CAPÍTULO 33
Manantial
Lexa se había sentado en la escalera ensangrentada con la cabeza en las manos sanguinolentas.
Casi lo había logrado. Casi había funcionado.
«Casi».
El Sacerdocio estaba muerto o derrotado. Las mejores hojas que le quedaban a la Iglesia, masacradas. El Monte Apacible, el hogar de la más despiadada secta de asesinos que hubiera conocido jamás la república, estaba en sus manos. Pero él se había escabullido en la confusión. Más escurridizo que la víbora-sombra que llevaba al cuello, más diestro con las sombras de lo que ella le había concedido jamás. Azgeda había dado media vuelta, y luego otra media vuelta mientras Lexa y los demás daban tumbos por el laberinto de pasillos y salones y escaleras en su búsqueda. No solo se había salido con la suya, sino que había escapado a través de las cámaras del orador con Mataarañas a su lado. Había rajado la garganta a Carnicero. Había empujado a Raven a su muerte. Diosa, Lexa no lo había creído posible, pero de algún modo Azgeda había asesinado a Eclipse. Lo sabía, lo había sentido, como una lanza de negra agonía en el pecho mientras vagaba por la penumbra. Y por si fuese poco el dolor, por si fuese poca la herida abierta que el imperator había tallado en su corazón mientras aún latía, había recuperado a su hijo.
Se había llevado a Aden.
—Hijo de puta —susurró a la oscuridad con lágrimas surcándole las mejillas—. Cabrón hijo de puta.
—Lo rescataremos, Lexa —dijo Clarke—, te lo prometo.
La chica estaba sentada al lado de Lexa en la escalera de la cuadra, con una mano manchada de sangre apoyada en su muslo. Wells se había arrodillado junto al cuerpo de Carnicero para cerrar los ojos del liisiano y colocarlo en una postura de reposo. Cantahojas estaba allí cerca, pronunciando una oración con voz suave, salpicada con la sangre de los defensores de la montaña. Lincoln seguía arriba con Gustus en el Salón de las Elegías, sus ojos vigilantes en Aalea y Abby.
«Aden…».
Lexa sacudió la cabeza. Notó que crecía el miedo en su pecho y extendió la mente hacia un pasajero, solo para descubrirse vacía. Don Majo desterrado. Eclipse destruida. El poder de Lexa sin ellos no había menguado ni un ápice, pero por primera vez desde que tenía diez años afrontaba una soledad sin final a la vista. Y a pesar de la chica que tenía al lado, de los aliados a su alrededor que habían luchado y sangrado y muerto por ella, esa idea la aterrorizaba más que nada que pudiera recordar. Así que, como siempre, recurrió a su amiga más antigua y querida.
La ira.
Miró a Carnicero, muerto en los peldaños, y sintió que la chispa empezaba a humear. Contempló a Raven, tendida en el suelo ensangrentado, y notó que se encendía. Pensó en Eclipse, ya solo un recuerdo, y se vio desbordada por ella al estallar en llamas. La ira inmoló su miedo y la elevó en alas de humo y ascuas, ardió en sus pulmones mientras Lexa apretaba los dientes y se ponía en pie.
Mientras su mente pasaba de su padre a otra persona.
La que le había hecho casi tanto daño como él.
La que no había escapado.
—Abby —escupió.
—Que la Diosa me asista —susurró Abby.
El Salón de las Elegías estaba silencioso como una tumba. Los nombres de los muertos tallados en el suelo a sus pies. Las tumbas de los fieles caídos en las paredes a su alrededor. A su lado había un chico dweymeri medio muerto, armado con hojas gemelas. Abby parpadeó cuando la oscuridad se onduló delante de ella, mientras Aalea bajaba la mano y le apretaba los dedos. Le dio un vuelco el estómago al ver que una silueta oscura emergía de la sombra de la estatua de la Madre. Niah se alzaba imponente sobre todos ellos, tallada en granito negro pulido. Grilletes pendiendo de su vestido. Espada en una mano. Balanza en la otra.
«¿Cómo me juzgará? —se preguntó Abby—. ¿Cuán escasos encontrará mis méritos?».
—Lexa —susurró Aalea.
—Buenas nuncanoches, mis donas —respondió Wood.
Su espada larga estaba encostrada en sangre, los ojos de ámbar en su puño tan rojos como el rojo que embadurnaba la piel de la chica. Una melena negra enmarcaba su mirada inmisericorde. Abby recordó la primera vez que había puesto ojos en la chica, allí, en ese mismo salón. Joven y pálida y más verde que la hierba. Sus manos temblorosas y su monedero lleno de dientes.
