CAPÍTULO 41
Todo
Gabriel estaba de pie en el bosque de oscura y pulida madera que era el athenaeum, escuchando las crujientes hojas de vitela y pergamino y papel y cuero y pellejo sin curtir.
Por todo su alrededor, libros.
Libros escritos en papel hecho de árboles que nunca crecieron.
Libros escritos en el apogeo de imperios que nunca existieron.
Libros que hablaban de gente que jamás vivió. Libros imposibles y libros impensables y libros incognoscibles. Libros tan viejos como él, tan atados a aquel lugar como él. Una inconcebible rareza de las magyas de la Negra Madre creada, en realidad, con un único propósito.
Y en ese momento, cuando Gabriel oyó que el coro retomaba su canto en la oscuridad, cuando le llegó el suspiro de alivio de Niah casi como una sensación física, supo que lo había logrado.
Lexa se había impuesto.
Su madre estaba muerta.
Su trabajo estaba concluido.
El anciano dio una intensa calada al cigarrillo, lo saboreó en la lengua. Miró por el bosque de oscura madera y crujientes hojas de papel. Todas aquellas palabras imposibles, impensables, incognoscibles. Los tratados de apóstatas exiliados. Las autobiografías de déspotas asesinados. Las obras escritas por maestros que nunca llegaron a aprendices. Palabras que solo él conocería jamás. Palabras a las que estaba atado en cuerpo y alma.
Exhaló gris a la penumbra.
Y lanzó su cigarrillo encendido a los montones.
Tardó un poco, un aliento, una voluta de humo elevándose del lento fuego en las páginas. Pero el papel enseguida prendió como yesca, frágil por la edad, seco como el polvo. Las llamas se propagaron deprisa, primero a lo largo de una estantería, luego de la siguiente, crepitantes y famélicas. Dedos anaranjados, temblorosos y desgarradores, saltaron de cubierta a cubierta y de pasillo a pasillo. La Señora de la Llama odiaba desde siempre a su Madre Noche. Gabriel se quedó en el centro de todo, viendo cómo la conflagración cobraba más y más altura. Escuchando el rugido de los gusanos de biblioteca en la penumbra cada vez más iluminada. Humo negro dejándose llevar a la susurrante oscuridad. Tan cansado que no podía dormir, pero deseando solo eso. Por mucho dominio que ostentase sobre la muerte, ni siquiera la Madre tenía el poder de dar vida a los difuntos dos veces. Ya no le quedaría más opción que conceder a Gabriel su deseo. Dulce, largo y oscuro.
Por fin.
Dormir.
Respiró el humo. Degustó el sabor. Sintió las parte de él, las páginas que lo ataban a esa tierra, desaparecer quemadas. Sonrió pensando que, al final, no habían sido las espadas ni los venenos ni la arkimia lo que había llevado la ruina a los asesinos que habían arraigado en aquel lugar después de matarlo a él. Habían sido las palabras.
Las simples palabras.
—Tiene gracia, este sitio —suspiró.
Las llamas se avivaron.
La oscuridad ardió brillante.
Y por fin, por fin, el anciano durmió.
Lincoln aún olía el perfume de Clarke.
Estaba en el Altar del Cielo y era lo único que podía recordar. No la sangre que había tosido la chica sobre la piedra ni el venenoso vino dorado derramado a sus pies. Con la mirada perdida en el abismo al otro lado de la barandilla, lo único que podía oler era el perfume que ella había llevado.
Lavanda.
Se alegraba. De recordarla así. De tener flores en la mente, no espinas. Perdonarla había sido como punzar una herida supurante. Renunciar al odio, quitarse ese peso de los hombros, le había dado las suficientes alas para llorarla. Su carga ya casi estaba aliviada del todo. Los grilletes de sus muñecas casi rotos.
Solo una cadena permanecía.
Así que Lincoln pensó en todo lo que Lexa y él podrían haber tenido. En lo que casi fueron. Degustó su sabor en la lengua una última vez antes de hacerlo a un lado. Se quitó ese último grillete, el grillete de lo que podría haber sido, y aceptó lo que era. Distaba mucho de ser suficiente. Pero quizá aun así le daría calor. El último beso de Lexa permanecía en sus labios. La última promesa que Lincoln le había hecho permanecía en el aire.
«ERES MI CORAZÓN, LEXA. ERES MI REINA. HARÍA TODO LO QUE ME PIDIERAS».
El chico bajó la mirada a las manchas negras de sus manos.
—Y TODO LO QUE NUNCA ME PEDIRÍAS —suspiró.
Miró de nuevo hacia el abismo más allá del altar.
Y subió al antepecho.
Y saltó.
