CAPÍTULO 47

Todo

Una llama oscura ardía en el pecho de Aden mientras los veía impactar una contra el otro, despedazando el mundo a su alrededor. Cada cual una parte de un dios desatado, sendas manifestaciones de la luna bajo el cielo de su Madre. Eran gigantes ya, y la oscuridad en torno a ellos no dejaba de crecer y avivarse. Sus alas raspaban los bordes del salón destrozado, las negras llamas que se elevaban sobre sus cabezas eran lo bastante altas para chamuscar el techo. Pero si Aden afinaba lo suficiente la vista, entre la tormenta de negro, entre los cuerpos forjados para ellos en sombra viviente, al chico le daba la impresión de poder discernir todavía unas tenues impresiones de las personas que habían sido.

Su padre. Su mundo. El hombre que había soñado ser. El dios al que había adorado y que en esos momentos mostraba el aspecto de una verdadera divinidad, aunque corrompido y podrido de cabo a rabo. Ira y odio y desgracia, buscando solo herir igual que había sido herido a su vez. El chico podía entenderlo. Porque pasando la mirada del cuerpo destrozado de su madre a la cosa en que se había convertido su padre, sabía lo que era odiar a quien lo había creado.

Y su hermana. Su de'lai. Una chica a la que ni había visto hasta unos meses antes, y sin embargo a la que de algún modo siempre había conocido. Valiente como nunca lo había sido él. Oscura y manchada de sangre y cicatrizada hasta el hueso. Tenía todos los motivos del mundo para no ser más que ira y odio y desgracia. Pero Aden sabía que, por mucho que ella intentara ocultarlo, no había permitido que la vida la volviese fría. Amaba con el corazón feroz de una leona. Entregaba de una forma que la dejaba sangrando, pero nunca rota. Porque pese a todo lo que había perdido, pese a todo lo que había sacrificado, pese a todo el dolor que se le acumulaba en los hombros, volvía siempre.

«Aun así, ha vuelto por mí».

El chico lo percibía, emanando abrasador en aquella tormenta de furia y sombras. El amor que ella sentía por él. Demasiado brillante para ahogarlo, incluso bajo el poder de un dios. Pero un fragmento de ese poder llameaba también en el interior de Aden. Lo notaba intentando alcanzar las otras partes de sí mismo, incluso en esos instantes, anhelando estar completo. Un hambre que llenaba al chico, que lo abrasaba, insaciable y voraz. Aden se dio cuenta de que quería unirse a ellos. Dejarse barrer por la totalidad, que los muchos fuesen uno y ascender al trono en el cielo que le pertenecía por derecho. El chico empezó a dar tirones a las sombras que lo tenían retenido, intentó doblegarlas a su voluntad. Su padre y su hermana seguían intercambiando poderosos golpes, sacudiendo la primera Costilla a su alrededor, mientras toda la oscuridad aullaba. Los daimones de Lexa rasgaban el aire como un huracán, arrojándose en tropel contra la piel de su padre. Las garras de su hermana le abrían enormes heridas y el negro salpicaba contra las paredes. Pero cuanto más duraba la batalla, cuantos más pedazos se arrancaban uno al otro, más se daba cuenta Aden de que estaban igualados. Cada cual era una oscura antítesis del otro. Era como ver a alguien batallar contra su propio reflejo, cuando cada centímetro de terreno ganado también se perdía, cuando cada herida infligida era otra recibida. Aquellos dos tenían un gran parecido en muchos aspectos. Oh, Diosa, las cosas que podrían haber hecho si él la hubiera querido como debía hacerlo un padre. Pero a esas alturas ya había demasiado entre ellos: demasiada sangre, demasiado odio, demasiada oscuridad. Así que despotricaban uno contra el otro, se despedazaban y maldecían y no obtenían nada. Alrededor de ellos, la oscuridad susurraba una plegaria, una súplica, que resonaba en la oscuridad que Aden tenía dentro del corazón.

