más. Y teniendo a todos sus enemigos en el mismo lugar al mismo tiempo, a solo unos giros cabalgando por los Susurriales ysiiri…
Miró a Raven y su voz salió tan afilada como el hueso de tumba que llevaba al cinto:
—Dime todo lo que sabes.
Los susurros sonaban más fuertes de lo que Lexa recordaba.
Llevaban tres giros de recorrido y el calor distorsionaba la visión sobre las tierras yermas ysiiri en titilantes oleadas. La Señora de las Tormentas había abandonado los cielos por el momento, retirando su telón de oscuras nubes para revelar un taciturno fulgor púrpura en lo alto. Saan estaba medio oculto ya por el horizonte, Saai descendiendo cada vez más hacia su reposo. Pero allí fuera, en el desierto, el calor seguía siendo sofocante. Lexa y sus camaradas viajaban dentro de los carromatos de la caravana de la Iglesia Roja. No podían confiar en que las manos que solían acompañar a Nube en sus salidas de abastecimiento se unieran a la conspiración, así que Raven los había dejado inconscientes con una dosis de desmayo en la tardera antes de que Lexa llegase siquiera a Ysiir. Descansaban en una habitación que habían arrendado en el Nuevo Imperial, atados de pies y cara y manos. Lexa había dicho a Nube Corleone que no tenía ninguna obligación de esperar a su regreso. Con el Banshee Negro en el fondo del mar de los Pesares y la amistad del pirata con Lexa bien conocida, Corleone había decidido zarpar de vuelta a Tumba de Dioses y pasar desapercibido hasta que la guerra de sucesión por el Trono de los Canallas se hubiera resuelto. Mientras se preparaban para emprender la marcha a los Susurriales, el capitán había hecho una profunda inclinación, había dedicado a Lexa su sonrisa de cuatro bastardos y se había levantado el tricornio.
—Si fuese de los que rezan, rezaría por ti —le había dicho Corleone—. Pero no creo que fueses a recibirlo bien de todos modos, así que te regalaré esto en su lugar. —El canalla tomó con suavidad la mano de Lexa, le besó los magullados y maltrechos nudillos—. Que la fortuna os acompañe, mi reina.
—Ya no tienes que llamarme tu reina, capitán —había dicho Lexa.
—Lo sé —había replicado Nube—. Justo por eso lo hago.
Jon el Grande también había dedicado a Lexa una profunda inclinación y su sonrisa de plata.
—Esa oferta de matrimonio sigue en pie, reina Lexa. Me gustaría ser rey y decirle a este hijo de mil perros lo que tiene que hacer para variar.
Nube hizo los nudillos a su segundo de a bordo y luego hizo un asentimiento a Lexa.
—Azul en lo alto y en lo bajo.
—Gracias, amigo mío. —Lexa había sonreído—. ¿Benito? ¿Belarrio?
Nube le había devuelto la sonrisa.
—Mi lealtad tiene un límite, majestad.
El canalla había hecho otra reverencia y había regresado al mar. Lexa se preguntó si se encontrarían de nuevo.
Habían partido al poco tiempo, ocho camellos tirando de una caravana de cuatro carros por los eriales ysiiri. Como Lincoln no necesitaba dormir, iba sentado en el pescante: apenas tenían unos giros para llegar a la montaña antes de que Azgeda se marchara y la presencia ultraterrena del chico servía para espolear un poco más a los animales. Lexa odiaba los camellos casi tanto como los caballos y les había puesto nombre a todos en su mente: Feo, Tonto, Fétido, Bizco, Caramierda, Mamón, Dientes y, para el más maloliente y espantoso de todos, Roan.
Cantahojas iba en el primer carro con Raven, vigilando el horizonte. Carnicero se acercaba a Aden cuando podía, porque aún entrenaba al chico con sus espadas de madera cada vez que paraban a comer, pero su puesto estaba con Wells en la retaguardia, donde se turnaban para golpear un enorme aparato de hierro que espantaba a los krakens de arena. Lexa, Clarke y Aden ocupaban el carro del centro, protegidos de lo peor que arrojaban los soles por la cubierta de lona. Clarke estaba sentada al lado de Lexa, cogidas de la mano. Aden enfrente, con los oscuros ojos fijos en los de su hermana. Eclipse había regresado a la sombra del chico y Lexa notaba que estaba un poco más tranquilo. Pero, pese a su tierna edad, Aden no era tonto y había escuchado las suficientes conversaciones para comprender que su padre los esperaba en el Monte Apacible. Y sabía que las intenciones de Lexa hacia el imperator no eran muy benignas. El chico se había mostrado reservado los primeros giros. Practicaba la esgrima con Carnicero y se sentaba en silencio con Eclipse. Pero Lexa le veía en la cara la incertidumbre que se acumulaba en su interior como el agua de una crecida contra una presa en mal estado, hasta que después de la tardera del tercer giro por fin habló:
—Vas a matarlo.
Lexa cruzó la mirada con su hermano. Clarke dormitaba con la cabeza en el regazo de Lexa, que había estado rehaciendo con suavidad las trenzas de guerra de la chica y tenía sus largos mechones dorados entre los dedos.
—Voy a intentarlo —respondió Lexa.
—¿Por qué? —preguntó Aden.
—Porque se lo merece.
—Porque hace daño a la gente.
—Sí.
—Lexa —dijo el chico en voz baja—, tú también haces daño a la gente.
Lexa miró aquellos grandes ojos oscuros, buscando el corazón al otro lado. No era una acusación. Ni un reproche. Fuera lo que fuese ella, el chico no la juzgaba por ello. Su hermano era pragmático y a Lexa le gustaba eso de él. Y aunque había estado abriéndose despacio a ella a lo largo de las anteriores semanas de viaje, Lexa se preguntaba lo que habrían sido si el mundo no los hubiera separado antes de poder llegar a ser gran cosa el uno para el otro.
