¡Hola a todos! ¿Qué tal estáis? ¡Ojalá genial! 😊 Espero que todos hayáis tenido un feliz regreso a Hogwarts, y que hayáis aprovechado para leer el capítulo anterior en el tren, camino de allí ja, ja, ja 😂 Ojalá tengáis ganas de continuar con la historia, que traigo un capítulo cargadito de acción 😊
Muchísimas gracias a todos los que estáis ahí, por vuestro apoyo y vuestras preciosas palabras. 😍 Al ser una historia tan larga, y llevar ya tantos años publicándola, mi mayor miedo es que la gente pierda el interés… ¡pero me alegra mucho saber que os sigue gustando! ¡Gracias, de corazón! 😍
Permitidme dedicarle este nuevo capítulo a Lorena, por su cariño y su apoyo en todos sus comentarios, ¡un millón de gracias, bonita! 😍😘
Por cierto, una cosa más… Por si os interesa, me he creado una cuenta de Instagram llamada "sana_ngu_fanfics" en la cual mi intención es ir subiendo posts presentando futuros nuevos fics, avisar por stories si publico capítulo nuevo… Como últimamente fanfiction funciona tan mal, es otra manera de estar comunicados je, je, je 😂 si tenéis Instagram, y os apetece seguirme, ¡sed bienvenidos! 😊
Recomendación musical: "This is war" de Thirty Seconds to Mars.
Y, ahora sí… ¡Coged las varitas! ¡A pelear!
CAPÍTULO 52
La cúpula
La noche había caído sobre las ruinas del pueblo de Hogsmeade. No había ni una sola ventana iluminada en todo el pueblo. Ni un solo farol. Ni un alma.
Debido al clima lluvioso de Escocia, muchos de los edificios derrumbados habían empezado a cubrirse de musgo. Muchas de las fachadas habían sido bombardeadas, y grandes boquetes dejaban ver el interior de las casas y tiendas. Había cascotes por todos lados. Vigas que sobresalían. La Casa de las Plumas se había convertido en un almacén de cenizas; todas las plumas habían sido carbonizadas en algún incendio, tal y como demostraba el negruzco estado de los muebles. La fachada de las Tres Escobas seguía en pie, pero un rápido vistazo al interior dejaba ver que parte del mostrador había sido pulverizado, y que casi todas las mesas estaban volcadas y llenas de polvo. Había manchas oscuras por todas partes. La planta superior de Cabeza de Puerco presentaba un gran boquete. Y su reconocible cartel, con su característica cabeza de jabalí cortada, colgaba precariamente de uno de sus goznes. Balanceándose al viento, manteniéndose obcecadamente en su lugar. Casi como una muda reivindicación. A una de las esquinas del cartel le faltaba un pedazo de madera.
Aberforth no dejó de caminar al pasar ante su viejo negocio y hogar. Ni siquiera volvió la cabeza. Tonks continuó caminando tras él, un respetuoso paso más atrás, mirando su espalda con aflicción. Ron ralentizó el paso, echando un nervioso vistazo a la fachada. Hermione se detuvo del todo, y se asomó por la puerta abierta. Lucía igual que las Tres Escobas. Todo estaba revuelto, y hecho un desastre. Cubierto de polvo. Frío.
Pasaron ante la oficina de correos. Ésta se mantenía en bastante buen estado. La puerta, al menos, estaba cerrada. Y las paredes intactas. Aunque los cristales de las ventanas eran historia. No se veía ninguna lechuza en el interior, claro está.
Cruzaron delante de Zonko, la cual lucía excepcionalmente lúgubre. Acostumbrados a ver sus escaparates llenos de luces, color y movimiento. Había dos tazas polvorientas en exposición tras la sucia vidriera, inmóviles, las cuales sabían que antes se encargaban de morder la nariz a quien intentase usarlas. Parecía como si toda la magia de ese lugar se hubiera evaporado. Como un parque de atracciones abandonado.
El pequeño grupo subió hacia la calle principal, y se detuvo en la esquina. Oteando al otro lado. Generando un par de hechizos de detección. El camino seguía despejado. Nadie se había molestado en proteger las ruinas del pueblo.
Al no haber nadie allí, al no haber nadie que pudiera convertirse en un aliado potencial para la Orden del Fénix, en una varita más que los ayudase, Voldemort no le había prestado ninguna atención. Y qué equivocado estaba… El pueblo, por sí mismo, era todo cuanto la Orden necesitaba.
Aberforth fue el primero en abrir y cruzar la puerta que conducía al interior de Honeydukes. Tonks lo siguió, y después fue el turno de Ron, el cual mantuvo la puerta abierta mientras Hermione oteaba los alrededores que dejaban atrás y generaba dos hechizos de detección de intrusos, antes de entrar también.
Seguía tal cual el matrimonio que lo regentaba lo había dejado al huir de allí. Las estanterías estaban llenas de polvorientos paquetes de dulces. No olía a caramelo. La bruja mecánica que solía remover un caldero lleno de chocolate no se movía. La balanza del mostrador se estaba oxidando por la humedad del invierno. No había nadie allí.
—¿Algo habrá salido mal? —murmuró Ron entonces, rompiendo el silencio—. ¿Dónde están...?
Y entonces lo oyeron. Alguien estaba ascendiendo desde las escaleras que conducían al sótano. Todos se pusieron, inmediatamente, en guardia. Aberforth rodeó la trampilla para sorprender de espaldas a quien fuese. Tonks se ocultó tras una estantería. Ron y Hermione lo enfrentaron de frente, varitas en alto. Aunque, si todo había salido como lo habían planeado, no era necesario. Y no lo fue.
Neville, como era de esperar, apareció entonces por la abertura del suelo. Sus pequeños ojos miraron alrededor, al despliegue que se había organizado, y sonrió con disculpa. Reconociendo a los encapuchados. Las Máscaras del Fénix que llevaban puestas. Todas las varitas descendieron.
—Nos hemos adelantado. Estábamos echando un vistazo al pasadizo mientras os esperábamos —indicó, con una sonrisa de disculpa. Terminando de subir la escalera. Aceptando la mano de Ron para ello—. Parece que está despejado. Había una caja encima de la trampilla, así que no parece que la hayan descubierto, si es que han examinado el lugar…
—Buena señal —admitió Tonks, echando un último vistazo alrededor. Asegurándose de que no había nada fuera de lugar. Luna subió entonces las escaleras tras Neville. Con una soñadora sonrisa ya dibujada en sus pálidos labios.
—Las cajas de abajo tienen chocolate —informó, a modo de saludo, como si fuera un dato especialmente relevante—. ¿Creéis que deberíamos coger un poco? Para los Dementores... Si lo han conservado con polvo de uña de Plimpys de agua dulce se habrá mantenido en buen estado a pesar de los años…
Ron se mordió el labio bajo su Máscara del Fénix para no reír. Aunque no veía el rostro de Hermione, podía ver en la rigidez de sus hombros que estaba conteniéndose con todas sus fuerzas para no embarcarse en una detallada explicación de por qué la suposición de Luna era, inevitablemente, incorrecta.
—¿Plimpys de…? —gruñó Aberforth, permitiendo que una genuina confusión empañase su huraña voz.
—No creo que lo hayan conservado así, Luna —se apresuró a opinar Ron. Pero no pudo contenerse en añadir—: Estoy casi seguro de que han usado moco de Heliópatas. Y ese no es tan buen conservante —replicó, mortalmente serio, como si fuera indiscutible. Luna asintió con la cabeza, con gravedad, como si estuviera profundamente de acuerdo. Sin captar su sarcasmo.
