CAPÍTULO 31

Fue

Abby dejó a Gustus en la botica.

Contra todo criterio, la Señora de las Hojas siempre había tenido debilidad por el obispo de Tumba de Dioses. Se habría quedado más tiempo junto a su cama si hubiera podido. Pero, por desgracia, tenía una masacre que supervisar y las mareas del tiempo no aguardaban a sentimentalismos. Abby dejó a su antiguo amante durmiendo, envejecido y demacrado, su escuálido pecho subiendo y bajando veloz como el de un pájaro herido. Había mascullado la orden de que se le proporcionaran los mejores cuidados, esgrimiendo una sierra para hueso del boticario jefe ante su cara para recalcar la seriedad del encargo. Y tras un frío beso en la húmeda frente de Gustus, Abby había partido para asesinar a la chica a la que el anciano amaba como a una hija.

Habría congregado su rebaño en torno a ella, todos de negro.

Habría repasado los preparativos una última vez por si acaso. El plan estaba establecido; el camino, despejado. Lo único que restaba era que llegaran los invitados para que la roja, rojísima gala pudiera comenzar.

Los asesinos estaban esperando en la penumbra, amortajados con el hedor a camellos y heno. La cuadra de la Iglesia Roja se extendía por debajo de ellos en toda su fétida gloria. Además del portón exterior que se abría en el flanco de la montaña a las tierras yermas ysiiri, había otras dos salidas de la cámara, dos conjuntos de puertas dobles en lo alto de las paredes oriental y occidental. Esas puertas daban más al interior de la montaña, y se llegaba a ellas mediante escaleras simétricas de pulidos peldaños y pesadas barandas de granito. Ambas escaleras recorrían las paredes de la cuadra y terminaban convergiendo para un amplio y conjunto descenso a los rediles y los almacenes de abajo. Abby estaba envuelta en las sombras cercanas a la salida occidental. Largos cuchillos ocultos en las mangas. Ojos resplandeciendo en la oscuridad mientras apartaba de su mente todo pensamiento sobre Gustus.

Azgeda acechaba tras ella, rodeado de sus guardaespaldas, que tenían las espadas desenfundadas y listas. Como era típico en él, el imperator estaba cerca de la salida, preparado para huir de vuelta a la seguridad de la montaña si el asunto se torcía de algún modo, pero aun así lo bastante cerca para presenciar cómo se desarrollaba la masacre. La serpiente de sombras de Azgeda estaba enroscada a hombros de su amo, observando con sus no-ojos. Abby se distrajo preguntándose en qué medida había profundizado el imperator en sus dones oscuros. Cuán peligroso sería de verdad en un lugar como el Monte Apacible, donde jamás brillaba la luz de los soles. En todos los años que Abby había tenido espías vigilándolo, Azgeda ni una sola vez había hecho gala de su poder sombrío, por lo que la Señora de las Hojas no tenía ni idea de cuáles eran sus auténticas capacidades. De no ser por su pasajero, Abby apenas habría podido creer que fuese tenebro. Ese desconocimiento lo hacía peligroso. Casi tan peligroso como había pasado a ser su hija. La diferencia radicaba, por supuesto, en que a Abby no le pagaba su hija. La Señora de las Hojas guardaba antipatía al imperator, a decir verdad. Respetaba su inteligencia, sí. Admiraba su crueldad. Pero ese hombre era demasiado ambicioso con mucho. Demasiado codicioso de poder. Demasiado encariñado con el sonido de su propia voz. Demasiado vanidoso con muchas creces. Y por supuesto, Azgeda ostentaba poder sobre Abby, lo que incrementaba sobremanera la antipatía.

«Moneda».

