¡Hola a todos! ¿Cómo estáis? 😊 Lo siento mucho, me he retrasado más de lo que me esperaba, pero mi vida no dramionera me ha tenido demasiado ocupada este mes ja, ja, ja 🙈 Además, pretendía regresar con una actualización doble esta vez, para compensar la espera, pero aún no he terminado de revisar el segundo capítulo que quería traeros… Así que, para no haceros esperar más, os traigo uno larguito, y el próximo lo antes que pueda, ¿os parece? 😅😊

Muchas gracias, de todo corazón, a todos por vuestros comentarios 😍. En general, a todos los que estáis leyendo esto, por supuesto. No sabéis lo mucho que os aprecio. Gracias por seguir conmigo en esta historia, ¡os adoro! 😍

Os quiero advertir también de que este capítulo puede ser algo duro en ciertos momentos, en los cuales se relatan algunos horrores propios de la guerra. No pretendo hacer una historia demasiado cruda ni sangrienta, ni mucho menos, pero quiero intentar hacerle justicia a lo que es la guerra. Y, por desgracia, a mi parecer eso implica relatar algunas situaciones duras para que sea creíble. Espero que, a pesar de esto, disfrutéis mucho el capítulo 😊.

Sin más dilación, continuamos con las andanzas del bando de los mortífagos…


CAPÍTULO 47

El Valle de Godric

—Están aquí, mi señor.

Severus Snape se mantuvo en el marco de la puerta, con ambas manos tras la espalda, sin adentrarse en la habitación. Su rostro, cetrino, no demostraba ningún tipo de terror. Solo respeto.

Voldemort giró el cuerpo sin moverse del sitio. La negra túnica que cubría su cuerpo giró con él, descubriendo sus blancos y desnudos pies. Se encontraba junto a una de las estanterías del antiguo despacho de Albus Dumbledore, observando su contenido. A apenas un metro de él, una chimenea ardía fervientemente, con la luz de las llamas como única iluminación del despacho esa noche. La luz de la luna no se veía entre las nubes.

—Gracias, Severus. Que pasen.

El profesor realizó una leve inclinación, y se disponía a abandonar la habitación cuando Voldemort volvió a hablar.

—¿Cómo está Jugson, Severus? ¿Y los demás? ¿Se han recuperado de sus heridas?

Snape se detuvo y vaciló un instante antes de girarse para volver a mirar a su amo a los ojos. Su rostro era impenetrable.

—Jugson sigue vivo, mi señor, pero no sé por cuánto tiempo. Y tampoco sé si un mortífago ciego puede serle útil… El resto se recuperarán, pero él fue el que peor parado salió de vuestra escaramuza con ese dragón.

Voldemort dejó escapar algo parecido a un profundo suspiro por sus verticales fosas nasales. Tras reflexionar unos segundos, durante los cuales a Snape ni se le pasó por la cabeza decir nada, comentó, como quien habla del resultado de un partido de Quidditch:

—En efecto, así no me sirve. No tiene sentido mantenerlo vivo. Acabad con él. De forma rápida. Evitémosle más sufrimiento —se giró de nuevo hacia la estantería—. ¿A qué escuadrón pertenecía?

—Escuadrón Ónix, mi señor. Rowle es su sargento.

—Ordena a Rowle que le presente mis respetos a su viuda.

—Así se hará, mi señor —aseguró Snape, bajando el tono de voz. Solo un poco.

—Retírate, Severus.

El aludido volvió a realizar una ceremoniosa inclinación e hizo ademán de salir de la habitación, pero la voz de su señor lo detuvo de nuevo.

—Severus, pensándolo mejor... Tráeme a Jugson. Ahora.

El hombre vaciló un instante. Y después se limitó a abandonar la habitación con paso decidido. Voldemort siguió contemplando la estantería. Observaba atentamente el viejo sombrero arrugado y ajado que se encontraba en lo alto. Estaba sucio, y lleno de remiendos. Los fríos ojos rojos de Voldemort apenas parpadearon al ver que la grieta que correspondía a la boca comenzaba a moverse lentamente por voluntad propia.

—He tenido dudas con muchísimos alumnos. Me atrevería a decir que con todos ellos. Pero contigo fue muy fácil —pronunció el Sombrero Seleccionador con voz profunda—. No podías haber encajado en ninguna otra Casa. Si hubiera sido por mí, tampoco te hubiera colocado en Slytherin. Simplemente te hubiera expulsado de este castillo para siempre.

La boca sin labios de Lord Voldemort se curvó en una mueca parecida a una sonrisa. Su lengua bífida asomó entre sus labios cuando dejó escapar un sonido parecido a una carcajada. Elevó una mano blanca de afiladas uñas y tomó el sombrero por una de las solapas, bajándolo de la estantería. Sin ningún tipo de ceremonia ni vacilación, lo arrojó a la chimenea, envolviéndolo en una nube de ceniza y fuego repentinamente más vivo. Las llamas brillaron en sus alargadas pupilas, dilatadas de satisfacción.

—Ya no haces ninguna falta. No habrá más Casas en Hogwarts, nunca más.

Escuchó un sonido ahogado tras él. Elevó la cabeza ligeramente y se giró con lentitud.

—Bienvenidos, camaradas —saludó con amabilidad—. Gracias por acudir a mi llamada con tanta rapidez.

Ante él, dos figuras de elevada estatura se habían materializado en el centro de la estancia. Flotaban a varios centímetros del suelo. Sus túnicas negras, hechas girones en parte, ondulaban a su alrededor de forma fantasmal. Las capuchas cubrían sus rostros. La temperatura de la habitación descendió hasta tal punto que el fuego de la chimenea tembló y se apagó, dejando los restos del sombrero sobre las brasas. Los Dementores respiraban pesadamente, como si con cada inhalación devorasen un poco de la vida que hubiese cerca de ellos. Apestaban a podredumbre. A muerte.

—Os agradezco que muchos de vosotros os encontréis en mis filas. Sois, verdaderamente, muy útiles en mi campaña, y espero que estéis satisfechos con las almas de las que os proveo —Voldemort comenzó a pasear delante de ellos, recorriendo el despacho mientras hablaba—. Como ya sabéis, algunos de mis hombres se encuentran ahora mismo en la fortaleza que vosotros custodiáis. Esa chabola del Ministerio llamada Azkaban —explicó Voldemort. No parecía ni mínimamente asustado por su presencia—. Y creo que ha llegado el momento de que me permitáis recuperarlos. Sé que tenéis un acuerdo firmado con el Ministerio, y lo respeto. Soy, ante todo, un mago de palabra. Pero… —enmudeció, deteniéndose frente a ellos y contemplándolos con una mueca de perversa satisfacción—, creo que podremos llegar a un acuerdo. Necesito que nos permitáis la entrada. Una sola noche. Solo nos llevaremos lo que es nuestro. A cambio, os prometo vía libre para saciar vuestro apetito con todas las almas que podáis consumir. Si os unís a mí, si me ayudáis a que el mundo mágico caiga a mis pies, os aseguro que no os faltarán almas para alimentaros.¿Qué me decís? —se escucharon unos ligeros toques en la puerta. La boca de Voldemort se curvó en una sonrisa sin alegría—. Oh, ahí está Severus. Tengo algo para vosotros, un pequeño adelanto de lo que puedo proveeros. Consideradlo un regalo. O un pago por adelantado.

Los Dementores no contestaron. No hablaban. No sabían hacerlo, y a él no le importaba. Solo necesitaba estar seguro de que le obedecerían. Y estuvo seguro.


Expecto patronum… —murmuró Nott, una vez más. Bajo la atenta mirada de Samantha. La chica estaba sentada en la cama, a su lado. Intentando no mover ni un músculo, ni siquiera para cambiar de postura, temiendo romper la concentración que rodeaba al chico.

Un grueso chorro de luz abandonó la punta de la varita de Nott y formó una blanca bola ante él. Iluminando la habitación en penumbra durante largos segundos. El chico frunció el ceño y apretó los dientes, concentrado en su recuerdo feliz, intentando aumentar el poder del hechizo. Pero no lo logró. La bola se apagó lentamente, volviendo a permitir que solo el candil de la mesilla iluminase la estancia. Eran altas horas de la noche, y las gruesas cortinas de la ventana estaban cerradas.

Theodore dejó escapar un jadeo frustrado y se dejó caer de espaldas sobre la cama. Descansando. Giró el rostro para mirar a Samantha, con aire decepcionado. Ella le devolvió una mirada que pretendía ser alentadora. Sonriendo con vacilación.

Unos sonoros y apresurados golpes en la puerta los hicieron sobresaltarse e inhalar a destiempo. Tardaron un par de segundos en reaccionar. Se miraron, ahora preocupados. Se encontraban en la habitación de Draco. Esperándolo. Al parecer había salido, y no sabían a dónde. Pero, quien quiera que estuviese llamando, no se trataba de él. No llamaría a la puerta de su propia habitación.

—Escóndete —susurró Nott, levantándose de la cama de un salto. Fuera quien fuese, sería mejor que no los viese juntos. Nadie estaba en conocimiento de la amistad que Draco y él mantenían con la prisionera.

La chica se levantó a su vez y miró alrededor. Tras vacilar, trotó hasta el alto armario que se encontraba en la pared opuesta. Se coló en el interior, y se hizo un hueco entre las camisas y las túnicas de Draco. Cerrando la puerta tras ella. En cuanto Nott comprobó que la presencia de la chica ya no era detectable, abrió la puerta de un cauto tirón. Y su boca se abrió con ella. Y dejó de escuchar latir su propio corazón.

—Theodore —saludó Lucius Malfoy, arqueando una gruesa y rubia ceja—. Muchacho… no esperaba encontrarte aquí.

Sus ojos miraron por encima del chico. Escrutando la desierta habitación. Buscando, sin duda alguna, a su hijo.

Aturdido y mudo, Nott, durante largos segundos, solo pudo mirar al hombre que tenía ante él. Hombre que no había visto en casi cinco años. Desde la escasa distancia pudo ver claramente los huecos de sus hundidas mejillas, terriblemente delgadas. Su piel apagada y casi cuarteada. La sombra de una descuidada barba. Su cabello, más corto de lo que recordaba haberlo visto nunca. Sus ojos grises hundidos en unas oscuras cuencas rodeadas de arrugas. Pero tan brillantes y felinos como los de su hijo.

Lucius Malfoy había vuelto a casa.

Y Theodore necesitó de varios aturullados segundos para concebir tal cosa.

—Señor… Malfoy —logró articular finalmente. Recuperando el aliento—. No… Disculpe, no sabía que había…

El chico enmudeció. Sin saber cómo terminar. ¿Que había qué? ¿Escapado de su cadena perpetua en la cárcel? No tenía ni idea de que el Señor Oscuro pensaba atacar Azkaban. Había sido una sorpresa mayúscula. Tanto, que no sabía por dónde empezar a preguntar.

Samantha, oculta en el armario, tenía los ojos abiertos como platos. No viendo nada de lo que sucedía. Pero escuchándolo todo. ¿Señor Malfoy? ¿El padre de Draco? ¿El que estaba en la prisión de Azkaban?

Lucius estiró los labios en una fría sonrisa. Y también adelantó una reseca pero firme mano.

—Acabo de llegar. Ha sido todo bastante precipitado, según tengo entendido. Me alegro de verte, chico —aseguró, en voz más serena. Con la impavidez que lo caracterizaba. Conservaba toda la elegancia propia de un hombre de su porte y antiguo estatus, pero era evidente que Azkaban había sido cruel con él. Su rostro había envejecido prematuramente de forma alarmante.

Theodore tragó saliva antes de lograr esbozar una incierta sonrisa y estrechar la mano del hombre. Escuchó entonces voces fuera de allí, voces airadas y frases que no entendía. Vio a varias personas cruzar el pasillo tras ellos, con prisas. Había gran agitación. Apreció entonces la presencia de Narcisa, en pie, inmóvil, tras su marido. Mirándolo a él. Y Theodore asimiló con dificultad la discreta capa de dolor en sus altivos y bellos ojos.

Todavía aturdido, su cerebro trabajaba a duras penas para intentar entender la situación al completo. El Señor Oscuro había atacado Azkaban. Había liberado a los prisioneros. Había liberado a los prisioneros.

—Mi padre —jadeó entonces, con tono ronco. De pronto le costaba tomar aire. Y las ganas de apartar a la familia Malfoy del marco de la puerta de un empujón, y salir corriendo a su propia habitación, casi lo desbordaron—. ¿Él también…? ¿Está abajo…? ¿Dónde…?

Vio cómo Lucius no hacía ningún ademán de responder. Se limitó a escrutar su rostro mientras él preguntaba por su padre de forma torpe e inconexa. Theodore enmudeció, y el silencio más denso que había vivido nunca los rodeó. Un silencio que se le hizo insoportable. Boqueó, queriendo hacer más preguntas. Si preguntaba más, quizá le dirían dónde lo esperaba su padre. Quizá no había hecho las preguntas correctas. Y por eso los Malfoy estaban tan callados. Miró a Narcisa de nuevo, por inercia, al ver que no obtenía nada de Lucius. Y se sorprendió a sí mismo jadeando, intentando encontrar el aliento necesario para volver a hablar. Pero el rostro de la mujer se había demudado. Sus ojos relucían. El velado dolor que había visto en ellos se había hecho más evidente.

Y Theodore comprendió la verdad. Y se dio cuenta de que no quería oírla de los labios de ella. Ni de ella, ni de nadie.

—Lo siento, Theodore —susurró Narcisa, con un hilo de voz. Adelantándose un paso para quedar junto a Lucius—. El Señor Oscuro no lo ha traído… Tu padre sigue en Azkaban.

—Después de lo sucedido en el Departamento de Misterios, su salud no volvió a ser la misma —corroboró Lucius. No había apartado los ojos del chico ante él. Su voz controlada. Como si se forzase a hablar de forma madura con alguien que consideraba un niño—. Estaba muy débil. No hubiera sido útil para el Lord Tenebroso en su estado. Y era mejor para su salud que permaneciese en la prisión; trasladarlo hubiera sido peligroso —añadió, como si se hubiera dado cuenta de haber sido demasiado sincero en su primer comentario.

Nott no dijo nada. Se limitó a dejar de mirar los ojos de ambos adultos, para pasar a contemplar el suelo a sus pies. Sabía que debía estar pensando en algo. Llorando incluso. Pero no podía. ¿Para qué? Nada había cambiado con respecto a hacía una hora. Seguía solo.

—Lo siento mucho, querido —repitió Narcisa, con voz afectada. Adelantándose otro paso—. Pero era lo mejor para tu padre. No está en condiciones de pelear esta guerra…

Su voz sonó algo más áspera. Como si sus propias palabras no le gustasen. Como si lamentase que su marido sí lo estuviese.

El cuello de Nott, rígido, asintió una única vez. Sin que él lo hubiera decidido. Mientras todavía contemplaba el suelo. Mirar cualquier otra cosa requería demasiado esfuerzo. El suelo estaba bien. Era uniforme. Sobrio. Le permitía no pensar. No quería pensar. En nada.