Los muchos fueron uno.

LOS MUCHOS FUERON UNO.

Pero Tumba de Dioses estaba cayendo aniquilada.

Los terremotos eran ya casi constantes, tanto que mantenían a Aden arrodillado. El relámpago partía el firmamento en lo alto, las olas se estrellaban contra las abruptas costas, el rojo resplandor de un furioso incendio fulguraba en las calles de fuera. Las Cuatro Hijas habían despertado por la furia de su hermano y acosaban a golpes su tumba con la esperanza de impedirle que saliera de ella. Aden estaba aterrorizado como nunca en su vida. Le temblaba el cuerpo entero mientras tiraba de los barrotes a su alrededor y buscaba dentro de sí mismo alguna esquirla del acero que veía en su hermana. Enfocaba su voluntad en las sombras e intentaba apoderarse de ellas, con los ojos entornados por la concentración.

—Doblaos, malditas seáis —susurró.

Y allí, en la oscuridad, vislumbró un destello de oro entre la aplastante tiniebla. Miró hacia la destrozada puerta doble y se le detuvo el corazón en el pecho al ver una figura pálida en el umbral, con un vestido blanco manchado de tierra y sangre. Las manos de la chica empuñaban dos hojas de hueso de tumba gemelas con dedos que tenían las puntas negras. Sus ojos eran negros también, su rostro hermoso y blanco, con largas trenzas rubias que se movían en torno a sus hombros como si tuvieran mente propia.

—¿Clarke? —susurró.

Los ojos oscuros de la chica estaba vueltos hacia los sombríos titanes que se arremolinaban y se estrellaban uno contra otro por todo el destruido salón. Redobló el agarre en los puños de sus espadas. Pero la tormenta de daimones surcó el aire por encima de ella, junto a ella, a través de ella, susurrando con un centenar de novoces:

—… el chico…

—… EL CHICO…

—… EL CHICO…

Clarke se volvió hacia él. Ojos más oscuros que el lugar del que había salido arrastrándose, labios separados para musitar su nombre:

Aden.

Un horripilante topetazo de su hermana hundió a su padre en el suelo, horadando los retorcidos mekkenismos hasta el sótano. Su padre regresó del subsuelo como una exhalación, como una lanza negra, las alas una estela a su espalda, y los dos atravesaron los pisos medio desmoronados de arriba con un estruendo ensordecedor. El hueso de tumba se quebró, el cristal chilló, la madera se astilló, el ruido fue tan fuerte que Aden tuvo que taparse las orejas mientras toda la mitad superior de la primera Costilla empezaba a desprenderse de la base. La poderosa torre aguantó un momento más mientras la inercia libraba una fatigosa batalla contra la gravedad que terminó perdiendo. Miles de toneladas de hueso de tumba se resquebrajaron y cayeron, se estrellaron contra la tercera Costilla y la arrancaron con un impío bruuuuum.

¡Aden!

El chico parpadeó entre el polvo cegador y, al abrir los ojos hacia la voz, vio la oscuridad, atravesada por la luz de un millón de estrellas. Clarke tenía las manos en los barrotes, intentando doblarlos en vano.

¡Apártate!

Clarke desenfundó de nuevo sus espadas de hueso de tumba y empezó a dar tajos al negro redil. Aden pensó que no podía servir de nada. Pero se le pusieron los ojos como platos al ver que las hojas se hundían profundas, que partían en dos las sombras. Clarke siguió descargando las espadas como si cortara leña, cortando cada vez más oscuridad. Y entonces Aden comprendió la verdad del asunto. Comprendió cómo encajaba todo. Los huesos.

La sangre. La ciudad a su alrededor y los titanes de encima y el fragmento en su interior. Todo estaba conectado.

Todo ello era uno.

