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Como siempre muchísisisimas gracias por vuestro apoyo, vuestros comentarios y, en general, por estar ahí 😍. De verdad, me encanta saber que la historia os está gustando. Me repito, pero cada uno de vuestros comentarios es un chute de energía impresionante. ¡Gracias, de verdad! 😍
Me gustaría dedicarle este capítulo a GeoAredhel por su constante apoyo y sus preciosos comentarios, ¡gracias, de verdad, un abrazo enooorme! 😍😘
Y no me enrollo más, vamos directamente al meollo de la cuestión ja, ja, ja. 😉
Tened las varitas a mano, porque estamos en guerra...
CAPÍTULO 42
Las Máscaras del Fénix
Las puertas dobles del salón situado en la planta baja de la Mansión Malfoy se abrieron hacia el interior súbitamente, chocando contra las paredes, como si una explosión se hubiera desatado en el exterior. Las personas sentadas alrededor de la larga mesa se sobresaltaron por el inesperado suceso. Algunas se pusieron en pie. Todas tenían la capucha de sus oscuras túnicas colocada por encima de la cabeza, y máscaras plateadas con un grabado de calavera cubrían sus rostros. Lord Voldemort, sentado a la cabecera, el único con el rostro al descubierto, apenas elevó ligeramente la barbilla ante el suceso. Su serpiente, Nagini, enrollada a los pies de su silla, soltó un sonoro siseo.
Walden Macnair atravesó entonces el umbral de la puerta. Pero lo hizo volando. Y gritando. Arrojado sin ningún escrúpulo por los aires, hasta aterrizar de bruces en el frío suelo de baldosas negras, al lado de la mesa. Las personas sentadas más cerca de él se levantaron de sus asientos, impresionados. Otra figura atravesó entonces las puertas dobles, esta vez corriendo.
Bellatrix Lestrange tenía el rostro contorsionado de rabia y el espeso cabello negro revuelto, siguiendo la estela de su rápido caminar. Llevaba la varita alzada delante de ella, todavía apuntando con ella el desmadejado cuerpo de Macnair. Con una violenta floritura, el hombre voló de nuevo por los aires hasta golpearse contra el techo, para aterrizar de nuevo en el suelo, apenas alcanzando a emitir un alarido de dolor.
—¡Mi señor! —exclamó una nueva voz, en cuanto su propietaria atravesó las puertas dobles. Narcisa Malfoy caminaba con ávidos pasos, entrando por fin al lugar tras su hermana. No llevaba túnica, ni capucha, ni máscara. Sí llevaba su varita en la mano. Sus ojos azules estaban muy abiertos y su fina boca crispada de coraje.
Draco, sentado en el centro de la mesa, se puso en pie al instante al ver aparecer a su madre en un estado tan alterado. Theodore, situado a su lado, todavía sentado, alargó una mano hacia él y le apretó la pierna con disimulo. Reteniéndolo para que no hiciera nada. Sus ojos azules relucían curiosidad tras su máscara plateada.
Bellatrix, mientras tanto, se había arrojado encima de Macnair con un aullido feroz y se había subido a horcajadas sobre su pecho. Cargó todo su peso en una mano, sobre su garganta, mientras la otra clavaba la varita en su hundida mejilla. Sus botas oscuras sujetaron las piernas del hombre para que no pudiera moverse. Algunos mortífagos presentes dejaron escapar algunas exclamaciones de sorpresa.
—¡No! ¡Basta! —gimió Macnair a su vez, como pudo, bajo el estrangulamiento de la bruja—. ¡M-mi señor!
—¿Qué sucede? —preguntó Voldemort en voz baja, pero perfectamente audible. Su rostro no mostraba otra cosa que no fuese una sutil impaciencia. Agitó su varita con un perezoso movimiento, y las proyecciones mágicas que estaban flotando por encima de la mesa, y que representaban una serie de edificios y túneles a escala, hechos de diminutas chispas de color morado, se desvanecieron. Las partículas cayeron encima de las decenas de pergaminos que cubrían la larga mesa.
—Mi señor —Narcisa tomó la palabra de nuevo, con decisión. Se había detenido cerca de la puerta, con los ojos clavados en Voldemort. A pocos pasos de Bellatrix, que seguía sujetando a un jadeante Macnair en el suelo, a todas luces dispuesta a ahogarlo—. Ha vuelto a ocurrir. Lo lamento, mi señor, pero esta situación es insostenible y no pienso permitir algo semejante bajo mi techo.
Su voz era inflexible. Su pecho subía y bajaba bajo su oscura y elegante túnica de color vino. Parecía realmente alterada. Y furiosa. Draco, que había apoyado las manos en la mesa al ponerse en pie, y recargado su peso en ellas, no se movió todavía. Alternando su mirada de su madre a su señor. Podía sentir la mano de Nott todavía en su pierna.
—¿De qué hablas, Narcisa? —cuestionó Lord Voldemort, con calma, con los ojos fijos en ella. Ignorando a Bellatrix, como si el hecho de que Macnair acabase muriendo asfixiado no fuese nada que debiese preocuparlo.
—He ido al calabozo, a ver a la prisionera —explicó Narcisa, con vehemencia—, y me he encontrado a este… hombre —articuló con dificultad, y miró a Macnair por primera vez con una aversión tal que apenas le permitió respirar para terminar la frase—, con claras intenciones de aprovecharse de ella. Y no pienso tolerarlo. No es la primera vez que lo encuentro en semejante tesitura, y no puede repetirse. Esa muchacha no tiene por qué aguantar un trato así —finalizó con efusividad. Tenía las pálidas mejillas teñidas de rosa por la furia.
—¿Es eso cierto, Walden? —cuestionó entonces Voldemort, desviando la mirada hasta el suelo. Su voz era gélida.
—Mi señor, por favor… —repitió Macnair. Con un hilo de voz. Intentando tomar aire con profundas inhalaciones—. Yo solo… no iba a…
Bellatrix soltó un gruñido salvaje, casi animal, y apretó todavía más su mano. Su varita se encendió y Macnair dejó escapar un alarido. Allí donde la punta estaba posada en su piel, esta comenzó a abrasarse y a humear como si fuese un hierro al rojo vivo. Extendiéndose la quemadura por todo el lateral de su rostro.
—Ni te atrevas a excusarte —siseó Bellatrix contra su cara, entre dientes. Con ojos desorbitados. Casi enloquecidos—. Ella no está aquí para satisfacer tus mundanas necesidades, asquerosa sabandija…
—¡Mi señor, por favor! —logró gritar Macnair, intentando sacudirse para desembarazarse de la bruja, sin éxito.
—Espera, Bellatrix… —pidió Voldemort, con tono vago, agitando una de sus blancas manos. Casi apático. La varita se separó de la abrasada mejilla del hombre, pero la mano en su cuello no se aflojó. Bellatrix jadeaba, mirando a su presa bajo ella con un aire definitivamente ansioso. Deseando hacerlo sufrir y no escondiéndolo.
—¿De qué prisionera hablan, Milord? —cuestionó uno de los hombres que todavía estaban sentados. Luciendo algo perdido.
—La muchacha francesa —indicó otro de ellos, con voz ajada. Sonaba bastante más anciano—. La espía que conseguimos para el colegio francés Beauxbatons hace un año, ¿no es así? —preguntó, girando el rostro enmascarado en dirección a Narcisa. Ella asintió con la cabeza de forma rígida.
—Esa chica es pura de sangre —recordó la matriarca de los Malfoy, de nuevo mirando a Voldemort—. No es una enemiga. Al menos no una que represente un peligro. Apenas tiene veinte años, no es más que una niña —añadió, como si no pudiera contenerse, con voz algo más afectada—. Y debo decirle, mi señor, que si sigue necesitando a esa chica deberá replantearse ciertos aspectos sobre su estancia aquí…
—Bellatrix —interrumpió de pronto Voldemort, todavía mirando a Narcisa. Macnair seguía gimiendo en el suelo—, llévate a Walden y haz lo que quieras con él. Pero que me siga siendo útil.
La boca de la bruja se abrió en una amplia sonrisa de dientes ennegrecidos. Una risita casi infantil abandonó su garganta. Sus ojos resplandecieron de perversa satisfacción. El hombre soltó un gemido de pánico.
—M-mi señor… por favor… —suplicó, pero lo siguiente y último que emitió fue un nuevo alarido. Bellatrix se apartó de encima de él de un salto y agitó la varita para hacerlo arrastrarse por la rugosa piedra hasta cruzar el umbral y salir de la habitación. Con poderosos andares, y todavía una sonrisa, Bellatrix lo siguió. Casi ávida. Las puertas se cerraron tras ella. Narcisa sufrió un visible estremecimiento que no se reflejó en su rostro.
—¿A qué aspectos te refieres, Narcisa? —cuestionó con deferencia Voldemort, una vez que los gritos de Walden en la lejanía se apagaron. La mujer parpadeó, recomponiéndose, y elevó un poco más la barbilla.
—Esa niña no está bien —sentenció, con voz ligeramente agarrotada—. Está en los huesos. Se niega a comer. Creo que está intentando morir de hambre, mi señor. Y lo conseguirá si no hacemos algo. Si todavía la necesita para algo, y sospecho que lo hace ya que ha decidido mantenerla con vida después de sacarle toda la información que necesitaba, déjeme que me haga cargo de ella.
—¿Qué sugieres? —volvió a preguntar el Lord. Sin parpadear. Narcisa respiró hondo.
—Hay habitaciones de sobra en esta casa —indicó, con voz más firme—. No tiene sentido que siga en el calabozo. No por tantos meses. Déjeme alojarla en una de ellas. Darle ropa de abrigo y comida decente. Una cama. No representa ningún peligro, no podrá salir de la mansión. Pondremos todas las medidas necesarias para ello.
—¿Y dejarla deambular por aquí libremente, como una maldita huésped? —replicó otro hombre de la mesa. Con contrariedad—. No me parece apropiado, Milord. No está de nuestro lado. Es una prisionera. Y no veo qué tiene de especial. Estoy de acuerdo con la señora Malfoy en que no podemos permitir las acciones de Walden, pero no veo que necesite tantas comodidades. Si muere de hambre, conseguiremos otra espía y asunto arreglado…
—Fue complicado conseguirla, según tengo entendido —replicó Narcisa, con serenidad, pero atravesando con una fría mirada la nuca del hombre que había hablado—. Y si nuestro señor la mantiene con vida es porque todavía la necesita, porque es valiosa…
—Nos arriesgamos a que escuche lo que no debe. O a que contacte con alguien fuera de aquí —replicó una mujer enmascarada. Tamborileando con los dedos sobre la mesa—. Tampoco creo que sea una buena idea…
—No intentará nada —protestó Narcisa, frunciendo el ceño—. Nunca ha intentado nada…
—Aun así, me parece innecesario que…
Pero entonces la blanca mano del Lord se elevó. Y el silencio se apoderó de la estancia.
—La prisionera queda a tu cuidado, Narcisa —decidió Voldemort. Con su aguda pero imponente voz—. Si algo le ocurre, responderás con tu vida. Asegúrate de mantenerla viva. No tengo intención de perder el tiempo consiguiendo otra espía del colegio francés teniendo a esa muchacha en mi poder.
Y nadie objetó nada ante una orden directa de Lord Voldemort, por descontado. Narcisa tomó aire y cerró los ojos un instante. Como si apenas pudiese creer que lo hubiera logrado.
—Sí, mi señor —susurró, respetuosamente.
Realizó una fugaz inclinación y se dio la vuelta, saliendo de la estancia con rápidas zancadas. Draco, tras un par de segundos de duda, se dejó caer de vuelta en su asiento al ver partir a su madre. Con el corazón acelerado.
Voldemort agitó su varita y la maqueta a escala de unos túneles subyacentes a un edificio volvió a materializarse en color purpúreo ante ellos. Reflejándose la luz en sus máscaras de plata. Como si no hubiera habido interrupción alguna.
Hermione descendió con cuidado los estrechos escalones que conducían a la cocina subterránea de Grimmauld Place. Con la cabeza en otra parte. Concretamente en el número de El Quisquilloso que llevaba bajo el brazo.