—Pronuncia tu nombre.
—Lexa Wood.
—¿Juras servir a la Madre de la Noche? ¿Aprenderás la muerte en todos sus colores y la llevarás en su nombre a aquellos que la merecen y a aquellos que no? ¿Te convertirás en acólita de Niah, en el instrumento terrenal de la oscuridad que mora entre las estrellas?
—Lo haré.
Aquel era el salón donde la habían ungido. Aquella era la estatua a la que la habían encadenado para flagelarla por su desobediencia. Aquel era el suelo en el que había descubierto tallada la conspiración de la Iglesia. El corazón de todo.
La anciana dio un leve suspiro.
«Diosa, si tan solo hubiéramos sabido en qué iba a convertirse…».
—Me alegro de volver a verte, cuervecilla —dijo Gustus.
—Y yo a ti, shahiid —respondió la chica, sin dejar de mirar a la Señora de las Hojas.
—¿Dónde está Azgeda? —preguntó el anciano.
Los ojos de Lexa se estrecharon de furia.
—Aquí no.
«Así que el imperator ha huido. Wood ha fracasado».
Aalea dio un lento paso adelante, manos alzadas, toda ella tonos melosos y una hermosa sonrisa roja como la sangre.
—Lexa, mi amor, deberíamos pas…
La oscuridad restalló, puntiaguda como una lanza, afilada como una espada. Rebanó la garganta de Aalea en un corte limpio de oreja a oreja. Los oscuros ojos de la mujer se ensancharon, los labios rojos como la sangre se abrieron para toser, su mano voló al cuello. Trastabilló hacia delante, rojo rubí vertiéndose sobre piel blanca como la leche. Mirando a la estatua de la Madre en lo alto, vocalizó una última plegaria mientras las lágrimas perlaban sus pestañas adornadas con kohl. Y entonces la Shahiid de Máscaras se desmoronó en la piedra sanguinolenta, su lengua de plata silenciada por siempre. Abby miró a los ojos a Lexa y vio en ellos lo que le esperaba. Se metió la mano en la túnica y la adrenalina y el miedo crepitaron en las yemas de sus dedos al cerrarse en torno a la daga que ocultaba entre sus pechos, el lugar donde el chico dweymeri había sido demasiado respetuoso para poner sus zarpas al registrarla en busca de armas. El chico dio un grito cuando el acero destelló, cuando Abby arrojó la daga envenenada, que cruzó sibilante el aire hacia el cuello de la chica. Wood levantó la mano, con los dedos separados. La oscuridad a su alrededor se desplegó como un capullo floreciendo y unos zarcillos de sombra viviente atraparon la hoja en el aire. La chica bajó el mentón con una pequeña y feroz sonrisa en los labios ensangrentados. Con un gesto de su mano, la oscuridad llevó el arma de vuelta por la estancia y la dejó en el suelo a los pies de Abby.
—Pues vaya con la Señora de las Hojas —comentó la chica.
—Lexa… —empezó a decir Abby, con un nudo en la garganta.
—Faltan nombres —afirmó ella.
La anciana parpadeó confundida.
—¿Qué?
Lexa señaló el suelo de granito. La espiral, resplandeciente con la sangre de Aalea, que se desplegaba a partir de la estatua de Niah. Centenares de nombres. Miles. Senadores, reyes, legados, señores. Sacerdotes y dulcechicas, mendigos y bastardos. Los nombres de todas las vidas tomadas al servicio de la Negra Madre. Todas las muertes que la Iglesia Roja había ofrendado.
—Faltan nombres —repitió Lexa.
Abby notó una presa en los brazos. Fuerte como el acero. Fría como el hielo. Bajó la mirada y vio que las sombras la habían atrapado, que unas cintas negras le rodeaban las muñecas, cortando el flujo de sangre. La anciana dio un chillido cuando se la llevaron sobre el suelo, y una fuerza ultraterrenal la estrelló contra la base de la estatua de la Diosa. Le pitaba el cráneo. Le sangraba la nariz. Fue vagamente consciente de que las sombras le levantaban los brazos, le esposaban las muñecas con los grilletes que colgaban del vestido de la Diosa.
—¡Suéltame! —exigió Abby, forcejeando—. ¡Libérame!
