¡Hola a todos! ¿Qué tal estáis? 😊 Perdonadme, me he retrasado más de lo que pretendía en traeros este nuevo capítulo 🙈. La vida real me ha tenido algo ocupada y me ha costado sacar tiempo para sentarme a repasar todo con tranquilidad. ¡Pero aquí estoy de nuevo! 😅
Lo primero de todo GRACIAS, GRACIAS Y GRACIAS por el recibimiento del anterior capítulo *llora fuertemente* 😭. En serio, tenía muchas ganas de traerlo, pero también estaba muy nerviosa, y vuestra reacción ha sido preciosa. AY, OS ADORO. 😍😍 Mil gracias como siempre a todos por leer, por dejar comentario, o por hacerme saber de una manera u otra que la historia os está gustando. ¡Sois un amor! 😍
Permitidme dedicarle este capítulo a MmaryJoD porque me ha arrancado una lagrimita con su comentario ja, ja, ja y quiero alegrarle un poco el corazón, ¡un besito, reina, y mil gracias por todo! 😍😘
Recomendación musical: "Only One" de Yellowcard
Y, ahora sí, ¡a leer!
CAPÍTULO 41
Guiverno de Wye
—Harry Potter...
La voz sonó grave, sombría, y todavía dentro de su mente. Harry supo entonces lo que era quedarse sin habla. No era la primera vez que veía un dragón... pero como si lo fuera.
Ron y él habían traspasado la abertura con las varitas iluminadas en alto, dispuestos a defenderse en caso de que fuese necesario. Y casi las habían dejado caer de la impresión. Se encontraban en una gigantesca gruta de piedra negra, con rocas de diferentes tamaños dispersas por el lugar y largas estalactitas goteantes por doquier. Harry nunca había estado en un lugar tan enorme, e intuía que ni siquiera lo estaba viendo en su totalidad. Era asimétrico, como si fuesen cavernas que se habían ido construyendo una junto a la otra progresivamente. La luz de sus varitas solo iluminaba la zona más cercana, pero lo que estaba viendo ya parecía tener tres veces el tamaño del Gran Comedor. Y se sintió diminuto en todos los sentidos. ¿Ese lugar había estado siempre bajo el castillo?
Un lago subterráneo se había apoderado de parte de la gruta, perdiéndose a su derecha. No permitiéndoles alcanzar a ver el final. Harry estaba seguro de que habían descendido varios kilómetros para llegar allí. Debían estar por debajo del Lago Negro.
Pero esa laguna no era lo más grande que había allí abajo.
Estaba a seis metros de ellos, y la luz de las varitas apenas alcanzaba a iluminarlo totalmente. Lo primero que vieron fue su lomo, cubierto de enormes y brillantes escamas que relucían color cobrizo. Una enorme ala de murciélago cubriendo parte de su costado, moviéndose al ritmo de su respiración. Demostrando la viveza de la criatura. El lomo continuaba con una prolongada cola, que formaba una curva junto a su flanco, tan gruesa que calculaban que les llegaría por la cintura. Parecía tan larga como alguna de las mesas del Gran Comedor. O incluso más. Una hilera de fuertes pinchos de casi cincuenta centímetros de longitud, inclinados en dirección al final de la cola, recorrían su superficie.
Harry sintió que la respiración se le cortaba. Toda la valentía y seguridad que le había dado el haber descubierto por fin la localización de la criatura se esfumó. Eso había sido la parte sencilla.
Ahora lo tenían delante. Y se estaba moviendo.
Con el sonido de una mole rozando la piedra, haciendo que el suelo vibrase ligeramente, y que algo de gravilla cayese del techo, Guiverno de Wye se irguió con parsimonia, desenredando su cuerpo. La cola se apartó a un lado, y también su ala, quedando fuera de su vista. Se estaba girando para quedar de cara a ellos. El movimiento hizo que notasen una oleada de viento en el rostro, a pesar de su lentitud.
Su largo cuello, y su gigantesca cabeza, de seis metros de largo, quedaron a la luz. Su piel era irregular, escamosa, dura y seca como la de un cocodrilo. Su morro alargado, con algunas púas asomando en su barbilla, y sobre su cabeza. Creando una extraña armonía con su aspecto de reptil. Una apariencia casi aerodinámica. Sus narinas anormalmente grandes se ampliaron de forma fugaz, como si los estuviera olfateando. Sus ojos eran gigantescos, aunque pequeños en comparación con su cabeza. Y blancos como la leche.
Era ciego.
Harry sintió que Ron se pegaba a su hombro. Temblando. Pero no retrocedió. Él, desde luego, estaba completamente clavado en su lugar, e imaginó que su amigo también.
—Harry Potter... —aquella áspera y profunda voz retumbó en su cabeza. Pero la boca del dragón no se abrió en absoluto—. Por fin nos encontramos...
Ahora generaba frases completas y juiciosas. Era como si la comunicación entre ellos se hubiera restablecido por fin. Los kilómetros de distancia que los separaban parecían haberla dificultado todo ese tiempo.
—¿Cómo sabes quién soy? —se atrevió a protestar Harry en voz alta. Sorprendiéndose de tener voz. Y de haber sido capaz de ser rudo con un maldito dragón de veinte metros. Ron, a su lado, se sobresaltó.
—¿Te está hablando? —le preguntó en voz baja, mirándolo de reojo con una mezcla de alarma y pánico.
—¿Tú sigues sin oírlo? —murmuró Harry, algo desconcertado. Pero suponía que tenía sentido. El dragón no había abierto la boca. Se comunicaba por medio de la mente.
—Para nada, te lo aseguro —farfulló Ron. De reojo, vio que estaba más pálido de lo que Harry lo había visto en toda su vida. Podía contarle sin problemas, una a una, todas las pecas de la cara. Y él no se sentía mucho mejor. Estaba sudando frío.
—Eres famoso, Harry Potter, incluso entre las criaturas mágicas milenarias como yo —respondió Guiverno de Wye, con calma, de nuevo en su cabeza—. Tu historia se ha filtrado a través de los muros de este castillo hasta llegar a mí...
—¿Eres… ciego? —preguntó, solo por asegurarse. Viendo cómo ese tercer párpado, apenas una membrana translúcida propia de los reptiles, cubría y descubría sus ojos desde el lateral cuando pestañeó.
—La falta de luz me ha hecho perder por completo la vista...
—¿Y por qué solo yo puedo oírte? —añadió, con voz ronca. Tenía la boca terriblemente seca. Alcanzaba a ver una de las patas del dragón, y era cómo tres veces más alta que él, y cinco veces más gruesa. La luz que emitía la varita de Ron temblaba bruscamente contra la piel del dragón—. ¿Cómo puedo… entenderte?
—Porque estoy hablando en pársel. En tu mente. Mediante un arte conocido como "Legeremancia".
—¿En pársel? —consiguió repetir Harry, después de sentir que su mandíbula caía por su propio peso debido a la sorpresa. Ron lo miró de reojo de nuevo, luciendo igual de sorprendido—. Eso no es posible. Es la lengua de las serpientes. Y tú no eres una…
—¿Ah, no?
Harry enmudeció, tragando saliva. Consiguiendo reprimirse y no seguir discutiendo con un maldito dragón. Pársel. No tenía sentido. Era un dragón. No era una serpiente… Pero tampoco lo había sido el basilisco. Al menos no por completo.
Recordó entonces los apuntes que acababa de leer en la biblioteca. Los apuntes de Hermione. «Derivado del griego "víbora" o "serpiente"». Realmente había algo de serpiente en un dragón; igual que lo había en el basilisco, un ser nacido de un huevo de gallina e incubado por un sapo.
—Por eso solo te has comunicado conmigo todo este tiempo —dijo Harry en voz baja, casi para sí mismo—. Porque solo yo entiendo pársel en este lugar…
—Puedo utilizar la Legeremancia para hablar a quien quiera. Pero los demás no escucharían nada que pudieran entender —corroboró el dragón.
En ese momento, Ron dejó caer la varita al suelo y se llevó ambas manos a la cabeza con un fuerte grito. Harry se volvió bruscamente hacia él.
—¿Estás bien? —exclamó, aterrado, sujetándolo del brazo.
—Ha entrado en mi cabeza —balbuceó Ron, con los ojos desorbitados, aún sin soltarse la cabeza—. Lo he oído... Un… un siseo horrible… Como los que pronunciaste tú en segundo año… No me lo esperaba.
Harry no insistió. Miró a su amigo con aprensión durante unos segundos. Era la primera vez que alguien se metía en la mente de Ron, y además para hablarle en un idioma desconocido para él; la experiencia para el chico debía de haber sido horrible. Harry, tristemente, ya comenzaba a acostumbrarse a ello.
Sin soltarle el hombro, se volvió hacia el dragón de nuevo. Con expresión dura.
—Deja a Ron, no tienes por qué demostrar nada. Entendemos lo que es el pársel. Y, mejor, dinos, ¿cómo has llegado hasta aquí? —preguntó con frialdad. Dejando de pronto su miedo a un lado, sintiendo temblar de dolor a su mejor amigo junto a él.
—Yo siempre he estado aquí.
—¿Siempre has estado aquí? —repitió Harry en voz alta, para que Ron también se enterase de la conversación. El joven pelirrojo poco a poco volvía a regular su respiración, pero seguía teniendo los ojos abiertos como platos por la impresión. Logró recuperar su varita con un movimiento vacilante—. ¿Cómo es eso posible?
—He estado aquí abajo desde el comienzo de todo. Los cuatro fundadores del colegio me atraparon cuando aquel necio caballero intentó asesinarme sin éxito, y me encerraron aquí. No le dijeron a nadie lo que habían hecho conmigo. Hicieron correr el rumor de que me había matado. Todo el mundo mágico cree que estoy muerto.
Entonces volvió a girarse sobre sí mismo, y el suelo tembló de nuevo. Harry y Ron se sujetaron el uno al otro por inercia al ver que esa vez el temblor era mayor. La superficie del lago se alteró. Se oyó un fuerte tintineo, metal contra roca.
Y entonces lo vieron. Al moverse, Guiverno de Wye había dejado al descubierto una de sus patas traseras, la cual estaba rodeada por una gruesa argolla de hierro. Una cadena salía de la anilla y se perdía en la oscuridad, seguramente llegando hasta a la pared para sujetarse allí.
Guiverno de Wye estaba preso.
—¿Está atrapado? —preguntó Ron, perplejo, observando la sólida argolla. Enfocando la luz hacia ella.
—Dice que los fundadores lo atraparon y lo encerraron aquí —murmuró Harry apresuradamente, y volvió a dirigirse al dragón—: ¿Y por qué te encerraron? ¿Por qué no acabaron contigo si esa era su intención, si estabas aterrorizando Inglaterra?
—Porque no podían matarme. Nadie puede matarme. Ningún mago puede hacerlo. No tenéis poder suficiente.
—No pudieron matarte… y su solución fue encerrarte aquí —volvió a repetir la idea, esta vez sin aliento. Ron pareció capaz de desmayarse. Se sujetó a Harry, y jadeó.
—¿Los fundadores no pudieron matarlo? —repitió también en un susurro quejumbroso, al oído de Harry. Este negó, con un nudo en la garganta. Miró al dragón de nuevo, que había vuelto a girar el cuello en su dirección, para mirarlos con aquellos ojos velados.
—¿Vas a hacernos daño? —preguntó Harry con tono firme. Sin estar seguro de si deseaba escuchar la respuesta. Apretó con más fuerza su varita, localizando la entrada a la cueva a sus espaldas, preparándose para correr de ser necesario.
—No tengo intención de hacerlo.
—¿Por qué no? —insistió, frunciendo el ceño. Sintió que Ron, a su lado, recuperaba el aliento—. ¿Por qué has acudido a mí? ¿Qué quieres de mí? Me has pedido ayuda durante meses, de forma muy vaga e imprecisa…
—Porque, efectivamente, necesito que me ayudes. La transmisión no era la mejor debido a la distancia. No podía comunicarme de forma más clara. Demasiadas barreras, sólidas y mágicas, se interponían entre nosotros.
—¿Y cómo sabes que yo no intentaré matarte?
Entonces el dragón se rio. Y fue un sonido violento, salvaje, tan sonoro que Harry se llevó las manos a la cabeza, creyendo desmayarse. Con el corazón galopando. Ron tuvo que sujetarlo, a pesar de no entender lo que sucedía.
—Eres un hombre gracioso, Harry Potter. Alguien como tú no puede acabar conmigo. Eres poderoso, más que muchos otros, y lo has demostrado logrando encontrarme. Pero ni por asomo lo suficiente. Ningún mago lo es. Sé que no vas a intentarlo siquiera.
—Entonces, dime, ¿qué quieres de mí? —insistió Harry, en voz más baja—. ¿Qué podría hacer yo por ti?
Los ojos albinos del dragón se posaron en él, y lo miraron sin verlo durante unos segundos. El vello de Harry se erizó por completo.
—Liberarme.
Hermione se despertó de golpe, como si le hubieran gritado al oído. Abriendo los ojos al instante. Pero tuvo que pestañear para mantenerlos abiertos, quitándose el letargo con dificultad. Los párpados le pesaban. Asimiló con lentitud lo que había ante ella. Suelo de madera. Una viga horizontal. Y penumbra. Aunque había algo de luz. Una luz blanquecina. Podía ver motas de polvo frente a su nariz, flotando en el aire. Estaba tumbada de costado, ahora lo notaba. Sobre una superficie dura, pero suave. Una tela. Una túnica. Negra. Supuso que llevaba mucho rato en esa postura. El hombro le dolía con intensidad, e intuyó que eso era lo que la había despertado. Estaba desnuda. La piel de sus manos se sentía gélida, también de su nuca, y de su hombro superior. Y de uno de sus pies. El resto estaba cubierto por más tela. Pero estaba desnuda.
Y estaba sola.
Se incorporó de golpe, con tanta brusquedad que el espeso cabello le tapó el rostro durante un instante. Se lo apartó con torpeza, intentando ver en derredor. La tela que la cubría resbaló por su cuerpo y no se molestó en sujetarla. Todo estaba dándole vueltas.
Estaba sola. Y seguía en el interior de las gradas.
Draco se había ido.