Al llegar al final de las escaleras, corroboró que las indicaciones de Tonks habían sido acertadas. Harry y Ron estaban allí. El primero se encontraba de pie en un extremo de la larga mesa, cruzado de brazos. Cerca de él, Ron tenía ambas manos apoyadas en su superficie, concentrado. Ambos parecían estar hablando sobre los documentos que había esparcidos por todas partes. De todos los tamaños; desde pequeñas listas con nombres de personas o lugares, hasta rollos de pergaminos desplegados que contenían planos de edificios o pueblos enteros. También había algunas fichas de diversos colores repartidas por la superficie, tablas de cálculo, lupas, compases, plumas, tinta y algunas reglas.
Esos objetos habían regido su vida durante los dos últimos años.
Ese tiempo había pasado desde aquel fatídico día en el cual Lord Voldemort, el mago tenebroso más fuerte de todos los tiempos, logró finalmente conquistar el castillo de Hogwarts. Una gran cantidad de alumnos, los más afortunados, consiguieron escapar tanto por las chimeneas de las Salas Comunes, hasta que fueron inutilizadas por los mortífagos, como mediante un pasadizo situado en el Sala de los Menesteres que conducía a Hogsmeade.
Pero dicho pasadizo tampoco fue seguro por mucho tiempo. Los mortífgos finalmente atravesaron las barreras que los profesores habían colocado entre ellos y sus alumnos, los derrotaron, y se adueñaron de los pisos superiores. El túnel de la Sala de los Menesteres fue interceptado. Todas las salidas fueron bloqueadas por fin. Y cientos de alumnos quedaron en el interior, a merced del Señor Oscuro. Harry, Ron, Hermione, Dean y Neville escaparon en el último minuto.
Los mortífagos obstaculizaron cualquier forma de que los Aurores del Ministerio de Magia accediesen al colegio. Durante horas se vivieron momentos de pánico. Los alumnos que habían logrado escapar informaron al Ministerio de Magia. El mundo mágico entero se movilizó. Todos los ojos quedaron puestos en el castillo.
Pero nada podían hacer contra la magia de Lord Voldemort.
Las personas que todavía estaban en el interior, tanto alumnos como profesores, parecían estar incomunicadas. Nadie sabía qué estaba sucediendo tras los muros. Se enviaron advertencias oficiales por parte del Ministerio de Magia. Amenazas. Se intentaron varios planes fallidos para penetrar en el castillo. Pero todo fue inútil. Y pasaron días enteros de silencio absoluto por parte del colegio.
El pueblo de Hogsmeade había sido arrasado en el ataque de los mortífagos. Los pocos testigos que sobrevivieron corroboraron lo que todos suponían: que los habitantes del lugar habían descubierto su presencia y les habían plantado cara. Todos los supervivientes fueron evacuados de allí en cuanto los enviados especiales del Ministerio de Magia comparecieron en el lugar. No quedó una sola casa o negocio en pie. Y nadie reclamó la ciudad. Nadie reparó los desperfectos, ni tampoco la reconstruyó. Nadie quería vivir allí después de lo sucedido. Dejaron allí las ruinas del que había sido el único pueblo enteramente mágico de Gran Bretaña, como recordatorio de lo que podía hacer una sola noche de guerra.
Ocho días después del ataque, mientras los Aurores vigilaban el perímetro del castillo, sucedió lo inimaginable. Para sorpresa de todo el mundo, los alumnos que habían quedado en el interior comenzaron a abandonar el colegio. Por su propio pie. Habían sido liberados. Sanos y salvos. Con un mensaje claro que distribuir por el mundo mágico.
Hogwarts volvía a estar abierto, bajo la absoluta autoridad de Lord Voldemort. Las clases comenzarían el uno de septiembre. De forma obligatoria para todos los jóvenes magos de Inglaterra de entre once y diecisiete años, sin excepción. Y, con magos, se especificaba que ningún adolescente proveniente de familia no-mágica podría poner un pie en él.
A medida que más y más alumnos salían del colegio, un detalle quedó terroríficamente claro. Todos eran descendientes de magos. Ningún hijo de muggles, ni ningún mestizo, fue liberado por Lord Voldemort. Y los jóvenes que fueron indultados y pudieron marcharse del colegio dejaron muy claro, entre lágrimas, que un equipo de rescate no era necesario. No quedaban más alumnos en Hogwarts. No había rehenes.
Nadie pudo contactar con los profesores que tan valientemente habían luchado por sus alumnos, aunque los que fueron liberados aseguraron que se encontraban sanos y salvos. Estaban bajo el yugo de Voldemort, pero estaban vivos. Hogwarts dejó de pertenecerles. Ahora pertenecía a Lord Voldemort.
Y Hogwarts dejó de ser Hogwarts.
Dejó de ser un colegio. Pero hizo falta un año entero para saberlo.
Después de un verano borroso, en el cual no se produjo ningún movimiento por parte de Lord Voldemort, para confusión y terrorífica incertidumbre de todo el mundo mágico, llegó el uno de septiembre. Y, con él, el caos.
Algunas familias de magos accedieron al chantaje y enviaron allí a sus hijos. Creyendo que la alternativa era todavía peor. Las represalias parecían más aterradoras todavía. Otras familias se opusieron, y pidieron ayuda al Ministerio. Éste hizo todo lo que estaba en su mano para atender a las miles de peticiones. Para dar refugio y seguridad a todo el que lo pidiese. Pero fue en vano. Voldemort los encontró a todos. El dos de septiembre, sus mortífagos se movilizaron por todo el país. Localizando a todos los alumnos prófugos y llevándolos al castillo contra su voluntad. Y asesinando sin vacilar a todo el que puso resistencia.
Los alumnos no volvieron a poner un pie fuera del colegio hasta junio del año siguiente. Tampoco se comunicaron de ninguna manera con sus familias en todo ese tiempo. Nadie sabía siquiera si estaban vivos. Las familias se mantuvieron demasiado tiempo con el alma en vilo, ante un año entero sin noticias. Aterrados de lo que eso podía significar. De haber enviado a sus hijos a un matadero. Y así Voldemort, mediante el miedo, mantuvo a raya a la población durante un año entero. Pero, en junio, por fin obtuvieron respuestas. Aunque no fueron reconfortantes.
Los alumnos volvieron a sus hogares a pasar las vacaciones de verano, una idea frívolamente pacífica viniendo de parte de Voldemort. Y apenas eran capaces de explicar a la sociedad mágica lo que habían vivido.
Las clases, los horarios y los temarios habituales se habían suspendido. Ya no había diferenciación de Casas. Se había convertido en una academia. En un cuartel, donde los estudiantes fueron instruidos para pelear. Para luchar en la guerra a favor de Lord Voldemort. Se les instruyó en obediencia, respeto y sumisión, en historia mágica antigua, en los tradicionales valores e ideales de los sangre pura, y también en duelo y artes oscuras. Se convirtieron en soldados. Entrenados para ser un ejército. Para asesinar.
Al parecer, la intención del Lord Tenebroso, además de educar a varias generaciones de magos en sus radicales ideas sobre la supremacía de los magos, era crear un ejército de jóvenes sangre limpia con los que hacerse con el mundo mágico.
Los profesores, contra su voluntad, se habían amoldado al temario impuesto por Voldemort. Se tragaron su rabia e impotencia, e instruyeron a los alumnos para pelear. Era la única manera de permanecer allí, de mantenerse cerca de sus estudiantes. Nunca los abandonarían a su suerte.
Y todo el mundo se preguntaba dónde estaba Albus Dumbledore.
Nadie sabía qué había ocurrido. Nadie sabía por qué, ni cuándo, ni dónde, pero el director había desaparecido sin dejar rastro en medio de la batalla. Incluso meses después, las malas lenguas corrieron la voz de que había huido, salvando su pellejo, abandonándolos a todos; pero esos rumores, si bien nunca se extinguieron del todo, tampoco se hicieron predominantes. No tenían credibilidad. No sobre Albus Dumbledore. Otro rumor, más espantoso, era la posibilidad de que Lord Voldemort lo hubiera derrotado y asesinado finalmente en medio del bullicio de la batalla. Pero, al no haber cadáver que lo demostrase, ni burlas de Voldemort que lo confirmasen, tampoco se dio credibilidad a ese rumor.
Nade sabía dónde estaba el célebre director de la escuela. Y el misterio de su desaparición no abandonó ni los muros del castillo ni el boca a boca de la asustada sociedad mágica. Viéndose de pronto sin una figura tan importante para ellos como había sido el poderoso hechicero, responsable de la épica caída de Gellert Grindelwald. Pero parecía que no había podido con Lord Voldemort.
El Ministerio de Magia estaba viviendo una crisis interna y externa. La sociedad mágica había perdido la fe en ellos, y las renuncias de altos cargos aumentaban día a día. Por un lado, tenía las manos atadas respecto al castillo. A pesar de saber lo que estaba sucediendo allí gracias a los alumnos que volvieron a sus casas en verano, no podían intervenir. No podían enfrentarse al poder de Lord Voldemort. No podían detenerlo. Y ninguna familia se arriesgó a no enviar a sus hijos de vuelta al castillo en el segundo año en que el colegio abrió sus puertas.
Y, por otro lado, el Ministerio tenía cosas más urgentes que atender que la educación militar de un centenar de adolescentes. Estos parecían encontrarse irónicamente a salvo, por el momento. Al menos no corrían un peligro de muerte inminente. Pero Lord Voldemort no se habían quedado quieto mientras la educación que había implantado en Hogwarts seguía su curso. La guerra dejó de ser algo invisible, algo que solo se comentase de boca en boca, y comenzó con todo su potencial sin que nadie estuviese realmente preparado para ello.
El ejército de Voldemort no era tan grande como hubieran temido. Pero tampoco fue necesario. Fue el suficiente para dividir las fuerzas de su enemigo y rodearlo desde varios flancos. En apenas cinco meses, se había adueñado de la zona de Edimburgo, la capital de Escocia; y, en tres meses más, Glasgow había caído. Sin que los Aurores del Ministerio de Magia tuvieran el poder suficiente para detenerlos. Los mortífagos presentaron batalla en todas las grandes ciudades de Escocia, ganando un alto porcentaje de ellas, y descendiendo por Reino Unido como termitas por un trozo de madera. Ganaron más adeptos. Muchos por convicción, muchos más por miedo. Ganaron en número de soldados, en territorio y en nuevas infraestructuras fortificadas.
El Departamento de Cooperación Mágica Internacional, con sus últimas fuerzas, hizo todo lo posible por pedir ayuda a todos los países de la Unión Europea que pudo contactar, por medio de la Confederación Internacional de Magos. Varias peticiones cayeron en saco roto, varios miembros del Departamento fueron asesinados, y todos comenzaban a sospechar que había espías en el Ministerio. O, como mínimo, que estaban todos vigilados. Los países de Francia, Rumanía y Alemania respondieron y accedieron a enviar a sus propios Aurores para pelear. Otros países se echaron atrás al ver el poder e influencia de Lord Voldemort. La rapidez de su ascenso. Los valores que defendía. Algunos, como Bélgica y Polonia, se unieron a él.
La propagación de Lord Voldemort y sus ideales parecía imparable. Era cuestión de tiempo que se hiciese con el mortecino y agotado Ministerio de Magia Británico. Casi parecía no molestarse en hacerlo, por puro engreimiento. Demostrando que no lo necesitaba para ganar. Que podía doblegar el mundo mágico y gobernarlo a su antojo de todos modos.
Y así pasó un año entero de guerra, incertidumbre y miedo. Y, cuando los alumnos terminaron su primer año de escuela, y contaron al mundo que los estaban convirtiendo en soldados, parecía que el mundo mágico tal y como lo conocían estaba perdido.
Por fortuna, con el paso de los meses, la sociedad mágica que se oponía a Voldemort fue consciente de que tenían más ayuda de la que creían. Un rayo de esperanza, que los iluminó en forma de pequeñas victorias que empezaron a hacerse más sonoras. Ni el Ministerio de Magia, ni Hogwarts, ni la gente de a pie, estaban completamente solos.
La Orden del Fénix, la organización secreta creada por Albus Dumbledore durante la Primera Guerra Mágica, y que había seguido con discreción todos los pasos de Voldemort desde que éste confirmase que había regresado, se puso en marcha a una velocidad sorprendente. Todos los engranajes que lo componían se limpiaron, pulieron y engrasaron para trabajar a la máxima potencia. La desaparición de Dumbledore, su líder, era un golpe duro que debían compensar trabajando más que nunca. Nueva gente de confianza se alistó, nuevos espías se unieron a la causa y nuevos emplazamientos seguros se crearon por toda Inglaterra.
