CAPÍTULO 32
Es
La ceniza tenía el sabor de una bendición.
Lexa estaba en la escalera, escuchando las pisadas a la fuga de Abby, las campanas de la Iglesia repicando alarmadas. Olía carne carbonizada, sangre y entrañas y mierda, todo ello un dulce perfume. Le escocían los ojos por el humo que se flotaba en el aire y tenía piel mojada y roja y pringada y Azgeda ya regresaba pies en polvorosa al interior de la montaña. Cualquier chica normal podría temer en ese momento que el imperator escapara de verdad. Cualquier chica normal podría temer que todos sus esfuerzos hubieran sido en vano. Pero no esa chica.
¿Qué diferencia hay entre el coraje y la estupidez? ¿Quiénes seríais, cómo actuaríais, gentiles amigos, si de verdad no temierais nada?
Lexa miró a Clarke y Lincoln con los ojos negros incendiados.
—Id a ayudar a Wells y Cantahojas —les ordenó—. Ceñíos al plan. Tomad las cámaras del orador y cortadles la retirada.
Clarke miró a Solis.
—Lexa, ¿te has…?
—¡No hay tiempo para discutir! ¡Marchaos!
Sus compañeros se miraron entre ellos, enconados adversarios en todo excepto en el amor que compartían con ella. Lexa distinguió el miedo en los ojos de ambos, un miedo que ella no podía sentir con Eclipse en su sombra. Pero al final obedecieron y Clarke echó a correr escalera arriba con Lincoln pisándole los talones, siguiendo a Wells y Cantahojas hacia las cámaras del orador. Raven estaba apagando los fuegos que había provocado el estallido de sal de arkimista. Carnicero montaba guardia junto al hermano de Lexa.
Pero ella solo tenía ojos para el reverendo padre.
Las espadas le pesaban en las manos, sanguinolentas. Descendió dos peldaños hacia él y vio que tenía los ojos ciegos fijos en el techo. Estaba chamuscado, con la piel enrojecida por la explosión. Pero empuñaba sus espadas con firmeza. Músculos relucientes, hombros anchos como puentes, bíceps grandes como la cabeza de Lexa. Los labios de Solis se curvaron de desdén al hablar:
—De modo que sí que tienes el valor de enfrentarte a mí. Considérame asombrado.
Lexa desvió la mirada hacia su hermano, la devolvió a la escalera.
—Podría matarte sin dar un solo tajo, Solis —se limitó a responder—. Podría hacer que las sombras te descuartizaran. Podría darte muerte sin cruzar siquiera las espadas. —Dio un paso adelante y alzó una hoja goteante—. Pero quiero cruzarlas. Porque la primera vez que combatimos, yo era solo una discípula. Y cuando nos enfrentamos en Tumba de Dioses, no estaba en mi mejor momento. Pero ¿ahora? Nada de sombras. Nada de trucos. Hoja contra hoja. Porque tú ayudaste a asesinar a un hombre al que quería como a un padre. Y voy a matarte por eso, hijo de la grandísima puta.
Lo que estuviera a punto de responder el shahiid quedó interrumpido por la acometida de Lexa. Su hoja era una blanquecina centella, su destreza cegadora. El hombre esquivó a un lado y contraatacó con un tajo que pasó silbando junto al cuello de Lexa, que se retorció, su largo pelo negro un abanico a su espalda, y lanzó una estocada al vientre de Solis. Eclipse merodeaba en torno a ellos, entre ellos, rugiendo y gruñendo. Y allí, en los ensangrentados peldaños de la Iglesia Roja, emprendieron con saña la batalla. La mayoría de los combates a muerte terminan al cabo de escasos momentos, gentiles amigos. Es un hecho que pocos conocen, sobre todo entre quienes sois más aficionados a leer sobre duelos de espadas que a librarlos en persona. Pero lo cierto es que basta un solo error para sellar tu destino cuando alguien esgrime un pedazo de metal grande y afilado contra ti. Lexa sabía que Solis nunca la había respetado como discípula, como hoja, como adversaria. Con Eclipse a su lado, no conocía el miedo. Flexible y musculada, dura como el acero, Lexa Wood era en todo la misma campeona que había ganado el Venatus Magni. Pero Solis era más alto que ella. Tenía más alcance y muchos más años de experiencia, y con su Cinto de Ojos podía ver venir sus ataques entre la arremolinada lluvia de ascuas y humo. Cuando Lexa aún era una niña, Solis ya estaba asesinando a centenares con las manos desnudas para escapar de la Piedra Filosofal. Había servido durante años como el mejor espadachín en la congregación de la Iglesia Roja. En todos los aspectos concebibles, se consideraba mejor que ella.
—Despreciable minucia —gruñó, bloqueando una estocada. Lanzó un fuerte tajo que casi separó la cabeza de los hombros a Lexa—. Niña lastimosa —escupió, obligándola a retroceder.
Lexa danzó hacia atrás y estuvo a punto de resbalar en el suelo ensangrentado. Desvió de lado la hoja de Solis, atacó con la suya. Esquiva. Tajo. Parada. Acometida. Al poco tiempo le martilleaba el corazón, le picaba el sudor en los ojos. Las hojas gemelas de Solis rebanaban el aire en hipnóticos surcos, siseando al llegar. Una acometida perfecta del shahiid estuvo a punto de partirle en dos la caja torácica. Un segundo tajo casi le arrancó la espada larga de la mano.
—¡Lexa! —exclamó Aden desde abajo, adelantándose temeroso.
—… CUIDADO, LEXA… —gruñó Eclipse a sus pies.
Ella se llenó de aire los pulmones mientras Solis torcía los labios en una sonrisa.
—Me decepcionas, chica —dijo.
Mientras bloqueaba otro tajo aterrador de Solis, Lexa empezó a darse cuenta de lo fuerte que era en realidad su enemigo. De lo poco que iban a influir su propia ira y su velocidad en un combate como aquel. Los brazos del shahiid eran gruesos como los muslos de Lexa. Sus manos eran como platos. Ese hombre estaba hecho de puro músculo, vez y media la altura de Lexa, dos veces completas su peso. Con un solo ataque que superara su defensa, con un solo error, estaría acabada.
Así que tenía que acabar con él antes.
