CAPÍTULO 36

Bautismo

Aden todavía notaba el sabor de la sangre.

Había pasado un giro entero desde que emergieran en el estanque de la capilla de la Iglesia Roja bajo la necrópolis de Tumba de Dioses, chorreando escarlata. Allí esperaban cincuenta Luminatii que los habían escoltado a él, a su padre, a la mujer llamada Mataarañas y a la teúrga Octavia a toda prisa por las atestadas calles. La otra media centuria se había quedado atrás para asegurarse de que ningún compañero de Lexa llegaba en su persecución. Aden se había preguntado si sería algo bueno o malo. Pero no vino nadie tras él. Cuando hubieron vuelto a sus aposentos en la primera Costilla, Mataarañas se había llevado a la teúrga solo Aa sabía dónde. El padre de Aden había ido a bañarse. Él se había quedado rodeado de esclavos que lo limpiaron a conciencia, le cortaron el pelo y lo vistieron con una toga blanca ribeteada de púrpura. Y por fin, con bastante más estilo que al que, en opinión de Aden, tenían derecho tras su innoble retirada del Monte Apacible, su padre lo había llevado con su madre. O al menos, con la mujer que se hacía llamar su madre. Liviana Azgeda había sollozado al verlo, lo había levantado del suelo en un abrazo tan feroz que el chico pensó que le partiría las costillas. Había alabado a Aquel que Todo lo Ve, bendecido el nombre de su padre, atrayéndolo hacia ella con una mano sin soltar a su hijo con la otra.

—Oh, Lucio —había sollozado—, mi querido Lucio.

Y aunque no había hablado, el chico sí oía las palabras resonando en su cabeza: «Me llamo Aden».

Habían tomado una extravagante cena juntos. Solos ellos tres, como Aden no recordaba que hubieran hecho en una eternidad. La mesa rebosaba de los más ricos manjares que el chico hubiera probado en meses. Nada de bazofia estofada ni gachas frías ni carne seca. Nada de comer en algún miserable cobertizo o en una ruina solitaria. Nada de historias obscenas ni humo de cigarrillo. En vez de eso, degustaron deliciosos aperitivos y chisporroteantes asados cocinados a la perfección y dulces de miel que se le derretían en la boca. Impecables platos de porcelana y cubertería de plata y tintineantes copas de cristal dweymeri. Madre hasta le dejó tomar un poco de vino.

Y el único sabor que notaba Aden era el de la sangre.

«Pobre Carnicero. Pobre Eclipse».

Ya echaba de menos al grandullón itreyano y su grosera conversación y sus espadas de madera. Añoraba la compañía de la loba-sombra, sus juegos de atrapar sombras, lo intrépido que se sentía cuando ella iba en su sombra. Pero había tomado su decisión. Obediencia a su padre. Fidelidad a Itreya. Lealtad a la dinastía y al trono que un giro ocuparía.

Había tomado su decisión.

Y tenía que vivir con ella.

Su madre lo había arropado en la cama. Lo había abrazado durante cinco minutos enteros, como temerosa de volver a soltarlo jamás. Aden había pasado una nuncanoche insomne en sábanas impolutas, mirando el techo y meditando sobre lo que había hecho. Y al giro siguiente, su padre había mandado a buscarlo. Aden recorrió los aposentos escoltado por una escuadra de doce Luminatii. Armados hasta los dientes. Con pesadas armaduras. Vigilantes como sangralcones y escrutando todas las sombras. La novedosa tensión en el aire lo asustaba, en realidad: se había acostumbrado tanto a que Eclipse devorara su miedo que había olvidado cómo lidiar con él. Mientras esperaba en el pasillo a las puertas del estudio de su padre, reparó en que le temblaban las manos y las piernas.

De verdad pensaba que podría echarse a llorar.

—Llevaos a cinco centurias de vuestros mejores legionarios —oyó Aden que ordenaba su padre—. El estanque de sangre debe inundarse de aceite y encenderse en llamas. Colocaréis sal de arkimista en todas las columnas y puertas y la haréis estallar en el momento en que vuestros hombres se hayan alejado. No quiero que quede intacto ni un solo hueso o piedra de la capilla de la Iglesia Roja.

—Vuestra voluntad, imperator —respondió un hombre.

