CAPÍTULO 42
Carnaval
Las palabras no pueden hacer justicia al esplendor de una puesta de soles itreyana. El más tenue rojo sangre del resplandor caído de Saan, como el rubor en la mejilla de una cortesana. El azul claro de Saai, como el ojo de un bebé recién nacido que se duerme. Un esplendoroso retrato en acuarela, rutilante en el rostro del océano y elevándose a los gabletes del cielo. Manchas oscuras infiltrándose por los bordes del lienzo. La luz tarda tres giros en morir. Toda la república se impregna del hedor a sangre cuando los sacerdotes de Aa sacrifican animales a cientos, a millares, implorando a Aquel que Todo lo Ve su pronto regreso. Largas sombras caen sobre las calles de Tumba de Dioses, como sudarios. Y mientras la Noche se aproxima lenta sobre pálidos pies desnudos, la ciudadanía cae presa de una especie de histeria. Compran sus bonitas máscaras de dominó, sus temibles voltos, sus sonrientes polichinelas a los mascareros. Recogen sus mejores trajes y vestidos de sastrerías y costureras. Las manos tiemblan todo ese tiempo. Los devotos huyen a las catedrales en tropel para rezar por el fin de la larga noche. Los demás buscan consuelo en la compañía de amigos o en los brazos de extraños o en los fondos de botella. Una interminable sucesión de veladas y galas puebla el calendario en los giros anteriores, mientras la luz perece despacio, para que los ciudadanos se quiten el miedo luchando o adulando o follando. Entonces cae la veroscuridad. Y empieza el carnaval. Gustus contemplaba la noche en lo alto. Negra como la capa que llevaba a su finos hombros. La góndola se mecía y cabeceaba por el canal guiada por las cuidadosas manos de Wells. Cantahojas iba sentada en la proa, vigilando con ojos oscuros mientras pasaban bajo un grupo de juerguistas que cruzaba el puente de los Votos. Bellamy estaba sentado junto al anciano y su roja mirada reflejaba la luz de las estrellas. Al igual que Gustus, el orador de sangre tenía los ojos vueltos hacia el cielo, sus largos y hábiles dedos entrelazados en el regazo. Habían aguardado el regreso de Lexa tanto tiempo como habían podido, pero cuando Saai inició el final de su descenso, el obispo de Tumba de Dioses había decidido que era el momento de actuar. Wells le había prometido a Lexa que rescataría a su hermano si ella no volvía, y el gladiatii se tomaba sus juramentos muy en serio. Bellamy no había hablado de otra cosa que de rescatar a su amada Octavia desde que Mataarañas y Azgeda habían huido con la tejedora en sus garras. Lincoln había desaparecido sin más una nuncanoche, y Gustus no tenía ni idea de dónde había ido el chico. Eran pocos. Pero ¿quién sabía qué estaría ocurriendo en la Tumba desde que el imperator había reclamado la sangre de un dios? ¿Quién sabía qué iba a quedar de ella cuando cayera la veroscuridad? Y así, mientras los soles fracasaban, se habían reunido en las cámaras del orador y se habían sumergido en su estanque.
El palazzo de Abby estaba abandonado. Gustus supuso que su familia y sus sirvientes tendrían algún plan establecido para huir si la Señora de las Hojas no regresaba del Monte Apacible al cabo de cierto tiempo. Habían encontrado todo un arsenal en los almacenes ocultos de la Señora de las Hojas, eso sí: hojas cortas y dagas y espadas largas de acero liisiano, bien equilibradas y afiladas. Registrando las pertenencias de su familia, habían robado ropas más o menos de su talla, capas negras que cubriesen las prendas que no lo eran. Con el sabor a sangre de cerdo en la boca, Gustus había salido a la calle, había llamado a un mensajero mediante una seña y había enviado un mensaje cifrado a un antiguo contacto suyo en la Pequeña Liis. Y en el transcurso de las siguientes ocho horas, la voz había corrido de un lado a otro por la Ciudad de los Puentes y los Huesos y la red de información del anciano vibraba con susurros como una polvorienta telaraña. Cuando quedó satisfecho, el obispo había llevado a su grupo al embarcadero privado que se hallaba al final de la finca y entonces había robado la mejor de sus cinco góndolas. Estalló otra ráfaga de fuegos artificiales en el cielo, una andanada de luz y ruido lanzada para espantar a la Madre de la Noche de
vuelta bajo el horizonte. En los alrededores de los canales, Gustus oyó a los ciudadanos apreciar las explosiones con hurras y vítores. Los terrenos de Abby estaban en el centro del distrito nacido de la médula, a poca distancia de las Costillas. Pero los canales estaban atestados de barcas de todas las formas y tamaños, y las calles todavía más ajetreadas. Todas las tabernas y posadas rebosaban de parroquianos, en el aire flotaban la música y la risa, los gritos beodos y los juramentos de sangre. Los ciudadanos con quienes se cruzaban en el agua les deseaban una breve nuncanoche y un feliz carnaval. Con el rostro oculto tras una polichinela afanada, el obispo de Tumba de Dioses asentía y saludaba mientras su viejo corazón no dejaba de aporrearle en el pecho.