La réplica de Lexa fue fría como los vientos del invierno:
—Tengo una historia que escuchar, Abby —dijo—, y muy poca paciencia para tallar en el suelo esos nombres que faltan. Pero debería tallar algo para recordarlos, por lo menos.
Abby sintió que le arrancaban la túnica de los hombros. La presión de la fría piedra de la estatua contra su piel desnuda. El terror que le punzaba el corazón. Miró por encima del hombro y vio lástima en los ojos de Gustus. La mirada negra del chico muerto. El cuchillo envenenado que había arrojado, alzándose del suelo en poder de gélidas y negras cintas.
—No… —La anciana ahogó un grito, tirando de sus ataduras—. ¡No! Tengo familia, tengo…
—Esto es por Bryn y Despiertaolas —dijo Lexa.
Abby chilló al sentir que el cuchillo le cortaba la espalda. Diecisiete letras, talladas con acero envenenado, profundas en su carne. La sangre manó por su piel, caliente y densa. La agonía la abrasó entre los omóplatos.
—¡Gustus! —gritó—. ¡Ayúdame!
—Esto es por Raven y Carnicero y Eclipse.
Abby aulló de nuevo, un grito largo y desgarrado, áspero en la garganta mientras se revolvía contra la piedra. Ya sentía la toxina del filo haciendo efecto, reptando poco a poco hacia su marchito corazón. Pero imponiéndose a ella, aún notaba el dolor al rojo blanco del cuchillo tallando los nombres de los muertos en su espalda.
—Esto es por Anya y Nyko Wood.
Una cálida humedad. Un afilado suplicio. Profundo como los años. Pero ya iba menguando deprisa. Un palpitante reflujo, que se iba ralentizando al ritmo de sus latidos. La Señora de las Hojas desfalleció en sus grilletes, sus piernas demasiado débiles ya para sostenerla. El veneno la arrastraba a una bienhallada negrura. Intentó pensar en su hija entonces. En su hijo. Trató de recordar el sonido de la risa de sus nietos jugando a la luz de los soles. Los ojos se le pusieron en blanco mientras el sueño la recibía con los brazos abiertos.
—No te vayas, Abby —llegó una voz—. He reservado lo peor para el final.
Una lanza de ardiente dolor, justo en la base de la columna vertebral, que la arrastró de vuelta a la odiosa luz por un último odioso momento. Lexa se había acercado a su lado. Una negra gelidez emanaba de la oscuridad alrededor de la chica. Una última caricia agració su mejilla.
—Esto es por mí —susurró Lexa—. Por la yo que nunca fue. La yo que vivió en paz y se casó con alguien hermoso y quizá sostuvo a una hija en brazos. La yo que nunca conoció el sabor de la sangre ni el olor del veneno ni el beso del acero. La yo que mataste, Abby, igual que mataste a los demás.
La Señora de las Hojas sintió una retorcida puñalada de dolor que le atravesó el corazón podrido. Un susurro, suave y negro como la noche:
—Recuérdala —entreoyó la voz de la chica.
Y luego ya no sintió nada más.
El coro había dejado de cantar.
Lexa no se había dado cuenta al principio. No estaba muy segura de cuándo había cesado la canción. Pero caminando por el alma de la montaña, con su propia alma a los pies, reparó en lo quedo como la muerte que estaba todo. Los discípulos y las manos que habían capitulado ante ella estaban encerrados en sus dormitorios o en la botica, donde Gustus solo había matado a dos boticarios durante su ardid, por lo que aún quedaban los suficientes para tratar las heridas del resto. Pero sin voces ni pisadas, sin el tradicional ajetreo de los salones, en el Monte Apacible reinaba el silencio de una tumba.
En el athenaeum reinaba incluso más.
La enorme puerta doble se abrió con un leve empujón de los dedos sangrientos de Lexa. La oscuridad que aguardaba al otro lado, perfumada con pergamino y tinta y cuero y polvo, parecía más hospitalaria que ninguna que hubiera sentido jamás. Entró en la biblioteca de los muertos, seguida de todos sus compañeros, con la espada larga de hueso de tumba de su padre y la hoja de negracero de Ratonero al cinto. Y allí, apoyado en la barandilla del entrepiso junto a su fiel carrito de DEVOLUCIONES, se hallaba el cronista de su historia.
—Gabriel —dijo Lexa.
—Ah —el viejo espectro sonrió—, una chica con una historia que contar.
