CAPÍTULO 43

Carmesí

Gustus olió el miedo en el mismo instante en que entró. A primera vista, era un cuadro de opulento esplendor. Lo mejorcito de la alta sociedad itreyana, quizá mil dones y donas, llenando el inmenso salón hasta los topes. Un caleidoscopio de color y sonido, de reluciente seda y centelleantes joyas. El salón de baile en sí era todo hueso de tumba y oro, rodeado de estatuas de Aa y sus Cuatro Hijas. Unas columnas acanaladas se elevaban hasta el alto techo como los troncos de antiguos olmos, enormes arañas de tintineante cristal dweymeri destellaban en los altos gabletes sobre los invitados. El suelo de la pista de baile era un mosaico mekkénico giratorio de los tres soles, representados con incrustaciones de oro. Las largas mesas estaban repletas de exquisiteces traídas de todos los rincones de la república, de carnes que chisporroteaban al asarse sobre brasa abierta, de los más dulces bocados dispuestos sobre bandejas de plata. Una orquesta de veinte músicos tocaba en el altillo las hermosas notas de una sonata, que flotaban como humo por encima de la multitud. Todos los invitados lucían sus mejores galas, como aves cantoras en una jaula enjoyada. Ocultaban sus rostros tras innumerables y extraordinarias máscaras: dominós de la mejor porcelana, voltos de cristal negro, antifaces hechos del plumaje de pavos reales y coral tallado, de rutilante cristal y aleteante seda, máscaras sonrientes, ceñudas, risueñas. Había siervos con marca de esclavo ataviados con yelmos de gladiatii y armaduras decoradas con filigranas de oro, quizá en referencia a la milagrosa supervivencia de Azgeda en el Venatus Magni. Llevaban bandejas de plata cargadas con copas de cristal dweymeri, rebosantes de las mejores añadas, de los más exquisitos vinos dorados. Golosinas de caramelo y fruta especiada.

Cigarrillos y agujas cargadas de tinta.

Pero aun así, Gustus olía el miedo.

Sellaron a conciencia las puertas por detrás de ellos, trabándolas con pesados cerrojos. Los legionarios de élite marcharon hacia delante abriendo camino a sus prisioneros, Gustus, Wells, Cantahojas y Bellamy al final, todos con grilletes en las manos a la espalda. Los invitados se hicieron a un lado ante ellos, algunos mirándolos con ojos curiosos. Pero la mayoría de ellos no apartó la vista del fondo del salón, del estrado que en otro tiempo había albergado las sillas de los cónsules. La República Itreyana se había fundado sobre un único principio que constituía su corazón: todo ejercicio del poder se compartía, y toda titularidad del poder sería breve. Un senador solo podía ejercer el cargo de cónsul una vez, e incluso entonces compartía el mandato con otro senador. Se suponía que los cónsules debían elegirse durante la veroscuridad, durante el mismo carnaval que se desplegaba a su alrededor. Pero ¿qué había ocurrido?

Que desde la Rebelión del Coronador, Roan Azgeda había estado retorciendo esa verdad fundamental, escarbando a través de la constitución de la república como un gusano por fruta podrida. Rechazaba en público y a voz en grito las responsabilidades cada vez mayores que iba orquestando para sí mismo, hasta verse obligado a aceptarlas a regañadientes «por la seguridad de nuestra gloriosa república».

Antes del alzamiento que había derrocado la monarquía, los reyes de Itreya habían llevado una corona de hueso de tumba en la cabeza. Tras la insurrección que acabó con ellos, esa corona se conservaba en el Senado, todavía manchada por la sangre del último rey que la llevó. El pedestal sobre el que reposaba tenía cinceladas las palabras Nonquis Itarem, «Nunca más».