Aden oyó unos pasos pesados y un trío de centuriones Luminatii salió marchando del estudio de su padre, resplandecientes en sus armaduras de hueso de tumba y sus capas de color rojo sangre. Hicieron una inclinación a Aden al pasar y se marcharon apresurados a cumplir la orden de su imperator. A pesar del fracaso en el Monte Apacible, parecía que la maquinaria de la república entera seguía doblegada por completo a la voluntad de su padre.

Al poco tiempo, Aden volvió a oír la voz del imperator:

—Pasa, hijo mío.

Aden miró a los Luminatii que tenía alrededor, pero ninguno movió ni un músculo. Era evidente que la audiencia del chico con su padre sería privada. De modo que, con piernas vacilantes, fue al interior. Su padre estaba sentado en el diván junto a su tablero de ajedrez. Llevaba una larga toga púrpura, estaba recién afeitado y bañado y, como de costumbre, su apariencia era inmaculada. Pero había tenues sombras bajo sus ojos, como si él tampoco hubiera dormido bien, tal vez. Tenía la mirada fija en la única pieza que había en el tablero, un solo peón negro. A su lado reposaba un estilete de hueso de tumba. Aden vio un cuervo en la empuñadura con ámbares rojizos por ojos. Parecía el hermano pequeño de la espada larga que llevaba Lexa.

—Padre —dijo el chico.

—Hijo —respondió su padre, indicándole el diván de enfrente.

Aden caminó arrastrando los pies por el suelo del estudio, en el que había representado un mapa de toda la región. Itreya y Liis, Vaan e Ysiir, todo ello bajo el control absoluto de su padre. Ya no una república. Un reino en todo salvo en nombre.

Se sentó ante su gobernante.

—¿Dónde está Mataarañas? —preguntó, mirando alrededor—. ¿Y la teúrga?

Su padre descartó la pregunta con un gesto, como si espantara un insecto.

—He tenido un sueño en la nuncanoche —dijo.

El chico parpadeó. No era para nada lo que había esperado.

—¿Y con qué has soñado, padre?

—Con mi madre.

—Ah —dijo él, no sabiendo muy bien qué otra cosa responder.

—Iba vestida de negro —prosiguió su padre, aún mirando la pieza de ajedrez—. Como jamás vistió en vida. Guantes largos que le llegaban a los codos. Y me ha hablado, Lucio. Tenía la voz tenue. Como si llegara desde muy lejos.

—¿Qué te ha dicho?

—Me ha dicho que debería hablar contigo.

—¿Sobre qué? —replicó Aden.

—Lexa Wood.

«Ah».

Eso sí que se lo había esperado.

—Mi hermana —se oyó decir a sí mismo el chico.

Su padre por fin alzó la mirada al oírlo, y Aden oyó un suave siseo mientras Susurro se desenroscaba de la sombra del imperator. La serpiente escrutó a Aden con sus no-ojos, lamió el aire con su no-lengua. Parecía más sólido que antes, de un negro más profundo, ya lo bastante oscuro para dos.

Aden aún podía oír a Eclipse gimoteando mientras…

—Te lo contó, entonces —dijo su padre.

—Sí —respondió Aden, notando la garganta seca y tirante.

Su padre se inclinó hacia delante con fuego en los ojos.

—¿Qué te dijo exactamente?

El chico tragó saliva. Miró a su padre a los ojos, pero apartó la vista al instante.

—Lexa me dijo que es hija tuya. Engendrada en Anya Wood.

Un largo silencio se apoderó del estudio. A Aden le sudaban las palmas de las manos.

—¿Y qué más? —preguntó al final su padre.

—Me dijo… —Al chico le falló la voz. Sacudió la cabeza.

—Susurro —dijo su padre.

—… No temas, pequeño…

La víbora-sombra serpenteó hacia él y se fundió en la sombra de Aden. El chico suspiró mientras el daimón se tragaba su miedo, bebiendo un gran sorbo tras otro. Dejándolo audaz. Frío como el acero. El chico miró a los ojos de su padre, inexpresivos y oscuros y duros. Pero en esa ocasión no apartó la vista.

—Me dijo que yo también nací de la dona Wood —afirmó con voz firme—. Me dijo que mi madre no es mi madre.

Su padre se reclinó en el diván y lo contempló con ojos negros y relucientes.

—¿Es verdad? —preguntó el chico.

—Es verdad —corroboró su padre.

Aden sintió que se le revolvía el estómago. Que le dolía el pecho. Ya lo había sabido. En el fondo, había sabido que Lexa no le habría contado una mentira como esa. Pero oír la confirmación…

Le escocieron lágrimas en los ojos. Parpadeó para contenerlas, desdichado y avergonzado.