—Lo sé —asintió al cabo de un tiempo—. Hago daño a la gente a todas horas. Y ahí está el enigma, hermanito. ¿Cómo matas a un monstruo sin convertirte en uno?
—No lo sé —respondió él.
Lexa negó con la cabeza, contemplando las áridas tierras de alrededor.
—No se puede —dijo con un suspiro—. Yo no soy ninguna heroína de libro de cuentos. No soy lo que tú deberías aspirar a ser. Hago siempre lo que me da la gana sin piedad, Aden. Soy una zorra egoísta. Si me haces daño a mí, te lo devuelvo. Si haces daño a alguien a quien quiero, te mato sin pensarlo. Es mi forma de ser, no hay más. Roan Azgeda mató a nuestra madre. Al hombre al que yo llamaba padre. Y me da igual lo que hicieran para merecerlo. Me da igual que no fuesen perfectos. Me da igual hasta que probablemente fueran tan malos como él. Porque, siendo sincera, es posible que yo sea la peor de todos. Así que a tomar por culo lo correcto. Y a tomar por culo la redención. Porque, de todos modos, Roan Azgeda merece morir.
—Entonces tú también —replicó él.
—¿Estás pensando en intentarlo, hermanito?
Aden se limitó a mirarla. El lento traqueteo del carromato los mecía, el tañido de la canción férrea quebraba el silencio.
—Solo… —Aden frunció el ceño. Apretó los labios. Lexa era consciente de la inteligencia del chico, igual de aguda que la suya. Pero, a fin de cuentas, seguía siendo un niño. Perdido y arrancado de todo lo que conocía. Y se notaba que estaba costándole encontrar las palabras—. Solo querría haberte conocido mejor —admitió por fin.
—Yo también. —Lexa estiró el brazo y cogió la manita del chico—. Y sé que soy una hermana mayor de mierda, Aden. Sé que se me da fatal todo esto. Pero tú eres mi familia. Lo más importante en mi mundo. Y espero que algún giro puedas encontrar la forma de quererme la mitad de lo que te quiero yo. Porque te quiero.
—Pero de todos modos vas a matarlo —dijo Aden.
—Sí —respondió ella—, así es.
—Por favor, no lo hagas.
—Debo hacerlo.
—Es mi padre, Lexa.
—Y el mío.
—Pero yo le quiero.
Lexa miró de nuevo a su hermano a los ojos. Vio los años perdidos entre ellos, el amor que sentía por el hombre que se la había arrebatado. Lo erróneo y podrido que había en el corazón de eso. Y muy despacio, negó con la cabeza.
—Ay, Aden —suspiró—. Ese es un motivo más por el que merece morir.
Siguieron adelante, cruzando los Susurriales en el escaso silencio que les permitía la canción férrea de Wells. Y aunque los ojos del chico estaban inundados de preguntas, ya no dio voz a ninguna más después de aquello. Aunque siempre estaba presente el peligro de los krakens de arena, la Iglesia Roja llevaba años enviando caravanas de abastecimiento a Última Esperanza y Raven los llevó por senderos de piedra subterránea, por colinas de roca partida, y por fin a las montañas que se extendían en la parte norte de los Susurriales. Lexa ya alcanzaba a ver una aguja de piedra negra alzándose en la lejanía, solo una entre las docenas que componían la cordillera. Era modesta. Sin nada especial. Coronada de blanca y reluciente nieve. Pero el pulso de Lexa se aceleró al verla. Era el corazón del Sacerdocio, el templo de la Madre, la sede del poder de la Iglesia Roja en la república.
El Monte Apacible.
Lexa sabía que muchos años antes habían encantado la montaña con una antigua magya llamada la Discordia, un nismo que confundía a las visitas indeseadas. Pero Raven conocía las palabras que mantendrían la magya a raya. Despacio pero sin detenerse, la caravana serpenteó por retorcidas hondonadas y laderas quebradas, cada vez más cerca de la altísima cumbre de granito. Los Susurriales quedaban ya muy atrás, y Wells y Carnicero habían puesto fin a su canción férrea y subido al carro del centro para departir con Lexa y Clarke sobre el inminente asalto. Lincoln había dejado las riendas a Raven y Cantahojas y él se sumaron al grupo, formando un pequeño círculo en torno a un gran tonel de roble.
—Muy bien —dijo Lexa—. Cuando estemos dentro, intentaremos pasar inadvertidos todo el tiempo que podamos. Si dan la alarma, tendremos a todas las hojas y manos del lugar encima como moscas sobre la mierda. Pero si lo hacemos bien, esos hijos de puta ni se enterarán de que estamos allí hasta que lo tengamos todo medio hecho. —Cogió un trozo de carbón y empezó a dibujar un complejo plano en el lecho del carro—. Lincoln, Clarke y Raven saben moverse por la montaña, así que los demás los seguiréis. El interior de ese sitio es como un condenado laberinto, por lo que mirad por dónde andáis. Es fácil perderse en la oscuridad. Lincoln, tú te llevarás a Wells y Cantahojas a los aposentos del orador. Proteged a Bellamy y cortad el paso al estanque de sangre. Es crucial que Azgeda no pueda huir del Monte Apacible. Clarke, tú irás con Raven al athenaeum y rescataréis a Gustus. Si no lo encontráis ahí, lo más seguro es que esté en su alcoba. Defendedlo con vuestras vidas y llevadlo con el orador. Carnicero, te quedarás con Eclipse en la cuadra protegiendo a Aden. Si todo va bien, os recogeré cuando haya terminado. Si todo se va a la mierda, cabalgáis de vuelta a Última Esperanza tan rápido como podáis y escapáis por mar.
