LIBRO 5

ELLA VESTÍA LA NOCHE

CAPÍTULO 40

Destino

—La Corona de la Luna —susurró Lexa.

Medía cientos de metros de altura, kilómetros de ancho, enterrada hasta las sienes en la tierra hecha añicos. Tenía la cara vuelta hacia el cielo, un círculo inscrito en su inmensa y estéril frente. Era de hueso de tumba, claro, igual que las Costillas, que el resto de los cimientos de Tumba de Dioses, que la hoja que ella llevaba a la espalda. Los últimos restos del cuerpo de Anais, arrojados desde el firmamento por un padre vengativo que debería haberlo amado como a su único hijo. Su cuerpo había golpeado la tierra tan fuerte que la península Itreyana había quedado destrozada bajo el mar, y Aa había ordenado a sus fieles que le construyeran su nuevo templo sobre las ruinas. Pero allí, en el núcleo de la civilización ysiiri, la cabeza cercenada de Anais había impactado contra el suelo con una potencia inenarrable, llevando su fin al imperio que lo había adorado como un dios. Parecía una cosa solitaria. Una cosa trágica. Infanticidio, tallado en antiguo hueso. Lexa escaló las laderas quebradas, las rocas arrasadas. En lo alto volaba en círculos un cuervo, que llamaba con su canto a nadie en absoluto. El polvo se arremolinaba y bailaba en torno a los pies de Lexa. Su sombra apuntaba directamente al cráneo, como la aguja de una brújula al norte. El miedo le mordisqueó el estómago. Le oprimió el pecho. Notaba que algo la atraía, tiraba de ella, un hambre que no había experimentado jamás. Era como si durante toda su vida hubiera estado inacabada, pero no se hubiera dado cuenta hasta ese momento. Todos los fragmentos de su fugaz existencia parecían insignificantes. Aden, Lincoln, Gustus, Azgeda e incluso Clarke eran solo quimeras en algún lugar de la oscuridad interior. Porque al cabo de tantos años y tanta sangre, al fin, por fin, estaba en casa.

«No».

Lexa apretó los dientes, cerró las manos en puños.

«Esto no es mi casa».

Estaba allí por un motivo. No para dormir, sino para despertar. No para ser reclamada, sino para reclamar. El poder de un dios caído. El legado de una línea interrumpida. El poder de la luz en la noche. Para arrancarlo, latiendo y sangrante, de un pecho destrozado y recuperar a su hermano, arrebatárselo al malnacido que se lo había llevado. Para luchar y morir por lo único que daba ya algún sentido a su vida. Lo único que le quedaba.

«Cuando todo es sangre, la sangre es todo».

Lexa trepó al interior por la boca abierta, cruzando dientes tan inmensos como catedrales. Las sombras a su alrededor se retorcían y se enroscaban, haciendo descender una oscuridad profunda como un sueño. Se coló por una grieta que había en el cavernoso paladar del cráneo, ascendió por largos pasadizos de apagado hueso de tumba y por fin salió a un extenso y desolado salón en el interior de la coronilla ahuecada de la gigantesca calavera. La cavidad era redonda como un anfiteatro, amplia como una docena de estadios. Estaba casi vacía, iluminada por finas lanzas que se clavaban atravesando las grietas del hueso muy arriba, por la moribunda luz del último sol que convertía la negrura en una deslavazada tiniebla. Los vientos susurrantes sonaban tan alto que Lexa llegaba a sentirlos en la piel, oyendo por fin las palabras, allí en su fuente: un relato de amor y pérdida, de traición y matanza, de un cielo rasgado en dos seguido de toda la tierra, de las lágrimas de una madre y la sangre de un hijo y las manos temblorosas y carmesíes de un padre. Avanzó despacio, evitando las minúsculas franjas de luz solar que entraban por las grietas, ocultándose en la oscuridad a la que siempre había llamado amiga. Mirando por aquella negra y desierta galería, no vio nada. Y aun así, sabía con una aterradora certeza que no estaba sola. Escrutó en los rincones y los recovecos en busca de alguna señal de vida, de algún origen para el espantoso pavor y el hambre que le punzaban el corazón. Y por fin, al mirar atrás y arriba hacia una repisa de hueso de tumba astillado, Lexa la vio allí de pie a solas.

Una belleza. Un horror. Una mujer.

Por fin.

«Cleo».