—Sí que es mi hermana.

—Te lo habría revelado —dijo su padre— cuando fueses más mayor. No tenía intención de engañarte, hijo mío. Pero algunas verdades deben ganarse con el tiempo. Y algunas verdades son una mera cuestión de perspectiva. Aunque no te diera a luz, Liviana te quiere como a un hijo. No lo dudes ni por un momento, Lucio.

—Ese no es el nombre que me puso mi madre.

La voz de su padre se volvió de hierro:

—Es el nombre que te puse yo.

El chico agachó la cabeza. Y muy despacio, asintió.

—Sí, padre.

El imperator de toda Itreya recogió el peón negro del tablero de ajedrez, aunque lo cierto es que los ojos de Aden permanecieron en el estilete. Su padre dio vueltas a la pieza entre los dedos, moviéndola a un lado y a otro, dejando que la desteñida luz de los soles centelleara en el ébano pulido. Labios apretados. Silencio persistente.

—¿Qué más te dijo tu querida hermana? —preguntó su padre al cabo de un tiempo.

—Muchas cosas —farfulló el chico.

—¿Por casualidad te habló de lo que planeaba hacer si triunfaba en su asalto a la montaña?

Aden se encogió de hombros.

—No mucho. Pero puedo suponerlo.

—Supón, entonces.

—Intentará matarte otra vez.

—¿Es lo único que busca? ¿Mi muerte?

—No le caes pero que nada bien, padre.

El imperator sonrió y negó con la cabeza.

—¿Y qué hay de sus compañeros? ¿La chica vaaniana? ¿Los esclavos de la arena? ¿El muerto regresado de la tumba? ¿Qué sabes de ellos? ¿Qué pretenden? ¿Por qué la siguen?

Aden volvió a encogerse de hombros.

—Clarke parece amarla. Creo que ella sigue a su corazón.

—¿Y los gladiatii?

—Lexa los rescató de sus ataduras. La siguen por cariño y lealtad.

—¿Y qué pasa con el chico muerto, el dweymeri?

Aden murmuró entre dientes.

—No te oigo, hijo mío —dijo su padre con una ira contenida en el tono.

—He dicho que él no la sigue —respondió Aden—. Pretende dirigirla él.

—¿Hacia qué?

El chico miró la pieza de ajedrez en la mano de su padre. Se sentía como ella en esos momentos. Una pieza pequeña en un tablero que era demasiado grande. El tiempo que había pasado con Lexa ya le parecía como un sueño. Sus sentimientos por ella eran un revoltijo enmarañado dentro de su cabeza: admiración, desdén, afecto, horror. Quizá incluso amor. Lexa era intrépida y valiente y el doble de grandiosa que la vida misma, y Aden sabía que era importante. Que tenía un papel que desempeñar. Pero la había conocido a lo largo de ocho semanas. A su padre lo conocía desde hacía nueve años. Y algunas lealtades no morían sin más, por mucho que dijeran los libros de cuentos.

—La Corona de la Luna —se oyó susurrar a sí mismo.

Su padre parpadeó. Se le llenó de sorpresa la mirada negra como el carbón. El chico la saboreó durante un momento; no era habitual encontrar a su padre con el pie cambiado.

—Mi madre ha pronunciado ese nombre —reconoció el imperator—. En el sueño. Y mi viejo amigo el cardenal Jaha estaba buscando un mapa que llevaba a ese lugar el año pasado. Creía que allí moraba una magya que destruiría la Iglesia Roja. Y a pesar de los esfuerzos de mi hija, Clarke Griffin robó el mapa.

—Así es.

Su padre se inclinó apoyando los codos en las rodillas, mirando a Aden a los ojos.

—¿Quién o qué es la Luna, hijo mío?

—No podría decírtelo, padre.

El imperator recogió la daga de hueso de tumba del tablero. Clavó los ojos en Aden mientras la hacía rodar entre los dedos. No pronunció ni una palabra. Pero Aden notaba su mirada furiosa como el calor de la veroluz abrasándole la piel. Con un malévolo siseo, Susurro reptó fuera de la sombra del chico y, sin pasajero que lo consumiera, su miedo regresó. Inundó frío sus entrañas e hizo que le temblaran las manitas. El miedo a decepcionar. A la ira. Al dolor. El miedo que solo puede conocer un chico que haya mirado en los ojos de su padre y visto allí en lo que podría convertirse una noche.

