CAPÍTULO 39
Insondable
No había adónde huir. No había dónde esconderse.
La caballería de la Decimoséptima ya alcanzaba a Lexa, sacudiendo el terreno con su galope. Las crestas de crin de sus yelmos y sus largas capas tenían el color de las hojas del bosque. Sus monturas eran negras y rojas óxido, protegidas por gruesas láminas de cuero hervido. El centelleo del último sol en sus lanzas era como ráfagas de relámpago. El sonido de sus cascos era el trueno.
—A lo mejor la Señora de las Tormentas no se ha hartado de acosarme aún —murmuró Lexa.
Saai proyectaba una larga luz desde el oeste. La sombra del camello era una mancha fangosa que cubría la tierra agrietada y la ondulación de las dunas. Pero la de Lexa era de un negro más profundo, de bordes más definidos, lo bastante oscura para dos. Y estaba moviéndose. Lo más fácil habría sido ocultarse bajo su manto de sombras, desaparecer por completo. Pero si Aden había proporcionado a Azgeda detalles sobre el mapa y la Corona, la Decimoséptima ya sabría hacia dónde se dirigía de todos modos. Los soldados de a pie no avanzarían tan deprisa, pero era necesario que Lexa se ocupara de la caballería de un modo u otro. Así que hizo que su sombra se moviese, enviándola por la arena exangüe en un millar de formas que se prolongaban hacia aquel sol odioso. Llamando a la oscuridad, igual que había hecho el giro en que conoció a Raven, el giro en que huyó por primera vez para salvar la vida de…
«Por delante».
Lexa escrutó en la lejanía y vio un rastro de tierra removida que se aproximaba a ella desde el oeste, como si hubiera algo colosal buceando bajo la arena. Echó un vistazo al norte y distinguió otros dos surcos que convergían hacia su posición.
—Muy bien, hijos de puta —musitó—. Vamos a darles un besito.
Tiró de las riendas para volver a Roan hacia la carga de caballería que llegaba. Sin dejar de retorcer las sombras a su alrededor, estudió a los jinetes que se abalanzaban sobre ella. Cabalgaban en formación, con los escudos alzados y las lanzas hacia arriba formando un destellante cañaveral. Presentaban un frente de cien caballos de anchura, cinco de profundidad, con los estandartes verde hoja de la Decimoséptima Legión ondeando al viento susurrante. Lexa se agachó sobre las riendas, urgió a Roan a correr más. Por delante, alguien de la unidad de caballería tocó una nota en un cuerno. Todos los hombres de las dos primeras filas bajaron sus lanzas. Sonó otro toque y Lexa vio que la tercera y la cuarta fila tensaban los arcos, preparándose para enviarle una descarga de doscientas flechas sobre la cabeza. Echó una mirada atrás mientras las sombras se ondulaban y se enroscaban, se fijó en las líneas de tierra hirviente que se cerraban sobre su posición. La más próxima estaba solo diez o doce metros por detrás de ella, oculta bajo la tormenta de arena que iba levantando Roan con las pezuñas.
Acercándose deprisa.
Al sonido de otro cuerno, los arqueros dispararon una andanada de flechas negras al aire. Roan bramó cuando Lexa lo agarró fuerte por la oreja para desviarlo de la granizada que llegaba. Y con una oración a la Madre en los labios, Lexa extendió la mente a sus sombras y se envolvió con ellas a sí misma y la bestia sobre la que cabalgaba. El mundo se sumió en una neblina. No era la negrura que había tenido bajo la capa cuando brillaban los dos soles, pero aun así estaba todo emborronado. Roan dio un traspié al quedarse medio ciego y ella se aferró con todas sus fuerzas usando dedos, muslos y dientes. Pero Lexa reconocería para siempre al animal que, por feo y apestoso que fuera, no cayó al suelo. Abrumado por el pánico, Roan viró al este mientras las flechas empezaban a caer. Lexa oyó el tabaleo de centenares de disparos a la arena en la que había estado un momento antes. Flechas que perforaron la tierra y también a lo que buceaba por debajo de ella. Oyó que la caballería hacía sonar los cuernos de nuevo. El estruendo de sus cascos menguó cuando aflojaron el paso, consternados por la desaparición de la joven.
