CAPÍTULO 37
Lejanía
Un corazón roto y sangrante.
Cuatro figuras bajo la mirada de la Madre.
Seis letras labradas en piedra negra.
«Clarke».
Lexa estaba en el Salón de las Elegías, mirando las letras que había tallado en la tumba. El cuerpo de Clarke yacía dentro, envuelto en un precioso vestido blanco que habían sacado del guardarropa de Aalea. Todo había sido silencio mientras Lexa colocaba a su amada en la piedra, le besaba los labios fríos como el corazón en su pecho. Mientras miraba aquella hermosa cara detenida para siempre, aquellos ojos cerrados para siempre, aquel aliento robado para siempre. Intentando convencerse a sí misma de que no sentía nada.
Había cerrado la piedra de la tumba. Había notado el portazo a todos los futuros que se había permitido desear. A todos los finales felices que se había permitido soñar. Había apoyado la cabeza en la inexorable roca y exhalado los últimos vestigios de esperanza que tenía dentro.
Ya no quedaba nada.
Nada de nada.
Se volvió hacia Gustus y la compasión en sus ojos casi le partió el alma. Apartó rauda la mirada, hacia Wells y Cantahojas, tan cerca de ella que podría tocarlos. Pena en sus miradas, dolor al ver su dolor, ningún consuelo en absoluto. Y por último miró a Lincoln, inmóvil como la estatua de la Madre por encima de ellos, la balanza y la espada pesadas en sus manos.
«Vivir en los corazones que dejamos atrás es no morir nunca», le había dicho Lincoln.
Pero en el suplicio del fin, ¿merecía la pena perder por haber tenido?
Lexa agachó la cabeza. Se llevó las manos a la cara. Se preguntó qué vendría a continuación.
Y entonces llegó la agonía.
Un abrasador fuego negro en sus ojos inyectados de sangre.
Negros piojos reptando bajo su piel manchada de lágrimas. Lexa ahogó un grito y se agarró el pecho, cayendo de rodillas, las sombras a su alrededor ondeando, arañando, mordiendo. Las paredes temblaban. La tierra bajo sus pies se derruía y se la llevaba consigo a la oscuridad de abajo. El sabor a podredumbre en la lengua. Un peso atenazador en el pecho. La sensación de ahogarse en un líquido negro como la veroscuridad, la peste a sangre y hierro.
Pareció por un momento que el mundo entero chillaba tan fuerte que iban a reventarle los tímpanos.
Y entonces reconoció la voz:
—¡Lexa!
Oscura llama en su corazón. Oscuras alas a su espalda. Oscuros cielos sobre su cab…
—¡LEXA! —gritó Gustus.
Abrió los ojos. Jadeando y cubierta de sudor. Su antiguo mentor estaba agachado junto a ella, envolviéndola con los brazos, sosteniéndola en el sitio. El salón a su alrededor era un caos, las piedras de las tumbas abiertas de par en par por manos sombrías, los cirios apagados, la enorme cadena de hierro de la balanza de la Diosa partida en dos. Sus compañeros estaban pálidos, boquiabiertos, mirándola con miedo.
—Oh, Madre —susurró Lexa.
—Todo va bien, cuervecilla —dijo Gustus—. Todo va bien.
—No —dijo ella con un hilo de voz—. No va nada bien. —Intentó recobrar el aliento, calmar su esforzado corazón.
—¿LEXA? —Lincoln fue hacia ella—. ¿QUÉ OCURRE?
Lexa se arrodilló en la piedra grabada, resollando, con el pelo pegado al sudor reciente en la piel. Se apretó los nudillos en las sienes, con el cráneo a punto de estallar y un negro dolor tras las costillas. El corazón aún le atronaba, el estómago seguía lleno de un gélido horror, las sombras en torno a ella todavía temblaban de miedo.
—Lexa, ¿qué pasa? —preguntó Cantahojas.
—Lo ha hecho —susurró ella.
—¿Quién ha hecho qué? —preguntó Gustus con voz firme—. ¿De qué estás hablando?
Lexa solo pudo negar con la cabeza.
—El puto idiota de verdad lo ha hecho.
Se reunieron en el athenaeum, congregados en la hambrienta oscuridad.
Gabriel fumaba como un carretero y no apartaba los ojos de Lexa.