Lexa esquivó a un lado el siguiente tajo de Solis, dio un salto y se impulsó en la baranda de la escalera. Volando por el aire, alzó su hoja sobre la cabeza para descargarla hacia abajo con toda su fuerza y su furia. Era una maniobra impresionante. Una maniobra que podría haber hecho ahogar un grito maravillado a un público. Pero también era una técnica de novata. Una técnica espectacular y llamativa para el estadio. Algo que podría intentar alguien que tuviera mucha prisa, que quisiera concluir rápido un combate contra un adversario superior. Y Solis lo sabía. Porque, a fin de cuentas, su enemiga era solo una despreciable minucia. Una niña lastimosa.
Una chica. Y él era más fuerte que ella, sin más.
Por suerte, no podía decirse lo mismo de sus espadas.
Porque veréis, el caso es que las espadas de Solis eran de acero liisiano. El metal estaba plegado cien veces en la fragua, tan afilado que podría cortar la luz de los soles. Pero la hoja de Lexa había pertenecido a Nyko Wood, el hombre que Solis había ayudado a matar. Su empuñadura tenía la forma de un cuervo en pleno vuelo, el emblema de la familia que Solis había ayudado a destruir. Y estaba hecha de hueso de tumba, gentiles amigos. Era más afilada que la obsidiana. Más fuerte que el acero.
Y subestimar la espada, y a quien la empuñaba, fue el error de Solis.
Los labios del shahiid se torcieron despectivos de nuevo. Alzó una espada para bloquear el tajo de Lexa y echó atrás la segunda, disponiéndose a abrirle las tripas. Las armas chocaron con un estremecedor golpetazo. Filo contra filo. Afilado hueso de tumba contra acero liisiano plegado. Y ganó el hueso de tumba. La espada de Lexa atravesó la de Solis, partió en dos la hoja con una lluvia de chispas. El tajo alcanzó su objetivo y hendió el hombro del gigante hasta llegar al pecho, haciendo saltar una fuente de sangre. Solis dio un grito y su ataque se perdió ancho al trastabillar.
—Despreciable minucia —gruñó Lexa. Tirando de la espada hacia abajo a través de las costillas de Solis, la liberó entre un chorro de brillante rojo—. Niña lastimosa —espetó. Rodó sobre sí misma y le abrió las tripas—. Chica. —Sonrió. Las entrañas de Solis se desparramaron hacia el suelo. Sus ojos ciegos se desorbitaron—. Pero, aun así, soy la que te ha vencido.
Le dio una patada en el pecho que lo envió volando hacia atrás y luego resbalando sobre su propia sangre hasta estamparse contra la pared. Sujetándose los intestinos derramados, Solis intentó levantarse. Intentó hablar. Intentó respirar. Pero al final fracasó en todos los intentos. Y con un rojo gorgoteo, el reverendo padre se desmoronó al suelo.
—¡Sí, joder! —bramó Carnicero desde abajo, con los brazos en el aire—. ¡CUERVOOO!
Lexa se dejó caer acuclillada en la piedra empapada de sangre, con una mano en el suelo para mantener el equilibrio. Tragó saliva, intentando recobrar el aliento mientras se apartaba el pelo de los ojos con un manotazo. Miró al gladiatii, a Raven, y logró componer una sonrisa cansada.
—¿Ella está bien? —gritó Raven.
—Sí —resolló Lexa—. Pero esto aún no ha acabado ni de lejos. Cuidad de él por mí, ¿eh?
Raven miró a Aden y asintió.
—Con nuestras vidas.
—No temas, pequeña Cuervo —dijo Carnicero.
—Eclipse, quiero que te quedes aquí también —jadeó Lexa—. Protege a mi hermano.
—… COMO DESEES… —llegó un grave gruñido desde debajo de ella.
La daimón abandonó su sombra y cobró forma en los peldaños ensangrentados ante sus ojos. Lexa la miró de arriba abajo, todavía escasa de aliento.
—¿No vas a advertirme que te necesitaré cuando me enfrente a él?
La loba-sombra la miró con sus no-ojos, alzando las orejas.
—… NO ME NECESITARÁS. TIENES EL CORAZÓN DE UNA LEONA…
—Eso ya me lo dijiste una vez. —Lexa logró componer una sonrisa exhausta—. Pero tengo el corazón de un cuervo, Eclipse. Negro y marchito, ¿recuerdas?
La daimón se acercó a ella, apretó el hocico en su mejilla.
—… VERÁS LA FALSEDAD DE ESA AFIRMACIÓN ANTES DEL FINAL…
El pelo de la loba-sombra era un susurro contra su piel. Lexa casi podía sentirlo, suave como el terciopelo y fresco como la noche. Le dio un escalofrío incluso mientras sonreía.
—… VE A BUSCAR A TU PADRE, LEXA…
La chica asintió. Y con una mueca, se puso en pie.
—¿Lexa? —dijo su hermano con un hilo de voz.
Pero ella ya se había marchado.
Abby corrió.
Aalea se apresuraba a su lado, sosteniendo a su señora con un brazo. Mataarañas las seguía más despacio, sin duda debatiéndose entre su venganza contra Wood y salvar su propia piel. Pero Abby sabía que en esos precisos momentos los compañeros de Wood estarían internándose más y más en la montaña, encabezados por la zorra traicionera de Griffin. Y si llegaban a Bellamy antes que Abby, su única posibilidad de escapar se iría al traste. De modo que la Señora de las Hojas se vio corriendo por la serpenteante oscuridad, con toda la velocidad que le permitían sus viejas piernas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Aalea a su lado, sin aliento.
—Orador —respondió la señora.
—¿Huimos? —preguntó Mataarañas imperiosa.
—Vivimos —escupió Abby.
Oía a los guardias del imperator por delante de ellas, Azgeda entre ellos, subiendo deprisa la escalera de caracol. Unas manos leales se cruzaron con la Señora de las Hojas y las shahiids, en dirección a la cuadra, armadas con arcos y espadas. Iban seguidas de lozanos discípulos, la última cosecha de reclutas del Monte Apacible y su segunda línea de defensa, que gritaron a la Señora de las Hojas que corriera, corriera. El coro de la Iglesia parecía sonar más alto de algún modo, embargado por un tenue apremio. Abby estaba jadeando, poco acostumbrada a correr, con la boca seca como un hueso viejo.
«¿Cómo hemos podido llegar a esto?».
Había perdido de vista a Azgeda por delante, pero sabía casi a ciencia cierta que el imperator estaría dirigiéndose también a las cámaras de Bellamy. Intentaría escapar por la única vía que le quedaba disponible, dejar atrás aquel matadero.