¿Qué había sido de Lexa?
¿Qué posibilidades tenían sin ella?
Y si había logrado su propósito en la Corona de la Luna, ¿en qué se había convertido?
—Confío por tu bien en que estés de lo más seguro, Gustus —murmuró Bellamy.
—Estoy seguro —replicó el anciano.
—Si estás dando palos de ciego y a mi her…
—Fui obispo de esta ciudad casi un año —susurró él—. Y los quince anteriores los pasé recabando información para la Iglesia desde mi tienda. Tengo ojos por todas partes. Azgeda no ha sacado a Octavia de la primera Costilla desde que la llevó allí. Está cautiva en algún lugar de su hacienda.
—¿También Aden? —preguntó Wells.
—Pues claro, joder —dijo Gustus—. El chico está con su padre.
—Lo que significa que tendremos que matar a su padre para rescatarlo —murmuró Cantahojas.
—Estás de broma, ¿verdad? —dijo el anciano en voz baja—. Sería imposible hacer un milagro como ese aunque no llevara la sangre de un dios en las venas. Pero Azgeda tiene la tradición de celebrar una gran gala cada veroscuridad en su palazzo. Allí estará la flor y nata de la sociedad de Tumba de Dioses. Senadores, pretores, generales, lo mejorcito de los nacidos de la médula. Si vamos con cuidado, podemos colarnos entre tanto jaleo y tanta multitud. Aden es un niño de nueve años. Lo enviarán a la cama en algún momento. Esperaremos en la oscuridad y lo sacaremos de la cuna.
—Octavia no constituirá el segundo plato tras el mocoso de Azgeda —dijo Bellamy.
—Actuaremos despacio hasta tener al chico —respondió Gustus—. Luego tú y yo actuaremos deprisa para rescatar a Octavia mientras Wells y Cantahojas ponen a salvo a Aden.
—Presente aquí no me hallo por el hermano de tu cuervecilla, Gustus —restalló Bellamy—. Que nosotros sepamos, Lexa puede muy bien haber caído en la Corona. Acudo en pos de mi hermana amada y de nadie más.
—No nos marcharemos sin la tejedora —aseguró Gustus—. Tienes mi palabra. Pero hay un solo capitán en esta compañía, Bellamy. Y soy yo quien da las órdenes en este barco.
—Barca —murmuró Cantahojas desde la proa de la góndola.
Gustus suspiró, cansado hasta los huesos.
—Todo el mundo es crítico literario.