Un hombre más estúpido podría haber refunfuñado al saber que lo dejaban de niñera, pero era evidente que Carnicero comprendía la importancia del encargo de proteger a la familia de Lexa y lo mucho que estaba confiando en él al asignárselo.
—Sí, Cuervo. —Se dio un puñetazo en el pecho—. Lo protegeré con mi vida.
—¿Y qué harás tú? —preguntó Wells, a todas luces preocupado.
—Yo voy a por el Sacerdocio —dijo Lexa.
—¿Tú sola? —preguntó Clarke.
Lexa asintió.
—Es la mejor manera. Será muy temprano cuando lleguemos. Lo más seguro es que Abby esté con Azgeda y Octavia, así que a ellos los dejaré para cuando estemos todos preparados. Pero, por lo que respecta a Solis y el Sacerdocio, puedo cortar la cabeza a la serpiente antes de que sepa que estoy allí.
—… SOLIS CASI TE MATÓ LA ÚLTIMA VEZ QUE LUCHASTEIS, LEXA… —murmuró Eclipse.
—Es verdad —dijo Lexa, sonriendo a Raven—. Pero en esa montaña ocurre muy poco que el cronista Gabriel no sepa. Y me ha hecho un regalo que igualará las tornas. —Miró uno por uno al resto del grupo, cruzando la mirada con todos—. ¿Alguna pregunta?
Lexa no dudaba que las tenían a mares, pero sus compañeros guardaron silencio. Dedicó un asentimiento a cada uno de ellos, sabiendo perfectamente lo mucho que estaban arriesgando por ella, lo agradecida que estaba con todos. Apretó la mano de Wells, dio a Cantahojas un fuerte abrazo, besó a Carnicero en la mejilla. Se disfrazaron con la ropa que habían robado a las manos mientras la caravana traqueteaba cada vez más cerca de la montaña, acuclillados en sus carromatos con espadas bajo las túnicas. La caravana se aproximó a una pared de acantilado sin marcas en el flanco del Monte Apacible y Raven se puso de pie sobre el pescante del primer carro y abrió los brazos. Pronunció antiguas palabras, vibrantes de poder. Lexa oyó la piedra agrietarse y retumbar. Le llegó el penetrante olor grasiento de la magya arkímica en el aire. Cantahojas musitó entre dientes, Aden dio un respingo maravillado mientras una inmensa sección de piedra llana se desplazaba. Una tenue ráfaga de viento besó el rostro de Lexa, una fina lluvia de polvo y piedrecitas cayó desde arriba mientras el costado de la montaña se abría de par en par. Al otro lado los esperaba la familiar visión de la cuadra de la Iglesia Roja, un amplio espacio rectangular cubierto de paja, con rediles por todo el perímetro para esbeltos caballos y escupidores camellos, lleno de carros y enseres de herrero y balas de forraje y grandes pilas de cajones de suministros. La canción de un coro fantasmal pendía en el aire mientras Feo, Tonto, Fétido, Bizco, Caramierda, Mamón, Dientes y Roan tiraban de la caravana al interior. Unas manos en túnicas negras salieron para guiar a los animales más adentro. La iluminación que entraba por el portón abierto era la única luz de los soles que bañaba jamás el interior de la montaña. Lexa sintió que su sombra crecía hacia la oscuridad de dentro. Apretó la mano de Aden y vio que el chico se entusiasmaba tanto por la oscuridad como ella. Wells estaba tenso como el acero en el carro de delante. Cantahojas, inmóvil como la piedra. Lexa oyó las rápidas bocanadas de Clarke a su lado. Y por fin, cuando un grupo de manos salió de la penumbra para ayudar a descargar los carros, Lexa y sus camaradas estallaron en un salvaje remolino de movimiento. El sonoro tañer de las espadas. El destello de la luz arkímica en el acero pulido. Lexa oyó varios suaves estallidos cuando de entre los dedos de Raven volaron orbes de vydriaro, que envolvieron a un puñado de manos en una nube de desmayo y los enviaron a todos al suelo, inconscientes. Los Halcones atacaron deprisa, descargando los pomos y las tejas de sus hojas. Las manos y los mozos de cuadra salieron despedidos sangrando. Lexa dio un
paso
desde el lecho del carro
a la escalera de arriba,
se adelantó a
una mano
que huía
y
atrapó al hombre en su propia sombra antes de dejarlo sin sentido de un golpe. Breves encuentros. Una salpicadura de brillante rojo. Al cabo de unos momentos, los compañeros tenían la cuadra bajo su control. Todo estaba listo. Cada uno de ellos conocía su cometido. Ojos duros. Hojas afiladas. Lexa asintió mirándolos uno por uno. Dio a Clarke un rápido beso en los labios.
—Ten cuidado, amor —le susurró.
—Tú también —respondió Clarke.
Sintió una mirada oscura en la espalda. Se volvió hacia los ojos de Lincoln.
—QUE LA MADRE SEA CONTIGO, LEXA —se despidió él.
—Y contigo —repuso ella. Entonces miró los ojos relucientes de su hermano. Vio el dolor y la incertidumbre en ellos—. Daré recuerdos tuyos a nuestro padre —dijo.
Y con eso, Lexa se marchó.