—No podría decírtelo. Pero… —Aden se lamió los labios secos. Buscó su voz—. Sí que puedo enseñártelo.

—… Extraordinario…

—Sí que lo es —susurró el imperator.

Estaban muy por debajo de la Ciudad de los Puentes y los Huesos, ante una laguna negra y resplandeciente. El aire era denso y aceitoso, impregnado del hedor a sangre y hierro. Aden había explicado a su padre algo de lo que podrían ver allí abajo, y no era conveniente que los soldados de la fe descubrieran que su imperator era tenebro, por lo que los guardias Luminatii se habían quedado esperando en la entrada de las catacumbas. Aden, su padre y Susurro habían pasado al interior, descendido por escaleras de fría y oscura piedra a la subpenumbra de la ciudad. La luz de una sola antorcha arkímica era lo único que les permitía ver, sostenida en alto por el chico. Habían recorrido los tortuosos túneles de la necrópolis, habían llegado al cambiante laberinto de caras y manos. Aden los había guiado de memoria, sin equivocarse ni una vez, durante lo que habían parecido horas en la solitaria lobreguez. Hasta que por fin habían entrado en una inmensa cámara circular. El chico estaba al lado de su padre, viendo sus sombras extenderse ante ellos. Susurro serpenteó fuera de la sombra de su amo, hipnotizado, igual que se habían quedado Don Majo y Eclipse. Por todo su alrededor, las hermosas caras talladas en las paredes y el suelo se movían, igual que habían hecho la vez anterior que Aden había estado allí. El suelo se desplazaba y ondeaba bajo sus sandalias con manos que intentaban agarrarlos y labios de piedra que susurraban silenciosas súplicas. Aden ya sabía a quién pertenecían esos rostros.

A la Madre de todos ellos.

Su verdadera Madre.

El aire estaba encendido de ello. Hambre. Furia. Odio. Las caras angustiadas descendían en pendiente hasta aquella profunda depresión, a la vez familiar y absolutamente ajena, a duras penas visible al tenue brillo de la antorcha. La orilla era toda manos y bocas abiertas. Y estancada allí, brillando oscura y suave como el terciopelo, yacía la laguna de sangre negra.

«Sangre de dios».

—Creo… —Su padre dio un vacilante paso hacia la laguna. Levantó la mano y Aden habría jurado que vio la superficie ondularse en respuesta—. Creo que he visto este lugar. En mi sueño.

—… Aquí cayó… —susurró la serpiente.

—Aquí cayó —respondió el niño.

—¿Y hay más de esto? —El imperator por fin apartó la mirada del estanque y se volvió para mirar a su hijo—. ¿Hay más esperándola en la Corona de la Luna?

—No lo sé —reconoció el chico, su voz pequeña y asustada—. Pero Lincoln le dijo a Lexa que debía viajar hasta allí para unir las partes del alma de Anais.

—¿Por qué hacer tanto recorrido hasta las ruinas de la antigua Ysiir? —preguntó su padre—. ¿Por qué no reclamar el poder que reside aquí mismo, debajo de Tumba de Dioses?

—Los restos que hay en esta laguna no te servirán, padre —dijo Aden—. Lincoln le advirtió a Lexa sobre ellos. Son lo que queda de la ira de la Luna. La parte de él que solo anhela destruir. Llevan demasiado supurando aquí abajo en la oscuridad. Lexa no se atrevió a tocarlos. Ni tú deberías tampoco.

Los ojos de su padre destellaron en la penumbra. Se clavaron en aquella malevolencia líquida. Sus manos se cerraron en puños.

Frustración. Inquietud. Cálculo.

—El mapa de Jaha. —El imperator devolvió su penetrante mirada negra a su hijo—. El que robó Griffin. ¿Lo viste?

Aden tragó saliva. Quería a su padre, de verdad lo quería. Lo admiraba. Ansiaba emularlo. Lo envidiaba. Pero aún más, y por encima de todo, lo temía.

—Sí… Lo vi —susurró el chico.

—Susurro —dijo su padre.

La víbora-sombra permaneció en silencio, meciéndose ante la laguna.

—¡Susurro! —restalló el imperator.

La serpiente giró despacio la cabeza, siseando.

—… ¿Sí, Roan?…

—Desde que derrotaste a la pasajera de mi hija, pareces hecho de un material más… oscuro. —Los ojos negros miraron a la serpiente de arriba abajo—. ¿Te notas cambiado?