Roan Azgeda siempre se había cuidado mucho de evitar la percepción de estar convirtiéndose en la clase de rey de la que los itreyanos se habían librado tiempo atrás. Se mostraba como un líder circunspecto, un reacio mascarón de proa contrario a ver incrementado su poder incluso mientras se procuraba más a zarpazos. Pero en esos momentos, mientras se aproximaban al estrado donde los esperaba el propio Roan Azgeda, Gustus vio que el imperator estaba repantigado en lo que solo podía llamarse…

«Un trono».

Era de diseño austero, nada demasiado chillón ni ostentoso. Pero no por ello dejaba de ser un trono. Oro y terciopelo, componiendo los motivos de Aa, sus Cuatro Hijas y los tres círculos de la Trinidad. Gustus no pudo evitar fijarse en que la silla del segundo cónsul estaba apartada a un lado, ocupada por el pequeño Aden, que observaba a Gustus con sus ojos oscuros. Azgeda estaba utilizando la silla del primer cónsul para apoyar los pies. Liviana Azgeda estaba en pie junto a su marido, con un hermoso vestido encorsetado de la seda púrpura de la nobleza itreyana. Llevaba una máscara del rostro de Tsana, Diosa de la Llama, con sendos abanicos de resplandecientes plumas de ave de fuego en torno a los ojos. Pero no había máscara que pudiera tapar el miedo en su mirada al posarla en su marido. Había una gran mancha de sangre ante el trono. El rojo embadurnaba parte del mosaico giratorio del suelo y subía por la pared. Gustus no tenía ni idea de su procedencia, porque no había cadáveres a la vista. Pero era evidente que la multitud de sirvientes que pululaban por el salón tenían orden de dejar la mancha donde estaba, reluciente y húmeda sobre las teselas. Roan Azgeda vio acercarse a Gustus con un pie apoyado en la antigua silla de cónsul. El imperator de Itreya iba vestido de inmaculado blanco ribeteado en púrpura. Tenía en el regazo la daga de hueso de tumba de Lexa, el cuervo de cuya empuñadura Gustus reconoció al instante. La máscara de Azgeda era una representación del Dios de la Luz, Aa. Tres caras, tres aspectos: el Vidente, el Conocedor y el Observador. Con una fugaz mirada a las sombras del salón, las sombras a través de las que al parecer Azgeda podía verlo todo, Gustus tuvo la impresión de ser el único que captaba el chiste.

«Aquel que Todo lo Ve».

El anciano podía sentir el poder que vibraba bajo la piel de Azgeda. Algo similar a lo que había percibido en el interior de Lexa cuando la había encontrado tras la Masacre de la Veroscuridad, sangrando y sollozando y sola. Pero había algo erróneo en el fulgor que irradiaba del trono del imperator. Algo malsano que permeaba el salón entero, que reptaba por la piel de los invitados, que desafinaba en una fracción de tono cada trémula nota que interpretaba la orquesta en el altillo. Quizá allí, demasiado tarde para hacer nada al respecto, la flor y nata de Tumba de Dioses había captado por fin un atisbo del monstruo que habían ayudado a crear. Aden estaba sentado a la derecha de su padre. El chico miró a Gustus mientras se acercaba, su rostro oculto tras una máscara de la Trinidad de soles. Vestía todo de blanco, igual que su padre, y el miedo nadaba en sus ojos oscuros. Gustus reparó en la presencia de Mataarañas, semioculta en las sombras al fondo del salón, cerca de una salida. La Shahiid de Verdades iba envuelta en brillante verde esmeralda, la garganta y las muñecas circundadas de oro, labios tan negros como las yemas de sus dedos. Los ojos de la mujer siguieron a Gustus mientras lo llevaban escoltado por el salón, pero de vez en cuando se desviaban hacia Azgeda. Y en ellos el obispo de Tumba de Dioses lo distinguió también, como lo veía en todas las caras que poblaban el salón.

«Azgeda los tiene a todos aterrorizados».

La música pareció perder intensidad cuando el grupito llegó ante el trono del imperator. La hermosa máscara de Azgeda no le cubría los labios, y el imperator los saludó con una cálida y atractiva sonrisa.