Hermione no pudo moverse. Se sentía suspendida en la noche, sentada a solas, rodeada de madera. Sintiendo el peso de la realidad aplastarla. Él se había ido. Sus dedos, temblorosos, cogieron la túnica que estaba sobre su cuerpo. Tenía el escudo de Slytherin bordado a la altura del pecho. Y las solapas de color verde. No recordaba haberse cubierto con la túnica de Draco. No recordaba haberse quedado dormida. ¿Se había dormido en sus brazos? ¿Y no lo recordaba? Se cubrió la boca con la palma de la mano. Los ojos desorbitados. Sentía que se había saltado unas horas esenciales de su vida. Como si se hubiera quedado dormida y no hubiera asistido a un examen importante. Miró alrededor con más detenimiento. La luz de la luna se colaba por la estructura, entre las vigas y el hierro, iluminándolo a duras penas.
La luna...
Medianoche.
Giró la muñeca en la que tenía el reloj de pulsera con tanta brusquedad que casi se hizo daño. Al instante dejó escapar un gemido de alivio que casi fue un sollozo, cubriéndose la cara con las manos.
Las once y veintitrés.
Tratando de respirar para reprimir un nuevo sollozo, se destapó el cuerpo. Sintiendo el pánico y la urgencia apoderarse de sus nervios, comenzó a buscar sus ropas a su alrededor. Las encontró. Solo las suyas. Las pertenencias de Draco no estaban. Únicamente había dejado su túnica de Slytherin, cubriendo su desnudez del frío de la noche... O eso creyó, hasta que vio algo más. Se quedó sin respiración. Detuvo todos sus movimientos. El Mapa del Merodeador estaba a su lado, cuidadosamente doblado.
Hermione gateó hasta él, con su camisa aferrada en las manos. La madera del suelo rozó contra sus rodillas desnudas de forma desagradable. Sintió una aguda y súbita punzada en su vientre, entre sus piernas, que le arrancó un estremecimiento y un mohín. Algo confusa, permitiéndose retrasarse un segundo, apretó esa musculatura. Con cautela. Obteniendo un nuevo pinchazo, incómodo, como si el tejido estuviese dolorido. Pero no tenía tiempo de pensar en eso. Cogiendo aire, desplegó el mapa para examinarlo, con sus manos tiritando bruscamente por el cambio de temperatura. Estaba en blanco.
Palpó la túnica que había estado bajo su cuerpo, con desesperación. ¿Y su varita? Recordó entonces que la habían usado para iluminar el lugar, en medio de la situación vivida minutos atrás. Palpando el suelo con urgencia, la localizó, ahora apagada. Quizá Draco la había apagado para ayudarla a dormir. No lo sabía. Y no tenía fuerzas para pensarlo. Prácticamente apuñaló el pergamino con la punta.
—Juro solemnemente que mis intenciones no son buenas —susurró, mirándolo fijamente.
Y todo se materializó, progresivamente. Líneas y líneas de tinta, creando distintas figuras en la añeja superficie. Ojeó los terrenos con rapidez, sabiendo lo que buscaba, pero no queriendo arriesgarse. No tenía tiempo de ir en una dirección equivocada. Efectivamente, lo encontró donde esperaba. Al lado del Sauce Boxeador, el cartelito de Draco Malfoy se movía lentamente, siguiendo los círculos que el chico realizaba en la realidad. Paseando impaciente, dando vueltas, a la espera.
«Maldito seas…»
Hermione apretó los dientes, con manos temblorosas. De rabia. Se vistió sin apenas poner atención en lo que hacía, y salió disparada por el agujero de entrada, esquivando vigas de madera. El Mapa del Merodeador lo puso a buen recaudo en un bolsillo de su túnica.
La negra túnica de la Casa Slytherin quedó olvidada, arrugada, en aquel recóndito rincón bajo las gradas.
Los ojos grises de Draco se iluminaban esporádicamente, reflejando las luces procedentes de la lejanía. Se movían con rapidez en sus cuencas, revelando su frenesí. Pero su cuerpo estaba paralizado.
Los anteriores minutos los había dedicado a dar vueltas en círculos cerca del Sauce Boxeador, sin perder de vista la entrada. Incapaz de pensar. Haciendo un esfuerzo por endurecer su corazón. Aunque no sabía cómo. Pero a partir de ese día no podía permitirse sentir. Se había colocado su sobria túnica negra, marca personal de los mortífagos, pero no se había cubierto aún con la capucha. Ese ya sería el broche final para dejarlo todo atrás. Y aún no podía.
La luz de la luna, en fase de cuarto creciente, iluminaba los terrenos, aunque de forma muy tenue. Apenas se veía nada. Era noche cerrada. Y nunca lo había asustado tanto la oscuridad. Pero las súbitas luces en la lejanía lo habían asustado más todavía.
Al principio no entendió lo que veía. Lo fue asimilando poco a poco, con incredulidad. Con una espeluznante suposición. Hizo un cálculo rápido, recordando cómo se veía el paisaje a la luz del día. Estimando la distancia. Qué había allí, entre las montañas.
Luchó por agudizar su vista, intentando adivinar con más fidelidad lo que estaba sucediendo. Pero no había demasiado espacio para las dudas. Podía ver las llamas. Explosiones que iluminaban la noche, que parecían diminutas en la distancia. Luces de hechizos. A varios kilómetros, en medio de la densa oscuridad.
Hogsmeade estaba ardiendo.
Era incapaz de dar un solo paso. Estaba completamente clavado en el suelo, con la mirada fija en el horizonte. No oía el susurro del viento. No podía hacer otra cosa que mirar las lejanas llamas. Asimilando que no podía hacer nada. Los mortífagos estaban atacando Hogsmeade. Y eso no era lo que se suponía que tenía que suceder.
Unos rápidos pasos sobre la hojarasca tras él rompieron el silencio. Y el zumbido de su cerebro. Haciendo un terrible esfuerzo, despegó los ojos de la lejana luz del fuego. Sin saber a esas alturas qué esperar, qué había tras él. Quién era. Pero con una terrible, terrible, sospecha.
Giró sobre sí mismo. Y sintió que se le helaba la sangre. Granger corría a toda velocidad hacia él, sorteando hierba y rocas. La luna iluminando su camino a duras penas, haciendo brillar la piel de sus piernas desnudas bajo la falda. Hubiera reconocido su contorno en cualquier oscuridad.
—No… —jadeó Draco, para sí mismo. Sin aliento. Sin poder procesarlo—. ¿Qué haces aquí? —preguntó en voz más alta, sus ojos crispándose mientras la contemplaba acercarse. Sin poder hacer nada por remediarlo. Solo alcanzando a gritar—: ¡¿Qué cojones haces aquí?! ¡Están a punto de llegar!
Hermione no respondió. Se sujetó a sus brazos cuando llegó junto a él, para no perder el equilibrio al detenerse de golpe. Pero ni siquiera lo miró. Lo hizo girar para quedar parada a su lado, volviendo el rostro en dirección a la lejanía. A aquella pira en la que se había convertido el pueblo de Hogsmeade.
—¿Qué es eso? —susurró. Respiraba con fuerza por la boca por la carrera hasta allí—. ¿Qué está pasando?
—Hogsmeade —murmuró Draco, mirando en la misma dirección que ella. Sosteniéndola de los codos—. Están luchando. No debería ser así, se suponía que se colarían allí sin ser vistos. No deberían haber encontrado resistencia. No sé qué ha pasado…
Hermione cerró los ojos con fuerza y crispó el rostro en una mueca desesperada. Sus labios se fruncieron con angustia. Giró la cabeza, para mirar al frente, al cuerpo de Draco. Asimilando que las cosas podían empeorar. Ya no solo iban a morir personas en Hogwarts. Hogsmeade ya estaba sufriendo la victoria de Lord Voldemort.
Alzó la mirada, buscando el rostro del chico. Seguía vuelto en dirección al incendio. Sus ojos claros reluciendo. Titilando con la lejana luz. Su expresión, adusta. Pero Hermione podía ver la tormenta bajo ella. Su pecho subir y bajar visiblemente.
Hermione elevó una mano y le sostuvo la mejilla con ella. Tiró de él, obligándolo a dejar de mirar la lejanía. A fijar sus ojos en los suyos. Logró que la enfocase, que se centrase en ella. Que olvidase aquel nuevo horror.
La chica tragó saliva, y le dedicó la mirada más severa que pudo esbozar. Sin soltar su rostro, como si temiese que volviese a intentar mirar hacia la distancia.
—Te has ido. Te has ido sin decirme nada —sentenció ella, con abierta acusación. Sus ojos eran la segunda hoguera que brillaba en la noche—. ¿Cómo te has atrevido?
Los párpados de Draco temblaron de puro coraje. Apretó los dientes con fuerza. Recordando entonces que estaba furioso con ella por haber aparecido allí. Nunca, nunca, actuaba como él imploraba que lo hiciera. ¿De verdad no podía imaginarse lo mucho que le había costado separarse de su piel, levantarse y dejarla allí, irse sin decir ni una palabra, pensando que esa sería la última vez que la viese?
Draco expulsó aire por la nariz, en forma de irritado resoplido, y apartó el rostro a un lado. Mirando la nada. La oscuridad de los terrenos.
—¿Cómo iba a…? —intentó articular, dándose cuenta de que había empezado a hablar sin ninguna idea coherente de por medio. Trató de ordenar sus pensamientos, de darle una única respuesta—. No sabía qué decirte —terminó siseando, con tono seco.
Hermione siguió mirándolo con la misma expresión. Inflexible. Bajó la mano y se sujetó con ambas a sus brazos.
—¿Y no se te ocurrió que yo sí tenía cosas que decirte? —protestó, con fiereza. Con la emoción afectando su voz.
Draco la contempló de nuevo, todavía con rabia. Pero perdiendo contra la mirada de ella. Contra sus palabras. Contra sus manos aferrando sus brazos, por encima de su túnica de mortífago. Estaba hartándose de mentalizarse una y otra vez de verla por última vez, creer lograrlo, sobrevivir a ello, y volver a tenerla delante. Obligándolo a redoblar sus esfuerzos, diciéndose que esa era la definitiva. Sin serlo nunca. Pero esta vez lo era. Los mortífagos estaban a las puertas del castillo.
Apretó los dientes en un último intento por no sentir cómo la derrota lo superaba. Dejó caer el rostro hasta que pudo apoyarse en la frente de la chica, cerrando los ojos. Ella también los cerró, apretando los dedos alrededor de sus brazos. Sintiendo su frente contra la suya. Su respiración golpeando su piel. Solo tenían unos minutos.
—¿Estás bien? —murmuró el chico contra su mejilla. Hermione dejó escapar un instantáneo jadeo entrecortado. Casi un sollozo incrédulo. Dejó caer el rostro, apoyando su frente en la mandíbula de él. Sus dedos se clavaron en la tela de sus mangas.
—¿Cómo voy a estar bien…? —farfulló, enfadada, con voz tomada. Casi desesperada ante semejante pregunta, que se le antojó tan estúpida. ¿Cómo iba a estar bien si estaba a punto de perderlo? Pero él negó con la cabeza. Todavía la sujetaba de los codos, con fuerza, como si tuviera miedo de que desapareciese antes de tiempo.
—No. Digo si tú… Si te encuentras bien. Por lo que hemos hecho antes —articuló. Con tono eficazmente sereno. Pero una torpeza a la hora de expresarse que Hermione tardó en entender.
Y entonces cayó en la cuenta de a qué se refería. Sus ojos se abrieron al mismo tiempo que su boca. Con una suave exhalación, sus labios se estiraron en una lenta sonrisa, mirando su garganta. ¿De verdad era eso lo que le preocupaba? ¿Hogsmeade ardiendo a pocos kilómetros, una apocalíptica e ineludible guerra a la vuelta de la esquina, y le preguntaba eso?
No pudo poner nombre a lo que sintió por él en ese momento.
—Sí —aseguró finalmente, ahora con suavidad. Volvió a cerrar los ojos—. Claro que estoy bien.
—¿Segura? —añadió aun así él, en un murmullo brusco. Como si no se creyese una palabra suya a esas alturas—. ¿Te duele algo, o…?
Hermione negó con la cabeza de forma casi perezosa.
—Estoy bien —mintió ella de nuevo, con serenidad. En un suspiro—. ¿Y tú?
Él se limitó a asentir una vez con la cabeza. Se separó de su rostro, para poder mirarla a los ojos. Soltó uno de sus codos y apoyó la palma en el lateral de su cuello, abarcando también su mejilla. Las yemas de sus dedos se clavaron en su nuca, para que le prestase atención.
—No pueden tardar mucho en venir —recordó Draco, en voz baja. Recuperando un tono áspero—. No pueden verte aquí. No deberías estar aquí. Tienes que irte de inmediato.
Hermione apretó los dientes. Conteniendo todo lo que se le venía encima. Horas atrás había tomado muchas decisiones… pero tenerlo delante, sabiendo que era la última vez, la superaba. No era capaz de hacerse a la idea. No quería perderlo.
Sus ojos se desviaron hacia Hogsmeade, ardiendo en la distancia. Todavía se veían luces de hechizos. Todavía tenían tiempo, los mortífagos aun estaban luchando allí.
—No te vayas —susurró, casi para sí misma, todavía mirando el pueblo—. Quédate aquí. Por favor —lo miró de nuevo. La expresión de él era exasperadamente impasible—. Dumbledore puede protegerte. Voldemort no te pondrá las manos encima, no llegará a registrar tu mente. No me encontrará. No te vayas…
Draco se limitó a mirarla, a escrutar sus ojos. Pensando en lo patéticamente irónica que era la vida. Hermione Granger pidiéndole que se quedase a su lado. Y él queriendo hacerlo.
Luchar al lado de Lord Voldemort. Ayudarle a limpiar el mundo mágico de la presencia de los muggles. Recuperar unas costumbres, una vida, en las cuales los magos eran una prioridad. Privilegiados. Casarse, si algún día la guerra terminaba y tenía oportunidad, con una mujer pura de sangre. Perpetuar la pureza de su estirpe. Cumplir sus obligaciones como sangre limpia. Tener un lugar de honor junto al Señor Oscuro en su nuevo imperio. Sus padres estarían orgullosos. Sus padres tendrían también una vida de lujos y comodidades. De prestigio y autoridad.
Quedarse al lado de Granger. Elegir el camino difícil, en el que todo a su alrededor cambiaría. Y el que más miedo daba. Ser protegido por aquellos que juró destruir. Ser un fugitivo. Quizá para siempre. No poder estar con ella, a pesar de todo. Porque ellos no podían estar juntos. Por razones que iban más allá de Lord Voldemort. Condenar a muerte a su madre y a cadena perpetua a su padre. Y al padre de Theodore.