Uno de los principales problemas para luchar contra el ejército de Voldemort era el anonimato de sus tropas. Nadie sabía con exactitud, a pesar de todo, quién formaba parte de las filas del mago oscuro. Podía ser cualquier miembro de cualquier respetable familia mágica, que de cara a la sociedad se oponía al régimen, ahora que su victoria absoluta todavía no era concluyente. Y eso hacía muy difícil el poder vigilarlos y anticiparse a sus pasos.
La Orden decidió que jugaría con sus mismas armas. No luchaban codo con codo con los Aurores del Ministerio, comprendiendo que trabajar por su cuenta, en la clandestinidad, les daba ventaja táctica sobre el enemigo. Les interesaba que toda la gente posible se uniese a ellos, sin miedo a quedar en el punto de mira del enemigo, de modo que se aseguraron de que Lord Voldemort no supiese tampoco contra quién estaba luchando. Que no pudiese perseguir a nadie. Crearon, al igual que los mortífagos, unas máscaras para ocultar sus rostros, de uso obligatorio en cualquier combate o misión. Máscaras de plata, burlonamente parecidas a las de sus enemigos, pero con un grácil Fénix grabado en su superficie. Las Máscaras del Fénix. Así, a pesar de enfrentarse abiertamente a Voldemort y sus secuaces en batalla, no desvelaban su identidad.
Y dos años de continua guerra, con Voldemort avanzando y retrocediendo por el mapa, ganando y perdiendo adeptos, se sucedieron.
El Cuartel General de la Orden había ido cambiando de lugar durante todo ese tiempo, intentando así confundir al enemigo y asegurar la supervivencia de sus miembros. Desde hacía relativamente poco tiempo, ese mismo invierno, habían vuelto a instalar el cuartel principal en el número doce de Grimmauld Place, con el insistente beneplácito del miembro de la Orden, y dueño de la casa, Harry Potter.
Cuando Hermione llegó a la cocina, Ron parecía estar leyéndole a Harry en voz alta un largo pergamino. Pero enmudeció y alzó la mirada al sentir su presencia, haciendo que su amigo lo imitase.
—Buenas —saludó Ron de forma desenfadada. Luciendo contento de verla—. Creía que no te veríamos hasta la noche…
—Cambio de planes —admitió la chica, todavía con un pie en el último escalón. Y una modesta sonrisa—. Ahora os cuento. Y perdonad que os interrumpa, pero, Harry, ¿tienes un momento? Quiero enseñarte algo.
—Claro, dime —aseguró él con calma, descruzando los brazos y apoyándolos también sobre la mesa, igual que Ron—. Oh, pero espera… —levantó una mano para que no empezase a hablar todavía y su ceño se frunció—. ¡Kreacher! —llamó en voz más alta. Con brusquedad.
Hermione parpadeó con confusión y giró la cabeza al escuchar pasos sutiles a su espalda. Se apartó a un lado, y permitió el paso al pequeño y anciano elfo que apareció segundos después, bajando los escalones, refunfuñando por lo bajo con su grave voz.
—¿Sí, amo? —preguntó con falso tono afectado, cuando llegó a suelo firme, haciendo una pronunciada reverencia que hizo que su bulbosa nariz tocase el suelo. Su voz se tornó entonces un furioso murmullo, aunque seguía siendo audible—: ¿Qué querrá ahora este niño sarnoso, ahijado del apestoso amo Sirius? Siempre acompañado del traidor a la sangre y la sangre sucia. Siempre tengo que soportar su nauseabundo olor. Oh, no le deja tranquilo a Kreacher, él solo quería…
—Lárgate de aquí —espetó Harry sin miramientos—. Sé que has venido tras Hermione para espiarnos. Siempre haces lo mismo. Vete a tu habitación.
—Como ordenéis, amo —repitió la pronunciada reverencia y añadió—: Se cree muy listo. Cree que puede mandar a Kreacher, pero él no es nadie, él no puede…
Y, todavía murmurando, el elfo desapareció con un leve "plop". Hermione, sonriendo con resignación, se unió a sus amigos a la larga y anticuada mesa, ignorando el perenne y ligero olor dulzón, como a moho, que invadía la subterránea cocina.
A pesar de haber adecentado aquel lugar lo mejor posible para hacer de él un Cuartel General digno, había cosas casi imposibles de arreglar. Viejos encantamientos difíciles de contrarrestar, Doxys en las cortinas que fueron difíciles de ahuyentar, y algún que otro Boggart que aparecía cuando menos lo esperabas y que podía hacerte pasar un muy mal rato.
En el sótano de la ancestral casa de cuatro plantas se hallaba la vieja cocina, compuesta por una larga mesa, docenas de repisas en las paredes, pucheros y sartenes que colgaban del techo, y una enorme chimenea en un extremo. La mayoría de las cacerolas se encontraban en estados no recomendables para la cocina, pero la mañosa Molly Weasley, en calidad de ama de llaves de la casa, había obrado milagros y los alimentaba día tras día con sus deliciosos platos. Decidieron por unanimidad que no era conveniente obligar a Kreacher a cocinar, a pesar de que, si Harry se lo pedía, no podía negarse. Pero todos compartieron su deseo de no ser envenenados "por accidente".
La mesa de la cocina era la más amplia de la casa, y por ello era la que utilizaban para las multitudinarias reuniones periódicas de la Orden del Fénix. Excepto en la hora de las comidas, en las cuales Molly les había pedido insistentemente que dejasen la mesa libre para que todos los que se encontrasen allí ese día pudiesen alimentarse en condiciones. Y también Harry se había apropiado de ella cuando necesitaba comentar algo concreto con su gente más cercana. Se sentía más cómodo allí. No había querido ocupar ninguna de las otras habitaciones de la casa a modo de despacho, como sí había hecho Ojoloco, por ejemplo.
La familia Weasley, Harry y Hermione se habían instalado de forma permanente en el Cuartel General, y dormían repartidos en las habitaciones del primer y segundo piso. La mayoría de los numerosos cuartos distribuidos por Grimmauld Place eran muy parecidos, tanto en el color de las paredes, de un frío gris metálico, como en la disposición de los muebles. Apenas contaban con una cama, una vieja lámpara de araña en el techo, un sobrio armario y un espejo de cuerpo entero, además de viejas ventanas tapiadas con láminas de madera y cubiertas de oscuras cortinas. Había pocas habitaciones ligeramente más amuebladas, como lo eran la vieja habitación de Sirius, que Harry no había sido capaz de visitar más de una vez; la de su madre Walburga, que Ojoloco había convertido en su despacho personal; y suponían que la que debía haber sido de su hermano Regulus, pero que no habían sido capaces de abrir para confirmarlo.
En el primer piso, además de las habitaciones, destacaba el salón. Lo componían unos grandes ventanales también tapiados, una ornamentada chimenea, y el tapiz del árbol genealógico de los Black, el cual ocupaba una pared entera. También contaba con un escritorio en un rincón, un par de anticuados sofás, y varias estanterías repletas de anodinos utensilios como botellas, cajas y algunos libros. No era una estancia que se utilizase habitualmente, pues nadie tenía demasiado tiempo para descansar, así que Ginny, ni corta ni perezosa, la convirtió en su lugar de trabajo. La pequeña de los Weasley había decidido emplear sus competentes habilidades en encantamientos y maleficios para clasificar y desenmascarar las artes oscuras que les estaban enseñando a los alumnos de Hogwarts. Gracias a diversos espías, Severus Snape entre ellos, la Orden estaba consiguiendo hacerse con el temario de la escuela. Sabiendo qué maleficios les enseñaban, sabían también qué tipo de magia dominaba el bando de los mortífagos. Su hermano Bill, antiguo rompedor de maldiciones en el banco Gringotts, siempre que no estuviese en medio de un combate, se encargaba de ayudar, guiar, e instruir a su hermana. Ambos trabajaban codo con codo para adelantarse a Voldemort y a todos los encantamientos con los que intentasen derrotarlos.
Las habitaciones del tercer piso habían sido ampliadas y adecentadas para albergar un modesto pero eficaz hospital para cualquier miembro que necesitase asistencia. Se decidió por unanimidad que no podían arriesgarse a enviar a sus soldados lesionados al Hospital San Mungo de Enfermedades y Heridas Mágicas. No sabían hasta dónde llegaba realmente el poder de Voldemort. Hasta qué punto controlaba las instituciones oficiales. Si alguien de la Orden resultaba herido en batalla, y acudía a San Mungo, era posible que sus datos, su estado, y su vida quedasen en manos del enemigo. Y eso no podían permitirlo. Por lo cual, habían decidido crear sus propios hospitales, con el mayor rigor sanitario y los mejores profesionales que pudieron encontrar.
Augustus Pye, sanador en el Hospital San Mungo, y defensor acérrimo de las técnicas de curación muggles, se había convertido en un íntimo amigo de Arthur Weasley a raíz de haber sido su sanador en prácticas cuando éste estuvo hospitalizado por el ataque de la serpiente Nagini. Ante la discreta petición de Arthur, dejó su trabajo y se convirtió en fugitivo, uniéndose a la Orden del Fénix para ayudar a sanar a sus heridos. Aunque abarcaba un gran abanico de lesiones mágicas, su especialidad eran los daños provocados por criaturas mágicas. Junto a él vino su compañera y amiga Miriam Strout, también sanadora en San Mungo, especializada en daños provocados por maleficios.
Fleur Delacour, pareja de Bill Weasley, también decidió contribuir en la guerra formándose como sanadora. Pasó varios meses oculta una vez que la guerra comenzó, instruyéndose con diversos y prestigiosos medimagos, y volvió a finales del primer año para poner sus conocimientos al servicio de la Orden; bajo la supervisión de Augustus y Miriam, más experimentados que ella.
Poco antes de que se incorporase como sanadora, las tropas de mortífagos ya habían expandido su territorio al otro lado del Canal de la Mancha, extendiéndose por la parte de Francia correspondiente a Nantes y Toulouse. París, por el contrario, continuaba resistiendo obcecadamente, con el Ministerio Francés de la Magia siendo apoyado por Rumanía, España y sus ya aliados británicos. Durante un ataque a la ciudad portuaria de Burdeos, la familia Delacour quedó en medio del fuego de la batalla y su hermana Gabrielle fue asesinada. Fleur no pudo regresar con su familia al enterarse de la noticia. Las comunicaciones no eran seguras a tanta distancia, y el viaje hasta allí podría haberle costado su anonimato como miembro de la Orden, de modo que se quedó en Reino Unido y continuó peleando.
Entre otros conocidos que se unieron a la causa en forma de sanadores y medimagos, Hannah Abbott, compañera de Harry, Ron y Hermione en Hogwarts, también se alistó como sanadora en prácticas. Aprendió con rapidez, especializándose en daños provocados por artefactos malditos. Incluso la Señora Weasley, sin formación específica, fue de gran ayuda como sanadora auxiliar cuando se vieron desbordados de heridos.
Además de la tercera planta de Grimmauld Place, también establecieron como hospitales más modestos El Refugio, hogar de Fleur y Bill, y la casa de Muriel, familiar de los Weasley. Se colocó una red segura entre ellos, para que los diversos sanadores pudiesen viajar de uno a otro sin peligro de ser descubiertos por el enemigo.
De esto se encargaban Lee Jordan y Angelina Johnson, íntimos amigos de Fred y George, entre otros muchos. Colaboraban con la Orden manteniendo activas todo tipo de comunicaciones entre los distintos refugios, y también entre éstos y el campo de batalla. Habían pirateado la Red Mágica Inalámbrica, creando su propio servidor desde el cual enviar comunicaciones por radio, e incluso controlaban una línea segura de Red Flu, exclusiva para la Orden, gracias a algunos contactos en el Departamento de Transporte Mágico del Ministerio de Magia. Su compañero Oliver Wood estaba trabajando codo con codo con ellos, formando parte de una división que se dedicaba a interceptar y descifrar mensajes codificados y protegidos por magia procedentes del enemigo.