Era alta. Delgada como un sauce. Y joven. Oh, Diosa, pero qué joven.

Lexa no tenía ni idea de qué se había esperado, quizá una vetusta arpía o un cascarón atemporal, pero Cleo apenas parecía mayor que ella, la verdad. Tenía el pelo espeso, negro, lustroso como una mancha de aceite, cayendo más allá de los tobillos y arrastrado por el suelo a su espalda. Llevaba un vestido negro de espalda abierta, fino como una gasa y sin adornos, hecho por completo de sombras. El negro se ceñía a su figura desde el mentón a los pies descalzos. Llevaba los brazos desnudos como la espalda, y su piel tenía la clase de palidez de quien no había visto los soles en…

… bueno, en siglos, supuso Lexa.

Era bella. Labios y párpados negros como la tinta. Completamente inmóvil salvo por los dobladillos del vestido, que ondeaban y se mecían como si estuvieran vivos. Y su sombra… Diosa, qué oscura era, a Lexa le dolían los ojos de solo mirarla. Estaba lagrimeando como si hubiera mirado demasiado tiempo hacia los soles. La sombra se acumulaba a los pies de la mujer, sangraba por el hueso como un líquido. Goteaba por el borde del saliente y desaparecía del todo antes de llegar al suelo. Lenta como los siglos, Cleo levantó las manos y se hundió las puntas de los dedos en la piel. Lexa vio que tenía los antebrazos llenos de rasguños y costras, que trazaba con las uñas una nueva serie de verdugones. Los ojos verdes de la mujer estaban elevados hacia la espaciosa y agrietada cúpula del techo, su cabeza ladeada como escuchando, pero no había nada que oír salvo el chistar y el suspiro de los interminables vientos. Cleo abrió la mano, separó los dedos y Lexa sintió que algo se removía en su pecho. Aquella atracción de nuevo. Como la gravedad a la tierra. Como la pólvora a la llama desnuda. Un escalofrío le erizó la piel mientras los sombríos huecos y rincones de la estancia se revolvían estremecidos, como si también ellos sintieran la llamada de la mujer. Lexa captó movimiento por el rabillo del ojo, vio una diminuta forma negra saltar de la oscuridad y echar a volar. Se dio cuenta de que era un pasajero, un daimón que vestía la forma de un minúsculo gorrión. Se posó en las puntas de los dedos de Cleo y la mujer rio de puro gozo, moviendo la mano de un lado a otro como para admirar la tenebrosa belleza del pasajero. El gorrión trinó una melodía que Lexa no había oído nunca. Las notas sonaron claras como campanas de cristal, hicieron que le vibrara todo el espinazo. Era lo opuesto a la música. Una no-canción que desató ecos en los inmensos confines de aquel cráneo de un dios muerto. Y sin dejar de sonreír, Cleo se metió el gorrión en la boca. Lexa sintió un chillido al fondo de su propio cráneo. Aquella hambre inflándose en su interior, oscura y aterradora y llenando todo el espacio sin remedio. Cleo echó atrás la cabeza, masticando mientras las sombras por toda la estancia temblaban, mientras su miedo calaba a través de los fragmentos de un dios en el pecho de Lexa y se vertía frío y aceitoso en su estómago.

«Así es como se ha sustentado todos estos siglos —comprendió Lexa—. Atrayendo las partes de Anais hacia ella y… y comiéndoselas».

Cleo bajó la barbilla. Los lustrosos mechones negros cayeron alrededor de su cara. Tragó el bocado de golpe y miró hacia la hornacina donde estaba escondida la chica. Y la mujer sonrió mientras una voz, fría y clara como un cielo de veroscuridad, resonaba en la mente de Lexa: Ya puedes salir, corazón querido, corazón dulce, corazón negro.

Lexa notó el oleaje del miedo, una gélida marea que goteaba por las puntas de sus dedos y le bajaba a las piernas, haciéndolas flaquear. Pero reunió todo su valor, hizo su corazón de hierro. Llevó las manos a las empuñaduras de la espada larga de hueso de tumba a su espalda, el negracero de Ratonero en su cintura. Respiró hondo y salió al suelo por debajo de Cleo. La mujer la miró, su pelo ondeando con los ribetes del vestido. Sonrió y un fino hilo de algo negro y pegajoso le cayó por la barbilla.

—Me llamo Lexa —dijo la chica—. Lexa Wood.