También lo liberarían si lo de esa noche salía bien, estaba seguro. Recordó el brillo en los ojos de su mejor amigo cuando fue consciente de ello, al mencionarlo Draco en aquel baño de las mazmorras, minutos después de poner al corriente a los mortífagos de cómo entrar en el castillo…
—Tengo que hacer esto —terminó murmurando. Sin apenas mover los labios. Casi en trance. La opción segura.
Las manos de Hermione temblaron en su agarre. Su boca se crispó.
—No —farfulló, endureciendo su voz—. Puedes elegir. Podemos solucionarlo todo. Aún podemos pensar en otra salida.
—Granger… —masculló él, con voz cargada de exasperación.
—Quizá lo de Hogsmeade cambie algo. Quizá todo salga mal y no consigan llegar hasta aquí. Podrías quedarte —insistió ella. Su respiración se aceleró. Necesitando pelear por él una última vez—. No tiene que acabar así. Hogwarts no puede…
—Granger… —repitió Draco, con más firmeza. Afianzando su mano en el lateral de su rostro. Pero ella seguía jadeando. Sus ojos estaban cargados de determinación. De miedo. De la necesidad de actuar. De luchar hasta el último minuto.
—Si no les abres el sauce —interrumpió Hermione, alzando la voz. Lo señaló con un firme dedo, detrás de ella—, todavía tendremos unos minutos...
—Grang…
—Dumbledore podría proteger a tu mad…
—¡Hermione!—la frenó entonces él, subiendo el tono de voz. Retumbando en la noche. Y solo el sonido de su nombre de pila abandonando esos labios, con esa firmeza, pudo hacerla enmudecer. Draco le aferró el rostro con ambas manos, obligándola a mirarlo. A tranquilizarse. Ella le devolvió la mirada, peleando por respirar. Temblando. De rabia. De impotencia.
Hermione cerró los ojos. Rindiéndose. Sintió que su cuello perdía fuerza. Dejó caer la cabeza. Él se la sostuvo. Se sujetó a los antebrazos del chico. Una respiración. Dos respiraciones. Volvió a enderezarse para mirarlo. Sus ojos brillaban.
—Por favor, prométeme una cosa... —pidió Hermione, en voz baja. Pero mucho más sosegada. Draco, en cambio, se apresuró a negar decidido con la cabeza. Con los labios apretados. Al parecer a sabiendas de lo que ella quería.
—No —escupió, con inesperada irritación—. Basta. No me hagas esto.
—¿Qué? —susurró la chica, confundida.
—No puedo —replicó él con fuerza, curiosamente ofendido—. Así que no me lo pidas. No voy a prometerte que volveremos a vernos —especificó, al ver que ella lo seguía mirando con duda—. Que estaremos juntos. Que tu situación, o la mía, se pueden cambiar. No voy a mentirte en algo así solo porque nos estamos despidiendo. Y no voy a prometerte que no voy a hacer lo que me ordenen. Lo que sea. Que voy a mantenerme al margen y que no voy a cometer atrocidades. Que no voy a matar personas. Es una guerra. No puedo prometerte… nada.
Ahora era Hermione la que sacudía la cabeza, sin dejar de mirarlo a los ojos. Inmutable ante sus palabras. Sus pulgares frotaron los antebrazos del chico. Indicándole que todo eso estaba de más. Que ya lo sabía.
—No es nada de eso —murmuró Hermione, serena—. Solo… necesito que me prometas que vas a estar bien. Todo lo bien que puedas en medio de esta maldita guerra que se avecina. Que te mantendrás con vida. Te parecerá absurdo, pero es lo único que quiero. Puedo no volver a verte, no me importa —afianzó el agarre alrededor de sus antebrazos alzados, demostrando que mentía—, pero solo teniendo la certeza de que eres capaz de sobrevivir. Acabo de entregar Hogwarts a Voldemort para mantenerte con vida, así que más te vale vivir, Draco Malfoy —recorrió el rostro del chico con la mirada mientras hablaba—. No dejes que nadie te mate. O te juro por lo más sagrado que iré al infierno a buscarte.
Draco apenas se dio cuenta de que había dejado de hablar. Su voz seguía retumbando en su cabeza. Le costaba entender del todo lo que escuchaba. Que ella quisiese eso para él. Que, a pesar de todo lo que había hecho, lo que le había hecho a ella, siguiera preocupada por su seguridad.
Parpadeó. Intentó volver a ella, a la realidad. Haciendo un esfuerzo sobrehumano por no pensar. Miró ese rostro, sin apenas ser capaz de recordar a esas alturas lo que era sentir odio o repugnancia hacia ella. Era consciente de haberlo sentido en algún momento, de haberlo manifestado, pero lo evocaba como si hubiera sido una vida pasada.
Y ahora ella estaba allí. Pidiéndole que se cuidase por encima de todo. Resignándose a verlo marchar, a separarse para siempre. A romper un vínculo que jamás creyeron que podrían desarrollar. Un lugar en sus vidas que nunca pensaron que el otro podría ocupar. A dejar de dar a la persona que tenían delante una importancia que había ido adquiriendo sin siquiera planearlo. No habían planeado nada de eso. Pero era posible. Ahí estaban. Y la parte más malcriada de Draco nunca creyó que tendría que renunciar a algo que lo hacía sentir tan bien. Y todavía estaba aprendiendo a gestionarlo, conteniendo las ganas de patalear como un crío y culpar a todo el mundo menos a sí mismo.
Ojalá pudiera decirle todo eso. Si había un momento, era ese. Pero intuía que sus ojos estaban siendo más francos y translúcidos de lo que él podría ser con palabras. Ella siempre podía leer su mirada. Aceptando los sentimientos que veía en sus ojos y que él nunca pronunciaba en voz alta. Facilitándole las cosas aunque no tenía por qué.
—Ni siquiera te dejarían cruzar el recibidor del infierno, Granger —murmuró finalmente, todavía perdido en su mirada. No podía prometerle lo que quería. Y esperaba que lo entendiese.
Los labios de Hermione temblaron en un amago de sonrisa. Quería llorar. Necesitaba llorar. Pero su exigencia hacia sí misma ganó a esa necesidad. Draco iba directo a una guerra inminente. A primera línea de batalla. Estaba en el círculo más cercano a Voldemort. Iba a tener que luchar. Necesitaba decirle algo más, y no quería hacerlo entre sollozos. Y sus manos todavía estaban sobre su rostro. Todavía estaba con ella. Podría romperse después.
—Eres muy competente en duelo —dijo Hermione entonces, con tono más práctico y apresurado. Intentando decir todo lo posible antes de no poder más. Recordando todo lo que Harry le enseñó durante su etapa en el Ejército de Dumbledore—. Partes con esa ventaja, pero no es suficiente. Necesitas más reflejos. Un duelo a muerte requiere no pensar. Actuar. De forma automática. Practica, todo lo que puedas. La velocidad, y la técnica. Aprende hechizos que se ejecuten de forma rápida. Hay libros de duelo que… —enmudeció, sintiéndose de pronto ridícula. Él se limitaba a mirarla. Mudo. Dejándola decir lo que quisiera. Hermione cerró los ojos, mordiéndose el labio—. Da igual. Olvídalo. Por favor, solo... cuídate.
Su voz se rompió. Y no estuvo segura si fue por ella misma o porque de pronto los dedos de Draco se estaban hincando en su nuca. Tirando de ella hasta obligarla a hundirse en su pecho. Soltó su rostro para poder rodear sus hombros con los brazos. Hermione logró envolver los suyos alrededor de sus costados. Pasando sus manos por la solidez de su espalda. Intentando memorizar cómo se sentía. Dónde estaba su cintura, y sus hombros. La dureza de sus omoplatos. Oprimiendo el rostro contra su túnica, dándole igual no poder respirar.
—Más te vale huir de todo esto o te juro que volveré del infierno solo para sacarte —pronunció Draco entonces cerca de su oído. Con tal aplomo, que Hermione estuvo segura de que decía la verdad.
Ella cerró los ojos con fuerza. Dejando que las lágrimas mordiesen sus pestañas. Y supo que nunca se sentiría tan protegida en brazos de nadie como se sentía en ese momento, envuelta en el cuerpo de un Draco Malfoy vestido con la túnica de un mortífago.
Pero el tiempo jugaba en su contra.
Vio el brillo. Vio la luz verde tras sus párpados cerrados. Los abrió, y elevó un poco el rostro, alcanzando a ver por encima del hombro del chico. Y el mundo volvió a girar más rápido que ellos.
—¡Draco! —exclamó, sin aliento.
El chico aflojó el abrazo, sobresaltado por su tono. Se separó de ella para mirarla a los ojos. Lo primero que vio fueron los regueros de lágrimas que se distinguían en su piel. Lo segundo, el rictus de alarma en su expresión, contemplando el cielo tras él. Lo tercero, el brillo verdoso que teñía su piel, y un reflejo del mismo color en sus cristalinos ojos.
Draco giró la cabeza y alzó la mirada. El impactante color esmeralda relucía con fuerza en el cielo nocturno, opacando los rayos de una luna que nada podía hacer contra la magia negra. Una enorme calavera, con una serpiente que salía por su boca, decoraba el cielo, por encima de Hogsmeade. Al parecer los mortífagos ya no se molestaban en ocultar su presencia, tan seguros estaban de sí mismos. O lo veían absurdo, después del revuelo organizado en el pueblo.
En cualquier caso, la Marca Tenebrosa se apoderó de la noche, iluminando los jardines con su tétrica luz verdosa. Poniendo fin a la cuenta atrás. Draco miró hacia el pueblo. Ya no se veía la luz de los hechizos, solo la titilante iluminación del fuego.
Se volvió hacia la chica con la urgencia plasmada en el rostro.
—Vienen hacia aquí. Tienes que irte. Ahora. Vuelve al campo de Quidditch, no te encontrarán allí. Ocúltate bajo las gradas, y vete de aquí cuando las cosas se calmen —sus ojos estaban clavados en los suyos, como si buscase el más mínimo reparo en ellos. Como si la retase a protestar—. Tus amigos se las apañarán sin ti. No te necesitan, tienen a Dumbledore. Dame tu palabra de que lo harás.
Hermione titubeó un breve instante. Y después asintió con la cabeza. Fingiéndose dolidamente resignada. Pero sin ninguna intención de obedecerle.
Echó un rápido vistazo al Sauce Boxeador, meciéndose suavemente en el viento nocturno. Algunas de sus ramas se movían con pereza, sin tener a nadie cerca a quien atacar. Todavía no se escuchaba nada. Ninguna voz pidiendo que detuvieran las violentas ramas para poder pasar. Volvió a mirar al chico. Todo iba a salir bien. Iba a introducirlos en el castillo. Confiarían en él. Estaría a salvo. Tenía razón, ella tenía que irse. Lo peor que podría pasar sería que la encontrasen allí con él. Eso lo pondría todo en peligro.
Hermione, con expresión decidida, alzó sus manos por encima de los hombros de él y cogió la negra capucha del chico. Él parpadeó, confuso ante su súbito gesto, pero no dejó de mirar sus ojos. Hermione le colocó ella misma la capucha sobre la cabeza, creando sombras en sus rasgos. Se sujetó a los lados de su rostro, se puso de puntillas y presionó su frente contra la suya. Con fuerza. Apretando los párpados todo lo que pudo. Sintió que Draco bajaba más el rostro, pegando su mejilla a la suya. Sus labios se acercaron. Hermione, por precaución, se desplazó en otra dirección unos centímetros.
—No me beses… —suplicó. En un murmullo casi inaudible—. Por favor, no me beses.
Y Draco no lo hizo. Tampoco pensaba hacerlo. No si pretendía irse.
Hermione dejó de aferrar su rostro y buscó sus manos, caídas a los lados de su cuerpo. Las apretó. Entrelazando sus dedos. Frotando su piel con fuerza, sin ningún cuidado, casi con ansiedad. La última vez que iban a tocarse.
—Vete —ordenó Draco, en un estable murmullo. Sin soltar sus manos, las introdujo entre sus cuerpos y las utilizó para empujarla suavemente desde el abdomen. Alejándola de él.
La chica retrocedió un par de pasos. Lo miró a los ojos. Plomizos bajo la capucha. Se soltó de una de sus manos pero mantuvo la otra. A pesar de sus palabras, los dedos de él aprisionaban los suyos. Permitiendo a su buen juicio tomar el control de sus pies, ella retrocedió un poco más y sintió que su mano resbalaba de la suya. Sintió el pulgar del chico arrastrarse una última vez por el dorso de sus dedos. Apretando con mucha fuerza. Se soltaron.
Hermione se giró, tomando una bocanada de aire cuando le dio la espalda. Echó a correr. Con los dedos entumecidos. Notando todavía el agarre del chico en ellos. Y se asustó al darse cuenta de que su último contacto visual directo había sido tan breve que no era capaz de recordarlo con nitidez.
En la habitación de los chicos de séptimo curso, en la Torre de Gryffindor, los atronadores ronquidos de Neville se vieron súbitamente interrumpidos. El chico emitió un gruñido residual, y después un gemido somnoliento. Sus compañeros también se removieron en sus camas. Se escuchaba algo. Un ruido extraño, continuo, que los había despertado a todos.
Seamus emitió un bufido y se quitó la manta de la cabeza, escrutando la oscuridad.
—¿Qué es eso? —preguntó, con voz pastosa. Dean se movió en la cama de al lado, pero no se levantó.
—No sé, pero que pare ya. Quiero dormir.
—¿Qué hacéis? ¿De dónde viene? —insistió Seamus, atontado, incorporándose al ver que el sonido continuaba. Neville se irguió también, muy despeinado.
—No soy yo...
—Dean, joder, ¿tienes hambre o qué? —farfulló Seamus, con tono perezosamente burlón. El aludido emitió un reproche incrédulo contra las mantas.
—¿Cómo va a ser mi estómago, imbécil?
—Viene de tu cama. ¿Qué tienes ahí? —la aletargada voz del chico sonó divertida. Dean se quitó la almohada de debajo de la cabeza y se la arrojó a su amigo.
—¡Que yo no soy!
—Harry y Ron no están —dijo entonces Neville, sonando más despejado.