—Ah —dijo—. ¿Existe algún placer comparable al de unos invitados inesperados?

Wells cogió aire, preparándose para meter baza con alguna réplica de listillo, pero una mirada de Cantahojas bastó para explicarle la naturaleza retórica de la pregunta. El gladiatii tuvo el buen juicio de mantener la boca cerrada, los músculos tensos como el hierro.

—Gustus de Liis —continuó Azgeda, volviendo hacia él sus oscuros ojos—. Tu reputación te precede, me temo.

—Me alegro de volver a verte, Roan. —Gustus lo saludó levantando el mentón.

—Mis disculpas —respondió el imperator, negando con la cabeza—, pero no nos conocíamos.

—No, pero yo sí te he visto a ti. Te he observado. Me dedico a eso. —El anciano dio un bufido mientras miraba al imperator de arriba abajo. Azgeda tenía la piel cubierta por una pátina de sudor. Los nudillos blancos de agarrar con fuerza los brazos de su trono. Los músculos temblorosos—. Pareces hecho mierda.

—Hum. —Azgeda sonrió—. Ya veo de dónde sacó nuestra Lexa su deslumbrante ingenio.

—Ah, no, no, eso es todo suyo, me temo. —Gustus señaló con la barbilla la mancha de sangre en el suelo—. ¿Un accidente de afeitado?

—Una desavenencia con tres de nuestros estimados senadores veteranos —respondió el imperator—. Sobre asuntos constitutivos y la legalidad de mi cargo de imperator.

—Ya dicen que abogado bueno, el abogado muerto, ya.

La sonrisa del imperator se ensanchó.

—Estos son bastante buenos, en ese caso.

El obispo ladeó la cabeza y estudió a Azgeda, calándolo en un abrir y cerrar de ojos como siempre había enseñado a Lexa a hacer. El hombre estaba sufriendo, eso era evidente. Tenía los músculos contraídos, la piel brillante. Parecía que Lincoln había dicho la verdad, que tomar la sangre de dios le había empujado muy cerca de algún borde oculto. El tapiz que era el hombre se deshilachaba casi ante sus ojos. El anciano se preguntó cuántos hilos más podría arrancar antes de terminar siendo otra mancha en el suelo.

—Nos está costando un poco contenerlo, ¿eh? —comentó.

—¿A qué te refieres? —dijo Azgeda.

—Hay un precio a pagar por el poder —respondió Gustus—. A veces se mide en conciencia o en moneda. A veces lo pagamos con partes de nuestras propias almas. Pero debamos lo que debamos, una cosa siempre es cierta: tarde o temprano llega el cobrador.

—Sí que es verdad que tienes en muy alta estima tu prosa, ¿eh?

—¿Sabes siquiera lo que llevas dentro de ti? —Gustus negó con la cabeza, torció el labio—. ¿Sabes en qué te has convertido?

Las sombras del salón parecieron oscurecerse tras esas palabras, temblaron como el agua al soltarle una piedra. Se extendió un murmullo entre los invitados y Gustus se fijó por primera vez en la profundísima negrura acumulada a los pies de Azgeda. Una oleada de frío recorrió la gala entera, absorbiendo toda vida y aliento del salón de baile. La orquesta quedó en silencio, murieron las notas como si alguien las hubiera estrangulado. El miedo en los hombros del anciano era como un peso de plomo que intentaba subyugarlo de rodillas. Azgeda parpadeó y Gustus vio que sus ojos habían pasado a ser de un completo e insondable negro, de comisura a comisura. Las venas se marcaron en el cuello del imperator mientras cerraba los ojos y apretaba con fuerza la mandíbula. Aden miró hacia su padre, con el labio inferior tiritando. Liviana Azgeda puso una mano en el hombro de su marido, con miedo y preocupación en la mirada. Pero al final, el imperator dejó caer la cabeza, respiró hondo e invocó alguna reserva oculta de voluntad. Y cuando abrió los ojos de nuevo, estaban normales, oscuros como los de su hija, sí, pero con la esclerótica blanca otra vez.