Cleo inclinó de nuevo la cabeza a un lado.

Lo sabemos.

La mujer separó los brazos y las sombras de la estancia cobraron vida. Emergieron de las grietas y los recovecos, se separaron de la insondable negrura a los pies de la mujer. Decenas, docenas, centenares de formas, todas ellas forjadas de oscuridad viva. Serpientes y lobos y ratas y zorros y murciélagos y búhos, una legión de daimones que surcaron el aire o corretearon por el hueso o saltaron de sombra en sombra. Una no-víbora reptó entre los pies de Lexa, un halcón hecho de trémula oscuridad se posó en el saliente sobre su cabeza, un ratón se sentó justo delante de ella y parpadeó mirándola con sus no-ojos. Los susurros arreciaron, una cacofonía en su mente que habló con una terrible voz:

Cuán lejos has caminado. Cuánto has sufrido. Pero ya no tienes por qué sufrir más.

Lexa entornó los ojos mirando a la belleza, el horror, la mujer.

—¿Qué sabrás tú de lo que yo he sufrido o dejado de sufrir?

Lo sabemos todo sobre ti.

Cleo sonrió. Extendió la mano. Y a partir de la oscuridad que la rodeaba, algo cobró forma sobre su palma abierta. Era una forma que Lexa conocía casi tan bien como la suya propia. Una forma que la había encontrado el giro en que le habían arrebatado su mundo, que había recorrido con ella todos los kilómetros y todos los asesinatos y todos los momentos hasta…

«Hasta cuando lo eché de mi lado».

—Don Majo —susurró con lágrimas en los ojos.

—… hola, Lexa

—¿Qué estás haciendo aquí?

—… dijiste que me buscara otra sombra en la que meterme… —El nogato entrecerró sus no-ojos, latigueó irritado con la cola—… así que eso hice…

Don Majo recorrió la pálida longitud del brazo de Cleo y se internó en los oscuros mechones del cabello de la mujer para vagar por su cuello y sus hombros, como había hecho con Lexa una infinidad de veces. Cleo se estremeció y pasó la mano por el pelo del gato-sombra, que arqueó el lomo e intentó ronronear. Unos negros celos despertaron en el pecho de Lexa mientras la voz de Cleo resonaba en su cabeza:

Sabemos por qué estás aquí.

Pequeño peón.

Cosita rota.

—Tú no sabes nada sobre mí —replicó Lexa.

Ah, pero sí sabemos. Vemos las magulladuras de sus dedos en tu cuello, incluso ahora. «Los muchos fueron uno», ¿sí? «Nunca te encojas, nunca temas», ¿sí? Cómo te han maltratado, corazón querido, corazón dulce, corazón negro, aquellas a las que llamaste madre.

Lexa miró al no-gato con un nudo en la garganta.

—¿Se lo has contado?

—… sabía que terminarías viniendo en algún momento… —La cola de Don Majo se enroscó en torno al cuello de Cleo, sus no-ojos se volvieron hacia el techo abovedado—… era mejor prepararnos para tu llegada…

Cleo miró a Lexa con ojos profundos como los siglos.

Sabíamos que venías. Te oímos llamar en el desierto. Los erialinos que respondieron a tu invocación.

—Krakens —dijo Lexa con un asentimiento—. Arcadragones. ¿Cómo pueden oír nuestra llamada?

Son todo lo que se conserva de la ciudad que antaño se alzó aquí.

Gusanos e insectos, retorcidos por las magyas que se desangraron de este cadáver que era imperio.

—¿Y por qué aborrecen que nismemos la oscuridad?

Lo recuerdan en sus almas. Lo conocen en su sangre. Su caída les llevó la perdición. Y nosotros somos todo lo que queda de él.

—De Anais —susurró Lexa.

Los ojos de Cleo se estrecharon al oír mencionado el nombre de la Luna.

Vienes a reclamar lo que es nuestro.

—A no ser que quieras entregármelo.

Cleo suspiró y negó con la cabeza.

Pequeña. Nadina. Sierva y aduladora de un poder demasiado débil para salvarse a sí misma. Que nos insta a la muerte para que su hijo pueda vivir. Que nos condena al sepulcro a cambio de un momentáneo alivio. Pidiéndolo todo y dando nada y ni una sola vez cuestionándose si es lo correcto.