Mataarañas entró con pies ligeros en su salón, envuelta en verde esmeralda. El oro de su cuello resplandeció a la luz del cristal tintado, que se reflejaba en las botellas y los viales y los frascos que cubrían las paredes. Tenía los ojos negros, los labios y los dedos más negros si cabe, manchados en el transcurso de toda una vida dedicada a los venenos que tanto adoraba. No había nadie en Itreya que pudiera comparársele en su conocimiento. Mataarañas había olvidado más sobre el arte de la Verdad que lo que muchos sabrían jamás. La shahiid se sentó a su escritorio de roble en la cabecera del salón y empezó a moler un compuesto de veneno de arañazul y raíz de deriva en un mortero de piedra. Últimamente se dedicaba a elaborar venenos nuevos, soñando con vengarse de Lexa Wood. Las palabras de Solis en la última reunión del Sacerdocio la habían herido más de lo que estaba dispuesta a reconocer. Era cierto que ella había concedido su favor a Lexa, que había permitido a la chica convertirse en hoja. Mataarañas jamás se lo perdonaría a su exalumna. Y aunque no podía decirse que la mujer tuviera honor alguno que mancillar, lo que sí tenía era paciencia. Y sabía que, tarde o temprano, Lexa iba a darle la oportunidad de…
La shahiid parpadeó. Allí, encima de la mesa, vio una sombra que corría por el roble pulido como tinta derramada. Se acumuló junto a un fajo de pergaminos, moviéndose como humo negro y componiendo letras. Tres palabras que pusieron el corazón de Mataarañas al galope.
«Detrás de ti».
Una espada larga de hueso de tumba destelló en la oscuridad a su espalda. La garganta de Mataarañas se abrió, de oreja a oreja. Intentando inhalar a respingos mientras la sangre manaba a borbotones de la yugular y la carótida seccionadas, la shahiid empujó atrás la silla, se levantó como pudo. Giró sobre sí misma, aferrándose la horrible herida, y vio a una chica donde no la había un momento antes.
—Mu… muj —gorgoteó.
Lexa dio un rápido paso atrás mientras Mataarañas desenvainaba una de los dos hojas curvas que llevaba al cinto. El acero estaba descolorido, impregnado en veneno. Pero el rostro de la shahiid ya se desangraba de color, sus pasos tambaleaban. Flaqueó hacia atrás contra el escritorio, sus ojos desorbitados de miedo. La sangre manaba rítmica del cuello desgarrado de Mataarañas, cubriéndole las manos, el vestido, el oro que le envolvía los dedos y la garganta.
Cuánta había.
Demasiada.
—Me he devanado los sesos pensando en cómo darte fin, Mataarañas —dijo Lexa—. Se me ocurrió que podría ser poético acabar con cada shahiid mediante su propia disciplina. Acero para Solis. Veneno para ti. Al final, decidí que sois demasiado peligrosos para andar haciendo el gilipollas. Pero quería que supieras que te he matado a ti la primera porque eres a la que más respetaba. He pensado que tal vez te sirva de algún consuelo, ¿no?
Mataarañas cayó de bruces a la piedra, sus ojos fríos y desprovistos de vida.
—No —suspiró Lexa—. Pensándolo mejor, no creo que te sirva.
Ratonero oyó un portazo en algún lugar de su salón.
Levantó la vista de la trampa de aguja que estaba cargando, con una arruga en su apuesta frente. Su taller estaba oculto tras una de las muchas puertas del Salón de los Bolsillos, un lugar tranquilo en el que trastear con cerraduras o jugar a disfrazarse. De hecho, en esos momentos llevaba ropa interior de mujer bajo la túnica. Siempre la había encontrado más cómoda, la verdad. Ratonero se levantó de la silla, cogió el bastón y salió cojeando al salón. En las paredes había otras docenas de puertas, que daban a sus roperos o a almacenes o, a veces, a ningún lugar en absoluto. Había largas mesas que se extendían de principio a fin de la estancia, llenas de curiosidades y rarezas, de candados y ganzúas. La luz azul del cristal tintado se encharcaba en el suelo de granito, se reflejaba en los oscuros ojos de la chica que estaba esperándolo.
—Lexa —dijo, notando una gelidez en el estómago.
—Tú ayudaste a arrebatarme a mi familia, Ratonero —afirmó ella—. Y años más tarde, tuviste la desfachatez de mirarme a la cara. De ofrecerme consejo. De fingir que eras mi amigo. Me pregunto de dónde saldrán unos cojonazos como esos.
La mano de Ratonero flotó hacia la espada de negracero ysiiri que llevaba siempre al cinto.
—El negracero puede cortar el hueso de tumba, como bien sabes.
—Es una buena espada, shahiid —reconoció la chica—. ¿La ganaste o la robaste?
Como de costumbre, la sonrisa de Ratonero merodeó por sus labios como si planeara afanar la cubertería.
—Un poquito de las dos.
Lexa sonrió también.
—Mejor no arriesgarme, entonces.
El shahiid no supo muy bien de dónde había salido la ballesta. Las manos de la chica estaban vacías y, al momento siguiente, estaba apuntándole al pecho. Pero incluso con las piernas tullidas, el Ratonero podía ser rápido como un gato y, mientras Lexa disparaba, soltó el bastón, asió la espada y la desenfundó hacia delante con un sonoro roce metálico mientras esquivaba a un lado la saeta que volaba hacia su pecho.
O al menos, así lo visualizaba en su mente.
Pero, cuando Ratonero hizo ademán de desplazarse, descubrió que tenía las botas fijadas con firmeza al suelo. Alzó la espada para desviar el proyectil, pero era demasiado tarde y le acertó, le atravesó la túnica gris, el corsé de debajo y el pecho al otro lado. Explotó una burbuja de sangre en sus labios mientras miraba como un idiota los treinta centímetros de madera y acero que se habían alojado en su pulmón izquierdo. Alzó la mirada mientras Lexa recargaba, gruñó cuando una segunda saeta se le incrustó en el pecho, haciendo que se tambaleara sobre los pies atrapados hasta derrumbarse hacia atrás por fin contra la piedra. Lanzó un puñado de cuchillos arrojadizos mientras caía, pero la chica ya había dado un paso al interior de las sombras y reapareció muy cerca, a la izquierda del shahiid. Lexa le aplastó con una bota la mano que buscaba otra hoja, mientras apuntaba la ballesta recargada hacia su entrepierna.
—Despídete de tus cojonazos, ratoncito.
Solis abrió los ojos al sonido del coro.