Así que abrió las manos hacia la oscuridad. Se vinculó con la negrura en torno a él, dentro de él, un solo fragmento de un todo mayor. Dobló los dedos al aferrarla, notándola fría y resbaladiza bajo su control. Y apretando los dientes, crispando el semblante, hizo trizas los barrotes, desmenuzó las sombras que lo retenían. Clarke lo atrapó entre sus brazos, lo izó sobre su cadera con una mano mientras seguía empuñando con la otra una espada ensangrentada. Miraron arriba a través de la costilla rota, al cielo de la veroscuridad donde dos figuras negras caían en picado enzarzadas a través del aire, impactaban contra los adoquines de fuera y abrían una grieta en la isla hasta sus mismos cimientos. Clarke se tambaleó, la fuerza de la tumba a duras penas suficiente para mantenerla en pie. Los temblores de tierra les sacudieron mientras la Ciudad de los Puentes y los Huesos se revolvía en sus últimos estertores. Aden vio a través de los boquetes de las paredes que estaba irrumpiendo una tromba de agua que cubría las calles e impregnaba el aire de sal.

—El océano —susurró.

No temas —respondió la chica, y le dio un beso en la frente—. No dejaré que te ahogues.

Aden ya había oído antes esas palabras. A bordo del Doncella Sangrienta, mientras rugía la tempestad y fulguraba el relámpago y las Señoras de las Tormentas y los Océanos intentaban enviarlos a pique, a su perdición. Recordó a Lexa sentada delante de él, con las piernas cruzadas y calada de agua hasta los huesos. Él la odiaba en esos tiempos. Con toda su alma. Y aun así, ella le había apretado la mano y le había cantado en la oscuridad y le había prometido que no dejaría que se hundiera.

Clarke ya estaba cruzando la pared derrumbada, con el agua del mar creciente hasta los tobillos, acunando a Aden con un brazo. Fuera del salón la ciudad se quemaba, se partía, se desmoronaba. Encontraron las calles casi desiertas al salir tambaleándose a la avenida. Hacia el sur, en dirección a la Basílica Grande, Aden oyó chillar la oscuridad, la ira de los fragmentos de un dios en guerra. Al norte reposaban los cascotes del foro y, más allá, los puertos de los Brazos de la Espada y el Escudo.

Barcos.

«Una escapatoria».

Clarke miró a los ojos al chico. Una pregunta flotaba en medio de la oscuridad puntuada de estrellas. Solo las divinidades sabían por lo que habría tenido que pasar para regresar hasta allí. La fuerza que habría requerido arrastrarse de vuelta desde el abismo. Aden la había oído jurarle a Lincoln que mataría el cielo por ser quien estuviera junto a Lexa al final. Pero, al mirar a Clarke a los ojos, Aden supo que comprendía lo mucho que significaba él para aquella a quien ambos querían. Supo que, si se lo pedía, daría la espalda a Lexa y lo pondría a salvo a él antes. Pero el chico apretó los labios. Miró más allá del miedo, del caos, del hambre, del dolor, asió lo que más importaba en el mundo y apretó fuerte. Miró de nuevo a Clarke a los ojos y negó con la cabeza.

—Cuando todo es sangre, la sangre es todo.

—¡Venga, comemierdas follacomadrejas, izadlos a cubierta antes de que os eche por la borda!

Nube Corleone se agachó sobre la regala y empezó a subir a otra niña empapada a la seguridad del barco. La pequeña estaba temblando, aterrorizada, chorreando agua de mar. Junto a él, su tripulación estaba tirando de cabos y ayudando a más gente a salir de las revueltas aguas. Al no ser de mucha ayuda en cuestiones físicas, Jon el Grande había subido al alcázar y bramaba obscenidades a los sales de Nube con la esperanza de que ayudaran a motivarlos.

Como si presenciar el final de la puta república entera no bastase.