—Sé muy bien lo que soy —dijo, desviando la mirada al altillo—. ¡Y he dicho que no dejéis de tocar!

Los músicos retomaron su melodía, las tensas notas resonaron en la gelidez.

—¡Ya es suficiente! —rugió Bellamy, dando un paso adelante—. ¿Dónde se halla mi Octavia?

Azgeda volvió sus ojos hacia el orador, tragando saliva. Su postura se enderezó, su dolor pareció menguar un poco. Una apuesta sonrisa volvió a curvarle los labios.

—Tu hermana es una honorable invitada de la República Itreyana.

—La traerás a mí de inmediato —afirmó Bellamy, echando chispas por los ojos.

Azgeda le sonrió con una leve diversión en la mirada.

—Irrumpís en mi casa. Asesináis a mis hombres. Intentáis robarme a mi hijo y asesinarme entre mis invitados. ¿Y luego tienes la temeridad de suplicarme un favor?

—No suplico nada —escupió Bellamy.

Azgeda negó con aire de tristeza, lanzó una mirada a su élite.

—Tu posición no parece muy adecuada para hacer exigencias, orador.

Bellamy entrecerró los ojos carmesíes, en apariencia desvalido en sus ataduras y rodeado como estaba por los matones de Azgeda. Pero Gustus vio que el orador había reabierto los cortes de las muñecas a su espalda raspando la carne contra los grilletes. La sangre fluyó libre de sus heridas, finas cintas que se aplicaron con los tornillos que mantenían fijo el hierro, en las cerraduras que se lo ceñían.

—Te lo advierto, Roan —dijo.

—Ya me advertiste en otra ocasión, si no recuerdo mal.

—No acontecerá una tercera.

Con un chasquido casi inaudible, los grilletes se soltaron y se escurrieron de las muñecas de Bellamy. Con una elegancia fluida, poética, el orador separó los brazos mientras la sangre manaba de sus heridas autoinfligidas, canturreando entre dientes. Fluyeron largos látigos rojos de sus muñecas, relucientes y afilados. Abrieron media docena de gargantas de Luminatii en la misma cantidad de segundos, y los hombres se agarraron los cuellos desgarrados mientras los chorros de carmesí se alzaban en el aire como una fuente. La multitud chilló y retrocedió, apretándose contra las puertas atrancadas. Hasta Wells y Cantahojas recularon unos pasos, con los ojos desorbitados de horror. Bellamy entretejió las manos a su alrededor, entonando una mascullada canción de antigua magya. La sangre de los legionarios asesinados se levantó del suelo, restalló y se arqueó en el aire en una tormenta carmesí a las órdenes del orador.

Bellamy miró a Azgeda, bajando el mentón.

—Traerás a mi Octavia a mí —espetó—. Ya.

La sonrisa en el rostro de Azgeda no flaqueó. Desvió la mirada a otro miembro de su élite e hizo un leve asentimiento. En algún lugar lejano sonó una campanilla y, al poco, una nueva cohorte de Luminatii llegó con paso rápido al salón de baile, con una figura desfallecida entre ellos. Gustus apretó la mandíbula al verla, el aliento de Bellamy se le escurrió de entre los labios en un siseo de perfecto odio. La habían vestido con un bonito vestido de baile, sin tirantes, de espalda abierta, a la moda más osada. Pero lo que quizá habría sido deslumbrante en una dona joven y hermosa resultaba solo trágico sobre el cuerpo de la tejedora. Su piel arrugada y sangrante, que solía tener oculta bajo la túnica, quedaba revelada. Llagas abiertas y pus, grietas que le recorrían la carne como fisuras en tierra reseca. Tenía el pelo lacio caído sobre la cara, demasiado ralo para cubrirla. La herida de la oreja que le había cortado Abby estaba abierta de nuevo y en la cara tenía las marcas de una paliza: ojos morados, labios partidos e hinchados. Tenía las manos recubiertas de hierro y, solo semiconsciente, dio un gemido cuando los Luminatii la arrojaron al suelo ensangrentado ante el trono. El corazón de Gustus se hinchó de lástima. Los ojos de Bellamy humearon de rabia.