Fred y George, por su parte, habían construido un más que decente taller y laboratorio en una de las habitaciones del cuarto piso de Grimmauld Place, cerca de la alacena donde habían instalado a Kreacher. En ella, dejando a un lado los divertidos artículos de broma de su tienda Sortilegios Weasley, se dedicaron a construir artillería y todo tipo de bártulos útiles, que podían ser lo que marcase la diferencia en una batalla cuerpo a cuerpo. Desde cantidades ingentes de Polvo Peruano de Oscuridad Instantánea, pasando por detonadores con diferentes gases que provocaban todo tipo de reacciones como encoger súbitamente, paralizarse o desmayarse, hasta indumentarias con protección anti-hechizos. Su gran éxito habían sido unas flexibles y livianas, aunque resistentes, corazas hechas con caparazones de escreguto de cola explosiva, que todos los miembros de la Orden se habían acostumbrado a llevar a modo de uniforme. Se sabía que los caparazones de dichas criaturas repelían la mayoría de los hechizos, de modo que las armaduras, adecuadas en forma de protectores para el torso, piernas y brazos, eran el gran éxito de los gemelos. Su padre, hábil con los encantamientos tras muchas décadas hechizando utensilios muggles, les echaba una mano siempre que podía.
El patriarca de los Weasley, Bill y los gemelos, se vieron obligados a dejar sus empleos en el Ministerio, Gringotts y Sortilegios Weasley respectivamente. No podían dejarse ver. Tal y como Remus señaló tiempo atrás, era conocido por todos los mortífagos a raíz de la batalla del Departamento de Misterios que Ron Weasley y Harry Potter eran amigos. Por lo cual, toda la familia se había dedicado exclusivamente a luchar del lado de la Orden, aprovechando su anonimato. Charlie se encontraba a salvo en Rumanía, y se comunicaba siempre que podía para informar de cómo se desarrollaban las cosas en ese rincón de Europa. Tenía como tarea reclutar tantos magos y brujas como fuera posible para unirse a ellos.
La vida en Grimmauld Place era ajetreada. No solían pasar dos días con el mismo número de personas habitando en su interior. La familia Weasley, Harry y Hermione eran sus residentes más permanentes, pero ni siquiera ellos se encontraban siempre allí. Había inquilinos fugaces en la casa, que pasaban allí breves temporadas que iban desde horas a días, dependiendo de las tareas que tuviesen entre manos, o las posibles reuniones a las que tuviesen que asistir.
En la teoría, la Orden no se guiaba por una jerarquía vertical, pero todos coincidían en que Alastor Moody, Kingsley Shackelbot y Aberforth Dumbledore eran los más capacitados para mantener todos los engranajes y divisiones de la sociedad funcionando. En la práctica, nadie movía ni un solo dedo sin antes contar con el beneplácito de alguno de los tres hombres. Aberforth, hermano del desaparecido Albus, y que había resultado ser el misterioso y huraño tabernero de Cabeza de Puerco, fue quien ayudó en la evacuación de Hogwarts por medio del túnel que salía de la Sala de los Menesteres hasta su chimenea. Había sido uno de los pocos supervivientes de la Batalla de Hogsmeade, y no había sido capaz de dar más detalles de lo sucedido de los que todos ya se imaginaban.
Harry, por su parte, se había ganado a pulso su puesto al frente en el campo de batalla. A pesar de su juventud, era un gran guerrero, hábil en el duelo, de rápidos reflejos y con una gran capacidad de liderazgo. Capacidad que nunca había buscado, pero que, con el paso de los años y de la guerra, había pulido y aceptado. El muchacho era demasiado bueno en lo que hacía como para prescindir de sus servicios capitaneando divisiones a la batalla, a pesar de las reservas de algunos de los miembros de la Orden debido a su gran valor para el enemigo. Era evidente que Lord Voldemort ansiaba tenerlo en su poder, por diversos y terribles motivos, antes que a cualquier otro miembro de la Orden. Pero eso no impedía al chico arriesgar su vida en cada misión, haciendo oídos sordos a la disconformidad de otros miembros.
Ron, a su vez, además de pelear junto a Harry, y sin él, en muchos combates, había decidido invertir sus más que claras habilidades de estratega para ayudar a planificar las contiendas. Su maña para ganar durante años a sus amigos al ajedrez mágico estaba justificada. Tenía una gran capacidad creativa y un excepcional pensamiento táctico, además de mucha imaginación para proponer nuevas combinaciones de ataques. Era capaz de reacomodar los lugares de batalla, las personas que participarían, y cuidar los detalles con suma habilidad.
Su único defecto era la falta de confianza en sí mismo y su capacidad de enfrentarse a las críticas. Cuando comenzó a interesarse por diseñar estrategias, acompañando para ello al ya veterano estratega Ojoloco Moody durante muchas noches frente a planos de edificios, calles, y pueblos enteros, jamás imaginó el grado de responsabilidad que ello suponía. Cuando planeas una estrategia, debes tener en cuenta mil factores que pueden salir mal; y, aunque los tengas en cuenta, no puedes anticiparte al factor humano, entre otros imprevistos. Debes ser capaz de imaginar con precisión qué hará tu enemigo, por qué lo hará y cómo lo hará. Y adelantarte a ello. Trabajando con toda la información de la que dispongas, aceptando que nunca es íntegra. En las primeras tácticas que planeó con Moody, Ron quedó devastado al ver la cantidad de bajas que habían sufrido, y todo para, en ocasiones, ni siquiera ganar la batalla. Prolongando la guerra. Con el paso de los meses, después de muchas lágrimas, remordimientos, pesadillas y ansiedad, las muertes se recibían con mayor talante. Las estrategias mejoraban, pero ninguna era perfecta ni garantizaba la victoria. Nunca. Darte cuenta de que estás enviando a gente a morir al campo de batalla era una responsabilidad que nadie quería asumir conscientemente. Pero Ron, con la inestimable ayuda y apoyo moral de Ojoloco, lo hizo. El muchacho se veía más curtido que en sus años en Hogwarts. Más responsable y más organizado; pero no por ello había dejado de ser él. Siempre que su conciencia se lo permitiese, seguía siendo el mismo muchacho bromista y divertido, pragmático, que aligeraba la tensión en sus amigos, y que lograba mantener el nivel de estrés bajo control en la mayoría de situaciones.
Hermione, por norma general, no solía acompañar a sus amigos en las mismas batallas. El cometido de la chica casi desde el inicio había sido dirigir una división encargada de liberar rehenes que estuvieran en manos del enemigo.
El Señor Tenebroso no estaba desperdiciando recursos. Había encontrado una manera de incrementar aún más su ejército, al igual que había hecho en la Primera Guerra Mágica, que consistía en utilizar poderosa magia oscura para convertir en inferius, en cadáveres reanimados mágicamente, hechizados para ser un ejército, a cualquier mago enemigo al que le echase el guante. Tanto a los cadáveres del campo de batalla, los cuales la Orden se esforzaba por recuperar antes de que el enemigo se apoderase de ellos, como a prisioneros a los que asesinaba y aplicaba tan terrible magia. Era de vital importancia rescatar a todos los cautivos posibles para evitarles un destino peor que la muerte. Y para evitar engrosar las filas de Voldemort con soldados que no podían ser asesinados.
La nutrida red de espías que la Orden poseía, cada poco tiempo lograba identificar nuevos refugios, cárceles más o menos provisionales, encubiertas, en las cuales los mortífagos mantenían presos tanto a miembros de la Orden que hubieran desaparecido en batalla, como a personas inocentes que simplemente se opusieran al régimen. Cuando esa información llegaba a sus manos, Ron y Hermione colaboraban en crear la mejor estrategia posible para que la chica, junto con su división, asaltase dicha guarida y liberase a los prisioneros. Su cometido nunca era atacar emplazamientos enemigos, sino simplemente liberar a los suyos.
Hermione hacía dos años que no pisaba su hogar. Que no veía a su familia. Los padres de la chica, dentistas muggles, habían huido a Estados Unidos. Aunque no por voluntad propia, desde luego. Ella los había hechizado sin que ellos lo supieran, alterando su memoria, cubriendo con otros todos los recuerdos que tenían que ver con ella. Haciéndoles creer que les hacía falta un cambio de aires, y que Los Ángeles era el lugar idóneo para empezar. De modo que se marcharon, ignorantes de que tenían una hija. Menos aún una que era miembro activo de la Orden del Fénix, combatiente en una guerra declarada. Mientras sus padres estuviesen lejos, a salvo, la chica podía mantener la mente de lleno en sus obligaciones. Si la guerra acababa, revertiría el hechizo y destaparía la sábana que ocultaba cualquier recuerdo sobre ella. En caso de que ella muriese, se había asegurado de que el hechizo siguiese siendo factible. Que no recordasen jamás su existencia.
—Listo, siempre hace lo mismo… —se quejó Harry, mirando a Hermione con cara de circunstancias ante la interrupción de Kreacher, una vez que el elfo desapareció. Ella, todavía sonriendo, se sentó en una de las sillas, dejando El Quisquilloso que llevaba bajo el brazo sobre la mesa.
—Creo que nos espía con la intención de escuchar por fin que todos hemos muerto en batalla —bromeó Ron con resignación. Pero la amargura de su voz, y cómo se frotó después los párpados cerrados, intrigó a Hermione.
—¿Va todo bien? —quiso saber, mirando los pergaminos ante ella. Intentando adivinar la conversación que sus amigos habían estado manteniendo. Había un gran plano desplegado en la superficie, con muchas fichas pequeñas, como de parchís, repartidas por encima. Unas negras, y otras azules. También había unas pocas rojas.
Harry dejó escapar un agotado resoplido y sacudió la cabeza con pesadez.
—Ha vuelto a pasar —confesó en voz baja. Mirando la mesa—. Ha muerto. Lucinda. La han encontrado esta mañana.
La boca de Hermione se abrió para dejar escapar un jadeo afectado. Sus hombros se hundieron y sacudió la cabeza. Sintiéndose vapuleada.
—¿Qué ha pasado? ¿Cómo? —susurró, con voz inestable. Harry se encogió de hombros.
—Igual que los demás. Estaba siendo trasladada a otra casa de seguridad. Pero no llegó. La encontraron en un callejón en la zona de Walworth. Simplemente estaba muerta. La Maldición Asesina. Han colocado la Marca Tenebrosa.
—¿Cómo la han encontrado los mortífagos? —se desesperó Hermione, inclinándose un poco más sobre la mesa—. Creía que había salido bien por fin. Que la Marca Tenebrosa de su brazo había sido removida totalmente.
—Lo había sido —aseguró Ron, tamborileando con los dedos encima de la mesa. Apartó una lupa que había en la superficie, solo para hacer algo—. Pero está claro que hay algo más. Parece que no los localizan gracias a ella. Debe ser parte de ese ritual que todos han contado que hicieron para aceptar la Marca, y eso ya no hay forma de revertirlo. Es una especie de Juramento Inquebrantable. Da igual que quitemos la Marca, Quien-Ya-Sabéis los encuentra siempre. No podemos protegerlos.
—¿Higgs está bien? —cuestionó entonces Hermione, con prisa. Harry asintió con la cabeza, rascándose la mandíbula.
—Muerto de miedo. Pero vivo, de momento.
Ese "de momento" envió un escalofrío a sus amigos. Era una situación frustrante y nadie en la Orden sabía cómo enfrentarla. Como en cualquier ejército, a lo largo de esos dos años también magos del bando de los mortífagos habían intentado desertar para unirse a la Orden; bien por miedo o bien por descontento con el régimen de su Señor. Pero, al igual que sucedió con Igor Karkarov, ninguno había vivido más de unos pocos meses después de abandonar a Voldemort. Algunos incluso días. Los mortífagos siempre los encontraban y asesinaban por traición, daba igual cómo de bien la Orden los escondiese. Lucinda había sido una mujer de mediana edad, cuyo hijo, también mortífago, había muerto en batalla. Huyó de las filas de Voldemort, y lograron mantenerla escondida durante casi cinco meses. Pero al final la habían encontrado.
Terence Higgs, alumno un año menor que ellos de la Casa Slytherin, había sido uno de los últimos en desertar y unirse a la Orden buscando amparo. Él mismo tenía claro que no era probable que sobreviviese, pero decía que no tenía alternativa. Siempre había compartido la ideología de la supremacía de los sangre limpia, pero no podía soportar la vida que llevaba como mortífago. No podía seguir peleando por Voldemort.
Por desgracia, la magia que los unía al Señor Oscuro les impedía revelar información de ningún tipo. Además de que muchos de los desertores ni siquiera eran lo suficientemente cercanos al Señor Oscuro como para estar al tanto de sus planes. Para ser algo más que simples peones en el tablero.