Nube por fin recogió a la niña en sus brazos y giró la cintura para entregársela a Andretti. Se pasó la manga por las mejillas manchadas de hollín, se llevó el catalejo al ojo y se permitió un momento para mirar al otro lado de la Ciudad de los Puentes y los Huesos. El humo brotaba en columnas de los almacenes, el fuego se apoderaba de los graneros en las Partes Bajas, la ceniza caía como lluvia. El incendio había empezado al sur de la Tumba, y la mayoría de la gente había huido hacia el norte cruzando el acueducto o hacia los puertos de los Brazos. Pero tampoco escaseaban los que se habían arrojado al agua más cercana que hubieran encontrado. El tormentoso océano que los rodeaba estaba repleto de botes de remos, góndolas, balsas, toneles de vino y planchas de madera cargadas de hombres, mujeres y niños que se desgañitaban, cualquier clase de embarcación capaz de flotar y algunas que no. Itreyanos, liisianos, vaanianos, por el abismo y la sangre, una innumerable horda de perros, ratas, hasta caballos. Personas de todas las razas y credos impulsándose en el agua para alejarse de la ciudad moribunda, aferrándose a los costados de la Doncella, intentando agarrar las cuerdas que soltaba su tripulación o simplemente nadando con todas sus fuerzas, tan deprisa como pudieran. El océano estaba iluminado de rojo por el fuego devastador. El viento cortaba hasta el hueso.

—¡No podremos llevar a muchos más, capitán! —gritó Jon el Grande para hacerse oír entre el retumbar del trueno, agarrado a la barandilla para no caer—. ¡Ya tenemos casi demasiada carga!

—¡Seguid subiéndolos a bordo hasta bastante después del casi! —bramó Corleone.

Nube ya había ordenado que vaciaran las bodegas para hacer sitio a más desdichados pasajeros. Sabía al dedillo a cuántos podía albergar su Doncella antes de zozobrar. Pero antes de que confundáis por un adorable canalla a un mercenario cabrón, deberíais saber que tenía tantas ganas como su segundo de a bordo de alejarse de aquella metrópolis condenada. Pero por desgracia…

—¡No los veo por ninguna parte! —gritó Jon el Grande.

—¿Cómo tengo que decirte que este puto trasto funciona? —Corleone movió su catalejo en el aire—. ¡El gato-sombra ha dicho que vendrán y no zarparemos hasta que estén a bordo!

—¡No sabía que ahora obedecíamos órdenes de daimones, capitán!

—¡Y yo no sabía que habías cambiado las pelotas por una vagina, pero aquí estamos!

—Eso nunca lo he entendido, ¿ves? —bramó Jon el Grande—. A ver, si las mujeres sacan putos bebés por ahí, ¿por qué se consideran…?

—¡Ahí están! —gritó Kael desde la cofa.

Nube volvió los ojos hacia el agua, escrutó entre el humo y la ceniza, hizo una mueca cuando el trueno retumbó de nuevo. Vio una góndola surcando el mar embravecido, cargada con unas zarrapastrosas figuras conocidas. Wells iba a proa y sus brazos reflejaban la luz del fuego al remar con un tablón partido. Nube distinguió a una arpía deforme enfundada en una capa oscura, sentada junto a un anciano que solo podía ser el mentor de Lexa, Gustus. Cantahojas estaba en la popa, con aspecto un poco desmejorado, pero aun así remando con brío. El grupo había recogido una docena de pasajeros en su huida, hombres y mujeres en el agua agarrados a ambos lados de la góndola, niños apelotonados entre ellos cuatro a bordo.

—¡Echad un cabo! —bramó Nube.

Sus sales se apresuraron a obedecer y arrojaron una soga sobre la regala al mar agitado. Wells la recogió y tiró de ella para aproximarlos a la Doncella. El fornido gladiatii ayudó a subir primero a los niños, llegando al punto de arrojar a unos pocos de los más pequeños a los brazos abiertos de la tripulación como si fuesen muñecos de trapo. La mujer contrahecha fue la siguiente, ayudada por Cantahojas, sujetándose la capucha para que no se le volara, con la cabeza gacha. Cantahojas subió a continuación y luego Wells, que acto seguido estiró el brazo hacia abajo y gritó a Gustus que subiera. El anciano volvió la mirada a la Ciudad de los Puentes y los Huesos, con el rostro blanquecino y demacrado. La capital de la República Itreyana se desmoronaba, la famélica agua corría a devorarla, las islas más pequeñas empezaban ya a hundirse bajo las olas. Gustus tenía lágrimas en los ojos, que relucían al brillo de las llamas y los relámpagos que se arqueaban en lo alto.