Escuchó el discreto suspiro de Lucius ante él. Y sintió su mano grande y delgada apoyarse en su hombro. De forma sutil. Como si no estuviera seguro de hacer lo correcto.

—Seguro que en el futuro… —comenzó, con tono pacífico. Pero Theodore ya no podía soportarlo más.

—Draco ha salido —interrumpió. Y su voz sonó estable. Como si la conversación anterior no se hubiera producido. Aunque siguió sin poder alzar la mirada—. O eso creo. No sé a dónde ha ido. No creo que tarde mucho. Estaba aquí, esperándolo.

Lucius y Narcisa guardaron silencio. Apreciando su brusco y urgente cambio de tema. El patriarca de los Malfoy retiró su mano. Enderezándose ante el chico, recuperando la compostura.

—Entiendo —aceptó Lucius, en un tono más ligero. Pero dejó escapar un discreto resoplido—. Aunque me urge hablar con él. El Señor Oscuro nos ha dado instrucciones que transmitir a los Sargentos Negros. Tenéis una misión esta noche.

Nott elevó por fin la mirada. Sintiendo que recuperaba ligeramente su presencia de espíritu. Se obligó a no mirar el rostro todavía crispado de empatía de Narcisa. No quería su lástima. Ni la de nadie. Quería a su padre.

—¿Una misión? —repitió, sin voz. Sin saber a esas alturas cómo reaccionar ante tantas revelaciones en tan poco tiempo. Sentía que llevaba una eternidad parado de pie, en esa puerta—. ¿Ahora?

—Ha sido un poco precipitado, pero tengo entendido que quiere aprovechar la distracción que ha supuesto la fuga de Azkaban para mantener la atención de la Orden del Fénix en otra tarea mientras nosotros seguimos avanzando por el tablero.

Nott asimiló tal información. Entendiendo la lógica. Fascinándose ante el potencial estratégico de su señor. Definitivamente, no quería desperdiciar ni una oportunidad. Era una genialidad. Casi inhumana para sus tropas, sin permitirles el descanso físico y mental necesario. Pero, si todo salía bien, ganarían mucho en una sola noche.

—¿De qué misión se trata? —quiso saber Theodore, con curiosidad. Lucius apretó los labios, reflexionando un instante, y terminó dando un paso hacia adelante. Demostrando que quería entrar.

—Siéntate, te lo contaré todo. Narcisa, intenta localizar a Draco —solicitó, mirando a su mujer por encima del hombro. Los ojos de Nott se fijaron entonces en ella. Vio el asentimiento y la firme mirada que le dedicó a su marido. Llena de un anhelo imposible de disimular. De una nueva fuerza. Como si apenas pudiese concebir que hubiera vuelto a su lado. Que estuviese ahí, hablándole. Pero mantuvo la compostura y se limitó a dar media vuelta y alejarse rauda por el pasillo.

Theodore, tragando saliva, accedió a hacerse a un lado. Permitiendo que Lucius entrase en la habitación con elegantes pasos, yendo a sentarse a la amplia cama que minutos atrás él había ocupado con Samantha.

Samantha, que todavía se encontraba en la habitación. Dentro del armario. Conteniendo el aliento. Que había oído todo, y seguiría haciéndolo. Con un suspiro mudo, se dejó caer en el suelo del ropero, de la forma más silenciosa que pudo. Cerró los ojos. Intentando no pensar en las cuatro paredes que la rodeaban. Tan parecidas a su vieja celda. En la oscuridad. No había luz. La luz de las rendijas no era suficiente. La habitación solo estaba iluminada por el candil de la mesilla de Draco. Y ella estaba en un lugar muy estrecho. Apenas podía coger aire respirando por la nariz. Separó los labios y tomó varias desesperadas bocanadas. Estaba mejor, pero no era suficiente.

Pero no podía salir de allí. No tenía escapatoria. No mientras el señor Malfoy se encontrase en la habitación. Y tampoco estaba segura de querer escuchar la conversación que iban a mantener. No quería saber qué misión iban a realizar. Qué vidas iban a destrozar. Qué nuevos logros posiblemente iban a sumarse a la lista de Lord Voldemort.

Notó una de las camisas de Draco rozando su coronilla. Temblando, tuvo una súbita idea. Que hizo que sus ojos se humedecieran. Era… humillante, pensó. Pero lo necesitaba. Si no, se vería obligada a salir corriendo de ahí. La claustrofobia amenazaba con dejarla sin respiración.

Elevó una mano y tiró de la tela, a ciegas. Varios cautelosos tirones. Haciéndola caer de la percha en la que estaba colgada, aterrizando sobre ella. Aferró la tela con manos temblorosas, sin abrir los ojos, y se la acercó al rostro. Inhaló trémulamente. Olía a Draco. Olía familiar. Olía como una persona que la trataba bien. No era el olor de la celda. No estaba en la celda.

Inhaló de nuevo. Con más tranquilidad. Nunca había tenido tan cerca una de las camisas del chico. Frunció el ceño. Nunca lo había abrazado... No, claro que no lo había hecho. No estaba en posición de abrazarlo. Pero eran… amigos. O eso creía. Eran cercanos. Él la trataba bien. La cuidaba, a su comedida y desapegada manera. Y sería tan… agradable abrazar a alguien que oliese así… Sería tan agradable poder abrazar a ese chico sin ningún tipo de remordimiento…

Cerró los ojos, dibujando el rostro de Draco en su mente, y se resignó a escuchar y asimilar las instrucciones del patriarca de los Malfoy. Su padre había vuelto a casa. ¿Cómo reaccionaría? La chica se mordió el labio para contener la triste sonrisa que se adueñó de su boca. Al imaginar la ilusión que le haría saber que su padre había vuelto a su lado…

El recuerdo de la entrecortada voz de Nott, preguntando por su propio padre, atravesó su pecho. Y le borró la sonrisa. También era su amigo. Lo era. Y le dolía sobremanera saber que estaba sufriendo. No quería ni imaginar cómo se sentiría… Y ella estaba ahí dentro. Sin poder apoyarle.

«Lo siento tanto, Theodore…»


Draco suspiró con alivio, de forma audible, cuando alcanzó lo alto de las escaleras. Incluso había tenido que apoyarse en el pasamanos para terminar de subir. Se sentía agotado. Los hombros se le hundían. Y le temblaban las piernas, secuela todavía de la cura que acababa de recibir. Además, estaba muerto de hambre. Se había perdido la cena. Era casi la una de la madrugada. Pediría a alguno de los elfos que le subiese algo de comer a su habitación.

Había cedido. Contra su voluntad, pero lo había hecho. Granger había tenido razón. Su quemadura de Fuego Maligno requería de un sanador que la revisase. En los días posteriores a la misión en el castillo de Berry Pomeroy, la molestia había aumentado. Se había visto obligado a tomar, casi a diario, pociones para mantener a raya el dolor. Y comprendió que no podía continuar así. No podía pelear así. Y, si no podía pelear, no sobreviviría a esa guerra.

De modo que, cuando solo faltaban tres días para volver a reunirse con Granger en la Calle Blucher, había acudido a visitar a Rutherford Poke. El pensamiento que finalmente lo hizo decidirse fue la irrefutable certeza del rapapolvo con que la chica lo acribillaría cuando viese que su herida seguía igual una semana después de su cura, o incluso peor.

Poke, sanador encargado de tratar a las tropas del Señor Oscuro instaladas en los condados de Wiltshire, Hampshire, Sussex y Surrey, se encontraba oculto en un refugio situado en Dorset. Era el sanador que le correspondía a Draco.

Apenas hablaron durante la cura. El sanador lo trató con formalidad, y una casi imposible de disimular aprensión, pero Draco se dio cuenta de que no lo había reconocido como el mortífago que lo torturó y mutiló durante su secuestro. Simplemente no sabía qué esperar de él. Draco comprendió que algunos de sus compañeros posiblemente no lo habrían tratado con demasiado respeto mientras recibían sus servicios de sanación. Poke, a pesar de sentirse intimidado por su cargo de Sargento Negro, o quizá precisamente por eso, fue un hombre profesional y respetuoso. E hizo un tratamiento magnífico. Draco se sentía ahora agotado por los poderosos y numerosos hechizos y pociones con que lo había acribillado. Pero la herida ya no le dolía. Apenas quedaba ya una ligera marca. Sentirse sin dolor alguno por primera vez en días se sentía casi irreal.

Le había administrado un par de Filtros Vigorizantes, a petición urgente de un casi deshuesado Draco, pero todavía no habían hecho el efecto suficiente. Así que subir las escaleras que conducían al primer piso de su mansión había sido una tarea más ardua de la que había imaginado.

Mientras caminaba en dirección a su habitación, su mente fatigada se permitió pensar en Granger. Se preguntó si estaría bien. Si habría participado en alguna misión de rescate esos días. De tanto en cuanto, se las arreglaba para obtener de alguno de sus compañeros detalles nimios sobre algún rescate. Con menos frecuencia de la que le gustaría, consciente de que no iba a permitirse levantar sospechas. Apenas información pertinente para su rango de Sargento Negro, sobre dónde se había producido o cuántos prisioneros se habían llevado. Si la Orden había tenido éxito.

¿Sabría Granger lo del dragón? ¿Lo sabría la Orden?

Y de pronto se sorprendió a sí mismo narrándole todo lo sucedido en el castillo de Berry Pomeroy. Hablando con ella en su cabeza, practicando la historia que le contaría. Contándole a un miembro de la Orden del Fénix que el Señor Tenebroso se había hecho con un arma con la que pensaba dominar el mundo mágico.

Esos pensamientos casi lo hicieron detener su caminar. Estaba tan acostumbrado a hablar con ella de cualquier cosa, de todo, que a veces se perdía en la situación. Se le olvidaba que era parte del bando enemigo. Que no podía contarle cosas semejantes. Era información delicada. Crucial.

No era un espía. No era un traidor. Estaba viéndose con una sangre sucia a espaldas de todo su bando, pateando su ideología, pero no era un traidor…

Si lo fuese… Si fuese un traidor… Si confesase a la Orden información sobre su bando… Podría cambiarlo todo. Cambiar el curso de la guerra. Estaba en su mano. Y se sentía casi macabramente satisfactorio estar en una posición así. Realmente se creía capaz de cambiarlo todo. La Orden podría ganar. Y él arruinaría su propia vida y la de su familia. ¿Por qué haría algo semejante? Tendría que estar completamente loco para condenarse a sí mismo…

Pero la otra parte de la ecuación era que, si ellos ganaban, Granger estaría en peligro. Una resignada vocecita en su cabeza le indicaba que Granger estaría perdida. Condenada. La perdería de la forma que siempre había temido. Pero eso no sucedería. Se negaba casi de forma ciega. Porque él no iba a permitir eso. Podía salvarla. La salvaría. Solo a ella. Solo tenía que salvarla a ella. Que ardiese el resto del mundo y su maldito bando de ilusos. Él la alejaría de la derrota. No sabía cómo, todavía, pero encontraría el modo de hacerlo. Ni siquiera se planteaba a esas alturas un futuro a su lado. Pero, si su bando ganaba esa guerra, se aseguraría de salvarla. Podía hacer eso por ella.

Aunque se dejase su vida en el intento.

Casi se detuvo otra vez ante ese súbito pensamiento. Qué ridiculez… ¿Cómo iba a dejarse asesinar por salvar a otra persona? Eso iba contra natura. Nadie podía estar tan loco. Esa clase de valentía era absurda. Pero… Joder, en ese momento sintió que lo haría. ¿Por salvarla a ella? ¿Salvarla de verdad? Cualquier cosa. Lo que fuese necesario. No le importaba. Maldita sea, claro que no le importaba. Se trataba de ella. Quería que ella estuviese bien. Y el precio a pagar era lo de menos. Y el calor ascendió por su cuello ante tan espontánea conclusión. Posiblemente todo fuese un efecto secundario de los Filtros Vigorizantes. Lo hacían delirar.

Pero, ¿y si no lograba salvarla…?

¿Y si no necesitase hacerlo? Si, por el contrario, la Orden del Fénix ganaba la guerra… Ella se salvaría de forma automática. Se obligaba a aceptar tal realidad, aunque prefería ignorarla. Ignorar que salvarla sería tan fácil.

Cerró los ojos mientras caminaba y se los frotó con índice y pulgar. Ni siquiera sabía por qué estaba pensando todo eso. No estaba entre sus planes traicionar a nadie. Ni ser un espía. Se jugaba demasiado como para que fuese una opción plausible en ese momento. Quería sobrevivir. Y que su familia lo hiciese. Y, para ello, debían seguir en el bando de Lord Voldemort. Granger había tomado sus propias decisiones. Había escogido bando. Podía no haber participado en la guerra, pero lo había hecho.

Y, sin embargo, en ese momento tenía la certeza de que lo tiraría todo por la borda si eso significaba, realmente, salvarla…

Se sorprendió de sí mismo. De su forma de pensar. Nunca había sido altruista. ¿Cuándo había empezado a pensar en la seguridad de otros antes que en la suya? Realmente, solo en la seguridad de Granger…

Suspiró, intentando dejar de pensar cosas tan catastróficas. Iba a volver a verla en tres días. Esperaba que pudiesen verse, que no surgiese ningún imprevisto. Que la chica estuviese bien. Ya puestos a pedir, que no le hubieran hecho daño de ningún tipo en ninguna batalla. Pensó entonces que él también debería tener algunos conocimientos básicos de sanación, igual que ella. Era útil. Era un proceder inteligente. Esa práctica y obstinada mujer siempre llevaba pociones curativas en ese diminuto bolsito de cuentas con el interior del tamaño de un transatlántico. Si él supiera un mínimo de sanación, al menos unos primeros auxilios básicos, podría curarla si fuera remotamente necesario, utilizando sus pociones. Quizá en la biblioteca de su mansión hubiera libros de sanación…

Abrió la puerta de su habitación, sumido todavía en sus pensamientos, y su primer impulso al ver que la luz de su mesilla estaba encendida fue sacar su varita. Llegó a tocarla, oculta en la cartuchera de su cinturón, pero no la cogió.

Reconoció que su cama estaba ocupada. Y por quién estaba.

—Has vuelto a desaparecer —lo acusó Nott, tan pronto Draco puso un pie dentro de su habitación, sin saludarlo siquiera. Estaba sentado en su cama, con sus ropas de batalla todavía a pesar de las altas horas de la noche, junto a una Samantha vestida con una vieja túnica de Narcisa que, al igual que toda la ropa que le había prestado, le quedaba algo grande.

Nott estaba mortalmente serio. Samantha lucía cohibida. Y nerviosa. Posiblemente por la enajenada mirada que Draco dedicó a ambos.

—¿Qué demonios hacéis en mi habitación? —espetó a su vez, cerrando la puerta tras él de un furioso empujón, provocando un portazo. Samantha se encogió un poco más. Nott no se inmutó.