«Pero esto no tiene ningún sentido».
Abby había leído las Crónicas de la Nuncanoche de principio a fin. No había dejado nada al azar. Deberían haber pillado a Wood y sus camaradas desprevenidos, porque el libro no mencionaba en ningún momento que la chica llevara un tonel de sal de arkimista en el carro ni que se temiera ningún tipo de trampa. Desde que Abby había descubierto su implicación en el complot, Bellamy y Octavia no estaban en condiciones de avisar a Lexa. Gustus y Gabriel ni siquiera tenían manera alguna de hablar con ella. En el nombre de la Madre, ¿cómo había sabido Wood que Abby estaba tendiéndole una emboscada? Si esas crónicas eran en verdad la historia de su vida, si el tercer libro era en verdad la historia de su muerte…
Abby oyó el entrechocar de acero en la lejanía: los gladiatii de Wood emprendiendo una danza mortal con los defensores de la montaña. Oyó gritar a Griffin. Ladrar órdenes a Wells. El corazón de la anciana le golpeaba en las costillas. El corazón le ardía en el pecho. Aalea sostenía parte de su peso, con la larga melena oscura pegada al sudor de la piel. Mataarañas iba quedándose cada vez más atrás. Abby había perdido de vista a los hombres de Azgeda. Le dolían las rodillas. Le crujían los viejos huesos con cada paso que daba.
Estaba demasiado mayor para esas cosas, comprendió.
Demasiado cansada. Todos sus años de servicio a la Madre solo habían servido para llevarla donde estaba. Para hacerla líder de una iglesia que se desmoronaba a su alrededor. Señora de un Sacerdocio desgarrado. Tanta conspiración, tanto asesinato, tanta moneda, ¿y así era como iba a terminar? ¿Destruida por un monstruo creado por ella misma?
Llegaron al Salón de las Elegías. La estatua de Niah se alzaba sobre sus cabezas. Nombres muertos tallados en el suelo a sus pies. Tumbas sin lápida a su alrededor. El tañer del acero y los gritos de dolor se aproximaban cada vez más. Abby cayó en la cuenta de que Mataarañas las había abandonado en algún oscuro punto del camino. Que Aalea y ella estaban solas.
Casi.
—Ya pensaba yo que vendrías por aquí.
Abby tiró exhausta de Aalea hasta detenerla. Gustus estaba delante de ellas en su túnica oscura, bloqueando la salida del salón. Sus ojos estaban ablandados por la lástima. Sostenía en la mano derecha una sierra para hueso de boticario, manchada de roja sangre.
—Siempre fuiste animal de costumbres, Abby.
—Tú… —jadeó Abby.
—Yo —respondió el anciano.
—Pero tu corazón…
Gustus sonrió con tristeza, dándose unos golpecitos en el pecho huesudo.
—Soy buen mentiroso. No tan bueno como tú, me temo. Pero claro, dudo que nadie lo sea.
—Tú eres el responsable de esto —comprendió Abby.
Pero Gustus negó despacio con la cabeza.
—No puedo atribuirme mucho mérito. Ha sido sobre todo Gabriel, si te digo la verdad. La tercera crónica fue idea suya. No me contó sus intenciones hasta después de haberla escrito.
El corazón de Abby dio un vuelco en su marchito pecho.
Gabriel dio una larga y profunda calada al cigarrillo, las ascuas chispeando en sus ojos, los dedos manchados de tinta.
—No andes jodiendo a los bibliotecarios, jovencita. Conocemos el poder de las palabras.
«Los dedos manchados de tinta…».
—En este sitio no se encuentran las cosas a menos que se deban encontrar.
«Oh, Diosa…».
Oh, Madre, ¿cómo había podido estar tan ciega?
Todo había sucedido justo según lo previsto.
Según lo había previsto él.
«Ese vejestorio traidor hijo de puta…».
—Déjanos pasar, Gustus —siseó la Señora de las Hojas.
—Sabes que no puedo, Abby.
Abby sacó una de las hojas envenenadas que llevaba en las mangas.
—Entonces morirás ahí plantado.
El obispo de Tumba de Dioses se mantuvo firme. Miró a Abby sosteniendo aquella ensangrentada sierra para hueso, con una extraña tristeza apoderándose de sus ojos al desviarlos hacia la entrada del salón.
—No soy yo por quien deberías preocuparte.
La Señora de las Hojas apretó los dientes, el martilleo de su corazón se aceleró. Pensó en su hija, en su hijo, en sus nietos. Sus ojos se ensancharon de miedo.
—Por favor —susurró.
Gustus se limitó a menear la cabeza.
—Lo siento, querida.
Oyó por detrás a Clarke Griffin y a aquel chico muerto dweymeri entrando en el Salón de las Elegías. Tras ellos llegaban los gladiatii de Wood: Wells empuñando llameante acero solar, seguido por una resollante Cantahojas. El cuarteto estaba salpicado de carmesí, sus armas dejando gotear la sangre de los fieles de la Iglesia. Toda ella, final y completamente deshecha.
El anciano alzó la mirada a la Diosa que dominaba la estancia y suspiró.
—No estoy muy seguro de lo que te hará ella, Abby —dijo—. No estoy seguro de que le quede ya mucho fuelle. Pero yo en tu lugar soltaría ese pinchacerdos envenenado ahora mismo y me prepararía para encomendarme a la clemencia de Lexa.
Abby miró a Aalea. A Griffin y las otras espadas sanguinolentas a su espalda. Al anciano que tenía delante y a la Diosa que tenía encima y a la Iglesia que se hacía pedazos por doquier. En lo alto, el coro cantaba su himno fantasmal en la oscuridad de cristal tintado.
La anciana exhaló todo el aire que tenía.
—Bien jugado, querido —musitó.
Y agachándose despacio, dejó la daga en el suelo.
—No tengas miedo, chico. El viejo Carnicero te protegerá.
Aden estaba sentado en el suelo de la cuadra, con el mentón en las rodillas y ceniza en la piel. Carnicero estaba de pie a su lado, mirando la puerta occidental. Raven había subido la escalera del este, espada en mano. Los peldaños estaban manchados de sangre y sembrados de cuerpos. El humo se elevaba de los chamuscados fardos de pienso y los carbonizados cadáveres de camello. Salvo por el coro fantasmal, todo en la cuadra era humo y silencio. El chico alcanzaba a oír los sonidos de la batalla en el interior de la montaña, pero ya cesaban. Los defensores de la Iglesia habían caído en la treta de Lexa y estaban derrotados. Aden sabía que en algún lugar de arriba su hermana estaba husmeando la oscuridad como un sabueso. Acabando con todo lo que se interpusiera entre ella y el padre de ambos.