La oscuridad en torno a ellas se estremeció cuando la mujer levantó las manos con las palmas hacia arriba.

Diosa se hace llamar. Y esclavos nos llama a nosotros. Nos tiene por diminutos actores en un escenario construido de quebradizo y hueco esplendor.

Cleo miró a Lexa, torció los labios en una mueca de desdén.

Ella no ofrece nada, salvo lo que recobrará. Y aun así, tú te arrodillas ante ella.

—Yo no me arrodillo ante nadie —espetó Lexa.

La risa de Cleo resonó en las paredes de hueso de tumba, ondeó entre la congregación de daimones como un oleaje en aguas negras.

—Hablo en serio —dijo Lexa—. Me importan un bledo los dioses y las diosas. Me da igual ganar una guerra o restaurar el equilibrio entre la Luz y la Noche o entre Niah y Aa. Me da igual todo eso. Nunca me ha importado. Yo vengo por mi hermano.

Cleo se lamió los labios, se clavó los dedos en la piel. Los susurros parecieron acallarse, la oscuridad ganó profundidad mientras la mujer se arañaba de nuevo los brazos con uñas rotas. Se estremeció por el dolor, con los ojos muy abiertos y brillantes.

Nosotros tuvimos familia una vez. Un niño. Una hermosura. Todo lo que teníamos se lo dimos a él. Y él nos abandonó, corazón querido, corazón dulce, corazón negro. Nos dejó solos. No busques tu valía en ojos ajenos, pues lo que se concede puede retirarse. ¿Y qué restará entonces?

—No estoy aquí para responder a tus acertijos —gruñó Lexa—. No he venido buscando el sentido de la vida. Estoy aquí por el poder que me permita rescatar lo único importante que me queda.

No te lo entregaremos.

Lexa dio un paso hacia ella.

—Entonces lo tomaré.

—… Lexa, no puedes ganar así…

—Cierra la puta boca, Don Majo.

—… mira a tu alrededor… —insistió el gato-sombra—… mira dónde estás, a qué te enfrentas. párate a pensar un momento por una vez en tu vida…

—Vete a la mierda —restalló ella, desenvainando la espada.

Cleo levantó los brazos y las sombras entraron en erupción. Unas cintas de oscuridad viviente se desplegaron como alas de sus hombros desnudos. La mujer se elevó en el aire, su melena negra batiendo y curvándose, su legión de daimones enjambrándose, volando de un lado a otro, meciéndose alrededor de ella. Lexa metió la mano en el cinturón y arrojó un puñado de orbes de vydriaro rojo directos a la cara de Cleo. El cuerpo de la mujer titiló, el cristal explotó y unos ígneos fogonazos iluminaron unos instantes la penumbra. Pero la mujer ya no estaba allí, sino dando un paso fuera del cuerpo de un murciélago-sombra para quedarse flotando en el aire tenebroso por encima de Lexa, con una oscura sonrisa. El largo pelo negro de Cleo se transformó en hojas de sombra que fluían como un líquido, afiladas como el acero, arrojándose como lanzas hacia Lexa, que

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a un lado, llevó de nuevo la mano a su cinto y arrojó un puñado de vydriaro blanco en esa ocasión. Los orbes explotaron creando una nube tóxica, pero Cleo volvía a no estar allí y salió de la aleteante forma de un halcónsombra, regresó al aire por encima de Lexa. La chica dio un paso, arriba, muy arriba, directa al sombrío techo de aquella extraña catedral. Se impulsó en la agrietada coronilla de hueso de tumba y cayó en picado de lo alto, empuñando la espada con ambas manos sobre su cabeza. Cleo desapareció de nuevo, evitando el ataque de Lexa, y la atrapó en zarcillos de negrura líquida. Lexa lanzó un tajo a la oscuridad,

dio un

paso

alejándose

como un colibrí y arrojó más vydriaro rojo. Cleo se limitó a esfumarse y reapareció emergiendo de la forma de Don Majo, que seguía esperando arriba en el saliente. Y así danzaron las dos. Humo negro, resonante oscuridad, estallidos vacíos. Lexa era sigilosa como la muerte; su rostro, una adusta máscara; su hoja, un destello. Ondeaba por toda la estancia como un espectro. Ambas podían dar un paso hasta donde desearan, con tantas sombras allí, tan oscuras y profundas. Pero Cleo era, sencillamente, más. El aire estaba repleto de sus daimones, una muchedumbre desde y hasta la que podía transportarse a voluntad. Sus hojas de sombra parecían estar en todas partes al mismo tiempo, su cabello alargado a longitudes tan imposibles que Lexa apenas era capaz de mantenerse por delante de los afilados mechones. Los susurros eran ensordecedores dentro de su cabeza, ahogando hasta el martilleo de su pulso. Tenía los dientes desnudos, los ojos entornados, la cara empapada de sudor. Y durante todo el tiempo, flotando en alas de negro, Cleo no dejaba de sonreír.