—Oh, por… —comenzó una impaciente Hermione.
—Venga, vamos bajando —se apresuró a interrumpirla Ron, casi echándose a reír a pesar de todo. Sujetó la muñeca de Hermione, la cual había alzado ambas manos y tomado aire con énfasis, como si ya no pudiera contenerse más ante tanta estupidez, y tiró de ella escaleras abajo—. El resto de nuestro escuadrón está de camino. Después viene el de Hermione, y después el de Tonks. Tenemos un castillo que recuperar.
Apenas llevaban quince minutos en el interior del Bosque Prohibido, y los árboles ya se habían adueñado de todo su campo de visión. Los árboles y la oscuridad. Cada rama que rompían sus pies crujía en la inmensidad del bosque, creando un interminable eco entre los árboles. La temperatura de esa noche de finales de junio era razonablemente cálida.
Harry mantenía su varita elevada ante él, iluminando el camino con un eficaz Lumos. Elevó la mirada de nuevo, volviendo a otear el cielo nocturno. Inquieto. Pero no se veía a causa de la frondosidad de los árboles. No había ninguna iluminación por encima de sus cabezas. No se veía la luna. Y más les valía que fuese así hasta llegar a los terrenos. Esa noche había luna llena…
—Este debe ser el claro —murmuró entonces Remus, a su lado, ralentizando el paso. Llevaba la varita en horizontal sobre la palma de su mano, a modo de brújula. Harry se detuvo también cuando el hombre lo hizo. Se encontraban en una hondonada de arena, rodeada de nudosos árboles. Robles, pinos, tejos... O, al menos, versiones tétricas de ellos. Todo era grisáceo, casi azulado. No había color en ese lugar.
—¿Habrán detectado nuestra presencia? —murmuró Harry, rompiendo el silencio. Tanto Remus como él estaban concentrados, escuchando cualquier sonido que pudiese alertarles del peligro—. Me extraña que no haya ninguna barrera…
—No lo creo —opinó Lupin, en voz también baja—. Tampoco las había cuando Dumbledore dirigía el colegio. Nunca han hecho falta. El Bosque Prohibido, de por sí, es la mejor barrera que uno pueda desear. Nosotros tenemos la suerte de tener de guía a la única persona que lo conoce a pies juntillas…
Harry no pudo sino darle la razón. Pero no alcanzó a replicar nada, porque, segundos después, empezó a escuchar un gruñido. Por un instante, temió que su viejo profesor estuviese sufriendo su inevitable transformación antes de tiempo. Pero, tras un fugaz vistazo, comprobó que no era el caso. Pero continuaba escuchando ese curioso gruñido. Era como un… zumbido. Un rumor. Acercándose. Y la posibilidad de que una inesperada criatura los sorprendiese le puso la carne de gallina. Todavía podía escuchar la voz de un aterrorizado y joven Draco Malfoy, de apenas once años…
"¿El bosque? Hay toda clase de criaturas allí… dicen que hay hombres lobo".
De pronto, una súbita luz lo cegó. Un potente foco. Doble. Volvió a escuchar el rumor, mucho más cerca. A pocos metros de ellos. Inhaló con fuerza, haciendo ademán de subir la varita, pero entonces comprendió. Reconoció el sonido. Reconoció la luz.
—¿Pero, qué…? —farfulló Remus a su lado. Confuso.
Pero Harry dejó escapar un jadeo de sorpresa, y una sonrisa estiró su boca. Se colocó el antebrazo sobre los ojos para que la luz no lo cegase, y ahora sí pudo ver la silueta del azulado y semi-oxidado Ford Anglia volador, antigua propiedad del señor Weasley. El coche llegó frente a Remus y él, y frenó suavemente a su lado. Las luces de los enormes focos delanteros parpadearon, como si los saludara. Harry estuvo tentado de darle unas palmaditas como si de un sabueso se tratara.
—¡Harry! —llamó una potente voz, unos metros más lejos.
El aludido miró en dicha dirección. Una gran mole de cumbre peluda caminaba hacia ellos, sorteando los árboles. El abrigo de Hagrid estaba más desgastado que la última vez que lo vio, y había pequeñas ramitas en su poblada melena negra. Llevaba su ballesta y su carcaj lleno de flechas.
—Hagrid… —murmuró Harry, con tono entrecortado. Era una voz tan familiar… y sintió una emoción tan cálida en su corazón, que hubiera podido ponerse a llorar. La voz de su amigo le había traído hermosos recuerdos de su vieja escuela. Cuando todo era más fácil. Cuando aún eran felices… Las velas del Gran Comedor, el chisporrotear de la chimenea de la Sala Común, el barullo de los alumnos por los pasillos, el rasgar de las plumas en los exámenes, los ladridos de Fang, los vítores del campo de Quidditch…
Hagrid avanzó pesadamente hacia él, y Harry no pudo contener el impulso de abrazarlo con fuerza. No podía rodear su cintura con sus brazos, pero se hundió en el abrigo de su amigo y se dejó llevar por la sensación. Hacía años que no lo veía… Hagrid dejó escapar un pesado suspiro que alborotó los ya de por sí rebeldes cabellos de Harry, y le dio un apretón en la espalda que hizo que le crujiesen un par de vértebras.
—Harry, muchacho… —murmuró con su ronca voz, con su enorme mano dando unas emocionadas palmaditas en su espalda. Haciendo toser al chico—. Has crecido...
—Recibiste nuestro mensaje —intervino Lupin, consiguiendo sonreír ante la estampa. Hagrid asintió con la cabeza y se separó de Harry, dedicándole una tierna sonrisa bajo la poblada barba.
—Desde luego. Aquí me tenéis, preparado para lo que sea. Espero ser útil…
—Ya lo has sido… ¿Hay alguna novedad? ¿El Señor Oscuro sigue sin aparecer por el castillo?
—En absoluto —replicó Hagrid, con decisión—. Lo he comprobado. No está.
—Estupendo... ¿Y cómo va el reclutamiento?
Hagrid resopló con fuerza. Luciendo algo más frustrado.
—No ha habido suerte con las Acromántulas. Hace años que no quieren saber nada de mí… Pero he encontrado a este pequeñín —dedicó al inmóvil Ford Anglia la misma mirada que solía dedicar a Norberto, su vieja cría de dragón—, y me ha seguido hasta aquí. Grawp ha dicho que peleará —añadió con orgullosa satisfacción—. Lo he dejado con Fang. También he reunido a los Thestrals. Y… ahora solo quedan ellos.
Remus cabeceó de forma afirmativa ante esa información.
—Muchas gracias, buen trabajo. Pues vamos a ello. ¿Dónde están…?
—Tienen uno de sus campamentos algo más allá —Hagrid señaló con el pulgar por encima de su hombro—. Aun así… —el gran hombre pareció vacilar—. ¿Estáis seguros de esto?
—No perdemos nada por intentarlo —Lupin sonrió con nostalgia—. Necesitamos toda la ayuda posible esta noche. Sabemos que no lucharán en nuestra contra, Voldemort no puede darles nada que deseen. Y, además, su ascenso al poder tampoco ha sido nada agradable para ellos. Con lo cual, quizá estén a favor de ayudarnos.
—Son muy suyos —insistió Hagrid, arqueando las cejas levemente.
—Aun así, ya que estamos aquí… —replicó Lupin, echando a andar en la dirección que le había indicado su amigo.