—La batalla decae —dijo Raven desde la escalera—. La victoria llegará pronto.
—¿Suya o nuestra? —preguntó Carnicero.
Raven pareció meditarlo un momento, con la cabeza ladeada. El velo ocultaba su sonrisa, pero aun así el chico se la oyó en la voz.
—Nuestra —contestó.
Eclipse había entrado de nuevo en la sombra de Aden, así que el chico no podía sentir miedo en sí. Pero de todos modos se le oprimía el pecho al pensar en lo que podría estar sucediendo en las tripas de la montaña. Lo cierto era que, pese a toda la destreza de su hermana, él no terminaba de creer que pudiera salirse con la suya. Su padre había superado todos los obstáculos. Todos los enemigos. Se alzaba triunfante en un juego en que perder significaba morir, y todo aquel que se le hubiera opuesto estaba ya pudriéndose en su tumba. A ojos de Aden, Roan Azgeda siempre había parecido un ser inmortal. Había sido un hombre severo, sin duda. Nunca cruel, eso no. Pero sí duro como el hierro. Inclemente como el mar. Lento en halagos, veloz en reprimendas, moldeando a su hijo para transformarlo en un hombre que algún giro podría gobernar un imperio. Porque su padre le había dejado muy claro desde siempre que, pese a su linaje, el trono iba a ser algo que Aden tendría que ganarse. El chico había estudiado con ahínco. Buscando siempre impresionar. El afecto de su madre siempre había sido inquebrantable, pero era el ansia por el elogio de su padre lo que había impulsado a Aden. Enorgullecer a aquel hombre, su único objetivo. Veía en Roan Azgeda, senador del pueblo, cónsul, imperator, al hombre en el que anhelaba convertirse en un futuro.
Hasta que había conocido a Lexa.
Una hermana de cuya existencia no sabía nada. De quien nadie le había hablado siquiera. Al principio la había tomado por mentirosa. Por serpiente y ladrona. Pero Roan Azgeda no había criado a un idiota, y ni todas las ensoñaciones del mundo podían ocultar la verdad de lo que su hermana le había contado. La oscuridad que ambos tenían dentro cantaba a la del otro. Su vínculo en las sombras no podía negarse. Eran parientes, eso desde luego.
Y ella, hija de su padre.
En los últimos giros hasta había empezado a pensar en sí mismo no como Lucio, sino como Aden. Pero echaba de menos a su familia. Se sentía perdido y solo. Eclipse facilitaba las cosas, pero seguían sin ser fáciles. Era alguien muy pequeño en un mundo que de pronto se había hecho pero que muy grande.
—¿Cómo se llamaba tu hijo, Carnicero? —se oyó a sí mismo preguntar.
El hombretón lo miró con ligeras arrugas asomando a la frente de su rostro maltrecho.
—¿Eh?
—Una vez le dijiste a Lexa que habías tenido un hijo —aclaró Aden—. ¿Cómo se llamaba?
El exgladiatii devolvió la mirada a la escalera. Apretó más el puño de su espada. Tensó la mandíbula. El chico oyó un susurro en su sombra.
—… ADEN, ES POSIBLE QUE CARNICERO NO DESEE HABLAR DE TALES COSAS…
El chico hizo una fina línea con los labios. El liisiano era un matón, un patán maleducado, un cerdo. Pero tenía el corazón de oro y siempre había sido amable con él. A pesar de todo ello, Aden se dio cuenta de que no le gustaba la idea de hacer daño al hombre.
—Lo siento, Carnicero —dijo en voz baja.
—Iacomo —musitó el gladiatii—. Se llamaba Iacomo. ¿Por qué lo preguntas?
—¿Tú…? —Aden se lamió los labios, buscando las palabras—. ¿Tú alguna vez le mentiste?
—A veces —suspiró el hombre.
—¿Por qué lo hacías?
Carnicero se pasó la mano por la cresta negra de pelo. El sonido de la batalla arriba casi había cesado del todo. Le costó un rato responder.
—Ser padre no es cosa fácil —admitió por fin—. Tenemos que enseñar a nuestros hijos las verdades del mundo para que puedan sobrevivir en él. Pero algunas verdades te cambian de una forma que ya no puede deshacerse. Y en realidad ningún padre quiere que su hijo cambie.
—¿Así que nos mentís?
—De vez en cuando. —Carnicero se encogió de hombros—. Pensamos que esforzándonos lo suficiente, podemos hacer que sigáis igual que empezasteis, de alguna manera. Puros y perfectos. Para siempre.
—Así que os mentís a vosotros mismos también.
El enorme liisiano sonrió y se arrodilló al lado del chico. Acercó una mano encallecida por la espada y revolvió afectuoso el pelo de Aden.
—Me recuerdas a mi Iacomo —dijo sonriendo—. Eres un listillo de mierda.
—Si fuese listo, no estaría en este fregado. Me siento inútil. Indefenso.
Raven miraba en silencio desde arriba mientras el liisiano sacaba una daga de su cinto y se la tendía al chico con el puño por delante. Aden la tomó, la sopesó, contempló la luz de los soles danzando en el filo. Eclipse se materializó a su lado, observándolo con sus noojos mientras el chico giraba la daga de un lado a otro.
—¿Aún te sientes indefenso? —preguntó Carnicero.
—Un poco menos —dijo Aden—. Pero no soy fuerte como tú.
—No tengas miedo, chico. ¿Esa sangre que llevas en las venas? —Carnicero soltó una risita y negó con la cabeza—. Eres lo bastante fuerte para los dos.
Lexa recorría los oscurecidos pasillos como un aleteo con sombras a su espalda. Había llegado al Salón de las Elegías y encontrado a Gustus en el umbral, con una sierra ensangrentada en la mano. Abby y Aalea estaban capturadas, la Señora de las Hojas con los hombros caídos, la Shahiid de Máscaras con los oscuros ojos ensanchados de miedo. Cantahojas y Wells vigilaban a las dos mujeres, a solo una palabra mal recibida del asesinato. Lexa miró a los ojos a su mentor por el más fugaz instante y lo vio sonreír. Pero no tenía tiempo de pararse a hablar.