—¡Venga, Gustus! —vociferó Wells.

El anciano sacudió la cabeza. Pero al final asió el cabo y el grandullón itreyano lo izó a bordo.

—¡Muy bien, zarpamos, corridas de a dos mendigos! —rugió Jon el Grande—. ¡Taliaferro, inútil de mierda, sube ahí antes de que te arranque la piel a tiras! ¡Andretti, muévete o te arreo una patada en el puto culo que lo saco por la borda! ¡Zarpamos, follaabuelas, zarpamos!

Mientras su tripulación obedecía a toda prisa, Corleone ayudó a Gustus a sostenerse en pie. Mientras se limpiaba el sudor y el hollín de la cara, el bucanero miró al anciano a los ojos.

—¿Dónde está Lexa? —preguntó.

Gustus miró de nuevo hacia la ciudad condenada, dejando brotar las lágrimas.

—No está —susurró.

Un eón iluminado por la luna ardía dentro de ella.

La vida que le había pertenecido antes que esa.

Lexa la recordaba toda. Sabía lo que era navegar por la aterciopelada negrura por encima de aquel plano mortal. Sentarse en un trono de plata, llevando la magya al mundo y la luz a la oscuridad. Ser un niño. Ser un dios. Ser adorado y temido, estar vivo, estar muerto, estar en algún lugar y para siempre entre medias.

Amar y vivir.

Odiar y morir.

La ira hervía en sus venas y crepitaba en los ojos de su padre mientras se precipitaban hacia la tierra, mientras se estrellaban reduciendo las losas a escombras. El impacto hizo estallar mil ventanas por todo el foro, arrancó puertas de sus goznes y tañó las campanas en sus tambaleantes torres. La ciudad que había sido el cuerpo de ambos gemía y sangraba y se quemaba y se ahogaba, y ellos seguían soltándose golpes iracundos, haciendo caso omiso a todo ello. Lexa podía sentir todos los años y los kilómetros y la sangre y lo malo entre ellos. No había agujero en la creación lo bastante profundo para enterrarlo todo. Así que, en vez de eso, lo enterraría a él.

«Padre».

Pero Azgeda estaba a su altura en todo. Era igual de fuerte que ella. Igual de rápido. Igual de certero. La estampó de espaldas contra el Senado, cuyos peldaños estaban pavimentados con los cráneos de las legiones de Nyko Wood. Lexa atravesó el edificio y derribó el cuerpo de un poderoso andador de guerra, un gigante metálico que cayó sobre el Monasterio del Hierro y lo hizo añicos como si fuese cristal. Cayeron columnas de mármol, se resquebrajó la piedra, el relámpago cortó arcos en el firmamento sobre sus cabezas. Sus formas eran negras y colosales, el dios dentro de ellos desbocado, estrangulándose a sí mismo dentro de su propia tumba.

Rompían uno contra el otro como olas en una costa rocosa.

Destrozándose entre ellos y la ciudad que los rodeaba en astillas.

Ella le arañó la cara. Él intentó sacarle los ojos. Ella lo arrojó al cielo.

Él la aplastó contra la tierra. Los edificios se derrumbaron y las catedrales cayeron y las Costillas se desmoronaron, los océanos crecieron y los fuegos refulgieron y por encima de ellos, muy por encima, su Madre se mordía el labio y esperaba que todo lo que había hecho no resultara ser en vano.