—¿Qué querías contarnos tú? —cuestionó Ron, intentando cambiar de tema—. ¿De dónde vienes?
—He estado en las casas de seguridad. En la de tu tía Muriel me he encontrado con Elphias —contó Hermione, palpándose el bolsillo interior de su túnica y sacando un rollo de pergamino—. Me ha dado un par de documentos, algunos para Ginny. ¿Sabéis si está?
—Sí, arriba —indicó Harry, señalando el piso superior con un gesto. Pero seguía luciendo distraído, posiblemente todavía pensando cómo salvar a Higgs. Cambió de lugar una ficha del mapa que había ante él—. Con Lupin. Y ese chico.
—Terry Bott —concretó Ron, bajando la vista para mirar lo que Harry hacía mientras hablaba—. Él está haciendo pociones en el salón. Ha trasladado su laboratorio desde la casa de Perkins hasta aquí. Posiblemente se quede unos meses.
—Pues me viene de perlas, tengo también algunos documentos para él. Pensaba ir a la casa de los Tonks a dárselos a Oliver —comentó Hermione, desplegando el rollo y echándole un vistazo, pensativa—. Snape ha enviado mucha información esta vez. Hay un gran apartado sobre venenos...
—¿Sabes algo de Snape? —cuestionó Harry, cuyas facciones se endurecieron sin que se diese ni cuenta. Ron lo miró de soslayo ante su agresivo tono. Hermione sacudió la cabeza, pacífica.
—No mucho. Por lo que me ha dicho Elphias a modo de resumen, nos informa de un nuevo apartado en el temario de segundo año. Y más información sobre la asignatura que está impartiendo Flitwick. Y lo de los venenos. Pero no hay mucho sobre la vida dentro de Hogwarts —miró a su amigo a los ojos, casi disculpándose—. Seguirá todo como... bueno, como siempre. Como están las cosas ahora. Los alumnos están relativamente a salvo y eso es lo que importa.
Harry no dijo nada. Se limitó a apretar las mandíbulas. Siempre se comportaba igual cuando hablaban sobre Snape.
Severus Snape había resultado ser un espía doble, a órdenes tanto de Albus Dumbledore como de Lord Voldemort. O al menos eso les había explicado Remus a los sorprendidos jóvenes cuando tuvieron contacto con él después de la batalla en la cual Voldemort se hizo con la escuela. Una vez confirmadas sus sospechas de que Snape tenía, al menos, contacto con Voldemort, Harry se enfureció y gritó a los cuatro vientos que, siendo un mortífago activo, debía haber estado al corriente de que iban a atacar Hogwarts, y podría haberse evitado. Pero, por lo visto, el Señor Oscuro no confiaba plenamente en la mano derecha de Albus Dumbledore y no le había confesado sus planes; cosa que Harry no se creía en absoluto. Culpaba a Snape. Lo culpaba de mentiroso, de traidor, y de haber abandonado a Dumbledore, fuera lo que fuese lo que le había ocurrido a este último. Harry estaba seguro de que Snape sabía que iban a atacar Hogwarts, y en lo que pensaban convertirlo, y no había hecho nada para impedirlo.
Su viejo profesor de Pociones y Defensa Contra Las Artes Oscuras continuaba en el colegio, formando a los alumnos al igual que McGonagall y los otros maestros. Al ser también miembro de los mortífagos, tenía algo más de libertad para entrar y salir del castillo, dado que a veces se le exigía realizar alguna misión para el Señor Oscuro. Cuando eso sucedía, en ocasiones se veía lo bastante pobremente vigilado como para mandar información a la Orden.
Muy pocas personas estaban al corriente de la verdadera lealtad de Snape, incluso dentro de la Orden. Por su seguridad. Siendo una de las personas más cercanas a Voldemort, era una de las que corría más riesgo de ser descubierto si alguien se iba de la lengua o cometía un error. Oficialmente estaba del lado de Lord Voldemort, pero en la clandestinidad informaba a la Orden de todo lo que podía. Y a la Orden le venía de perlas tener, al menos, un espía dentro de Hogwarts. Pero Harry no lo aguantaba. No confiaba en él. Argumentaba una y otra vez que era posible que estuviese jugando a dos bandos. Que también estuviera filtrando información de la Orden a las filas de Voldemort. Y, aunque Remus le había asegurado por activa y por pasiva que, por precaución, no habían proporcionado a Snape ninguna información útil de la Orden ni de sus planes, las sospechas de Harry no decaían. Y Ron y Hermione ya no sabían cómo replicarle.
—¿Alguna noticia? —añadió Ron, intentando cambiar de tema para apaciguar el evidente mal humor de Harry, señalando la revista que su amiga había traído. Hermione suspiró con melancolía mientras la abría ante ellos.
—Dos desapariciones más —reveló la chica, en voz baja. Pasó un par de páginas y les mostró la noticia—. Las terceras esta semana. Pero en estas me ha parecido que hay algo raro, y eso es lo que os venía a enseñar…
—¿Algún aliado de la Orden? —quiso saber Harry, con tono más normal, olvidándose por el momento de su odio hacia Snape. Se acercó la revista a los ojos.
—No, dos chicos corrientes. Muggles. A las afueras de Surrey. Cerca de Little Whinging —concretó Hermione, atenta a las reacciones de Harry. Éste, tal y como ella había temido, frunció el ceño al instante.
—¿Privet Drive? —saltó, asombrado—. ¿Ha habido un ataque cerca de los Dursley? —Su amiga asintió con la cabeza, pero algo en su mirada le hizo añadir—: ¿Crees que el ataque está relacionado con ellos?
Hermione suspiró y retorció las manos sobre su regazo.
—Tengo sospechas, pero no estoy del todo segura. Quería que tú me lo confirmases…
Pasó a la página siguiente y les mostró las fotografías de los desaparecidos. Harry exhaló un suspiro de asombro, y Ron abrió la boca en una perfecta y enorme "o".
—¡Ese tío es clavado a tu primo, Harry! —exclamó, perplejo, señalando una de las fotografías—. El otro no tiene nada de especial, pero este… ¡Caray!
—Me ha dado la sensación de que se parece mucho a tu primo, pero yo solo lo vi una vez, en la estación de King's Cross, y no recuerdo su cara claramente —se justificó Hermione—. Quería que me confirmases que no eran imaginaciones mías…
—Se parece mucho… pero no es él, el nombre no coincide —repuso Harry, ojeando rápidamente la noticia en busca del nombre de su primo. Al encontrar la identidad de los chicos, emitió un resoplido—. Estos dos eran amigos de Dudley, matones como él. Los recuerdo. Me dieron un montón de palizas cuando era crío…
—Pues se parecen muchísimo —corroboró Ron, asombrado, examinando la fotografía más de cerca—. Normal que hayas dudado, Hermione. Yo sí vi a tu primo un par de veces… Una en King's Cross, y otra cuando fuimos a buscarte a tu casa para los mundiales de Quidditch… Y son idénticos, qué barbaridad.
Harry se encogió de hombros con resignación.
—Todos sus amigotes parecían hermanos separados al nacer. Eran igual de enormes, feos y brutos. Iban al mismo club de boxeo.
Mientras Ron reía entre dientes, Hermione intentó volver al tema con aspecto impaciente.
—¿No os da la sensación de que es mucha casualidad? —dijo, con énfasis—. ¿Los mortífagos capturan o matan a un par de chicos, amigos del primo de Harry Potter y, casualmente, muy parecidos a él?
—¿Qué insinúas? —cuestionó Ron, sin comprender.
—Pues que quizá hayan cometido un error. Quizá su intención era precisamente capturar a Dudley Dursley y sonsacarle información de dónde podrías estar. Pero capturaron a la persona equivocada —explicó Hermione con vehemencia.
—Me parece muy rebuscado que intenten llegar hasta mí por medio de mi primo muggle —repuso Harry, con poca seguridad.
—Son tus únicos parientes —objetó Hermione con delicadeza. Harry le dio la razón, arqueando las cejas y asintiendo con la cabeza—. Es lógico pensar que es la forma más directa de llegar a ti. Quizá crean que saben dónde estás, o que irás a rescatarlos en el peor de los casos…
Harry resopló con pesadez.
—Supongo que no es imposible… —admitió, mordisqueándose una uña—. Pero, ¿por qué ahora? ¿Por qué no hace dos años, cuando abandoné la casa de Privet Drive? —añadió en voz más alta.
Hermione se encogió de hombros lentamente.
—No lo sé. Quizá ahora cree tener el poder suficiente como para acabar contigo.
Sus amigos guardaron silencio, pensativos. Tras emitir los tres desacompasados suspiros, Harry desplegó otro de los mapas que había sobre la mesa, sin mirar a sus amigos, como si necesitase ponerse a trabajar de inmediato. Ron y Hermione intercambiaron una discreta mirada. Cargada de intranquilidad. Ron agitó entonces su varita para mover una ficha roja que tenía delante, cambiándola de color y de posición. Dando por terminada la conversación. Hermione, tras cuadrar los hombros para recuperar la compostura, se puso en pie.
—Voy a subir a hablar con Ginny —informó, intentando recuperar una conversación cordial. Harry accedió a volver a mirarla y le sonrió, tanto con sus verdes ojos como con su boca, asintiendo con la cabeza. Ron alzó sus ojos hacia ella.
—¿Crees que después tendrás un rato libre para cortarme el pelo? —quiso saber, con una divertida sonrisa en su pecoso rostro. Su abundante cabello rojo definitivamente necesitaba algunos arreglos—. Tú lo haces muy bien. No pienso dejar que mi madre me lo corte de nuevo, me dejó como un crío de diez años la otra vez.
—Claro, después te lo corto —aseguró Hermione, con una sonrisa maternal. Al pasar tras Harry para llegar a la puerta, estiró una mano para alcanzar su cabeza y acariciarle el pelo—. Ya que Harry no me deja ni tocarlo…
El joven Potter hacía tiempo que necesitaba un buen corte. Su cabellera negra azabache, despeinada y revuelta, crecía con asombrosa rapidez. Hermione se había ofrecido a cortárselo varias veces, pero él se había negado. Siempre alegaba que no tenía tiempo. Siempre parecía estar ocupado en su lucha contra el Señor Oscuro. En su afán por derrotar a Voldemort, debido a la carga que soportaba en silencio sobre sus hombros, a la responsabilidad que parecía tener con todo el que lo rodeaba, consideraba que cualquier cosa que no fuese pelear, dormir y comer, era tiempo desperdiciado. De hecho, en las últimas semanas su cabello había crecido tanto que había decidido atárselo en la nuca con una goma, quedando anudado en una pequeña coleta. No llegaba a ser, ni por asomo, tan larga como la de Bill Weasley, pero Ron bromeaba a menudo diciendo que, como se hiciese un pendiente, Fleur caería a sus pies.
—Me lo cortaré cuando Voldemort sea derrotado —replicó su amigo, atreviéndose a bromear al respecto, con una perezosa sonrisa. Ron se esforzó por soltar una carcajada.
—Genial. Pues a este paso cuando llegue el invierno te lo podrás enrollar al cuello a modo de bufanda.
Draco, no sin esfuerzo, había conseguido doblar y rodear con los brazos sus largas piernas para poder sentarse de lado en el alfeizar interior de su ventana. La lluvia caía con fuerza en el exterior. Era noche cerrada, y apenas se distinguía nada de los amplios jardines de la Mansión Malfoy. La única luz, que iluminaba unos metros frente a la casa, provenía de alguna ventana de los pisos superiores. Se reflejaba en la encharcada y bien recortada hierba, dejando ver cómo la lluvia se precipitaba en los charcos. La propia habitación de Draco estaba sumida en la oscuridad, a pesar de encontrarse él en su interior. No necesitaba encender ninguna luz. No para mirar por la ventana.
Solo oía su respiración. Y el aguacero del exterior. Todo lo demás era silencio. Debido a eso, fue capaz de escuchar unos pasos descalzos recorrer el pasillo. Draco no se alteró ante el sonido. No dejó de dar vueltas con los dedos al anillo plateado que tenía en el dedo anular de la mano derecha. Apartó la mirada de la ventana, con desgana, y elevó los ojos para mirar el gran reloj de pie que había junto a una pared, al otro lado de su habitación. Entornándolos para agudizar la vista en medio de la penumbra, vio que eran las tres y veinte de la madrugada.