«Está jugando conmigo».

Media docena de hojas de sombra rebanaron el aire donde había estado ella un segundo antes. Dio un paso a una sombra por delante y trazó un arco con la espada larga hacia el cuello de Cleo, solo para ver cómo la mujer desaparecía de nuevo. Y de nuevo. Y de nuevo. Era como perseguir luces fantasmales. Como matar humo. La mujer se movía demasiado deprisa, más acostumbrada a las sombras de lo que Lexa podría soñar jamás. Todo su entrenamiento, toda su voluntad, toda su desesperada ira eran más que inútiles enfrentándose a un poder tan imposible. Lexa dio un paso hasta el altillo al lado de Don Majo y tropezó al llegar, su hoja pesada como el plomo en sus manos temblorosas. Cleo se volvió hacia ella, con la negra melena ondeando a su alrededor. Pero, en vez de presionar atacando, se quedó suspendida en el aire. Lexa estaba empapada en sudor, con los pulmones llenos de ardiente humo.

¿Suficiente?, preguntó Cleo dentro de su mente.

Don Majo apareció en el hombro de la mujer, con sus no-ojos fijos en Lexa.

—… mira a tu alrededor, Lexa—le imploró—… no puedes derrotarla así…

—… CLAUDICA… —llegó el susurro de los daimones que la rodeaban.

—… Ríndete…

—… ¡MIRA A TU ALREDEDOR!… —le exigió el gato-sombra.

Cleo recorrió flotando el espacio que las separaba, irradiando una oscura e insondable majestuosidad. Posó los pies en el hueso ante Lexa, sonriendo con sus negros labios.

No puedes derrotarme, corazón negro. No puedes ni siquiera tocarme.

Lexa se frotó los ojos irritados, buscando las palabras. Alguna súplica o plegaria, algo que pudiera decir. Se sentía como una una niña inepta ante la fuerza de los siglos. Con la estatura de un insecto en presencia de una casi-diosa. El poder de una divinidad caída bullía bajo la piel de esa mujer. Un legado fraguado a partir de innumerables asesinatos, las esquirlas de un alma destrozada arrancadas de pechos rotos y recompuestas, pieza a ensangrentada pieza, dentro de Cleo.

La primera elegida de Niah.

¿Qué era Lexa a su lado?

No eres nada, le dijo la mujer.

—Soy Lexa Wood —siseó ella—. Campeona del Venatus Magni. Reina de los Canallas y Señora de las Hojas.

No eres nadie.

—Soy hija de la oscuridad entre las estrellas. Soy el pensamiento que despierta a los hijos de puta de este mundo sudando en la nuncanoche. Soy la guerra que…

No, corazón querido, corazón dulce, corazón negro.

Cleo sonrió, tendió una mano delgada como para otorgar un presente.

Eres una niña asustada.

A Lexa le costó un momento sentir el peso. Identificar la forma. Don Majo había caminado en su sombra desde que tenía diez años, haciendo trizas sus miedos. Con Eclipse y él en su interior, Lexa había sido indómita. El miedo había sido un recuerdo borroso, un sabor olvidado, algo que solo sucedía a los demás. Pero después de todos esos años, a una orden sonriente de Cleo, por fin había logrado darle alcance de verdad. Se alzó como una marea gélida en su estómago e hizo que le flaquearan las piernas. Nunca sabes lo que puede romperte hasta que ya te desmoronas. Nunca echas de menos tu sombra hasta que te pierdes en la oscuridad.

La espada de Lexa se soltó de unos dedos laxos.

Ella cayó de rodillas.

Ya había estado sola antes, pero nunca así. Los breves momentos que había pasado sin sus daimones habían estado atemperados por la certeza de que regresarían. Pero en esos instantes no había nada que se interpusiera entre Lexa y un enemigo al que jamás se había enfrentado de verdad. Un enemigo al que jamás había derrotado de verdad. Su lengua era cenizas y su cuerpo, plomo; sus ojos ensanchados buscaban entre la penumbra mientras su aliento salía agitado entre dientes que castañeaban.