Padre e hija. Creación y destrucción. Dos mitades guerreando, por fuera y por dentro. Oscuridad y luz. Silencio y canción. Tierra y firmamento. Sueño y vigilia. Serenidad y furia. Agua y sangre. Lexa no tenía ni idea de qué mitad saldría vencedora.

Deberías haberte unido a mí cuando te lo propuse —siseó él.

Deberías haberme matado cuando tuviste la ocasión —escupió ella en respuesta.

Toparon contra la altísima estatua de Aa, que aún tenía los tres orbes arkímicos encendidos en la mano abierta y su poderosa espada alzada hacia el horizonte. Azgeda contempló la metrópolis destrozada a su alrededor y sonrió negro.

¿Esto es lo que querías, hija?

Todo esto —susurró ella—. Y solo una cosa más, padre. —Las manos de Lexa se cerraron en torno a su garganta, se hundieron en la piel negra—. Que mueras por mí.

Una legión de daimones rasgaba con sus zarpas el aire en torno a ellos, alas oscuras que aullaban con la ira de un huracán. Él la envió volando de un golpetazo que retumbó como el trueno, que hizo caer sangre como lluvia.

Tú no puedes matarme —dijo su padre. Sus labios se retorcieron en una chorreante sonrisa—. Tú eres yo.

Las palabras la detuvieron. La golpearon. La sacudieron hasta los huesos. Porque ¿acaso no era cierto? ¿No era esa la mitad que ella había alimentado? ¿La mitad que debía ganar al final? ¿Qué era Lexa Wood sino asesinato y furia? ¿Qué la había sacado de la oscuridad de su pasado? ¿Qué la había sustentado cuando todo lo demás fallaba? ¿Cuántos habían acabado en la tumba por su mano? Soldados y senadores y esclavos. ¿Acaso recordaba sus caras? Ni siquiera había llegado a saber sus nombres. ¿Y cuánto sueño le había quitado hacerlo, en realidad? ¿A cuántas mujeres había dejado viudas? ¿A cuántos niños huérfanos? ¿Se había parado a pensar, aunque fuese un mero instante, en quiénes podrían ser? ¿Los había considerado personas? ¿Con sus esperanzas y sus vidas y sus sueños? ¿O no habían sido más que obstáculos en el camino de sus ambiciones, molestias que quitar de en medio igual que Roan Azgeda había quitado de en medio a Nyko y Anya Wood? Porque al final de todo, si tenía que ser sincera consigo misma, en las largas y silenciosas horas de la nuncanoche sin sus pasajeros, a solas con su corazón, el mayor miedo de Lexa Wood nunca había sido fracasar en su propósito de matar a su padre.

Había sido convertirse en él.

Pero ¿cuántas Lexas más había ayudado a crear? ¿Después de todo ello, de toda la sangre y la muerte?

«¿Cómo puedo odiarlo si soy tan parecida a él?».

Y entonces las vio.

Dos figuras minúsculas, doradas en la oscuridad.

Dos ardientes verdades, brillando en la noche.

Qué pequeñas parecían entre tanto ruido y tanta furia. Aden aferraba la daga de hueso de tumba de Lexa con las dos manos.

Clarke llevaba al niño en brazos, sosteniéndolo con dedos salpicados de negro por su regreso a través de las paredes del abismo. Juntos avanzaban con dificultades entre la iracunda tempestad, un paso tras otro contra el aullante vendaval. No alejándose, sino hacia ella. Bordeando la base de la estatua de Aa, cruzando la piedra quebrada, aproximándose centímetro a centímetro a la espalda de su padre.

Su hermano y su chica.

Su sangre y su amada.

«La diferencia entre él y yo».