Su lustrosa y pesada puerta se abrió apenas unos centímetros, acompañada de un leve crujido de madera vieja.
—¿Draco? —llamó con vacilación una suave voz al otro lado, en apenas un susurro.
El chico apartó la mirada del reloj y la fijó en la entrada.
—Estoy despierto.
Un instante después, la puerta se abrió varios centímetros más y una sombra de color claro, casi fantasmal, se adentró en la habitación, cerrando la puerta inmediatamente tras ella. Draco contempló con aire ausente a la persona que acababa de entrar. Era una joven de su misma edad, vestida en ese momento con un largo camisón blanco que a Draco le sonaba que pertenecía a su madre, Narcisa. Le quedaba grande, y lucía algo arrugado, lo cual apuntaba a que la chica había estado dando vueltas en la cama. Su despeinado cabello negro, largo hasta los hombros, le indicó lo mismo.
—¿Qué pasa? —preguntó él, en voz baja.
Samantha, con la espalda pegada a la puerta, estaba todavía buscándolo en medio de la oscuridad de la estancia. La voz del chico finalmente le dio la pista que necesitaba y lo descubrió sentado en la ventana, mirándola.
—Han traído a alguien más —murmuró ella con voz entrecortada, avanzando hacia él. Sus pies descalzos silenciosos sobre la alfombra—. Están sobre mi habitación. En el piso de arriba.
La joven hablaba inglés con bastante fluidez, pero se podía apreciar un tenue acento francés en su pronunciación. Su padre era francés, pero su madre era inglesa, gracias a lo cual la joven se manejaba muy bien en ambos idiomas, habiéndolos practicado desde niña.
Draco bajó los pies del alfeizar, dejándole espacio para sentarse, antes de añadir con voz neutra:
—Lo sé. Una mujer. Los he visto por la ventana —dijo, señalándola con la cabeza. Samantha apartó un poco una de las pesadas cortinas de terciopelo verde, para no sentarse encima, y se acurrucó en la otra punta del alfeizar—. ¿Y la están interrogando ahora? Creía que querían esperar a que Dolohov estuviera presente, y él no vuelve hasta mañana.
Samantha se encogió de hombros, impotente. La rodeaba una visible aura de desesperación.
—Estaba oyendo todo —añadió, como si intentase justificar su presencia allí—. Estaba oyendo sus preguntas, aunque no he entendido ninguna. Pero oía sus gritos... Oía los Cruciatus... —tragó saliva, y tuvo que tomar aire antes de añadir—: No podía dormir.
Volvió a suspirar con más énfasis, como si no lograra hinchar el pecho del todo, y se abrazó a sí misma. La piel de sus brazos estaba de gallina. Draco no dijo nada. Había devuelto la mirada a la ventana.
—¿Puedo dormir aquí? —cuestionó ella, alzando sus oscuros ojos en su dirección. Dubitativa.
—Hum… —emitió Draco con la garganta, de forma afirmativa, por toda respuesta. Samantha lo contempló durante unos pocos segundos antes de romper el silencio de nuevo:
—¿Tampoco puedes dormir? —quiso saber, en voz más baja. Había apreciado que el chico estaba vestido todavía con ropa de calle.
Draco miró la lluvia unos instantes más, pero después accedió a mirarla de soslayo.
—Mi madre aún no ha vuelto. Ha salido, no me ha dicho a dónde, y no ha vuelto. Cuando la vea, me acostaré.
La chica cabeceó un par de veces. También dirigió la vista hacia el alto ventanal. El viento había arrastrado las gotas de lluvia hacia el cristal, y los regueros habían hecho que el exterior fuese cada vez menos visible.
—Quizá vuelva por la mañana… —opinó, con vacilación. Él no respondió nada ante eso.
—Puedes acostarte, si quieres —replicó en cambio. Sin mirarla—. No me esperes.
La comisura de los labios de la chica tembló en una sonrisa.
—No te preocupes. Aún… aún no puedo dormir —confesó, en un murmullo—. Estoy algo nerviosa.
Enmudeció y miró alrededor. Escrutando la amplia estancia. Los muebles de estilo barroco, nada propios de un muchacho de veinte años. Pero sí acordes al estatus de su familia. Se vio abrumada por su elegancia y frialdad. Y también por las sombras de la estancia. Por el silencio. Como si se tratase de un pozo oscuro. Un agujero muy, muy profundo. Cada vez más, cuanto más miraba. Y su pecho comenzó a subir y bajar con más rapidez sin que pudiera evitarlo.
Draco la miró de reojo ante su repentino silencio. Al escucharla respirar de forma más sonora. Advirtió que sus ojos se habían empañado.
—¿Enciendo una luz? —preguntó, en un cauto murmullo. Samantha, incapaz de mirarlo, se limitó a apretar los dientes y negar con la cabeza. Pero Draco podía ver el temblor de sus labios.
La escrutó un momento más, y después decidió no hacerle caso. Se puso en pie y avanzó a través de la habitación hasta llegar a su escritorio, situado en una de las esquinas. Era de roble, amplio y elegante, de aspecto lujoso. No recordaba haberlo utilizado nunca. Durante los meses de verano siempre iba a la biblioteca de la mansión, en el piso de arriba, a hacer los deberes que les enviaban en Hogwarts.
De camino a su escritorio, sacó la varita de la cartuchera que llevaba colgando del cinturón. Se había acostumbrado a llevarla siempre encima, incluso dentro de su casa, y solo se la quitaba para dormir, dejándola en la mesilla de noche. Y, a veces, ni siquiera entonces.
Al llegar a la mesa, se estiró para coger con la otra mano un viejo candil polvoriento que había en una estantería llena, por lo demás, de libros. Murmuró algo entre dientes y una tenue y titilante luz anaranjada invadió la habitación. Samantha lo observó hacer, en silencio, todavía apostada en el alfeizar.
Draco podía haber generado un simple hechizo Lumos sin moverse de la ventana. O atraído el candil con un hechizo convocador. Pero consideró conveniente dar a la chica algo de privacidad para recomponerse y secarse las lágrimas, como sabía que había hecho a sus espaldas. Sabía que, después de haber estado casi siete meses encerrada en los calabozos de su mansión, había ocasiones en las que la oscuridad la superaba. Posiblemente la transportaba a esa mazmorra de nuevo.
Además, llevaba varias horas sentado en ese alfeizar, y le apetecía estirar las piernas. Sus cuartos traseros habían comenzado a resentirse.
Volvió a la ventana junto a la chica, y dejó el candil en el suelo, a su lado. Ella lo estaba mirando con avergonzada gratitud. Sus labios habían dejado de temblar. Y su respiración se reguló sin que ella se diese cuenta.
—¿Sabes si está Nott? —preguntó Draco entonces, sin darle oportunidad de agradecerle su gesto. Se sentó de nuevo en el alfeizar, y apoyó la sien contra el cristal.
—No. He hablado con él por la tarde y me ha dicho que tenía que ir a Nurmengard —contó ella, en un murmullo apagado—. Le tocaba… eh… ¿surveiller?
—Vigilar, sí —tradujo Draco, impaciente. Pero frunció el ceño y se irguió un poco—. Le tocaba el día once —protestó, como si eso invalidase la información de la chica.
—Le han cambiado el turno; creo que han rectificado el orden de alguna misión y han reasignado las tareas de algunas personas.
—¿Misión? ¿De qué escuadrón? —masculló Draco, todavía con la frente arrugada—. No me han informado de nada.
Samantha vaciló, parpadeando. Intentando hacer memoria sobre su conversación con Theodore.
—¿El de Rookwood? ¿Puede ser? —aventuró, en voz más baja—. Creo que Nott lo ha mencionado.
Draco pareció relajarse. Apoyó mejor la espalda contra el marco de la ventana.
—Puede ser. Tiene sentido. Sería una "misión soplona". Querrán conseguir nuevos espías. Si ha derivado a muchos mortífagos, será un golpe grande.
Samantha lo miró con prudencia. Inquieta.
—¿Espías… mediante la Maldición Imperius? —susurró, mientras era visible cómo la piel de sus brazos se ponía de gallina otra vez. Él la miró de reojo. Sabiendo lo que esa Maldición Imperdonable significaba para ella.
—Es la especialidad de Rookwood. Y de su escuadrón. También del de Rowle. Se encargan de eso.
Samantha tragó saliva y asintió con la cabeza. Bajando la vista a su regazo.
—Theodore estará fuera tres días —informó, con algo más de brusquedad, como si quisiera cambiar de tema. Draco dejó escapar un leve suspiro por la nariz, sin inmutarse demasiado.
—Odia cuando lo destinan a Nurmengard... —comentó, entre dientes, casi para sí mismo. Samantha lo miró de nuevo. Esperando a que siguiese hablando—. Ahí no puede escurrir el bulto. Hay testigos en todo momento. Nunca estás solo. Si un prisionero intenta algo, tiene que controlarlo. Hacer lo que sea necesario. No es como una misión en campo abierto, en la cual otros te cubren y te hacen el trabajo sucio si eres un poco avispado. Ahí se juega la vida si se niega.
Samantha jugueteaba nerviosamente con la tela de su camisón mientras Draco hablaba, sin apartar sus ojos de él. Cuando calló, la joven se dio cuenta de que estaba arrugándolo en exceso, de modo que se apresuró a reacomodárselo alrededor de las piernas. Entonces contestó, con un hilo de voz:
—Nunca se ha negado a nada hasta ahora, ¿verdad?
Draco resopló por la nariz. Con apatía.
—No, claro que no. Es inteligente. Y un… imbécil jodidamente fuerte —susurró. Volvió a dejar caer la nuca contra el marco de la ventana. El reflejo de la llama del candil hacia tintinear sus ojos—. Puede con muchas cosas. Está cargando con demasiadas cosas que nunca ha querido hacer. Pero él ya sabía en lo que se estaba metiendo. Sabía lo que le esperaba. Nada más salir de Hogwarts, mi madre y mi tía lo instruyeron a conciencia en las Artes Oscuras…
Samantha frunció el ceño ligeramente. No con rechazo, sino con sorpresa.
—No lo sabía —susurró, con asombro. Y lástima. Draco prosiguió, sin mirarla.
—Aguantó todo sin inmutarse. Aprendió los hechizos, las maldiciones, a batirse en duelo, y a torturar a quien hiciese falta. Ha actuado de forma inteligente. Nunca ha rechazado una misión, pero nunca se ha ofrecido voluntariamente a ninguna. No replica. No causa problemas. Pero es humano. Lo conozco, y… algún día explotará. De una forma u otra. Aunque se juegue la vida en ello, no le importa. Nunca le ha importado morir.
Samantha tragó saliva. Le temblaban las manos ante la serenidad en la voz de su interlocutor. Nunca habían hablado tan claramente de todo eso. Pero no podía fingir que no lo sospechaba.
—Pero, entonces, ¿por qué…?
—Porque quiere ver a su padre —completó Draco, con la vista fija todavía en la ventana. Sus ojos centellearon de pronto—. El Señor Oscuro prometió sacar a nuestros padres de Azkaban hace años, cuando empezó esta guerra… Pero no lo hizo.
La chica abrió los ojos con estupor. Tampoco sabía eso.
—¿Y por qué no? —balbuceó, aturdida.
Draco se encogió de hombros, pero no pudo evitar que su boca convirtiese en una fina línea. Apretada de rabia.
—No lo sé —articuló entre dientes—. No los necesitará todavía, supongo. O quizá no tenga el poder suficiente para atacar Azkaban. Aunque lo dudo.
Había intentado sonar estoico, pero podía notar cómo el corazón le retumbaba en el pecho. Con el rencor como carburante.
El Señor Oscuro no había cumplido su promesa. Prometió que liberaría a su padre de Azkaban si conseguía introducir a los mortífagos en el castillo, pero no lo había hecho. Y ya habían pasado dos años. Dos años. Draco, en varios arranques de ira, en momentos en los que la ausencia de su padre se volvía más insoportable, había querido enfrentarlo. Preguntarle el motivo. Acusarlo abiertamente de ser un mentiroso. Pero su madre lo había aplacado con solo una mirada. Haciéndole ver que era una estupidez. Era un suicidio señalar que el Señor Oscuro no había cumplido su palabra.