—Hermana amada —susurró.

Octavia le respondió con un hilo de voz entre labios sangrantes:

—Her… hermano mío.

El orador dirigió sus ojos ardientes hacia Azgeda.

—Nefando cobarde —escupió—. Despreciable hijo de puta.

La sonrisa del imperator se desvaneció poco a poco mientras la muchedumbre se alejaba más.

—Contén tu ira, Bellamy —dijo Azgeda—. Eso no fue sino un bien merecido recordatorio para tu hermana del lugar que le corresponde en mi orden. Octavia y tú me servisteis bien durante muchos años, y no soy de los que desperdician dones como los vuestros. También hay un lugar para ti a mi lado. Así que hinca la rodilla. Jura tu lealtad. Implora mi perdón. —Las sombras a los pies de Azgeda rielaron—. Y te la concederé.

Los ojos de Bellamy dieron un destello, la tempestad de sangre a su alrededor se arremolinó bullente.

—¿Tú me hablas de dones? —escupió—. ¿Cómo si los hubiera hallado en una linda cajita el giro de la Gran Ofrenda? —Bellamy sacudió la cabeza y su largo y pálido pelo se soltó de sus cordones y cayó en torno a ojos carmesíes—. Por mi poder pagué, hijo de puta. Con sangre y suplicio. Mas tú, en cambio, eres ladrón de un poder inmerecido. —Entornó los ojos y señaló a Azgeda—. Usurpador, te nombro. Abyecto y villano. Ya diviso cómo tu hurto se cobra su precio. Mas no dispongo de la paciencia ni el deseo de aguardar el advenimiento de la fría mano del destino. Te prometí sufrimiento, Roan. —Bellamy alzó las manos blancas como el hueso, con los dedos separados—. Y tal será mi don para ti.

La tormenta de sangre explotó y un centenar de hojas de resplandeciente carmesí salieron despedidas de las manos de Bellamy. Se oyó un aullido de terror entre los invitados, la multitud se abalanzó de nuevo hacia atrás, las puertas crujieron. Los guardias que quedaban cayeron segados como hierba en primavera, se derrumbaron al mosaico entre salpicones de rojo. Liviana Azgeda dio un chillido, agarró a su hijo y se arrojó a un lado mientras las hojas de Bellamy volaban como exhalaciones al pecho del imperator. Y en un parpadeo, Azgeda desapareció. El trono quedó perforado, quebrado, cortado en añicos. Bellamy movió las manos como un adusto director de orquesta y la sangre de los Luminatii recién asesinados se elevó del suelo y engrosó la tormenta de carmesí que rodeaba al orador. Wells y Cantahojas retrocedieron, con Gustus entre ellos. Seguían sin poder mover las manos, pero Gustus tenía unas ganzúas ocultas en el tacón de la bota y se arrodilló para sacarlas. El orador de sangre estaba en el centro de la pista de baile, protegiendo con el cuerpo a su hermana herida. Se arrancó la túnica, dejó a la vista un pecho liso y musculado con la melena blanca ondeando a su alrededor, y separó los flexibles brazos a los lados. La sangre de dos docenas de hombres asesinados giraba a su alrededor como atrapada en una tempestad, arremolinada, restallando, hirviente. Un rojo viento rugió en el inmenso salón.

—¡Da la cara, usurpador! —rugió.