Y entonces…
—¿Qué coño es…?
—¡Krakeeeeen!
Lexa se quitó de encima la capa de sombras y clavó las uñas en el pelo de Roan mientras miraba hacia atrás. Vio media docena de gigantescos tentáculos emerger de la arena removida. Los apéndices eran oscuros, correosos, salpicados de serrados ganchos de horrible hueso. Atraído por su sombranismo y pinchado más de una docena de veces por las flechas de la caballería, el enfurecido kraken de arena tiró de sí mismo a la superficie rota de tierra hacia los hombres que le habían hecho daño. La monstruosidad enrolló un ganchudo tentáculo en torno al caballo con jinete más cercano y se los llevó a sus espantosas fauces picudas. Los caballos fueron presas de un espumeante pánico. El comandante de la cohorte rugió a sus hombres la orden de atacar. Pero, cuando otro soldado dio un grito despavorido y señaló a los dos nuevos surcos de tierra bullente que embestían hacia la caballería, se desató el caos más absoluto. Otro kraken salió de las arenas empapadas de sangre, más grande que el primero. Provocado por la sangre y los chillidos, cortó en dos a media docena de jinetes con un barrido de sus brazos. Cayó un diluvio de flechas y un monstruoso aullido de dolor hizo temblar el terreno bajo las pezuñas de Roan. El polvo se alzó en una nube arremolinada, la arena roja y la sangre salpicaron en todas las direcciones. Lexa vio acero destellar, siluetas danzando en la neblina, oyó el barritar de los cuernos mientras un tercer kraken brotaba de la tierra ensangrentada y vociferaba su hambre y su furia. Algunos jinetes rompieron la formación, otros cargaron, muchos más dieron desconcertadas vueltas entre la confusión. Los tentáculos y las espadas y las lanzas cortaron el aire, hombres y monstruos bramaron y aullaron, el hedor a sangre y hierro pendió en la creciente nube de polvo. Lexa dio la espalda a la carnicería que había desatado, endureciendo el corazón. Por delante, a través del polvo levantado por el viento y del calor que titilaba sobre la arena, alcanzaba a entrever las sombras de la cordillera Bordenegro.
La Corona de la Luna estaba esperándola al otro lado.
Hundió los talones en los flancos de Roan y siguió cabalgando. Cinco giros más tarde, Lexa estaba de espaldas a un sol poniente, mordiéndose las uñas. Delante de ella, unas espuelas de piedra roja se alzaban formando laderas quebradas y luego ominosas cumbres. Detrás de ella aguardaba Roan en un sudario de polvo en el aire, con los carrillos blancos de saliva.
—Creo que es este —murmuró Lexa.
El camello dio un bramido y soltó unos kilos de mierda en la arena.
—Mira, tampoco es que el mapa lo dibujara un maestro cartógrafo —gruñó Lexa—. Lo copiaron de una pared en un templo de hace mil años, y luego lo copiaron de nuevo en un salón mugriento en vete a saber qué callejón de qué pueblucho en el quinto pino, allá por la costa norte de Ysiir. A lo mejor no era preciso del todo.
El camello rebuznó de nuevo con la voz cargada de desdén.
—Cierra la boca, Roan.
Era el quinto intento de cruzar la cordillera que Lexa hacía en la misma cantidad de horas, y empezaba a perder la esperanza. Todas sus anteriores incursiones en las montañas habían terminado en vías muertas o desfiladeros demasiado estrechos para recorrerlos. Andar jodiendo la marrana con tanto intento en vano había acabado por completo con la ventaja que llevaba a la Decimoséptima Legión. Mirando al sur, vio que los soldados estaban ya a solo unas horas de marcha.
—Qué insistentes son los muy cabrones —musitó.
Pero también era verdad que ella había matado a varios centenares de soldados de caballería, supuso. Incluso si no estuvieran obedeciendo órdenes de su imperator, después de eso querrían darle caza y matarla por principios. Y al observar la horda de legionarios que se acercaba, comprendió que su comandante no solo estaba enviando a la caballería pesada en esa ocasión. Estaba enviando a todo el mundo. Lexa cruzó a zancadas el terreno agrietado, cogió las riendas del camello y subió a su joroba. El animal vociferó una protesta, piafó e intentó descabalgar a la chica.
