CAPÍTULO 44
Hija
Ella vestía la noche.
Su vestido era sedosa negrura. Las joyas que llevaba al cuello, estrellas que eran oscuridad. Las faldas se abrían como pétalos desde su cintura, fluían a sus pies descalzos, un corsé de medianoche ceñía una piel pálida como un fantasma.
Polvo blanco en sus mejillas.
Pintura negra en sus labios.
Legiones en sus ojos.
Se posó en la rocosa costa de las Partes Bajas, con una ciudad de huesos tendida ante ella. Con una espada del mismo material en las manos. Las alas de terciopelo negro a su espalda eran extensas como el cielo abierto y sus puntas rozaron los muelles, los adoquines, los edificios a ambos lados cuando abandonó la agreste orilla. Las sombras de la ciudad suspiraron a su llegada, le acariciaron la cara con manos amorosas, dándole la bienvenida a casa. Los juerguistas. Los charlatanes. Los mendigos y los sacerdotes y las fulanas. Todos ellos la sintieron antes de verla. Su música decayó en silencio, su risa decayó en solemnidad. Un helor les recorrió la nuca. Una quietud más profunda que la muerte. Que llevó, tanto a los píos como a los pecadores, un susurro.
Una advertencia.
Una palabra.
Corred.
El miedo se desplegó de sus pies como una marea negra. Los soles nunca habían parecido tan distantes, la noche en el cielo nunca tan tenebrosa, y aquellos mortales lo percibieron, lo sintieron en el pecho y en los huesos. Ella era un ajuste de cuentas. Una perdición. La venganza de cada hija huérfana, de cada madre asesinada, de cada hijo bastardo. Su padre la estaba esperando, por delante y arriba.
Muchos esperando a ser uno.
Así que corrieron. Los adoquines se vaciaron ante ella. Las ratas salieron en tropel de las alcantarillas, huyendo como si ella fuese negra llama. La gente se dispersó frenética, no de vuelta a la comodidad de casa y hogar, sino bajando hacia la costa, cruzando el acueducto, como las alimañas que los rodeaban. El pánico, puro y negro, titiló por delante de ella. La ciudad a su alrededor tembló, aquel sepulcro de una divinidad caída profanado demasiado tiempo por las pisadas de pies mortales. La tumba de un dios derribado, que iba a convertirse en la sepultura de un imperio. Recorrió las calles cada vez más desiertas, las avenidas abandonadas, siempre hacia el foro. Se detuvo junto a un carro volcado y abrió una mano pálida. Las sombras levantaron una máscara caída, bañada en oro, y se la pusieron sobre los ojos. Tenía forma de semicírculo curvado. Como una luna que aún no estaba llena. La oscuridad estaba viva en torno a ella. Dentro de ella.
Pálida y hermosa, siguió andando.
Ella vestía la noche, gentiles amigos.
Y toda la noche venía con ella.