Las sombras de toda la estancia cobraron vida y compusieron largas y afiladas lanzas. Se precipitaron todas hacia el pecho de Bellamy, hacia la espalda de Octavia. Con un movimiento de muñeca, el orador hizo que la sangre rompiera hacia arriba como una ola en un mar tempestuoso. El muro de rojo barrió las afiladas sombras, frustrando la acometida, el carmesí imponiéndose al negro.

—¡Cobarde! —rugió Bellamy—. ¡Da la cara!

Las sombras atacaron de nuevo al orador, de nuevo la oleada de sangre derrotó el golpe. Los ojos de Bellamy se encendieron mientras giraba sobre sí mismo, brazos abiertos, su hermoso rostro crispado de furia. Gustus notó que sus grilletes se abrían, se frotó las muñecas y se puso a trabajar en las ataduras de Cantahojas con su ganzúa. El anciano miró al otro lado del salón y vio a los invitados nacidos de la médula, todos aquellos senadores y pretores y generales de alta cuna que aporreaban frenéticos las puertas cerradas. No veía a Mataarañas por ninguna parte. Al parecer, la Shahiid de Verdades ya había decidido huir. Pero Bellamy no parecía tener muchas ganas de correr.

—¿Dónde te hallas, Roan? —bramó—. ¡Demuestras ser la gallina que te nombro! —Giró de nuevo con los brazos separados—. ¡Ocúltate, pues, en tus sombras! ¿Osas herir a mi familia? ¡La tuya, entonces, pagará el precio que tú me debes!

Bellamy desvió sus ojos sanguinarios hacia Liviana Azgeda, encogida con su hijo detrás del trono hecho trizas. Aden se levantó delante de su madre, cerrando los pequeños puños.

—¡Bellamy! —exclamó Gustus—. ¡No!

—¡No! —gritó Wells.

El orador adelantó los brazos de sopetón hacia la mujer y el niño. Las cintas de sangre surcaron el aire en su dirección. Wells estaba corriendo hacia ellos, gritando a Bellamy que se detuviera. Pero Gustus sabía que llegaría demasiado tarde.

«Demasiado tarde…».

Con un rugido susurrado, se materializó una figura entre el niño y la sangre que llegaba: un hombre en toga blanca ribeteada de púrpura. Roan Azgeda levantó las manos, gritó cuando la sangre lo alcanzó, lo atravesó. Se quedó tambaleándose, dando bocanadas, ensanchando los ojos. Se agarró el pecho y se volvió despacio, con un brazo extendido hacia el chico.

—¿Padre? —musitó Aden apenas sin voz.

—Hi… hijo mío…

Y con un burbujeante suspiro, el imperator de Itreya se derrumbó al suelo.

Reinó el silencio. El pánico de los invitados amainó, la tormenta de sangre en torno al orador talló perezosos y amplios arcos en el aire. Queriendo asegurarse, Bellamy contrajo los dedos de nuevo y sus lanzas de sangre atravesaron el cuerpo de Azgeda decenas de veces. El sonido sordo de la carne al partirse resonó por el salón. El hermoso rostro del orador se había vuelto espantoso por la ira de sus ojos.

Chunc.

Chunc.

Chunc.

Bellamy terminó de cerrar los puños y la sangre por fin quedó inmóvil. Salpicó inerte contra el suelo, cubriendo la pista de baile de enloquecidos manchurrones en un lustroso pringue.

El corazón de Gustus era trueno en su pecho cuando susurró:

—Por el abismo y la sangre, el muy cabrón lo ha conseguido.

Aden dio un paso hacia el cadáver del imperator, con lágrimas brillando en ojos como platos.

—¿Padre?

Bellamy escupió en el suelo. Miró el cuerpo de Azgeda.

—Mi poder me lo gané.

El orador se arrodilló en la sangre al lado de su hermana, la envolvió en sus brazos. Octavia le pasó las manos esposadas por encima de los hombros desnudos, se aferró a él, notó sus ojos cerrados entre lágrimas.

—Temía lo peor —susurró.

—Siempre acudiré por ti —murmuró él—. Siempre.