—… Soy más fuerte desde que consumí a la loba, sí. Lo noto…

—¿El relato es verídico, entonces? Al destruir otro de esos… fragmentos…

—… Reclamamos ese fragmento para nosotros mismos…

El imperator miró a su hijo.

—¿Y mi hija ha matado a otros tenebros?

El chico asintió.

—Por lo menos a uno.

—En ese caso, es como mínimo el doble de fuerte que yo.

Aden asintió de nuevo, observando a su padre a la luz de su solitaria antorcha. Veía trabajar la mente del imperator, la astucia y la inteligencia que habían llevado a Roan Azgeda a arrasar con todos sus oponentes. A construir su trono en una colina de los huesos de sus enemigos. Y siempre el alumno destacado, el chico reparó en que su mente también trabajaba. Su padre tenía dos problemas con su descarriada hija, tal y como lo veía Aden. El primero, que Lexa podría hacerse con el poder que estuviera aguardando en la Corona de la Luna. Y el segundo, que aunque no lograra reclamarlo, teniendo dos fragmentos de Anais dentro de ella seguía siendo más poderosa que él. Si regresaba a Tumba de Dioses en la veroscuridad, como haría casi a ciencia cierta, su padre sería incapaz de plantarle cara. El imperator contempló la superficie negra como la tinta, su rostro tallado como blanquecina piedra a la luz arkímica. Aden no recordaba haber visto jamás la expresión que intuía en los rasgos de su padre. Parecía casi… asustado.

—Ella me ha mostrado esto por algo —musitó—. Esto es la respuesta. No un mero trono ni un título. No una mera obra del hombre, destinada al polvo y la historia. Esto es eterno. Inmortal. —El imperator de Itreya asintió despacio—. Esto es el poder de un dios.

—… Tuyo para que lo tomes, Roan…

—Es peligroso, padre —le advirtió Aden.

—¿Y qué te tengo dicho, hijo mío? —preguntó el imperator—. Sobre ostentar el verdadero poder. ¿Acaso hacen falta senadores? ¿O soldados? ¿O siervos de lo sagrado?

—No —susurró Aden.

—¿Qué hace falta, entonces?

—Voluntad —se oyó decir a sí mismo el chico—. La voluntad para hacer lo que otros no osan.

Roan Azgeda, imperator de la República Itreyana, se irguió en aquella orilla plagada de gritos, mirando la laguna de ébano. Las caras de piedra vocalizaban sus quedas súplicas. Las manos de piedra le acariciaban la piel. La sangre de dios rielaba expectante.

—Yo poseo esa voluntad.

Y sin decir más, se internó en la negrura.

—… ¡Roan!…

—¡Padre! —gritó Aden, dando un paso adelante.

No quedó ni rastro del imperator, salvo una tenue ondulación que recorrió el brillante negro. La laguna rieló y se removió, con una extraña no-luz jugando en su superficie. El chico notó que le aporreaba el corazón en el pecho, dio un paso más hacia la orilla. Los rostros de piedra se habían quedado inmóviles. El mismísimo Aa parecía estar conteniendo el aliento.

—¿Padre? —llamó Aden.

Un quejido más allá del límite de la audición. Una vibración en la oscuridad tras sus ojos. Aden parpadeó con fuerza, se tambaleó, se aferró las sienes mientras un negro dolor le atravesaba el cráneo como una lanza. Las caras de piedra abrieron de par en par las bocas, los gritos ganaron volumen hasta que las mismas paredes parecieron temblar. Susurro se enroscó sobre sí mismo, siseando de agonía. Aden hizo lo mismo, cayó de rodillas y se hizo sangrientos cortes contra las caras de debajo. Las reverberaciones parecieron sacudir la estancia entera, la ciudad, la propia tierra, aunque todo en la cámara estaba quieto, petrificado. Aden se encontró a sí mismo chillando, sintió el tirón como de una tenebrosa gravedad. Miró la sangre de dios y la vio tiritando, perfectos círculos concéntricos que ondeaban desde el punto en que había caído su padre. El estómago le dio un vuelco, el corazón le saltó a la garganta al darse cuenta de que el líquido estaba remitiendo, como la resaca de una marea, drenándose al interior de…

«¿De qué?».