Iba vestido como siempre, con calzas y un desaliñado chaleco. Sus anteojos de inverosímil grosor reposaban en su nariz ganchuda, y dos mechones de pelo canoso asomaban de su cabeza casi calva. Tenía la espalda encorvada como la hoja de una guadaña, un cigarrillo encendido colgando de la boca. Parecía tener como unos mil años.
«Lo cual podría no estar tan lejos de la verdad».
Exhibía una sonrisa acogedora en la cara. Engreída, casi.
Mientras Wells y Cantahojas contemplaban maravillados el athenaeum de la Negra Madre, mientras Lincoln, Clarke y Gustus miraban con ojos curiosos, Gabriel se llevó una mano tras la oreja, sacó de allí el sempiterno cigarrillo de reserva, lo encendió con la punta del suyo y se lo ofreció a Lexa.
La chica cogió el cigarrillo, se lo puso en los labios y caló hondo.
—Tienes unas putas explicaciones que darme —dijo, exhalando gris.
—¿Cómo están Bellamy y Octavia? —preguntó él.
—Bellamy vive —respondió Gustus—. Azgeda se ha llevado a Octavia a Tumba de Dioses.
Gabriel asintió, soplando un gran anillo de humo al aire. Lexa echó uno más pequeño que envió volando a través del primero. Fijó sus ojos oscuros en los azul claro del cronista.
—Sigo esperando —añadió.
—Resumiendo, sabía que entrarías aquí a la carga sin planearlo mucho —respondió Gabriel—. Creyéndote lo bastante buena para destripar el Monte Apacible tú solita. Me da igual lo que digan sobre ser intrépido, pero hay una línea finísima entre la valentía y la idiotez. Y esos pasajeros tuyos tienden a acercarte más a lo segundo que a lo primero.
—Antes, puede —murmuró Lexa—. Ya no.
—Sí. —El cronista suspiró una voluta de humo—. Lamento tu pérdida.
La voz de Lexa salió dura como el hierro. La sangre y las lágrimas estaban secas en sus mejillas:
—Continúa.
El cronista se encogió de hombros.
—Teniendo en cuenta cómo ibas a irrumpir aquí dentro, necesitábamos algo que equilibrase la balanza. Que pusiera a Abby en mala posición y a las suficientes hojas en el tajo del verdugo para que pudieras desmembrar lo que quedara de la Iglesia con un solo golpe. Supuse que la vieja zorra vendría a husmear por la biblioteca en algún momento. Que encontraría las dos primeras partes de la crónica. Sobre todo porque Gustus pasaba aquí abajo todo su tiempo libre.
Gabriel dio una palmada en su carrito de DEVOLUCIONES, otra en los tres libros que contenía. Uno tenía los bordes de las páginas en rojo sangre y un cuervo repujado en la cubierta. El segundo era de borde azul, con una loba estampada. En el último, de canto negro salpicado en blanco, un gato agraciaba la parte delantera. Lexa pensó en Don Majo entonces. Le dolió el corazón en el pecho. Deseó tener alguna manera de llamarlo a su lado, de deshacer lo que había…
—Así que dejé que Abby encontrase los libros —dijo Gabriel—. Las dos primeras partes, que narraban la historia que es tu vida. Y durante las semanas que la Señora de las Hojas tuvo a sus lacayos registrando la oscuridad de aquí abajo en busca de la tercera parte…, bueno, escribí una. —El cronista dio una intensa calada al cigarrillo, exhaló una nube de humo.
»Tuve que inventarme algunas partes, claro. Pero entre otras cosas, el volumen bosquejaba tu «plan» para asaltar el Monte Apacible. Después de que los siervos de Abby lo «encontraran», lo único que me faltaba por hacer era pedir a Bellamy que te advirtiera por medio de Raven de la forma en que debías enfrentarte de verdad a la Iglesia y pillar con el pie cambiado al comité de bienvenida de Abby. —Gabriel bizqueó en la neblina y dio otra calada al cigarrillo—. Buena jugada lo de la sal de arkimista, por cierto. A mí no se me habría ocurrido.
—¿Y ya está? —preguntó Lexa.
—¿Te parece poco? —bufó Gabriel—. Chavala, ese plan era tan astuto que podrías pintarlo de naranja y soltarlo en un puto gallinero.
—Mis amigos están muertos —dijo ella—. A mi hermano me lo ha robado el hijo de puta de mi padre.