Bellamy se separó del abrazo, pasó los finos dedos a su hermana por los ojos magullados, por los labios partidos. Octavia apartó el rostro, llevándose las manos encadenadas al pecho como para cubrir la maltrecha piel y las llagas sollozantes. Pero Bellamy le rodeó la cara con manos ensangrentadas y la volvió hacia él.

—¿Cuántas veces deberé decírtelo, hermana amada, hermana mía? —susurró. Le besó los ojos. Le besó las mejillas. Le besó los labios—. Eres hermosa.

La sombra le traspasó el pecho como un ariete. Negra y brillante y afilada como cristal roto. Bellamy dio un respingo, desorbitó los ojos rojos. Octavia chilló con la sangre de su hermano salpicada en la cara. Otra hoja de sombras perforó el pecho del orador, y otra, y otra, y la tejedora aulló de nuevo cuando las hojas le arrancaron el cuerpo de su hermano de entre los brazos y lo alzaron el aire. El bello rostro de Bellamy se retorció y de sus labios manó sangre mientras aferraba las sombras que atravesaban su carne. Sin apartar la mirada de Octavia y su brazo alzado hacia él. Gustus miró el cuerpo de Azgeda y vio horrorizado cómo el imperator apoyaba la palma de una mano en el suelo sanguinolento y empezaba a levantarse, derramando una oscuridad líquida por los agujeros en su carne mientras sus sombras se retorcían. Susurro se desgajó de la oscuridad a los pies de su amo y subió reptando hasta enroscarse en su hombro. Azgeda clavó en el inmovilizado orador unos ojos tan negros como el cielo de fuera.

Llevo la sangre de un dios dentro de mí, Bellamy. —El imperator meneó la cabeza—. ¿Cómo has creído que podrías dañarme con la sangre de hombres?

Azgeda cerró el puño.

Y Bellamy se desgarró en pedazos.

El chillido de furia y horror que profirió Octavia resonó en las paredes de mármol y el cristal dweymeri. Una nueva oleada de pánico embargó a la muchedumbre, que embistió de nuevo, por fin derribó las puertas del salón de baile y salió a chorro hacia el interior del palazzo. Gustus oía sus gritos, su frenesí, el atronar de sus pisadas al retirarse, sin dejar de mirar incrédulo los restos de Bellamy. Wells estaba menos anonadado. El enorme gladiatii se había escabullido por el suelo sangriento y estaba a espaldas de Azgeda, recogiendo una espada de acero solar caída. Cantahojas ya tenía a Aden entre los brazos y tiraba de una aturdida Liviana Azgeda para ponerla en pie. Gustus los llamó con un gesto, confiando en poder esfumarse a la oscuridad y poner pies en polvorosa.

Solo que ahora la oscuridad podía ver todo lo que hacía.

Las sombras restallaron, arrancaron a Aden de los brazos de Cantahojas y la arrojaron a ella contra la pared del fondo. Wells rugió y alzó su acero solar, que se encendió en llamas. Una hoja de sombra le atravesó el abdomen y el gladiatii trastabilló boquiabierto. El latigazo de otra cinta negra envió al fornido itreyano resbalando por el suelo ensangrentado hasta estrellarse contra una columna acanalada.

—¡Wells! —gritó Aden.

El imperator de Itreya se irguió tambaleante, se agarró la cabeza, se pasó las manos hacia atrás por el pelo. Chilló una vez, con la boca muy abierta, y su lengua se vio oscura y reluciente. El salón tembló como presa de un terremoto. La sombra de Azgeda se infló a su alrededor y estalló como una burbuja, desperdigándose por el suelo en cien riachuelos amorfos. Azgeda se rasgó la toga, rugió de nuevo mientras un vómito negro manaba de su boca.

—¡Roan! —sollozó Liviana, aterrorizada al ver a su marido—. ¡Roan!

