CAPÍTULO 38
Impulso
Los susurros sonaban cada vez más altos.
Lexa llevaba siete giros cruzando las tierras yermas ysiiri, dejando una larga y solitaria estela de polvo levantado hacia el oeste. Las arenas eran del rojo de la herrumbre o de la sangre seca y vieja. El cielo era de un melancólico añil. Saan estaba a solo unas horas de desaparecer bajo el borde del mundo y solo una esquirla suya iluminaba el horizonte de un asesino escarlata. Saai se escabulliría pronto tras su inflado gemelo, pero de momento el sol más pequeño se aferraba tozudo a la extensión del firmamento y el último ojo de Aquel que Todo lo Ve seguía abierto. Bien pronto, sin embargo, Aa debería renunciar a su dominio del cielo.
Entonces caería la noche.
«Y también lo hará él».
Los ojos de Lexa estaban fijos en el terreno por delante, entrecerrados para protegerse del aguijoneo del viento. Las lágrimas ya llevaban mucho tiempo secas en sus mejillas. La tierra ante ella estaba reseca, un millón de grietas que se extendían por el territorio muerto como negras telarañas. Se había internado tanto en los eriales que ya estaba fuera de la mayoría de los mapas de la República Itreyana. Cruzada en el desierto más al este había una curva de granito oscuro conocida como la cordillera Bordenegro. Se desplegaba hacia el sur en serrados picos y agujas, puños de piedra que golpeaban el cielo. Según el mapa de la piel de Clarke, existía un estrecho y serpenteante paso a través del Bordenegro, que llevaba a las ruinas del Imperio Ysiiri al otro lado.
Donde estaba la Corona de la Luna.
Lexa no tenía ni idea de lo que la esperaba en aquel lugar. Una mujer más poderosa que ella, eso sin duda. Una mujer que había vivido sin más compañía que las sombras desde antes de los albores de la república. Una mujer sumida en la locura, que odiaba a la Noche y protegía recelosa lo único que podía sacar al hermano de Lexa de sus apuros y, con el mismo golpe, poner fin de una vez a las retorcidas ambiciones de su padre.
Su venganza.
El miedo de Lexa hacía mucho más hiriente la ausencia de Don Majo. Y echaba de menos a Eclipse como si le hubieran amputado una parte de sí misma y le hubieran quemado el muñón. Pensó en cómo debía de haber sido el fin de la loba-sombra, caída en defensa de su hermano, y añadió la destrucción de su pasajera, la muerte de Carnicero y el asesinato de Clarke a la siempre creciente lista de motivos por los que Roan Azgeda merecía morir.
Y oh, por la puta Negra Madre, desde luego que moriría.
Pero antes…
«Cleo».
Roan escupía y rezongaba y protestaba, pero Lexa se notaba demasiado hueca para prestar atención a las quejas del camello. Dio un sorbo de una cantimplora de agua templada y sintió que Saan se precipitaba más por el horizonte a su espalda, que la luz iba perdiendo intensidad poco a poco. Mantuvo un ojo atento a la arena ante ella, teniendo muy presentes los monstruos que acechaban bajo tierra. Sabía por experiencias anteriores que las bestias de los Susurriales, por algún motivo, se veían atraídas a su sombranismo. Las enfurecía. Si se cruzaba con algún kraken de arena o algún arcadragón, su historia podía concluir antes de llegar siquiera a la Corona. Lexa se preguntó por qué ocurría, por qué a los depredadores de los Susurriales les enfurecía tanto su poder. Según los entendidos, las monstruosidades de los eriales profundos se habían engendrado a partir de los contaminantes mágycos que dejó la destrucción del imperio. Pero si el Imperio Ysiiri había caído cuando la Luna murió asesinada por su padre, ¿era posible que Anais, los fragmentos de él que Lexa llevaba en su interior y esos horrores estuvieran relacionados de algún modo?