Lexa clavó sus ojos negros en su padre. Azgeda tenía detrás la estatua de Aquel que Todo lo Ve, la espada blanca y resplandeciente en su mano. La oscuridad se estremeció en torno a ellos. Unas alas negras se desplegaron de la espalda de Lexa. Recordó lo que era navegar por la oscuridad encima del mundo. Las ardientes esquirlas se avivaron en su interior, anhelando regresar. Alcanzaba a ver a sus amores, incluso entonces, obligándose a seguir adelante entre la tormenta. El cabello dorado de Clarke agitándose al viento, los ojos de Aden entrecerrados contra la tempestad. La noche llameaba brillante sobre ella, el corazón le dolía por todo lo que iba a dejar atrás. Pero aquello era bueno, comprendió. Era lo correcto. Atrás quedarían las cenizas de una república. Una ciudad de puentes y huesos yacería en el fondo del mar por sus actos.

Era mejor final que el de la mayoría.

Separó los brazos a los lados, como para abrazarlo.

Él se preparó para recibir su ataque.

Buenas noches, padre —dijo ella.

Y en brazos de Clarke, Aden dio una estocada. Un pinchacito, en realidad. Una aguja en el talón de un titán. Pero sumado a todo lo demás que pudiera ser, la daga era de hueso de tumba. Creada a partir de un cadáver que se había precipitado a la tierra un milenio antes, aún imbuida de algún diminuto fragmento del poder del dios al que había pertenecido. Y al final, ¿qué puede hacerte un corte más profundo que tú mismo?

La hoja se hundió a través de las sombras.

Fluyó sangre negra.

Azgeda chilló.

Con los brazos abiertos de par en par, Lexa colisionó contra él. Lo empujó de espaldas contra la hoja extendida de Aquel que Todo lo Ve. La espada que empuñaba la estatua perforó el pecho de él, salió atravesando la espalda de ella, blanca y resplandeciente mientras un relámpago lamía el cielo. La isla tembló y la tierra se abrió por debajo de ellos. Rugieron negros vientos y restalló el trueno y ella alzó las manos y le asió la cara, lo obligó a ensartarse más en la espada mientras sus pulgares encontraban los ojos de su enemigo. Apretó y apretó, dos estallidos de negro, agónicos gemidos que burbujearon en la aulladora noche. Las esquirlas fulguraron al rojo blanco dentro de ella, todo el mundo se vino abajo a su alrededor y una voz ensordecedora chilló en su interior:

Los muchos fueron uno.

LOS MUCHOS FUERON UNO.

Lexa notó que el suelo se desmoronaba bajo sus pies. Al otro lado aguardaba la cálida infinidad. Nacimiento y muerte. Día y noche.

Aplastándolo con las manos, envolviéndolo con los brazos, dándole un beso de despedida. Una oleada en avalancha, más profunda que los océanos, que la negrura entre los soles, que toda la oscuridad al final de toda luz. Todas las piezas de su interior prendieron en llama, mil millones de diminutos puntitos de luz, una totalidad hecha añicos que empezaba entonces de nuevo.

Eran todo.

Eran nada.

Final.

Principio.

Un universo en torno a ellos, cálido y rojo y con apenas medio palmo de amplitud. Una oscura presión rodeándolos por todas partes, expulsándolos, invitándolos. Una fuerza tirando de ellos desde la ingravidez, abajo, abajo hacia una tierra que debe, al final, reclamarnos a todos. La fuente abandonada, el calor amniótico dejado atrás. Aire frío en piel ensangrentada, ruidos demasiado nítidos y reales, ojos nuevos cerrados con fuerza contra un brillo espantoso, la violencia de su pasar a ser. Una amputación, arrancándolos de su núcleo, aislándolos de todo lo que habían conocido y dejándolos solos, iluminados, vivos.

Un aullido derramándose de sus gargantas vírgenes.

¿Y luego?

Y luego, el refugio de fuertes brazos. La blandura de un pecho tibio. El perfecto gozo del beso de ella en su frente febril y la promesa de que todo saldría bien al final.

¿Madre? —llamaron.

Te quiero, hijo mío.

Los muchos fueron uno.

Ardiendo en los ojos del sol.

Iniciando de nuevo lo que se deshizo.

Los muchos fueron uno.

LOS MUCHOS

SON

UNO.