—Venga, cierra la puta boca, Roan —suspiró ella.
Azotó los flancos de la bestia con la fusta y la puso al trote hacia un cañón que discurría entre dos escarpados peñascos. Se preguntó si podría montar una emboscada en el paso para los soldados que la seguían, pero descartó pronto la idea: el hueco entre los picos era lo bastante ancho para que pasara una legión entera hombro con hombro. Sin embargo, mientras seguía adelante con solo el canto de un cuervo en lo alto por compañía, se descubrió mirando ceñuda las paredes del cañón a ambos lados. Aquellas vertientes no eran como las de las montañas que rodeaban el Monte Apacible. La roca no estaba desgastada ni alisada por el tiempo. Las montañas cercanas a la Iglesia daban sensación de viejas, amortajadas en el polvo de las eras, rebosantes de historia. Las que intentaba cruzar parecían… nuevas. El suelo empezó a descender, como si Lexa se dirigiera a una depresión en el terreno. Y a medida que seguía cabalgando, ella no podía quitarse de encima una sensación de mal agüero que le reptaba por la piel. Los vientos susurrantes sonaban cada vez más fuertes. A veces creía distinguir palabras entre el incoherente farfullar. Voces que le recordaban a su madre.
A su padre.
A Clarke.
Lexa sacudió la cabeza para despejarla, notándose mareada y perdida. Era como si estuviese cabalgando entre la niebla, aunque en realidad la luz del único sol restante seguía brillando a su espalda. Dio un trago de agua de la alforja, se quitó el sudor de la frente.
«Aquí hay algo que no encaja».
Magya, tal vez. Los restos de nismos ysiiri, hechos añicos y perdidos con la caída del imperio. Incluso siglos más tarde, tras tantos años bajo los ardientes soles, parecía que la mancha permanecía, como sangre filtrándose a la tierra quebrada. Pero al menos empezaba a sentirlo con toda claridad en los huesos. Tenía una certeza en el pecho.
«Este es el camino correcto».
Siguió adelante mientras el viento raspaba y arañaba las piedras. Le hormigueaban las manos y los pies, y tenía una sensación vaga y embotada en el cráneo. Un picor como de sudor cayéndole por el espinazo. Se concentró en el terreno que tenía por delante, imaginando de nuevo que oía la voz de su madre. Sintió la fresca presión de los labios de Lincoln en los suyos cuando Lexa le había dado el beso de despedida. El tacto de las yemas de Clarke entre sus piernas, el aliento de la chica en los pulmones. No distinguía del todo qué era real y qué, un recuerdo. Y siempre, incesante, seguía susurrando el viento. Tan cerca que llegaba a notar una suave respiración rozándole el lóbulo de la oreja, poniéndole la carne de gallina. Oyó crujir el suelo bajo las patas de Roan. Bajó la mirada a la tierra y vio que estaba sembrada de viejos huesos. Humanos, animales, partidos y astillados al pisarlos su camello. Frunció el ceño, parpadeó sorprendida cuando un cráneo sin la mandíbula inferior se volvió hacia ella y la contempló con ojos huecos mientras susurraba:
—Si emprendes este camino, hija mía, vas a morir.
Estudió el camino por delante y vio que por fin se estrechaba. A ambos lados se alzaban precipicios de abrupta piedra roja. Miró hacia el cielo en lo alto y una sensación de vértigo se apoderó de ella. Reparó en que no tenía ni la menor idea de cuánto tiempo había pasado desde que se internara en la fisura. Le temblaban las manos. Tenía la lengua reseca. Su odre de agua estaba casi vacío, aunque no recordaba haber bebido tanto.
Vas a morir.
Por delante de ella, a los dos lados del paso, se elevaban dos estatuas. Estaban talladas en arenisca, con forma humanoide, aunque los años habían desgastado los detalles. La de la izquierda estaba partida por la cintura, sus ruinas caídas en torno a los tobillos. La de la derecha estaba casi entera: una figura humana con el más tenue atisbo de una extraña escritura en la base, un largo tocado y cabeza de gato. A Lexa le recordó la lámpara en el escritorio de Octavia. Miró la espada de negracero de Ratonero que llevaba al cinto y vio formas humanas con cabezas felinas, hombres y mujeres desnudos y entrelazados.