—Esperarte, cretino. Te he preguntado dónde estabas —siseó. Malhumorado y poco impresionado ante el enfado de su amigo—. ¿Has vuelto a meterte en líos?

Draco captó que Theodore tenía la varita entre sus dedos. Casi amenazante. Y no le costó comprender. Estaba listo para volver a borrarle la memoria de ser necesario. El joven rubio sintió un furioso calor adueñándose de su espalda, provocándole picazón.

—¿De qué hablas? ¿Andas espiándome? ¿Me has puesto El Detector como si fuera un maldito crío menor de edad para ver cuándo hago magia? —exclamó Draco, sintiendo que su enfado iba en aumento.

—Llevas horas desaparecido, no hace falta espiarte para notar eso… —gruñó Nott, arqueando una ceja. Draco apretó los dientes. Y una infantil terquedad se apoderó de él. No tenía por qué contar dónde había estado. Cotilla de mierda.

—No es asunto tuyo dónde haya…

—Lo es si estás metido en problemas —saltó Theodore en voz más alta. Sus ojos brillaron—. No sé en qué estás metido, Draco. Pero, posiblemente, la próxima vez no tendrás tanta suerte…

Samantha miró a Nott de reojo. Dándose cuenta de que no entendía de qué estaban hablando. ¿Suerte con qué? ¿"Próxima vez"? ¿Había ocurrido algo? ¿Cuándo? ¿Por qué a Nott podía preocuparle dónde estuviese Draco? ¿Qué lo consideraba capaz de estar haciendo?

—Cierra la boca o te juro que… —estalló Draco, cansado del interrogatorio, acercándose con lentos pero amenazadores pasos.

—Tu madre te ha estado buscando —intervino entonces Samantha, casi con miedo de que la discusión se les fuese de las manos—. Por eso sabemos que no estabas en la mansión.

Draco la miró, deteniendo su caminar.

—¿Mi madre? —farfulló. Miró a Nott. Y después a Samantha de nuevo. Helado—. ¿Por qué? ¿Qué ha pasado? ¿Qué…?

—Han sacado a tu padre de Azkaban —reveló Nott, con un tono más pacífico—. Esta misma noche. Hace como… unas horas. Ha sido… Te juro que yo no sabía nada. ¿Sabías que iban a atacar la prisión? —cuestionó, olvidando sonar molesto. Suponiendo que su amigo compartiría su desconcierto.

Draco guardó silencio. Registrando sus palabras. Sus preguntas. No alcanzando a formular respuesta alguna. Incapaz de entenderlo. Estaba seguro de que no lo estaba entendiendo.

—¿De qué hablas? ¿Mi padre? —repitió. Y apenas escuchó su propia voz—. ¿Está aquí? ¿Mi padre?

—Sí, y también la mayoría de los demás mortífagos condenados por lo sucedido en el Departamento de Misterios. También muchos de los que han ido encarcelando estos últimos años —añadió Nott, con voz impersonal—. Los ha liberado.

Draco tomó aire. Dándose cuenta de que se había olvidado de respirar. Luchando contra una repentina euforia. Que todavía no estaba del todo seguro de poder permitirse sentir.

—Joder —balbuceó, resoplando. Se revolvió el cabello con las manos y dio una vuelta sobre sí mismo, sin poder creer lo que oía—. Joder… Entonces… ¿Pero por qué ahora? ¿Y los Dementores? ¿Y el Ministerio?

—Al parecer los Dementores están ahora íntegramente de parte del Señor Oscuro —informó Samantha con timidez. Repitiendo las palabras que le había oído decir a Lucius—. Se han hecho a un lado, ya no vigilan Azkaban. Han abandonado al Ministerio de Magia a su suerte.

Joder —repitió Draco, encontrando muy difícil acertar a decir otra cosa. Su cerebro no trabajaba con normalidad. Estaba sin respiración—. Entonces los han sacado de verdad... ¡Joder, los han sacado! —exclamó con más fuerza, sus labios curvándose por fin en una sonrisa incrédula. Samantha pareció incapaz de reprimir una vacilante sonrisa, contagiada del entusiasmo del chico. Nunca lo había visto sonreír así. Theodore se limitaba a mirarlo—. ¡Nott, tu padre…! ¡Los han sacado!

—No —replicó éste, sin dejar de mirarlo. Y la resignación empañó su serena voz—. Al mío no. Él sigue allí.

Draco sacudió la cabeza y casi rio en una exhalación. Restándole importancia. Sin entender sus palabras.

—No, no puede ser. Si ha liberado…

—Mi padre sigue en Azkaban —repitió Theodore, y ahora sus labios se curvaron en una triste sonrisa. Era la primera mueca que Samantha le veía esbozar desde que le dieron la noticia—. Estaba demasiado malherido todavía y no es útil para el Señor Tenebroso. Lo han dejado allí.

El brillo en el rostro de Draco resbaló como si fuese agua de lluvia. Miró la triste sonrisa de su amigo y sintió que casi toda su euforia era sustituida por una furiosa incredulidad. No era posible…

Introdujo a los mortífagos en Hogwarts con dieciocho años por la certeza de que liberarían a su padre. Theodore le ayudó contra su voluntad con la esperanza de que liberarían al suyo.

"Ahora le toca a Él cumplir su parte. Tiene que liberar a mi padre de Azkaban. Y también al tuyo (…). Los liberará a ambos. No atacará la prisión solo por un prisionero. Sacará a todos".

Había sido culpa suya. Él había dado esperanzas a Theodore. Creyó realmente que los liberaría a todos. Y, en realidad, lo había hecho. Draco había tenido razón con sus precipitadas predicciones. Solo que el padre de su amigo no le era útil. Y no había esperado semejante desenlace.

El silencio que se adueñó de la habitación le presionaba los tímpanos. Tragó saliva con toda la discreción que pudo y se armó de valor para volver a mirar a Nott. Fue consciente de la rigidez de su propia postura. Del aire defensivo de sus hombros erguidos. Esperando inconscientemente un reproche. Rencor en la expresión de Nott. Nada más lejos de la realidad.

Theodore también clavó sus ojos en los suyos. Ojos demasiado cansados para lucir decepcionados. Ojos simplemente desolados. Y eso casi fue peor.

Draco quiso decir algo, pero no podía separar las mandíbulas. Un "lo siento" murió en su atenazada garganta, incapaz de enunciarlo en voz alta. De enunciar nada. Samantha no apartaba sus oscuros y afectados ojos de los pies de Draco.

Al comprender que Draco no parecía dispuesto a decir nada, los ojos de Theodore se apartaron de él y descendieron hasta el suelo en caída libre. Y el aplomo que mantenía en pie a Draco cayó con ellos.

—He estado en Dorset. He ido a ver a Rutherford Poke. Por lo de la quemadura del Fuego Maligno. Supongo que a mi madre no se le ha ocurrido buscarme ahí —confesó, con voz pausada. Nott volvió a mirarlo. Una de sus comisuras se elevó en una perezosa sonrisa. Al parecer aliviado ante tal noticia.

—¿Tienes la herida mejor, entonces?

—Ajá…

—Me alegro, porque necesitas estar en forma esta noche. Te has perdido algo más. Hay una misión. Dentro de una hora —indicó entonces Theodore. Y su voz recuperó un tono considerablemente más normal.

Draco frunció el ceño. Sintiendo que le costaba a esas alturas asimilar tanta noticia.

—¿Qué…? ¿Otra misión? ¿De qué? ¿No dices que acaban de atacar Azkaban?

—Sí, y los compañeros que han participado en ese ataque no van a formar parte de esta misión. Lo haremos el resto. Al parecer, un gran despliegue…

—¿Pero cómo lo sabes? ¿Ha habido acaso otra reunión? —interrumpió Draco, incrédulo y casi sofocado. Sin poder creerse que se hubiera perdido otra reunión. No quería ni imaginar la reacción del Señor Oscuro… Pero no había notado la Marca en absoluto…

—No. A mí me lo ha contado tu padre. Parece que Él ha ordenado a los mortífagos recién liberados que se lo transmitan directamente a los Sargentos Negros. Los Generales de las Sombras no han hecho de intermediarios esta vez…

Draco se pasó la lengua por los labios de un rápido gesto. Todavía respirando pesadamente. Sin fijarse apenas en una atenta y muda Samantha, que se limitaba a contemplarlo desde la cama.

—Tengo que ir a hablar con mi padre… —farfulló entre dientes, limitándose a darse la vuelta con la intención de salir de la habitación. Pero la voz de Theodore lo detuvo a mitad de una zancada.

—No está aquí. Ha enviado a todos los prisioneros liberados a ver a… Smith, me parece que se llama. Al medimago que corresponde a Essex, Kent y Londres, creo. Aún están débiles, necesitan ser examinados. Por obvias razones no van a participar en esta misión...

Draco resopló con abierta frustración, dándose de nuevo la vuelta.

—Bueno, ¿y qué misión es? ¿A dónde vamos? —cuestionó finalmente, impaciente. Sus ojos se clavaron en Samantha de forma involuntaria, recordando su presencia, y la chica lo consideró como una invitación a responder.

—Vais a atacar un lugar llamado "el Valle de Godric" —respondió la chica en voz baja. Draco arqueó ambas cejas sin disimulo. Doblemente sorprendido. Por el lugar, y por el hecho de que la joven estuviera al corriente de ello.

—¿El Valle de Godric? —repitió Draco, mirando ahora a Nott. El cual se limitó a asentir perezosamente—. Pero eso no es… Es muy audaz —frunció el ceño. Según sus pensamientos avanzaban, más y más confuso se sentía—. Es una estupidez. No es un emplazamiento bélico especialmente útil. No es más que un pueblucho de mala muerte en el que magos viven mezclados con muggles… Es famoso por ser el pueblo de Godric Gryffindor, pero eso es todo...

—¿Quién es Godric Gryffindor? —se atrevió a preguntar Samantha, parpadeando, dubitativa.

—Uno de los cuatro fundadores de Hogwarts, nuestro colegio —respondió Nott en voz baja, apenas mirándola de soslayo. Todavía observando a Draco, el cual se estaba pasando una mano impaciente por el cabello. Con aspecto frustrado.

—¿Y qué ha explicado al respecto? ¿Cuál es el plan? ¿Qué buscamos? ¿Otro puto dragón? —se burló Draco, cínico. Nott se limitó a encogerse de hombros.

—Ojalá lo supiera. Pero no hay plan. Simplemente tenemos que ir allí y destrozarlo todo.

Draco arqueó una rubia ceja. Poco impresionado.

—¿Adueñarnos del pueblo, dices? ¿Montar una nueva instalación, un emplazamiento militar, cárcel provisional para prisioneros, o…?

—No, Draco. Te lo estoy diciendo. Solo hay que destrozarlo todo. Crear el caos y marcharnos.

Draco parpadeó dos veces. Se le escapó un resoplido impresionado cuando comprendió que su amigo no iba a añadir nada más.

—¿De qué hablas? ¿Qué clase de misión es esa? —discutió. Volviendo a enfadarse—. ¿Destrozarlo todo? ¿Qué somos ahora, unos criminales de poca monta?

—Esas son sus instrucciones —repitió Nott, empezando a mostrarse algo más impaciente ante tanta pregunta por parte de su amigo—. Dice que es todo lo que necesitamos saber. Tenemos que sembrar el caos y matar a todo el que se nos ponga por delante.

—Tampoco hay tantos muggles en ese lugar. ¿Qué puede haber, ochocientos habitantes…? —calculó Draco con desgana. Encontrando absurdo organizar tal despliegue por matar a unos pocos muggles.

—No solo muggles —corrigió Nott entonces. Y su voz cambió. Como si llevara un buen rato queriendo pronunciar esas palabras—. A todos. Tenemos que matar a todo ser vivo que veamos. Mago o muggle. Esas son sus órdenes.

Draco lo miró fijamente a los ojos. Por una vez, sin preguntar nada al instante. Buscando la mentira en los orbes azules de su amigo. Ahora sí que no entendía nada. Estaba encontrando muy difícil asimilar lo que estaba escuchando. ¿Desde cuándo atacaban pueblos enteros sin la intención de apoderarse de ellos? ¿Matar por matar? ¿A magos?

Se sentía sumido en un sueño. En un sueño confuso y estrambótico. Mezclado burdamente con retazos de realidad.

—¿Cómo vamos a…? —terminó, en efecto, preguntando.

Theodore suspiró. Y se encogió de hombros otra vez, como si fuese evidente que compartía los pensamientos de su amigo.

—No lo sé, Draco, yo tampoco lo entiendo. No sé a qué viene esto. Quizá considera indigno que el pueblo de uno de los fundadores de Hogwarts se haya convertido en mestizo, y querrá… erradicarlo. Limpiarlo. Una forma más de demostrar que puede hacer lo que quiera con el mundo mágico. No lo sé.

—No tiene ningún sentido… —insistió Draco, entre dientes, aún sin poder creérselo.

—Ha… dejado caer que hay una intención más específica detrás —susurró Samantha. Y, cuando Draco la miró casi con escepticismo, se apresuró a aclarar—: Tu padre lo ha dicho. He oído por accidente toda su conversación con Theodore —confesó, sin entrar en detalles—. El Señor Oscuro no se lo ha revelado a nadie, pero tu padre está seguro de que hay un plan detrás. Un plan que no le está contando a nadie…

—Sí, es cierto, lo ha mencionado —corroboró Theodore, asintiendo con la cabeza en dirección a la chica—. Querrá asegurarse de que nadie lo traicione y lo filtre a las filas enemigas… Debe ser algo importante.

Draco guardó silencio. Sintiéndose fuera de lugar. Sí, tenía sentido que el Señor Oscuro tuviese un as bajo la manga y por eso los enviase a una misión tan inaudita. Y, sin embargo… no se le ocurría ni un solo motivo que justificase lo que iban a hacer.

¿Matar indiscriminadamente, a sangre fría, a magos? ¿Magos que no tenían por qué constituir una amenaza, que no formaban parte del ministerio, o de la Orden del Fénix? Había participado en muchas misiones. Había espiado a personas durante semanas. Había torturado a magos más experimentados que él. Pero siempre con una finalidad concreta en mente. Encontrar a alguien, minar las tropas enemigas, robar información... Pero, ¿exterminar un pueblo entero? ¿Matar magos puros de sangre?

Lo asoló la espeluznante sensación de que Lord Voldemort no iba a detenerse ante nada. Ni siquiera ante los suyos. Sus ansias de poder estaban acabando con sus escrúpulos, si es que alguna vez había tenido de eso. Y Draco no podía sentir indiferencia ante lo que iban a hacer. Estaba… desilusionado. O más que eso. No estaba de acuerdo. Estaba planteándose cómo impedirlo.

—Me hace tan poca gracia como a ti, pero, ¿qué podemos hacer? —murmuró Nott ante él, desalentado, arrancándolo de sus pensamientos. Draco lo miró y se dio cuenta de que lo había estado observando. Mientras él perdía la mirada en el poste de su cama. En sus caóticos pensamientos. Y no sabía qué expresión había lucido los últimos segundos.