Las sombras del salón se revolvieron haciendo aspavientos, se vertieron por las teselas a los pies de Azgeda en una insaciable inundación. Había despertado una ventolera salida de ninguna parte, que aullaba por el salón con la furia de una tempestad. Liviana trastabilló hacia su marido, con los ojos entrecerrados en el vendaval, la mano tendida.

—¡Roan! —gritó—. ¡Te lo ruego, detén esto!

Azgeda chilló otra vez, agarrándose las sienes. Las sombras fustigaron furiosas a su alrededor, desgarrando enormes surcos en las paredes, atravesando el aire hacia el techo. Gustus se agachó en el suelo mientras el altillo se sacudía y se derrumbaba, haciendo temblar la estructura entera. Una enorme araña del techo se soltó, se precipitó contra el suelo y aplastó a la esposa del emperador antes de hacerse un millón de relucientes añicos.

—¡Madre! —gritó Aden.

Azgeda se apretó las sienes de nuevo, dio tal rugido que se le quebró la voz.

—¡PADRE!

Los ojos de Azgeda estaban recubiertos de negro. Se arrancó la máscara de los tres soles y la echó al suelo con un gruñido de odio. Con las mejillas surcadas de negras lágrimas, levantó un pie y la aplastó bajo el talón. Riendo. Se abrazó a sí mismo y gimió. Y mirando esos ojos de un negro sin fondo, Gustus supo que la furia del dios caído estaba desbocándose en el interior del imperator. Toda la rabia, todo el dolor, todo el perfecto odio de un hijo traicionado, que no deseaba más que destruir el templo consagrado a su traidor. Azgeda separó los brazos mientras el salón volvía a estremecerse. Unas alas de oscuridad líquida brotaron de sus hombros y lo elevaron en el aire. Octavia se apartó arrastrándose de su furia oscura y se refugió contra la columna en la que yacía Wells agarrándose el vientre destrozado. Los vientos negros aullaron en salón, casi tiraron al suelo a Gustus. Las ascuas en llamas se habían salido de un fogón y estaban quemando los manteles. El anciano renqueó entre las manchas de sangre con el corazón aporreando en el pecho, asió la túnica de Cantahojas y arrastró su cuerpo inconsciente a cubierto cerca de la tejedora. Gustus se puso a trabajar en los grilletes de Octavia con manos temblorosas y la ganzúa chasqueó mientras el hierro se soltaba. El olor a humo era cada vez más intenso en aquel viento impío a medida que se propagaban las llamas. El anciano llamó por señas a Aden, que se había apretado contra la pared cerca del trono destruido de Azgeda.

—¡Tenemos que sacar al chico e irnos de aquí cagando leches! —bramó.

La columna contra la que estaban se hizo pedazos, el hueso de tumba astillándose como si fuese madera vieja y podrida. Gustus dio un grito y los compañeros se desperdigaron a trompicones por el suelo resbaladizo de sangre. El obispo notó que unas cintas de negro le aferraban el cuello, le envolvían la cintura, fuertes como el hierro, frías como tumbas. Lo alzaron en vilo, resollando, forcejeando, asiendo las bandas de oscuridad que le atenazaban la garganta. Se encontró flotando en el aire ante la cosa que había sido Roan Azgeda. Mejillas pálidas emborronadas de lágrimas negras. Labios manchados de la más oscura sangre.

—Pero… —gorgoteó el anciano. Miró a la muerte a la cara. La muerte le sonrió—. Pero… ¿quién escribe el… tercer libro?

Más hojas negras se encabritaron, afiladas como cuchillas, con un resplandor oscuro. Dispuestas a partirle el pecho y el corazón en dos. Pero con un siseante suspiro, la cosa que había sido Azgeda volvió de pronto sus ojos negros como la tinta hacia el techo. Cerró en puños sus dedos blanquecinos. El viento amainó por un instante, por un minúsculo y fracturado aliento entre el violento caos.

Y en ese silencio, el dios roto musitó:

Viene ella.