Amarraron en un concurrido embarcadero cerca del foro. Al sur se alzaban las Costillas, imponentes extensiones de hueso de tumba que pinchaban la noche en las alturas. En su interior ahuecado habían establecido sus hogares los nacidos de la médula de la ciudad, tallando aposentos en el interior del mismo hueso. La posición social se reflejaba en la proximidad a la primera Costilla, donde por tradición vivían los senadores y cónsules durante el ejercicio de su poder. Pero la telaraña de rumores de Gustus le había informado de que, en las anteriores dos semanas, Azgeda había ordenado que los alojamientos superiores se despejaran y el senado regresara a sus palazzos en el distrito nacido de la médula: por lo visto, el imperator de Itreya no quería a nadie por encima de él en su nuevo orden mundial. El anciano también había oído algunos susurros más perturbadores. Habladurías de una sombra acechando en la metrópolis, incluso antes de que cayera la veroscuridad. Rumores de inconformistas capturados en la nuncanoche, hombres y mujeres que desaparecían sin más y nunca volvía a saberse de ellos. Bisbiseos de que el Senado iba a disolverse, de puños de hierro en guantes de terciopelo. Gustus sabía que ya sería bastante malo si el poder absoluto hubiera recaído en un hombre corriente. Pero entregárselo a alguien como Roan Azgeda, un hombre impregnado de asesinato y brutalidad, y para colmo inflado con el poder y la malevolencia de un dios caído…
El viejo obispo contempló la ciudad que los rodeaba y negó con la cabeza.
«¿Qué coño esperaban?».
El cuarteto recorrió calles abarrotadas, cruzó el puente de las Leyes y el de los Anfitriones, pasó bajo un arco de triunfo a un enorme patio circular repleto de gente. Al sur tenían la Basílica Grande, la catedral más importante de la ciudad. Era una inmensa estructura de cristal tintado y mármol pulido, arcos y agujas iluminados por mil orbes arkímicos que intentaban en vano desterrar la noche del cielo. Tras la basílica se alzaba uno de los diez andadores de guerra de Tumba de Dioses. El gigante mekkénico parecía un soldado itreyano hecho de hierro, guardando silenciosa vigilia sobre la ciudad de abajo. Pero estaba sin sustento y sin operarios: los antiguos guardianes solo se activaban en tiempos de crisis absoluta. En el centro del patio, rodeada de fieles, había una estatua del todopoderoso Aa. Aquel que Todo lo Ve se alzaba quince metros sobre el suelo, con la espada desenvainada tendida hacia el horizonte y tres orbes ardientes en la otra palma vuelta hacia arriba. Lexa la había convertido en escombros durante la Masacre de la Veroscuridad, pero Azgeda había ordenado que la reconstruyeran con moneda de sus propias arcas. Gustus guió a sus compañeros por las calles reparando en los innumerables legionarios, en los Luminatii acorazados con armadura de placas de hueso de tumba y ataviados con capas carmesíes. Los adoquines rebosaban de juerguistas en hermosas máscaras brillantes y coloridas, escandalosos hasta decir basta. Pero parecía haber una extraña gelidez en el aire. La ciudad entera daba la impresión de tener el alma en vilo. Gustus habría jurado que hasta las sombras parecían un pelín más oscuras de lo normal. La antigua hoja y su grupo se movieron rápidos y sigilosos, Gustus fundiéndose entre la multitud tan veloz que a Wells y Cantahojas les costaba mantenerle el ritmo. Por primera vez en mucho tiempo, y a pesar de su creciente inquietud, el anciano se sentía verdaderamente vivo. Apenas le dolían las rodillas, notaba los brazos fuertes, el agarre firme. Le recordó a giros pasados, cuando era joven. Una espada al cinto. Una garganta que rajar o una atractiva joven que embelesar. El mundo entero al alcance de sus manos. Gustus no sabía muy bien qué les depararía la noche ni cómo terminaría aquel relato. Pero había hecho una promesa a Lexa y, por la Negra Madre, pensaba cumplirla. Eso al menos se lo debía. Por encima de los edificios y la multitud empezó a ver el Espinazo, en cuyo interior estaban tallados el Senado, la gran biblioteca, el Monasterio del Hierro, todos los centros del poder itreyano. Alrededor de ellos, altas en el cielo de la veroscuridad, se elevaban dieciséis inmensas torres osificadas, las Costillas de Tumba de Dioses. A su izquierda quedaba la primera de ellas. La más imponente. Había edificios más pequeños amontonados contra su base, hermosos jardines ceñidos por hermosas verjas de hierro forjado y caliza. Gustus vio que las amplias puertas principales estaban abiertas de par en par, pero vigiladas por docenas y docenas de Luminatii con ardientes espadas de acero solar. El anciano se detuvo en un puesto de algodón de azúcar que había en una esquina ajetreada y pidió a la chavala que lo atendía cuatro palos de fresa. La chica sonrió tras su máscara de dominó y empezó a enrollar la dulce pelusa en torno a largos palos de sauce. Gustus esperó en silencio, observando la primera Costilla al otro lado de la calle. Fuera de la verja había una hilera de los lujosos carruajes de los nacidos de la médula de la ciudad, de los que descendían deslumbrantes donas y apuestos dones que, tras una breve comprobación de papeles, pasaban a los hermosos jardines.