Wells y Cantahojas tenían el semblante preocupado, vestidos con sus desgastados cueros. Bellamy con su túnica de terciopelo rojo y Gustus con su oscuro atuendo de obispo, mirándola con sus ojos. Lincoln todo de negro, su piel besada por una tenue calidez que no servía de nada para calentarla a ella.
Y en el centro de todos ellos estaba Lexa.
Calzas de cuero negro y botas de piel de lobo. Una camisa blanca de seda y corsé de cuero. Una espada larga de hueso de tumba envainada a la espalda, otra de negracero ysiiri pendiendo del cinto. Un cigarrillo encendido en los labios para sofocar el olor de su chica en la piel, una botella de vino en el estómago para entumecer el dolor y los fragmentos de un dios destruido largo tiempo atrás ardiendo en su pecho. Los demás la habían escuchado hablar de los oscuros temblores que la habían embargado, de la agónica presa en el corazón y del sabor a sangre negra en la boca.
Y entonces les dijo lo que significaba.
—¿Qué te otorga tamaña seguridad? —preguntó Bellamy.
—Puedo sentirlo —respondió Lexa, su voz fría y muerta—. Igual que siento el suelo bajo los pies. Azgeda ha consumido la sangre de dios que había acumulada bajo la Tumba. Ha unido en su interior los fragmentos de Anais que reposaban bajo la ciudad.
—ENTONCES ESTÁ CONDENADO —dijo Lincoln—. LOS FRAGMENTOS BAJO LA CIUDAD DE LOS PUENTES Y LOS HUESOS ERAN UNA FUENTE DE PODER, SÍ. PERO CORROMPIDO. PODRIDO HASTA LA MÉDULA.
—Pues que se pudra ese hijo de puta —gruñó Wells.
Lexa miró a Lincoln con ojos negros y vacíos, dando una calada al cigarrillo.
—Me dijiste que la laguna de debajo de Tumba de Dioses estaba hecha de las partes de la Luna que solo querían destruir. Toda su rabia, todo su odio abandonados para enconarse en la oscuridad. ¿Qué crees que pasará ahora que el hombre más poderoso de Itreya los lleva dentro?
—QUE ENLOQUECERÁ POCO A POCO —respondió Lincoln—. Y ENTONCES, EN LUGAR DE RENOVAR EL MUNDO, BUSCARÁ DESHACERLO. SU GOBIERNO SERÁ UN REINADO DE CAOS. DE ODIO Y MUERTE.
Lexa se pasó la mano por el pelo. El humo del cigarrillo y la roja vibración del vino llenaron la hueca nada que le ocupaba el pecho.
—Tiene a mi hermano —dijo—. Debo encontrar a Cleo.
Gustus frunció el ceño.
—Azgeda ya no tiene ningún sitio al que huir ni nada tras lo que esconderse. Nosotros tenemos a un teúrgo, un par de gladiatii, dos de los mejores asesinos de la república y un chaval que parece casi imposible de matar. Podríamos ir a Tumba de Dioses y destriparlo en su casa.
Wells asintió mirando a Lexa.
—A mí me parece mejor plan que tu suicidio.
Cantahojas también asintió.
—Estoy de acuerdo.
Lexa paseó la mirada por la asamblea, negando despacio con la cabeza.
—Ahora Azgeda os supera a todos vosotros —musitó—. No podéis ayudarme en esto.
—Eso no lo sabes, cuervecilla —dijo Gustus—. Ni siquiera lo hemos intentado.
Como respuesta, Lexa se limitó a abrir la mano con la palma hacia arriba. La negrura que los rodeaba tiritó, la oscuridad se removió. La chica bajó la barbilla, cerró los ojos inyectados en sangre, se le movió el pelo como si lo acariciara una leve brisa. Poco a poco cerró los dedos formando zarpas. Wells renegó. A Gustus se le hizo un nudo en la garganta mientras Bellamy murmuraba palabras de poder. Todos los presentes se vieron envueltos en zarcillos de sombra, que se enroscaban alrededor de sus cinturas y sus piernas. Lexa movió los dedos como una titiritera y cada uno de sus camaradas maldijo o ahogó un grito maravillado al elevarse suavemente en el aire.