«Avisar a la Orden del Fénix para que lo impida… »

Ese fue el pensamiento que atravesó el cerebro de Draco al oír la pregunta de su amigo. Y que, por supuesto, no pronunció en voz alta. De hecho, siguió sin decir nada. Se quedó paralizado ante los reflejos de su subconsciente. Estaba considerando siquiera avisar al enemigo…

Se estaba volviendo loco. Ese no era él. Esa no era su forma de pensar.

«Basta. No vayas por ahí… No eres un traidor, no puedes serlo… No vas a avisar a nadie, y lo sabes, así que deja de pensarlo siquiera…»

Se obligó a tomar aire. ¿En qué estaba pensando? ¿Qué le pasaba? ¿Primero la idea de contarle a Granger lo del dragón, y ahora esto?

¿Por qué estaba cuestionando las órdenes de su señor, el mago más grande de todos los tiempos? ¿Quién era él para decidir si una misión valía la pena o no? Él solo tenía que obedecer. Ciegamente.

Pero su malcriado niño interior no estaba acostumbrado a hacer cosas que no quería. Y era difícil pelear contra esa sensación. Contra la frustración de no estar de acuerdo.

No podía no estar de acuerdo con su señor. Era su líder. Y sabía lo que había que hacer para lograr sus fines. Recuperar la pureza del mundo mágico. Hacerlos a todos ricos y poderosos. Influyentes. Fines que ya no quería. Pero se había comprometido a obedecer. Para siempre. A seguirlo siempre. Nunca podría abandonar sus filas. Aunque quisiera. Se condenaba a muerte a sí mismo si lo intentaba…

Cerró los ojos de nuevo…

Ni siquiera sabía cómo ponerse en contacto con la Orden del Fénix…

—¿Lo oís? —susurró Samantha. Rompiendo el silencio. Y los chicos fueron conscientes entonces. Pasos rápidos provenientes del otro lado de la puerta. La mansión entera bullía. Se acercaba la hora. Todos se estaban movilizando.

Nott respiró hondo y cogió la máscara plateada que reposaba sobre la mesilla.

—¿Listo? —le preguntó a su amigo, poniéndose en pie. Draco clavó sus ojos en él. Tras dos segundos, movió la cabeza en un rígido asentimiento—. Te cuento más detalles por el camino, para que se lo transmitas tú al escuadrón. O a este paso me darán a mí tu puesto como Sargento Negro… —dio un par de afables palmaditas a la pierna de Samantha a modo de despedida, obteniendo una leve sonrisa por parte de la chica—. No te metas en líos en nuestra ausencia… —masculló, bromeando sin ganas, con otro suspiro. Echando ya a andar hacia la puerta. Estampándole a su amigo la máscara plateada en el pecho al pasar por su lado. Sacando la suya propia del interior de su túnica.

Draco la cogió por inercia, pero no lo siguió. No se movió en un primer momento. Clavó su mirada en la de Samantha. Todavía sentada en la cama, con las manos entrelazadas, y con sus oscuros ojos cargados de angustia fijos también en los suyos. Insegura.

—Vuelve a tu habitación en cuanto nos vayamos —indicó Draco, en un tono más amable. Nott, a sus espaldas, salió al pasillo y volvió a entrecerrar la puerta para que no se viese el interior de la habitación desde fuera—. No salgas de ahí. Y no permitas que nadie se entere de que has escuchado las órdenes que mi padre ha dado a otro mortífago. No pueden enterarse de que sabes nada. ¿Entendido?

El brillo en los ojos de Samantha aumentó. Sus hombros se relajaron, aunque su rostro lució más afectado. Draco vio cómo fruncía los labios al tragar saliva, pero después asintió con la cabeza con rapidez. Agradecida ante su preocupación.

—Entendido… —murmuró. Tomó aire y abrió la boca para decir algo más, pero Draco la interrumpió.

—Volveremos en un par de horas —aseguró, algo apático, dándose por fin la vuelta y echando a andar hacia la puerta. Cuando ya tenía la mano sobre la manilla, Samantha volvió a hablar a sus espaldas.

—Draco —llamó, de forma entrecortada, haciéndolo detenerse. Aunque no se giró del todo, únicamente lo hizo su rostro, apenas unos centímetros, indicando que la escuchaba. La chica tardó unos segundos en lograr volver a hablar—. Ten… Tened mucho cuidado —susurró. Casi sin voz.

Draco se quedó quieto unos instantes más, sin estar muy seguro de por qué. Pero terminó abandonando la habitación, siguiendo a Nott, cerrando la puerta a sus espaldas. Sin decir nada más.

Samantha cerró los ojos con fuerza y se tragó el sollozo que amenazaba con escapar por su boca cerrada. Tragándolo al mismo tiempo que otras palabras que quería decir. Pero era demasiado ridículo. Y se odiaba a sí misma por ello. Porque no se sentía dueña de sus sentimientos. No se sentía dueña de sí misma. Y no sabía cómo cambiarlo. Todo estaba mal. Estaba irremediablemente mal. Y, sin embargo, era lo más puro y… bonito que había sentido en mucho tiempo.

¿Cómo podía ser tan tonta?

—Vuelve… —se le escapó en un roto murmullo, hablando al silencio de la habitación.


Una cálida luz naranja fue lo primero que vio Draco a su alrededor, antes de identificar dónde se encontraba. Había aparecido, junto a su escuadrón, en medio de una desierta calle empedrada. Apenas iluminada por algunas farolas que emitían tan cálida luz. Mientras observaba lo que lo rodeaba, más figuras encapuchadas fueron apareciendo, a juzgar por los sonidos que rasgaban el silencio nocturno, también en las calles contiguas. Era una noche más templada de lo habitual. Las casas eran pequeñas, humildes, de ladrillos rojizos y puntiagudos tejados.

Draco se permitió una honda bocanada de aire, intentando no fijarse en las luces encendidas de las ventanas. Elevó la cabeza hacia el cielo. No veía la luna. Pero, a juzgar por la iluminación de la noche, sabía que había luna llena. Y eso complicaba ciertas cosas.

Se giró hacia el Escuadrón Ópalo, que lo observaba con atención a su alrededor. Esperando órdenes.

—Mulciber, esa casa de ahí. Gibbon, esa otra. Y después seguid hasta ese cruce de ahí. Abbey, sigue esa calle y baja a la iglesia. Encárgate de esa zona —señaló al final de la callejuela—. Nott, conmigo. Fenrir, a la plaza, con Abbey —se permitió vacilar un segundo. Pero una súbita ola de imprudente calor se apoderó de él. Él era el sargento. Podía ordenar lo que quisiera—. Y solo ataques con varita. No infectes a nadie, Fenrir.

El encapuchado que correspondía a Fenrir Greyback, el cual estaba respirando sonoramente, de forma trabajosa, bajo su túnica, elevó la cabeza ligeramente. Su fisionomía casi lobuna, incluso sin estar transformado, no le permitía llevar las protecciones ni la máscara plateada de los mortífagos. Pero sí estaba cubierto con una túnica negra con capucha.

—¿Disculpe, señor…? —cuestionó con su ruda voz. En un gruñido áspero, amenazadoramente sarcástico. Draco mantuvo la espalda recta.

—Me has oído perfectamente —escupió Draco, y él mismo se sorprendió de la autoridad que logró otorgar a su propia voz—. El Señor Oscuro ha dicho que tenemos que ser rápidos. Así que no te dediques a mutilar de forma innecesariamente larga —improvisó, con acritud. Sabía que su compañero no era tan diestro con su varita como lo era con sus mandíbulas. Impedir que un hombre lobo infectase a la mitad de la población de ese lugar, o la asesinase de la forma más sangrienta posible, era lo único que se sentía capaz de hacer por ellos sin descubrirse—. ¿Has tomado la Poción Matalobos?

Varios eternos segundos de silencio siguieron a esa pregunta. Ninguno del resto de sus compañeros se movió. De hecho, le pareció que ninguno respiraba.

—Sí —gruñó finalmente Fenrir, con frialdad.

—Entonces no hay ninguna razón para que no me obedezcas cuando te transformes —volvió a espetar Draco. No podía verle los ojos, pero sabía que lo estaba mirando. Y que su orden no le había gustado en absoluto. Draco se giró hacia el resto de su escuadrón, sin prestarle más atención—. ¿A qué esperáis? Moveos.

Y todos obedecieron al instante. Sin que los habitantes del Valle de Godric lo supiesen aún, el frenesí se apoderó de su pueblo. Las figuras encapuchadas se movieron a toda velocidad, cada una en una dirección, dirigiéndose a las casas más cercanas. Draco sintió que Nott, a su lado, le daba una palmada en la espalda de forma discreta. Adivinando y apoyando sus órdenes hacia Greyback. Draco respiró con profundidad y echó a correr, varita en mano. Sin rumbo, ni ningún destino concreto, en realidad. Todavía asimilando su tarea. Nott fue tras él, sin cuestionar nada.

Fueron calle abajo, cruzándose con otros de los suyos, de otros escuadrones. El primer alarido resonó en la noche. Más luces de ventanas fueron iluminando el pueblo. Los gritos, cargados cada vez con más pánico, fueron ambientando la noche. Se escuchó una detonación parecida a un trueno. Una luz intensa iluminó sus espaldas y los hizo girarse por inercia. Una casa había estallado en llamas.

Draco y Nott continuaron. Recorrieron juntos varias calles y terminaron también en la pequeña plaza. Un gran obelisco de piedra se erigía justo en medio, recortándose en la noche. Un monumento a los caídos en guerra, supuso Draco. Se detuvieron a escrutar la escena, valorando a dónde ir. Vieron unas pocas tiendas de comestibles siendo saqueadas. El interior de una estaba en llamas. Vieron a dos de sus compañeros entrando a la oficina de correos, derritiendo para ello la reja que la protegía y destrozando la cristalera de la fachada. Varias personas, habitantes del pueblo, comenzaban a salir corriendo del pub situado en la esquina, buscando un refugio inexistente en las calles.

Las luces de los hechizos comenzaron a rodearlos. Draco siguió corriendo, dirigiéndose a la otra punta de la plaza. A uno de los callejones que parecía encontrarse menos concurrido, alejándose del que parecía que iba a convertirse en el epicentro de la batalla. Al girarse para confirmar que Nott lo seguía, se encontró mirando el obelisco que presidía la plaza. O lo que antes era un obelisco.

Se detuvo, trastabillando. Demasiado sorprendido ante lo que veía. La gran roca de piedra se había transformado en una estatua diferente. Una escultura de una familia. Un padre de cabello despeinado y gafas, una madre con una realista melena que rodeaba un rostro hermoso, y un frágil bebé en brazos de ésta…

¿Qué era aquello? ¿Por qué esa estatua tenía un hechizo de ocultamiento? ¿Quién era esa familia?

Frunció el ceño, aguzando la vista. El hombre que simbolizaba al padre se le hacía vagamente familiar…

—¡Draco, ¿qué haces?!

Escuchó el grito frente a él. Nott se había detenido a esperarlo. Y Draco casi tuvo que sacudir la cabeza. Volvió a escuchar los gritos de las personas. Vio las ventanas del pub estallar al otro lado de la explanada. Un muggle caer al suelo, retorciéndose, pocos metros más lejos, alcanzado por un hechizo potencialmente mortal.

Sin pensarlo dos veces, se apresuró a llegar junto a su amigo para continuar corriendo a su lado, hasta alcanzar el callejón. Otros mortífagos ya habían pasado por allí. Por la ventana del piso superior de la casa que había a su izquierda salía humo. Había cuerpos en las calles. Podía oler la magia. La sangre. Veía hechizos a lo lejos, delante de ellos. Sentir que la figura que correspondía a Nott se había quedado unos pasos más atrás lo hizo detenerse del todo. Miró a su amigo, de espaldas a él, y siguió su mirada.

Theodore estaba contemplando uno de los cadáveres. Draco lo miró también, por inercia, antes de verse obligado a apartar la mirada. Estaba… acostumbrado, se podría decir, a ver morir personas. A tener cadáveres frente a él. A producirlos él mismo. Con el paso de los años, había dejado de impactarle. Llevaban dos años en guerra. El cuerpo, el estómago y el corazón se acostumbraban. Al menos te veías obligado si no querías convertirte en uno de ellos. Pero el cadáver que Nott estaba mirando parecía ser solo un niño…

Ellos no mataban niños. Ellos luchaban contra magos experimentados. En igualdad de condiciones. Aurores del ministerio. Miembros de la Orden del Fénix o asociados a ellos. No niños, joder

—Tenemos que seguir —logró articular. Mirando alrededor. A cualquier lugar excepto al cadáver de aquel pequeño. Su amigo no se movió—. Nott, no podemos pararnos…

—No voy a seguir.

Las palabras, susurradas en el silencio, entraron en el cerebro de Draco y reverberaron allí durante varios segundos. Volvió a mirar a su amigo. Se estaba girando, encarándolo. Y se estaba quitando también la capucha de la cabeza. Y la máscara plateada.

El rostro de Theodore estaba contraído en una mueca de angustia. El corazón de Draco sufrió un vuelco.

—Nott… —farfulló, mirando alrededor con rapidez. Asegurándose de que nadie le veía hacer eso—. Nott, para, no puedes…

—No puedo hacer esto —añadió él, con voz entrecortada. Arrojó la máscara plateada a un lado, con abierto desprecio—. No puedo seguir. Me largo de aquí. Me… me largo de este bando.

Draco sentía sus músculos rígidos. Y se estaba quedando sin aire. Se acercó a Nott, con rápidas zancadas.

—No digas tonterías… —espetó, plantándose ante él, hablando en un frío susurro.

—¿Crees que estoy bromeando?

El corazón de Draco estaba latiendo a toda pastilla. Entendía perfectamente lo que pasaba. Lo que había cambiado en el interior de su amigo. Había terminado por quebrarse esa noche. Y no le estaba gustando ni un pelo. Theodore había soportado mucho durante dos años. Había peleado en una guerra que no apoyaba, a favor de un hombre que odiaba. Había cometido horrores de los cuales posiblemente nunca se recuperase. Y todo por la oportunidad de volver a ver a su padre.

"Y, si de verdad van a liberar a nuestros padres de Azkaban… quiero estar allí. Si mi padre se entera de que he huido, o de que repudio al Señor Oscuro, no querrá ni acercarse a mí. Y es la única familia que me queda. No tengo a nadie más".

Pero no iba a volver a verlo. Esa noche lo había descubierto. No lo habían rescatado como a los demás. Su salud no mejoraría estando en la cárcel. Al contrario. No volvería a ser útil para la causa. El Señor Oscuro jamás lo liberaría.

Y Nott ya no tenía motivos para luchar a su favor.

—No puedes hacer esto. Te van a matar. Si te largas, te matarán —Draco dejó escapar una exhalación casi resignada—. Soy tu sargento. Yo tendré que buscarte y matarte por traidor.