—Y tú, querida, eres la Señora de las Hojas. ¿Quién va a negarte ahora esa posición, con el Sacerdocio y sus más afilados cuchillos muertos por tu mano? La Iglesia Roja está hecha trizas. Tu archienemigo ha huido de vuelta a Tumba de Dioses, lamiéndose las heridas y recogiendo la mierda de sus calzas. Lo cual significa que eres libre para emprender el destino que llevas evitando como la peste desde que yo te puse en este camino hace tres putos años.
Lexa miró a Lincoln. Aquellos ojos negros, ardiendo con un millón de minúsculas estrellas.
—El diario de Cleo —musitó.
—Chica lista —dijo el cronista, asintiendo.
—Tú lo sabías —lo acusó Lexa, entornando los ojos mientras daba una calada a su cigarrillo—. El asesinato de la Luna a manos del Sol. Los fragmentos del alma de Anais. La sangre negra debajo de Tumba de Dioses. Los tenebros. Todo.
Gabriel se encogió de hombros.
—Sí.
—¿Y por qué coño no me lo dijiste? —exigió saber ella.
—¿Qué te dije cuando viniste por aquí fisgando el año pasado?
Lexa suspiró, recordando la última vez que el cronista y ella habían hablado, en aquella misma biblioteca.
—«Algunas respuestas se aprenden. Pero las importantes hay que ganárselas».
—Tenía que estar seguro de ti —respondió Gabriel—. Tenía que saber de qué estabas hecha. Kane no me valía. Los otros tenebros que había ido encontrando con los años ni se acercaban. Pero esta vez tenemos que hacerlo bien, Lexa. Porque ya se hizo un intento de unir las esquirlas de Anais, y fue tan desastroso que el mundo casi acabó condenado a una eternidad de luz de los soles.
—Cleo —murmuró ella.
—Sí. Cleo.
Lexa miró a Clarke. El miedo que le atenazaba el pecho estaba reflejado en los ojos de su chica. Clarke se daba cuenta igual que ella, notaba los engranajes mekkénicos de un plan urdido incontables años antes, quizá tramado durante siglos enteros, rodando por todo su alrededor. Por un momento, Lexa quiso escapar. Coger la mano de Clarke y dar la espalda a toda aquella sangre y oscuridad. Esconderse tanto como pudieran y aferrarse a la medida de felicidad que se les concediera.
—¿Quién fue ella? —se oyó a sí misma preguntar.
—¿Cleo? —Gabriel levantó los hombros—. Era una chica, nada más. Igual que cualquier otra en la recién fundada ciudad de Tumba de Dioses. Salvo por la astilla del alma de Anais que había hallado el camino a su corazón. Se casó demasiado joven con un hombre violento, lo mató el mismo año en que empezó a sangrar. Pero el caso es que el marido también tenía dentro un pedazo de Anais. En esa época los tenebros eran más numerosos, ¿sabes? Las esquirlas de Anais aún estaban desperdigadas por toda la república. —Gabriel sopló otro anillo de humo, hizo una pausa momentánea antes de seguir hablando—. Cuando Cleo hubo matado a su marido, Niah hizo acopio de toda la fuerza que pudo y se le apareció en un sueño. Le dijo a la chica que era su «elegida». Que era quien restauraría el equilibrio entre la Noche y el Día. Tal y como era al principio, tal y como debía ser. Así que Cleo partió en busca de más tenebros. Fue matándolos. Consumió sus esencias y reclamó sus daimones para sí misma y profundizó más y más en sus poderes. Y en su demencia.
—¿Estaba loca?
—Ciertamente perdió el juicio hacia el final —suspiró Gabriel—. Eso por no hablar del complejo de mesías que le habían inculcado. La simple verdad es que no se puede vivir poniendo fin a las vidas de otros y esperar que eso no te cambie. Cuando das de comer un alma a las Fauces…
—Le das también una parte de ti misma.
—Y al poco tiempo ya no queda nada —murmuró Clarke con una mirada a Lincoln.
El cronista asintió, exhalando gris con aroma a fresa.
—Cleo vagó por la Ciudad de los Puentes y los Huesos, y luego por el resto de la república. Se veía atraída por otros tenebros y consumía a todos los que encontraba. Animada por Niah, amasando un fragmento cada vez mayor del alma de Anais dentro de ella. El problema era que había otra cosa creciendo en ella.
—El bebé que mencionaba en el diario —dijo Lexa.