Era increíble lo insidiosa que podía ser su presa plateada. Increíble que el amor de Abby por las riquezas hubiera nacido de su amor por la familia. Quien dijese que el dinero era la fuente de todo mal no había visto nunca el deleite en los ojos de sus nietos el giro en que les había comprado sus primeros ponis ni oído a su hija sollozar de gozo cuando Abby pagó el coste completo de su boda sin pensárselo ni un momento. Quien dijese que el dinero no daba la felicidad sin duda nunca lo había tenido. Ella había amasado una fortuna en sus años de servicio al Sacerdocio. La mayoría, procedente de las arcas del propio Azgeda. Pero la verdadera perfidia de la riqueza yacía en el hecho de que demasiado nunca alcanzaba a ser suficiente. No importaba la suma que una adquiriera: parecía que siempre hacía falta más. En su mente, Abby todavía necesitaba a Azgeda. Cuando el futuro de su familia estuviera asegurado, cuando sus riquezas fuesen en verdad inexpugnables, quizá entonces podría replantearse su relación con el joven imperator. Pero de momento…

—Recordad, Abby —murmuró Azgeda detrás de ella—. Si un pelo de la cabeza de Lucio resulta dañado, vuestros nietos serán quienes paguen el coste de la sanción.

—Aquí sabemos un par de cosas sobre matar, Roan —replicó Abby, conteniendo la fría ira para que no impregnara su voz—. No temáis.

La víbora siseó desde los pies de Azgeda, casi inaudible:

—… Nunca lo hace…

Al otro lado, en la escalera oriental, la Señora de las Hojas distinguió a Ratonero rodeado por dos docenas de las manos más diestras de Abby, todos ellos armados con ballestas pesadas. Los ancianos ojos del Shahiid de Bolsillos estaban entrecerrados y fijos en la entrada desde el exterior, su mano en el puño de su espada de negracero. Mataarañas estaba situada en la cima de la escalinata central, con seis hojas de la Iglesia Roja junto a ella. La chica Wood era demasiado peligrosa para seguir subestimándola y Abby había hecho venir a lo mejor que tenían, lo más mortífero, para su final: Donatella de Liis, Haarold y Brynhildr de la capilla de Villa Corneja y hasta Acteón el Negro, convocado desde Tumba de Dioses. Solis aguardaba con ellos, espadas gemelas en las manos, ojos ciegos hacia el techo, cabeza ladeada. Era una apuesta peligrosa desplegar en un solo lugar a los mejores asesinos que le quedaban como estaba haciendo, pero tras el fracaso de Diezmanos fuera de Galante, Abby no podía dejar nada en manos de la suerte. Lexa iba a entrar por su propio pie en la boca del lobo, a fin de cuentas. No sería apropiado tener a cachorritos esperándola. Aalea era la única que parecía tener reticencias. Se había quedado al lado de Abby, con los ojos oscuros muy abiertos y una daga brillando en la mano.

—¿Gustus está bien? ¿El boticario ha di…?

—Prepárate para la batalla, shahiid —susurró Abby—. Él no es asunto tuyo.

Aalea cruzó la mirada con ella, apretando los labios.

—Fue amable conmigo cuando no era más que una discípula en Tumba de Dioses, mi señora. Si me perm…

—Silencio —dijo Solis sin levantar la voz—. Ya vienen.

La tripa de Abby se llenó de mariposas en pleno vuelo. Bajó la mirada a la cuadra y oyó sonar la piedra. Le llegó el penetrante olor grasiento de la magya arkímica en el aire. Oyó que Mataarañas mascullaba algo entre dientes, que los guardias de Azgeda exhalaban maravillados mientras el muro exterior empezaba a abrirse. Una tenue ráfaga de viento besó el rostro de Abby, una fina lluvia de polvo y piedrecitas cayó desde arriba mientras el costado de la montaña se iba separando poco a poco. Alrededor de la cuadra, en las escaleras, decenas y más decenas de manos y hojas esperaban con atención, inmóviles, en la oscuridad. El sonido del coro fantasmal se vio superado por un momento mientras los enormes portones se abrían de par en par con el estruendo y el siseo de sus mekkenismos. La caravana de Wood estaba fuera. Los esperaba la familiar visión de la cuadra de la Iglesia Roja, un amplio espacio rectangular cubierto de paja, con rediles por todo el perímetro para esbeltos caballos y escupidores camellos, lleno de carros y enseres de herrero y balas de forraje y grandes pilas de cajones de suministros. Pero en las escaleras que ascendían al interior de la montaña, agazapados en las sombras que rodeaban la estancia, la muerte se cernía sobre ellos conteniendo el aliento.