No podía moverse. No podía respirar. Hacía tiempo que se había quedado sin aliento para los chillidos, pero aun así lo intentó, con ojos como platos, observando cómo la sangre descendía más y más hacia el fondo. Empezó a distinguir una silueta, acuclillada en el centro de la cuenca. Un hombre, recubierto de resplandeciente negro. La sangre continuó bajando, dejando impoluta la piedra al retirarse, cada gota, cada salpicadura atraída al interior de los mismos poros del hombre. Su forma cambió, unos seres de pesadilla fueron cobrando retorcida existencia y desapareciendo con la misma rapidez. Y mientras los chillidos emprendían un crescendo, la silueta por fin se resolvió en algo que Aden reconocía.

—¿Padre?

Estaba arrodillado al fondo de la cuenca. Cabeza gacha. Una rodilla contra la piedra inmaculada. El silencio cayó sobre la cámara como una mortaja.

—… ¿Roan?…

El padre de Aden abrió los ojos y el chico vio que eran negros por completo. A pesar de la luz de la antorcha, las sombras que los rodeaban estaban viéndose atraídas hacia él. Aden vio su propia sombra estirar los brazos hacia la de su padre con los dedos separados. El anhelo y la náusea y el hambre de su interior eran casi un dolor físico. Pero despacio, con toda la lentitud del mundo, la sensación se replegó. Se marchitó, como la luz de los soles durante la veroscuridad. Aden vio que su padre temblaba por el esfuerzo. Todos los músculos contraídos. Las venas del cuello tensas, amenazando con partirse. Pero, muy poco a poco, el negro que cubría la superficie de sus ojos remitió, retirándose de vuelta a los iris y revelando el blanco de debajo.

La voluntad —susurró, su voz teñida de una oscura reverberación. El imperator alzó las manos. Las sombras en torno a ellos cobraron vida, reptando y combándose y bullendo y estirándose, la negrura un ser vivo que respiraba—. La voluntad para hacer lo que otros no osan.

—… ¿Roan?… —lo llamó Susurro—… ¿Te encuentras bien?…

El imperator cerró los puños de sopetón. Las sombras cesaron todo movimiento, se quedaron quietas como niños regañados. El imperator bajó el mentón y sonrió.

Me encuentro… perfecto.

El aire vibró. Las sombras titilaron. Susurro se apartó de la orilla de la laguna, impulsado por algún instinto a enroscarse dentro de la sombra del propio Aden. Pero en vez de que el pasajero le redujera el miedo, el chico sintió que su terror se duplicaba. Que el pavor de la serpiente se vertía en el suyo. Su padre salió de la cuenca vaciada. Aden bajó la mirada y vio que la sombra de su padre era absolutamente negra. No lo bastante oscura para tres, ni para cuatro, ni siquiera para docenas. Era una oscuridad tan insondable que la luz parecía limitarse a morir en su interior. El chico oyó un tenue chisporroteo, como el de una sartén en un fogón. Entornando los ojos, el imperator metió la mano dentro de su toga y sacó una Trinidad de Aa colgando de una cadena dorada que llevaba al cuello. La luz del símbolo sagrado refulgió en los ojos del chico, enfermiza, cegadora. Aden dio un respingo, retrocedió con una mano levantada para cubrirse de aquella espantosa irradiación. Con el estómago revuelto, vio que la piel de su padre crepitaba y chascaba allí donde tocaba la trinidad, como ternera en una plancha, y que emanaban volutas de humo de la carne ardiente del imperator. Con la mandíbula apretada, Roan Azgeda dirigió su voluntad a los soles dorados que tenía en la mano. Reforzó la presa, destacaron las venas en su antebrazo, muy despacio fue cerrando los dedos. La trinidad se arrugó como estaño en un torno de banco, aplastada hasta que solo quedó un bulto sin forma en su puño. Torciendo el labio de desdén, el imperator tiró el arruinado metal a un lado, a las lejanas sombras de la caverna. Se miró la piel quemada de la palma.

Volveremos a las Costillas —dijo—. Y tú me dibujarás el mapa de Jaha.

—Sí, padre —susurró él.

Su padre lo miró entonces. A pesar del pasajero que llevaba en su sombra, Aden sintió que una perfecta astilla de miedo le perforaba el corazón. La oscuridad ondeó a su alrededor y su propia sombra tiritó, como si estuviera igual de asustada que él. Y alzando la mirada a los ojos de su padre, el chico los encontró llenos de hambre.

Menos mal que tienes una memoria afilada como una espada, hijo mío.