CAPÍTULO 45
Amante
Mataarañas cerró los ojos.
La brisa de la veroscuridad le llegaba fresca a la piel.
El cielo en lo alto estaba tan vacío como el lugar que una vez ocupara su corazón.
La ciudad era una algarada que no dejaba de empeorar. En algún sitio a su espalda, los idiotas nacidos de la médula que habían acudido a la gala de Azgeda por fin estaban saliendo de la primera Costilla en una gimoteante multitud. El archipiélago entero temblaba como si lo sacudiera un terremoto, abriendo enormes boquetes en los adoquines o agrietando las fachadas de los edificios a su alrededor. Se habían congregado nubes negras en el cielo, que ahogaban la luz de las estrellas y llenaban el aire de la canción del trueno. En el distrito de los almacenes, los temblores habían desatado un incendio que enviaba columnas de humo negro a la oscuridad. Un tropel de ratas subía como una crecida desde las Partes Bajas, revolcándose y chillando a la carrera. Mataarañas oía una creciente turba de aterrorizados ciudadanos pisando los talones a los roedores. Tumba de Dioses se desmoronaba por todo su alrededor. La Shahiid de Verdades sabía que aliarse con Azgeda era un riesgo, pero en realidad tampoco uno al que hubiera apostado fuerte. Antes de ser discípula de la Negra Madre y pertenecer al Sacerdocio de la Iglesia Roja, Mataarañas había sido una superviviente. Se había abierto camino en un mundo que parecía siempre decidido a acabar con ella y no solo había sobrevivido, sino también prosperado. Una mujer no duraba mucho en un mundo como el suyo si lo arriesgaba todo a un lanzamiento de dados. Por muy segura que fuese la apuesta. La shahiid respiró hondo, se tranquilizó, abrió los ojos otra vez. Estaba ya muy al norte del foro, viendo el caos crecer al sur y sangrar hacia ella. Pero de momento le mantenía la ventaja, cruzando pequeños puentes y susurrantes canales, apartando a codazos a la gente de buen corazón o mortífera curiosidad que se cruzaba con ella regresando hacia el clamor. Alcanzaba a entender aquel impulso de aproximarse al acantilado para mirar por el borde. La necesidad de saltarse unos capítulos y descubrir cómo concluye la historia. Pero la propia Mataarañas no tenía el menor deseo de saber cómo terminaba el relato del primer imperator de Itreya. Tan solo de estar viva para poder leerlo después.
Los hombres de Azgeda habían destruido la capilla de la Iglesia Roja en la necrópolis, pero Mataarañas sabía de al menos un depósito oculto de moneda y armamento que había dejado intacto. Además, la Iglesia tenía media docena de barcas amarradas en los muelles del Brazo de la Espada, y como mínimo dos de ellas eran lo bastante pequeñas para que pudiera manejarlas sola. Quizá se hubiera convertido en una de las asesinas más letales que jamás engendrara la Iglesia, pero había nacido siendo hija de las islas Dweymeri. Su padre había sido constructor de barcos y su hermano había seguido sus pasos. Mataarañas conocía los océanos casi tan bien como conocía los venenos. Las avenidas empezaban a abarrotarse, el terror crecía detrás de ella mientras Tumba de Dioses se sacudía otra vez, y otra, como un diorama en manos de un niño odioso. La gente salía a toda prisa de sus casas y de las tabernas a las piazzas, perpleja, borracha, asustada. Llegaban chillidos y humo desde el sur, el miedo iba impregnando las calles como la siempresombra una botella de vino dorado Albari. La shahiid se desvió por calles laterales, cruzó el puente de las Hebras y maldijo en voz baja el largo y elaborado borde de su vestido. Desenvainó una de las dagas envenenadas que llevaba al cinto, bañada en oro, y cortó con mucho cuidado una larga raja en el vestido para correr mejor. Y entonces, en efecto, corrió.
La ciudad tembló de nuevo. Las alimañas corretearon entre sus pies. Mataarañas ya veía las puertas de la necrópolis por delante, la verja de hierro forjado silueteada contra el cielo tormentoso. Estaba a solo unas manzanas del agua, de la escapatoria. Apretó el paso y se quitó el sudor de los ojos mientras se le soltaba una larga rasta de sal de los elaborados rodetes que se había hecho en la nuca. Un relámpago destelló en el oro que llevaba al cuello y en las muñecas, resplandeció en el negro de sus labios mientras entraba en las casas de los muertos de Tumba de Dioses. Empezó a recorrer el cementerio y se detuvo para recobrar el aliento apoyada en el escondrijo de la Iglesia Roja, la tumba de algún senador muerto mucho tiempo atrás. Echó un oscuro ojo a la inscripción mientras esperaba a que el temblor de tierra remitiera. El nombre estaba desgastado por el tiempo, los rasgos del busto de mármol suavizados por los años.
—Comida para gusanos, todos nosotros —murmuró. Sus labios negros se curvaron en una sonrisa mientras lanzaba una mirada a la noche en lo alto—. Pero no esta noche, Madre.
La abrumó una sensación gélida, oscura y hueca. Se le erizó la piel en oleadas. El relámpago refulgió en el cielo, cincelando en negro las sombras de la necrópolis. Una forma se alzó ante la Shahiid de Verdades, encapuchada y envuelta en una capa, con sendas espadas de lo que solo podía ser hueso de tumba en ambas manos.
—Por los dientes de las Fauces —susurró Mataarañas.
No era humana. Eso al menos era evidente. Sí, tenía forma de persona bajo aquella capa. Pero, aunque la noche no era tan fría, su aliento pendía en nubes blancas al salir de sus labios y provocaba gélidos escalofríos por todo el cuerpo de Mataarañas.
—Saludos, shahiid.
—Por el abismo y la sangre —musitó Mataarañas.
El ser se retiró la capucha. Piel blanquecina. Uñas negras como la tinta. Largas trenzas que se retorcían como si estuvieran vivas. Ojos oscuros que no parecían tener fondo, alabastro fraguado de nuevo por la mano de la Madre. Pero incluso en la veroscuridad, con toda la ciudad alrededor sumiéndose en la confusión, Mataarañas reconocería ese rostro en cualquier parte.
—¿Clarke?
—Él no ha podido venir en persona —dijo ella, con negras lágrimas resplandeciendo en los ojos—. Ni siquiera la Madre tiene el poder de conceder la vida a los muertos dos veces. Así que solo ha podido mostrarme el camino de regreso. Estaba dispuesto a renunciar a eso por ella. Esa es la clase de chico que era. Pero Lincoln me ha pedido que te salude de su parte, Mataarañas. —Las espadas de hueso de tumba se alzaron en sus manos—. Y me ha pedido que te dé estas.
La brisa de la veroscuridad le llegaba fresca a la piel.
El cielo en lo alto estaba tan vacío como el lugar que una vez ocupara su corazón.
Y Mataarañas cerró los ojos.