El reverendo padre se levantó de la cama, se lavó la cara, parpadeó con sus ojos ciegos. Y al igual que hacía cada giro, recogió una espada de madera y emprendió su práctica matutina. Al cabo de treinta minutos, el sudor le goteaba del cuerpo y estaba resollando, sonriendo a la canción de su hoja en el aire. Satisfecho, se puso la túnica y la vaina. Sus ojos pálidos abiertos y sin ver nada. Y sin embargo, viéndolo todo y más. El imperator Azgeda y la Señora de las Hojas llegarían pronto, y Solis sabía que era mejor que estuviera presentable. Recorrió largos y oscuros pasillos, saludó con la cabeza a la mano que había junto a la puerta de los baños y pasó sin hacer ruido a la sala vacía. Se desabrochó el cinturón e inspiró hondo como siempre hacía. Bajó la mano para pasar los dedos por su adorada vaina, por el cuero grabado con círculos concéntricos que recordaban a ojos. Despacio, se la quitó de la cintura, sintiendo que el mundo entero a su alrededor se desplomaba en la oscuridad. De nuevo estaba ciego como el giro en que había nacido. Plegó la túnica con pulcritud y la dejó en el borde del amplio y profundo baño hundido en el suelo, antes de enrollar con gran mimo el cinturón y dejarlo encima de la túnica con la vaina. Había muy pocos en la Iglesia entera que conociesen su verdadero propósito, las magyas que la surcaban. Era una antigua teúrgia ysiiri lo que había grabado en el cuero, lo que retiraba el velo de un mundo que de otro modo le quedaría oculto sin remedio. Solis descendió al cálido baño, cerró los ojos y echó atrás la cabeza bajo el agua, permitiéndose flotar unos minutos.
Sordo, mudo y ciego.
Era una costumbre, y al reverendo padre no le gustaban las costumbres porque facilitaban que lo emboscaran a uno. Pero siempre se había concedido aquel breve momento de paz y silencio. Aquello era la Iglesia Roja, al fin y al cabo. El bastión del poder de Niah en la tierra.
¿Quién iba a tocarlo allí?
Solis salió a la superficie, parpadeó para quitarse el agua de los ojos blancos como la lecha. Olió el perfume del jabón, el arce que ardía sin llama en los braseros, el aroma de las velas. Tenía los oídos más afilados que el hocico, pero lo único que había era el chisporroteo de las ascuas, el coro fantasmagórico en la penumbra de la Iglesia. Y aunque sus propios ojos estaban casi ciegos del todo y percibían solo la ausencia de luz, no reparó en nada extraño al incorporarse en el baño, salvo quizá en que la cámara estaba un poco más oscura de lo acostumbrado.
«Más oscura…».
—… BUENOS GIROS TENGÁIS, SHAHIID…
Había que reconocerle a Solis que no se encogió. Ni siquiera se dignó a mover la cara en la dirección de la loba-sombra. Oyó el roce leve como una pluma de una bota en la piedra, captó un tenue matiz de sudor por encima del olor del arce, y… ¿el perfume de Mataarañas? Sabía quién estaba allí de pie, a un lado del baño. Observándolo con sus ojos oscuros, sombríos.
—Tú.
—Yo —respondió Lexa.
Un gélido chorro de pavor enfrió la tripa de Solis. Movió la mano como una centella hacia la túnica al borde del baño. Pero, aunque sus dedos hallaron la tela, se dio cuenta de que su vaina…
«No está».
—La verdad es que me decepcioné al averiguarlo —dijo Lexa, hablando desde más lejos—. Hay algo bastante romántico en la idea del maestro espadachín ciego, ¿no crees? Pero era todo mentira, ¿a que sí, Solis? Todo mandangas. Igual que todo lo demás en este puto lugar.
El miedo le engrasó las entrañas de frío. Metió la mano en la túnica en busca de la daga que llevaba oculta allí. No se sorprendió mucho al comprobar que tampoco estaba. Solis se levantó del baño en una nube de vapor, se acuclilló desnudo en el borde. Estaba llenándose los pulmones para gritar cuando…
—Tu mano está durmiendo, por cierto —llegó la voz de la chica desde el otro lado de la estancia—. Por si pensabas en chillar pidiendo ayuda, digo.
—¿Chillar? —replicó Solis desdeñoso—. Siempre te has tenido en demasiada estima, chica.
—Y vosotros en demasiado poca —respondió ella—. ¿Es por eso que me dejasteis entrenar aquí, sabiendo lo mucho que podía saliros el tiro por la culata con esa decisión? ¿De verdad creíais que nunca iba a descubrir lo que hicisteis todos?
El reverendo padre ladeó la cabeza para oír mejor, a la caza del sonido de pisadas. Retrocedió por el borde del baño e intentó llevar la espalda contra la pared. Pero oyó un leve frufrú de ropa por encima del chisporroteo de la madera en los braseros y comprendió que Lexa estaba…
«Detrás de mí».
Atacó estirando los brazos y solo encontró aire.
—Buena acometida, reverendo padre —dijo la chica—. Pero ay, esa puntería.
Tsk, tsk, tsk.
Estaba a su derecha, alejándose despacio. Solis podía sentirla. Los años que había pasado en la oscuridad antes de encontrar su Cinto de Ojos, los años que había pasado encerrado en la Piedra Filosofal, todo ello lo inundó de nuevo en esos momentos. Había asesinado a un centenar de hombres para obtener la libertad de aquel pozo, estando ciego como un cachorro recién nacido. Entonces no había necesitado ojos para matar. Ni tampoco los necesitaba ahora.
«Pero es buena. Silenciosa como la muerte al moverse».
—Son todo mentiras —susurró Lexa—. Los asesinatos. Las ofrendas. Escúchame, Madre, escúchame, Niah. Todas esas gilipolleces. Este sitio no era una iglesia, Solis. Era un burdel. Y tú no fuiste nunca una hoja sagrada al servicio de la Madre de la Noche. Eras una fulana.