Aun así, podría ser peor. Además de los monstruos de las tierras yermas en pos de las que cabalgaba, era posible que también debiera preocuparse por…
Roan bramó de nuevo, bufó y escupió. Lexa maldijo entre dientes cuando el escándalo del camello por fin atravesó la escarcha de insensibilidad que le rodeaba el corazón.
—Cállate, horrible hijo de puta.
El camello vociferó de nuevo, gorgoteando con lo que parecía ser todo un galón de saliva en la garganta. Pataleó, rebuznó, dio cabezazos. Lexa suspiró y miró en la dirección hacia la que hacía gárgaras el camello. Y allí, en la distancia, distinguió una nube de polvo elevándose desde el sur. Una mancha de color rojo oscuro en el horizonte.
—¿Puede ser una tormenta? —murmuró—. Las Señoras siguen cabreadas conmigo.
Una lluvia de espuma blanca brotó de los labios de Roan, y Lexa asintió despacio. Dudaba que la Señora de las Tormentas fuese a darse mucha prisa en ennegrecer de nuevo el cielo.
—Sí, tienes razón. Esto es otra cosa.
Hurgó en las alforjas hasta dar con un largo catalejo, ribeteado en latón. Se lo llevó al ojo y escrutó la arena levantada. Le costó un poco enfocar la vista entre la arremolinada cortina roja, pero por fin, con la moribunda luz de los soles destellando en las puntas de sus lanzas, brillando en sus yelmos emplumados…
—Que me follen bien suave —susurró—. Y luego que me follen bien fuerte.
Legionarios itreyanos. Marchando al norte en formación, sus capas ondeando en los vientos susurrantes. Filas y más filas. Distinguió por sus estandartes que eran la Decimoséptima Legión, con base en el sur de Ysiir. Sus diez cohortes completas, al parecer. Cinco mil hombres. Y aunque era posible que su comandante los hubiera enviado al norte para que se dieran un paseíto vespertino por una árida extensión de pesadilla, Lexa sabía en el fondo de su alma que marchaban hacia ella.
Hacia la Corona.
Pero en nombre de la Negra Madre, ¿cómo…?
—Ponte algo de ropa —susurró Lexa—. Aden va a dormir aquí con nosotras.
—¿En serio? —Clarke frunció el ceño, buscando alrededor—. Mierda, vale, déjame un momento.
Lexa metió a su hermano en el camarote mientras Clarke bajaba de la hamaca, de espaldas a la puerta. El niño se quedó con las manos agarradas ante sí, robando curiosas y furtivas miradas al tintanismo en la espalda de Clarke…
—Aden —susurró.
No sabía cómo era posible que Azgeda hubiera informado a la Legión Ysiiri del lugar hacia donde se dirigía ella. Pero el imperator se había apoderado de sangre de dios. En sus venas latía el poder de una divinidad caída. A saber qué dones podía tener después de eso. Y al fin y al cabo, Lexa supuso que el cómo tampoco tenía tanta importancia. Era evidente que lo había hecho, igual que era evidente que ella tenía a cinco mil pollas bien armadas y acorazadas dispuestas a follársela con muy
pocos miramientos.
La cuestión era qué iba a hacer al respecto.
Miró la cordillera Bordenegro en el distante este, lanzó a Roan una mirada de disculpa y sacó la fusta.
—Espero que no me obligues a usarla —dijo.
—¡Más deprisa, adefesio cabrón, más deprisa!
Roan echaba espuma por la boca, Lexa estaba agachada sobre las riendas y cabalgando a toda velocidad, las pezuñas de la bestia aporreando la tierra reseca. La Señora de las Hojas, campeona del Venatus Magni y Reina de los Canallas había confiado en sacar la suficiente ventaja a la Decimoséptima para que la persecución resultara infructuosa, pero no había tenido en cuenta su cohorte de caballería. Forzando la mirada ya veía a un grupo de vanguardia, veinte hombres en caballos rápidos, galopando raudos desde el sur. Quizá no supieran que el camello que tenían delante llevaba a la chica que buscaban, pero desde luego pensaban acercarse a echar un vistazo. Poner pies en polvorosa tan deprisa como Roan pudiera galopar probablemente no era la mejor manera de quitarles la curiosidad, pero Lexa había esperado poder dejarlos atrás. El problema, claro, era que los caballos corrían más que los camellos.
