CAPÍTULO 46

Padre

Las sombras aflojaron la presa sobre su cuello y Gustus cayó de rodillas. El viento era música fúnebre que aullaba y le arañaba la piel. El fuego se propagaba desde las ascuas caídas por los muebles derribados, el humo por su lengua. La cosa que había sido Roan Azgeda bajó la mirada desde el techo a la entrada del gran salón cuando todas las puertas explotaron hacia dentro con el fragor del trueno. Las sombras de la estancia se deformaron y se estiraron, la Costilla entera tembló. La oscuridad pareció intensificarse, la luz de los pocos orbes arkímicos que aún funcionaban quedó sofocada. Gustus notó un peso en los hombros, una presión en el pecho que le exprimió el aire de dentro. Descendió una gelidez sobre el salón, un aroma a clavo y hojas caídas, y el aire vibró con una canción tempestuosa. Gustus levantó la cabeza y sus viejos ojos se volvieron hacia la puerta.

Y allí estaba ella. En toda su gloria.

—Lexa —susurró.

Diosa, qué bella era. El peso de los años y la sangre y el sacrificio se extendía a sus hombros como oscuras alas. Las cicatrices de sus tribulaciones grabadas en su piel y en los huecos de su pecho, reflejadas en sus ojos. Pero nada, nadie, ni los corazones rotos ni los sueños quebrados ni la simple tragedia de estar viva y respirar había bastado nunca para detenerla. Era inconmensurable.

Una chica con una historia que contar.

Vestía toda de negro, con corsé y largas faldas que fluían como un río en torno a sus pies. Una espada larga de hueso de tumba esperaba en sus manos. Una máscara de oro le cubría la cara, pintura negra los labios, que estaban separándose para hablar con una voz que sacudió el mundo:

—Padre —dijo.

—¿Sí? —respondió Gustus.

Ella lo miró entonces. Todos los años que habían transcurrido entre ellos se convirtieron en nada. Gustus volvía a estar en su pequeña tienda, antes de que todo empezara. Nadie más que ellos dos, solos juntos. Ella tenía once años, sentada a sus pies mientras él le enseñaba a forzar un candado. Tenía trece, y el pedernal de sus ojos brillando mientras exigía saber por qué los chicos no sangraban. Tenía quince, le gorroneaba cigarrillos y le contaba algún chiste verde, una cosita flacucha y desarrapada con el flequillo torcido que aún no estaba cómoda en su propia piel. Y en ese momento a Gustus le impactó lo mucho que esa chica formaba parte de él, lo mucho que le importaba, lo profundamente que lo había cambiado, desde el principio y para siempre. Aquella chica que había osado donde otros fracasaban, que jamás había visto el mundo igual que los demás.

Ni él tampoco, ya puestos.

Diosa, cómo la quería…

Lexa le sonrió. Solo por un latido. Sus ojos verdes resplandecieron con unas lágrimas que jamás permitiría caer en un lugar como aquel. Y en ese momento le impactó lo mucho que ella lo quería también.

—No me refería a ti —suspiró ella con tristeza. Y volvió los ojos verdes, sombríos, al hombre que Gustus tenía detrás—. Me refería a ti —susurró.

Roan Azgeda dirigió a Lexa una mirada tan negra como la sangre de su interior. Estaba flotando a unos seis metros de altura, con unas alas oscuras y traslúcidas que rielaban en el aire a su alrededor, goteando líquido negro por las puntas de los dedos. Ya no costaba esfuerzo ver a la cosa que llevaba dentro, al dios roto que aullaba y se arrojaba una y otra vez contra la jaula de la carne del hombre. Pero el imperator de toda Itreya parecía haber vuelto en sí para aquel último baile, o como mínimo una parte de lo que había sido había logrado arrastrarse de vuelta a una superficie fina y agrietada. La suficiente para al menos retraer los labios en una horripilante parodia de una sonrisa.