—Exacto —confirmó Gabriel—. Y preñada, inundada de asesinato, por fin viajó al este cruzando las tierras yermas ysiiri. Buscando la Corona de la Luna, donde la esperaba la esquirla más brillante y potente del alma de Anais. Dio a luz, allí mismo, en la Corona. Sin más compañía que la de sus pasajeros, hizo que un niño saliera llorando al mundo. Acuclillada en desnuda y sangrienta roca. Cortó el cordón con sus propios dientes. Qué voluntad. Qué coraje. —Gabriel negó con la cabeza y suspiró—. Pero, cuando averiguó la verdad, le fallaron tanto el coraje como la voluntad.
El athenaeum se sumió en un silencio mortal. Lexa habría jurado que podía oír su propio latido.
—No lo entiendo —dijo.
—La Negra Madre quería que Cleo ayudara a revivir a su hijo muerto —prosiguió Gabriel—. Pero allí, en la Corona de la Luna, con su recién nacido en el pecho, Cleo supo la verdad de lo que supondría levantar a Anais de entre los muertos. Descubrió que el cuerpo que alberga el alma de la Luna debe perecer en su renacimiento. Que aquella persona que dé la vida a Anais debe renunciar a la suya para poder hacerlo.
—Para que la Luna viviera…
—Cleo tenía que morir. Pero ahora tenía un hijo, claro. El chico al que había traído al mundo con sus propias manos. Y ella aún era joven. Tenía toda la vida por delante. Se sintió embaucada, no una mesías. Se sintió traicionada más que elegida. Así que se negó. Maldijo el nombre de Niah. Allí, en la Corona, decidió permanecer. Y allí permanece hoy en día. Retorcida por la locura. Sustentada por los pedazos de Anais que había recogido y negándose a permitir que nadie más los reclame.
—Por el amor de Trelene —susurró Cantahojas.
—Eres un puto malnacido —escupió Clarke.
Lexa se volvió hacia su chica y la vio mirando furibunda a Lincoln.
—Lo sabías, ¿verdad? —dijo Clarke, torciendo el gesto al chico—. Ya sabías toda esta mierda. Adónde iba a llevarla. ¡Lo que iba a costarle!
—NO CONOCÍA LA HISTORIA COMPLETA —dijo Lincoln—. NO SABÍA QUE…
—¡Y una mierda! —espetó Clarke—. Lo sabías desde el puto principio.
—Clarke, para —terció Lexa.
—¡No, qué voy a parar! —gritó Clarke, incrédula—. ¡No puedes dar vida a la Luna sin perder la tuya, Lexa! ¿Y eso es lo que este viejo capullo arrugado lleva planeando estos últimos tres años? —Desvió la mirada furiosa a Gabriel y luego dio un empujón a Lincoln en el pecho—. Y esta rata hija de puta te ha estado empujando a tu propia tumba.
—NO VUELVAS A TOCARME, CLARKE —dijo Lincoln—. TE LO ADVIERTO.
—¿Me lo adviertes? —rebufó Clarke—. A ver, que me acuerde yo lo que pasó la última vez que…
—¡Muy bien, se acabó! —exclamó Lexa—. ¡Parad de una vez los dos!
El silencio resonó por todo el athenaeum. En algún lugar de la penumbra, un gusano de biblioteca rugió. Lexa miró a Gabriel de arriba abajo mientras los engranajes rodaban en su cabeza, una y otra vez. Era un espectro, atrapado para siempre en aquellos confines. El cronista de la Madre Oscura, un alma deshogarada, retenida para siempre en la Iglesia de la Señora del Bendito Asesinato. Que se había dedicado a ayudar a Lexa en su camino. Un maltrecho diario aquí. Un breve consejo allá.
«No se cuentan historias sobre los discípulos de la Iglesia Roja, cronista —había dicho Lexa—. No se cantan canciones sobre nosotros. No hay baladas ni poemas. Aquí la gente vive y muere en la sombra».
«Bueno, quizá no sea aquí donde se supone que debes estar», había respondido Gabriel.
—Tú eres él, ¿verdad? —Lexa miró al interior de aquellos ojos azul claro mientras las piezas encajaban despacio—. Eres el bebé que ella trajo al mundo. Eres el hijo de Cleo.
El cronista sonrió.
—No eres solo una cara bonita y una actitud de mierda, ¿eh?
Lexa miró alrededor, perpleja.
—¿Y qué cojones estás haciendo aquí?
—Padres e hijas. Madres e hijos. —El cronista se encogió de hombros—. Estás más familiarizada que la mayoría con las complejidades de la familia. Mi madre me crio, allí en la Corona. Las sombras eran mis únicas compañeras. Podría haber pasado allí toda la vida, sin conocer jamás a otra alma. Pero, cuando fui creciendo, Niah empezó a hablarme.