Siguió corriendo.
Llegó a la escalera que descendía a los dominios de Bellamy y la huida de Azgeda. Lincoln y Clarke ya estaban bajando a la carrera, Clarke un poco adelantada. Pero resbalando de sombra en sombra, Lexa se movía aún más rápido. Ya oía a los guardias de su padre por delante, pesadas botas raspando los peldaños de piedra más abajo, el pánico en sus voces al meterse prisa unos a otros. Con un cachete en el cuero que cubría el trasero de Clarke al adelantarla, Lexa dio un paso más allá de ambos
abajo
por la curvada
escalera de delante
profundizó en
las oscuras
sombras de su espalda
y de su pelo
el negro le dio alas
voló más rápido que
corrían los guardias de Azgeda
y alcanzó al más lento y acabó con él en un instante, la oscuridad aferró al que tenía al lado y lo desmembró. Lexa miró hacia delante y captó un atisbo de una toga púrpura entre el grupo que le aceleró el corazón. Los demás guardias se volvieron, los diez que quedaban, fulgor de espadas, ojos brillantes. Lexa dio un paso entre ellos, se abrió camino entre ellos, negra como la sombra y rápida como el rayo. Pero incluso mientras bailaba, mientras su hoja de hueso de tumba componía rojos poemas en el aire, se dio cuenta
Se dio cuenta…
«Algo va mal».
No podía sentir a Azgeda. Aquella familiar náusea. Aquella hambre atemporal. La presencia de otro tenebro cosquilleándole en la piel. Con el corazón abatido, vio que la toga púrpura que había vislumbrado estaba echada a hombros de un guardia: una nueva treta del maestro del engaño, fácil de colar en aquella penumbra. Lexa se preguntó un instante si Azgeda estaría encogido en las sombras por allí cerca. Pero, aunque su padre se hubiera ocultado bajo un manto de oscuridad, ella lo sentiría, con tanta claridad como sentía el miedo infiltrarse lento en su tripa.
«Diosa, no está aquí».
Afloró en su pecho la desesperación, la furia por haberse dejado embaucar, que le retrajo los labios de los sientes. Rugió y apuñaló, hizo fintas y dio pasos, despedazando a los hombres de Azgeda, pringando el suelo y las paredes. De pie al final, jadeando, con mechones de pelo negro tinta pegados a la pie, la espada goteando en la mano. Escrutando la tiniebla con ojos entornados, ardientes. Siguió dando pasos, titilando por el tortuoso pasillo en el palpitante calor hasta que por fin llegó a las cámaras de Bellamy. Se abalanzó por el umbral y vio al orador arrodillado en la cabecera de su estanque de sangre, con gruesas cadenas de hierro negro alrededor de las muñecas y los tobillos. En las paredes resplandecían runas carmesíes que daban una luz tenue y sanguinolenta. Bellamy tenía los ojos cerrados y respiraba despacio, pero alzó la mirada al entrar Lexa y clavó sus iris rosados en los de ella.
—Hola, pequeña tenebra.
—¿Azgeda? —jadeó ella.
El orador frunció el ceño, confuso. Luego negó lento con la cabeza.
«Mierda».
¿Podía haberse quedado escondido en la penumbra mientras sus guardias la despistaban? ¿Podía conocer algún otro truco de la oscuridad? ¿Podía haber escapado ya? ¿Podía haber dado media vuelta?
«Oh, Diosa…».
Lexa miró por el pasillo que acababa de recorrer.
Una pavorosa certeza le congeló las entrañas.
—Aden.
Aden arrugó la frente al notar que se le revolvía el estómago. Miró hacia arriba de las escaleras. Primero hacia la puerta occidental, más allá de la gigantesca silueta de Carnicero. Luego a la escalera oriental, donde Raven montaba guardia junto a la baranda, empuñando su espada con manos firmes. A Aden se le estaba acelerando el pulso. De pronto pudo sentirla, aquella extraña hambre que nunca se había saciado. La impresión de que faltaba una pieza en su interior. Que buscaba otra igual que ella.
—¿Lexa? —preguntó esperanzado.
Raven se volvió al oír su voz, arqueando una ceja.
—¿Ha regresado?
—No lo…
La mujer dio un tumbo a un lado en la escalera, con un sorprendido gruñido cuando algo pesado colisionó contra ella. No había ni rastro de lo que la había golpeado, pero aun así Raven dio con la espalda contra la baranda, ahogó un grito, hizo aspavientos para conservar el equilibrio. El mismo algo la atacó de nuevo, con fuerza en el pecho, empotrándole la espalda en la balaustrada. La mujer dio un grito, ensanchó los ojos.
—¡Raven! —gritó Aden.
Recibió un tercer golpe, un topetazo brutal en toda la cara. Con la nariz ensangrentada, Raven se combó hacia atrás y sus dedos agarraron la nada al perder el equilibrio. Y con un gemido, la mujer cayó al vacío. Los brazos giraron, la túnica se infló a su alrededor, el aire arrancó el velo de su rostro aterrorizado mientras se precipitaba quince metros hasta el suelo de la cuadra. Dio contra la piedra con un enfermizo y sonoro crujido.
—Por el abismo y la puta sangre —susurró Carnicero.
Eclipse gruñó tras él, erizándose.
—… ¡CARNICERO, CUIDADO!…
El gladiatii tenía espada lista y dio un paso atrás en una postura defensiva.
—¿Qué es…?
Un hoja destelló, brillante en la luz que menguaba. La garganta de Carnicero se abrió de par en par. El hombretón se tambaleó, se llevó una mano al cuello para contener la riada, entornó los ojos hacia la forma difusa y turbia que se entreveía en los peldaños delante de él. El gladiatii embistió con una gorgoteante maldición, su gladius raudo en la mano. Aden oyó un grito entrecortado, vio las sombras estremecerse, a su padre aparecer en la escalera. El imperator tenía una profunda herida sangrante en el antebrazo, su toga púrpura abandonada, el rojo salpicado en la ropa blanca de debajo. Aden vio a Susurro enroscado al cuello del padre del chico y la víbora-sombra lanzó una dentellada a la cara de Carnicero. El hombretón dio un tajo por puro instinto y atravesó el cuello de la serpiente mientras retrocedía encogiéndose. Pero la criatura era insustancial como el humo y el acero no cortó nada. Había desperdiciado valiosos segundos y energía en el ataque. Carnicero hizo un sonido gutural, con la mano y el cuello y el pecho empapados de sangre. Cayó sobre una rodilla, desnudó los dientes rojos en un rugido. Aden vio a su padre retroceder unos pasos escalera arriba, con la daga ensangrentada lista. Al chico se le revolvió el estómago y se le anegaron los ojos de lágrimas al ver al enorme gladiatii levantarse de nuevo con esfuerzo.