Hagrid frunció los labios y resopló sin ánimo, sin casi alborotarse la negra y espesa barba. Harry le sonrió y echó a andar siguiendo a su viejo profesor. Unos amortiguados pero pesados pasos le indicaron que Hagrid había terminado por seguirles. Y la súbita iluminación de unos faros, y el ruido de unos neumáticos, que el Ford Anglia también.
Tras recorrer apenas una hectárea, llegaron a otro claro. Rodeado de árboles más gruesos y nudosos, más viejos. El grupo se detuvo. No estaban solos.
Se escuchó el ruido de las coces en el suelo. Y los bufidos.
Centauros.
Alcantarillas. Frías, y húmedas, solo el leve murmullo de las gotas cayendo al empapado suelo rompía el tenebroso silencio. Un estrecho tubo de piedra resbaladiza los rodeaba. Y solo la luz de las varitas rompía la oscuridad.
—Es aquí, papá, para.
Arthur giró sobre sí mismo, mientras avanzaba en cuclillas por el estrecho túnel, y apuntó con la luz de su varita hacia su hija menor, que iba detrás. Ginny entrecerró los ojos, deslumbrada, pero apuntó hacia arriba con la luz de su propia varita. Señalaba una tapa de alcantarilla redonda que había sobre sus cabezas. El hierro estaba cubierto parcialmente de moho verdoso, y, por suerte, era de un diámetro suficiente para que la atravesase un hombre adulto sin demasiado esfuerzo.
Fred, detrás de su hermana, alzó su propia varita.
—Alohomora —musitó, apuntando hacia la salida.
La pesada tapa dio un par de vueltas sobre sí misma y se mantuvo en su lugar. Ginny se apartó un poco, varita en alto, mientras Fred avanzaba hasta colocarse debajo. Sujetó su varita con los dientes, y la empujó con las manos. La tapa cedió y se deslizó parcialmente a un lado, dejando el paso abierto. Una luz tenue iluminó el frío túnel e hizo que la luz de las varitas fuese innecesaria. Un resplandor titilante y anaranjado. Un delicioso aroma, cálido, dulce, invadió sus fosas nasales. También otro olor diferente que identificaron como brasas o carbón ardiente. De pronto, una pequeña pero rápida figura se recortó sobre el agujero, tapando la luz.
—¡Los señores Weasley! —chilló una aguda voz—. ¡Muchos Weasleys!
—Dobby, ¿hay algún mortífago allí arriba? —susurró Ginny, todavía con la varita en alto.
—¡No, señorita! —desmintió el elfo con alegría. Arthur dejó escapar un suspiro aliviado.
—Cuidado, Dobby, voy a subir —le advirtió entonces Fred.
Se removió ligeramente en la estrechez del túnel hasta lograr contorsionarse lo suficiente como para sujetarse al borde del agujero y trepar. Apenas su tronco atravesó la abertura, se vio al instante rodeado de una docena de elfos domésticos, vestidos con pequeños delantales, que lo observaban llenos de intriga. Dobby, delante de todos, vestido con un suéter, unos pantalones que parecían de niño, además de varios sombreritos unos encima de otros, los contemplaba con sus grandes ojos verdes del tamaño de pelotas de tenis muy abiertos. La luz que habían intuido desde abajo provenía de algunas chimeneas de piedra, apagadas y humeantes, con calderos vacíos colgando en ganchos sobre ellas. Las mesas del Gran Comedor se hallaban allí, tan robustas e imponentes como las recordaban, parcialmente llenas de restos de deliciosos platos. La cena ya había concluido.
—¡Qué alegría verles de nuevo! —exclamó el pequeño elfo, arrojándose encima de Fred para abrazarlo con sus delgados brazos. Éste, que se había agachado para ayudar a Ginny y al resto a subir, estuvo a punto de perder el equilibrio y volver a caerse por el agujero—. Hacía mucho tiempo que no venían a comer. Todavía queda budín de Yorkshire de la cena, señor, solía gustarles mucho…
—Esta vez no venimos a buscar comida, Dobby —replicó George, saliendo por el agujero tras Ginny, con una pequeña sonrisa. Su padre, tras él, emitió un gruñido desaprobatorio.
—¿Solíais venir a robar comida…? —se lamentó, con resignación—. Que no se entere vuestra madre…
—Dumbledore os ha contado a qué venimos, ¿verdad? —preguntó Ginny, recorriendo a las pequeñas criaturas con la mirada. Todos los elfos los seguían mirando con curiosidad. Pero no parecían especialmente alterados.
—¡Oh, sí! Se puso en contacto conmigo, señorita —chilló Dobby, haciendo una pronunciada reverencia—. Es un honor ser partícipes de tamaña heroicidad, y…
—Vale, vale… Entonces sabéis que lo que tenéis que hacer es no hacer nada, ¿verdad? —lo interrumpió Ginny, arqueando una ceja—. Solo permanecer en silencio y no contarle a nadie que nos habéis visto entrar…
—Por supuesto, señorita —replicó otro de los elfos con voz muy aguda. También hizo una reverencia—. Y lo haremos con la mayor eficiencia posible.
Hubo murmullos entre el resto de elfos y todos se inclinaron ante ellos, con entusiasmo. Tras agradecer su confianza a los elfos, Ginny volvió a colarse por la alcantarilla, dispuesta a avisar al resto de sus compañeros de que el camino estaba despejado. El resto se dirigieron a la puerta oculta tras el cuadro de frutas que decoraba una pared del sótano del castillo.
Arthur abrió la puerta empujando con el hombro apenas unos centímetros, lo justo para que su brazo derecho pasase por el hueco e iluminase el oscuro pasillo con la varita.
—Despejado —murmuró, recolocándose las gafas sobre la nariz—. Vamos, tenemos que llegar al tercer piso…
Ron fue el primero en alcanzar la entrada oculta en el interior de la estatua de la bruja tuerta, situada en el tercer piso. Apoyando bien los pies en el resbaladizo túnel, empujó la joroba desde el interior, abriendo el pasadizo, solo un poco. Oteó con sus azules ojos el exterior, y no tardó en distinguir a Ojoloco a pocos metros de distancia. Lo cual le dio la tranquilidad necesaria para abrir el pasadizo del todo.
—Por fin —fue el brusco saludo de Moody—. Llegáis tarde.
—Hay que caminar un buen rato desde Honeydukes —replicó Ron, trepando por la joroba y saltando al otro lado—. Me ha parecido más rato del que Harry comentó que era…
—No te quejes, que nosotros hemos tenido que lidiar con Dobby y su club de elfos… —protestó Fred, apoyado en la barandilla que daba a unas escaleras descendentes, con los brazos cruzados—. Si llegamos a saber que ibais a tardar tanto, hubiéramos aceptado la comida que nos ofrecían…
—Unas alitas de pollo con salsa… —completó George, soñador.
—O empanada de calabaza… —añadió su gemelo, con entusiasmo.
—Oh, sí. O…
—Cerrad la bocaza —exclamó Moody, impaciente, mientras su ojo falso daba vueltas como loco sobre sí mismo. Observando lo que los rodeaba con frenesí—. ¡Alerta permanente!
—Déjales, Ojoloco —resopló Arthur—. Guarda fuerzas para los mortífagos. ¿El resto vienen detrás? —cuestionó, viendo aparecer a Tonks por la abertura.
—Sí —corroboró la joven, apartándose el corto cabello de color rosa de los ojos cuando aterrizó en el pasillo—. Nos hemos adelantado, y Neville y Luna están con ellos… Están de camino.