—Bien, hazlo —dijo Nott, sin aliento. Como si fuera evidente. Sin miedo—. Hazlo, te lo advierto, porque no voy a quedarme. Y no voy a ponerte a ti en peligro. Es mi decisión. Así que encuéntrame y mátame si tienes que hacerlo...

—Nott, basta… —exclamó Draco, algo más alto. Sujetando a su amigo del antebrazo, con miedo de que se Desapareciese a traición en cualquier instante.

—Suéltame —exigió éste. Forcejeando. Intentando retroceder—. No voy a matar a estas personas. No más. Me niego. No tengo nada que perder. Ya no… —su voz se rompió en un sollozo—. Me largo, y si…

Pero Draco lo interrumpió, soltando su antebrazo y presionando la mano contra su mejilla. Con fuerza. No fue exactamente una bofetada. Solo un rápido envite que le volteó el rostro, con la intención de hacerlo enmudecer. Después le plantó el antebrazo en el pecho para poder empujarlo contra la pared. Acorralándolo. Draco era más alto y tenía más fuerza que su escuálido amigo.

Draco se quitó la máscara con su mano libre. Para que Nott viese con claridad su crispada expresión. Que viese que hablaba en serio.

—Suficiente —siseó Draco, a un palmo de su rostro—. Se acabó. Tú no te vas a ninguna parte, ¿me oyes? Olvídate de tu padre —ordenó en voz más baja—. Y sigue adelante. Vamos a sobrevivir esta noche, y a esta guerra. Todo terminará en algún momento. Y tenemos que seguir de parte del Señor Oscuro si queremos sobrevivir. Esto no ha acabado.

—Draco, no me importa… —gimió Nott. Con sus ojos azules anegados de lágrimas. Draco podía notar sus sollozos amortiguados contra su antebrazo, mientras lo sujetaba todavía contra el muro. Draco soltó su pecho y le aferró el rostro con una sola mano, clavándole los dedos en las mejillas. Obligándole a mirarlo. Haciéndole daño, estaba seguro.

—A mí sí —soltó Draco. «A mí me importas…»—. Y no voy a dejar que lo hagas. No voy a verte morir. Deja de creer que estás solo.

Nott sollozó, ahogando una risa desganada, apartando la mirada. Como si le hiciese gracia que su amigo hubiera adivinado perfectamente lo que sentía, a pesar de no haberlo manifestado. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas. Draco no recordaba la última vez que lo vio tan destrozado. Quizá el primer día que tuvo que asesinar a alguien.

Se miraron. La firmeza en la expresión de Draco no vaciló. Sintió a Nott sollozar bajo su cuerpo, pero también lo sintió intentar asentir con la cabeza a pesar de su fuerte agarre. Draco le soltó el rostro, pero no se apartó. Theodore se secó la cara con la manga. Mirando la pared opuesta. Luchando por respirar.

—Draco, no puedo matar a estas personas —se secó la cara con la manga de la túnica de nuevo—. No es justo. No son… ¿Estás viendo lo que están haciendo? No puedo hacerlo. Maldita sea, ni a los magos ni a los muggles. No puedo… Y seguramente se den cuenta y terminen matándome por ello.

Draco tomó aire con discreción y también miró a otro lado. Podía escuchar los gritos de la plaza, llegando amortiguados al callejón. Las casas a su alrededor, ya destrozadas. Él tampoco podía…

—Podemos hacerlo —murmuró entonces. Sintió que Nott volvía a mirarlo. Él tenía la vista fija en el obelisco, visible en la distancia—. Finjamos colaborar. El resto se encargarán. Está siendo caótico. Busquemos una casa vacía y destrocémosla. Hagamos el menor daño real posible y salgamos de aquí cuanto antes.

Se atrevió a mirar a su amigo. Theodore lo contemplaba con fijeza. Asintió con la cabeza de nuevo cuando se encontró con los ojos de Draco. Aprobando su idea. Aliviado. Y éste decidió confiar en él. Accedió a soltarlo del todo, alejándose de la pared. Confiando en que no huiría a traición.

Theodore suspiró, y abrió la boca. Vacilante. Draco adivinó por su expresión que pretendía darle las gracias. Y no quería que lo hiciera.

—Venga, muévete —le espetó, sin dejarle hablar.

Draco echó a andar, colándose por un callejón contiguo. Estrecho, apenas un metro de distancia entre una casa y otra. Los pasos de Nott trastabillando tras él fueron la mejor melodía. Salieron a una calle paralela. Draco miró alrededor. Los mortífagos se estaban acercando por su derecha. Empezaban a destrozar las casas más lejanas.

Se oyó una detonación, y el edificio que había a su derecha se convirtió de pronto en una gran bola de fuego. Draco se encogió sobre sí mismo por instinto y se apartó varios pasos, sobresaltado, casi atropellando a Nott. Elevaron las varitas para protegerse de las brasas. Se quedaron estáticos, contemplando las llamas que lamían la fachada. Sintiendo el calor del fuego en la parte delantera de sus cuerpos. Los mortífagos que la habían incendiado salieron por la puerta en ese momento.

Draco tomó a Nott de la túnica al instante y echó a andar con seguridad, arrastrándolo con él. Como si ellos también tuvieran un destino concreto al que se estuvieran dirigiendo. No podían verlos ahí parados. Sería un riesgo terrible si los identificaban.

Se cruzaron con dos mortífagos más que salieron de un callejón cercano. Arrastrando a un par de personas que no pudieron identificar en medio de la fuerte luz del fuego. Draco agitó su varita, ágil como un zorro, y tiró al suelo de un amplio movimiento una de las farolas de la calle. Los cristales estallaron al estrellarse contra el suelo, al igual que la bombilla. Generando un fuerte y exagerado estrépito. Los mortífagos los dejaron atrás sin mirarlos siquiera. Satisfechos.

Nott tiró entonces de su túnica a un lado. Y lo condujo sin vacilar a otra de las casas. Una vieja estructura de piedra desgastada y madera roñosa que, por desgracia, ardería con facilidad. Un pequeño jardín rodeaba la casa, cuya hierba reseca crecía en todas direcciones. Avanzaron hasta el porche. Un viejo tablón de madera cegaba la puerta desde fuera.

—Está abandonada —susurró Nott—. Seguro que no vive nadie aquí. Servirá para fingir que hacemos algo útil…

—Quizá solo sea un truco de los propietarios —discutió Draco, receloso. Retrocedió un paso y agitó la varita en un casi automático movimiento. El tablón cayó a sus pies, cortado por la mitad. Otra sacudida de varita, y la vieja puerta cedió, cayendo al interior de la casa, arrancada de los goznes. Levantando una gran nube de polvo. Las altas llamas de la casa de enfrente teñían el rellano de un vivaz tono anaranjado.

Draco avanzó primero, varita iluminada en alto. A pesar de lo que había dicho, nada más entrar tuvo la seguridad de que aquella casa llevaba muchos años abandonada. Ningún hechizo de ocultación podía ser tan bueno, ni ser realizado tan rápidamente. Todo el lugar estaba devastado por el paso de los años, deteriorado y lleno de suciedad. Había escaleras que subían al piso superior, pero que no se atrevieron a tocar por miedo a que cedieran. Avanzaron por el pasillo de la planta baja. Había marcos de cuadros vacíos, cubiertos de polvo, a los lados. Alcanzaron a ver un salón a su izquierda y una cocina al fondo. Nott adelantó a Draco para entrar en la sucia cocina. Él giró para encaminarse al salón.

El aspecto de éste era peor incluso que el del resto de la casa. Butacas viejas y sucias, volcadas; sillas con patas rotas y astillas repartidas por doquier; una chimenea parcialmente destruida; los cristales de las ventanas rotos, que habían dejado colarse montañas de hojarasca al interior… Incluso el papel de las paredes comenzaba a despegarse. Parecía que allí se hubiese desatado una tremenda explosión. Un olor inconfundible inundaba la estancia. Magia. Una gran cantidad de magia.

Una pequeña mesa en un rincón había sobrevivido a lo que fuera que allí había sucedido. O quizá lo habían recompuesto después. Sobre la mesa, marcos con fotografías. Draco se acercó a ellas. Cogió la primera que vio, con su mano libre, y la iluminó con la varita. La fotografía en blanco y negro se movía, hechizada para ello. Dos chicos jóvenes, de apenas doce años, de rostro muy parecido, sonreían y agitaban las manos en dirección a la cámara. Debían ser hermanos. Al pie de la fotografía había una fecha escrita con letra pulcra. 1893.

Draco frunció el ceño. Era una foto antiquísima. La dejó de nuevo en su sitio y cogió la de al lado. Era de una niña muy bonita, fotografiada solo de cintura para arriba. Tenía el cabello largo y seguramente rubio, y los ojos también se adivinaban claros a pesar de que la fotografía no tenía color. Esta vez no había fecha en la esquina, sino un nombre. Que no tuvo tiempo de leer.

El cristal ante sus ojos cambió de forma súbita. Cubriéndose progresivamente, a toda pastilla, de una fina capa de hielo. El chico inhaló de forma brusca, pillado por sorpresa, y dejó caer el marco al suelo por accidente. El vidrio que cubría la fotografía se hizo añicos. Draco exhaló. Y su aliento se convirtió en vaho ante sus ojos, saliendo por las rendijas de la máscara. Notaba los brazos helados bajo la túnica y las protecciones. ¿Pero qué…?

Se giró sobre sí mismo. Los restos de la ventana se habían congelado igualmente. Y también la superficie de tela de la butaca volcada se había cubierto de escarcha. La temperatura de ese lugar había descendido una cantidad desmedida de grados. Draco veía su aliento abandonar su boca con rapidez. Hizo ademán de avanzar hacia la puerta, pero algo lo detuvo.

Una oscura figura ocupaba el umbral, por completo. De arriba a abajo. Midiendo, fácilmente, tres metros de altura. Levitaba a varios centímetros por encima del polvoriento suelo. Y su negra y vaporosa túnica flotaba a su alrededor sin seguir las leyes de la gravedad, ignorando que no había corriente en ese lugar.

Draco elevó la varita ante él, por instinto. Retrocediendo. Sintiendo el frío apoderarse del interior de su pecho.

—¡Fuera! —gritó, con pavor. Sin dejar de apuntar al ser con la varita—. ¡Estoy de tu lado! ¡Largo de aquí!

Sintió el olor putrefacto. Intentó tomar aire. Jadeante. El frío de su pecho no permitiéndoselo. La figura avanzó. Draco alzó más su varita. Y retrocedió dos pasos más.

—¡He dicho fuera! —volvió a gritar el chico. Con fuerza. Intentando controlar la desesperación en su voz—. ¡Soy un Sargento Negro! ¡Te ordeno que retrocedas! ¡Expecto…!

Una terrible sensación de desazón se estaba apoderando de él. Como si lo hubieran metido en una nube de Gas Agarrotador. Ya no podía gritar. Sus piernas cedían. Parpadeó, sintiendo que la habitación titilaba ante sus ojos. El ser estaba justo delante de él ahora.

—¡Expecto…! ¡Expecto patronum! —logró articular, ya sin gritar. Pero no estaba pensando en nada feliz. Al contrario. Algo desesperanzador estaba acudiendo a su mente. Veía la habitación de la Calle Blucher. Estaba sentado sobre el colchón. Pero estaba solo. ¿Y Granger…?

Sintió una mano fría, enorme, de dedos largos y húmedos, rodeando su cuello. Apreció la carne putrefacta incluso en la oscuridad que lo invadía. Notó que lo hacía retroceder, hasta que su espalda chocó contra la pared. Su pecho se agitó, buscando aire.

Estaba sentado en la habitación de la Calle Blucher. Granger no estaba. No había acudido a la cita acordada de la noche anterior. Ni había ido esa noche. Y no estaba seguro de hasta qué punto podía ser preocupante. El corazón le latía a toda velocidad. Se estaba aferrando la cabeza con ambas manos. Intentando respirar. Creía haberla visto en la Mansión de los Ryddle. Y le había parecido… Mierda, había necesitado desechar esa teoría. No había estado seguro de lo que vio. No tenía por qué haber sido ella. No podía haber pasado de verdad... Pero ahora ella no había acudido a su encuentro. Joder. Joder… Él no podía… ¿Y si había sucedido? ¿Y si la había matado?

Abrió los ojos, sin saber cuándo los había cerrado. Pero no vio con claridad hasta que las lágrimas gotearon por su barbilla, despejando sus ojos. Fue capaz de ver a su atacante, desde la escasa distancia que los separaba. No era, definitivamente, humano. La capucha dejaba ver que sus ojos estaban cubiertos por una especie de membrana, y, en el lugar donde debería estar su boca, solo había un oscuro orificio abierto.

La opresión de su pecho lo ahogaba. Y no tenía nada que ver con la sujeción del Dementor. Eran sus propios recuerdos. Seguía perdido en ellos. Viviéndolo como si estuviese sucediendo de nuevo. Perdiéndose en la angustiosa sensación de no saber qué suerte había corrido la chica. La impotencia. El temor hacia lo irremediable. Ella no había acudido a su cita… Él podía haberla matado… Él la había matado

—¡EXPECTO PATRONUM!

De pronto, la oscuridad del ambiente se redujo. Una brillante luz atravesó los párpados cerrados de Draco. La mano del Dementor soltó su rostro, y el chico se desplomó en el suelo sin remedio, resbalando por la pared hasta quedar sentado. Abrió los ojos ante el pinchazo de dolor en su baja espalda.

Era un brillante cuervo, hecho íntegramente de luz, que estaba en ese momento arremetiendo contra el terrible ser encapuchado. Haciéndolo retroceder. Abandonar la habitación por la ventana rota en un rápido revuelo de capa. La temperatura comenzó a ascender, volviendo a la normalidad. También la penumbra regresó a la estancia cuando el cuervo se desvaneció lentamente en una nube azulada, tras haber cumplido su cometido.

Draco no se movió todavía, mientras respiraba grandes bocanadas con la boca abierta. Sacudiéndose de pies a cabeza. Nott, plantado en el marco de la puerta con la varita en alto, estaba respirando de igual forma.

Dos rápidas zancadas, y Theodore cayó de rodillas ante él, sujetándolo con fuerza por los hombros.

—¿Estás bien? —resolló, sin aliento. Aferrando y palpando los brazos de Draco casi con ansiedad—. Draco… Draco, mierda, ¿estás bien?

—Gr… Granger —fue lo primero que abandonó la boca de Draco, con precipitación, entre respiraciones entrecortadas. Su aliento resonando como un bajo gemido cada vez que exhalaba. Nott, ante él, enmudeció. Todavía sujetándolo de los brazos. Mirándolo con la boca entreabierta. Hacía años que no lo escuchaba pronunciar ese nombre.

—¿Q-qué? —musitó, en un tono casi inaudible. Pero Draco ni siquiera parecía ser consciente de dónde se encontraba. Respiró hondo un par de veces más y después dejó escapar un hondo suspiro. Recomponiéndose.