—Co… corre, chico —resolló Carnicero.
Eclipse cobró forma entre Aden y su padre, rugiendo.
—… ADEN, CORRE…
El chico empezó a retroceder escalera abajo. Un peldaño. Luego dos. Carnicero dio un inseguro paso adelante, descargó un torpe tajo hacia el imperator. Pero la sangre ya manaba del cuerpo del hombre como una inundación, encharcando el suelo, toda su fuerza y su habilidad en vano. El padre de Aden esquivó con facilidad el ataque y dio otro paso atrás mientras el liisiano trastabillaba y caía.
—¡Carnicero! —gritó Aden con lágrimas en los ojos.
—Iac… Iacomo… —gorgoteó el gladiatii—. Co… co…
Eclipse miró un momento hacia atrás, mostrando los colmillos.
—… ¡CORRE!…
La daimón saltó por encima del cuerpo caído de Carnicero con las fauces abiertas. Susurro siseó y atacó, hundió sus negros colmillos en el cuello de la loba. Las sombras se enzarzaron en una brusca, rugiente, sibilante lucha, rodando escalera abajo. Eclipse gruñía y daba dentelladas, Susurro escupía y clavaba los colmillos, el negro salpicaba las paredes y chorreaba como sangre. Aden dio otro paso atrás y casi resbaló en la sangre de Carnicero. Mejillas surcadas de lágrimas. Un horror que le helaba y le revolvía las entrañas.
—Hijo mío.
Los pasajeros seguían peleando, pero el chico se quedó inmóvil. Miró a su padre más arriba en la escalera. Salpicado de carmesí. Un laurel dorado en la frente. Imperator de la república entera. Alto y orgulloso y fuerte. Siempre en posesión de la voluntad para hacer lo que otros no osaban. Carnicero yacía muerto en la piedra ante él, Raven rota abajo en el suelo, dos cuerpos más que añadir al montón.
—Padre…
El imperator de Itreya alzó una mano, indicó a Aden que se acercara.
—Ven a mí, hijo.
Aden miró las sombras de ambos en la pared. La de su padre se inclinaba hacia él, con las manos abiertas y acogedoras. El chico vio que su propia sombra se movía, corría hacia su padre y lo envolvía en un fuerte abrazo. Pero el propio chico permaneció inmóvil. La daga que le había regalado Carnicero aferrada en las manos. Sus ojos se vieron atraídos de nuevo hacia Eclipse y Susurro, que aún luchaban en la escalera. Sangre negra en el aire, colmillos desnudos, siseos y gruñidos.
—¡Susurro, para! —exigió el chico.
—… ¡ADEN, CORRE!… —rugió Eclipse.
Aden vio que su padre entrecerraba los ojos. El miedo inundó las tripas del chico, surcó frío sus venas. El imperator levantó la otra mano y dobló los dedos. Las sombras se movieron, se afilaron en punta, atacaron a la loba y le perforaron la piel.
—¡No! —gritó Aden.
Eclipse aulló de dolor mientras salpicaba más sangre-sombra. Azgeda cortó el aire con la mano y envió a la daimón despedida por el aire contra la pared. Susurro se abalanzó sobre Eclipse y le hundió de nuevo los colmillos en el cuello. Negros bucles envolvieron el cuerpo de la loba-sombra, estrujando, aplastando, mientras los colmillos se clavaban en ella una y otra vez.
—… ¿Lamentas ahora tu insulto, perrita?…
—… A… ADEN…
—… ¿Te inspiro temor ya?…
—¡Padre, haz que pare! —gritó el chico.
El chico notó abrasadoras lágrimas en los ojos al ver que los forcejeos de Eclipse perdían fuerza. Los bucles de Susurro apretaban cada vez más fuerte, sus colmillos se hundían cada vez más profundo. Eclipse gimoteó de dolor, revolviéndose y rodando y mordiendo.
«¿Esa sangre que llevas en las venas? Eres lo bastante fuerte para los dos».
Aden levantó las manos, hizo garras de los dedos al emplear sus dones, asió el cuello de la serpiente en una presa invisible. Estrelló a Susurro contra la pared mientras la serpiente se sacudía y siseaba, daba latigazos con la cola, hacía revolotear la lengua.
—¡Lucio! —restalló su padre—. ¡Libéralo!
El chico se quedó quieto. Paralizado por la voz. Por esa voz que ya conocía antes de poder hablar él mismo. Por la autoridad que había obedecido desde antes de aprender a andar. Por el padre al que había admirado, al que había anhelado enorgullecer, en el que había deseado convertirse desde siempre cuando creciera. Su hermana lo había acogido. Le había mostrado su mundo. Eclipse había vivido en la sombra de Aden desde hacía meses. Había mantenido a raya su miedo. La daimón lo había amado, con la misma ferocidad con la que otrora amara a otro chico, igual de perdido y asustado que él.
—… KANE… —gimoteó Eclipse.
Pero aquel era el hombre que había criado a Aden. Que lo conocía desde hacía años, no meses. El hombre al que había temido y querido y emulado. El sol que brillaba en su cielo.
—¡Lucio, he dicho que lo liberes! —llegó el grito.
Y así, aunque le desgarró el corazón, aunque las abrasadoras lágrimas le escaldaron las mejillas, Aden miró a Eclipse. A la sombra que conocía casi tan bien como la suya propia. A la pasajera que había llevado a través de la tormenta y el mar. A la loba que lo amaba.
—No… —Se sorbió la nariz , mirando el cuchillo que tenía en la mano—. Yo no…
—¡Lucio Ático Azgeda, soy tu padre! ¡Obedéceme!
Y podéis odiarlo por ello, gentiles amigos. Podéis considerarlo un blandengue pueril y despreciable. Pero la verdad es que Aden Wood era solo un niño de nueve años. Y «padre» era otra manera de decir «Dios» en su mente.
—Lo… lo siento —susurró Aden.
Y despacio,
muy muy despacio,
bajó la mano.