—Ysiiri —murmuró.
Perdidos en el tiempo. Perdidos en el recuerdo. Quedaba ya muy poco de ellos. Unas cuantas baratijas, jirones de conocimiento. Y no obstante, en otro tiempo habían sido un pueblo, una civilización, un imperio. Arrasados en una calamidad provocada por la envidia y la ira. Desvió los ojos de las estatuas al camino que seguía más allá de ellas. Después de los monumentos rotos iba perdiendo anchura hasta quedar en un angosto desfiladero. Una grieta profunda en la tierra que se bifurcaba más adelante, con altísimas paredes de piedra a ambos lados. Por el mapa de la piel de Clarke, Lexa sabía que tras la bifurcación había un laberinto de surcos y hendiduras que recubría las tierras yermas como una telaraña.
Y detrás de eso…
Detrás de eso…
De…
Oyó a su madre cantando. A Clarke suspirando su nombre. Olió el humo de los cigarrillos de Gustus en el aire. Vio los ojos de su padre pidiéndole que se uniera a él. El terror creció en su pecho como una marea negra, como una inundación, amenazando con ahogarla.
Nunca te encojas.
Nunca temas.
Le dolían las piernas y notaba los pies magullados. ¿Cuánto tiempo llevaba caminando? ¿Giros? ¿Semanas? No recordaba haber comido, pero tenía la tripa llena. No recordaba haber abandonado a Roan, pero el animal no estaba por ninguna parte. Se dio cuenta de que oscurecía, como si los soles se hubieran precipitado por fin a su descanso más allá del borde del mundo. Por un momento la embargó el pánico, pensando que llevaba allí tanto tiempo que ya había caído la veroscuridad. Pero no: al mirar al cielo sobre ella, Lexa aún distinguió una fina franja de turbia luz añil, aún sintió el calor del último ojo de Aa en el firmamento. La Oscuridad todavía estaba por reclamar el dominio del cielo.
—Todo esto está mal —susurró.
Estaba cerca.
No debería estar allí.
Debería dar media vuelta mientras aún pudiera.
Siguió andando por un laberinto de piedra roja y sombras cada vez más profundas. Oía tenues gritos a su espalda, trompetas resonando, se preguntó qué habría sido de los soldados que la perseguían hasta aquel lugar desamparado. Se preguntó por qué querrían entrar allí.
Por qué lo había hecho ella.
Al mirar abajo, Lexa vio su sombra moverse como si fuera negra llama, retorciéndose y lamiendo los huesos dispersos. Como manos delicadas, tirándole de la ropa, acariciándole la piel. Miró hacia sus pies y vio el cielo por encima de ella. Alzó la vista al cielo y no vio nada en absoluto. Sintió a Clarke desnuda en sus brazos, los labios de la chica en el cuello. Notó que su amante se estremecía mientras ella seguía las líneas de su tatuaje con los dedos. El camino a través de aquel lugar. Marcado en negro.
La roca a su alrededor se retorcía, las sombras se agitaban, la luz mentía a sus ojos en los recovecos y las grietas. Parecía como si estuviera rodeada de rostros quejumbrosos, de zarpas que intentaban asirla. La oscuridad creció, insondable y perfecta. Lexa apretó los párpados con fuerza, se dio cuenta de que ya no podía sentir nada, ni el suelo bajo los pies ni el pulso en las venas ni el viento en el pelo. La luz del último sol parecía apagada como una vela lejana, aunque el cielo a sus pies seguía brillando.
—No eres mi hija.
—Solo su sombra.
—Lo último que vas a ser en este mundo, chica, es la heroína de alguien.
—Una chica con una historia que contar.
—Lo único que oigo, Coronadora, son mentiras de la boca de una asesina.
—Quiero que te vayas, ¿me has oído?