«Que siga hablando».
—Y tú esperabas algo más grandioso, ¿no es eso? —preguntó él—. ¿Te tragaste todas las bobadas que te contaron Abby y tu Gustus? Conque la «elegida de la Madre», ¿eh?
Un leve roce de su bota.
«¿Izquierda?».
—Cuando llegaste, ya les dije que deberíamos acabar contigo y punto —siguió diciendo el reverendo padre—. Les advertí de que este giro llegaría. Cuando descubrieras la verdad y saliera a la luz la mocosa mimada y chillona que eres en el fondo. Siempre te has creído mejor que este lugar. Siempre.
—¿Y por qué no me matasteis? —preguntó ella.
«Vuelve a estar detrás».
—Porque Kane no quería ni oír hablar del tema —dijo Solis—. «Hermanita», te llamaba. Creía ver alguna afinidad en lo oscuro entre vosotros, aunque él no sabía nada de lo que era. Se hacía llamar el Príncipe Negro. —El reverendo padre dio un bufido—. ¿Príncipe de qué?
—¿Por qué me odiabas, Solis? —preguntó Lexa—. No era solo por la cicatriz que te hice.
Y entonces Solis lo vio. El modo de hacer que diera un traspié. De que se quedara quieta el tiempo suficiente para rodearle el cuello con los dedos.
—Yo nunca te he odiado —dijo—. Solo sabía desde el principio que esto terminaría así. Sabía que acabarías enterándote de que fue la Iglesia Roja la que capturó a Nyko Wood y lo entregó a sus asesinos. Sabía que la mierda de Azgeda terminaría en nuestras botas. —Ladeó la cabeza y sonrió—. Pero ¿nunca te lo has preguntado, Lexa?
—¿Preguntarme qué?
«Va hacia la derecha. Avanza y retrocede sin seguir ningún patrón. Es lista».
—¿No te preguntas quién se infiltró en el campamento de Nyko? —inquirió Solis—. ¿No te preguntas quién se los llevó a él y a su amante y los entregó para que los ejecutaran? —Levantó la mano izquierda. Se pasó las yemas de los dedos por las muescas cicatrizadas en el antebrazo—. Treinta y seis marcas —comentó—. Treinta y seis cuerpos. Aunque, en realidad, he acabado con centenares. Pero solo me marcaba las muertes por las que me pagaban, en sangre y plata. Aunque al final no fuese yo quien empuñara la espada. —Se pasó el dedo por una muesca cerca de la muñeca—. Esta es la del general Gayo Maxinio Antonio.
Oyó un raspado en la piedra cuando Lexa dejó de moverse.
—Y esta es la del justicus Nyko Wood.
Solis volvió sus ojos lechosos hacia el tenue respingo.
—Serás…
Y entonces embistió.
Lexa se movió, apartándose rauda como las sombras. Pero no lo bastante rauda. Los dedos de Solis atraparon un mechón de pelo y lo aferraron con fuerza, un gañido cuando giró el puño y la atrajo hacia sí. Los dedos de la otra mano se cerraron en torno al cuello de Lexa. Solis tenía la cara retorcida, la ira bullendo en el pecho al pensar que esa puta minucia de chica lo había cegado, se había burlado de él, lo había pillado desprevenido. Le estampó el puño en la cara, notó que desfallecía hacia atrás. Tiró del cuello para soltar otro puñetazo. La estrelló como un muñeco de trapo contra la pared, hundiendo más los dedos en la carne de su garganta. Se había vuelto demasiado blando. Demasiado predecible. Cuando aquella zorrita hubiera muerto, iba a…
Un golpe en el pecho.
Y otro y otro.
Daba la impresión de que estuviera soltándole puñetazos, y Solis compuso una mueca burlona al pensarlo. La chica tenía dos tercios de su tamaño, la mitad de su peso. Como si pudiera hacerle daño con los puños…
Pero entonces sintió dolor. Caliente y húmedo, derramándose abdomen abajo. Y se dio cuenta de que no solo estaba golpeándolo. Lo que pasaba era que llevaba un cuchillo demasiado afilado para notarlo. Solis tenía las dos manos en el cuello de Lexa. Los ciegos ojos desorbitados cuando el suplicio empezó a calar en su consciencia. Tropezaron, cayeron otra vez al baño. Mientras el agua los envolvía, Solis notó la hoja de la chica entrando en su espalda media docena de veces, mientras se hundían bajo la superficie la estranguló con todas sus fuerzas. Había matado a más de diez hombres de aquel modo en sus tiempos. Lo bastante cerca para oír el último estertor en sus pulmones, para oler el hedor de sus vejigas cediendo al morir.
«Pero el dolor…».
Rodaron y dieron bandazos bajo el agua. Le costaba mantener el agarre. El pulso le atronaba en las orejas. Se vertía por la docena de heridas en el pecho, la espalda, el costado. Brazos como hierro.
«Está matándome».
Pensarlo hizo que la rabia ardiera brillante. La negación y la furia. Patadas y puñaladas, forcejeos y maldiciones. Salieron a la superficie, luz brillante en sus ojos ciegos, jadeando. Colisionaron los dos contra el borde del baño hundido, la columna vertebral de ella doblada cruelmente, la cara de él retorcida. La chica seguía descargando su hoja, renegando, escupiendo. Apuñalándole los antebrazos, cortándole la mejilla, perdida en su propio frenesí. Solis no se sentía las manos. ¿Seguía sujetándola?
Ya no le dolía tanto. Impactos embotados. Pecho. Pecho. Cuello. Pecho.
—¡Hijo de puta! —estaba chillando ella.