Libre de nuevo, Susurro atacó. Eclipse cayó, dio un gañido cuando los negros colmillos se hundieron profundos en su piel. Otra vez. Otra. Con lágrimas en los ojos, Aden oyó chillidos, justo más allá del límite de la audición. Aquella hambre se acumuló dentro de él. Suspiro se retorció y siseó, envolvió una y otra vez con sus bucles de serpiente el cuerpo de la loba-sombra, estrujó más y más. Y bajo la horrorizada mirada Aden, Eclipse empezó a desvanecerse.
Cada vez más débil.
Más pálida.
Más insustancial.
—… A… ADEN…
La loba se apagó poco a poco.
—… KA… KANE…
Hasta que solo quedó la serpiente.
Lo bastante oscura para dos.
—Lucio.
Los sollozos burbujeaban en la garganta del chico. El horror y la pena en su pecho, amenazando con asfixiarlo. El mundo entero estaba quemado y emborronado por las lágrimas cuando alzó los ojos hacia la mano tendida de su sangre. Manchada de sangre.
Salpicada de negro.
—Es hora de irnos a casa, hijo.
Sus pequeños hombros se vinieron abajo. El peso de todo era demasiado. Estaba jugando a ser hombre, pero la realidad es que todavía no era más que un niño. Perdido y cansado y, sin la loba en su sombra, desesperadamente asustado. Susurro reptó por el espacio entre ellos, al interior de la oscuridad encharcada a sus pies. Se comió el miedo, igual que se había comido a la loba. Sin hacer más ruido, Aden soltó la daga que le había regalado Carnicero.
—Imperator.
Aden miró hacia la escalera oriental, de donde provenía la voz. Entre lágrimas vio a una mujer dweymeri alta, sin aliento y cubierta de sudor. Iba vestida de verde esmeralda, los labios y los ojos pintados de negro. Llevaba oro en las muñecas y el cuello, pero estaba quitándose los adornos, arrojándolos hacia abajo al suelo de la cuadra.
—Shahiid Mataarañas —dijo el padre del chico—. Vivís.
—Parecéis sorprendido, imperator —contestó la mujer, sacándose otra pulsera—. Si pretendéis abandonar este lugar, deberíamos viajar juntos.
—La Iglesia Roja me ha fallado, Mataarañas —replicó el imperator—. ¿Por qué, en nombre de vuestra Negra Diosa, debería llevaros conmigo?
—Había pensado en llevaros yo a vos conmigo —dijo ella con una sonrisa oscura—. Y yo no he fallado en nada. Juré venganza contra Lexa Wood y venganza me he cobrado. De modo que, si tenéis a bien llevarme sin peligro a las cámaras del orador, os contaré la historia de cómo he matado a vuestra hija.
Los ojos del imperator se entornaron. Su cabeza se ladeó, sopesándolo todo en su mente. Su rebaño de asesinos destruido casi del todo, la sangrienta venganza de su hija contra la Iglesia Roja completada casi del todo. Y aun así, aunque el Sacerdocio había fracasado, el imperator de Itreya no era de los que rechazaban un martillo perfectamente funcional solo porque hubiera doblado un clavo. Todavía quedaba una asesina a la que podía sacar provecho entre los fieles de Niah.
De modo que, casi de manera imperceptible, asintió.
La dweymeri descendió descartando sus últimas joyas para ocupar su lugar al lado del padre del chico. Las sombras se oscurecieron en torno a ellos, la voz de su padre sonó todavía más oscura:
—Ven aquí, hijo mío.
El chico cruzó la mirada con su padre. Oscura y profunda como la suya propia.
El sol que brillaba en su cielo.
El dios a sus ojos.
—Sí, padre —dijo Aden.
Y despacio, sin miedo, tomó la mano de su padre.
Bellamy esperaba en silencio.
Las cadenas que ceñían su cintura y sus tobillos le hacían doloroso arrodillarse, por lo que estaba sentado en la cabecera del estanque de sangre. Esperando a que la pequeña tenebra regresara a liberarlo. El orador olía sangre fresca en el aire, la sentía fluyendo sin trabas en los niveles superiores: el asalto de la joven Lexa sin duda estaba yendo bien. Tenía los ojos cerrados y respiraba despacio, buscando alguna calma. En los giros desde que Abby había descubierto su traición había hallado bien poca, a decir verdad. Cuando la Señora de las Hojas había enviado emisarios a sus cámaras para informarle de que había destapado la conspiración de Gabriel y Gustus, Bellamy se había quedado abatido. Pero cuando le habían informado de que su hermana estaba encarcelada, de que la mantendrían cautiva para garantizar la colaboración del orador hasta que Lexa Wood hubiera muerto, la ira lo había consumido. Los emisarios de Abby habían muerto ahogados en su estanque. A los dos siguientes, que le trajeron una oreja amputada de Octavia en un cojín de terciopelo, los había despedazado con lanzas de vitus. Fue solo tras un giro entero de furia estéril cuando el orador comprendió que no le quedaba otra opción que obedecer. Abby tenía secuestrada a la única persona en el mundo a la que quería. Tenía la única arma que podía utilizarse para hacerle daño. Mientras Octavia siguiera en su poder, Bellamy estaría esclavizado. Así que había permitido que lo encadenaran. Había transportado al imperator al Monte Apacible como le habían ordenado, a las hojas que Abby había convocado para la muerte de Lexa Wood. Se había fingido dócil, temeroso. Esperando que la Señora de las Hojas fuese tan necia como para caer por sí misma en sus garras cuando bajara a regodearse o a meterle el dedo en la llaga. Pero Abby no lo había hecho. Por tanto, Bellamy esperaba. Un retrato de perfecta calma por fuera. Un nudo cada vez más apretado de ira carmesí por dentro. Palmas apretadas en las rodillas, piernas cruzadas, solo el líquido de color rubí en el estanque desvelando su inquietud. Lexa había llegado a su cámara, resollante y ensangrentada, para descubrir que su padre la había superado en astucia y había dado media vuelta por los pasillos de la montaña. La joven se había lanzado en su persecución por los laberínticos túneles, seguida por sus compañeros, por desgracia obviando tomarse un momento para liberar a Bellamy de sus cadenas antes de partir. «Qué insensible por su parte —había cavilado—, pero tarde o temprano deberá…».
—Orador.
Bellamy abrió los ojos. Las tripas le hormiguearon de furia.
—Imperator —susurró.