—En la veroscuridad a mis catorce años —dijo Lexa—, reduje a ruinas la Piedra Filosofal. Crucé toda Tumba de Dioses en un abrir y cerrar de ojos, despedacé a cohortes enteras de Luminatii con hojas de oscuridad viviente, hice cascotes la estatua de Aa fuera de la Basílica Grande. Y entonces tenía un solo fragmento de Anais en mi interior. Solo la Diosa sabe cuántos había en ese estanque de sangre de dios. Y se avecina la veroscuridad.
La penumbra suspiró y ella abrió la mano de nuevo. Con la delicadeza de una pluma al caer, sus camaradas descendieron ilesos al suelo.
Los ojos de Lexa seguían en su mentor.
—Tiene a Aden, Gustus.
—Aún podemos rescatarlo, aún podemos…
—Ahora Azgeda es más fuerte que yo. Que todos nosotros. En la veroscuridad, será más fuerte todavía. —Negó con la cabeza, dio una amarga y profunda calada al cigarrillo—. Tengo que equilibrar la balanza. Y solo hay un lugar donde exista esa clase de poder.
Un frío silencio se apoderó del entrepiso hasta que Wells carraspeó.
—Cuervo… —Le tendió las Crónicas de la Nuncanoche—. ¿Te has leído estos libros?
Lexa los miró con desprecio.
—Hay que ser muy capullo para leer tu propia biografía, Wells. Sobre todo si tiene notas al pie.
—La primera página —murmuró Wells— explica cómo termina tu historia.
Lexa dio otra calada, exhaló gris.
—Muy bien, dímelo —suspiró por fin.
—Reduces la república a cenizas —explicó Wells.
—Envías Tumba de Dioses al fondo del mar —añadió Cantahojas.
—Intuyo que hay un «pero» aguardando entre bambalinas —dijo Lexa.
—Mueres —afirmó Gustus.
Lexa miró a su mentor. Al hombre que la había criado. Que le había dado un hogar y amor y risas cuando le habían arrebatado todo lo demás. Reparó en las lágrimas que brillaban en sus ojos mientras la voz de su padre le resonaba en el cráneo.
«Si emprendes este camino, hija mía…».
—Mueres, Lexa —repitió Gustus.
Ella se quedó callada una eternidad. Contemplando los libros que se extendían por debajo de ellos, hilera tras negra hilera. Todas esas vidas. Todas esas historias. Relatos de valentía y amor, del bien triunfando sobre el mal, de alegría y ser felices y comer perdices. Pero la vida real no era así, ¿verdad que no? Lexa pensó en unos ojos de azul quemado por los soles y en unos labios que nunca volvería a saborear y…
—¿Me lo cargo, al menos? —preguntó en voz baja—. A Azgeda.
Lexa miró los libros que tenía Wells en las manos. Negó con la cabeza.
—No lo dice.
—En fin. Parece que todavía nos queda algo de suspense, ¿eh?
Su antiguo maestro entornó los ojos.
—¿Tantas ganas tienes ahora de un final? Has perdido a tu chica y con ella la esperanza, ¿es eso? Llevas luchando toda la vida, Lexa Wood. La Diosa sabe que ya has visto tiempos tan lúgubres como estos. Y los superaste. Dándolo todo, no dándote por vencida. Esto no tiene por qué ser el final.
Lexa exhaló una nube de gris y se encogió de hombros.
—Hasta la luz del día muere.
Sus camaradas se miraron entre ellos. Miedo en los ojos. Silencio entre ellos, oscuro como la siemprenoche sobre sus cabezas, como la sombra que se había asentado en el corazón de Lexa.
La chica lanzó una mirada a Gabriel con ojos verdes oscuros de pedernal.
—Parece que al final te saldrás con la tuya, cronista. Supongo que aquí nos despedimos.
Él suspiró y asintió despacio.
—Supongo que sí.
—Pues hala, adiós, viejo cabrón decrépito. Gracias por todos los pitillos. —Los labios de Lexa se combaron en una sonrisa vacía—. Pero que te jodan por el asunto del cáliz envenenado del destino y todo eso.
—Buena suerte, jovencita —respondió el cronista con voz triste—. Termine como termine, al menos tuviste una historia que contar.