—Me alegro de verte otra vez, hija —contestó.

—¡Lexa!

Tanto Gustus como Lexa miraron hacia las ruinas del trono de Azgeda, donde el joven Aden seguía agachado entre los restos. Tenía los ojos muy abiertos de miedo, una manita alzada hacia su hermana. Pero las sombras se elevaron del suelo como afilados colmillos, cortando el paso entre la chica y su hermano.

—Déjalo marchar, padre —dijo Lexa—. Ahora esto es entre tú y yo.

—Es mi hijo. —La cara de Azgeda estaba crispada, sus dientes cubiertos de negro—. Mi legado.

—¡Es un niño de nueve años! ¡Deja de hacer lo que te da la gana, joder, y suéltalo!

—Tu madre me dijo algo similar una vez. —Azgeda compuso una tenue sonrisa, arrugó la frente hacia el techo como perdido en los recuerdos—. Creo que me lo tomé como un cumplido.

Lexa meneó la cabeza y miró la ruina que quedaba del salón de baile. El trono destruido. Las llamas hambrientas. Las manchas de sangre de senadores valientes y soldados leales y queridos hermanos por todo el suelo. Los restos de la esposa del propio Azgeda aplastados bajo reluciente cristal. Todo lo que él había fraguado, todo por lo que había mentido y robado y matado, había quedado en aquello. Sangre negra bullendo en su tripa. Saliéndole por los ojos y burbujeando en los labios. Lexa miró al hombre con una especie de horrorizada pena.

—Creías que estabas construyendo. Y todo este tiempo, lo único que hacías era excavar. —Negó con la cabeza—. Y mira lo que has hecho de ti mismo. Todo por miedo a mí.

—¿Lo que yo he hecho de mí mismo?

Azgeda se echó a reír, con hilos de negra baba entre los dientes. Abrió la mano. Y allí, en su palma, reposaba un peón tallado en ébano pulido. Salpicado de negro brea y rojo sangre. Al imperator le temblaba la mano, sus venas se marcaban tirantes como cadenas oxidadas bajo la piel. El negro empezó a derramarse de su boca otra vez cuando habló, con demasiado del dios roto en su interior para contenerlo por completo:

—Ya te advertí sobre participar en un juego que no puedes aspirar a ganar. ¿No te das cuenta, hija? Esto es lo que tú has hecho de los dos. Meras piezas en una partida entre dioses.

—Prepárate entonces, cabrón. Porque la partida termina esta noche.

La víbora-sombra enrollada en el cuello de Azgeda desnudó los colmillos.

—… ¿Aún no ves en lo que te ha convertido tu venerada Diosa?…

Lexa ni siquiera cruzó la mirada con la serpiente.

—Susurro, como me dirijas una sola palabra más —le advirtió en voz baja—, te prometo que te irán muy mal las cosas.

La serpiente entornó sus no-ojos, dio un tenue siseo.

—… No te temo, niñita. No deberías haber venido. Y mucho menos sola…

Ella lo miró entonces. Sus ojos resplandecieron como azabache pulido.

—Ah, pero Susurro —respondió—, no estoy sola.

Lexa separó los brazos y la oscuridad entró en erupción. Una multitud, una horda, una legión de daimones brotó de las sombras a sus pies descalzos, de dentro del negro de su vestido. La dejaron atrás llevados por alas negras, galoparon sobre zarpas negras. Decenas, centenares, una agitada y furiosa multitud. Vestían las formas de seres nocturnos: murciélagos y gatos y lobos y búhos y ratones y cuervos, todas las siluetas de todas las oscuridades que el mundo había conocido jamás. Ahogaron los vientos con sus aullidos y rugidos y bramidos. Hicieron rechinar los dientes y sacaron las garras y se estrellaron contra Azgeda como una inundación, cayeron sobre la serpiente que llevaba al cuello y arrancaron a Susurro de los hombros de su amo. La víbora-sombra siseó de ira, cayó entre la infinidad de otras formas, mordiendo y escupiendo y retorciéndose. Era más oscuro que los demás, lo bastante oscuro para dos, aún con el sabor de una no-loba asesinada fresco en la no-lengua. Pero los muchos se abalanzaban sobre él, implacables, el hambre avivada dentro de ellos, arrancándole partes que salpicaban negras en el suelo mientras Susurro gritaba a su amo:

—… ¡Roan, ayúdame!…

—¡Libéralo! —rugió el imperator.