¿Por qué había ido hasta allí? ¿Qué estaba haciendo? ¿Quién era ella para inscribirse en la profecía, para exigir su lugar en un escenario poblado de imperatores y dioses? Una niña débil y frágil y enclenque, que tan solo había logrado arrastrarse hasta entonces con la ayuda de las cosas que caminaban con ella en su sombra. Y ahora, sin ellas…

No eres nada, dijo Cleo sonriendo.

No eres nadie.

Volvía a tener diez años. De pie bajo la lluvia en la muralla del foro. Viendo cómo su mundo se desmoronaba ante una aullante multitud. Su madre estaba detrás de ella, con un brazo en torno a su pecho, la otra mano en su cuello. Lexa podía sentirla, casi verla, piel pálida y largo cabello negro y delgados brazos blancos sobre los hombros de su hija. Garras clavándose en los pulmones de Lexa. Labios rozando las orejas de Lexa al acercarse lo suficiente para que oliera un aliento a osario y una piel herrumbrosa. Lexa cerró los ojos, agitó la cabeza intentando no escuchar el siseo en su mente.

Deberías haber huido cuando tuviste la oportunidad, niñita.

—No —susurró ella.

Ruega mi perdón.

—Que te jodan.

Suplica mi misericordia.

—Que. Te. Jodan.

Era un peso que le hundía los hombros. Era un martillo que la destrozaba como al cristal. Se sintió sumergirse en su propia resaca, pedazos que descendían a la deriva a la oscuridad. Su amor estaba perdido. Su esperanza estaba desaparecida. Su canción estaba cantada. No quedaba nada de ninguna cosa. Buscó algo a lo que aferrarse, algo que la salvara, algo que la calentara en un mundo que tan negro y frío se había vuelto de pronto. Trató de sostenerse en su venganza y la encontró vana. Trató de sostenerse en su amor y halló solo lágrimas. Escarbó en la amarga ceniza que era su corazón, negra arenilla bajo las uñas, negro escozor en los ojos.

Buscando un motivo.

Buscando cualquier cosa.

Eclipse dio un bufido.

—… TIENES EL CORAZÓN DE UNA LEONA…

De un cuervo, tal vez. —Lexa meneó los dedos ante la cara de la loba—. Negro y marchito.

—… VERÁS LA FALSEDAD DE ESA AFIRMACIÓN ANTES DE QUE ESTO CONCLUYA, LEXA, TE LO PROMETO…

Y allí, de rodillas, asediada por la noche más oscura de su alma, Lexa por fin la vio. Una diminuta chispita, brillando tenue en la negrura. Lexa se apoderó de ella como si estuviera congelándose, como si estuviera ahogándose. Una forma extraña, desacostumbrada del todo, no la venganza que la había impulsado ni la ira que la había sustentado, ni siquiera el amor en el que había apoyado la espalda. Era una cosa sencilla, casi imposible de asir. Una cosa minúscula, casi imposible de ver su grosor.

La verdad.

«Nunca te encojas —le había dicho su madre—. Nunca temas».

Pero allí, sola en la oscuridad de Cleo, Lexa por fin comprendió la imposibilidad de aquellas palabras. Afrontando su miedo por primera vez en tanto tiempo como podía recordar, Lexa por fin lo vio como lo que era. El miedo era un veneno. El miedo era una cárcel. El miedo era la dama de honor del lamento, el carnicero de la ambición, el lóbrego por-siempre entre el hacia delante y el hacia atrás.

El miedo era el no-puedo.

El miedo era el no-lo-haré.

Pero el miedo no era nunca una elección.

Nunca tener miedo era nunca tener esperanza. Nunca amar. Nunca vivir. No temer jamás la oscuridad era nunca sonreír cuando el alba te besaba la cara. No temer jamás la soledad era nunca conocer el gozo de una preciosidad en tus brazos.

Una parte de tener es el miedo a perder.

Una parte de crear es el miedo a que se rompa.

Una parte de empezar es el miedo a tu final.

El miedo nunca es una elección.

Nunca una elección.

Pero permitir que te gobierne sí lo es.