—Entonces sigamos. Granger, Ronald, conmigo —instó Ojoloco apenas Hermione tocó el suelo con sus pies tras Tonks, descolgándose con cuidado de la joroba—. Hay que darse prisa…
—Espera, Ojoimpaciente —exclamó Fred, intentando no hablar demasiado alto—. Tomad por si acaso unos pocos Polvos Flu también… No es trabajo vuestro abrir las chimeneas, pero, por si algo sale mal y hay que cambiar el plan… —murmuró. Tanto su gemelo como él hurgando en los bolsillos de sus respectivos ropajes—. Hemos traído de sobra…
Llevaban dos desgastados abrigos algo aparatosos, largos y de color marrón oscuro, y tan anchos que parecían ser varias tallas más grandes de la que necesitaban. Pero todos sabían el por qué. En ellos llevaban repuestos de la crème de la crème de sus útiles artefactos. Bombas de todo tipo, pantanos portátiles, polvo peruano de oscuridad instantánea, espray aumenta todo, detonadores trampa, y mil cosas más.
Ron, Hermione, y Tonks alargaron las manos para recibir los pequeños sacos con Polvos Flu, que se apresuraron a guardar en sus cinturones.
—¿Tendréis suficiente para ir escondiendo repuestos en las armaduras del castillo, como propusisteis? —preguntó Tonks, estudiando sus largos abrigos.
—Por supuesto —canturreó George, dándose unos golpecitos en los bolsillos. Mágicamente aumentados aunque no fuera perceptible, por supuesto—. Si os quedáis sin repuestos, mirad las armaduras. O buscadnos.
—Separémonos, entonces —propuso Arthur, echando un rápido vistazo alrededor—. Tenemos que proteger la Enfermería, nos va a llevar un rato. Fleur nos ha dicho que está de camino… Molly, Ginny y el resto ya están en la Sala Común de Gryffindor, con los alumnos. Decidle a Luna cuando llegue que vaya cuanto antes a Ravenclaw. Tonks, ve a Hufflepuff, ya sabes.
—Depende lo que tarde Vaisey en llegar, quizá sería mejor avisar a Slughorn para entrar en Slytherin —opinó Hermione, práctica.
—Quizá sea lo más rápido… —admitió Arthur. Dándose unos segundos para valorar esa opción—. Voy a avisar para que abran las chimeneas, entonces.
—¿Habéis terminado la tertulia? —gruñó entonces Ojoloco, ya echando a andar escaleras abajo con sus renqueantes andares—. Granger, Ronald, conmigo he dicho…
Ron y Hermione, tras reaccionar, lo siguieron al trote. Arthur suspiró ante su impaciencia.
—De acuerdo… Estamos en contacto. Alerta permanente —aconsejó, con una diminuta sonrisa, copiando la frase habitual de Ojoloco—. Suerte a todos.
—No podemos bajar por la escalinata principal, ¿verdad? —sugirió Ron, jadeando ligeramente por el acelerado paso que llevaban. Incluso se había llevado una mano al costado, para presionárselo, como si tuviera flato. El eco de los tres pares de pies retumbaba en los silenciosos corredores, sumado al intermitente golpeteo del nudoso bastón de Ojoloco.
—Ni hablar —replicó Moody con firmeza, deteniéndose en una nueva esquina. Agitó la varita, generando hechizos de detección humana, para después continuar al no encontrar nada. Renqueando con violencia para llevar un paso acelerado—. Vamos a ir por pasadizos. Aunque tardemos el doble. Snape nos mencionó que nunca hay seguridad por las noches dentro del castillo, pero no me fío ni un pelo. Me parece surrealista… Alerta permanente.
Hermione iba en tercer lugar, siguiendo a Ron. También agitando su varita, intentando adelantarse a la presencia de cualquier hechizo de detección de intrusos. A cualquier cosa que activase una alarma y alertase de su presencia. El silencio era tétrico. Nunca se había acostumbrado a pasear por el castillo de noche. Además, había una sensación indescriptible en el aire. Como si hubiese electricidad. El inconfundible rastro de la magia, como si todo lo que les rodease estuviese encantado. Pero era una magia diferente a la que siempre había habido. No sentía la calidez que siempre había percibido entre esos muros. Era magia negra. Era como si todo el castillo estuviese envuelto en color gris. Le aceleraba el pulso. Le agudizaba los sentidos, preparada para cualquier imprevisto. Y nunca creyó necesitar sentirse tan alerta en dicho lugar. Su colegio…
Y entonces se dio cuenta de un detalle. Iban con las varitas encendidas, alumbrando el camino ante ellos. Porque los candiles no se encendían. Ni tampoco las antorchas. Y eso era nuevo. En su época de estudiantes, se encendían mágicamente a su paso, al detectar su presencia. Pero ahora no lo hacían. ¿Por qué les interesaba a los mortífagos la oscuridad? ¿Para no ser vistos? Había rincones oscuros en todas partes. Sombras…
—¿Y no crees que quizá la Gran Escalera sea lo que menos protegido esté? —protestó Ron—. Si no hay nadie vigilando, yo digo que bajemos al primer piso lo antes que podamos, para poder hacer cuanto antes la…
—He dicho que no —interrumpió Alastor, cambiando de dirección. Yendo hacia la entrada de un pequeño pasadizo sin puerta, junto a una armadura. Envuelto en sombras. Las más opacas que Hermione jamás había visto…
Un escalofrío le recorrió la columna vertebral de arriba abajo... Un momento…
—Pero, ¿y si…? —volvió a intentarlo Ron, con impaciencia. Su varita girándose hacia Ojoloco, para iluminarlo a él.
—¡Silencio he dicho! —gruñó el ex-auror en voz más alta, dirigiéndose raudo hacia la entrada…
—¡NO!
Moody casi sufrió un paro cardiaco ante el súbito alarido de Hermione. Trastabilló en medio de una zancada y se giró en redondo, con el ojo protésico dando vueltas en la cuenca de forma frenética, y con expresión de ser capaz de lanzar una maldición a Hermione. Pero la chica no le dio oportunidad, al agarrar su túnica y tirar de él con fuerza, haciéndolo perder el equilibrio. Alejándolo de las sombras. Ron se detuvo, tropezando, chocando con ambos.
—¡Maldita mocosa! ¿Qué crees que haces? ¡Delatarás nuestra posición…! —masculló Ojoloco con los dientes apretados, casi olvidándose de no gritar, a medio palmo del rostro de la chica.
—¿H-Hermione? —jadeó también Ron, desconcertado y asustado. Mirando alrededor, buscando lo que tanto había alarmado a su amiga.
—Las sombras —logró articular Hermione, sin aliento. Con la adrenalina por lo que había estado a punto de suceder todavía haciendo temblar sus manos—. Son mágicas. Son peligrosas.
El ajado rostro de Moody no se alteró lo más mínimo. Ambos ojos estaban tétricamente clavados en ella.
—¿Qué? —accedió a gruñir finalmente, sin separar los dientes.
Hermione se giró sobre sí misma, y, desde una distancia cautelosa, apuntó con su varita encendida hacia el pasadizo que habían estado a punto de atravesar. Se acercó a aquel rincón envuelto en tinieblas, despacio. Sin embargo, por mucho que se aproximaba, la oscuridad no disminuía. La sombra parecía engullir la luz de su varita. No se atrevió a acercarse mucho más.
"El Señor Tenebroso ha utilizado magia negra, muy antigua, para encantarlas y que devoren a todo el que se oculte en ellas. Matan de verdad. El cuerpo desaparece. Nunca te ocultes en las sombras a partir de ahora. Lleva siempre tu varita encendida en lugares oscuros y aléjate de aquellas sombras que no desaparecen con la luz..."