—¿Qué? —saltó Dean, saliendo de debajo de las mantas por fin. Alcanzó su varita y encendió el candil de su mesilla. Los tres miraron las camas vacías de sus compañeros—. Anda, es verdad…
—¿A dónde habrán ido? —se preguntó Neville, inquieto, sacando las piernas fuera de la cama—. ¿Los visteis anoche?
—No lo sé, me dormí temprano —admitió Dean, bostezando. Se frotó los ojos—. Los exámenes y tal… No puedo creer que, para un día que podemos dormir, pase esto.
—Bueno, ¿pero de dónde viene ese ruido? —insistió Seamus, destapándose también.
—¿No viene de…? —Neville salió de la cama del todo y se acercó, descalzo, con pasos torpes, a la cama de al lado—. Sí, aquí se oye más. Viene de las cosas de Harry. Es un zumbido.
—¿Harry tiene algo que vibra? —bromeó Seamus, más despejado, todavía en su cama. Se rio con ganas e hizo sonreír a Dean—. Quién lo diría...
Neville acercó el oído al colchón, a la mesilla, y terminó deteniéndose junto al baúl, a los pies de la cama. Levantó la tapa, pero entonces miró a sus otros compañeros con la duda reflejada en el rostro.
—¿No pasa nada si...?
—¡Qué va a pasar, hombre! —se quejó Seamus. Bajó de su cama y se acercó. Apartó a Neville de un empujoncito y se inclinó él sobre el baúl—. Hay algo que se mueve aquí dentro y hace ruido, tendremos que pararlo...
—¿Dónde se habrán metido? —insistió Dean, mirando las camas vacías y hechas—. Si les pillan por ahí a estas horas se les caerá el pelo… ¿Bajo a ver si están en la Sala Común?
—No hace falta, mira, es esto lo que hace ruido... ¡Ay, mierda!
Seamus sacó un pequeño objeto que se encontraba envuelto en un viejo calcetín y lo colocó sobre la mesilla rápidamente. Era una pequeña peonza de cristal que, ahora que la habían sacado de su precario envoltorio de lana, giraba a toda velocidad y emitía estridentes ruidos. Neville se llevó las manos a los oídos.
—¿Qué diantres es eso? —chilló por encima del ruido.
—¡Un chivatoscopio! —respondió Seamus, también en voz más alta de lo normal. Dean le indicó con un gesto que no había oído nada, y su amigo se lo repitió.
—¿Y cómo se para? —cuestionó Dean entonces, a voz en grito—. ¡Va a despertar a toda la torre!
—¡No lo sé! ¡Se supone que gira y chilla cuando hay algún peligro! —explicó Seamus.
—¿Algún peligro? —saltó Neville, inquieto.
Dean sacudió la cabeza, para después imitar a Neville y taparse los oídos con dos dedos.
—¡Debe haberse estropeado! ¡Guárdalo otra vez!
Seamus lo hizo, envolviéndolo en el calcetín a toda prisa. Lo metió en el fondo del baúl, debajo de la ropa de su compañero, y cerró la tapa como si encerrase a un animal salvaje. Se seguía oyendo un leve zumbido, el mismo que los había despertado. Quizá algo más amortiguado.
Miró a los demás, intentando disimular su preocupación. El silencio que se apoderó de la habitación fue algo tenso.
—Mañana, cuando veamos a Harry, le diremos que se le ha roto —sentenció Seamus, con falsa seguridad.
—¿Seguro que está… roto? —murmuró Neville. Con los hombros rígidos. Y su redondo rostro contraído de inquietud.
—Claro que lo está. No hay otra explicación —murmuró Dean, encogiéndose de hombros—. No hay ningún peligro por aquí cerca. Aparte de los resultados de los exámenes, claro.
Hermione se coló a toda prisa por la puerta que había tras los invernaderos, y se aseguró de dejarla abierta tras ella. Corrió como no recordaba haber corrido nunca por los fríos y desiertos pasillos de piedra sin ventanas. Sin pararse a respirar. Su mente zumbaba. Tenía demasiado en lo que pensar como para que la tristeza la invadiese. Notaba su respiración entrecortada de angustia, pero eso era todo. No tenía tiempo. Tenía mucho que hacer.
Empujó una puerta con el hombro y llegó al Vestíbulo. Desierto, como era de esperar. Iluminado solo por la luz de la luna que se colaba por algunas ventanas altas. Todos los alumnos estaban dormidos. Y los mortífagos llegarían en cuestión de minutos. Los atraparían a todos, demasiado aturdidos y adormilados para defenderse. Pillados totalmente por sorpresa. Sería una masacre.
Ahora Draco estaba a salvo. Y ella tenía que salvar Hogwarts. O al mayor número de personas que pudiese. Jamás se perdonaría no hacer hasta lo último que estuviese en su mano.
Lo sucedido en Hogsmeade, y la presencia de la Marca Tenebrosa, irónicamente, lo facilitaron todo. Una pizca de buena suerte dentro de esa pesadilla. Era la excusa que necesitaba para alertar de que los mortífagos iban a llegar. Podía haberlo visto con sus propios ojos. Nadie tenía por qué saber que Draco estaba detrás.
Ante ella, las puertas del Gran Comedor, cerradas a esas horas. A su derecha, las imponentes puertas de entrada, con los enormes engranajes que correspondían a los cerrojos, activados. A su izquierda estaba la Gran Escalera. Y, bajo esta, una discreta puerta. El despacho de Filch. Y una luz amarillenta se colaba por las rendijas. Todavía estaba haciendo su ronda por el castillo antes de acostarse.
Caminó a zancadas hacia allí, jadeando, y sacó su varita mientras lo hacía. Vaciló un instante, acelerada. Cada segundo apremiaba, y precisamente por eso necesitaba hacer las cosas bien. El despacho de la profesora McGonagall se encontraba en la primera planta. Era el más cercano.
—¡Expecto Patronum! —exclamó, agitando su varita. La luz blanca salió de la punta, tomando forma, creando una flexible y adorable nutria blanca que nadó a su alrededor, en el aire—. Profesora, los mortífagos están en los terrenos. Han atacado Hogsmeade. Hay que evacuar a todos de inmediato.
Cuando la nutria se alejó a toda velocidad, iluminando la Gran Escalera a su paso, Hermione ya estaba abriendo de un tirón la desapercibida puerta de madera que había en un lateral de ésta.
—¡SEÑOR FILCH! —gritó, entrando en el despacho. El enclenque conserje soltó un ruidoso ronquido y elevó el cuello de golpe. Se había quedado dormido en su silla, con la cabeza colgando de forma incómoda. La señora Norris, en un rincón, maulló fuertemente y erizó el pelo de la espalda.
—¿Cómo te atreves, mocosa...? —comenzó el adormilado hombre, con voz pastosa y ojos fieros, rodeados de arrugas. Enfocándola con dificultad.
—¡Mortífagos! —aulló Hermione por encima de la jadeante y temblorosa voz del viejo squib—. ¡Han conjurado la Marca Tenebrosa en Hogsmeade! ¡Vienen hacia aquí! ¡Hay que despertarlos a todos!
—¿Liberarte? —repitió Harry, con un hilo de voz. Sus palabras reverberaron suavemente en la gigantesca gruta. Ron, a su lado, tenía la boca entreabierta.
—Sí, liberarme —corroboró Guiverno de Wye, con su profunda voz, en la mente de Harry.
—¿Por qué? —balbuceó el joven Potter. Desconcertado. Con la mente a toda máquina—. ¿Por qué habríamos de hacer algo así?
—Porque mi presencia aquí ya no es un secreto. Hay alguien más además de vosotros dos que sabe que estoy aquí abajo. Hace meses que sé que me busca, por eso intentaba comunicarme contigo y atraerte hasta aquí. Pero estabas demasiado lejos como para que mi comunicación fuese clara…
Harry no estaba seguro de entender la situación. Se frotó la frente distraídamente. La cabeza comenzaba a dolerle de nuevo, seguramente debido a llevar tanto tiempo comunicándose mentalmente con el dragón. Comenzaba a sentir su mente nubosa, y le costaba concentrarse en la conversación.
—Bueno, ¿y eso qué más da, en realidad? —cuestionó con algo de brusquedad—. No tienes de qué preocuparte. Si dices que ningún mago puede matarte...
—No tengo miedo de que ese mago me mate. No temo a la muerte. Lo que ocurrirá si no me liberáis es que me encontrará, y me usará para hacer cosas espantosas, cosas que no podéis ni imaginar.
—Eso no sucederá —protestó Harry, frunciendo el ceño. Impaciente—. Nadie más sabe cómo llegar aquí abajo. Sin tus indicaciones, nosotros jamás lo hubiéramos conseguido. No hay forma de que ese mago llegue hasta ti.
El dragón rio de forma condescendiente. Casi perezosa. Y, aunque su arisca voz sonó anormalmente suave, al chico no le gustó ni un pelo escucharlo reír así.
—No tienes ni idea, Harry Potter. No entiendes de lo que es capaz. Y tú, antes que cualquier otro, deberías entenderlo.
—¿Y eso qué significa? —masculló Harry, comenzando a molestarse. Volvió a frotarse la frente con el dorso de la mano. El flequillo le molestaba en la piel.
—¿Se te ocurre qué mago sería capaz de algo tan poderoso como es encontrar un dragón oculto durante milenios, atraparlo, y usarlo para cometer atrocidades? —preguntó Guiverno de Wye, en un susurro demasiado apacible como para ser normal en alguien de su tamaño—. ¿Conoces a alguien capaz de controlar criaturas mágicas milenarias?
Harry lo contempló, estático. Se perdió en esos ojos vacíos, blancos, sin vida. De pronto, como si fuese una secuencia de una película antigua, una imagen fugaz se coló en su mente, distorsionando levemente el rostro del dragón y sustituyéndolo por otro muy parecido: unos ojos amarillos, una cara similar, unos largos colmillos, un siseo aterrador, una serpiente gigantesca, el rey de las serpientes… Cuando lo comprendió, cuando su mente asimiló lo que el dragón quería decirle, el terror ascendió por su espalda, erizando su piel a su paso. Sintió que necesitaba sujetarse a algo.
Era imposible.
—¿Voldemort? —susurró, sin aliento. Ron se estremeció ante la mención del mago tenebroso y miró a su amigo con incredulidad.
—¿Qué? —jadeó, ansioso.
—Voldemort pretende encontrar al dragón y utilizarlo para… no lo sé, conquistar el mundo mágico, supongo —resumió Harry, negando al mismo tiempo con la cabeza—. ¡Pero eso no va a pasar! —exclamó después, dirigiéndose a Guiverno de Wye de nuevo—. ¡Voldemort jamás conseguirá entrar en Hogwarts! ¡Estás a salvo aquí! ¡Es el único lugar en el que estarás a salvo!
La despectiva risa del dragón inundó su mente por tercera vez. Y Harry sintió un nuevo tipo de terror invadirlo. Sintiendo que no estaba preparado para lo que se avecinaba.
—Él ya está aquí, Harry Potter.
Harry, que volvía a llevarse la mano a la frente, se detuvo en medio del movimiento.
—¿Qué? —logró articular, casi sin voz.
—El Señor Tenebroso está entrando en los terrenos del castillo en este mismo instante. Y ya no podéis detenerlo. Ha ganado. Lo único que podéis hacer ahora, para evitar mayores daños, es liberarme y alejarme de él...
—¡RON! —exclamó Harry entonces, llevándose una mano a la frente. Ahora lo comprendía. Lo que llevaba doliéndole un buen rato no era la cabeza, sino su vieja cicatriz en forma de rayo. El mismo dolor punzante que siempre le indicaba que Voldemort estaba cerca.
—¿Harry? —farfulló su amigo, totalmente desorientado. Y asustado.
—¡Voldemort está aquí! —estalló Harry, frenético, girándose hacia él. Apoyó las yemas de sus dedos sobre su cicatriz, como si así pudiese contener algo. Retrasar la presencia del mago tenebroso—. ¡Está en el castillo! ¡Hay que subir, ahora mismo!
—¡¿Qué?! —se alarmó Ron, tieso como una estaca. Paralizado en su lugar—. Espera… ¿Qué? ¿Cómo…?
—¡No lo sé, pero hay que subir! ¡Hay que ayudar! ¡YA! —bramó Harry, tirando del brazo de su amigo hacia la salida.
Pero un potente rugido resonó en la cueva, haciendo gritar a ambos amigos de pura impresión. Se cubrieron los oídos y se encogieron, mientras gravilla se desprendía del techo y caía a su alrededor. La boca del dragón se había abierto para emitir tan terrible sonido. La cavidad era negra como la brea, así como su estrecha lengua. Las membranas que tenía a ambos lados de la boca, y que parecían poner un límite a la apertura de sus mandíbulas, vibraron con las ondas de sonido. Sus dientes eran abundantes, cortos, pero afilados como espadas, junto con cuatro enormes colmillos capaces de perforar incluso la piel de otro dragón.
—¡No vas a ir a ningún sitio, Harry Potter! —rugió Guiverno de Wye en su cabeza. Haciendo aullar al muchacho de nuevo, de pura impresión. Sentía que su cráneo iba a quebrarse desde dentro si seguía gritando así—. ¡Tienes que liberarme! ¡Si no lo haces, será el fin de todo!
Harry lo contempló, jadeando. Mareado. Demasiado acelerado para pensar. ¿Cómo sabía que no era una trampa? ¿Cómo sabía que todo lo que Guiverno le había contado no era una mentira? ¿Y si lo que quería, precisamente, era unirse a Voldemort? ¿Cómo podía tomar una decisión tan importante en tan poco tiempo?
—¿Qué pasa? —exclamó Ron, al ver a Harry paralizado en su lugar—. ¿Qué te dice? —al no obtener respuesta por parte de su amigo, tiró de la manga de su túnica—. ¡Venga, vámonos!
—Yo... —balbuceó Harry, atropelladamente, todavía mirando a la criatura—. Dice que tengo que liberarlo…
—¡Eso puede esperar! —gritó Ron, con los ojos muy abiertos, ahora cogiéndolo él del brazo—. ¡Si de verdad El-Que-No-Debe-Ser-Nombrado está aquí tenemos cosas más importantes! ¡Hay que subir ya! ¡Deja al dragón! ¡Ya nos ocuparemos más tarde de él!
—¡En manos del Señor Oscuro puedo hacer más daño del que puedes imaginar! ¡Libérame para que pueda irme! —gritó de nuevo el dragón—. ¡Viene a por mí!