Lexa aplastó el cigarrillo con el tacón. Miró a su antiguo mentor a los ojos. Al hombre que la había adoptado. Que la había querido como una hija. Que había sido más un padre para ella que ninguno de los suyos.
—No hagas esto, Lexa —le rogó Gustus—. Por favor.
—No puedo dejar a Aden con él, Gustus. ¿Qué sería yo entonces? ¿En qué han consistido estos últimos ocho años si no en la familia?
—Pero el mapa ya no está —insistió él—. Ni siquiera sabes el camino.
Entonces Lexa cerró los ojos. Pensó en labios turgentes y largas trenzas de rubio oro. En suaves curvas y marcadas sombras y piel pecosa sobre sábanas arrugadas y empapadas de sudor. Tan nítida en su mente que casi podía estirar el brazo y tocarla.
Una visión que jamás olvidaría mientras viviera.
—Recuerdo el camino —susurró.
—Por lo menos no viajaré a caballo —dijo Lexa con un suspiro.
Cargó sus pertrechos a lomos del camello y los hombros se resintieron de la tensión. Lexa sabía que internarse en los profundiales iba a ser más peligroso que meter la cara en un nido de visceravispas, así que recorrerlos en carromato habría sido una opción mucho más razonable. Pero lo cierto era que no habían sobrevivido los suficientes animales a su explosión de sal de arkimista para tirar de nada parecido a un carro. La metralla ardiente había arrasado la cuadra al estallar y la mayoría de las monturas estaban mutiladas o muertas. De todos los animales en los rediles de la Iglesia Roja, solo uno había salido milagrosamente casi ileso. El animal en cuestión bramó en protesta, mirando a Lexa con ojos marrones como el fango.
—Cierra la puta boca, Roan —gruñó ella.
Wells y Cantahojas estaban en la escalera, viéndola cargar el camello.
—¿Cómo de largo es el camino? —preguntó Wells.
Lexa enderezó la espalda, se pasó el pelo detrás de la oreja.
—Al menos dos semanas por los Susurriales profundos, según mis cálculos.
—La veroscuridad caerá pronto —dijo Wells, trabando la mirada con ella.
—Desde Última Esperanza a Tumba de Dioses hay como mínimo ocho semanas por mar —dijo Cantahojas—. Y las Señoras de las Tormentas y los Océanos aún te quieren muerta, que nosotros sepamos. Suponiendo que no tengamos todos unas muertes horribles ahí fuera, ¿cómo tienes pensado llevarnos a todos de vuelta a la Tumba a tiempo de ocuparnos de Azgeda?
—¿A qué «todos» te refieres? —preguntó Lexa.
Cantahojas frunció el ceño mientras se ataba las rastas en la nuca.
—¿A quiénes crees tú?
—No vas a venir conmigo, Cantahojas. Ni tú tampoco, Wells.
—Y un cuerno —replicó Wells—. Estamos contigo hasta el final.
—Todos nosotros —llegó una voz.
Habían salido a la escalera los últimos dos miembros veteranos de la Iglesia Roja. Bellamy llevaba puestas una calzas de cuero que le daban aspecto de fauno y una fina túnica de seda blanca. También llevaba un sombrero de ala ancha, anteojos de azurita y guantes blancos, sin duda para evitar a su piel el contacto con la luz de los soles. A su lado estaba Gustus, que había abandonado las vestiduras de obispo en favor de una camisa larga y unas calzas bastante más prácticas. Su bastón dio nítidos golpes a la piedra mientras los dos llegaban escalera abajo al suelo de la cuadra.
—¿Adónde creéis que vais? —soltó Lexa.
—Contigo, pequeña tenebra —respondió el orador.
Lexa parpadeó.
—No, de eso nada.
—Todas las pruebas apuntan a lo contrario —repuso su antiguo mentor, echándose el petate al hombro.
—Gustus —dijo Lexa poniéndole una mano en el brazo—, no puedes venir a una expedición que durará semanas por un terreno de pesadilla contaminado por la magya. Tienes ochenta años.
—Tengo sesenta y dos putos años —gruñó el anciano. Lexa se lo quedó mirando. Gustus puso los brazos en jarras, indignado—. Escúchame, cuervecilla, yo ya estaba rajando gargantas cuando tú no llegabas ni a las rodillas de un perro costroso.