—Poco me complacen nuestras perspectivas de acceder ahí, mi buen obispo —murmuró Bellamy.
—Estoy de acuerdo —dijo Wells, tirándose de la ropa sencilla que llevaba—. No vestidos así.
—Yo te veo bastante guapo. —La sonrisa de Cantahojas estaba oculta tras su volto, pero brilló en sus ojos—. Te dejaría pasar por la puerta si me lo pidieras con buenas maneras.
Wells soltó una risita.
—Bien, quizá podría…
—¿Habéis terminado ya de coquetear? —gruñó Gustus, repartiendo el algodón de azúcar.
Bellamy contempló el penacho de rosado dulzor con un profundo y pertinaz desdén.
—Nulo sustento puede extraer un orador de vituallas como esta, obispo.
—Sí, a mí tampoco me gusta mucho la fresa —comentó Wells.
—Por los putos dientes de las Fauces, seguidme y ya está, joder —siseó el anciano.
Golosina en mano, el cuarteto se abrió paso entre la abarrotada muchedumbre por una amplia calle secundaria. La alta verja de hierro forjado de la primera Costilla les quedaba a la derecha, la tercera Costilla se elevaba a su izquierda. La calle estaba bien iluminada y llena de gente, de animados nacidos de la médula que caminaban hacia sus veladas, de sirvientes y mensajeros correteando de un lado para otro y, por todas partes, de las omnipresentes patrullas de legionarios y Luminatii. No había ni la menor posibilidad de saltar la verja sin que los vieran. Cantahojas se levantó el volto de la cara y masticó pensativa su algodón de azúcar.
—¿Y ahora, qué?
Sonó una ruidosa explosión tras ellos, seguida al cabo de un segundo por un estridente chillido.
—Ahora, eso —respondió Gustus.
Llegaron más gritos tras el primero, acompañados de un prolongado popopopop. El gentío alrededor de Gustus y su grupo se volvió hacia el ruido para ver qué pasaba. Una alta columna de humo negro estaba elevándose al cielo de la veroscuridad, acompañada de más gritos. Los curiosos y los valientes se apresuraron hacia allí mientras una patrulla de legionarios pasaba a la carrera vociferando para que la gente se apartara. Al poco tiempo había toda una bandada de metomentodos y cotillas y zánganos congregándose en la avenida a sus espaldas. Su calle lateral había quedado casi desierta.
—Los viejos primero —dijo el anciano. Gustus tiró su palo de algodón por encima del hombro y se agarró a la verja de hierro forjado. Bregando con su propio peso, dando patadas al aire, intentó izarse. Pero por muy vivaz que fuese, al parecer sesenta y dos años eran quizá un poco excesivos para un lance de acrobacia improvisada. Enrojecido y echando sapos por la boca, enganchó un brazo en la verja y volvió la mirada hacia el rostro patidifuso de Wells—. No te quedes ahí papando putas moscas y ayúdame un poco.
El gladiatii recobró la compostura y le ofreció sus manos entrelazadas. Impulsándose en las grandes palmas de Wells, Gustus rebasó la verja y cayó a un espesa mata podada con esmero, maldiciendo de nuevo. Cantahojas se apresuró a seguirlo, con las rastas de sal ondeando a su espalda. Bellamy fue el siguiente y Wells se dejó caer al suelo tras él en último lugar.
—¿Qué abismos ha sido eso? —preguntó Cantahojas, volviendo la mirada a la avenida.
—Una bomba de lápida pequeña y un poco de vydriaro negro —explicó Gustus—. Estaban en un almacén de Abby y los he dejado en el carrito mientras la chavala nos preparaba los algodones.
—¿Has hecho explotar a esa pobre chica? —preguntó Wells, horrorizado.