De pronto, una lejana explosión dejó a todos los integrantes de la cueva en silencio. Como si un árbol hubiera caído al fondo de un precipicio, reverberando el eco durante largos segundos. Piedrillas procedentes del techo cayeron a su alrededor. Y ahora el dragón no se había movido. Ron ahogó un gemido desesperado.
—¡Harry, subamos! —Volvió a tirar de su túnica—. ¡Tenemos que buscar a Hermione…!
—¡Harry Potter! ¡Debes liberarme!
—¡… y a Ginny! ¡Pueden hacerles daño!
—¡No queda tiempo!
—¡HARRY!
Pero el joven Potter ya había oído suficiente. Se soltó de Ron de un empujón, sin mirarlo, y alzó la varita, apuntando con ella al dragón. La voz de éste dejó de oírse de golpe dentro de su cabeza. Un momento después, Harry bajó la varita y apuntó a la gigantesca cadena que colgaba del grillete que rodeaba su pata.
—¡BOMBARDA MÁXIMA! —gritó con decisión.
La cadena explotó, iluminando fugazmente la cueva, y se partió entre dos gruesas argollas con un sonoro tintineo. Parte se mantuvo colgando del cepo que todavía rodeaba la pata del dragón, pero no importaba.
Era libre.
Un nuevo bramido retumbó en la caverna. Guiverno de Wye se enderezó cuan alto era, sosteniéndose en sus patas traseras, hasta casi rozar el techo con su enorme cabeza. Desplegó sus alas, en toda su extensión, a ambos lados de su cuerpo. Levantando una fuerte corriente de aire que tiró al suelo a Harry y Ron. Rodaron sin control hasta detenerse cerca de la entrada, cubiertos de tierra.
El sonido que emitió para celebrar su libertad parecía no tener fin. Los dos chicos se vieron obligados a cubrirse las orejas con los brazos, desesperados, todavía tumbados en el suelo. Después, el dragón volvió a dejar caer su peso sobre sus patas delanteras. Haciendo retumbar el piso, y que los pequeños cuerpos de Harry y Ron rebotasen como las piedras que los rodeaban, como muñecos de trapo. Alzaron la cabeza a tiempo de ver cómo Guiverno de Wye giraba sobre sí mismo, dándoles la espalda, y avanzaba con sorprendente velocidad para su enorme envergadura en dirección al fondo de la cueva. Hacia el lago subterráneo. Dando un extrañamente elegante salto, se metió de cabeza al lago, perdiéndose de vista en medio de una colosal ola que no los alcanzó por apenas unos metros. Una lluvia de gotas dulces mojó sus rostros y sus ropas.
Cuando las aguas dejaron de agitarse con furia, el silencio reinó en la cueva. Tan denso que estremecía. El dragón había desaparecido dentro del lago. Debía conocer un pasadizo para llegar hasta el exterior, aparentemente buceando.
Harry sintió que Ron aferraba su brazo con urgencia, ambos todavía en el suelo.
—Harry... ¡Vamos!
Los alumnos que corrían por el pasillo de la cuarta planta se detuvieron de súbito, aterrorizados al ver estallar un espejo que decoraba la pared. Los más cercanos se apartaron a toda prisa, evitando los trozos de vidrio. Varios levantaron sus varitas, listos para pelear. Pero las volvieron a bajar al instante al ver aparecer a un jadeante Harry Potter por un pasadizo secreto.
El joven salió de entre los restos del espejo, resbalándose con los fragmentos, y miró alrededor, asimilando la frenética situación. La cicatriz comenzó a arderle con más intensidad y se obligó a ignorarla. El pasillo estaba atestado de alumnos en pijamas de todos los colores. Algunos se habían detenido a mirar lo que sucedía en el espejo, confundidos. Otros seguían corriendo en una misma dirección.
—¿Qué está pasando? —preguntó Harry al instante, sin aliento, a un muchacho rubio que estaba plantado ante él—. ¿A dónde vais?
—Están evacuando el castillo —dijo el joven, con voz aflautada por los nervios. A juzgar por su aspecto, parecía de quinto año—. Por las chimeneas. Han abierto la Red Flu. Vamos a la Sala Común de Ravenclaw.
—¿Por qué? —preguntó Ron, que había salido del espejo tras Harry. Se apoyó en la pared a recobrar la compostura. Las piernas le temblaban por la apresurada caminata, escaleras arriba, que habían tenido que realizar para volver a subir. El chico rubio lo miró con desasosiego.
—Están diciendo que Quien-Ya-Sabéis está en la escuela —reveló, con voz temblorosa. A su alrededor la gente seguía corriendo, y parecía estar deseando unirse a ellos—. No sé si es verdad. Pero Slughorn nos ha dicho que subamos de inmediato.
—No, digo, ¿por qué vais a Ravenclaw? —protestó Ron, frunciendo el ceño—. Te conozco, eres un Hufflepuff. ¿Por qué no usas vuestra chimenea?
—Dicen que los mortífagos están en el Vestíbulo —dijo una chica pelirroja que pasaba en ese momento a su lado y que los había escuchado, deteniéndose lo justo para hablar—. Parece que están intentando llegar primero a las Salas Comunes más cercanas. Y esas son Slytherin y Hufflepuff. Los profesores les han cerrado el paso, pero no dará tiempo a evacuar a todos los alumnos antes de que los mortífagos lleguen a ellas. Slughorn nos está sacando en grupos y nos ha dicho que subamos por los pasadizos interiores.
—¿Se sabe ya algo de los Slytherins? —preguntó otro joven de cabello rizado. Estaba parado junto al espejo, varita en mano, pero ya sin apuntar ni a Harry ni a Ron tras haberlos reconocido como alumnos—. He oído decir a Sprout que no sabían cómo sacarlos. Que los mortífagos los tenían rodeados. Están evacuando a todos los que pueden por su chimenea, y se planteaban cerrar y atrancar la Sala Común.
—¿Con ellos dentro? Eso es una locura —protestó Harry, incrédulo. Echó a andar por el pasillo a toda velocidad, seguido de Ron. Los alumnos con los que estaban hablando también los siguieron, aliviados de ponerse por fin en movimiento—. Tienen que sacarlos como sea. Si los encierran dentro, se los entregan en bandeja a Voldemort. Los mortífagos encontrarán la manera de entrar…
—Han empezado a sacarlos también —dijo otro chico, más alto, que los alcanzó a grandes zancadas. Parecía algo más sereno que el resto, y también llevaba su varita en la mano—. He visto a dos de segundo año. Solo están encargándose de ellos Snape y Slughorn, y creo que no dan abasto. Los están subiendo en grupos grandes por el pasadizo que hay detrás del tapiz del pasillo de Pociones. Ese está libre de mortífagos, de momento.
—Snape —murmuró Harry a su vez. Entre dientes—. Snape tenía que saber que esto iba a pasar, estoy seguro…
—¿Alguien ha visto a Hermione Granger? —preguntó Ron por su parte, acelerando el paso con urgencia—. ¿Y a Ginny Weasley? ¿De Gryffindor?
Miró a su alrededor, escudriñando los rostros que lo rodeaban. Muchos negaron con la cabeza, apurados.
—No, lo siento, no las conozco… —murmuró una chica, cuando Ron hizo contacto visual con ella. Harry avanzó más deprisa, con los latidos de su corazón sofocándolo. Hermione… Conociéndola, estaría buscándolos. O luchando junto a los profesores. Sin ellos. Sintió el agobio crecer en su garganta; la impotencia de no estar ayudando a su amiga, abrumándolo. El inevitable pensamiento de que podía estar en problemas. Pero no ganaba nada pensando así. Dejándose llevar por el pánico. Seguro que estaba bien. La encontrarían de forma inminente. Nunca se separarían.
Llegaron a unas amplias escaleras perpendiculares a su pasillo, que subían desde la tercera planta, y por las cuales decenas de alumnos ascendían al trote. Con diversas expresiones cargadas de ansiedad, tropezando unos con otros. Se escuchaban gritos y voces diversas. Los alumnos que iban junto a Harry y Ron abandonaron su compañía y se unieron a la masa. Sin unirse todavía a ellos, Harry se estiró e intentó buscar algún rostro conocido desde su posición. Una inconfundible cabellera castaña. Una larga melena pelirroja enmarcando cientos de pecas…
—¡Seamus! —escuchó que pronunciaba una voz que surgía desde la marea de estudiantes, entre los diversos gritos. Una voz que le resultó familiar—. ¡Seamus!
Harry alargó más el cuello con urgencia, intentando ubicar a su dueño. Ron, más alto que él, tiró de pronto de su manga, con los ojos fijos en algo.
—Es Dean —musitó Ron, por encima del murmullo de voces, intentando hacer contacto visual con su compañero—. Y también Neville… ¡Eh! —gritó, agitando su largo brazo hacia la parte baja de la escalera—. ¡CHICOS!
Harry dejó escapar un jadeo, aliviado. Constató que estaban efectivamente vivos cuando Neville salió de entre la multitud hasta plantarse delante de ellos.
—¡Ron! —exclamó, con alivio, esbozando una angustiada sonrisa—. Harry —respiró después, al verlo a su lado. Les puso una mano en el hombro a cada uno. Su cabello estaba revuelto, apuntando en todas direcciones. Su rostro redondeado, cubierto de sudor—. Gracias a Merlín que estáis bien… ¡Dean, aquí! —gritó por encima del hombro, casi sin aliento, buscando a su otro compañero. Pero éste ya estaba abriéndose paso a empujones para llegar ante ellos. Su aspecto era similar al de Neville.
—¡Chicos! —exclamó, resollando. También esbozó una rápida sonrisa. Pero sus ojos lucían frenéticos—. ¿De dónde salís? ¿Habéis visto a Seamus?
—No —aseguró Harry, sintiendo un instantáneo nudo en la garganta—. Estábamos… ocupados. ¿Dónde os habéis separado?
—Estábamos en el despacho de la profesora McGonagall —informó Neville con rapidez—. Se estaba utilizando también su chimenea para evacuar, las de las Salas Comunes están saturándose. Estábamos ayudando a los alumnos… pero los mortífagos ya han llegado allí. Hemos huido por los pelos —señaló la multitud que había tras él—. Nos hemos separado entonces. Ha sido caótico…
—Dicen que la chimenea del despacho de Defensa Contra las Artes Oscuras todavía es transitable, pero por poco tiempo más —añadió Dean. Mientras, escrutaba la multitud tras él—. Algunos profesores estaban peleando allí, en la segunda planta. Varios están en el pasillo del despacho del director, y otros al otro lado, frente al despacho del aula de Defensa…
—Íbamos a bajar a ayudar, pero primero queríamos encontrar a Seamus —añadió Neville, asintiendo con la cabeza, mirando fijamente a su preocupado compañero.
Harry también cabeceó de forma afirmativa. Poniendo en su lista de tareas acudir a la segunda planta. Pero intuía que, si los profesores estaban reteniendo a los mortífagos, nadie estaba protegiendo a los alumnos. Cubriendo su trayecto hasta las chimeneas.
—¿Quién está guiando a los alumnos, entonces? ¿Cómo están llegando a las Salas Comunes? Nos han dicho que están evacuando por Gryffindor y Ravenclaw. Que Hufflepuff y Slytherin están al alcance inminente de los mortífagos y no son seguras.
Neville y Dean se miraron. Con un deje de orgullo en sus ojos.
—Hemos intentado reunir al máximo posible de integrantes del Ejército de Dumbledore en el menor tiempo posible —confesó Neville, luciendo tímidamente eufórico. Intentando no sonreír—. Hemos mandado Patronus a todos. Se han dividido los pisos y están dando indicaciones a los alumnos. Susan y Zacharias no han respondido, pero Justin y Hannah han conseguido salir de su Sala Común y creo que están al otro lado de esta planta, guiando a los que suben por el atajo junto a la Biblioteca. Han hablado con Luna para saber cómo entrar en la Sala Común de Ravenclaw.
—Michael Corner no sabemos dónde está —rememoró Dean—. Pero Terry Boot está con los Creevey, se han dividido la quinta planta. Guiando a todos hacia nuestra Sala Común.
—Parvati ha ido a buscar a Padma —añadió Neville, y su voz se quebró ligeramente. Tuvo que tragar saliva para continuar—. No ha respondido el mensaje y se ha… preocupado.
Todos enmudecieron un momento, sin poder mirarse a los ojos. Asimilando tal hecho. La realidad. El peligro irrefutable de la situación. La irremediable posibilidad de que sus amigos y compañeros estuvieran desapareciendo para siempre a su alrededor.
—Lavender había bajado hasta la segunda planta para ver si el otro pasadizo que sube directamente a la sexta está libre de mortífagos —continuó Dean, bajando el tono de voz. Intuyendo que Neville ya no podía hablar. Luchando él por seguir—. Aún no sabemos nada. Espero que esté bien. Seguro que lo está —añadió, con algo más de energía—. Ah, y Ernie estaba intentando abrir la Sala de los Menesteres para ver si hay forma de crear otra salida por ahí.
Harry intentaba escuchar, pero estaba temblando. Luchando por contener la humedad en sus ojos. El Ejército de Dumbledore estaba luchando. No había sido ningún juego de niños. Todos estaban peleando con todo lo que tenían. Y Harry esperaba que tuvieran lo suficiente como para enfrentarse a los seguidores de Lord Voldemort. O la culpa lo devoraría.
Tragó saliva, recomponiéndose. Apretó sus dedos contra su varita con más fuerza. Necesitaba mantener la cabeza fría. Sabía que sus amigos lo estaban mirando esperando por más instrucciones.
Se escucharon ruidos lejanos. Explosiones. Pesados objetos cayendo. Quizá derrumbes. Todos tensaron los hombros, escrutando el aire a su alrededor. Pero provenía de las plantas inferiores.
—De acuerdo. Pero, ¿alguien entiende cómo hemos llegado a este punto? —apremió Harry, apretándose la cicatriz con los dedos. El ardor comenzaba a ser difícil de ignorar—. ¿Cómo han entrado?
—Los profesores nos sacaron de las camas hace como una hora —informó Neville con eficacia, y voz trémula—. Pero nadie sabe nada. Y dicen que el propio Quien-Ya-Sabéis está aquí. Es todo lo que hemos oído. Nosotros solo escuchamos tu…
Pero se interrumpió al sentir un fuerte temblor que sacudió el suelo. Los gritos los rodearon. Se sujetaron unos a otros, intentando mantener la estabilidad. Neville se cayó de culo, y como él muchos otros. Las personas que subían por la escalera perdieron el equilibrio, cayendo unos encima de otros y bloqueando el paso a los que venían detrás.