Lord Voldemort contaba con refugios y escondites por todo Reino Unido, y viajaba constantemente por todos ellos, pero su residencia predilecta era la Mansión Malfoy. Entre sus cómodas paredes se alojaban muchos de sus mortífagos más leales, entrando y saliendo a su antojo, invadiendo cualquier privacidad de la familia Malfoy. Acudiendo a reuniones programadas en su sala de estar, que ya había sido bautizada como Salón de la Guerra, y utilizando sus abundantes habitaciones para todo tipo de tareas. Desde el interrogatorio de prisioneros hasta la fabricación de armamento para el combate.
A pesar de estar instalado en su hogar desde hacía años, el Señor Oscuro no se había mostrado ni de lejos, agradecido. No los trataba con especial favoritismo. Trataba a Narcisa con displicencia, y, usualmente, fría cortesía. Y tampoco se dirigía a Draco como al señor de esa casa. A pesar de estar en su círculo más cercano, habiendo recibido la Marca Tenebrosa dos años atrás, era un mortífago más. Uno de los más jóvenes. Aunque eficaz como el que más en cualquier cometido que le fuese impuesto.
Samantha, contagiada del desánimo de su interlocutor, no fue capaz de decir nada más. Extravió la mirada en la incesante cortina de lluvia que caía al otro lado del cristal. Perdida en sus pensamientos.
Draco, en cambio, centró su mirada en ella, para contemplarla sin que lo notase. Sumido también en sus pensamientos.
Ella no debería estar ahí. En la Mansión Malfoy. Ni en esa guerra.
Samantha Minette era estudiante de séptimo curso de la Academia Mágica Beauxbatons cuando, hacía ya más de dos años, un día de pronto se despertó en el cobertizo de una familia muggle británica que no conocía. Sin tener ni idea de cómo había ido a parar allí. Y las primeras noticias que le dieron fueron que llevaba semanas desaparecida. Samantha no podía creérselo. No entendía nada, no recordaba nada más allá de haber estado de vacaciones con sus amigos en Reino Unido. No sabía qué le había pasado. Fue como si de pronto hubiera parpadeado y su vida hubiera cambiado por completo.
Tras decenas de interrogatorios por parte del Ministerio Francés de Magia, y también del Ministerio de Magia Británico, y reconocimientos de todo tipo por parte del Hospital San Mungo de Heridas Mágicas y el Hospital Mágico d'Orléans, pudo por fin volver a su colegio. Asustada, todavía desconcertada, y sintiendo que todos allí la vigilaban y hablaban a sus espaldas. La noticia de lo que le había sucedido salió en todos los periódicos, nacionales e internacionales.
Pero su vida pareció volver, tímidamente, a su cauce. Las semanas fueron pasando, hasta que las heridas emocionales de la joven Minette se atrevieron a comenzar a cicatrizar. Se obligó a olvidar. A olvidar algo que no entendía en absoluto.
Pero, mientras el final del curso se acercaba, todo volvió a torcerse. Empezó a tener sueños extraños por las noches. En algunos de los cuales se encontraba en el colegio, de noche, en alguno de los corredores, clases, o pasadizos. Sin nadie a su alrededor. Y entonces, de golpe, comprendía que estaba despierta, y que en la realidad se encontraba en el mentado lugar del castillo. La joven, aterrada, no tenía ni idea de cómo había llegado allí. Volvía corriendo a su habitación, y no pegaba ojo por el resto de la noche. Incluso una vez "soñó" que estaba en el despacho de uno de sus profesores y, al despertarse, allí estaba. Sin entender cómo había logrado entrar. Llegó a plantearse seriamente el hecho de ser sonámbula, y comenzó a tener miedo de acostarse por las noches. Por suerte, consiguió que nadie se enterase de sus desconcertantes e involuntarias salidas nocturnas. Ni siquiera acudió a la Enfermería, porque no sabía cómo explicar lo que le sucedía. No se sentía capaz de contárselo a nadie. A ninguno de sus amigos. A ningún profesor. Desde que despertó en aquel cobertizo muggle, no se atrevía a confiar en nadie.
Por fin, su último curso escolar en Beauxbatons terminó. Y se dijo que las cosas mejorarían. Volvería junto a su familia, y recuperaría su vida anterior, sin preocupaciones, sin miradas curiosas por parte de sus compañeros a donde quiera que fuese.
Pero, para su consternación, cuando volvió a su casa descubrió que la aguardaba una terrible sorpresa. No había ni rastro de sus padres. En su lugar, dos personas encapuchadas la estaban esperando en su sala de estar. Intentó luchar, pero no tenía la habilidad suficiente. La secuestraron.
Y llevaron ante Lord Voldemort.
Samantha, aunque nunca lo había visto en persona, reconoció sin dificultad al mago tenebroso. Había leído sobre él, siendo mundialmente conocido por sus crímenes en el mundo mágico británico en los años setenta, y también lo conocía por las anécdotas que sus compañeros de Beauxbatons les contaron a todos al regresar a la escuela tras el Torneo de los Tres Magos. Que Harry Potter, el Niño Que Sobrevivió, decía que había regresado y se había enfrentado a él. Que había asesinado a uno de los campeones del torneo.
El espeluznante mago, de rostro liso, serpentino, y ojos color rojo sangre de pupilas verticales, la recibió en una oscura y lujosa mansión en la que Samantha nunca antes había estado. Y la saludó como si de una vieja amiga se tratase. Le aseguró que sus padres no sufrirían ningún daño si cooperaba.
Y entonces utilizó la Legeremancia contra ella.
Samantha nunca había sentido un dolor tan terrible. Nunca habían intentado entrar en su mente antes, y menos aún para registrarla con semejante rudeza. Pudo ver en su cabeza lo que el Señor Oscuro estaba sacando de ella a la fuerza, y fue capaz, en medio de la agonía, de sacar sus conclusiones. Eran imágenes de Beauxbatons. De todo tipo. Pasillos, personas, despachos de profesores, salidas, entradas… Quería información de la escuela. Y no parecían haber encontrado voluntarios que se la proporcionasen. Por eso la había secuestrado. Ahora entendía por qué aparecía en lugares a los que no recordaba haber ido. Tal y como supo más tarde, la secuestraron el mes de febrero, la controlaron mediante una poderosa e indetectable Maldición Imperius, y después la liberaron. Para que recopilase todo tipo de información de la escuela, en contra de su voluntad. Tardaron semanas en lograr que la maldición fuese indetectable para los Sanadores y Aurores que preveían que la examinarían. Y también en borrarle la memoria con la suficiente efectividad para que nadie se diese cuenta de que lo habían hecho. Dos muchachos, llamados Vincent Crabbe y Gregory Goyle, al parecer fueron los encargados de llevar a cabo tal misión. Fue su prueba de acceso a las filas de Voldemort. Para ver si le eran útiles, bajo recomendación de sus padres.
Y, ahora, Lord Volemort quería recuperar la información que la chica llevaba meses recopilando sin saberlo. Invadió y torturó su mente durante días y días. Hora tras hora. Intercalando las intrusiones a sus recuerdos con largas horas alojada en una oscura y fría celda.
Las sesiones eran interminables y dolorosas. Era un proceso atroz, demoledor y casi inhumano a las dosis que lo hicieron con ella. En la última sesión, a la joven se le habían acabado las lágrimas. Su mente estaba débil, blanda, y todo su cuerpo estaba sin fuerzas. Y, después de eso, no volvieron a sacarla de su solitaria mazmorra. Lord Voldemort parecía tener todo lo que necesitaba.
Tardó semanas en recuperarse. Tumbada en un rincón, sola, sollozando de dolor sin poder parar, creyó que jamás volvería a razonar con profundidad. Que jamás dejaría de notar arder su mente. Como si, cada vez que tuviese cualquier pensamiento consciente, su cerebro fuese a protestar por el exceso de esfuerzo, haciéndola gritar de suplicio. A medida que pasaban los días, en la oscuridad de la celda, la joven fue recuperando las fuerzas y la cordura. Y pudo volver a pensar sin sufrir.
En cuanto pudo hacerlo, sus padres acudieron a su cabeza. Preguntándose dónde estarían. Si seguirían con vida.
No entendía por qué ella seguía viva. Por qué no la habían simplemente asesinado después de sacarle la información que necesitaban sobre su colegio. Se ahorrarían la molestia de tenerla allí, de alimentarla dos veces al día con comida que ella apenas tocaba, y de vigilarla constantemente. No entendía por qué la retenían allí. Ya había cumplido su misión, ya no la necesitaban. Aunque terminó deduciendo, con aterradora certeza, a medida que pasaban los días, y las semanas, que quizá la necesitasen para algo más.
Al principio, solo tuvo contacto con dos elfos domésticos, y con una mujer, que, si no se equivocaba, tal y como escuchó un día de casualidad, se llamaba Narcisa. Era rubia, de ojos azules, alta, y delgada, y bastante guapa; aunque su rostro lucía de forma perpetua un marcado gesto de arrogancia que le restaba atractivo. Aun así, fue amable con ella, que no simpática.
Por desgracia, tiempo después empezó a recibir también algunas visitas esporádicas de un hombre al cual no vio el rostro, pero sí sus evidentes intenciones de aprovecharse físicamente de ella. Atrapada en esa celda, no podía defenderse de ninguna manera. Narcisa, por fortuna, acudió en su rescate a tiempo la mayoría de las veces.
Un día cualquiera, sin previo aviso, la sacaron del calabozo. Y le hicieron recorrer la misma mansión que había visto el primer día que fue llevada ante Voldemort. Era enorme, lujosa y oscura. Se preguntó si Narcisa sería la dueña. La familia que vivía allí debía pertenecer a la aristocracia mágica británica. Sabía, por lo menos, que todavía se encontraba en Inglaterra, a juzgar por el hecho de que todo el mundo a su alrededor hablaba inglés con acento británico.
La subieron hasta la segunda planta y la instalaron en una amplia y sobria habitación. Le lanzaron algunos hechizos que no pudo identificar para qué eran. Intuía que eran encantamientos de seguridad para que no escapase. Le especificaron que podía recorrer el edificio, con ciertos límites, pero no podía ir a los jardines sin supervisión. Pasó a ser una especie de huésped y prisionera al mismo tiempo de la mansión. Los elfos domésticos le siguieron llevando dos comidas al día. Siguió recibiendo las visitas de Narcisa. Ella le entregó algo de ropa limpia, y, durante las siguientes semanas, fue la única persona con la que habló. De cosas triviales, apenas un par de palabras diarias sobre si había comido o si necesitaba más mantas.
Al principio, la joven apenas se atrevía a salir de su habitación. Poco a poco, emocionada por su precaria libertad después de semanas y semanas entre cuatro frías paredes sin ventanas, se atrevió a hacer pequeños recorridos por el lugar. Huyendo cada vez que se cruzaba con alguien. Sintiendo que varios pares de ojos la seguían allá donde fuera. La tenebrosa mansión estaba atestada de lo que ella identificaba como "mortífagos"; seguidores de Lord Voldemort.
Un día, recibió la inesperada visita de un joven moreno, bajo y escuálido, de tristes ojos azules. Sus facciones tenían un aspecto ligeramente conejil. Al verlo vestido con el oscuro uniforme de los mortífagos, la chica sintió un pánico instantáneo. Temiendo por su seguridad, intentó poner la máxima distancia entre ellos. Pero él se apresuró a presentarse como Theodore. Y a tranquilizarla diciendo que solo pretendía hablar con ella. Hacerle compañía.
Y lo hizo. En muchas ocasiones. No acudía a su habitación todos los días, a veces incluso no lo hacía en varios días, pero la chica había empezado a apreciar su presencia. Se interesaba por su estado de salud. Le preguntaba si quería algo para leer. A veces incluso le contaba algún detalle personal de él. Como que le gustaban las ranas de chocolate. O como que no estaba de acuerdo con la misión que tenían esa noche. O que no tenía ninguna gana de torturar a la persona que lo esperaba en la habitación de al lado.
Y así Samantha supo leer entre líneas, aunque no lo discutieron abiertamente nunca, que no era un mortífago como los demás. Que no era un seguidor fiel del Señor Oscuro. Y llegó a confiar en él casi sin pretenderlo.
Y por eso supo que decía la verdad cuando le contó que sus padres estaban prisioneros en un lugar llamado Nurmengard.
Y decidió intentar escapar.