La mano de Azgeda hendió el aire y la oscuridad se volvió afilada como cuchillos. Pero aunque los apuñalara, los desangrara, los dispersara por el salón como el humo que se alzaba, los daimones de Lexa sencillamente eran demasiados. Siguieron atacando y cortando a Susurro mientras sus gritos se volvían lastimeros y su forma se iba diluyendo, temblorosa, cada vez menos consistente.

Todos dándose un banquete con él hasta que no quedó ni una sombra.

Bueno, una sí.

Estaba sentada en el hombro de Lexa, vistiendo la forma de un gato. Plano como el papel y semiopaco, negro como la muerte, con la cola enroscada en el cuello de la chica. Sus no-ojos se mantuvieron fijos en la serpiente de Azgeda mientras perecía, como saboreando sus chillidos.

—… eso… —susurró Don Majo—… es por eclipse…

—Cómo osas… —llegó el trémulo gruñido. Azgeda se volvió hacia su hija, con los dedos en garras, la negra furia burbujeando fuera de sus labios mientras vociferaba a pleno pulmón—: ¿CÓMO OSAS?

Los labios de Lexa se curvaron en una sonrisa fría como el hielo.

—¿Qué tal sienta perder algo que amas, hijo de puta?

Lexa levantó una pálida mano y señaló el estilete de hueso de tumba que Azgeda llevaba al cinto. La daga que le había regalado años atrás el gato-sombra que llevaba al hombro. La daga que le había salvado la vida. La daga que había hundido en el corazón de un doble y le había permitido atreverse a soñar que todo aquello pudiera terminar de algún otro modo. Tenía ojos de ámbar rojo que daban tenues destellos en la penumbra. La guarnición imitaba a un cuervo con las alas desplegadas, el emblema de la familia que tan por completo había destruido aquel hombre.

—Eso me pertenece —dijo.

—Nada te pertenece —escupió Azgeda, sangrando negras lágrimas por los ojos—. ¿Todavía no lo comprendes? Todo lo que tienes, todo lo que eres, me lo debes a mí.

—No te debo nada, padre. —Lexa levantó su espada larga entre ellos—. Nada excepto esto.

La sombra de Azgeda bulló. Sus ojos negros se clavaron en su hija. Tenía baba negra en la barbilla. La oscuridad ganó profundidad entre ellos hasta que no quedó nada más. Azgeda miró hacia el lugar donde Susurro había hallado su fin, sus labios se retrajeron de los dientes mientras la pura y perfecta rabia de su interior se vertió arriba y fuera, tomando el control por fin y para siempre.

Ven a dármelo, entonces —susurró.

Lexa desapareció sin el menor sonido, se materializó un segundo después en el aire de arriba descendiendo ya con la espada en alto. Las sombras se deformaron, se enroscaron en manos ansiosas que rasgaban el aire. Pero en vez de esfumarse, de dar un paso a un lado, Azgeda levantó el brazo con un rugido y la asió por el cuello. Y con una fuerza titánica, rodó con el impulso de Lexa y la arrojó de espaldas al suelo. Sonó un trueno, el mármol y el hueso de tumba se partieron cuando Lexa dio contra el suelo. Gustus se encogió y apartó la cara de las esquirlas que cortaban el aire, el estallido resonando blanco dentro de su cráneo. Al cabo de un latido, una forma negra voló como una exhalación de entre los cascotes, un fénix oscuro alzándose que golpeó a Azgeda en el pecho y lo empujó hacia arriba contra los gabletes. El techo se hizo añicos como si fuese hielo cuando se estamparon en él, y enormes astillas de hueso de tumba cayeron junto a ellos de nuevo hacia el suelo. La espada larga de Lexa resbaló por los baldosines hasta detenerse entre los escombros.