Todo estaba sucediendo justo según lo previsto.

Abby escrutó a través de la fulgurante luz de los soles. Los camellos que tiraban de la caravana de Wood resoplaban y escupían, pasando al interior con paso trabajoso y arrastrando su carga tras ellos. Vio a alguien vestido con una túnica de mano en el pescante: el chico dweymeri medio muerto, de hombros anchos, de gacha cabeza. Distinguió más figuras por debajo de los toldos de lona de los carros. Abby sabía por su lectura de las Crónicas de la Nuncanoche que Wood estaba entrando en el carromato del centro con Griffin, acompañadas del mocoso de Azgeda. De no ser por la presencia del chico, aquel asunto habría sido sencillo. Aun así, tampoco era como si aquel fuese el primer asesinato de la Señora de las Hojas.

Abby miró a Mataarañas con una ceja alzada de forma interrogativa. La Shahiid de Verdades respondió con un asentimiento, frío y firme.

Los camellos del tiro se fueron deteniendo despacio.

Y una orden susurrada dio rienda suelta a las hojas congregadas.

Orbes blancos. Pequeños y esféricos. Decenas, tal vez centenares, como una ventisca resplandeciente a la luz de los soles al caer arrojados a la cuadra. Estallaron —¡zuf!, ¡zuf!, ¡zuf!— en enormes nubes de arremolinado blanco. En el transcurso de un latido, una densa niebla de desmayo había cubierto los niveles inferiores, arrastrando a quien la respirase a la somnolencia. Abby oyó gemidos ahogados procedentes de abajo, una sucesión de los apagados tump a medida que los camellos iban dando contra la piedra. El suave bisbiseo de la nube al asentarse, pesada y espesa.

Y luego no oyó nada más.

Todas las hojas y los shahiids desplegados por la cuadra la miraron. La anciana esperó un largo y silencioso momento. Estudió la blanquecina miasma y no vio la menor señal de movimiento, el menor atisbo de peligro. Y por fin, la Señora de las Hojas hizo un rápido asentimiento.

Los mejores asesinos de la Iglesia Roja se pusieron unas máscaras de cuero, bien ceñidas en la nuca. Mataarañas les ayudó con las hebillas. Los artilugios, ideados por la Shahiid de Verdades en persona, contaban con dos pequeñas placas de vidrio que cubrían los ojos del portador y una válvula de latón que filtraba el aire que respiraba. Con las máscaras bien fijadas, las hojas de la Iglesia descendieron cautelosas a la neblina tóxica. Acteón el Negro era sigiloso como el humo. Donatella de Liis era tan afilada como las espadas que portaba. Solis esperó en la cumbre de la escalinata central, con las espadas desenvainadas. Aalea permaneció junto a Abby, conteniendo el aliento. El viento estaba arreciando en el valle y el desmayo escapaba por el costado de la montaña. A través del velo que se deshacía poco a poco, Abby observó a los asesinos descender con precaución, escalera abajo hacia el suelo de la cuadra. No sabía si el chico muerto dweymeri sería inmune a los efectos del desmayo, de modo que Ratonero y su grupo de manos tenían las ballestas levantadas, cargadas con pivotes ígneos, listas para acribillar al deshogarado. Pero, entre la neblina cada vez más ligera, la Señora de las Hojas advirtió que la figura del pescante estaba desplomada e inmóvil.

—¡Poned a salvo al hijo del imperator antes que nada! —ordenó Abby—. Acabad con los demás.

—¡Traedme a mi chico! —exigió Azgeda.