—Yo habría matado el cielo por ti…
Las sombras se alargaron hacia ella, extendiéndose a la nada en que se había convertido. Bajó la mirada a su propia sombra y vio que era negra, como la brea, como la goma, escurriéndose de entre sus dedos como cera de vela derretida. Le llegó un atisbo de olor a humo y motas de polvo, el perfume de las tumbas vacías. Algo quebrándose bajo sus pies, seco y frágil como una ramita. Aguzado como el chillido en su mente.
—Oh, Diosa —exhaló Lexa.
Una desolación tan perfecta que no alcanzaba a imaginar nada antes ni después ni nunca jamás. Sin luz. Sin sonido. Sin calor. Sin esperanza. Lágrimas en los ojos.
—Oh, Diosa… Puedo sentirla.
Lo apartó de su mente. El miedo. La tristeza. La pérdida y el dolor. Estaba tan cerca que casi podía saborearlo. Estirar una mano temblorosa y tocarlo. Arrancarlo de su jaula de costillas rotas y apoderarse de ello. Su herencia. Su legado. Su sangre y su venganza. Su promesa al único que le quedaba.
Hermano.
—Yo… no sé nadar muy bien.
—Yo sí. —Lexa le apretó las manos de nuevo—. Y no dejaré que te ahogues.
Los peñascos a su alrededor estaban fragmentados, traspasados por oscuras grietas y repletos de sombras. En la tierra rota bajo sus pies, en las paredes a medio desmoronar que la rodeaban, vio las más leves marcas de civilización: una vaga pauta de ladrillos aquí, el fragmento de una estatua rota allá. El suelo que hollaban sus botas seguía inclinado siempre hacia abajo, y en él vio la tenue impresión de unas losas, como si eso hubiera sido en otro tiempo una calle, machacada con inenarrable furia al interior de la tierra quebrada. Estaba cerca ya. Notaba la misma atracción que en presencia de Furiano, de Kane, de su padre, pero amplificada una decena, un centenar, un millar de veces. Una oscura gravedad. La resaca en un mar sin fondo, ondeando bajo la piel fina como el papel de la realidad a su alrededor. El velo entre su mundo y otro daba la impresión de ser fino y tirante. Algo más grandioso y más terrible la esperaba al otro largo. Algo parecido a…
«Casa».
Cuando había oído hablar por primera vez de la Corona de la Luna, Lexa había imaginado algo sobrecogedor. Algo palaciego. Una fortaleza de oro tal vez, fulgurando en una imposible cima montañosa. Una aguja de plata coronada por una guirnalda de luz de estrellas. Pero aquello era una desolación. Una desintegración.
Ya era consciente de estar caminando al interior de un enorme cráter, provocado por un impacto que había purgado la tierra de todo salvo de recuerdos rotos. No quedaba casi ni rastro del imperio que había florecido en aquel lugar. Sus leyendas, sus tradiciones, sus magyas, sus canciones, sus gentes, todo ello aniquilado en un instante. Un cataclismo que había resquebrajado la misma tierra, dejándola partida para siempre. Lexa siguió la pendiente hacia el interior. Hacia abajo. El viento se arremolinó en su pelo. Los susurros resonaron en sus oídos. El vértigo creció en su cráneo. Oía sin asomo de dudas la voz de una mujer, discernible entre el amorfo y embrujado parloteo. Y siguiendo los arrugados surcos y los desmoronados desfiladeros, con polvo en la piel y acero en los ojos, por fin entró al corazón del cráter ysiiri y vio lo que yacía ante ella en toda su destrozada gloria.
La Corona de la Luna.
Casi sonrió ante la visión. La respuesta final al acertijo de su vida. La última revelación en una historia escrita en tinta y sangre por la luz del ocaso y del alba. Y al final, tras tanto asesinato y tantos kilómetros, era de lo más simple. Lexa visualizó la ciudad de Tumba de Dioses en su mente, desde arriba. Los Brazos de la Espada y el Escudo, las Partes Bajas, las enormes y osificadas Costillas. Islas hechas añicos, atravesadas por tracerías de canales, con el aspecto para el mundo de un gigante tumbado bocarriba. Al que le faltaba una parte.
Y allí estaba.
No era una fortaleza de oro ni una aguja de plata.
—Pues claro —susurró Lexa.
Era un cráneo.
Un colosal e imposible cráneo.