—Precisamente por eso —dijo Lexa. Miró a Wells y Cantahojas, a Gustus y Bellamy, y negó con la cabeza—. Os agradezco la intención, de verdad. Pero, aunque quisiera poneros en peligro, no hay bastantes camellos para llevarnos a todos. ¿Pensáis ir andando hasta la Corona?
—Si hace falta —gruñó el anciano.
Lexa miró al obispo, luego al orador.
—Vosotros dos sois todo lo que queda de la jerarquía de la Iglesia. Si al final esto me sale bien, si de verdad se acaba restaurando el equilibrio entre la Luz y la Noche, necesitaremos a gente al mando que sepa lo que debería representar la Iglesia Roja. —Lexa miró el bastón de Gustus con una ceja arqueada—. Y no os ofendáis, pero ya hace tiempo que ninguno de vosotros ha tenido que luchar en el frente.
Bellamy empezó a protestar:
—Te acucia la necesidad de toda…
—¿Soy la Señora de las Hojas o no?
—Lo eres —respondió el orador tras una breve pausa.
—Pues vais a quedaros aquí —dijo ella, mirando a Gustus—. Si no vuelvo… Si fracaso, vosotros seréis los únicos que puedan rescatar a Aden y Octavia.
—Pero ¿cómo vamos a llegar a tiempo a Tumba de Dioses? —preguntó Cantahojas.
—Eso —dijo Gustus—. Azgeda ha destruido la capilla de la ciudad. Y el estanque de sangre con ella. Estamos aislados de la Tumba.
Lexa miró a Bellamy.
—La Señora de las Hojas nunca me pareció la clase de mujer que no se deja abierta una puerta trasera.
El orador asintió despacio.
—Existe un estanque adicional. En el palazzo de Abby.
Lexa miró uno por uno a sus amigos y sus ojos se posaron por último en Wells.
—Necesito que hagáis esto por mí. Si no regreso…
Wells respiró hondo, con los ojos relucientes.
—Por favor, Wells. Prométemelo.
El hombretón suspiró. Pero al final, como ella sabía que haría, asintió. Porque si Lexa hubiera podido tener un hermano mayor, lo habría elegido a él.
—Sí, Cuervo, lo juro —dijo.
El pecho de Lexa estaba vacío. Su cuerpo entero entumecido. Pero, de algún modo, se las ingenió para conjurar una sonrisa agradecida. Apretó la mano de Cantahojas. Besó la mejilla de Wells.
—No permitiré que afrontes esto sola —se opuso Gustus.
—No estoy sola —dijo Lexa, volviéndose hacia su antiguo maestro—. Nunca he estado sola. Llevas conmigo desde que aquella mocosa mimada y mugrienta se metió en tu tienda y te exigió que le compraras el broche. Ese giro me salvaste la vida. Y en otras pequeñas maneras, me la has estado salvando desde entonces.
Gustus arrugó la frente, sus ojos se anegaron de lágrimas.
—Nunca tomé esposa —dijo el anciano—. Nunca tuve familia. No me parecía justo, dedicándome a lo que me dedicaba. Pero… si alguna vez hubiera tenido una hija…
—Tuviste una hija —le aseguró Lexa. Rodeó al anciano con los brazos y apretó tan fuerte como pudo—. Y te quiere —le susurró.
Gustus cerró los ojos, dejó caer las lágrimas por las mejillas. Le besó la coronilla y meneó la cabeza a los lados.
—Yo también te quiero, cuervecilla.
—Siento que esto tenga que acabar así —musitó ella.
—Aún no estamos en el último capítulo.
—Aún no.
Lexa se apartó, dejándole el chaleco un poco húmedo. Se pasó la manga por la nariz, se metió el pelo mojado de lágrimas tras las orejas.
—Si… —Apretó los labios, respiró hondo—. Si no vuelvo…, recordadme, ¿queréis? No solo las partes buenas. Las partes feas y las partes egoístas y las partes reales. Recordadlo todo. Recordadme a mí.
Gustus asintió. Se tragó el nudo de la garganta.
—Lo haré.