«¿Es
—¡Eres!
así
—¡Un!
como
—¡Cabrón!
termina
—¡Malnacido!
todo?».
Notó que le fallaban las rodillas. La mano resbaló del cuello de la chica. El agua estaba caliente, pero qué frío hacía. Le costaba respirar. Le costaba pensar. Deslizándose más abajo, cerró los ojos y echó atrás la cabeza bajo la superficie, permitiéndose flotar unos minutos. ¿Iba a encontrarse con ella? ¿Lo acogería en su seno y le besaría la frente con negros labios? ¿Había creído alguna vez? ¿O era tan solo que lo disfrutaba demasiado?
«Madre…».
Solis cerró los ojos al sonido del coro.
Y entonces se hundió bajo el…
—Ya es suficiente —dijo Azgeda.
Abby alzó la vista de las páginas con una ceja enarcada.
—¿Lo es? —preguntó.
El imperator de Itreya arrugó un poco el entrecejo, sin apartar los oscuros ojos de la Señora de las Hojas. La guardia personal de doce hombres que había llevado consigo estaba desplegada en torno a su amo, mirando el libro que Abby tenía entre manos como si fuese una víbora aprestada para atacar. Al propio Azgeda se le daba mejor fingirse impertérrito, resplandeciente en su toga púrpura y su laurel de oro batido. Pero incluso él contemplaba la crónica que la mujer había estado leyendo en voz alta con suspicaz asombro. Se hizo caballete con los dedos ante los labios, frunciendo más el ceño.
—Creo que habéis dejado claro vuestro argumento, mi buena señora.
Las llamas crepitaban en el hogar de la cámara y Ratonero se removió incómodo en su silla. Mataarañas tenía la cara demudada, y hasta Solis parecía desconcertado por el presagio de su propio asesinato a manos de Lexa. Abby se reclinó en su asiento, cerró la tercera de las Crónicas de la Nuncanoche con un leve ruido sordo. Trazó con los dedos la silueta del gato repujado en el cuero negro y su voz salió suave como la seda:
—Hay que detenerla, imperator —dijo la Señora de las Hojas—. Sé que es vuestra hija. Y sé que tiene a vuestro hijo. Pero si todo lo que afirma este volumen es cierto, cuando Lexa Wood entre en la montaña, ostentará un poder que ninguno de nosotros puede igualar.
—Lexa no es la única tenebra de este relato —repuso Azgeda.
—Ah, y bien que lo sé —contestó Abby, dando una palmadita en el libro—. Vuestro enfrentamiento es de lo más espectacular, aunque la escritura esté un poco sobreactuada. Pero el resultado no obra en vuestro favor, me temo. ¿Queréis que os lo lea? Lo tengo marc…
—Gracias, pero no —replicó el emperador, mirándola furibundo.
—No lo entiendo —intervino Ratonero—. En la primera página de la primera crónica se nos dice que muere.
—Y en efecto, lo hace —respondió Abby, haciendo golpetear los dedos en la cubierta del tercer tomo—. Tras una vida larga y feliz, en su cama, rodeada de sus seres queridos.
—Antes muerto —gruñó Solis—, antes muerto que conceder a esa zorra un final feliz.
—Esa crónica es brujería —dijo Aalea, mirando el libro.
—No —respondió Abby, mirando a los ojos a su Sacerdocio—. Esta crónica es un futuro. Pero se trata de un futuro que podemos cambiar. Ya estamos cambiándolo, aquí y ahora, al hablar como lo hacemos. Estas páginas no están talladas en piedra. Esta tinta puede desleírse. Y ahora nuestra joven Lexa juega en desventaja.
—¿Ah, sí? —dijo Ratonero.
—Sí —respondió Abby—. Sabemos exactamente cómo pretende infiltrarse en la montaña. Y cuándo. Y sabemos que la muy necia trae al hijo del imperator con ella.
Todos los ojos se volvieron hacia Azgeda.
—Deberíais partir de vuelta a Tumba de Dioses, imperator —dijo Abby—. Dejadnos a nosotros a vuestra hija descarriada. Será más seguro para todos los implicados.
—Me conmueve vuestra preocupación, mi señora —replicó Azgeda—, de modo que confío en que disculparéis mi sinceridad. Pero vuestros intentos de reducir a mi hija hasta el momento no han sido precisamente impresionantes. Y si trae consigo a mi hijo a vuestra carnicería, permaneceré aquí para asegurarme de que Lucio no recibe daño. De ningún tipo.
—Podéis confiar en nosotros respecto a eso, imperator. Pero ¿respecto a vuestra hija…? —La Señora de las Hojas se inclinó adelante en su asiento, clavando la mirada en él—. Sé que deseabais capturarla, Roan. Sé que pretendíais convertirla en vuestra arma para libraros de las busconas avarientas de la Iglesia Roja aquí presentes. —Abby vio que Azgeda alzaba la mirada al oírlo y trabó la suya con él, sonriendo—. Pero coincidiréis conmigo en que este volumen demuestra a las claras que Lexa es demasiado peligrosa para permitir que siga con vida. La Iglesia Roja seguirá sirviendo a vuestro imperium, igual que hemos hecho siempre. Se nos remunerará por nuestros servicios, igual que se ha hecho siempre. Y Lexa Wood morirá.
Azgeda se frotó el mentón, sus ojos en la crónica. La Señora de las Hojas intuía los engranajes rodando tras aquella mirada. Los planes dentro de planes, desmadejándose y cosiéndose de nuevo. Pero al final, como Abby sabía que haría, el imperator asintió.
—Lexa Wood morirá.