—Nada… Mierda, nada, he… Me ha hecho recordar cosas —articuló entonces. Todavía entre jadeos. Interrumpiéndose para tragar saliva—. Joder… —farfulló, echando atrás la cabeza para apoyar la nuca en la pared.

Nott lo miró con fijeza unos instantes más. Logrando tomar algo de aire. Pero parpadeando de forma distraída. Sintiendo una brusca punzada de inquietud, que rápidamente se convirtió en aflicción por su amigo. ¿Había recordado algo doloroso respecto a Granger? ¿Quizá cuando se vieron obligados a separarse, en Hogwarts, la noche del ataque al castillo? Era posible… O cualquier recuerdo de esa época, en realidad… ¿Todavía seguía teniendo a Granger en mente, tantos años después de lo sucedido?

Sin ganas de empezar a pensar con profundidad, temblando todavía por el estresante momento vivido, se inclinó un poco más hacia Draco y le pasó un brazo por los hombros. Apretándolo contra sí.

—Ya… Joder. Vaya susto me has dado —murmuró.

—Estoy… bien. Mierda, por poco, pero estoy bien —articuló Draco, casi ido. Demasiado descolocado todavía como para preocuparse siquiera por separarse del abrazo de su amigo, como hubiera hecho seguramente en condiciones normales—. ¿Qué… qué ha…? ¿Por qué demonios nos atacan los Dementores? Se supone que están de nuestro lado… —empezó a protestar entonces. Sonando enfadado.

—No están del lado de nadie —replicó Nott, con resignación. Se separó de su compañero, enderezándose, sentándose sobre sus talones—. Solo quieren alimentarse. Todo lo demás les da igual. El Señor Oscuro no va a poder controlarlos. Si los quiere en sus filas, se arriesga a perder a sus propios soldados.

Draco dejó escapar una exhalación y por fin se quitó la máscara de la cara. Cubriéndose casi al instante el rostro con el antebrazo, para secarse la piel con la manga, frotando de forma brusca. Fingiendo que se estaba secando el sudor. No queriendo que su amigo apreciase que lo tenía vergonzosamente empapado en lágrimas casi secas.

Pero Nott fue lo suficientemente discreto como para girarse a mirar la puerta, fingiendo asegurarse de que estaban solos. Dándole privacidad para recomponerse. Sin ninguna dificultad para adivinar el estado en el que se encontraba Draco.

—¿Tú has hecho el Patronus? —preguntó entonces Draco, con la máscara todavía en la mano, pero el rostro seco. Theodore volvió a mirarlo, en silencio, confirmándolo—. ¿Estás de broma? ¿Desde cuándo sabes hacerlo?

Theodore sonrió con melancolía ante la incredulidad y casi enfado de su amigo. Apartando la mirada.

—Llevo mucho tiempo practicando. La mayoría de las veces solo he conseguido hacer bolas de luz. Me ha costado una barbaridad aprender a hacerlo. Y ni siquiera siempre que quiero soy capaz —se encogió de hombros, apático—. La teoría suena muy fácil. Un recuerdo feliz, y esas cosas. Una vez logré hacer uno corpóreo, como el de ahora, pensando en Daphne —dejó escapar una suave risotada por la nariz—. Ahora lo he conseguido pensando en ti —miró a su amigo, esbozando una lúgubre sonrisa—. ¿Crees que en el fondo estoy enamorado de ti?

Esa inesperada broma arrancó a Draco una seca carcajada antes de que pudiera contenerla. Incrédulo al escuchar a su amigo bromear en un momento semejante. Se pasó la mano por la frente, echándose el pelo hacia atrás. Terminando de recomponerse.

—La verdad es que sí. Siempre lo he pensado. Pero soy demasiado para ti, Theodore. Asúmelo —le siguió la corriente, sin ganas, mirando a su amigo con fingida altivez. Nott volvió a reír por la nariz, casi para sí. Se miraron a los ojos. Y Draco asintió con la cabeza, ya sin mostrarse burlón. Agradeciéndole en silencio lo que había hecho por él.

Nott le dio un último apretón en el hombro, suspiró con ganas y se puso de pie. Las voces fuera de la casa se estaban volviendo más sonoras. El caos en el pueblo aumentaba por momentos.

—¿Estás entero? —se aseguró, en voz baja. Draco asintió con más firmeza, colocándose su máscara de nuevo—. Entonces vámonos. O le prenderán fuego a este sitio con nosotros dentro.

Draco se ayudó de la pared y de la mano de su amigo para ponerse en pie. Todavía sentía un mal cuerpo terrible. Como si acabase de pasar una cruenta gripe. De hecho, todavía temblaba como si tuviera fiebre. Incluso tenía escalofríos. Pero no se lo dijo a Nott, y se limitó a seguirlo con las zancadas más amplias que pudo lograr hacer, en dirección a la puerta de salida.

Apenas ambos traspasaron el umbral, elevaron las varitas y crearon las primeras llamas que se extenderían por toda la fachada, arrasándolo todo a su paso. Alejándose unos precavidos pasos, le dieron la espalda a la casa abandonada y contemplaron el panorama, volviendo a la realidad. El pueblo era un hervidero de agitación. La calle en la que se encontraban se había llenado de personas, corriendo en todas direcciones. Draco pudo ver sombras que correspondían a algunos Dementores flotando al final de la calle. La luz de los diversos hechizos resultaba casi cegadora. Y el color verde presidía la noche. Alzaron la mirada y vieron cómo decenas de Marcas Tenebrosas brillaban en lo alto del cielo del Valle de Godric, como macabras señales que avisasen al mundo de lo que allí estaba sucediendo.

—¡Sargento! —gritó una potente voz a su derecha. Draco se giró por instinto, encontrándose con una máscara plateada ante él. Reconoció la ronca voz de Thorfinn Rowle—. He perdido a mi escuadrón cerca de la iglesia. Las cosas se han puesto feas allí, algunos magos del pueblo se están defendiendo con uñas y dientes. Faltan por inspeccionar esas dos casas de ahí. Acompáñame, Malfoy… ¿Nott, verdad? —añadió, mirando al susodicho, parado en pie, inmóvil a su lado—. Tú ve a la plaza…

Draco hizo rodar las mandíbulas, conteniendo su rabia. Indignado de que ese otro sargento se atreviese a dar órdenes a sus tropas. También miró a Nott, que aún no se movió, en una muda protesta. Esperando las órdenes de su propio sargento. Su rostro, sin máscara alguna que lo cubriese, se mostraba eficazmente impávido. Miró a Draco y éste asintió con la cabeza a regañadientes, sin encontrar a tiempo ningún motivo por el cual Nott debiese seguir a su lado. Éste correspondió a su asentimiento y corrió calle abajo, sin decir nada.

Draco respiró hondo, intentando librarse del peso que se había instalado en su estómago. No agradándole en absoluto separarse de Theodore esa noche. Aun así, siguió a su compañero hacia una casa que, efectivamente, parecía haber salido indemne del ataque.

Rowle agitó la varita rápidamente al llegar a la puerta y la derribó con un rápido Bombarda. Draco giró el rostro para evitar las esquirlas de madera que volaron por los aires. Con el ceño fruncido con menosprecio ante la poca sutileza del hombre. Su compañero se internó en la oscuridad y Draco se vio obligado a seguirlo. Con el corazón galopante. Implorando que ese lugar también estuviese vacío. Que los posibles inquilinos que viviesen allí hubieran salido fuera buscando auxilio.

La disposición del lugar era parecida a la casa que Nott y él acababan de incendiar. Unas escaleras a su izquierda que conducían al piso superior. Varias puertas ante ellos que les llevaban a las habitaciones de la planta baja. Draco encendió la punta de su varita y se internó, atravesando el pasillo, camino a la cocina que se veía al fondo. Rowle subió con pesadas y sonoras zancadas las escaleras de su izquierda. La luz de la casa estaba apagada.

Draco entró en la cocina. Deteniendo su mirada en las encimeras que tenía delante, y en la mesa que ocupaba el centro, rodeada de sillas.

Oyó un gimoteo a su izquierda. Movimiento en la oscuridad.

Se giró, en dirección al sonido, y la luz de su varita iluminó la pared de la izquierda como un enorme foco.

«No…»

Allí acurrucados en el suelo, uno junto al otro, se encontraban un hombre y una mujer adultos, con un niño pequeño sentado en medio, casi oculto entre ellos. La mujer le tapaba al niño la boca con una mano. Al ver la luz dirigirse hacia ellos, la mujer se encogió sobre el niño, cubriéndolo con su propio cuerpo. Draco pudo escucharla sollozar. El hombre trató de ponerse en pie. Tenía una varita en la mano derecha que apuntó en dirección a Draco. Con el rostro contorsionado de rabia y miedo.

Draco ni siquiera tomó aliento. Agitó su propia varita, lanzando un rápido hechizo en dirección a la familia. Vio cómo la mujer abría la boca, pero no escuchó su grito de terror. Su encantamiento Silencius había funcionado. El hombre, reaccionando por instinto al creer que los atacaba, también abrió su boca. Gritando palabras que no se oyeron. Generando un hechizo que sí brilló en la punta de su varita.

—No, pare… —farfulló Draco, alzando su mano en su dirección. Intentando aplacarlo. Pero la adrenalina ganó la batalla. Y el hombre ni siquiera lo escuchó. Su hechizo zumbó por los aires en dirección a Draco, y éste tuvo que agitar la varita para desviarlo. Golpeando la encimera, arrancando un pedazo de porcelana. Provocando un ruido que reverberó por toda la casa.

El hombre volvió a generar un hechizo silencioso, que Draco desvió con habilidad, pero no pudo evitar hacer ruido de nuevo al hacerlo. Ese hombre no era un guerrero. Solo era una familia corriente. No sabía si la mujer era una bruja, pero su marido desde luego lo era. No podía permitir que…

Dos hechizos más por parte del hombre, ejecutados con más rapidez, y los reflejos de batalla de Draco lo traicionaron. Terminando por desarmar a su poco habilidosa víctima, aunque no quería hacerlo. La mujer se encogió más todavía. El hombre, jadeando, se colocó ante su familia, con los brazos abiertos. Y el rostro descompuesto. Gritando cosas que Draco no podía oír.

—Escúcheme, tiene que… —siseó Draco a toda prisa. Avanzando dos pasos hacia ellos.

—¡Sargento! ¿Ha encontrado a alguien? —gritó una voz proveniente de algún punto de la casa. Acercándose.

Antes de lo que Draco se esperaba, Rowle apareció y se plantó en el umbral de la cocina. El padre se dejó caer al suelo de rodillas, todavía frente a su familia. Draco se giró hacia Rowle. Alargó una mano en su dirección.

—¡Para! No son… —comenzó a decir Draco, con precipitación. Su boca actuando más rápido que su cordura. Que su instinto de supervivencia. Su cerebro en blanco. Su piel electrificada.

Pero la palabra muggles murió en sus labios.

—¡AVADA KEDAVRA!

Los cristales temblaron cuando una oleada de energía invadió la habitación. El destello verde que surgió de la varita de su compañero cegó a Draco, que se vio obligado a girarse a un lado. La magia retumbando como un trueno por el lugar. Varios de los utensilios de cocina que estaban situados en las encimeras cayeron al suelo, rebotando en todas direcciones. Haciéndose añicos.

Cuando la onda de energía se redujo, Draco fue capaz de volver a girarse. A cámara lenta. Incrédulo. Todavía lleno de frenesí, ahora sin sentido. La familia estaba abatida en el suelo, caídos unos sobre otros. Indudablemente muertos.

Tuvo que contenerse con los últimos rastros de lucidez que le quedaban para no sujetarse a la mesa. Las piernas no lo sostenían. No podía cerrar la boca, y, aun así, no podía respirar. Su pecho se convulsionó, protestando por la falta de aire. Se vio obligado a tomar una superficial bocanada.

Se volvió hacia Rowle. Y vio que lo estaba mirando. Con atención. Con sospecha. Y fue capaz de comprender que no se había comportado como el Sargento Negro que era. Como el mortífago que era. Y su instinto de supervivencia regresó a él, abriéndose paso entre el estupor. Y le dijo que ahora su prioridad era arreglar eso. Ya no podía hacer nada por esa familia.

—Había un niño —susurró Draco. Y la voz no le tembló—. No quería matar al niño.

Vio que Rowle parpadeaba. Y echaba un rápido vistazo a la familia. Como si fuera entonces consciente de qué miembros la formaban. Draco vio la incomodidad apoderarse de su postura. Pero se mantuvo firme.

—Un niño muggle vale tan poco como un muggle adult…

—Eran magos —interrumpió Draco, articulando cada sílaba. Su tono frío como una corriente de aire. Rowle arrastró uno de sus pies por el suelo.

—Bueno, pero eran traidores —replicó, con desdén—. Convivían con muggles. Y conoces tan bien como yo las órdenes del Señor Oscuro. Ha dicho que matemos a todos. Que sembremos el máximo caos posible —miró alrededor con brusquedad, observando la cocina—. Podemos prenderle fuego a esto…

Draco no podía mover ni un solo músculo. Agradeció que su rostro quedase oculto tras la máscara, porque no podía ocultar el asco de su expresión. Ante la falta de respuesta por parte de Draco, se creó un tenso silencio entre ellos que fue roto de pronto por un débil gimoteo.

El corazón de Draco se puso boca abajo. Rowle y él se miraron. Sorprendidos. ¿La familia no había muerto?

Rowle apuntó con la luz de su varita a las figuras del suelo y confirmó que no se movían. Draco miró a su alrededor, escrutando el suelo con su propia varita. Se escuchó otro quejido. Un pequeño bulto oscuro bajo la mesa atrajo de pronto su atención. Paralizándolo. Por desgracia, Rowle también lo vio. Se acercó y apartó con decisión las sillas que rodeaban la mesa de comedor de madera.

La luz de su varita reveló a otro niño pequeño, este de apenas dos años, sentado en el suelo. Mirándolos con unos grandes ojos negros anegados en lágrimas.

—Maldita sea, se creían muy listos estos traidores… —farfulló Rowle, a su lado. A Draco se le puso la piel de gallina. Sus ojos recorrieron el estrecho lugar entre las patas de las sillas. Posiblemente solo hubiera entrado uno de sus hijos allí, el más pequeño. O no hubieran tenido tiempo suficiente de esconderlos a ambos antes de que él apareciese.

—Solo es un crío —logró articular, en un siseo tan bajo que no supo si el otro lo había oído.

—Ya, bueno, las órdenes son las órdenes —murmuró Rowle. Pero Draco pudo notar que la voz se le había entrecortado—. ¿Te encargas tú de este?

Y Draco se hubiera echado a reír con desdén si la situación no lo tuviese al borde de la taquicardia. Comprendió que, por mucho que su compañero defendiese lo que hacían de forma obcecada, no le hacía ninguna gracia matar a un bebé a sangre fría. Había matado al otro niño porque ni siquiera lo había visto, oculto tras sus padres.