No sucedió nada más, pero no hizo falta. El pánico aumentó. El volumen de los gritos también. Vieron cómo había personas que parecían estar siendo aplastadas, rescatadas a duras penas por otras, mientras todos intentaban subir lo más rápido posible. Parecía que la lucha entre los profesores y los mortífagos, en las plantas inferiores, era encarnizada.
—¿Dónde está Ginny? —gimió entonces Ron, con expresión descompuesta. Todavía clavándole las uñas a Harry en el antebrazo, donde se había sujetado—. ¿Dónde está mi hermana?
—No la hemos visto —admitió Dean, en voz más baja, tirando de Neville para ayudarlo a levantarse del suelo—. Lo siento… Quizá ya se haya ido por la chimenea de la Sala Común. Los Gryffindor, por simple cercanía, estaban siendo los primeros en ser evacuados.
Harry tuvo que tomar aire para volver a inflar su pecho, para mantenerse enderezado. El esternón le pesaba. Ron gimió con desesperación a su lado y escudriñó a su alrededor. Sus ojos azules reluciendo.
—Jamás se iría sin mí. Sin nosotros…
—¿Y Hermione? —preguntó entonces Harry, logrando reunir el aliento necesario. Con el corazón aporreando sus costillas—. ¿La habéis visto?
—Sí, a ella sí, estaba en la sexta planta —se apresuró a confirmar Neville, asintiendo con la cabeza frenéticamente—. Iba a la entrada del pasadizo que hay junto al baño de los chicos. Para guiar a los alumnos de Slytherin que salían por allí a nuestra Sala Común.
Harry y Ron apenas compartieron una fugaz mirada. Empezaron a subir las escaleras al mismo tiempo, internándose en la muchedumbre, seguidos de Neville y Dean.
Los ojos azules de Albus Dumbledore brillaban intensamente tras las gafas de media luna. Se encontraba de pie, en su despacho, junto a su amplia ventana, escrutando los oscuros jardines. Otro temblor sacudió el suelo, pero apenas se inmutó. La luz de la Marca Tenebrosa, brillando en lo alto, en el cielo, se reflejaba en el cristal de la ventana, en las gafas del viejo director y en sus claros ojos.
Dejó caer los párpados y la cabeza. La mano le temblaba cuando se la llevó a la larga barba y la acarició, abatido y pensativo.
«Lo ha conseguido…»
Una luz blanca surgió de la nada a su espalda. Giró con lentitud y se encontró con un brillante Patronus con forma de gato, con unas marcas similares a unas gafas alrededor de los ojos, sentado sobre la alfombra. El felino abrió la boca y habló con la exaltada voz de Minerva McGonagall:
—¡Albus, están subiendo! ¡Están en la tercera planta! ¡Él está aquí... Lord Voldemort está aquí!
—Gracias por la presentación, Minerva.
Una voz fría y sin vida se elevó desde el umbral de la puerta. De repente estaba abierta de par en par, pero el director no había oído ni un solo crujido de madera. Dumbledore se irguió cuan alto era. Sus facciones se volvieron más serenas, pero sus ojos relampagueaban.
—Buenas noches, Tom. Permíteme decirte que me parece una total cobardía atacarnos de madrugada.
Lord Voldemort entró en la estancia, casi deslizándose, con su larga túnica arrastrándose en el suelo tras él. Atravesó el Patronus de la profesora McGonagall, convirtiéndolo en una frágil nube de humo que lo rodeó y enseguida se extinguió. Tom Ryddle se situó en medio del despacho, sus blancos pies descalzos sobre la suave alfombra.
—¿Te parece el momento apropiado para buenos modales? —se burló, con una sonrisa que convirtió sus labios en apenas una fina línea.
—Siempre he dicho que se puede llegar a cualquier sitio, siempre y cuando se tengan buenos modales. —Dumbledore se giró del todo, encarando a su interlocutor y dando la espalda a la ventana—. Intenté inculcártelo cuando eras un niño, y debo decir que no me agrada del todo el resultado. No has llamado a la puerta antes de presentarte en mi castillo.
Voldemort resopló por la nariz, ensanchando las rendijas que tenía por orificios.
—Te pido disculpas —ironizó en un siseo—. Supongo que la emoción de haber conquistado lo que me pertenece de una vez por todas ha nublado mi buena educación.
El rostro de Dumbledore se endureció. Las sombras cubrieron su expresión, haciendo que las arrugas de su piel pareciesen más profundas. El fénix Fawkes, en su versión de diminuto pajarillo grisáceo, piaba, hundido en las ardientes cenizas.
—Hogwarts no te pertenece. Como tampoco te pertenece la decisión de quién vive o quién muere en este castillo —señaló la ventana—. Acaba con esto, Tom.
Voldemort no alteró su expresión, pero sí comenzó a pasear por el despacho con parsimonia, con las manos a la espalda. No había sacado su varita y Dumbledore tampoco.
—¿No quieres saber cómo he conseguido entrar a pesar de tus extraordinarias protecciones? —cuestionó con ligera sorna, sin dejar de caminar.
—Puestos a querer algo, preferiría que te fueras de aquí sin asesinar a nadie esta noche.
Voldemort chasqueó su afilada lengua.
—Lamentablemente no pienso irme a ninguna parte. Pero puedes quedarte tranquilo, mis mortífagos tienen órdenes estrictas de no matar a nadie. No derramaremos ni una sola gota de sangre mágica hoy, tienes mi palabra. Creía que ya lo sabías, y por eso habías decidido quedarte escondido en tu despacho sin hacer nada, mientras nos acomodábamos aquí...
—Sabes muy bien por qué me he quedado aquí —repuso el anciano, alzando su potente voz. Voldemort dejó escapar una risotada, cruda, sin una pizca de alegría.
—Para hacerme venir hasta ti, entretenerme, y alejarme de tus alumnos. De ellos, y del pequeño Harry Potter. Darles tiempo para huir, ¿a que sí? Qué bien te conozco...
—No vas a tocar ni un solo pelo a Harry —replicó Dumbledore. Su firme tono podía haber intimidado a cualquiera. Pero Lord Voldemort no era cualquiera.
—¿Es amenaza lo que intuyo en tu voz, profesor? Me sorprende. No es tu estilo… Pero, descuida, ya llegaremos a Harry Potter. Antes vas a decirme dónde se encuentra lo que he venido a buscar.
Dumbledore guardó silencio un largo instante.
—¿Dónde se encuentra el qué? —preguntó con voz más serena. Voldemort crispó el rostro como si pretendiese sonreír con condescendencia y tragarse su rabia al mismo tiempo.
—No me sobra el tiempo, Dumbledore —susurró entre dientes. Se pasó su lengua bífida por los finos labios—. Dime dónde está escondido. Sabes bien que he venido a buscarlo.
—Discúlpame, Tom, pero no sé de qué… —repitió Albus, sin inmutarse. Voldemort en cambio detuvo su paseo y lo miró con el rostro tenso de cólera.
—¿Necesitas que rompa mi palabra y asesine uno a uno a los alumnos de esta escuela para refrescarte la memoria? —cuestionó en un susurro, inclinando la cabeza con falsa deferencia. Dumbledore no parpadeó.
—Ubi nulla solanum tuberosum, nullum tuber —pronunció el director con solemnidad. Voldemort entrecerró los ojos.
—¿Qué se supone que significa eso?
—Se podría traducir como: "donde no hay mata, no hay patata". Es un refrán muggle —explicó Albus con ligereza. Le dio la espalda, como si nada, y continuó mirando por la ventana—. No puedes sacar de mí lo que no sé. Y matar a mis alumnos no solucionará eso.
—Permíteme que te corrija, Dumbledore —articuló Voldemort, ahora tieso como una estaca en medio del despacho—. Mis alumnos. El colegio me pertenece ahora. Y tú también.
—Oh, sí, desde luego que lo hago —corroboró Albus sin alterarse. Todavía de espaldas—. Porque me estoy entregando voluntariamente. Te estoy entregando mi vida a cambio de la de mis alumnos y la de Harry Potter. La vida del muchacho que te destruyó no se compara con la mía, ¿verdad? Lo nuestro se remonta a antes de Harry Potter, tu deseo por ser superior a mí lleva años carcomiéndote. Acabar con Harry puede esperar un poco más... Pues aquí me tienes. No pienso huir.
Voldemort se mantuvo en silencio unos segundos. No se movió. Después solo parpadeó.
—Crees saber demasiado, Dumbledore. Siempre cometes el mismo error. No me conoces tanto como crees.
—También sé que no me matarás ahora. No aquí, no así, no desarmado. Sería muy fácil, y llevas mucho tiempo esperando este momento. No vas a malgastar mi vida, asesinándome sin divertirte. ¿Qué tenías pensado para mí, Tom?
La comisura del Señor Tenebroso se crispó en un leve espasmo.
—Elegante y valiente hasta el final, ¿no, Dumbledore? —suspiró muy lentamente—. Patético. ¿Crees acaso que tus inútiles profesores podrán retenernos por mucho tiempo? Para cuando los Aurores del Ministerio vengan a socorreros, Hogwarts ya será mío, y no podrán poner ni un solo pie aquí dentro. Ni siquiera tú puedes negar que he ganado.
—Solo has ganado la primera batalla, Tom —replicó el director, con los ojos fijos de nuevo en la brillante Marca Tenebrosa—. La guerra empieza ahora.
—Y tú no vas a participar en ella. —De pronto, en la mano de Voldemort se materializó su oscura y larga varita. Apuntó con ella a la espalda de Dumbledore—: Despídete de Hogwarts, Albus.
—Tenéis que continuar por ahí —indicó Hermione al primer muchacho del nuevo grupo de alumnos de Slytherin que acababa de atravesar el tapiz. El chico que se plantó ante ella para escucharla con atención era un alumno joven, seguramente de tercer año. Parecía muy asustado, y Hermione no podía culparlo. Le señaló el final del pasillo con un dedo firme—: En esa dirección. Torced a la izquierda y subid unas escaleras. ¿Conocéis el aula de Aritmancia? Está justo al lado, subiendo unos pocos escalones —varios alumnos más estaban saliendo desde detrás del tapiz y también se detuvieron a escuchar—. Es un cuadro enorme con el retrato de una señora muy gorda. Ella os hará señales en cuanto os vea, no tiene pérdida. Debería estar abierto, una chica pelirroja llamada Ginny debería estar en la puerta; pero, si no lo está, la contraseña es "Gobstone". ¿Alguna pregunta?
El joven muchacho de Slytherin negó con la cabeza de forma vigorosa. Varios alumnos más imitaron su gesto. Otros se limitaron a mirarla con recelo y frágil hostilidad. Seguía llegando gente, que se detenía también para escuchar. Hermione les indicó que siguieran al primer joven al que había dado las instrucciones, y a los que habían llegado inmediatamente tras él.
La chica se mantuvo en su lugar, viéndolos alejarse. Unas pocas personas más atravesaron el tapiz, y ella simplemente les indicó que siguiesen al grupo. Contempló su reloj de pulsera. La una y media de la madrugada. Todavía quedaban muchos alumnos. Dudaba que las Casas de Gryffindor y Ravenclaw hubieran sido evacuadas por completo, y a semejante número de alumnos había que añadir a los de Hufflepuff y Slytherin que estaban logrando subir. Estaba habiendo algo de colapso ahora que no podían acceder a las chimeneas de los despachos de los profesores. La Antecámara del Gran Comedor contaba con chimenea, pero también era inalcanzable, estando en el Vestíbulo. Había escuchado que planeaban evacuar a todos los alumnos de Hufflepuff que pudiesen por las chimeneas de las cocinas, pero no sabía si estaba funcionando. Hasta donde sabía, solo contaban con dos chimeneas seguras para evacuar a cientos de alumnos de uno en uno. Y los mortífagos les pisaban los talones, subiendo piso a piso. Con el único obstáculo de una docena de profesores, hábilmente versados en magia. Afortunadamente algunos de los mejores magos de toda Inglaterra.
Se preguntó cómo irían las cosas en los pisos inferiores. No escuchaba nada, en su soledad del pasillo del sexto piso. Eso situaba la batalla entre profesores y mortífagos en, al menos, la tercera planta. Aún les dejaba algo de margen. Pero, ¿cuánto tardarían en llegar hasta las torres? ¿Y si no podían evacuar a todos?
Se había preparado mentalmente para esa posibilidad, más que probable, pero, ahora que estaba viviendo los esfuerzos de todos por sobrevivir, le costaba hacerse a la idea.
Gracias a los cielos, el castillo se había movilizado a toda velocidad. Con sorprendente efectividad. Filch mandó un vertiginoso mensaje desde su chimenea a todos los profesores al mismo tiempo, y, para cuando Hermione y él salieron del despacho, McGonagall ya los esperaba en lo alto de la Gran Escalera, en camisón, varita en mano. Después de eso, todo fue tan caótico que Hermione apenas podría explicarlo con claridad si alguien se lo pedía. Se dividieron el castillo. Despertaron a los alumnos. Bloquearon el paso desde el Vestíbulo para impedir subir a los mortífagos. Movilizaron al Ejército de Dumbledore para coordinar la evacuación. Y no tuvieron tiempo de pensar en nada más que en ser más rápidos que el enemigo.
La luz verdosa de la Marca Tenebrosa se colaba por los ventanales que quedaban a su derecha, atenuada por las antorchas que la rodeaban. Intentó respirar hondo en medio del silencio. Sufría continuos escalofríos ascendentes en la espalda. Ojalá hubiera podido ir a luchar junto a los profesores. Hacer algo más dinámico, para mantener ocupada su cabeza.
Pero no hubiera sido conveniente. Le había prometido a Draco que no volvería al castillo. Que se ocultaría en el campo de Quidditch. No podía verla allí de ninguna manera. Necesitaba mantenerse centrado en su cometido, y Hermione no tenía ninguna intención de ser una distracción.
Cerró los ojos. Aflojando su pecho y permitiéndole temblar en un único sollozo contenido. No podía parar, porque, si paraba, pensaba. Y no podía pensar. Pensar en él con la capucha puesta, junto a otros mortífagos, lanzando hechizos a sus propios profesores… Era un buen duelista. Podría defenderse. Estaría bien. Estaría bien. Siempre estaría bien.