Un delicado golpe en la puerta perturbó el silencio de la alcoba. El rostro malcarado por naturaleza de Gustus se crispó más y dio una calada al cigarrillo, mirando irritado la insultante puerta. Se quitó de la nariz los anteojos de montura metálica y dejó el libro a un lado con una maldición. Ya se habría molestado si interrumpieran su lectura en cualquier momento, pero para colmo estaba a dos capítulos del final de A rodilla hincada. El cronista llevaba razón: la parte política era un poco tonta, pero las partes lúbricas de verdad eran de primera. Y con solo veintidós páginas por delante, Gustus estaba sorprendentemente implicado en descubrir si la gemela malvada de la condesa Sofía de verdad iba a casarse con el archiduque Giorgio y…
Toc, toc.
—Joder, ¿qué pasa? —protestó el anciano.
Oyó la llave girar en la cerradura y la puerta se abrió sin hacer ruido. Gustus esperaba ver a una de sus condenadas manos asomar la cabeza por el marco. Llevaba confinado en su alcoba desde el descubrimiento de la tercera crónica, y los pobres cabrones que lo vigilaban se morían de aburrimiento. El chaval dweymeri hasta le había preguntado si quería una taza de té el giro anterior. Pero en vez de un desalentado lacayo de la Iglesia Roja, el anciano se encontró mirando a la Señora de las Hojas en persona.
—¿Desde cuándo llamas a la puerta? —gruñó.
—Desde que me informaron de cuál es tu actual lectura —respondió la anciana—. Preferiría no interrumpir una visita de la dona Palma y sus cinco hijas, si te da lo mismo.
—Siempre fuiste una mojigata, Abby.
—Siempre fuiste un pajillero, Gustus.
El anciano sonrió muy a su pesar.
—¿A qué has venido?
Abby cruzó la puerta y la cerró a su espalda. Gustus le notó en la expresión que, a pesar de la salva inicial, no venía a intercambiar bromas. La anciana se sentó en la cama, y Gustus volvió la silla hacia ella y apoyó los codos en las rodillas.
—¿Qué pasa, Abby?
—Lexa está muerta.
El anciano sintió una opresión en el pecho, como si unas bandas de hierro se lo atenazaran. Le dolió el brazo izquierdo y le cosquillearon las puntas de los dedos mientras la habitación empezaba a dar vueltas.
—¿Qué? —logró farfullar.
Abby lo miró con evidente inquietud.
—¿Estás bien?
—¡Pues claro que no estoy bien, joder! —restalló—. ¿Ha muerto?
—Por la Negra Madre, hablaba en sentido figurado. La misión aún no está cumplida.
—Por los putos dientes de las Fauces. —Gustus se masajeó el pecho, encogiendo el gesto de dolor. El alivio le inundó como una lluvia de primavera—. ¡Casi me da un puto ataque al corazón!
—¿Quieres ir a ver al boticario?
—¡No, no quiero ir a ver al puto boticario, zorra bocazas! —espetó—. ¡Quiero saber de qué abismos estás hablando!
—Azgeda ha aprobado la ejecución de Lexa —dijo Abby—. Sabemos precisamente cuándo y cómo entrará en el Monte Apacible. Su destino está sellado, su conclusión es indudable. Sé lo mucho que te importa y quería que lo supieras por mí.
—Habla claro, coño, y di que querías regodearte —masculló Gustus.
—Si crees que esto me produce algún placer…
—¿Y por qué abismos si no ibas a venir aquí? —El anciano parpadeó, se frotó el dolor del brazo, notó un sudor frío por todo el cuerpo—. ¡Pues claro que te produce placer, Abby! ¡Siempre lo ha hecho! ¡Siempre lo hará!
—¿Tan bien crees que me conoces?
—Ah, te conozco de sobra —gruñó Gustus, haciendo una mueca al doblar los dedos de la mano izquierda—. Mejor que ningún hombre a… antes o después. He visto lo mejor y lo peor de ti. ¿Por qué coño crees si no que terminé lo que había entre nosotros?
La anciana rebufó con los ojos destellando.
—Me importó poco hace cuarenta años, Gustus. Ahora me importa todavía menos.
—Algunos nos unimos a este lugar porque creíamos. Y otros porque era lo único que teníamos. Pero ¿tú? —Gustus volvió a torcer el gesto y se golpeteó el hombro—. Tú te uniste porque te gustaba. Te gu… gusta hacer daño a cosas, Abby. Siempre has sido una desalmada y… —Gustus parpadeó, se levantó de la silla—… de… desalmada…
Dio un respingo, agarrándose el pecho. Retrocedió a trompicones contra la pared, el libro cayó al suelo acompañado de una jarra de vino que se hizo añicos contra la piedra. Se le retorció el rostro, intentó dar otra bocanada y movió los labios como si fuera incapaz de hablar. Abby se puso en pie con los ojos ensanchándose.
—¿Gustus?
El anciano cayó de rodillas. De sus labios brotó una retahíla gutural sin sentido, sus manos apretaron contra el corazón y retorcieron el tejido de su túnica. La Señora de las Hojas estampó el puño contra la puerta y dio una voz. Las manos irrumpieron en la habitación mientras él caía de bruces a la piedra, el hedor a vino y meado en sus fosas nasales.
—¡Llevadlo al boticario! —ordenó Abby.
Gustus notó un fuerte agarrón en la cintura, el dweymeri levantándolo del suelo para echárselo al amplio hombro. Él se limitó a gemir en respuesta, con los párpados temblando. Sintió el rítmico pisar de unos pasos apresurados, oyó a Abby ladrando órdenes por encima del interminable canto fúnebre del coro de la Iglesia. Ya no le dolía nada, menos mal. Un largo cordel de saliva se vertió de entre sus labios y gimoteó más sinsentidos. Estaban llevándolo por oscuros pasillos y bajando escaleras de caracol, su cabeza golpeando contra el trasero de la mano. Abby los seguía, meneando la cabeza a los lados.
—Viejo idiota.
El anciano gimió en respuesta mientras la Señora de las Hojas suspiraba.
—Eso te pasa por tener corazón.