Acteón el Negro hizo la seña de mensaje recibido e indicó a las demás hojas que se desplegaran en torno al carro central. Solis entornó sus ojos ciegos y, en los niveles superiores, las manos se inclinaron sobre sus ballestas mientras Donatella de Liis cortaba las cuerdas que fijaban la lona al lecho del carro. Abby contuvo la respiración, viendo cómo la hoja agarraba la cubierta y, de un súbito tirón, la bajaba al suelo.

Abby parpadeó. Veía a gente vestida con túnica de mano dentro del carromato. Pero en vez de estar postrados en el suelo, seguían todos sentados. Y más raro incluso era el gran tonel que estaba viendo en el lecho del carro. Estaba hecho de sólido roble y parecía viejo y pesado y manchado de sal. Había gruesas letras grabadas a fuego en la madera. Haarold quitó la capucha a una de las figuras sentadas y maldijo al revelar que las túnicas estaban rellenas de paja.

La Señora de las Hojas leyó con ojos entrecerrados las palabras del tonel de madera:

SI LO ENCUENTRAS, POR FAVOR, DEVUÉLVELO A NUBE CORLEONE. SI LO HAS ROBADO, BIEN JUGADO, GENTIL AMIGO.

A Abby se le cayó el alma a las botas.

«Es sal de arkimista».

—¡Todos atr…!

La explosión arrasó la cuadra como un huracán de crepitante llama azul. El ensordecedor rugido la derribó a ella de espaldas e hizo trastabillar a los guardias de Azgeda. La Señora de las Hojas se cubrió los ojos para protegerlos del calor y vio que todo —el carro, Acteón, Donatella, las mejores hojas que le quedaban a la Iglesia Roja—, todo había quedado incinerado. Solis había salido despedido contra la pared, sangrando y chamuscado. Mataarañas cayó de rodillas con una negra maldición. Con el humo se alzaron resplandecientes cenizas que danzaron en el aire. El estallido retumbó en el espacio vacío, dejando a los miembros de la Iglesia confundidos, cegados, aturdidos.

—¡Por los putos dientes de las Fauces! —exclamó Ratonero entre toses.

Abby oyó la brusca bocanada que inhaló Azgeda a su espalda. Al girar la cabeza vio que el imperator había puesto los ojos como platos. Tenía a su víbora-sombra enroscada sobre los hombros, lamiendo el asfixiante humo con su lengua traslúcida.

—… Ella está aquí… —dijo.

Abby devolvió la atención a la cuadra a tiempo de ver que el aire titilaba con una negra y ondeante no-luz. Una sombra recortada con la forma de una loba se materializó a media altura de la escalera oriental, rugiendo como los vientos de Abismo. Ante la mirada estupefacta de Abby, una silueta oscura salió despedida de la pasajera y aterrizó en cuclillas entre una manada de atónitas manos de la Iglesia, justo al lado del Shahiid de Bolsillos. Entre la lluvia de ascuas y el humo negro, la silueta se irguió y trazó un sibilante arco con una nívea espada larga.

—Lexa…

El filo de la chica alcanzó el cuello de Ratonero y el hueso de tumba atravesó carne, tendón y columna vertebral. La cabeza del shahiid voló de sus hombros dando vueltas, con aquellos ancianos ojos desorbitados por la sorpresa mientras caía al suelo de la calcinada cuadra. Lexa atrapó la espada de negracero ysiiri de Ratonero cuando sus dedos flácidos la soltaron y dio una salvaje patada al pecho del cadáver que lo envió por encima de la baranda en persecución de su azotea perdida. Y con una hoja en cada mano, apareciendo y desapareciendo en las sombras como un horroroso y sanguinario colibrí, empezó a hacer picadillo a todo el que sostuviera una ballesta.

—Negra Madre… —susurró Abby.