Lexa contempló la panza del Monte Apacible por última vez. Seguía sin oírse ni un susurro del coro fantasmal en el aire; todo era silencio. Pero le pareció adecuado, en cierto modo. Cerró los ojos un momento, dejando que la inundara la calma, ultraterrena y beatífica. La sintió hormiguear en la piel como música, columna abajo, la canción de la oscuridad entre las estrellas. Coronándole los hombros con las más negras alas. Deseándole buena suerte. Dándole un beso de despedida. Le hizo dañó en el corazón que no hubiera otra allí haciendo esas cosas. Pensó en todo lo que podrían haber sido…
Lexa dio una profunda bocanada de aire. Sintió un agujero con forma de gato en el pecho, y todo el miedo y la tristeza y la angustia que se habían infiltrado allí para llenarlo. Pero lo apartó. Lo redujo por la fuerza. Pensó en su hermano, en su padre, en su madre. En las palabras que le habían enseñado cuando no era más que una niña de diez años. Las palabras que le habían dado forma, que la habían gobernado, que la habían arruinado.
Las palabras que habían hecho de ella todo lo que era.
Nunca te encojas.
Nunca temas.
Nunca olvides.
Besó a Gustus en la mejilla, se despidió con la cabeza de Wells y Cantahojas, y entonces asió las riendas de su camello y lo sacó a la moribunda luz de los soles.
Dándolo todo, no dándose por vencida.
—Adiós, gentiles amigos.
Lincoln estaba esperándola fuera de la montaña. Los vientos susurrantes jugueteaban con sus largas rastas de sal, meciéndolas por sus amplios hombros. Tenía la mirada fija en el horizonte oriental. Llevaba sus hojas de hueso de tumba cruzadas a la espalda, sus cueros negros ceñidos al cuerpo. Como siempre, parecía una obra maestra que alguien hubiera exhibido inexplicablemente sobre un afloramiento rocoso en una parte perdida del mundo de los eriales ysiiri. Hasta que se movió, claro, levantando una mano negra como la tinta para sujetarse detrás de la oreja una gruesa rasta que le había caído en la cara. Tenía los ojos de un negro insondable, acribillados de minúsculos puntitos de iluminación. Entornados contra la luz agonizante. Saan se había hundido tan bajo que ya casi estaba oculto tras el horizonte. Saai remoloneaba aún en el cielo, y el brillo del Conocedor retorcía el firmamento en un espantoso y solitario violeta. Pero la veroscuridad se aproximaba. Lincoln estaba casi tan cerca como estaría jamás de lo que había sido. Cuando llegó junto a ella, Lexa alcanzó a sentir en los huesos la oscuridad que se congregaba.
—NO ES JUSTO —suspiró el chico—. NADA DE ESTO LO ES.
—Lo sé.
—TE QUIERO, LEXA.
Ella suspiró.
—Lo sé.
Lincoln se volvió para mirarla. Alto y hermoso y tallado en tristeza.
—¿PUEDO DARTE UN BESO DE DESPEDIDA?
Lexa parpadeó. Las palabras fueron como una puñalada en el pecho.
—¿No quieres… venir conmigo?
Lincoln negó con la cabeza.
—NO ME ACEPTARÍAS AUNQUE ME OFRECIERA. EN TU CORAZÓN, SABES QUE LO QUE TE ESPERA AL OTRO LADO DE ESTE DESIERTO ES PARA TI SOLA. POR MUCHO QUE ME GUSTARÍA, NO PUEDO AYUDARTE A AFRONTAR LO QUE ESTÁ POR VENIR. PERO SÉ QUE AL FINAL SERÁS TÚ QUIEN QUEDE EN PIE.
—Esa crónica parecía dejar bastante claro que termino horizontal, Lincoln, no vertical.
Lincoln se limitó a levantar los hombros.
—NADA EN ESTA VIDA ES SEGURO. Y MUCHO MENOS DÓNDE Y CUÁNDO CONCLUYE. NINGÚN LIBRO, NINGÚN CRONISTA, NI SIQUIERA LA MISMÍSIMA DIOSA PUEDE VER TODOS LOS FINALES. ESTE NO TIENE POR QUÉ SER EL TUYO.
—¿Estás diciéndome que siga adelante sin ella?
—SÉ LO MUCHO QUE LA QUERÍAS, LEXA. LO SIENTO.