»Lo hacía sobre todo en la veroscuridad. Me enviaba sueños. Me susurraba mientras dormía. Me habló de la traición de su marido, del asesinato de su hijo. Y con el paso de los años, me convenció de que todos tenemos un propósito en esta vida y que el de mi madre era devolver el equilibrio al firmamento. La Luna estaba dentro de mi madre cuando me dio a luz, y eso me convertía en el nieto de la Noche, por lo menos a mis ojos. Así que traté de que mi madre viera el egoísmo en lo que había hecho. Intenté convencerla de que Aa había hecho mal en castigar a su esposa, en matar a su hijo. De que los cielos merecían algún tipo de armonía y Niah, alguna clase de justicia. Pero los años de soledad solo habían servido para acrecentar el delirio de mi madre. No había manera de que entrase en razón.
»De modo que, años más tarde…, me marché. A buscar alguna otra forma de que la Noche pudiera recuperar el lugar del cielo que le correspondía por derecho. El culto a la Negra Madre se había prohibido en los años posteriores a su exilio. Pero yo pensé que, si lograba revivir la fe en Niah, el poder que pudiese obtener de nuestra devoción tal vez bastara para romper las ataduras de su encierro por sí misma. Así que con mucho esmero, poco a poco, fundé una iglesia en su nombre.
—Tú fuiste la primera hoja —comprendió Lexa.
Gabriel alzó los hombros.
—Empezó siendo algo muy pequeño. Pero en aquellos tiempos sí que creíamos de verdad. No había muertes ni ofrendas, nada de eso. Nuestra base era una pequeña capilla en la costa norte de Ysiir. Tenía las leyendas de la Noche y la Luna cinceladas en las paredes.
—El templo al que Jaha nos envió —comprendió Clarke con un hilo de voz—. El lugar donde encontré el mapa.
—Sí —respondió Gabriel—. Nuestro primer altar, labrado en piedra con nuestras propias manos.
—Piedra roja —dijo Clarke.
—Iglesia Roja —musitó Lexa.
—Las cosas nos iban bien —continuó Gabriel—. La fe aumentaba. La gente aún quería creer en la Madre de la Noche, a pesar de las mentiras que había empezado a difundir la Iglesia de Aa sobre ella. Al cabo de quizá una década de devoción, cuando cayó la veroscuridad y la Madre estaba más cerca que nunca de esta tierra, ya era lo bastante fuerte para guiarnos hasta esta montaña. El lugar donde más finos eran los muros que separaban la Noche y el Día. Y aquí de verdad empezamos a florecer. Pero ya dice el dicho lo que le pasa a todo lo bueno. —Gabriel dio una profunda calada al cigarrillo y suspiró humo—. Había algunos entre el rebaño que veían las cosas de forma distinta a mí, claro. Que no adoraban a Niah en su aspecto de Madre de la Noche, sino más bien como Nuestra Señora del Bendito Asesinato. Se les ocurrió una forma nueva de dirigir la Iglesia. Una forma que podría convertir nuestra devoción en moneda contante y sonante y nuestra veneración, en un medio para obtener poder terrenal. —Gabriel se encogió de hombros de nuevo—. Y me asesinaron.
Lexa parpadeó.
—¿Te mataron tus propios seguidores?
—Sí. —El anciano asintió, crispando el semblante—. Mamones.
—Diosa… —susurró Lexa.
—Después de eso, se fue todo a la mierda. La iglesia que yo había fundado pasó a ser una secta de asesinos. Se volvió infame y poderosa, pero la incipiente fuerza de Niah decayó a medida que se asentaba la podredumbre. Aa se hizo más fuerte al propagarse su fe en la estela de los ejércitos conquistadores del Gran Unificador. En fin, así son las divinidades: en realidad solo tienen el poder que nosotros les concedemos. La Negra Madre había invertido gran parte de su fuerza en crear este lugar y le quedaba muy poca. Y según la Iglesia iba desviándose más y más hacia el asesinato y los beneficios y menos hacia la auténtica devoción, ella se fue debilitando.