Azgeda se materializó saliendo de las sombras ante él, jadeando. Tenía una serpiente hecha de sombras enroscada al cuello, un brazo herido y vendado con tela ensangrentada. Había un chico a su lado, descolorido de miedo, cabía suponer que el hijo del imperator. Mataarañas también estaba allí, envuelta en la notoria ausencia del oro que acostumbraba a destellar en su cuello y sus muñecas. Pero Bellamy estaba mucho más preocupado por la mujer que llevaba la shahiid en brazos como un fardo.
«Hermana amada, hermana mía…».
Octavia estaba drogada e inconsciente, los párpados caídos, las manos atadas. Mataarañas sostenía un pequeño cuchillo dorado contra la garganta de su hermana. Bellamy entornó sus ojos carmesíes. La sangre del estanque cobró una arremolinada vida, formó largos látigos que se desenrollaron de la superficie y se alzaron como culebras, puntiagudos como lanzas, culebreando hacia Azgeda y su mocoso y la Shahiid de Verdades. Pero Mataarañas redobló su negra presa sobre Octavia, apretó el puñal en el cuello de su hermana.
—Me parece a mí que no, orador —dijo.
—Vuestra hija anda buscándoos, Roan —dijo Bellamy mirando a Azgeda—. Ha estado aquí hace poco. Si os concedéis más que un solo momento para recobrar vuestro hálito, no albergo dudas de que regresará con presteza. A menos que pretendáis dedicar el resto del giro jugando al escondite con ella en la presente oscuridad, por supuesto.
—Tránsito —ordenó el imperator, haciendo caso omiso a la pulla—. De vuelta a Tumba de Dioses. Ya.
—La simiente que plantasteis, crecida en plenitud. Regada con vuestro odio y ahora florecida colmada y roja. —Una pálida sonrisa curvó los labios del orador—. Por tal motivo jamás busqué engendrar hijas.
—Ya basta —levantó la voz Mataarañas—. Envíanos a Tumba de Dioses.
Bellamy desvió los ojos hacia la mujer.
—Por muy necio debes de tenerme, shahiid, si crees que enviaré a mi hermana amada con vosotros a la Tumba.
—Niégate otra vez y enviaré yo a Octavia a la suya.
—En tal caso, morirás.
—Y tu hermana amada lo hará con nosotros, orador. Ante tus mismos ojos.
Bellamy miró el puñal que presionaba contra el cuello de su hermana, sus labios se retorcieron de desprecio.
—¿Crees que ese cuchillo es lo bastante afilado para hacer sangre cerca de alguien como yo, arañita?
—Las arañas más pequeñas son las que muerden más profundamente, Bellamy —replicó la shahiid.
Bellamy observó con ojos entrecerrados el puñal que pinchaba la piel de su hermana y reparó en que estaba un poco decolorada. Una gotita de sangre de Octavia se acumulaba en la punta, brillante como el rubí.
—Mi veneno ya está reptando hacia el corazón de tu hermana amada —dijo Mataarañas—. Y solo yo conozco la cura. Mátanos y la estarás matando también a ella.
Se dibujó una sonrisa en los negros labios de la shahiid. Lo tenía en jaque mate, y tanto Bellamy como ella lo sabían. Atrapados en el Monte Apacible, la hija de Azgeda terminaría alcanzando a la Shahiid de Verdades y al imperator en algún momento, por muchas veces que desaparecieran de un lado a otro en la penumbra ante sus narices. Lo siguiente en suceder serían sus dolorosas muertes. Lo cierto era que aquellos dos no tenían nada que perder, y Bellamy sabía que Mataarañas era lo bastante despiadada y vengativa para matar a Octavia antes de morir ella misma solo por rencor hacia él. En realidad, era algo que siempre le había gustado de ella. Así que, sin apartar la mirada de su hermana, el orador los invitó al estanque con un gesto y una voz calmada cual balsa de aceite.
—Entrad y sed bienvenidos.
—… Ten cuidado, Roan… —siseó la víbora-sombra.
La mirada de Azgeda estaba fijada con firmeza en los ojos de Bellamy, su voz llegó fría y dura:
—Sin trucos, orador —le advirtió—. O te juro que tu hermana morirá.
—Os creo, imperator. De lo contrario, vos y vuestro vástago ya estaríais muertos.
—Entra en el estanque, Lucio.
El chico lanzó una mirada a la sangre, a todas luces asustado. Y sin embargo, dando al final la impresión de sentir más horrura por su padre, se agachó junto al estanque y penetró en el rojo. Azgeda lo siguió más despacio, recogiendo a su hijo contra él. Mataarañas arrojó el puñal envenenado por la puerta, sabiendo que nada que no hubiera conocido el aliento de la vida podía viajar por los estanques de Bellamy y que el daño ya estaba hecho. La Shahiid de Verdades descendió a la sangre, llevando a una desmayada Octavia en brazos.
—Si otrora no albergué motivos para llevaros la ruina, sabed que ahora los tengo —dijo Bellamy, fulminándolos a ambos con la mirada—. Motivos más que de sobra.
—Basta de cháchara, cretino —replicó Azgeda—. Obedece.
A Bellamy lo habría satisfecho sobremanera ahogar al imperator en ese preciso instante. Barrerlo con una marea de ondeante rojo. Pero el hijo de Azgeda estaba en el carmesí al lado de su padre y, si bien Lexa podría perdonar a Bellamy que le arrebatara su venganza contra Azgeda al matarlo él, sin duda jamás le perdonaría que ahogara también a su hermano al hacerlo.
La mirada de Bellamy se posó en su hermana.
—¿Octavia? —llamó. Su hermana se movió un poco, pero no respondió—. No cejaré en mi empeño de perseguiros —juró.
Mataarañas apretó con más fuerza, miró malcarada a Bellamy.
—Mi veneno hace efecto rápido, orador —le advirtió.
Así que por fin, vaciando la mirada, Bellamy pronunció las palabras entre dientes. La calidez de la sala creció, el olor a cobre y hierro se arremolinó en el aire. Bellamy oyó que el chico daba un respingo cuando la sangre empezaba a moverse en espiral, a salpicar por el borde del estanque, cada vez más rauda mientras los susurros del orador se convertían en un gentil y suplicante cantar, mientras sus labios se plegaban en una sonrisa de éxtasis, mientras sus dedos cosquilleaban de magya. En el último momento abrió sus ojos carmesíes. Los clavó en los de Azgeda.
—Te veré sufrir por esto, Roan.
Y con una hueca succión, se los llevó la corriente.