Así que Lexa respiró hondo. Arrastró su aroma al interior de sus pulmones. Se sintió queriendo deshacerse, aovillarse y morir, yacer allí mismo y ensuciar aquel cementerio con sus huesos. Sintió que se vertía sobre ella, permitió que la empapara, permitió que la limpiara por completo sabiendo que todo iría bien. Porque estar viva siempre era, de algún modo, estar asustada. Y levantó la mirada a los ojos de Cleo. La presión de la oscuridad en sus labios, la presión de sus uñas en palmas ensangrentadas. Las sombras se enfurecieron y bulleron, los daimones rugieron y aullaron, la oscuridad se estremeció y abrió las fauces por todo su alrededor. Cleo levantó la mano, con negras garras de viviente oscuridad en la punta de los dedos. Gimiendo en sus oídos. Un hambre tan profunda que podría ahogarse en ella. Tambaleándose al borde del abismo.

—… ¡MIRA A TU ALREDEDOR!… —gritó Don Majo de nuevo.

Los ojos de Lexa se desviaron hacia arriba, a la blanquecina luz que se colaba por las grietas de la cúpula en lo alto. Al único sol que esperaba al otro lado. Y por fin, lo oyó. Comprendió lo que el no-gato estaba diciéndole. Cerró los dedos en torno al puño de la hoja de negracero que llevaba al cinto, tan afilada que podía cortar el hueso de tumba. Y centelleante como la sangre y los diamantes, aguzada como el cristal roto, arrojó la espada hacia arriba, contra el techo sobre sus cabezas. La hoja se clavó entre las grietas, atravesó el antiguo hueso. Una pálida luz azul entró a chorro por el agujero, el último estertor de un sol en decadencia, pero aún sorprendentemente refulgente en la oscuridad casi absoluta. Una lanza de brillo que descendió resplandeciente desde el cielo agonizante y alcanzó a Cleo. La mujer se tambaleó en el súbito fulgor, las sombras se replegaron, una mano se alzó contra la luz. Los dedos de Lexa encontraron la empuñadura de la espada de su padre.

El cuervo de la guarnición la observó con ojos de ámbar.

Y apretando los dientes, con un destello en los ojos, Lexa levantó las rodillas del suelo. Llevó la espada con ella, silbando a través del aire. La sintió clavarse en el pecho de Cleo, atravesar carne y hueso y el corazón más allá. La mujer ahogó un grito y el mundo entero se paralizó. Cleo aferró la hoja enterrada en su pecho, se cortó las palmas hasta el hueso con su filo. Miró a los ojos a su adversaria, verde esmeralda a negro medianoche.

—El miedo nunca fue mi destino —siseó Lexa.

Y con un último aliento ennegrecido, Cleo cayó.

Lexa sintió un poderoso martillazo en la columna vertebral. Se le erizó la piel. Un poderoso latido acometiendo en sus venas. Sintió la carne en llamas, agonía, éxtasis, todo y nada de en medio mientras se notaba oscilar sobre los pies. Un millar de chillidos, un millar de susurros, el negro envolviéndola, cientos de daimones arremolinados, en tropel, hirviendo a su alrededor. Su pelo latigueó por encima de ella como si soplara un viento desde abajo, cabeza echada hacia atrás, brazos

sacados hacia fuera, negros ojos cerrados. Sombras garabateadas por el suelo ante ella, por el aire en torno a ella, enloquecidas madejas de líquida negrura. El hambre en su interior saciada. El vacío tragado. Un despertar y una amputación. Bendición y bautismo y comunión. Todas las partes de sí misma, perdidas y ausentes, encontradas por fin. Toda pregunta respondida. Todo acertijo resuelto. Todo el mundo a su alrededor derrumbándose, ondeando, estremeciéndose, como si aquel fuese el final de todo.

El principio.

Con el rostro alzado al firmamento, lo vio de nuevo, igual que lo había visto en el estadio de Tumba de Dioses cuando Furiano cayó bajo su hoja. Un campo de cegadora negrura, ancho como un para siempre. Una oscura infinitud salpicada de diminutas estrellas, como los vestidos de su Negra Madre. Y allí, pendiendo sobre ella de los cielos, Lexa vio arder un orbe de tenue luz. No rojo ni azul ni dorado, sino de un blanco fantasmagórico. En esos momentos ya sabía lo que era. Sabía la respuesta a su adivinanza, sabía su propósito, sabía que estaba ardiendo dentro de ella con la misma seguridad que sabía qué nombre tenía. Como el círculo en sus sueños, inscrito en la frente del chico de su reflejo.