Fue un acto impulsivo. Una estupidez nacida de la desesperación que no les contó ni a Theodore ni a Narcisa. No tenía varita para desaparecerse, y ni siquiera sabía qué tipo de protecciones habían puesto para evitar que abandonase el lugar. Pero decidió intentarlo. Tenía que salvarlos. Pedir ayuda. Lo que fuese. Robó un puñado de Polvos Flu, tras colarse en uno de los salones. Y esa noche fue a las cocinas, cuando los elfos ya dormían.
Pero los Polvos Flu no funcionaron cuando se introdujo en la chimenea. Aunque sí activaron las alarmas.
El resto de la noche fue algo confusa para Samantha. Sabía que había sido torturada, pero apenas fue capaz de recordar nada al día siguiente. Solo sabía que el cuerpo le dolía como si la hubieran deshuesado y hecho crecer los huesos de nuevo.
A media mañana, ya en su habitación, mientras todavía se recuperaba de las secuelas de su intento frustrado de huida, recibió una nueva visita. Un muchacho que también aparentaba una edad cercana a la suya. Era alto, delgado, con un llamativo cabello rubio claro, y ojos grises, glaciales y despectivos. Su rostro de tez pálida, y su gesto adusto y altanero le recordaron a la mujer llamada Narcisa, por lo cual la chica sospechó que sería su hijo.
Él ni siquiera se presentó. Se limitó a plantarse ante ella, alzado en toda su imponente estatura, con expresión dura como el granito. Le advirtió, en un poderoso siseo, de que no se le ocurriese volver a intentar escapar, o él mismo se encargaría de su siguiente tortura. Le informó de que estaba en esa cómoda habitación gracias a su madre; que la había sacado de esa mazmorra, que se estaba jugando su vida por ella, y que más le valía agradecérselo. Que la mujer había sido torturada también por lo sucedido, y que no pensaba permitir que se repitiese.
La chica no pudo articular palabra. Se echó a temblar, sintiendo la culpa sobrepasarla ante el hecho de haber puesto en peligro de muerte a la única persona, además de Theodore, que era amable con ella en aquel tenebroso lugar. Antes de que pudiera decir nada, aquel muchacho abandonó la habitación con enérgicos andares. Sin mirar atrás.
Horas después, cuando Theodore acudió a verla, la chica le preguntó al instante si Narcisa estaba bien. Ante su confirmación, le pidió que la disculpase ante aquel chico de cabello rubio. Que le dijese que no había querido que le sucediese nada a su madre. Theodore le prometió que lo haría.
Samantha no volvió a intentar escapar de ninguna manera.
Volvió a ver al hijo de Narcisa días más tarde. Una tarde, en que la chica se animó a visitar a Nott en la habitación de él, lo encontró en compañía del otro muchacho. Theodore la invitó amablemente a unirse a la conversación. A pesar de que el otro chico, al cual Nott se dirigió con el nombre de "Draco", no se mostró en absoluto emocionado.
Samantha se sentó en una silla, en silencio, viendo cómo ambos chicos retomaban su discusión. Hablaban sobre algo sucedido en Manchester que ella no terminó de entender. Sobre gente que no conocía. Pero sus ojos se dirigían, una y otra vez, sin control posible, hacia el tal Draco. No podía evitarlo. Había algo en su postura, en la seguridad y arrogancia de su expresión corporal, que atraía su mirada continuamente. Contra su voluntad, y su sentido común, peleando contra el síndrome de Estocolmo, se resignó a admitirse a sí misma que le parecía un muchacho atractivo. Y era eso lo que parecía estar atrayendo su mirada sin remedio.
Pero también, como había sospechado, y como confirmó a medida que la conversación avanzaba, no era una persona agradable. Era desdeñoso. Cínico. Prepotente. Y frío, muy frío. Sin embargo, también era cierto que parecía más amable mientras hablaba con Nott de lo que le había parecido cuando habló con ella a solas. Y era gracioso. Varios de sus comentarios hacia Theodore, sarcásticos y burlones, arrancaron una sonrisa en Samantha. Apreciando que era su forma de bromear. Y era ingenioso. Además, miraba a Nott con gran aprecio, oculto bajo su gélido color de ojos. Lo vio sonreír de forma maliciosa en dirección a su amigo un par de veces. Restándole dicha mueca crueldad a su presencia. Nott incluyó a Samantha en una conversación sobre los jardines de la mansión, y Draco pareció por fin dignarse a mirarla. Sus ojos lucían menos duros. Pero igual de fríos. Aunque respondió algunas de sus dudas con amabilidad. Incluso le soltó una pulla socarrona que hizo reír a Theodore.
Hablaron hasta tarde. Más veces. Sus conversaciones se volvieron más largas. Más amables. Más amistosas. Y fue descubriendo que Draco no era tan mal muchacho como le había parecido en un principio. Era reservado, y mordaz, y parecía estar en un continuo estado defensivo con todo lo que lo rodeaba. Protegido dentro de un caparazón de altivez y comentarios ácidos. Era complicado, más incluso que Theodore, pero no era ningún monstruo.
No era como los otros mortífagos. Samantha prestó atención a su comportamiento. A sus discretos comentarios. A cómo lucía tras alguna misión particularmente dura. Y, aunque era más hábil ocultándolo que Theodore, Samantha no podía evitar pensar que ambos amigos estaban en el mismo barco. Aunque, por la seguridad de todos, nunca lo comentaron con ella abiertamente.
Pero, a pesar de todo, una amistad basada en la compañía y la afinidad fue forjándose entre ellos.
Draco se preguntó una vez más, con los ojos fijos en la distraída chica, sentada en el alfeizar de su ventana, qué querría el Señor Oscuro de ella. Por qué la mantenía con vida.
Beauxbatons y Durmstrang habían sido los siguientes objetivos en la lista negra de Lord Voldemort, después del ya derrotado Hogwarts. Pero el ataque, al parecer, tuvo que aplazarse. Al menos eso les explicó en sucesivas reuniones. Al no haber logrado hacerse durante su incursión al castillo con el arma que necesitaba, los objetivos de Lord Voldemort tuvieron que ser reestructurados. No se atrevió a lanzarse contra los otros dos colegios, tal y como tenía planeado. La caída de Beauxbatons y Durmstrang debía esperar todavía un poco más.
Draco sospechaba que Samantha era un pilar importante en la conquista de la Academia Beauxbatons. Voldemort necesitaba información de primera mano sobre los colegios para poder conquistarlos. Ya le habían sonsacado todo referente a la estructura y personal del castillo, pero debía ser necesaria para algo más. Si no, no la mantendría con vida.
También había conseguido un espía que le informase de todo lo referente al colegio Durmstrang. Y que no había sido necesario secuestrar en contra de su voluntad. Se trataba de un joven discípulo del difundo Igor Karkarov, de dieciséis años, que estaba igualmente instalado en la Mansión Malfoy. Era un muchacho que, al parecer, apoyaba a Lord Voldemort y le había facilitado todo lo que necesitaba saber motu proprio. Era taciturno, solitario, y Draco no había intercambiado ni una sola palabra con él. Sospechaba que ni siquiera hablaba inglés.
Samantha, que seguía mirando a través de la ventana, lo arrancó de sus pensamientos al volver a hablar:
—Lleva días lloviendo —Lo miró, encontrándose con sus ojos fijos en ella—. Teníais una misión pasado mañana, ¿no? Quizá la cancelen…
—Lo dudo.
—¿Es en campo abierto?
—No, en interior.
Samantha asintió con la cabeza. No queriendo preguntarle nada más. Sabían que no era seguro para nadie que Lord Voldemort se enterase de que sus mortífagos compartían cualquier tipo de información con ella. Seguía siendo una prisionera, después de todo.
No pudo evitar que su boca se abriese en un largo bostezo que intentó disimular. Pero los grises ojos de Draco lo captaron.
—Acuéstate. Venga.
Ella sonrió débilmente. Parpadeó para alejar la humedad de sus ojos debido al bostezo.
—Estoy bien —protestó, en voz baja. Pero él siguió mirándola con una ceja arqueada, impasible, y se vio obligada a ceder a regañadientes—. ¿Seguro? ¿Y tú?
—Iré en un rato —él se removió ligeramente, acomodándose en el estrecho alfeizar. Añadió, casi para sí mismo—: No voy a estar tranquilo hasta que la vea —Samantha entendió que se refería a su madre—. Y estoy harto de estar tumbado en la cama mirando al techo.
La joven suspiró por la nariz, rindiéndose. En verdad estaba agotada. Ahora que el malestar por los sonidos de tortura que había escuchado minutos atrás había cesado, se dio cuenta de que los párpados le pesaban una barbaridad.
—Buenas noches, entonces —murmuró, poniéndose en pie con lentitud. Él la miró por el rabillo del ojo y asintió con la cabeza por toda respuesta. Ella vaciló un instante más, mordiéndose el labio—. Avísame cuando aparezca tu madre —terminó añadiendo, con cautela.
Él volvió a asentir, mirándola. La chica, tras una fugaz sonrisa de agradecimiento, se alejó finalmente en dirección a la amplia cama. La abrió, dejando la colcha a un lado, y se tumbó en una esquina, ocupando el mínimo espacio, y cubriéndose el cuerpo con las negras sábanas. Draco, situado de espaldas a su cama, se guio solo de su oído para saber que ella se había acomodado para dormir.
No era la primera noche que Samantha era incapaz de dormir debido a los diversos y terribles ruidos que inundaban la mansión de madrugada. Cuando eso sucedía, la chica buscaba refugio en la habitación de Theodore. O, en ocasiones, de Draco. En el caso de que ninguno de los dos fuese el culpable de dichos sonidos.
Draco nunca se quejaba por ello. Le era indiferente, en realidad. De hecho, tener compañía de noche, cuando la soledad de su situación los invadía más profundamente a todos, era incluso agradable. Le gustaba tumbarse a su lado en la cama y escuchar su respiración, mientras él era incapaz de conciliar el sueño. Era lo más parecido a no estar solo. Jamás la había abrazado. Nunca. Ni ella a él. Solo se tumbaban uno junto al otro, buscando compañía. Protección.
Un movimiento en los jardines atrajo la fatigada mirada de Draco. Limpió un poco el vaho de la ventana para ver mejor. Aguzando la vista entre la cortina de lluvia. Una oscura figura atravesaba el camino de gravilla, flanqueado de arbustos, en dirección a la entrada principal. Tenía alzada una de sus manos, seguramente con la varita en ella, y estaba creando un hechizo escudo para protegerse elegantemente de la abundante lluvia. Dos cortinas de lacio y rubio cabello escapaban de la amplia capucha, a ambos lados de su oculto rostro, cayendo sobre su pecho.
Era su madre. Estaba bien.
Draco cerró los ojos, perdiéndose en el sonido de la lluvia. Habían sobrevivido un día más.
Era muy tarde. Al día siguiente tenía bastantes cosas que hacer, y pretendía levantarse en unas tres horas. Debía descansar el cuerpo al menos, aunque sabía que no se dormiría. Prácticamente ninguna noche conseguía un sueño reparador. La mayoría de ellas, solo un agotador duermevela.
Se puso en pie con pesadez y se dirigió sigilosamente hacia su cama. Ni siquiera se molestó en desvestirse.
Por el camino, apagó el candil aún encendido con una perezosa sacudida de varita.
C'est fini! ¿Qué os ha parecido? 🙈
Uf, nos hemos metido de lleno en una guerra 😮. Han pasado dos años desde la caída de Hogwarts, y tanto la Orden del Fénix como Lord Voldemort están peleando con todo su potencial. Hemos visto pinceladas de cómo lo está viviendo Hermione, y también Draco. Cada uno con sus respectivas vidas como soldados de ejercidos enfrentados. Separados… de momento.😜
Por otro lado, ¡hemos conocido por fin a Samantha! 😱 La pobre chica francesa que llevaba toda la historia entre bambalinas. Ha tomado un poquito más de protagonismo en este capítulo, porque era necesario contar su historia. Pobre chiquilla… Voldemort le ha sacado todo tipo de información sobre Beauxbatons, y ahora la sigue manteniendo prisionera, nadie sabe muy bien por qué. ¿Alguna hipótesis?
Hay bastante narrativa en este capítulo, pero es importante para ponernos en situación con esta nueva etapa. Espero que os haya gustado y no se os haya hecho pesado. El siguiente tendrá más acción, os lo aseguro *risita maligna*. 😏
¡Muchísimas gracias por leer! ¡Un abrazo enooorme! ¡Hasta el próximo! 😊