—Pues claro que no, imbécil de los cojones —gruñó Gustus—. Era humo y ruido más que otra cosa. Pero nos ha servido de distracción. Y ahora, si has terminado de ser un puto blandengue, tenemos un osado rescate que llevar a cabo.
El anciano se levantó de la mata, con ayuda de Cantahojas, y echó a andar por los jardines hundiendo el bastón en la hierba. Los arbustos eran abundantes y frondosos, los árboles frutales se mecían en la brisa de la veroscuridad. Gustus sabía que debía de costar una fortuna mantener unos terrenos como aquellos, pero la vegetación los encubrió mientras avanzaban sigilosos hacia una entrada de servicio. El anciano levantó la mano para detener al grupo y observó a los cuatro centinelas Luminatii apostados en el exterior. Los hombres que vigilaban la puerta llevaban las capas rojas y la armadura de hueso de tumba de su orden, con los tres soles de la Trinidad grabados en el peto. Tenían la clase de expresión arisca que cabría esperar en cualquiera a quien hubiera correspondido por sorteo un turno de guardia durante la más desenfrenada borrachera en el calendario de la república.
—Veamos —dijo Wells—, hay como unos quince metros de terreno abierto entre nosotros y ellos. Tenemos que cubrir esa distancia y acabar con ellos antes de que nos vean. Vosotros dos quedaos aquí y Cantahojas y yo… —El gladiatii dejó la frase en el aire al ver que Bellamy sacaba un largo cuchillo de su cinto—. ¿Para qué es eso?
El orador hizo caso omiso a Wells y se talló un profundo surco en la muñeca. La sangre se acumuló en la herida, una larga franja estancada en la piel. Bellamy arrugó la pálida frente, concentrado, y musitó un puñado de imposibles palabras arcanas. La sangre tomó la forma de una larga cuerda escarlata, puntiaguda como una lanza, filosa como una espada. Bellamy dio un manotazo que envió el chorro de sangre hacia los Luminatii. Serpentino, reluciente, se curvó en el aire y atravesó raudo los cuellos de los cuatro guardias uno tras otro. Los hombres dieron respingos y gorgotearon, cayeron de rodillas y se aferraron las tráqueas seccionadas. El orador movió las manos en el aire como un director de orquesta y su hoja de sangre regresó cruzando el aire y se internó de nuevo en la herida de su muñeca.
—O podemos hacer eso —dijo Wells.
Cantahojas hizo el signo para protegerse del mal.
Bellamy sonrió con labios exangües.
Gustus se sorbió la nariz y escupió.
—Bueno, vamos para allá, ¿queréis?
El cuarteto cruzó a la carrera el espacio abierto y entró por la puerta de servicio. Los gladiatii escondieron los cuerpos en un cuarto trastero que había cerca mientras, con un gesto de la mano y más palabras de poder susurradas, Bellamy recogió la sangre derramada en un largo látigo de rojo que se tragó acto seguido torciendo un poco el gesto.
—Con qué celeridad se entibia —dijo con voz triste.
—Me partes el puto corazón —murmuró Gustus.
El orador le lanzó una mirada de soslayo.
—Siempre provocando.
El grupo se metió en el trastero y cerró la puerta con pestillo. Quitaron las armaduras a los soldados muertos y se las pusieron a toda prisa. El hueso de tumba era bastante ligero, pero seguía resultando incómodo en los doloridos hombros de Gustus. Los yelmos tenían largas baberas y altos penachos rojos, y servían bastante bien para ocultar el rostro del portador, pero aun así…
—Ninguno de los tres sois unos legionarios muy convincentes —dijo Wells.
Al mirar a Cantahojas tratando de encasquetarse el yelmo sobre la maraña de rastas de sal, el delgado cuerpo de Bellamy en una armadura demasiado grande para él y sus propios brazos viejos y marchitos rematados por el bastón, Gustus no tuvo más remedio que admitir que era cierto.
—Escuchad, esta es la gala más grandiosa del calendario itreyano —respondió el obispo—. En el salón de ahí fuera estará lo más selecto de la alta sociedad de Tumba de Dioses, y todos los esclavos y sirvientes de este edificio estarán pensando solo en no perder el empleo o la cabeza. Caminad orgullosos, mirada al frente. Wells, a mi lado. Si alguien nos para, hablas tú.