Solo se habían dado un abrazo. No iban a volver a verse, y solo se habían dado un abrazo. Tenía que haberlo abrazado más. Más veces. Con más fuerza.
Intentó coger una bocanada de aire. Horas atrás, antes de la medianoche, también se habían abrazado. Lo había abrazado para quitar esa insoportable mirada que le estaba dirigiendo. Lo había abrazado mientras él se deshacía en lágrimas. Lo había abrazado con el torso desnudo, piel con piel. Lo había abrazado mientras él se estremecía, su cuerpo cubriendo el suyo…
Sus manos, caídas a ambos lados de sus caderas, se apretaron en un espasmo reflejo alrededor de la nada. Él no estaba ahí para sujetarlo. Quería abrazarlo otra vez.
Percibió que el tapiz ante ella volvía a ser retirado y abrió los ojos. Un nuevo grupo de alumnos. Esta vez, una chica iba en primer lugar. Parecía ser solo uno o dos años menor que Hermione. Sus ojos titilaban terror.
Hermione sintió la adrenalina devolverla a la vida otra vez. Parpadeó con rapidez, haciendo desaparecer la neblina.
—Tenéis que ir en esa dirección —indicó, con voz firme, señalando de nuevo al final del pasillo—. Torced a la izquierda y subid unas escaleras. Está justo al lado del aula de Aritmancia, es un...
—¡HERMIONE! —gritó una voz tras ella. La chica se giró en redondo, alerta, elevando su varita en posición de ataque; pero soltó un casi instantáneo gemido de alivio. Harry y Ron corrían hacia ella a toda velocidad desde el fondo del pasillo, rompiendo el viento, con sus túnicas ondulando. Dean y Neville, en pijama, venían tras ellos.
—Chicos… —susurró, sin aliento.
Volvió a girarse hacia los estudiantes y les proporcionó las últimas indicaciones. Para cuando el grupo se alejó corriendo en dirección a la Sala Común de Gryffindor, sus amigos ya habían llegado a su lado. Hermione se vio de pronto aprisionada en brazos de Harry, que la estrechó contra sí con todas sus fuerzas. Lo sintió jadear con fuerza en su oído, sin aliento. Hermione también lo rodeó con sus brazos, con torpeza, con ansiedad, dejando escapar un sollozo contra su cuello.
—Estáis bien —hipó Hermione, rompiendo a temblar—. Estáis bien… —miró por encima del hombro de Harry hasta vislumbrar a Ron, que también se había detenido a su lado. El chico alargó una mano para aferrar su brazo, con los ojos inundados de alivio y ansiedad a partes iguales. Hermione estiró su mano y le devolvió el agarre—. Estáis bien… Por un momento creí que… —pero entonces se separó de Harry y su rostro se tornó iracundo—. ¡¿Dónde diantres estabais?! —exigió con repentina indignación, dándoles un manotazo en el brazo a uno, y luego al otro—. Me teníais preocupadísima…
—Es… largo de explicar —aseguró Harry, tras intercambiar una rápida mirada con Ron. Neville y Dean jadeaban a su lado, sonriendo a Hermione en silencio, aliviados de verla sana y salva—. Te lo contamos después... ¿Sabes algo? ¿Cómo ha pasado esto? ¿Cómo han entrado?
Los ojos de Hermione se clavaron en él. Sus párpados temblaron.
—No lo sé, Harry... No lo sé.
—¿Has visto a Ginny? —preguntó entonces Ron, con voz quebrada. Hermione asintió con la cabeza al instante, señalando el pasillo que había tras ella.
—Está en la entrada del retrato de la Señora Gorda. Está ayudando a los alumnos de Hufflepuff y Slytherin a encontrar el camino. Está bien —se apresuró a asegurar, con énfasis.
Ron dejó escapar un quejido de alivio y amenazó con desfallecer, encogiéndose y cubriéndose los ojos con una mano. Hermione lo sostuvo y le dedicó una rápida sonrisa comprensiva.
—¿Cuál es el plan ahora? —preguntó Neville por lo bajo, todavía resoplando. Varita en mano. Con sus ojos oscuros relucientes. Recorrió a sus amigos uno a uno hasta detenerse en Harry. Éste miraba fijamente al fondo del pasillo, allí donde Hermione había señalado que se encontraba Ginny. Su expresión era firme.
—Pelear —sentenció Harry con absoluta seguridad, todavía mirando a la lejanía—. Ron, tú ve con Ginny. Hermione, sigue guiando a los alumnos. Neville y Dean, id a ver cómo lleva Ernie lo de la Sala de los Menesteres. Si ha encontrado la forma de crear ahí otra salida, aseguraos de que los alumnos lleguen hasta ella. Yo voy a buscar a Voldemort —finalizó, y su puño tembló por la fuerza que utilizó para apretar su varita en su mano.
—No, Harry, ni se te ocurra —objetó Hermione al instante. Sujetándolo de la túnica como si temiese que fuera a irse corriendo—. No puedes hacer algo así. No puedes enfrentarte a él, y mucho menos solo. Es un suicidio.
—Estaré con Dumbledore —replicó el chico, inflexible—. Entre los dos podemos derrotarle. Acabaremos con él de una vez por todas.
Un brillo arrepentido hizo relucir los ojos de Hermione.
—Harry, no he visto a Dumbledore —susurró, con cautela—. No estaba con los profesores que iban a luchar. No la última vez que los he visto. Y tampoco está en el Mapa —añadió en un susurro más bajo, para que solo él lo oyese.
—Nosotros tampoco —corroboró Dean, frunciendo el ceño. Como si acabara de darse cuenta—. Hemos pasado por el pasillo de su despacho al huir de los mortífagos, cuando nos han atacado en el despacho de McGonagall. Y él no estaba luchando. Hemos visto a Sinistra, a Hooch, y a Trelawney, creo…
—Y McGonagall y Pomfrey también, en la otra entrada al segundo piso…—añadió Neville, recordándolo.
—¿Qué insinuáis? —interrumpió Harry, elevando el tono de voz. Comenzando a enfadarse—. Pues Dumbledore estará luchando en otro sitio. El algún sitio, en medio de una muchedumbre —miró a Hermione con rencor, como si eso justificase que no lo hubiese visto en el Mapa del Merodeador—. Quizá ya se esté enfrentando a Voldemort. Lo encontraré, y lo enfrentaremos juntos. No vamos a entregarle Hogwarts sin pelear.
—Harry… —susurró Hermione, intentando que la mirase a los ojos—. Harry, asúmelo. No es el momento de luchar. Los profesores no están luchando. Nos están consiguiendo tiempo. Hogwarts ya es suyo, solo estamos ganando tiempo para evacuar al mayor número de alumnos posibles. No podemos pararlos, no así. Han arrasado Hogsmeade de camino aquí. No somos suficientes. Y menos con Lord Voldemort entre ellos —ignoró el escalofrío de terror que sufrieron Neville y Ron y continuó—: Pero todavía podemos hacer algo...
—¿El qué? —saltó Harry, con ansiedad. Creyendo que su amiga tenía un plan maestro bajo la manga.
—Sobrevivir —articuló Hermione, sujetándolo con más firmeza—. Tenemos que irnos y planear bien lo que haremos a continuación. Tenemos que trazar un nuevo plan una vez que estemos todos a salvo.
—¡¿Cómo... cómo vamos a irnos y entregarles el colegio?! —gritó Harry, escandalizado. Retrocediendo un paso.
—El castillo es lo de menos —insistió Hermione, sin dar su brazo a torcer—. Que se lo queden. Solo son… muros de piedra, Harry. Lo que importa es la vida de los que estamos aquí. Tenemos que sacarlos a todos…
—¡Sabes perfectamente que no podemos sacar a todos los alumnos antes de que los mortífagos lleguen a las torres! —soltó Harry a su vez. Su voz retumbando en las frías paredes. A esta afirmación le siguieron varios segundos de silencio. Hermione pasaba su mirada de un ojo a otro de su amigo.
—Y tú sabes que Voldemort no se dejará asesinar tan fácilmente —siseó ella.
Harry resopló, estresado, y abrió la boca para decir algo. Pero solo se escuchó un ensordecedor rugido. Hermione chilló por la sorpresa y se tapó los oídos con las manos. Sus amigos hicieron lo mismo, sin poder evitar mirar alrededor. Buscando el origen de tan terrible sonido.
—¡¿Qué es eso?!
De pronto, una enorme sombra ocultó la blanca luz de la luna, y también la verdosa de la Marca Tenebrosa, ensombreciendo el pasillo. Todos se giraron en dirección a las ventanas, con las bocas abiertas. Unas enormes y oscuras alas, y un rugoso lomo, quedaron a la vista, a través de los cristales. Se escuchó un nuevo rugido que los hizo encogerse sobre sí mismos, pero no apartaron la mirada. Un estruendoso batir de alas, que se escuchó incluso con las ventanas cerradas, y la gigantesca figura desapareció de su campo de visión. Posiblemente elevándose hacia el cielo. Neville, demostrando un inusual arrojo, se lanzó hacia la ventana. Oteando el horizonte.
—Es un… —trató de balbucear—. Es un…
—Dragón —corroboró Harry, tragando saliva. Intercambió una breve mirada con Ron, y otra más larga con Hermione. Su amiga lo miraba con ojos desorbitados—. Lo hemos… liberado. Se marcha —añadió en un susurro.
Dean, que parecía incapaz de mover ni un solo músculo, ni siquiera para cerrar la boca, giró el cuello para mirarlo. Atónito. Hermione tuvo que sujetarse a Ron para evitar desplomarse al suelo.
—¿Que lo habéis...? —comenzó ella, en un frenético susurro.
—¿Un dragón? —repitió Dean, señalando la ventana. Con sus negros ojos como platos—. ¿Habéis… habéis…? ¿Un dragón?
—¿De… d-de dónde ha salido? —tartamudeó a su vez Neville con un hilo de voz.
En ese momento otro grupo de alumnos atravesó el tapiz. Un nervioso niño de primer año encabezaba la marcha. Temblaba de pies a cabeza, y miraba alrededor con frenesí. Todos intuyeron que tanto él como sus compañeros habían escuchado los bramidos del dragón, pero no habían sido capaces de ver a quién pertenecían mientras recorrían las entrañas del castillo.
—Somos los últimos Slytherins que venimos por este pasadizo —informó el niño. Mirándolos con aprensión. Más alumnos salían tras él—. Slughorn ha cerrado el acceso, viene detrás de nosotros. Los mortífagos se han adueñado de las mazmorras. Hay un grupo subiendo a la cuarta planta. Los demás están atrapados en la Sala Común.
Recitó todo como si alguien se lo hubiera hecho memorizar. Posiblemente un alumno mayor, o Snape o Slughorn. Hermione tragó saliva, pero intentó volver a ser dueña de sí misma. Necesitando olvidarse por el momento de la existencia de ese dragón que, contra todo pronóstico, era el último de sus problemas.
—¿Seguro que sois los últimos que vienen por aquí? —preguntó, serena, asegurándose de que podía abandonar su puesto allí. El niño asintió con desasosiego. Ella entonces se apresuró a explicarles cómo llegar a la Sala Común. Mientras, Ron se volvió al resto de sus compañeros. Neville seguía en la ventana. Y Dean seguía boquiabierto.
—No hay tiempo de hablar de ese dragón —apremió Ron, enderezándose ligeramente. Haciendo que Dean cerrase por fin la boca—. Tenemos que movernos.
—No estarás a favor de irnos… —replicó Harry. Casi amenazador. Ron le dedicó una mirada inusualmente severa.
—Sí, Harry —aseguró, con voz firme—, coincido con Hermione en que la mejor estrategia ahora mismo es sobrevivir, reagruparnos, y trazar un plan para darles por culo a esos mortífagos la próxima vez que nos enfrentemos. Dejar que nos maten ahora no sería muy conveniente. Pero, ahora mismo, lo único que me importa es encontrar a mi hermana.
Ante la mención de Ginny, una chispa brilló en los ojos verdes de Harry. Parpadeó, respirando con dificultad. Escrutó los muros que los rodeaban. Incapaz de soportar la idea de entregarles el castillo de Hogwarts sin pelearlo hasta su último aliento.
Un jadeante y grueso Horace Slughorn apareció entonces por el tapiz, detrás del último de los alumnos. Su bigote estaba hilarantemente despeinado mientras él resoplaba con fuerza.
—¿Qué hacéis ahí parados, chiquillos? —exclamó, cogiendo aliento, tan pronto los vio—. Id a una Sala Común inmediatamente...
—Profesor, ¿cómo van las cosas en los pisos inferiores? —preguntó Hermione, preocupada. Horace respiró con profundidad antes de acceder a responder.
—Rolanda me ha enviado un aviso diciendo que han tenido que replegarse desde el Vestíbulo. Los mortífagos han llegado a las mazmorras. Y ahora mismo estarán llegando al sótano. Hemos conseguido cerrarles el paso en la tercera planta, pero no sé por cuánto tiempo —su voz se quebró ligeramente, aunque luchó por mantener la compostura, parpadeando con rapidez e hinchando su enorme pecho. Señaló el final del pasillo—. Id a las chimeneas, la de vuestra Sala Común está…
—Señor, ¿dónde está el profesor Dumbledore? —lo interrumpió Harry. El hombre parpadeó, tardando en entender la pregunta. Su rostro se demudó, casi culpable.
—N-no lo sé, muchacho. No lo he visto. McGonagall es quien…
—¿Cómo es eso posible…? —farfulló Harry, dando una vuelta frustrada sobre sí mismo. Revolviéndose el cabello. Volvió a encarar a su profesor de Pociones—. Quiero ayudar —declaró—. ¿Los demás profesores están en la tercera planta? Puedo...
Pero enmudeció al darse cuenta de que Horace no le estaba escuchando. Tenía el ceño fruncido, y miraba por encima del hombro de Harry con atención. Todos se giraron, preocupados, Harry incluido. Un zorro, brillante y blanco como la luz de la luna, corría hacia ellos. Con pasos silenciosos. Iluminando el corredor mucho más que las antorchas. Se detuvo ante ellos, moviendo sus puntiagudas orejas, como si se alegrase de verlos. Su pequeña boca de afilados colmillos se abrió y se escuchó la voz de Seamus Finnigan, ligeramente jadeante.