Hermione sintió una sacudida en su pecho. Draco…
—Me han hablado de este tipo de magia —murmuró, sin dejar de mirar el oscuro rincón—. Las sombras están encantadas para devorarlo todo. La luz, las personas… No podemos ir por aquí. Y están por todas partes. Deben activarlas por las noches, por eso no hay vigilancia. Con las sombras es más que suficiente. Tenemos que tener cuidado con los rincones oscuros. Y avisar a los demás.
Se giró con resolución y miró a sus dos compañeros. Ron la observaba con los ojos como platos. Ojoloco había suavizado sus facciones cubiertas de cicatrices.
—Buen ojo, niña —murmuró, parpadeando con su ojo sano—. Vamos por la escalera principal. Será más seguro. Mandaré un Patronus al resto.
Continuaron su camino, dejando atrás el oscuro pasadizo. Ron no salía de su asombro.
—Sombras que comen gente… Venga ya, ¡lo que faltaba!
—¡… solo digo que no tengo muchas esperanzas! Seguro que están cambiando la contraseña con más frecuencia que nunca… —protestó Seamus, sacudiendo la cabeza. Su voz sonaba entrecortada por ir corriendo por el pasillo, y, a la vez, por intentar no hablar demasiado alto.
—Ese chaval de primer año nos ha dicho que hace apenas una semana que estuvo aquí. Por el castigo de Pociones, ¿no le has oído? —replicó Dean, también sin aliento. Doblaron la esquina y finalmente enfilaron el pasillo de la primera planta, dejando al descubierto la alta gárgola de piedra que ocultaba la entrada al despacho del director—. No pueden haberla cambiado tan deprisa…
—Espero que sea verdad, porque, si no, estamos jodidos —renegó Seamus—. Tendremos que esperar a localizar a un profesor. Y quizá se haga tarde para abrir las chimeneas. Y no vamos a poder proteger a tantos alumnos en una batalla así...
—Relájate, anda —murmuró Dean, con paciencia, ralentizando el paso—. Preocúpate cuando sea necesario, y no antes… Venga, vamos a probar.
Se posicionaron delante de la gárgola. Todos los alumnos coincidían en lo realmente fea que era. Se apreciaba incluso en la oscuridad que les rodeaba.
—Magia negra.
La gárgola se movió entonces tenuemente, casi desperezándose, y después se apartó para dejarles entrar. Dean dejó escapar una única carcajada satisfecha.
—Te lo dije —se alegró, elevando una mano para que su amigo la chocase. Seamus lo hizo, con una sonrisa algo forzada en el rostro. Parpadeando con rapidez. Dean echó entonces a andar, empezando a subir los escalones. Seamus tragó saliva, observándolo. Sintiendo sus piernas paralizadas de pronto. Incapaz de seguirlo. El pecho le pesaba. La ansiedad lo devoraba.
—Dean… —llamó. La solitaria palabra abandonando su boca sin pasar antes por su cerebro. Su amigo se detuvo con un pie en un escalón superior y otro en el inferior. Se giró hacia él y sus ojos se encontraron. Apreció al momento que algo no andaba bien con él.
—¿Qué? —cuestionó Dean, con interés. Con suavidad. La duda brillando en sus negros ojos. Seamus abrió y cerró la boca. Los labios le temblaban. Su garganta se había cerrado.
Escrutó con impotencia el rostro de su amigo. Su mejor amigo. La persona más importante para él en ese castillo. En todo el jodido mundo.
Sintió un escalofrío adueñarse de sus brazos. Erizando su piel. Las lágrimas presionando tras sus ojos. Les aguardaba una batalla. La última batalla que la Orden del Fénix podría librar. Con todas las fuerzas que les quedaban. A vida o muerte. Y ellos iban a ayudarles. Si perdían, se acabó. No había forma de que escapasen de allí con vida. E, incluso si lo hacían, ¿qué vida les esperaba en un mundo gobernado por Lord Voldemort?
Todo cambiaría esa noche, de una forma u otra. Todo cambiaba tras la guerra. Con secuelas visibles, o sin ellas. Y tenía que decírselo…
Nunca se lo había dicho. Y se arrepintió con todas sus fuerzas tras la noche en que los mortífagos se apoderaron del castillo. Pensando que lo había perdido para siempre, sin habérselo dicho. Pero volvió a su lado. Y la necesidad de contarle la verdad pasó a un segundo plano. Y la vida continuó. Y la guerra era más importante que cualquier otra cosa.
Y, esa noche, la posibilidad de perderlo sin habérselo dicho lo había invadido de nuevo. No quería cometer el mismo error. Pero… ¿cómo iba a perderlo? Era imposible. No podía perderlo. No podía asimilar tal posibilidad. La gente moría. Pero ellos no. Ellos no iban a morir. Y él se aferró a ese infantil e ingenuo engaño con todas sus fuerzas.
¿Y si ganaban? ¿Y si todo volviese a ser como antes? Lo que él estaba a punto de decirle se mantendría como una realidad para siempre. Y eso lo aterrorizó más que la batalla que estaba por llegar. Sabía que él no…
No podía. No podía. No pudo.
—Nada —murmuró, forzando una sonrisa—. Ya voy yo primero.
Apretando las mandíbulas nada más terminar de hablar, pasó junto a Dean para adelantarlo escaleras arriba. Pero su amigo lo detuvo al pasar por su lado, sujetándolo del brazo. Obligándolo a mirarlo.
—Todo va a salir bien, ¿vale? —susurró Dean, con los ojos clavados en los suyos—. Vamos a ganar. Ya lo verás.
Seamus lo miró durante varios segundos, aturdido. Trató por un instante de decir algo, pero terminó limitándose a sonreír y asentir con la cabeza. Fingiéndose más tranquilo. Dean le devolvió la sonrisa, apretó más su brazo, y le permitió continuar subiendo. Siguiéndolo.
El despacho del director era una estancia amplia, redonda, llena de diversos cachivaches que habían resistido a ser quitados del lugar a pesar de la ausencia del profesor Dumbledore. Quizá no habían podido. Quizá estaban protegidos con magia. La luna llena iluminaba todo, colándose entre las oscuras cortinas, abiertas de par en par. Se situaron en el centro de la estancia y miraron en derredor, sintiendo en su fuero interno que no deberían estar allí.
Dean elevó la mano y la punta de su varita se iluminó, pero Seamus le bajó la mano con un rápido gesto.
—Que no vean luz desde fuera —se justificó. Dean se apresuró a asentir, apurado, y a apagar su varita al instante. Seamus tragó saliva con dificultad e hizo un esfuerzo por acomodar su vista a la poca luz, mirando en diferentes direcciones—. Saca los Polvos Flu. Activemos las chimeneas y larguémonos de a…
Su voz se cortó de golpe al sentir las uñas de Dean clavarse despiadadas en su antebrazo. Inhaló con fuerza de pura sorpresa, y se giró hacia él con rapidez. Sin aire en los pulmones. Éste estaba mirando al otro lado de la habitación. Congelado. Paralizado de terror.
Sintiéndose casi en un sueño, en una pesadilla, se encontró mirando en la misma dirección que su amigo. Y solo pudo notar cómo las piernas le flaqueaban. Y supo que todo había acabado. Y apenas vio por el rabillo del ojo cómo Dean elevaba la mano de su varita. Temblando en violentas sacudidas. Sin soltar el brazo de Seamus.
Dos ojos rojos, de pupilas alargadas como las de una serpiente, les devolvían la mirada desde el otro lado de la estancia. Una capucha cubría parcialmente el rostro ofidio del rey de las sombras.