»Para cuando reunió las fuerzas suficientes para traerme de vuelta a esta… vida, ya habían transcurrido siglos. La Iglesia Roja se había convertido en algo completamente distinto. Pero aún quedaba una astilla del principio en las sombras. Un diminuto fragmento de verdadera creencia que ella podía utilizar para jugar a un juego que se prolongaría durante décadas. Hacer unos pocos movimientos con unos pocos peones cada veroscuridad, solo una vez cada tres años. Buscar otro elegido. Hallar a alguien que pudiera triunfar donde Cleo había fracasado. Hasta que por fin…, por fin… —El cronista miró a Lexa a los ojos—. Aquí la tenemos.
—Yo no soy la salvadora de nadie —dijo ella—. No soy ninguna heroína.
—Anda, déjate de gilipolleces —escupió Gabriel—. Sabes muy bien lo que eres. Mira las cosas que has hecho. Las cosas que haces. Llevas tres años dando forma al mundo con cada aliento que exhalas, y no me vengas con que nunca has tenido la sensación de que era algo más que una venganza. —Gabriel señaló las dos primeras Crónicas de la Nuncanoche en su carrito—. Los he leído. De cabo a rabo. No sabes cuántas veces. Eres más que una mera asesina. Si te abres a ello, eres la chica que puede arreglar el puto cielo. —Gabriel negó con la cabeza, la miró echando chispas—. Pero no podemos permitirnos volver a joderla. Ya queda muy poco de Anais, y cada parte de él que se pierde nos lleva un paso más cerca de la condenación. La parte que había en mí cuando esos hijos de puta me asesinaron. El fragmento que tenía Kane cuando murió en Última Esperanza. Quizá debí ayudarte más. Quizá debí contártelo antes. Pero necesitaba saber que tenías la voluntad de completar este camino, Lexa. Hasta el final. —El cronista miró en las profundidades de los ojos de Lexa—. Hasta el mismo final.
—Azgeda todavía tiene a mi hermano —dijo ella.
—Sí —convino Gabriel—. Y cuando llegues a Tumba de Dioses, lo más probable es que también tenga un ejército esperándote. Pero si reclamas el poder que te espera en la Corona, cuando caiga la veroscuridad serás capaz de recuperar a tu hermano en un negro latido.
—Y luego moriré.
El cronista ladeó la cabeza y levantó los hombros.
—Todo el mundo muere en algún momento. Pocos de nosotros morimos por algo. Tú eres su elegida, Lexa. Esto es lo correcto. Esto es el destino.
—¡Esto es una puta mierda! —restalló Clarke, fijando en el cronista una mirada asesina.
El viejo espectro suspiró gris.
—No tienes ni idea de lo que dices, chica.
—No me llames chica, puto viejo decrépito —rugió Clarke—. Qué fácil es hablar de lo correcto cuando no tienes que sacrificar nada para hacerlo, ¿eh?
Gabriel se enfureció.
—¿Que no tengo que sacrificar…? —El cronista se irguió en toda su altura y la ira incendió sus ojos azul claro—. Ciento veintisiete años —masculló—. Eso es lo que he sacrificado. Más de un siglo pudriéndome en este puto athenaeum, atado a estas páginas. No vivo. No muerto. Solo existiendo y rezando para que algún día llegara la persona adecuada. —Se quitó el cigarrillo de los labios y lo sostuvo en alto—. ¿Sabes cuántas veces he pensado en tirar uno de estos a los montones? ¿En dejar que este sitio ardiera y yo con él? Quiero dormir, chica. Quiero que esto termine. Pero no, aquí me quedé sentado y esperando en la oscuridad, porque creía. Puedes cabrearte conmigo todo lo que quieras. Puedes intentar proteger a tu amor con todas tus fuerzas. Pero no te atrevas a hablarme a mí de putos sacrificios. Ni ahora ni nunca.
Lexa miró las caras de sus camaradas. Gustus parecía muy alterado, Cantahojas y Wells tan asombrados como temerosos. Lincoln era tan ilegible como la piedra, como los rostros que rodeaban aquel estanque bajo el corazón de Tumba de Dioses. Clarke estaba furiosa sin más, echando humo por las orejas, mirando a Lexa y negando despacio con la cabeza.
—Necesito pensar —susurró Lexa—. Tengo que pensar en esto.
—Los soles descienden a su reposo —dijo Gabriel, devolviendo la mirada a sus ojos—. La veroscuridad se avecina. Niah solo puede insuflar vida a Anais mientras los ojos de Aa estén cerrados, y si se nos escapa esta oportunidad, quién sabe lo que será el imperium dentro de otros dos años y medio. —El cronista aplastó el cigarrillo pisándolo con el tacón y asintió—. Así que tampoco te lo pienses demasiado, ¿eh?