—Nunca creí que diría esto —resolló Lexa—, pero echo de menos a Cabronazo.
Por desgracia, el semental purasangre que había robado de las cuadras de Última Esperanza dos años antes no estaba por ninguna parte, y a Lexa le tocaba seguir a lomos de su vociferante bestia de los escupitajos. La avanzadilla de caballería acortó distancias con ella desde la neblina de calor al sur, dejando una estela de polvo por detrás. Lexa había tenido el buen juicio de llevarse una ballesta de la armería del Monte Apacible, así que cargó una saeta y tensó la cuerda. Cuando los soldados se aproximaron, el jinete que iba en cabeza hizo sonar una nota larga y temblorosa en un cuerno ribeteado en plata. Lexa vio que los hombres llevaban armadura ligera de cuero, espada corta al cinto y arco corto en la mano libre. Sus libreas y las finas crestas de crin que llevaban en los yelmos estaban tintadas de un profundo verde hoja, y el estandarte de la Decimoséptima adornaba sus capas del mismo color.
—¡Alto! —rugió el líder—. ¡Alto en nombre del imperator!
—Al abismo con tu imperator —masculló Lexa.
Levantó la ballesta y disparó. El capitán cayó con un proyectil en el pecho, derribado de su silla con un gruñido de dolor. Los demás soldados dieron voces de alarma y se disgregaron como una bandada de golondrinas. Ocho dieron un rodeo por detrás de Lexa y otros ocho espolearon a sus monturas hacia ella.
Y entonces,
como un silencioso milagro a su espalda,
Lexa sintió que el sol rojo por fin caía por debajo del borde del mundo.
El cielo se oscureció de un malhumorado añil claro a lo que parecía un taciturno violeta. Solo un ojo de Aa permanecía en el cielo. solo una parte del odio de Aquel que Todo lo Ve contenía los dones de Lexa. Aún no era la veroscuridad, no. Lexa no estaba tan liberada.
Pero sí lo suficiente.
Lanzó una mirada por encima del hombro y vio a un legionario alzando su arco corto, apuntándole al corazón. Se preguntó por un instante qué ocurriría si dejaba que la flecha acertara. Si de verdad podría perforar lo que ya estaba roto. Visualizó unos preciosos ojos azules y una sonrisa que le dio ganas de llorar. Y entonces
dio un paso
d
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s
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o
m
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R
o
a
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al caballo
del arquero, le asió el brazo del arma y la volvió hacia otro jinete. El hombre profirió una sorprendida maldición, soltó la flecha, dio a su hermano legionario en el cuello y lo derribó de su montura. El arquero gritó alarmado, soltó el arco e intentó desenfundar la espada corta. Sus compañeros rugieron advertencias, volvieron sus arcos hacia Lexa. Y la
chica
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u
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p
a
s
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al siguiente caballo
de la fila mientras los soldados liberaban las flechas, que se clavaron una docena de veces en su compañero. El hombre se agarró el pecho perforado y un chillido incoherente burbujeó de su garganta mientras caía a la arena. Acuclillada ante un nuevo jinete, con la luz del sol que quedaba en el cielo detrás de él, Lexa desenvainó la espada larga que llevaba a la espalda y se la hundió en el pecho, atravesando con su hueso de tumba la cota de malla como si fuera pergamino seco. Llovieron flechas hacia ella en respuesta, pero ya no estaba allí, sino dando un paso a la sombra de otro jinete y descargando un tajo al emerger. Un proyectil perdido alcanzó a un caballo, y el pobre animal se partió las patas y mató a su jinete al estrellarse en la arena. Los legionarios gritaron de furia y pánico, no muy seguros de cómo derrotar a aquella enemiga impía.