—Buenas noches, jóvenes —saludó Lord Voldemort, su aguda voz de reptil reverberando en el silencioso lugar. La varita asomaba por el bajo de su larga manga—. ¿Creíais de verdad que podríais entrar en mi castillo sin que me enterase? Necios.
Y, cualquiera que estuviera en los terrenos, y hubiera alzado la mirada hacia la alta Torre del Director, habría visto el espeluznante resplandor verde que se reflejó en los cristales de las ventanas.
—Es aquí —murmuró Ojoloco, al llegar a la puerta tras la cual estaba el despacho de la profesora McGonagall.
—¿Cómo entramos? —preguntó Ron con gravedad, mirando a su alrededor de forma compulsiva. Al parecer, descubrir que las sombras que lo rodeaban podían devorarlo había duplicado su miedo—. ¿Hay alguna contraseña? ¿Abrimos con un hechizo? Quizá podríamos haber entrado por la ventana con una escoba de…
Sin dejarle terminar, y para sorpresa del joven, Ojoloco llamó con educación a la puerta usando los nudillos. Ron se detuvo a media frase, y su expresión de perplejidad hizo sonreír con apuro a Hermione a pesar de la tensa situación. Se habían quitado las máscaras por el momento, amparados como estaban por la oscuridad y la soledad.
En menos de diez segundos, la profesora McGonagall abrió la puerta de un tirón y se posicionó en el umbral. Claramente recién despertada, aunque no lo aparentaba. Vestida en camisón y bata, con zapatillas de felpa, y con el negro cabello, veteado de gris, suelto, cayendo a ambos lados de su rostro. Sujetaba su varita en la mano. Y, a pesar de que estaba claro que no sabía a quién se iba a encontrar, no lucía intranquila en absoluto. Es más, casi lucía molesta. Preparada para discutir. Como si fuese habitual que la despertasen en mitad de la noche para tratar temas poco agradables.
Sus verdosos y felinos ojos brillaron en la penumbra. Deslizándose sobre ellos. Reconociéndolos. Y entonces sí pareció desestabilizarse ligeramente. La vieron aferrarse rápidamente al marco de la puerta, amenazando con desplomarse. Llevándose la otra mano al pecho. Abriendo mucho los ojos con consternación.
—Buenas noches, Minerva —saludó Moody con suavidad y educación. Como si lamentase sinceramente despertarla. Y añadió, con un aire de decisión más propio de él—: Hemos venido a recuperar Hogwarts. Discúlpanos por no avisaros. Era alto secreto.
La mujer lo contempló durante unos segundos más sin variar su ansiosa expresión. Dedicó una larga mirada a Ron y Hermione, y después dejó escapar una tenue sonrisa.
—Ya era hora, Alastor.
La profesora McGonagall estaba irreconocible. Ni se había hecho su habitual moño prieto en lo alto de la cabeza, ni se había molestado en quitarse el oscuro camisón de algodón de color granate. Se había limitado a echarse una capa de cuadros escoceses sobre los hombros, y a colocarse unos botines de punta estrecha. Y estuvo lista. Su simple porte bastaba para emanar la misma fuerza, elegancia y respeto de siempre.
La mujer precedía al grupo, taconeando levemente en el silencio nocturno del castillo, llevándolos por diversos pasillos y tramos de escaleras. A veces más ocultos, otros menos discretos. Siempre con la varita encendida ante ella. Evitando las sombras. Lucía acostumbrada a desplazarse por allí de noche. Ron y Hermione la seguían, con las varitas en alto y los ojos puestos en cada esquina. Ojoloco cerraba la marcha, renqueando con la velocidad de una persona veinte años más joven.
Cuando llegaron al Vestíbulo, sin haber tocado la escalinata principal, lo cruzaron casi a la carrera. Y fue entonces cuando Ron se atrevió a romper el silencio.
—¿Crees que lo conseguiremos? —preguntó en voz baja. Solo para Hermione. Ella le devolvió una rápida mirada comprensiva.
—Por supuesto que sí. Es la profesora McGonagall. Puede hacer lo que sea.
—Pero nunca antes ha hecho este hechizo. Incluso Dumbledore lo dijo. Y es muy, muy, complicado. Casi imposible que salga a la primera... —expresó el muchacho su preocupación, cuidándose de no alzar la voz.
—Dumbledore nos explicó todos los detalles de cómo hacerlo. Y McGonagall ha entendido las instrucciones, sabe de qué hechizo se trata… Saldrá bien —aseguró Hermione, también en voz baja—. El profesor Dumbledore no está aquí, pero nos ha dado todo lo que necesitamos para ganar.
Ron no añadió nada. El reducido grupo atravesó dos pasillos interiores que salían del Vestíbulo y llegó a unas puertas dobles que conducían al Patio de Transformaciones. McGonagall agitó su varita con rapidez y las puertas se abrieron para ellos. Permitiéndoles salir al frío exterior.
El Patio de Transformaciones consistía en un jardín interior, abierto al cielo nocturno, y rodeado de un claustro compuesto de columnas y arcos. El césped estaba bien recortado. A su derecha, un enorme roble ocupaba una de las esquinas. La fría brisa les revolvió los cabellos y las ropas. Las hojas del enorme roble se movían al compás. La agitada respiración de Ron se oía por encima de la del resto. Hermione sintió que la mano le temblaba y apretó su varita con más fuerza.
—Empecemos… —murmuró Minerva, avanzando un par de pasos por la hierba. Ron y Hermione la siguieron. Ojoloco, en cambio, se mantuvo en su lugar. Alerta como un sabueso. Con la siguiente ráfaga de viento, en la cual todos se tensaron para resistirla, el ex-auror se enderezó cuan alto era.
—Quietos… —rezongó el hombre. Y entonces elevó su nudosa varita, agitándola rápidamente ante él. Varias nubes de diminutas estrellas doradas se materializaron a lo largo del patio. Paralizando el corazón de Hermione. El Homenum Revelio—. Están aquí —gruñó, con fiereza, avanzando y colocándose en posición de duelo—. ¡Rápido, Minerva!
Como si ese hubiera sido el detonante, de pronto el recinto cambió. En un parpadeo, estaban rodeados de sombras oscuras. Figuras encapuchadas. De repente, a donde quiera que miraran, tras cada columna de piedra, una figura enmascarada que antes no estaba les devolvía la mirada.
—¡MINERVA! —gritó Ojoloco. Pero no fue necesario. La profesora McGonagall ya estaba inmersa en su tarea. Agitando la varita ante ella, con sus verdes ojos reluciendo concentración. Girando el brazo en un sentido. Después en otro. Un hechizo formándose, construyéndose a base de los movimientos de su varita. Su mano no dominante conteniendo la magia luminosa que se estaba creando ante ella.
Y los mortífagos a su alrededor atacaron.
Ron, Hermione y Ojoloco se movieron al unísono para rodear a la mujer, y de las tres varitas surgieron tres potentes rayos de luz blanca en diferentes direcciones que iluminaron el patio. Creando un escudo a su alrededor. Decenas de hechizos comenzaron a chocar al instante contra la barrera, arrancando ondas como si se tratasen de piedras sobre la superficie del agua.