Draco se enderezó en toda su estatura. Sentía la sangre rugir por sus venas, pero tenía las manos heladas. Y se sintió de pronto tan frustrado y enfadado que se creyó capaz de manejar esa situación y salir indemne. Sin alcanzar a pensar detenidamente en las consecuencias, algo que no era propio de él.

—No —espetó, categórico. Rowle, a su lado, dejó escapar una risotada casi nerviosa.

—¿No? —repitió, con inestable burla—. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que haga magia incontrolada de niño pequeño y acabe él contigo? —resopló, riéndose de su propia broma. Aunque Draco podía notar su nerviosismo. Pero su bravuconería y sus ganas de sentirse superior a Draco se impusieron a todo—. Apártate entonces para que un adulto se encargue…

—He dicho que no —repitió Draco, con determinación. Girándose para colocarse entre la mesa y su compañero. Éste pareció quedarse momentáneamente pasmado. Pero se recuperó enseguida. Y también se enderezó. Thorfinn Rowle era una cabeza más alto que Draco, y casi el doble de ancho.

—Recibo órdenes del Señor Oscuro, Malfoy, no de ti.

—Pues ahora vas a recibir una orden mía. Fuera.

—No tengo por qué obedecerte, niñato. Somos del mismo rango —gruñó entre dientes, amenazante. Draco no retrocedió.

—Quizá, pero no estamos a la misma altura —siseó el chico a su vez. Con un tono sutilmente burlón que había aprendido de su padre. Lo hacía parecer seguro de sí mismo. Seguro de que la persona que tenía delante, estaba, sin lugar a duda, un escalón por debajo de él—. Largo de aquí.

Se hizo el silencio. Mientras ambos se miraban a los ojos. Se escuchó una explosión en las inmediaciones de la casa. Un temblor que sacudió el suelo levemente. Quizá alguna de las casas se había derrumbado. Se oyeron algunos alaridos. Rowle miró por encima del hombro de Draco. Preocupado por los sonidos del exterior.

—Sal a comprobar qué ocurre.

Rowle volvió a fijar sus ojos en Draco al oír su firme orden. Dos espejos grises que lo atravesaban sin mostrar ni un asomo de miedo. Miró a la mesa, y después a Draco de nuevo. Finalmente, giró sobre sí mismo y abandonó la habitación sin decir nada más.

Draco en cambio permaneció allí plantado, incapaz de dar un paso. Logró apoyar su peso en la mesa. Parpadeando. ¿Qué estaba haciendo?

Acababa de poner su posición, su vida, en riesgo. Se había enfrentado a un compañero. No había cumplido las órdenes de su señor. Y no sabía hasta qué punto podía fiarse de que Rowle no lo denunciase por ello. Aunque una vocecita interior le decía que no lo haría. Rememoró el temblor de su voz, y estuvo seguro de que él tampoco estaba de acuerdo con la situación.

Un balbuceo del niño lo trajo a la realidad. El pequeño lo observaba en silencio, con sus enormes ojos parpadeando lentamente. Ya no lloraba, pero sus labios temblaban ante la vista de la tenebrosa calavera plateada que cubría el rostro de Draco. Éste tomó aire en una sonora bocanada. Obligándose a reaccionar. Tenía mucho que hacer. Y estaba haciendo el tonto, ahí parado. Comportándose como si esa familia fueran los primeros cadáveres que veía. Como si esa fuera la única misión en la que gente inocente hubiera muerto. Como si él no hubiera matado a decenas de personas.

Se aseguró de un rápido vistazo de que el niño no se movería de su lugar y después miró alrededor. Escrutando los armarios de la cocina. Vio entonces la puerta de salida a lo que debía ser el jardín trasero, a juzgar por el terreno cubierto de césped que entrevió por el hueco de la cortina. Se acercó y la apartó del todo con una mano impaciente. Un muro de piedra rodeaba los escasos terrenos del estrecho jardín. Y un cobertizo de madera se alzaba en un rincón.

Sin pensarlo demasiado, regresó a la mesa. Apartó una de las sillas un poco más, para tener espacio y poder acuclillarse. Quitándose la máscara en el proceso, no queriendo asustarlo. El niño lo miró, en efecto, con una nueva curiosidad. Contempló la máscara en su mano, y después a él, como si no comprendiese que ya no estuviera en su cara. Pero no pareció tenerle miedo.

—Vamos, mocoso… —susurró. En un tono suave y controlado. El niño no se movió. Draco chasqueó la lengua de forma casi distraída. Sintiéndose torpe e idiota. Tendió una mano en su dirección, e intentó atraerlo con unos rápidos gestos, esperando que lo entendiese. El pequeño parpadeó y empezó a gatear hacia fuera. Draco se puso en pie, aliviado. Tan pronto el niño salió, quedando de rodillas, estiró sus pequeños brazos hacia arriba. En dirección a Draco. Con sus gruesos labios fruncidos.

Draco chasqueó la lengua con mayor brusquedad. Lo que le faltaba. Tomó al crío de una de sus pequeñas manos y tiró de él, llevándolo hacia la puerta trasera. El niño gimoteó en protesta. Avanzando a trompicones sobre unos pies que apenas lo sostenían. Y Draco comprendió que, efectivamente, hubiera sido más inteligente cogerlo en brazos. Avanzarían más deprisa. Pero no tenía ni la más remota idea de cómo se cogía a un bebé y ninguna gana de practicarlo en ese momento.

Avanzaron por el jardín hasta el cobertizo, Draco incómodamente agachado para poder guiar al crío de la mano desde su considerable altura. Abrió la puerta de madera y se encontró con un espacio de apenas un metro cuadrado. Unas baldas casi vacías ante él. Una escoba voladora, un rastrillo y un cubo que se apresuró a sacar y a dejar fuera. Haciendo más espacio. Metió al niño en el interior de un comedido tirón y lo empujó abajo hasta sentarlo en el suelo. Tras examinar el lugar un instante, creó una pequeña bola de luz que flotó hasta lo alto del cobertizo. Se moriría de miedo si lo dejaba a oscuras y seguramente empezaría a llorar, atrayendo a cualquiera.

Se acuclilló delante de nuevo y chasqueó los dedos para atraer la atención del niño y que dejase de mirar embelesado la bola de luz. Cuando lo logró, se llevó el dedo índice a los labios, pidiéndole que guardase silencio. El pequeño, pensando que se trataba de algún tipo de juego infantil, lo imitó, llevándose su diminuto dedo a los labios.

Draco cerró entonces la puerta, volviendo a ponerse en pie. Y sus ojos se perdieron un instante en la nada. Sintiéndose ajeno a sí mismo. ¿Qué estaba haciendo?

Cerró los ojos. Y tuvo la súbita necesidad de tener a Granger a su lado en ese momento. Sus dedos se cernieron alrededor de la nada, por acto reflejo, al imaginarse sujetándola de la mano con fuerza. Con ella ahí, a su lado... Tuvo la casi ridícula idea de que todo sería más fácil. Y en realidad la situación sería la misma. Pero ella estaría allí. Ella le diría si estaba haciendo lo correcto. No sabía si estaba haciendo las cosas bien. Nunca había hecho las cosas así. Pensar en sí mismo era fácil; pero hacer cosas por los demás no lo era. Pero ella, por suerte, no estaba allí… Y tenía que continuar si quería vivir para volver a verla.

Volviendo a abrir los ojos, más dueño de sí mismo, apuntó con su varita a la superficie de madera del cobertizo.

Salvio hexia —murmuró, agitando la varita en un amplio círculo—. Repello inimicum.

El aire alrededor del cobertizo cambió, volviéndose más denso. Así estaría protegido. Y, en cuanto los Aurores llegasen y explorasen el lugar, detectarían su magia protectora. Localizando así al pequeño.

Por último, apuntó al cielo sobre su cabeza.

Morsmordre —pronunció con voz más fuerte de la que hubiera esperado de sí mismo. La gran calavera verde se materializó en lo alto. Sin volver a mirar atrás, entró de nuevo en la casa. Musitó un rápido Fumos y el humo invadió la estancia. Saliendo por las ventanas. Así creerían que había prendido fuego al lugar y no volverían a entrar para examinar nada. Solo entonces salió de la casa a grandes zancadas.

Apenas traspasó la puerta de entrada, tuvo que crear un instantáneo Protego para evitar que un brillante hechizo le diese de pleno en la cabeza. La cosa parecía estar complicándose. Uno de los edificios cercanos se había derrumbado, efectivamente, por completo. No vio a Rowle por ninguna parte. Avanzó calle abajo, siguiendo el camino que Nott había tomado antes.

El Valle de Godric era un pueblo relativamente pequeño, y todas las calles parecían conducir a la susodicha plaza. Era la misma que había visto antes, con la estatua de aquella misteriosa familia erigiéndose en el centro. Ahora parcialmente destrozada. Un hechizo perdido, o bien uno malintencionado, había arrancado la parte superior del tronco de la mujer, junto con sus brazos y el bebé en ellos. Los restos reposaban en el suelo, a su lado, habiendo perdido la estatua su encantamiento de desilusión.

Nada más llegar a la plaza, identificó la situación que Rowle había comentado. En la zona intermedia entre el pub y la iglesia, un grupo de ciudadanos, magos armados con varitas mágicas, parecía estar haciendo frente a los mortífagos lo mejor que podían.

Draco avanzó por la concurrida explanada. Con sus grises ojos no perdiéndose ni un solo detalle de lo que lo rodeaba. Desechó con rápidos reflejos algún encantamiento perdido que estuvo a punto de alcanzarlo. Se encontró con una mujer que estaba retrocediendo, peleando contra dos mortífagos al mismo tiempo. La bruja lo vio por el rabillo del ojo y trató también de luchar contra él. Lanzándole un par de desesperados hechizos bastante simples. Esas personas no eran guerreros. No sabían atacar. No tenían más idea de hechizos de batalla que los estudiantes de Hogwarts. Después de dos fugaces Expelliarmus y tres Impedimentas lanzados por la mujer, Draco la derrotó con un veloz Desmaius. No se sentía en sus cabales, pero tenía muy claro que no iba a matar a nadie esa noche si podía evitarlo.

Escuchó un inesperado rugido a sus espaldas. No alcanzó a girarse, pero no hizo falta. Algo enorme golpeó contra su espalda, derribándolo, y saltó después por encima de él. Sin prestarle más atención. Draco elevó la cabeza tan pronto como cayó al suelo de bruces. A tiempo de verlo alejarse. Era enorme, oscuro y peludo. Avanzó trotando, a cuatro patas, hacia una de las defensas de los magos del pueblo, un grupo constituido por media docena de hombres y mujeres que se mantenían en pie a bastantes metros de distancia. Justo a la entrada del cementerio local, pegado a la iglesia.

El licántropo tiró al suelo a varios de los magos y se arrojó sin titubear, de un poderoso salto, sobre una mujer que cayó bajo su peso. Quedó oculta bajo el cuerpo del hombre lobo, transformado completamente en una fiera salvaje por la luna llena. La varita que la mujer llevaba en la mano saltó por los aires.

Era Fenrir Greyback, transformado. Draco no tenía ni la más remota duda. Así como no tenía duda alguna de que había dicho la verdad sobre el hecho de haberse tomado la Poción Matalobos. Se había transformado, pero mantenía su mente humana. Por lo tanto, estaba desobedeciendo conscientemente su orden directa, al atacar así a los habitantes del pueblo. Hijo de…

—¡No! —escuchó Draco que gritaba una voz, a su derecha, por encima del tumulto. Giró el rostro, todavía tirado en el suelo. Sintiendo que conocía esa voz.

Nott, situado bastantes metros más lejos, sin máscara ni capucha que mantuviese su anonimato, estaba corriendo, varita en alto, apuntando al hombre lobo y a la mujer. Draco sintió como si el adoquinado bajo su cuerpo se resquebrajase.

—¡NOTT, NO! —gritó, sin pensar, poniéndose en pie a toda velocidad y lanzándose a correr tras él.

Todavía a varios metros de distancia de la criatura, Theodore atacó. El rayo de luz que abandonó su varita alcanzó al licántropo en el hombro, haciéndolo aullar con fuerza y rodar por el suelo. Se separó de la mujer, la cual permaneció tumbada, sin moverse. Su sangre brillando a su alrededor sobre el pavimento. Nott seguía corriendo hacia ella. Perseguido a su vez por Draco.

«No, no, no… ¡Nott, joder!»

Se escuchó un nuevo rugido. El licántropo apareció de nuevo, con el hombro ensangrentado, corriendo ahora hacia Nott. Éste trastabilló, deteniéndose, y alzó la varita, apuntándolo con ella. Sin reflejos suficientes. La bestia se colocó sobre sus patas traseras y le dio un fuerte manotazo con sus enormes zarpas, arrojándolo por los aires. Theodore cayó en el interior del cementerio, rodando entre las lápidas.

—¡CONFRINGO! —gritó Draco, sin dejar de correr entre la multitud. En dirección a Greyback. Pero no lograba apuntar mientras corría, y el hechizo se limitó a golpear y hacer estallar el bajo murete que rodeaba el cementerio, y que el hombre lobo acababa de saltar—. ¡CARPE RETRACTUM! ¡CRUCIO!

No lo conseguía. No le daba. Estaba demasiado lejos y no podía apuntar en movimiento. Greyback alcanzó a Nott cuando éste apenas había aterrizado en el suelo. Sus garras brillaron en la noche cuando dirigió un amplio zarpazo al cuerpo del chico. Sus enormes fauces se cerraron sobre su hombro y, de un poderoso gesto, lo lanzó por los aires de nuevo, cual muñeco de trapo, arrojándolo más lejos.

Draco sentía que estaba corriendo lo más rápido que había corrido nunca, pero no lograba reducir la distancia que lo separaba de Nott y Greyback. Este último no hacía más que arrojar a Nott más y más lejos mientras lo atacaba. Era una pesadilla.

El chico saltó con agilidad por encima del murete de piedra, entrando al cementerio, pero todavía estaba lejos de ellos. La fachada de la iglesia flanqueaba el cementerio a su izquierda. Preciosas y coloridas vidrieras la decoraban, llegando casi a ras de suelo. Durante el día debían brillar de forma espectacular con los rayos de sol. Un camino de grava que no se molestó en tomar serpenteaba entre las tumbas. Saltó también por encima de una lápida, sin tiempo de rodearla, y se encontró con la distancia suficiente como para apuntar. Se detuvo, con un grito, elevando la varita. Sujetándola con ambas manos.

El mausoleo que estaba junto a Draco se resquebrajó, y él mismo fue lanzado hacia atrás por la fuerza de la maldición que utilizó. El eco del potente hechizo reverberó en el cementerio. El brillante haz surcó la noche e impactó contra el costado de la enorme bestia, arrojándola por los aires, como si la hubiese golpeado con un enorme mazo invisible. Vio su boca abierta manchada de sangre y escuchó su aullido de dolor. Su hechizo lo lanzó hacia el bosque que rodeaba el cementerio, perdiéndose en la maleza. Varios de los árboles fueron derribados por la potencia del hechizo. Al igual que algunas de las lápidas más inestables.