—¿Qué pasará cuando descubran que faltan esos guardias? —preguntó Cantahojas.
—Supongo que darán la alarma y se desatará todo el abismo —dijo Gustus, poniéndose el yelmo—. Así que más vale que vayamos tirando.
Tras un rápido vistazo al pasillo y una pausa para que una aturullada chica del servicio pasara corriendo, los cuatro salieron del trastero y recorrieron el pasillo. Pisando fuerte con las botas y dejando que las capas rojas ondearan a su espalda, caminaron como si aquel fuese su sitio, e hicieron un trabajo pasable de aparentar que lo era. La suposición de Gustus había dado en el clavo: con los invitados llegando en manada y la gala ya en plena efervescencia, los sirvientes y los esclavos y las doncellas y los lacayos con los que se cruzaron parecían todos demasiado atareados para mirarlos siquiera. De las muchas cocinas y despensas salía una procesión de esclavos portando botellas de los mejores vinos y bandejas delicadamente cargadas de aperitivos exóticos. Al cuarteto le resultó sencillo escabullirse entre la apelotonada confusión hasta una escalera tranquila, que los llevaría a los dormitorios de arriba. Pero aun así…
«Esto es demasiado fácil».
En el rellano superior esperaba otra escuadra de Luminatii, cuyo líder frunció el ceño a Gustus cuando llegó por la escalera al frente de su pequeña cohorte. La pregunta que empezó a hacer el hombre quedó silenciada por un gesto de Bellamy y una hoja de sangre que le atravesó la garganta y los derribó a él y a sus compañeros al suelo marmóreo. El orador de sangre dio unos sorbos rápidos del cuello del centurión caído antes de que Wells y Cantahojas arrastraran los cuerpos a una antecámara, y al poco tiempo el grupo estaba recorriendo los niveles superiores. Pasaron ante un lujoso estudio con un gran mapa de la república representado en el suelo. Dejaron atrás lo que quizá fuese una sala de reuniones, con planos y estantes llenos de pergaminos en las paredes. Unos elaborados baños con molduras doradas y poblados de hermosas estatuas. El anciano obispo no lograba quitarse de los hombros la inquietud, la sensación de que había algo que no…
—¿Dónde está la habitación de Aden? —preguntó Wells.
—¿Cómo coño quieres que lo sepa? —masculló Gustus.
—¿Porque fuiste obispo de esta ciudad casi un año? —susurró Cantahojas en tono incrédulo—. ¿Y recabaste información para la Iglesia otros quince y tienes ojos por todas putas partes?
—Bueno, está claro que no por todas —dijo Gustus.
—Por el abismo y la sangre —siseó Wells—. Entonces, ¿tenemos que dar vueltas por aquí hasta que lo encontremos?
Un hombre calvo con caros ropajes de sirviente y el triple círculo de esclavo educado grabado en la rechoncha mejilla salió de un baño de servicio frotándose las manos. Al ver a los cuatro dispares Luminatii ante él se detuvo en seco, con cara de cierta confusión. Gustus se encogió de hombros.
—Podemos preguntarle a él.
En un silencioso abrir y cerrar de ojos, Wells había estampado al sirviente contra la pared, con la mano tapándole la boca y el cuchillo en la entrepierna.
—Como te oiga trinar, te corto las putas pelotas, gordito —gruñó el gladiatii.
Cantahojas suspiró y se pellizcó el caballete de la nariz.
—Es un eunuco, Wells.
—Oh… —Wells miró un momento hacia abajo y levantó el cuchillo hasta la garganta del calvo—. Mis disculpas.
—Nu mf mufufuruu uf of mufcufpuuf —respondió el eunuco.
Wells levantó la palma de la mano.
—¿Qué has dicho?
—No es necesario que os disculpéis —susurró el hombre.
—Doy por hecho que quieres conservar las entrañas dentro, ¿verdad? —preguntó Wells.
—Sin la menor duda —asintió el eunuco.
—Entonces dinos dónde duerme el joven amo de la casa.