La nube de magia que se había creado frente al cuerpo de la profesora brilló entonces con más fuerza. Dos rápidos movimientos más, y apuntó con la varita al cielo nocturno. La magia siguiéndola, elevándose, convirtiéndose en un rayo diferente, de color dorado, grueso y brillante como el oro, que se mantuvo activo largo rato. Lanzando chispas inocuas en todas direcciones. Cuya potencia agitó sus ropajes con violencia. El rayo ascendió muchos metros, hasta sobrepasar el castillo, y entonces comenzó a extenderse en todas direcciones como si fuese una burbuja de cobre fundido. Creando una cúpula sobre ellos. Cubriendo Hogwarts y sus terrenos.
Durante los largos segundos que la profesora tuvo que mantener activo el rayo, mientras esperaba a que los terrenos estuviesen cubiertos al completo, Ron, Hermione y Ojoloco no bajaron sus varitas, manteniendo activa la barrera de protección a su alrededor. Dándole tiempo. Las maldiciones los rodeaban desde todas direcciones. Golpeando el blanco escudo a su alrededor, arrancando chispas eléctricas y aterradores crujidos. El enemigo acercándose.
Los rostros de los tres se contorsionaban con esfuerzo, luchando con todas sus fuerzas para que su magia se mantuviese fuerte, uniendo sus hechizos para reforzar el escudo. A pesar de que el ataque de los mortífagos hacía todo lo posible por agrietarlo. La varita de Hermione temblaba en su mano. No podía pensar. Si pensaba, desfallecería. Concentraba toda su energía, cada músculo de su cuerpo, en mantener activo el Encantamiento Escudo. Su espeso cabello volaba a su alrededor, alborotándose cada vez que un maleficio golpeaba la mágica barrera ante ella y creaba una onda expansiva.
—¡Aguantad! —escuchó que bramaba Ojoloco. Ron, a su lado, resollaba por el esfuerzo—. ¡AGUANTAD!
Harry no recordaba la última vez que había corrido tan deprisa. Quizá fue aquella vez cuando estaba en quinto de primaria, y Dudley y sus amigos le persiguieron desde la puerta del colegio hasta una lavandería en la que el pequeño Harry se metió con la esperanza de poder darles esquinazo. Ni que decir tiene que no funcionó como esperaba, y que al día siguiente la paliza fue doble. Y, en ese momento, corriendo como un loco por el Bosque Prohibido, tropezando, arañándose brazos y piernas con la maleza, y acompañado por medio centenar de centauros, pensó que quizá esta vez correr sí mereciese la pena. O quizá no. Pero, al igual que aquella vez de hacía casi diez años, no pensaba detenerse.
El sonido de los cascos a su alrededor era ensordecedor, pero no necesitaba escuchar para saber que Lupin iba corriendo a su lado. Harry se atrevió a echar una mirada al cielo.
La luna llena asomaba tímidamente tras una difusa nube. Apenas la mitad del brillante círculo. Pero fue suficiente. Apretó fuertemente la varita, mientras escuchaba un gruñido animal a su lado. Giró la cabeza hacia su viejo profesor, arriesgándose a tropezar con algo por su distracción, y lo que vio corriendo a cuatro patas a su lado no era más que una forma peluda, enorme y jadeante. Los grandes colmillos brillaron en un destello de marfil.
Harry volvió a mirar al frente. Había tomado Poción Matalobos. Seguía siendo él. Sabía a quién atacar. Y era un arma muy útil.
Antes de que Harry se diese cuenta, el Bosque Prohibido había terminado y una gran explanada ascendente se abría ante él. Los terrenos de la parte delantera de Hogwarts. Iluminados ahora de un cálido color cobrizo, a medida que la cúpula que habían planeado crear bajaba más y más hasta englobar los terrenos al completo.
Había funcionado. La primera parte del plan había sido un éxito.
Aunque no del todo. Podía ver luces de hechizos, reflejándose en las paredes del castillo. Procedentes de algún patio interior. Sus compañeros estaban luchando. No estaban completamente solos allí. Había enemigos dentro del castillo. Habían contemplado esa posibilidad…
El ruido de cascos aumentó. Los centauros lo adelantaron sin problema, haciéndole temer por un momento el ser aplastado por ellos, y cabalgaron ladera arriba. Hacia el Círculo de Piedra, y hacia el Puente Cubierto, dejando atrás la cabaña de Hagrid. Harry pudo escuchar relinchar a los Thestrals. Los focos del Ford Anglia lo acompañaban desde la izquierda.
Sin que la quietud del lugar se viese alterada más que por una súbita corriente de aire, tres personas se materializaron de pronto en medio de un corredor de la tercera planta. Tres figuras encapuchadas, firmemente sujetas a una vieja y sucia botella de cristal. Tras dos segundos, necesarios para que sus cuerpos se acostumbrasen al nuevo lugar en el que estaban, separaron sus manos de la botella. Uno de los encapuchados se acercó inmediatamente a una de las ventanas del pasillo, oteando el exterior y aprovechando para dejar la vieja botella en el alféizar, dispuesto a olvidarla allí.
—¿En qué parte del castillo estamos? —cuestionó una enmascarada Narcisa Malfoy, todavía en el centro del pasillo. Oteando a su alrededor—. Hace tantos años que no…
—Tercera planta —contestó Draco, situado a su lado, instantáneamente. Señaló una puerta situada unos metros más lejos—. Es el aula de Defensa Contra las Artes Oscuras...
—Están creando un escudo. Una cúpula —dijo Lucius a su vez, en un murmullo, desde su posición junto a la ventana. Su mujer y su hijo se acercaron a él, contemplando igualmente la superficie de color bronce que estaba terminando de rodear el castillo, perdiéndose en el horizonte. Brillando espontáneamente con desperdigadas chispas con las que parecía estar diciéndoles que funcionaba a las mil maravillas.
—¿Cómo han podido hacer algo así…? —murmuró Narcisa, luciendo una elegante y suspicaz admiración.
—Ahora tienen al viejo Dumbledore —conjeturó Draco, sin apartar los ojos de la cúpula—. Será algún tipo de barrera. Para que no entre nadie a los terrenos.
—Hemos llegado a tiempo, entonces —añadió su madre, aunque no pareció especialmente orgullosa de ello—. Dudo que los Trasladores puedan burlarla. Quizá no pueda venir nadie más.
La Orden del Fénix había atacado Hogwarts. En plena noche. La noticia sorprendiendo a todos los mortífagos. Nadie se explicaba ni remotamente, cómo habían logrado entrar. Al parecer, haber liberado a Albus Dumbledore de Nurmengard les había infundido las fuerzas, la confianza, y los trucos suficientes para intentar recuperar lo que era suyo. Pero no habían tenido en cuenta a qué se enfrentaban. Lord Voldemort no era un enemigo cualquiera. Él siempre lo sabía todo. Eso era lo que lo hacía tan poderoso y aterrador; nunca ocurría nada sin que él lo supiera. Por lo tanto, en el instante en que la Orden puso un pie en Hogwarts, Voldemort envió un mensaje urgente e inesperado a sus tropas, a cualquier mortífago disponible, instándoles a que viniesen a defender el castillo. Les proporcionó varias decenas de Trasladores, y les ordenó que se presentasen allí. Preparados para la lucha.
—Los que hayamos cogido la última tanda de Trasladores seremos los últimos refuerzos del Señor Oscuro —corroboró Lucius, con un suspiro frustrado. Casi preocupado. Su máscara estaba teñida de un brillante color cobre proveniente del escudo—. Esta cúpula es un problema…
Sus padres miraban hacia el cielo, hacia la mágica cúpula, pero Draco tenía la vista gacha. Escrutando los terrenos. Había luces por todas partes. Hechizos. Ya se estaba disputando una batalla en ellos. Demasiado rápido. La punta de su varita, en su mano izquierda, comenzó entonces a iluminarse de forma intermitente con una luz azulada. Draco la miró de reojo. Sus grises ojos reluciendo desdén. Para terminar ignorándola con altivez y devolviendo su mirada a la ventana. Impasible. Pero semejante aviso no había pasado desapercibido para su padre.