Entonces ella lo miró. A ese hermoso chico que se había arrastrado a través de los muros del abismo por ella. El chico que la amaba tanto que había desafiado a la muerte para volver a su lado. La mayoría habría odiado a la chica que lo mató, que le robó lo que era suyo. La mayoría habría celebrado, no llorado la muerte de esa chica. La habría visto como una ocasión para reptar de vuelta a los afectos de Lexa. Para plantar rosas rojas sobre la tumba de su amante.
Pero no ese chico.
—Lo sé —dijo Lexa, con el corazón dolorido.
—LO QUE TE DIJE EN AMAI SIGUE SIENDO CIERTO. DE VERDAD ERES MI CORAZÓN, LEXA. ERES MI REINA. HARÍA TODO LO QUE ME PIDIERAS Y TODO LO QUE NUNCA ME PEDIRÍAS. NO IMPORTA QUE ME HAGA DAÑO. LO ÚNICO QUE IMPORTA ES SI TE HACE DAÑO A TI. Y TE QUERRÉ POR SIEMPRE.
—Yo también te quiero —susurró Lexa.
—Pero no como la querías a ella.
—Lincoln…
—ESTÁ BIEN. —Lincoln sacó la mano y le tocó la cara, delicado como las primeras nieves—. DISTA MUCHO DE SER SUFICIENTE. PERO AUN ASÍ ME DARÁ CALOR.
—Ojalá… —Lexa negó con la cabeza, apretó la mano del chico contra su mejilla. Se preguntó cuántas veces más se le podía astillar el corazón en el pecho—. Ojalá hubiera dos de mí.
—LAS HAY, ¿RECUERDAS? —El chico sonrió, adusto y bello—. DOS MITADES GUERREANDO DENTRO DE TI. Y LA QUE GANARÁ…
—… es la que yo alimente.
—NO TE RINDAS A LA PESADUMBRE, LEXA. NO PIERDAS LA ESPERANZA AHÍ DENTRO. MÁS QUE NADA DE LO QUE ERES, MÁS QUE LA VALENTÍA, LA ASTUCIA, LA IRA, TÚ ERES LA CHICA QUE CREÍA. ASÍ QUE DÉJAME DARTE UN BESO DE DESPEDIDA. Y LUEGO SIGUE CAMINANDO. Y NUNCA MIRES ATRÁS.
Lexa respiró hondo, alzó la mirada a los ojos de Lincoln.
—Bésame, entonces.
El chico tomó su mano entre las suyas. Sus ojos eran lagos insondables, profundos como el para siempre. Le pasó el pulgar por la piel, encallecido y cicatrizado, dándole un escalofrío. Y engarzando los ojos con los de ella, se llevó sus nudillos a los labios. Y les dio un beso. Suave como las nubes.
—ADIÓS, LEXA WOOD —dijo, soltándole la mano.
—¿Eso es todo? —preguntó ella.
—ESO ES TODO —asintió él.
El viento susurró entre ellos, solitario y anhelante.
—Y una mierda —dijo ella en voz baja.
Lexa le agarró la camisa con los puños. Y poniéndose de puntillas, tiró de él y besó sus labios perfectos. Él la alzó entre sus brazos, su cuerpo abalanzándose contra el de Lexa, su boca abierta a la suya. La apretó tan fuerte que temió romperse. Un beso vertiginoso. Un beso interminable. Un beso lleno de pena y de lamento por todo lo que habían podido ser, un beso de amor y añoranza por todo lo que habían tenido, un beso de gozo por todo lo que eran, en ese preciso momento. Un para siempre encuadernado en sangre y tinta, una parte del relato mutuo en una historia tan antigua como el mismo tiempo. Ella no quería que terminara. No quería que fuese real. No quería nada de aquello. Pero Lexa Wood sabía, mejor que nadie, que a veces no obtenemos lo que queremos y es lo que hay. Así que se separó. Apoyó la frente contra la de él un momento más. Mejillas empapadas de lágrimas. Le acunó la cara y le quitó una rasta rebelde de aquellos ojos inescrutables y miró al fondo de la oscuridad entre las estrellas que le pertenecían a ella y susurró:
—Me despido de vos, don Lincoln.
—ADIÓS, HIJA PÁLIDA.
—Recuérdame.
—POR SIEMPRE.
Subió a lomos de su camello, clavó la mirada en el horizonte oriental.
Se limpió las lágrimas de los ojos, cabalgó.
Y no miró atrás.