Una explicación detallada, un fuerte golpe en la cabeza y un inconsciente eunuco escondido en un baño de servicio más tarde, los compañeros subieron por una escalera a un piso superior. Gustus ya oía una multitud de voces en la sala de baile de la planta baja, y las bellas notas de una orquesta de cuerda. La magya de sangre de Bellamy se ocupó sin demora de otra patrulla de Luminatii y por fin, como un milagro excesivo, el obispo de Tumba de Dioses se encontró fuera de la alcoba de Aden sin que nadie hubiera dado la voz de alarma. Un rápido vistazo al interior reveló una gran cama vacía con impolutas sábanas blancas, ricos tapices en las paredes, soldados de juguete, largas sombras proyectadas por un solo orbe arkímico. Gustus pasó dentro seguido por los demás, y Bellamy cerró la puerta con un suave chasquido. El miedo se asentó en los hombros del anciano, el hielo se revolvió en la boca de su estómago.
«Demasiado fácil…».
—Bien, ya ha pasado la décima campanada —dijo—. El chico no tardará en irse a la cama. Nos escondemos aquí, nos echamos al hombro al cabroncete nada más toque las sábanas y nos vamos cagando leches, ¿entendido?
—No sin antes buscar a Octavia —respondió el orador, desabrochándose las grebas de hueso de tumba.
—Ese eunuco ha dicho que está abajo, en las celdas del sótano. —Wells miró cómo el orador se desprendía del peto—. Podrías necesitar armadura en un espacio tan reducido.
—El amor será mi armadura. —Bellamy se apartó de un soplido el pelo blanco de los ojos rojos como la sangre y tiró los avambrazos en la cama—. La devoción, mi hoja.
—… Qué conmovedor… —llegó un susurro.
Gustus habría deseado al menos poder sorprenderse. Pero, cuando dio media vuelta y vio la oscura forma del daimón de Azgeda salir reptando de entre las largas sombras, lo único que sintió fue una desazonada impresión de inevitabilidad. La serpiente lamió el aire con su lengua traslúcida, miró a Bellamy y siseó con suavidad:
—… De lo más emotivo, orador. Tu hermana vino a cantar la misma canción cuando le aplicamos los hierros candentes…
Bellamy dio un paso adelante con la daga dispuesta.
—Si ha sufrido algún daño…
—… Puedes estar seguro de que lo ha sufrido, Bellamy. Amenazaste a mi amo, al fin y al cabo…
—No proferí amenaza alguna, daimón, sino un voto —replicó el orador. Se cortó la otra muñeca con la daga y permitió que manaran dos largos goterones rojos—. Y en cuestiones de sangre, no hallarás más verdad que en los votos de un orador.
A Gustus se le cayó el alma a los pies al oír estruendosas botas llegando por el pasillo. Miró hacia atrás y vio que había al menos dos docenas de Luminatii formando filas ante la puerta del dormitorio. Ornamentadas armaduras de hueso de tumba. Llameante acero solar que hacía danzar las sombras. Capas escarlata ribeteadas de púrpura.
«La guardia de élite de Azgeda».
Wells desenvainó con una maldición, Cantahojas fue a su lado y pusieron las espaldas una contra la otra. Pero Gustus se limitó a lanzarles una mirada y negar con la cabeza.
—No es momento de heroicidades, niños.
El obispo de Tumba de Dioses volvió sus viejos ojos hacia la víbora-sombra.
—¿Desde cuándo sabéis que veníamos?
—… Desde que pusiste pie por primera vez en una sombra de Tumba de Dioses, anciano…
Gustus suspiró, metió la mano en la capa y sacó un cigarrillo de su cajita de madera. Raspó el yesquero robado, encendió el cigarrillo y respiró gris al aire.
—¿Y ahora, qué?
—… Mi amo, Roan Azgeda, senador del pueblo e imperator de la República Itreyana, solicita el placer de vuestra compañía en su gran gala de esta velada. Sin embargo, debo insistir en que os ciñáis al código de vestimenta…
—¿Código de vestimenta? —gruñó Wells.
Media docena de hombres de la guardia de élite entraron en la habitación, sin apartar la mirada de Bellamy, con acero solar ardiendo en las manos. Uno sostuvo en alto unos pesados grilletes mientras Susurro siseaba:
—… El hierro es el último grito esta temporada…