—¡Magya! —gritó uno.
—¡Teúrgia! —bramó otro.
—¡Tenebra! —llegó un chillido—. ¡Tenebra!
Lexa retomó su sanguinario trabajo, dando pasos hasta tres jinetes más y matándolos con su hoja. Era una tarea pringosa y brutal. Llevada a cabo tan de cerca que les veía el miedo en los ojos. Oía el gorgoteo en sus pulmones o el estertor al darles fin. El viejo estribillo. Cuánto rojo tenía ya en las manos. Demasiado para poder limpiarlo jamás. Quería rezar mientras masacraba. La ofrenda a Nuestra Señora del Bendito Asesinato resonó por sí misma en su mente.
Escúchame, Niah.
Escúchame, Madre.
Esta carne, tu festín.
Esta sangre, tu vino.
Pero al final no dijo nada. Manos carmesíes y ojos vacíos. Los jinetes se desperdigaban gritando alarmados, sus caballos relinchaban de terror. Cuando Lexa hubo terminado, quedaban ocho donde antes eran veinte. Y Lexa dio un paso desde el caballo manchado de sangre en el que estaba montada de vuelta al lomo de Roan, con la cara salpicada de rojo. Limpió la hoja de su espada y la envainó de nuevo, mirando cómo los soldados se quedaban atrás abatidos, con más de la mitad de sus tropas heridas o muertas. Cogió las riendas y azuzó más al camello. Se miró las manos, pegajosas y mojadas.
«Diosa, qué poder…».
Alzó la vista hacia el cielo azul oscuro, hacia las finas volutas de nube. El calor estaba menguando tras la caída de Saan y el sudor se le enfriaba en la piel. El tercer ojo de Aquel que Todo lo Ve seguía abierto, el último sol que resistía en el firmamento se mantenía acechante a su espalda. Pero tan seguro como que el mundo giraba, Saai pronto se hundiría a su reposo.
«¿Y qué seré yo entonces?».
El sonido de unos cuernos distantes y el trueno de unos cascos acercándose la sacó de sus meditaciones. Se secó las manos sanguinolentas en los flancos de Roan y miró hacia el sur. Vio que la avanzadilla había vuelto a su legión con el rabo entre las piernas. Pero a través de la cortina roja que ya decaía, Lexa distinguió una nube de polvo más voluminosa aproximándose. Con los dedos pegajosos, sacó el catalejo de la alforja y lo usó para ver.
—Coño —susurró.
Parecía que el comandante de la Decimoséptima no se había tomado muy bien el trato que había dado a su vanguardia. La cohorte montada entera de la legión cabalgaba hacia ella desde el sur. Era caballería pesada, los jinetes embutidos en gruesa armadura de hierro y cuero, sus relucientes yelmos coronados con altos penachos de crin. Cada soldado iba armado con lanza, escudo, ballesta y espada corta. Sus monturas galopaban envueltas en lorigas de cuero hervido, levantando una muralla de polvo tras ellas.
Y eran quinientos.
Lexa miró hacia la cordillera Bordenegro, que aún estaba a tres giros de distancia a camello. Volvió la cabeza hacia el bullente remolino de polvo que avanzaba en su dirección, arrojado al aire por dos mil cascos de caballos al galope. Su carga los aproximaba más a ella con cada latido. Estaba atrapada en un espacio abierto. No había más que desierto vacío por delante y por detrás. Si robaba el caballo de algún soldado muerto, tendría que abandonar todos sus pertrechos en el lomo de Roan. Si intentaba dejarlos atrás a camello, la segarían como una guadaña el trigo.
Roan bramó, inflando los carrillos.
—Menuda mierda —masculló Lexa.