Gustus vio que el cuerpo de Lexa se había amortajado de sombra. Unos zarcillos negros como la tinta salían de sus hombros como alas, unas cintas de afiladísima oscuridad emanaban de sus dedos. El viejo obispo apenas reconoció a la hija a la que amaba cuando el poder que llevaba dentro por fin se desató del todo. Su pelo era más largo, fluyendo en torno a ella como serpientes. Su piel parecía estar en llamas. Vio un pálido círculo ardiendo en su frente, como si se lo hubieran inscrito en la piel. Parecía más sombra que carne, creciendo en tamaño, llenando el salón. Azgeda también era más grande, y los dos colisionaron con otro retumbar de trueno y otro destello de luz de luna. Dos fragmentos reflejados de un dios asesinado, las dos mitades de él guerreando entre ellas y convirtiéndolo todo en ruinas. El aire era una tormenta de daimones, un coro de negros chillidos, todo el abismo liberado. La ciudad entera se estremeció, el trueno sacudió el cielo en lo alto, el viento era un huracán. Gustus se había alejado a rastras de la contienda, regresando al final del salón. Encontró a Wells agarrándose la tripa desgarrada entre los escombros, empapado de sangre. El gladiatii estaba impidiendo que se le salieran los intestinos con una mano e intentando arrastrar con la otra a una inconsciente Cantahojas a algún tipo de lugar seguro. Gustus vio a Octavia agachada cerca en las sombras, resistiendo contra el viento que aullaba, el pelo lacio pegado a su piel torturada. Parecía que el mundo entero estaba llegando a su fin. Y todas sus historias con él. Y allí, entre tanto caos, tanto ruido, tanta furia, una fina forma negra apareció en el suelo agrietado junto a él, moviendo la cola brusca de un lado a otro.

—… tienes que llevártelos de aquí, gustus

—¡No pienso abandonarla!

—… siempre estarás con ella. y ella, contigo. pero es hora de que la dejes marchar, anciano…

—¡No! ¡No va a terminar así! ¡No lo permitiré!

—… prometiste recordarla. no solo las partes buenas. las partes feas y las partes egoístas y las partes reales también. recordarla a toda ella, gustus. ¿quién puede hacer eso sino tú?…

El anciano miró al no-gato mientras la negra tempestad bullía violenta a su alrededor. El amor que ambos le tenían tan real y afilado como un cristal roto que le cortaba hasta el hueso. Pero sabía que la sombra estaba en lo cierto.

—… recuérdala…

Desde el mismo principio, había sabido cómo iba a terminar esta historia.

Igual que todos nosotros, ¿verdad?

—¡Octavia! —bramó, volviéndose hacia la tejedora. La mujer parecía casi comatosa, perdida en su dolor, en el caos que se había desatado. Apoyada contra la pared, miraba boquiabierta a los titanes enfrentados y esperaba la muerte—. ¡Octavia! —rugió de nuevo Gustus.

Ella parpadeó. Miró con ojos rojos como la sangre al viejo obispo.

—¿Puedes andar? —gritó él.

La tejedora se encogió cuando Lexa y Azgeda colisionaron contra la pared del fondo, abriendo una inmensa fisura en el hueso de tumba. Lo que quedaba del techo tembló y corrieron más grietas por las columnas de apoyo mientras la legión de Lexa chillaba y aullaba alrededor del grupo. La isla se sacudió con tal violencia que levantó a Gustus del suelo y lo derribó de rodillas. Wells protegió el cuerpo de Cantahojas usando el suyo, con oraciones en los labios ensangrentados.