Aalea maldijo. Llegó un grito desde la entrada de la montaña y, al otro lado del mar de humo, Abby vio un puñado de figuras cargando al interior de la cuadra desde las estribaciones de la montaña. Llevaban trapos mojados atados sobre las bocas y narices para protegerlas del desmayo cada vez más diluido, espadas desnudas en las manos. Los reconoció a todos gracias a las crónicas. Estaban el itreyano Wells y la dweymeri Cantahojas. A su lado corrían el chico deshogarado, Lincoln, y esa zorra traicionera de Clarke Griffin. El zopenco Carnicero y la traidora Raven estaban en la retaguardia, con el hijo de Azgeda entre ellos. Pero ya en la escalera oriental, Lexa estaba despejando una franja a través de las manos de Abby. Abriendo a sus compañeros un camino hacia las tripas del Monte Apacible. La chica era como un parpadeo en la existencia, como una aparición en la víspera de la Misa del Fuego. Alguien le lanzó un cuchillo envenenado al pecho y ella desapareció sin más, dejando que el cuchillo se clavara en el vientre de otra mano y la enviara al suelo. Lexa dio un paso entre sombras, reapareció tras el que había arrojado el cuchillo y acabó con él. Cercenó las piernas de un tercero que se abalanzaba contra ella y lo derribó a la piedra entre un diluvio de rojo, se transportó a un lado mientras una espada hendía el aire donde había estado y cortó los brazos al espadachín a la altura de los codos. Y todo ello sin dejar de mirar hacia Abby. Hacia el imperator tras ella. Lexa tenía la cara salpicada de carmesí. Los ojos gélidos y vacíos. Como si toda aquella sangre, toda aquella carnicería, toda aquella muerte fuesen un mero preludio al asesinato que vendría.

Mirando los ojos de Lexa, Abby supo a la perfección a quién pertenecía ese asesinato.

La escalera oriental ya estaba vacía a excepción de los cadáveres y, con un paso borroso, de pronto la chica estaba en los peldaños por debajo de Abby. Sus camaradas subían corriendo por la escalera central hacia Solis, todavía aturdido, y Wells y Cantahojas pasaron como sendas exhalaciones junto a él, se desviaron hacia el este y salieron de la cuadra. Lexa señaló con su hoja alzada la cara de Azgeda y la sangre goteó del temible filo.

—¡Padre! —rugió.

Mirando hacia atrás, Abby vio que el imperator palidecía. Sus ojos pasaron de su oscura hija a su único hijo, una silueta recortada contra la entrada de la montaña. Lexa enterró su espada larga en el abdomen de otra mano y envió a la mujer precipitándose sobre la baranda en un revoltijo de entrañas. Echó a andar escalera arriba, se desplazó a un lado en un parpadeo y dio muerte a otra mano con apenas una mirada. Labios muy apretados. Ojos fijos solo en Azgeda.

—¡Wood!

El bramido resonó por toda la cuadra. Por debajo de la chica, en el rellano común de las dos escaleras simétricas, el reverendo padre se levantó de donde la explosión lo había derrumbado. Le humeaban los cueros y tenía quemados ya del todo los ralos mechones de barba que habían sobrevivido a la bomba de lápida de Griffin en Tumba de Dioses. Sus ojos ciegos se iluminaron de rabia mientras nivelaba sus espadas hacia el chico muerto y Griffin para mantenerlos a distancia.

—¡Wood! —bramó de nuevo—. ¡Enfréntate a mí!

La chica ni siquiera echó una mirada atrás. Satisfecha con dejar que sus compañeros se ocuparan de Solis, siguió remontando la escalera occidental, su mirada trabada con la de su padre. Los gladiatii de Lexa ya estaban dentro de la montaña, el chico muerto y Griffin separándose con paso cauteloso ante el reverendo padre, preparándose para acabar con él y correr por la escalera oriental en pos de Wells y Cantahojas. Desde allí podrían perderse en el laberíntico corazón de la montaña, llegar a las cámaras del orador por cualquiera de una docena de caminos y cortarles la retirada en la puerta de Bellamy. Las sombras se aglomeraron tras los hombros de Lexa como negras alas mientras se acercaba. Su loba-sombra acechaba tras ella, mostrando negros colmillos. Entre la chica y su padre ya solo se interponían Abby, Aalea y Mataarañas. La Shahiid de Verdades desenvainó dos hojas curvas y envenenadas de su cinturón dorado. La Señora de las Hojas metió las manos en las mangas y cerró sus viejos dedos en torno a las empuñaduras de las dagas. Pero Aalea habló con suavidad, su lengua más afilada que cualquier arma en el arsenal de la Iglesia:

—Solis mató a Nyko, Lexa.