El chico que estaba a su lado.

El chico que estaba en su interior.

«Anais».

—Los muchos fueron uno —susurró.

«Los muchos fragmentos de su alma».

—Y lo serán de nuevo.

«Unidos en mí».

—Uno bajo los tres.

«Una luna bajo tres soles».

—Para criar a los cuatro.

«Las Cuatro Hijas».

—Liberar al primero.

«Niah, la primera divinidad».

—Cegar al segundo y al tercero.

«Extinguir el segundo y el tercer sol».

¿Y qué quedaría entonces?

Un sol.

Una luna.

Una noche.

«Equilibrio. Como lo había, como debería haberlo, como lo habrá».

Cayó de rodillas. Jadeando. Sollozando. La totalidad casi demasiada para soportarla. El poder que ardía en su pecho casi abrumador. Las sombras se quedaron quietas, centenares de no-ojos observándola desde la penumbra. Las otras parte del alma de Anais, encadenadas largo tiempo allí en la oscuridad para saciar los apetitos más oscuros de una tirana.

De una falsa mesías.

De una elegida caída.

«¿Qué otra cosa iba a ser?».

Lexa levantó la cabeza, el semblante enmarcado por ríos de negro.

Las sombras contuvieron la respiración.

—Los muchos fueron uno —susurró—. Y lo serán de nuevo.

Separó las manos ensangrentadas. Dándoles la bienvenida. La negrura se estremeció en torno a ella. Miedo que ondeaba entre los sin miedo. Y de la trémula y hambrienta oscuridad salió caminando una forma. Una forma que Lexa conocía casi tan bien como la suya propia. Una forma que la había encontrado el giro en que le habían arrebatado su mundo, que había recorrido con ella todos los kilómetros y todos los asesinatos y todos los momentos hasta…

«Hasta cuando lo eché de mi lado».

—… sí que te lo has tomado con calma para venir… —dijo Don Majo.

Lexa sonrió, desviando las lágrimas que le resbalaban por la mejilla cicatrizada y la marcada.

—Perdóname —susurró.

El no-gato ladeó la cabeza.

—… ya te lo dije, Lexa. formo parte de ti. y tú eres mi todo…

Lexa le pasó los dedos por el pelo. Tan real en esos momentos como el hueso bajo sus pies. La parte de ella en él, la parte de él en ella, las partes de ellos juntas, muchas y una.

—… no hay nada que perdonar…

Y Don Majo volvió a casa. Regresó a la sombra en la que había caminado desde el giro en que la había encontrado de niña, ya no pequeña ni asustada ni sola. Los demás lo siguieron. Daimones de todas las formas: murciélagos y gatos, ratones y lobos, serpientes y halcones y búhos. Cientos de partes de un todo quebrado, cientos de sombras fundiéndose con la de ella. Una oscuridad tan profunda como ninguna que hubiera conocido se acumulaba a sus pies, un fuego tan vivo como ninguno que hubiera sentido le incendiaba el pecho. Y solo por un momento, solo por un aliento, un ser oscuro y titilante se elevó en toda su altura tras ella. Negra llama fluyendo por su piel, negras alas a su espalda. Tenía un círculo blanco inscrito en la frente, sus ojos ardían desde el interior con un resplandor pálido y fantasmal.

«Luz de luna».

Oyó unas tenues pisadas en la lejanía. El pulso de corazones temerosos en pechos resollantes. El tintineo del acero y plegarias a Aquel que Todo lo Ve.

Hombres, comprendió. Los soldados de la Decimoséptima que la habían seguido al interior del laberinto. Cinco mil tropas. Pero ahora el poder de un dios fluía por las venas de Lexa. Una oscura e inconmensurable fuerza contra la que nadie nacido de mujer podía medirse. Incluso sin la legión de pasajeros que llevaba en su sombra, Lexa no temía a mortal alguno. Se ocuparía de ellos, uno tras otro, como polillas atraídas a una oscura llama.

Luego, Tumba de Dioses.

Y luego…

Sus voces resonaron por aquel cráneo roto, por aquella corona ahuecada.

Muchas y una.

—Padre. —Las sombras le llevaron su ensangrentada espada a la mano—. Vamos a por ti.