—¿Puedes andar o no, joder? —bramó de nuevo el anciano.

—Sí. —Octavia parpadeó para quitarse la sombra de su hermano de los ojos—. Las piernas me asisten.

—¡Ayuda a Wells! ¡Tenemos que irnos!

La tejedora apretó los dientes y se arrastró por el suelo que coceaba. Llegó con el gladiatii herido, extendió una mano retorcida y susurró bajo el rugido del viento. Wells dio un respingo, agarrándose el abdomen hecho picadillo. Pero ante sus ojos maravillados, sus entrañas reptaron de nuevo a su interior y su herida se cerró como si nunca hubiera existido.

—Por el abismo y la sangre —susurró.

—¡La tejedora sabe lo que se hace! —voceó Gustus—. ¡Y ahora, arriba de una puta vez!

Wells se levantó como pudo, se tambaleó mientras los sombríos titanes se estrellaban contra otra pared. Gustus tenía los ojos entrecerrados para protegerlos de aquella visión, como si la oscuridad que derramaban fuese de algún modo demasiado refulgente para mirarla. Lexa y Azgeda apenas eran reconocibles ya, solo gigantescas figuras negras con alas traslúcidas y cuerpos que rielaban como la llama-sombra, embistiendo uno contra el otro como maremotos entre una tempestad de aullantes pasajeros. Solo el pelo largo y serpenteante de Lexa y aquel círculo que tenía inscrito en la frente permitían distinguirlos entre ellos.

—Por el piadoso Aa —susurró Wells—. Mírala…

—¿Adónde iremos? —preguntó Octavia con brusquedad—. Sin Bellamy…

—¡Tenemos que salir de estas putas islas! —gritó Gustus—. Las cenizas de una república tras ella, ¿recuerdas? ¡Una ciudad de puentes y huesos yace en el fondo del mar por sus actos! ¡Todos sabemos lo que va a ocurrir aquí!

—¿Qué pasa con Aden? —vociferó Wells.

Gustus miró al chico, encogido y aterrorizado cerca de los restos del trono de Azgeda. Estaba encerrado entre barrotes de sombra sólida, con los ojos desorbitados y las mejillas surcadas de lágrimas mientras veía impactar uno contra el otro a su padre y su hermana.

—… el chico debe quedarse…

Gustus miró a Don Majo, sentado con toda la calma del mundo en el suelo roto y lamiéndose una zarpa negra como la tinta.

—… él también tiene una historia que contar…

Los avatares dieron contra otra columna y la arrancaron de raíz. Las paredes de la Costilla se partieron de nuevo, tirándolos a todos al suelo de rodillas. Gustus ahogó un grito, inhaló áspero, todo su cuerpo temblando. Tenía polvo de hueso de tumba en la lengua y su sombra se retorcía debajo de él. Don Majo apareció delante, ensanchó los no-ojos.

—… ¡marchaos!… —gritó—… ¡id a las partes bajas ahora mismo!…

Wells agarró a Gustus por el cuello de la camisa y lo puso en pie.

—¡Vámonos!

El grandullón itreyano ayudó a Octavia a levantarse, se echó a Cantahojas al hombro y empujó a la tejedora fuera del salón por una reciente y ancha grieta en la pared. La ciudad al otro lado estaba en llamas. La tormenta aullaba. La tierra se agitaba. El océano oleaba. Todas las Cuatro Hijas, alzadas. Gustus volvió la mirada al salón, vio cómo las partes de la Luna chocaban y ardían. Buscó lo que fuese que pudiera quedar de la chica a la que tanto había querido. Y supo lo que tenía que hacer.

El bramido de Wells llegó entre el fragor de la tempestad:

—¡Gustus, vámonos ya!

El anciano se apretó dos dedos contra los labios, los giró hacia ella.

—Te recordaré —susurró.

Dio media vuelta y echó a correr.