Draco había caído de espaldas y rodado un par de metros por la reseca hierba, enredado en su túnica, hasta detenerse. Ni siquiera esperó a que el mareo remitiese antes de elevar la cabeza. Estaba respirando precipitadamente, su cuerpo intentando recuperar el resuello. Su vista estaba desenfocada, pero vio que Greyback ya no estaba. Le pareció ver la sombra negra que correspondía al cuerpo de Nott, tendido en el suelo, entre las lápidas.

Draco trató de incorporarse y ponerse en pie. Tenía que seguir. Estaba ocurriendo algo horrible. No podía parar. Tenía que llegar hasta Nott. Pero todo titiló ante sus ojos, y tuvo que mantenerse de rodillas. Cayó sentado sobre su cadera derecha y sostuvo su peso en una mano. Intentando no desplomarse. Estaba temblando de pies a cabeza. Y el pecho le dolía con cada inhalación.

Los ojos de Draco cayeron hasta el suelo, al percibir algo inusual entre la hierba. Una varita se encontraba frente a sus aturdidas narices. La cogió sin pensar, comprendiendo torpemente que necesitaba ese artilugio. Pero entonces la sintió distinta en su agarre. El mango era distinto. No era su varita. Miró tras él. Y descubrió el cuerpo de la mujer que Nott había intentado salvar, unos metros más lejos. Posiblemente le pertenecía a ella.

Draco sentía que su cerebro no funcionaba. Como si se hubiera quedado más atrás, junto a la estatua de la plaza. Podía escuchar los gritos. Si giraba más la cabeza por encima del hombro, veía los hechizos. Veía el humo que se alzaba hacia el cielo, procedente de las casas incendiadas. Las Marcas Tenebrosas flotando sobre ellos. Y Nott estaba inmóvil, en el suelo, todavía a varios metros de distancia de él.

Y entonces se sintió despertar de golpe. Y tomó una decisión.

"Los Patronus son útiles. Sirven también para enviar mensajes. Para avisar a alguien de forma inmediata".

"Piensa en algo muy feliz. Lo más feliz que te haya sucedido nunca…"

Se concentró. Peleó contra el frenesí. Un recuerdo feliz. Un recuerdo feliz…

Expecto patronum…

La luz blanca brilló en la punta de su varita. Pero se extinguió. Draco ni siquiera se inmutó. Sus ojos plateados relucían en la oscuridad de la noche. Agitó su varita de nuevo, con más ganas.

Expecto patronum…

Ninguna luz brilló esta vez. De nuevo, no lo logró. Sentía el pecho pesado. Era capaz de visualizar momentos felices, de reproducirlos en el fondo de su mente, pero no podía sentir dicha felicidad. No solo, en medio de ese desastre. Con el cuerpo de Nott a pocos metros, aún sin conocer su destino.

Un recuerdo feliz. Lo más feliz que nunca le hubiera sucedido. Cerró los ojos. Se perdió en sus recuerdos. Reviviéndolo todo. Obligándose a sentirlo.

A sentirse feliz. Feliz. Su felicidad en los más oscuros momentos…

Ella…

—¡Expecto patronum!

Y la punta de esa varita brilló, alertándolo, haciéndolo abrir los ojos de nuevo. Obedeciéndole, sin haberlo elegido realmente. Y una bola plateada emergió de ella, una brillante luz que oscureció la noche a su alrededor. Y se mantuvo flotando ante él, sin desaparecer.

Lo había logrado.

Tuvo que tomar una profunda bocanada para poder gritar las palabras que, sabía, lo cambiarían todo:

—Tráelos al Valle de Godric, ¡rápido!

La bola brillante estaba de pronto deformándose ante sus narices, aumentando de tamaño, y adquiriendo una forma que no logró descifrar. Tampoco puso demasiado empeño en hacerlo, dolorosamente cegado por la luz. Instantes después, se alejó de él a toda velocidad, desapareciendo en la oscuridad.

Draco se puso entonces en pie. Recuperando la estabilidad. Y ya no temblaba. Se sentía más firme y dueño de sí mismo de lo que se había sentido en mucho tiempo. Nunca, incluso. Arrojó la varita de aquella mujer a un lado, y buscó la suya entre la hierba bien recortada. La localizó y recogió, sujetándola con firmeza. Volvió entonces a la escena que lo requería. Seguía sin ver a Greyback. Pero sí podía ver a Nott, todavía tendido en el suelo.

Avanzó, con la vista clavada en él. Buscando un movimiento. Una respiración. Pero ni siquiera recorrió dos metros.

Sintió que algo se enredaba en sus tobillos de súbito. Haciéndolo perder el equilibrio en medio de una zancada. Cayó al suelo otra vez, de bruces, y sintió al instante que era arrastrado hacia atrás por el suelo. Como si lo hubieran atrapado por las piernas con un lazo invisible. Intentó girarse, ahora deslizándose por la grava del camino, y apuntar a su captor con la varita. Vio dos figuras. Con túnicas negras. Máscaras plateadas.

No…

Eran mortífagos. Y lo estaban atacando. Tenían que haber visto el Patronus. O quizá lo habían visto atacar a Greyback. Habían visto su traición. Cualquiera de las dos. Estaba seguro.

Draco alzó su varita.

—¡Impedim…!

No terminó de pronunciar el hechizo cuando su captor movió la varita en un amplio movimiento. Y Draco sintió que dejaba de estar en contacto con el suelo. Surcó los aires, en dirección a la fachada de la iglesia. Vio la vidriera aproximarse a su cuerpo a gran velocidad. O, más bien, fue él quien la atravesó de un escalofriante golpe. Oyó el ruido de cristales rotos a su alrededor. Sintió un afilado dolor, aunque no identificaba la zona. En todas partes. Y sintió por último otro repentino golpe, terminando por estrellarse contra una superficie dolorosamente irregular. Madera. Bancos de madera.

Draco cayó en el interior de la desierta iglesia, sobre varios bancos, antes perfectamente alineados. Derribándolos. Ni siquiera se escuchó gritar de dolor. Trató de toser, sin aire, pero su pecho no le respondía. Todo su cuerpo dolió al intentarlo. Gimió, intentando moverse. Consiguió alzar una mano y llevarla al estómago. Notaba la firmeza del cuero de las protecciones. Intacta. También palpó su pecho, y después su garganta desnuda, y ahí sí sintió un líquido caliente contra sus manos. Se giró un poco, quedando boca abajo. Oyó la madera crujir a su alrededor. Los restos del banco que había destrozado resbalar por su cuerpo y caer al suelo. Se quitó la máscara plateada con gran esfuerzo. El frío de la iglesia le golpeó la piel del rostro. Tosió y vio un hilo de sangre abandonar su boca y aterrizar en el suelo.

El silencio que lo rodeó entonces se sentía espeluznante en comparación al frenesí del exterior. Lejos de Greyback y de Nott. Lejos de todos. Pero un movimiento a su izquierda llamó su atención. Los dos mortífagos que lo habían atacado estaban cruzando la vidriera que él había destrozado, entrando en el interior del recinto. Draco movió la mano a su alrededor, palpando el suelo. Buscando su varita entre los restos de madera. La necesitaba. No podía pelear cuerpo a cuerpo en esas condiciones. No podía defenderse así. Casi no podía ni respirar.

Se giró sobre sí mismo, para buscar mejor, pero una fuerte patada en las costillas lo hizo volver a quedar boca arriba. Apenas encontró el aliento suficiente para gritar de dolor. Elevó la mirada. Dos figuras se cernían sobre él. Dos figuras cuyo contorno, de pronto, comprendió que conocía a la perfección. Aun así, por si las dudas, se quitaron las máscaras.

—¿Así que traicionando a tu bando, eh, Draco? —gruñó Crabbe, y su suave voz se oyó incluso por encima del barullo que provenía de las calles de al lado—. Es una vieja costumbre tuya... Hemos visto lo que le has hecho a Fenrir…

—Para salvar al mierda de Nott —completó Goyle, en un murmullo—. Eres… patético. Era cuestión de tiempo que ese patán hiciese una estupidez semejante. Siempre ha sido un mierda. Tiene lo que se merecía —miró a Crabbe, el cual asintió.

—Deberíamos dejar que el Señor Oscuro se encargue de tu castigo. Suele tener grandes ideas para los traidores. Pero, ¿sabes qué? —musitó Crabbe, con un brillo colérico en sus diminutos ojos—. Creo que nos merecemos ese derecho. Nos has dado la excusa perfecta. Nuestro señor no nos reprochará encargarnos directamente de un traidor como tú. Y te tenemos bastantes ganas… ¿Te acuerdas el por qué?

Draco se pasó la lengua por los labios. Calibrando la situación a toda pastilla mientras sus compañeros hablaban. Y se permitió, en un alarde de chulería que sabía que enfurecería a sus interlocutores, soltar una áspera risita. Intentando ignorar el agudo dolor que le provocó en un costado.

—Me halagas, Crabbe. Siempre he sospechado que se te ponía dura pensando en mí.

El aludido esbozó una incontenible mueca de rabia disfrazada de sonrisa condescendiente. Se escucharon dos explosiones fuera que retumbaron en el suelo, bajo el cuerpo de Draco. Escuchó varios gritos. Se habían vuelto más sonoros que antes.

—Nos engañaste —continuó Crabbe, sin inmutarse ante los sonidos—. Traicionaste todos los valores que proclamabas por esa enorme bocaza. Pero fuiste tan cínico como para disimular. Para que siguiéramos detrás de ti. Nosotros y todos nuestros compañeros. No eres más que un mierda que necesita que le digan cincuenta veces al día lo bueno que es en todo. Y no vales para nada —tragó saliva de forma nerviosa—. Creíamos que acabarías muerto en cualquier misión. Que tu fanatismo por los sangre sucias te jugaría una mala pasada. Pero lo has mantenido bien oculto. Incluso te ascendieron a Sargento Negro. Llegamos a pensar que te habías rehabilitado. Pero… no parece ser el caso —rio roncamente, sin alegría—. Dinos… ¿a quién has mandado ese Patronus, Draco?

—Si creéis que voy a contaros nada, gilipollas unineuronales, podéis sentaros a esperar —soltó, entre dientes, señalando con una cabezada los bancos destrozados que lo rodeaban. Mientras hablaba, su mano seguía palpando con discreción a su alrededor. Apenas haciendo caso a las palabras de sus ex-compañeros.

Goyle hizo ademán de elevar más la varita ante su insulto, pero Crabbe le sujetó el brazo. Todavía mirando a Draco.

—¿A la Orden? —gruñó Crabbe—. ¿Estás de parte de la Orden en realidad? ¿Eres un espía?

—Habrá avisado a su sangre sucia —murmuró entonces Goyle—. A la que tenía en Hogwarts. ¿Le has mandado a ella el Patronus? ¿Sigues con ella? No me sorprendería una mierda —pero, en realidad, sí que lucía sorprendido. Volvió a mirar a Crabbe—. Era la tal Granger, ¿no? Esa sabelotodo repugnante con dientes de conejo… O quizá ahora tiene a otra…

Draco notó entonces el contacto duro y redondeado de su varita con la yema de sus dedos. La aferró con fuerza. Y, en otras circunstancias —diez segundos atrás, de hecho—, hubiera vacilado. Esperando el momento propicio para atacar. Comprendiendo de forma sensata que eran dos contra uno. Y que estaba en desventaja en su posición en el suelo. Pero escucharlos hablar de Granger fue mágico. Instantáneo. Y alzó la varita antes siquiera de darse cuenta de que lo estaba haciendo, apuntando a Goyle con ella.

—¡Cru…! —gritó, con voz áspera.

Pero, como era de esperar, Crabbe fue más rápido. Mientras Draco apuntaba a Goyle, éste apuntó hacia Draco. Hacia su mano elevada.

Unos finos y frenéticos hilos negros salieron disparados de la punta de la varita de Crabbe, y se acoplaron a la mano de Draco. Rodeándola. Penetrando después en su piel, internándose en su carne. Y un dolor atroz sacudió los nervios de Draco. Soltó la varita por acto reflejo, mientras su garganta dejaba escapar un alarido.

Se sujetó la mano herida con la otra. Podía ver los hilos negros correr bajo su piel. Deslizándose hacia su antebrazo. En sus venas. No acertó a adivinar qué clase de maldición era. Pero sí consiguió asimilar que no podría utilizar su varita de nuevo. No sintiendo ese dolor. Estaba desarmado. Iban a matarlo.

Goyle se había quedado paralizado, mirando también la mano de Draco. Escrutó a Crabbe de reojo, al parecer sin saber qué hacer a continuación. Crabbe estaba jadeando. Tragó saliva de forma sonora y apuntó a Draco con una varita que quedó a pocos centímetros de sus ojos.

—Suficiente, Malfoy. ¿Unas últimas palabras?

Draco logró elevar los párpados. Veía el rostro de Crabbe, contorsionado de rencor, sobre él; pero no lo veía. No iba a perder el tiempo con un rostro que no quería ver. Se concentró, de forma casi accidental, en ella. Solo la veía a ella. Una imagen imprecisa flotando al frente de su mente.

«Granger…»

No iba a volver a verla. Pero… necesitaba verla otra vez. Porque estaba intentando con desesperación visualizar su rostro, y, en medio del aturdimiento, del dolor, del frenesí, de la aterradora anticipación de la muerte, no era capaz. Y eso lo estaba asustando más que la varita que lo apuntaba. Ni siquiera perdió el tiempo en intentar respirar. Le urgía verla. Una última vez. Solo una última vez... No tenía más tiempo…

«Granger…»

Consiguió evocar cómo se veían sus ojos. Con una claridad que no se esperaba. Grandes, oscuros, resplandecientes y fuertes. Y esa sí fue la última visión más bonita que nunca podría haber pedido.

«Hermione…»


*coge aire dos veces y empieza a abanicarse*

Uf, UF, qué estrés… 😱

Ja, ja, ja ¡siento dejarlo así! 😂 Ya os digo, quería traeros otro capítulo para evitaros el cliffhanger, pero no ha sido posible. Uffff muchas cositas… Lucius ha regresado, Voldemort está obligando a sus tropas a participar en cuestionables batallas, el destino de Nott es incierto (ay no, por favor… 😭), ¡y el de Draco, por lo visto, también! (SOCORRO 😱) ¿Qué pasará? ¿A quién le habrá mandado Draco ese Patronus? Je, je, je

Tengo el siguiente capítulo bastante avanzado, así que yo creo que en una o dos semanas como máximo puedo traerlo. Lo haré lo antes que pueda. Espero de verdad que este os haya gustado y os haya parecido entretenido. Yo me lo he pasado genial escribiéndolo 😂.

¡Muchíiiiisimas gracias por leer! ¡Nos leemos muy pronto! Si os apetece dejarme algún comentario, estaré encantada de leerlo. Gracias de antemano si lo hacéis 😍.

¡Un abrazo enorme! ¡Cuidaos mucho! 😊