—Dean, ¿dónde estáis? ¿Estás bien? Han cortado la Red Flu. Las chimeneas ya no funcionan. Y los mortífagos ya han subido hasta la cuarta planta. Los profesores no podrán mucho más. Hay alumnos en la tercera y en la segunda que iban a la Sala Común de Ravenclaw, pero no podemos ir a por ellos. No sabemos qué hacer.
El Patronus se deshizo en una nube plateada que ninguno de los presentes dejó de mirar. El pasillo quedó en silencio. Dean fue el único en moverse, cubriéndose la cara con una mano, sin poder reprimir una exhalación de alivio al escuchar a su mejor amigo con vida.
—¿Quién era? —preguntó Horace, con los ojos fijos en el lugar donde el zorro había estado segundos atrás—. ¿Un alumno?
—Seamus Finnigan —corroboró Dean en voz baja, bajando la mano—. De séptimo curso. Parece que estaba intentando guiar a los alumnos hasta las chimeneas.
Slughorn clavó la mirada en él. Lucía incrédulo.
—¡Esa tarea no os corresponde! ¡Vosotros solo tenéis que preocuparos de salir de aquí! ¿Cuántos alumnos más están por ahí en lugar de ir directamente a las chimeneas…?
—¿Quién iba a hacerlo si no? —protestó Neville de golpe, alzando la voz. Dean, a su lado, dio un respingo ante la insólita agresividad de su tono—. Los profesores estaban defendiéndonos de los mortífagos, alguien tenía que organizarse para guiar a los alumnos hasta las Salas Comunes. Los Prefectos no eran suficientes, y la mitad no estaban disponibles… Ron ha aparecido ahora, Padma no respondía, y Nott no está por ninguna parte, ni tampoco Malfoy…
Hermione sintió que todo su cuerpo se endurecía. Sus ojos cayeron hasta el suelo. Podía sentir cómo Harry y Ron intercambiaban una mirada en la cual ella no participó. Podía visualizar, sin verlo, la sospecha de sus ojos. Cómo deducían de inmediato que Draco Malfoy, hijo de mortífago, apoyaría a los seguidores de Lord Voldemort. Que no los ayudaría en la evacuación. Que estaría haciendo todo lo posible por facilitarles la entrada y toma del castillo. O quizá se lo imaginaban rindiéndose y pidiendo clemencia para salvar el pellejo, como el cobarde que pensaban que era.
La chica dudaba que se imaginasen siquiera que él era el directo responsable de todo aquello…
—Es una locura… —Horace resopló con fuerza, alborotando más su bigote. Agitó su varita ante él, y un brillante y enorme elefante plateado se materializó ante ellos. Ron soltó una exclamación, alejándose del enorme animal, que ocupó la mitad del pasillo. Slughorn se dirigió a su Patronus—: Filius, han cortado la Red Flu. Reúnete conmigo en el pasadizo de la quinta planta. El de la estatua de Gregory el Halagador. Hay alumnos varados en los pisos inferiores. Hay que intentar ir a por ellos. Trae a Pomona y a Séptima, o a quien puedas. Necesitamos aguantar como sea hasta que vengan los Aurores.
El mágico elefante salió disparado a una velocidad superior a su homónimo real de la naturaleza.
—Profesor, lucharemos. Los echaremos de aquí. Podemos ayudar... —Harry repitió de nuevo su soliloquio. Mirándolo con suplica. Pero Horace le dirigió una estricta mirada.
—Si todas las chimeneas han sido interceptadas al mismo tiempo, quiere decir que han entrado en el despacho de Albus —espetó su profesor, con vehemencia—. ¿Entiendes lo que eso significa? Si de verdad quieres ayudar, Harry, mete en tu Sala Común a todos los alumnos que puedas y enciérrate dentro con ellos. Pon todos los hechizos de protección que conozcas y espera a que vayamos a por vosotros.
—¡Puedo hacer más que eso! —gritó Harry, avanzando un paso. Pero Slughorn no cedió. Nunca lo habían visto tan serio, tan alejado de su carácter simpático y lisonjero.
—Lo último que necesitamos son alumnos con ínfulas de héroes que ir a socorrer. No sois guerreros. Los profesores somos quienes debemos protegeros, y no al revés. Encontraremos otra forma de evacuaros. Te puedo asegurar que ningún profesor de este colegio se irá de aquí mientras quede un solo alumno en el interior.
Y, tras esas severas palabras, se alejó a toda prisa por el pasillo, con patizambos andares, hasta perderse tras la esquina. Hermione miró a Harry con desasosiego. Su amigo se contemplaba los zapatos. Moralmente hundido. Con un brillo todavía frenético en sus ojos.
—Harry —murmuró Hermione, colocándose delante de él—, tenemos que obedecer a Slughorn. Imagínate el caos que se debe estar viviendo ahora en las Salas Comunes, con las chimeneas cerradas. Nos necesitan.
—No pienso esconderme mientras los profesores me defienden con su vida… —protestó Harry, entre dientes. Sin mirarla. Había un brillo peligroso en su mirada, que Hermione no había visto desde quinto año, cuando tuvo la visión de Sirius siendo torturado en el Departamento de Misterios—. Voy a matarlo. Si le ha hecho daño a Dumbledore… voy a matarlo. Voy a encontrarlo.
Hermione, desesperada, buscó a Ron con disimulo, por encima del hombro de Harry. Su amigo le devolvió la mirada. Se entendieron al instante. Ron realizó una comedida cabezada. Y su varita se movió con discreción. Apuntando a la espalda de Harry. Dispuesto a hacer lo que fuera necesario. A sacarlo de allí contra su voluntad si hacía falta. No permitirían que su mejor amigo diese su vida en vano.
Una nueva luz los interrumpió y paralizó sus corazones. ¿Y ahora qué? Un enorme jabalí de color perla había llegado trotando, y su boca se abrió antes incluso de alcanzarlos.
—Neville, lo he conseguido —exclamó la agitada voz de Ernie Macmillan—. Hay un pasadizo desde la Sala de los Menesteres. Lleva a Cabeza de Puerco. La posada está devastada, pero la chimenea funciona. Traed alumnos.
Esas palabras inundaron a Harry y a los demás de agua hirviendo. Se irguieron al unísono y se miraron imbuidos de nueva energía.
—Ya lo habéis oído —exclamó Harry—, id allí de inmediato. Mandad avisos a todo el mundo. Hay que evacuarlos a todos por allí. Yo voy a…
—Ni pienses que nos iremos sin ti. Tú vienes con nosotros —protestó Hermione, elevando la voz.
—No, Hermione. Voy a…
—Harry, eres valioso para Voldemort —le recordó. Le tomó el rostro con ambas manos y lo obligó a mirarla—. No puedes permitir que te ponga las manos encima. ¿Te das cuenta de la guerra que se avecina? Todos te necesitan. Escúchame… No se irán de aquí sin ti —insistió en voz más baja, señalando con una fugaz inclinación de cabeza al resto de sus compañeros. Los ojos de Harry centellearon—. Los miembros del ED se quedarán aquí a luchar a tu lado. Si quieres salvarlos, tienes que irte.
Hermione notó bajo sus manos cómo Harry apretaba las mandíbulas. La chica podía ver su lucha interna. La humedad en sus ojos, fijos en los suyos. Pero, contra todo pronóstico, asintió con la cabeza.
—Muy bien, pues nos iremos todos —susurró. Sus ojos relucían color esmeralda, pero la voz no le temblaba—. Tenemos que mandar un Patronus a todos los miembros del Ejército de Dumbledore que estén en los pisos inferiores —indicó, mirando a Ron, Neville y Dean. Todos lo observaban con fijeza—. Que suban inmediatamente. No pueden enfrentarse a los mortífagos. No pueden rescatar a los que se han quedado atrás. Yo los he metido en esto y no pienso irme hasta que no vea desaparecer al último miembro del ED por una chimenea. Nos reagruparemos y… volveremos para rescatar a todos los que hayan quedado atrás.
Hermione respiró hondo por primera vez en mucho rato. Dean, sin decir nada, agitó su varita y creó un rápido Patronus incorpóreo que envió a los profesores, tras dictarle la nueva información. Ron, por su parte, bajó del todo su varita.
—Entendido, amigo —aseguró, con firmeza, dándole una palmada en el hombro—. Muchos de los que parece que quedarán atrás son Slytherins —murmuró, tras emitir un pesado resoplido. Hermione lo miró con estupefacción, y él se apresuró a aclarar—: Me refiero a que son sangre limpias. Incluso aunque se queden aquí, no les harán daño. La prioridad es sacar a los nacidos de muggles, creo que todos estamos de acuerdo en eso...
Hermione se relajó ante esas palabras y asintió con la cabeza. Aceptando a regañadientes su lógica. Pero recordando que también quedaban Hufflepuffs. Y, muy probablemente, Gryffindors o Ravenclaws que todavía no habían tenido oportunidad de cruzar las chimeneas…
Harry, por su parte, tomó aire y enfocó cada célula de su cuerpo en la certeza de que Ginny estaba viva a solo unas escaleras de distancia. Agitó su varita, y su ciervo plateado se materializó ante él. Se dirigió a él con voz clara:
—Que todos los miembros del ED se dirijan inmediatamente a la Sala de los Menesteres, y que traigan a todos los alumnos que puedan encontrar por el camino. Pasad el mensaje. —Su Patronus se alejó por el corredor, galopando a toda velocidad. Harry volvió a dirigirse a los compañeros que estaban con él—: Vamos a la Sala Común a buscar a Ginny. Y yo necesito recuperar mi capa de invisibilidad.
—Y tenemos que decidir a dónde vamos ahora —recordó Ron—. Qué le indicaremos a la chimenea… ¿Están enviando a los alumnos a un lugar concreto?
—Cada uno a su hogar —informó Dean—. No sería seguro reunirlos a todos en un mismo lugar. Aunque creo que han enviado a algunos al Ministerio para pedir ayuda y explicarles lo que pasaba. Yo… necesito ver a mi madre —añadió, después de tragar saliva.
—Y yo a mi abuela —murmuró Neville casi para sí mismo.
—¿Nosotros vamos a La Madriguera o a…? —comenzó Ron, dirigiéndose a Harry. Sin querer mencionar la dirección del Cuartel General de la Orden del Fénix. Su amigo lo miró de reojo, indicándole que lo había entendido.
—Depende de lo cerca que tengamos a los mortífagos cuando nos vayamos —decidió Harry, en voz baja—. Si es seguro, a La Madriguera. Pero, si no, a cualquier lugar aleatorio… No podemos arriesgarnos a llevarlos directos a tu familia.
Ron esbozó una fugaz y agradecida sonrisa. Harry echó a andar por fin, con prisa, siguiendo el camino que habían recorrido los alumnos de Slytherin. Dean y Neville, aliviados de ponerse en movimiento, lo siguieron. Ron, en cambio, se mantuvo en su lugar. Mirando a Hermione, la cual todavía no se había movido. Tenía el rostro volteado hacia la ventana, los ojos fijos en el exterior.
—¿Hermione? —murmuró, extrañado.
Pero ella no respondió. No apreció que la estaba esperando. Solo estaba concentrada en intentar respirar. La Marca Tenebrosa brillaba en el cielo nocturno, a través de las ventanas, y sabía que estaba tiñendo su piel con una luz verdosa. Como veía que teñía la de sus amigos. Recordó otra marca igual que la que estaba viendo, pero de color negro, tatuada en un nacarado antebrazo. Que terminaba en una mano igual de blanca, entrelazada con la suya, presionándola contra el suelo…
"Más te vale huir de todo esto o te juro que volveré del infierno solo para sacarte."
—Hermione, ¿vamos? —llamó Ron de nuevo, viendo de reojo cómo Harry y los demás se detenían al final del pasillo, esperándolos. Dándose cuenta entonces de que no los seguían.
La chica despertó de su ensoñación y giró el rostro. Devolviéndole la mirada. Fingiendo solo algo de aturdimiento. Esperando que su rostro no estuviese reflejando cómo cada latido de su corazón contra sus costillas la acribillaba. Asintió con la cabeza y accedió a preceder a su amigo, echando a andar con resueltas zancadas por el corredor.
—Sí, perdona, vámonos. Estaba pensando en que yo también tengo que pasar por la habitación para coger a Crookshanks.
Lord Voldemort, en pie en el despacho ahora vacío de Albus Dumbledore, se alejó de la enorme chimenea de mármol en dirección a la amplia ventana. Sus ojos color escarlata estaban muy abiertos. Relucían cólera, y la violencia de dos volcanes. El dragón Guiverno de Wye se alejaba rápidamente por el cielo negro, teñido de verde esmeralda. Ya no era más que un pequeño punto en el horizonte, apenas visible. A esas alturas ya no podía alcanzarlo.
Se le había escapado.
UFF, ¡emocionante capítulo! 😱 Por un lado, hemos desvelado varios de los misterios de esta historia. Por fin han contactado con la voz que le hablaba a Harry, han entendido por qué se comunicaba con él, y se ha descubierto que era el arma que Voldemort buscaba. ¡Y han conseguido que no se haga con él! Me parece que Voldy no está muy contento… je, je, je 😂
Por otro lado, tenemos la batalla. Alumnos y profesores contra mortífagos. Han perdido el colegio, y lo saben, pero están decididos a salvar a cuantos alumnos sea posible. ¿Qué le habrá hecho Voldemort a Dumbledore? ¿A cuántos habrán logrado evacuar? ¿Cómo habrá terminado todo? ¿Qué pasará ahora? Lo sabremos en los próximos capítulos ji, ji 😉
Y, por último, y no menos importante… la emotiva despedida de nuestra pareja protagonista 😭. Ambos dan por hecho que no volverán a verse nunca más. Peeerooo… todos sabemos que no va a ser así, ¿verdad? Ja, ja, ja 😜
No os preocupéis, ¡que esto no termina aquí! 😊 Para que os hagáis una idea, quedan unos diecisiete capítulos (ya os advertí de que sería larga ja, ja, ja 😂). En mi cabeza, después de este capítulo se produce un punto de inflexión. Se podría decir que termina la parte de la "Rosa" y empieza la de la "Espada". Comienza una época de guerra, y la historia adquirirá un tono algo más oscuro, como seguro que ya os esperáis, pero espero que os siga gustando igualmente.
¡Mil gracias por leer, de verdad! ¡Ojalá os haya gustado mucho! Contadme lo que os apetezca en los comentarios, me encanta leeros, en serio je, je 😍
¡Un abrazo enorme! ¡Hasta el próximo! 😊