Los ojos verdes de la chica se desviaron de su padre a la Shahiid de Máscaras. Sus pisadas perdieron el ritmo, su mandíbula se tensó. Abby sintió un hormigueo en la tripa al ver cómo las palabras de Aalea perforaban el corazón de Lexa. La chica por fin lanzó una mirada a Solis, superado en número por sus compañeros en el rellano.

—Fue él quien capturó al Coronador y a Antonio en su campamento —susurró Aalea—. Fue él quien lo entregó para que bailara en la cuerda del verdugo y divirtiera a la plebe. Fue Solis, Lexa.

Los ojos de Lexa se entornaron. Solis blandió sus armas hacia Lincoln y Clarke, impidiendo que se le acercaran. Azgeda estaba retirándose despacio escalera arriba, rodeado por sus hombres. El imperator estaba casi lo bastante cerca para que Wood lo tocase. Solo quedaban un par de puñados de hombres entre ella y su objetivo. Pero había un motivo para que hubieran nombrado Shahiid de Máscaras a Aalea en la Iglesia Roja, y no era su destreza en la alcoba. Incluso allí, con la presa de Wood a la vista, Aalea sabía qué palabras exactas pronunciar para manipularla, embaucarla, hacerla titubear. Aunque solo fuese un instante.

Aunque solo fuese un aliento.

—¡Enfréntate a mí, zorrita cobarde! —rugió Solis.

—Él mató al hombre a quien llamabas padre, Lexa —susurró Aalea.

La chica empuñó sus espadas con más fuerza. Tenía su trofeo a solo un latido de distancia. Aun así, Abby ya empezaba a ver ese infame mal genio, la ira que había sustentado a la chica más allá de todos los límites de la resistencia, más allá de todo el que se interpusiera en su camino. Vio cómo aquella chispa estallaba en una famélica llama dentro de su pecho. Con la loba de Kane en su sombra, Lexa no tenía miedo al fracaso, al fin y al cabo.

No tenía ningún miedo.

¿Qué importancia tenían unos momentos más?

Lexa lanzó una mirada a Abby con una promesa tácita en los ojos. Y con un rugido, se volvió hacia el reverendo padre.

—Hijo de puta —escupió.

—Lexa, no. —Griffin alzó su espada hacia la cara de Solis—. Déjame a mí.

—DÉJAME A MÍ —dijo Lincoln.

—No. —Wood descendió, sus ojos fijos en su antiguo sha-hiid—. Este cabrón es mío.

Abby dio un paso atrás. Luego otro. Sabía que Solis tal vez derrotara a la chica. Era un gran maestro, a fin de cuentas. La Señora de las Hojas oyó sonar las campanas de la Iglesia, una voz de alarma que convocaba a todas las manos restantes y a todos los discípulos a la batalla. Pero Ratonero ya estaba muerto, junto con los mejores asesinos que le quedaban al Monte Apacible. Wood acababa de masacrar a varias decenas de fieles sin hacerse ni un solo rasguño. Y lo cierto era que, aunque Abby fuese la más consumada asesina de la Iglesia Roja, los giros de sus mejores muertes ya habían quedado atrás. Oyó pasos en retirada. Se volvió y vio a los guardias de Azgeda huyendo por el umbral al interior de la montaña: para sorpresa de nadie, el imperator había abandonado a su único hijo en el instante en que vio que su propia piel peligraba. Y allí donde los soles jamás brillaban, la Señora de las Hojas no tenía la menor intención de quedarse atrás para enfrentarse ella sola a su homicida hija. Así que, tal y como había hecho Azgeda, Abby dio media vuelta y corrió.