—Draco, ve a buscar a tu escuadrón —exhortó, con firmeza. Draco se humedeció los labios tras la máscara.
—Antes voy a buscar a Nott —murmuró, de forma seca. Sin mirarlo.
—Él ya no forma parte de tu escuadrón —discutió su padre, en un siseo gélido. Draco no se inmutó.
—Ya lo sé.
—Pues entonces no digas tonterías —le espetó entonces, con firmeza. Draco no respondió nada. Lucius, lleno de fría cólera, y algo escandalizado, a la vez que sorprendido, ante la rebelde actitud de su hijo, se giró hacia su mujer—. No te muevas de aquí. Yo voy a bajar a…
—No vas a ir a ningún lado —corrigió Narcisa, firme, mirando a su marido casi con rabia por los orificios de la máscara. Él emitió un profundo suspiro exasperado. Como si no pudiese creer que ella también fuese a darle problemas.
—Voy a bajar a pelear —protestó su marido, articulando cada palabra—. A ayudar. Es mi obligación. Te he dicho que no deberías haber venido. Tú no tienes por qué…
—Y yo te he dicho que ni pienses por un instante que os voy a permitir pelear contra nadie —interrumpió su mujer. Sin hacerle caso—. Hemos venido porque ha sido una orden directa, pero no estáis en condiciones de…
—Estoy perfectamente —discutió Draco con frialdad. Pero su padre también habló, como si no lo hubiera oído.
—Por supuesto que lo estoy. Draco, baja a liderar a tu escuadrón —ordenó de nuevo, con un tono que no admitía réplica, al ver de reojo que la varita de su hijo, en su mano, se iluminaba otra vez. Convocándolo. Pero Draco ni siquiera respondió, y fue su madre quien volvió a hablar:
—Baja con tu hijo, y ayúdale —exhortó ella, con énfasis.
—No necesito ayuda —aseveró Draco de nuevo, más alto. Aunque otra vez fue ignorado por sus padres.
—Narcisa, por Merlín, tienes que entender que… —comenzó Lucius, con escasa paciencia, pero su mujer volvió a interrumpirle.
—Lo único que necesito entender es que no pienso volver a perderte —sentenció, sin aliento—. Que estoy harta de esta maldita guerra sin fin. De que os juguéis la vida por…
—¿Pero qué estás diciendo…? —farfulló Lucius. Sonando patidifuso. Incluso la boca de Draco se había abierto tras su máscara. Su madre nunca había hablado así…
—Estoy diciendo que no merece la pena —farfulló Narcisa, con voz temblorosa. De miedo. De rabia—. Que estoy harta. Que he estado casi cinco años sin ti, y casi pierdo a mi hijo. Nada de lo que Él nos promete merece esto. Nunca nos ha agradecido nada. Lo único que hizo fue sacarte de Azkaban, y ni siquiera lo hizo gracias a que Draco introdujo a los mortífagos en el castillo, como prometió. Tardó dos años más en sacarte. Lo hizo cuando mejor le convino, porque necesitaba despistar a la Orden…
Draco, sin lograr cerrar la boca, sí logró girar los ojos para mirar a su padre. Y, aunque no veía su expresión, supo que estaba atónito ante las palabras de su esposa. Nunca había conocido a nadie capaz de dejarlo sin palabras. Solo su madre.
Lo escuchó entonces carraspear con brusquedad. Recomponerse.
—No digas… blasfemias semejantes —articuló Lucius, con la voz fría como el hielo. Su esposa sacudió la cabeza, desesperada. Poco impresionada—. El Señor Oscuro va a ser el líder del mundo mágico —expuso, articulando con claridad—. Y tenemos que estar de su lado. Es… la única forma de sobrevivir. Es la posición más inteligente.
—¿Y si gana la Orden? —susurró entonces Narcisa. A Draco le dio un vuelco el corazón. Lucius guardó silencio un largo instante.
—No digas tonterías… —terminó siseando.
—Han conseguido entrar aquí dentro, Lucius —sentenció Narcisa, con vehemencia—. Y ya has visto esa cúpula. Es magia increíblemente… —suspiró con énfasis—. Están preparados. Van a…
—Nosotros también lo estamos. Acabaremos con la Orden esta noche, y,… entonces todo terminará —aseguró él entonces, con algo más de suavidad. Como si, una vez superado su pasmo, pudiese entender sus preocupaciones—. La guerra terminará. Viviremos en paz, ya lo verás —se recompuso ligeramente, y habló de forma más firme—: Voy a bajar a ayudar, como nos ha ordenado. Y Draco va a ir a cumplir sus obligaciones como General de…
—Yo voy a bajar a buscar a Nott —espetó Draco, a su vez, cortante. Su padre le dirigió una mirada capaz de cortar el acero. Que lo hubiera hecho encogerse sobre sí mismo si siguiese siendo un niño. Pero ya no lo era.
—Tú vas a ir a cumplir tus obligaciones como General de Las Sombras —finalizó Lucius, mirándolo sin parpadear. Sin paciencia—. No vas a decepcionar ahora al Señor Oscuro. Solo conseguiremos una buena posición si…
—¡Me da igual nuestra posición, Lucius! —gritó Narcisa a su vez, quitándose la máscara en un arrebato, para que su marido viese su expresión descompuesta—. ¡No me importa nada ahora mismo! ¡Me importas tú! ¡Y nuestro hijo! ¡Lo único que quiero es a vosotros! ¡Y os quiero vivos!
—Narcisa… —farfulló Lucius, bajando la voz ligeramente. Adelantándose otro paso—. Draco se merece… se merece el futuro que le corresponde. Y el Señor Oscuro puede dárselo…
—Soy capaz de labrarme un futuro yo mismo —protestó Draco, sin alcanzar a contenerse. Inesperadamente ofendido ante ese planteamiento. Pensando de pronto que no necesitaba que nadie le diese un futuro. Él podía ganarse su propio futuro. Y se sorprendió al pensar así.
Esa no era la actitud que se suponía que debía tener. Que tenía permitido tener. No era… lo que le habían enseñado. Y, sin embargo, se sentía… correcto. Aunque sabía que sus padres no estarían de acuerdo. Pero, por suerte, fue ignorado por ellos por completo. Absortos en su propia discusión.
—No creí que, después de mis errores en el Ministerio, fuese posible, pero parece que ahora la suerte nos sonríe —continuó Lucius, sin escuchar a Draco—. Está dispuesto a hacerlo, a darnos un futuro mejor. Pero solo si somos útiles, si le ayudamos a ganar…
—Entonces yo también bajaré a luchar —espetó Narcisa, resuelta, casi sarcástica—. Si vas a luchar por el futuro de nuestro hijo, voy a…
—¡No soy ningún inútil! —bramó entonces Draco, en un arrebato, atrayendo por fin la mirada de sus padres. Sorprendidos al escucharlo alzar la voz—. ¡Sé luchar, soy un soldado! ¡Llevo años peleando junto al Señor Oscuro en tu ausencia, padre! ¡Y una mano lisiada no cambia eso! —apretó la varita con más fuerza en su mano izquierda—. ¡Tengo veintiún malditos años, dejad de tratarme como si fuese un niñato incompetente que…!
Pero de pronto enmudeció abruptamente, y sus padres entendieron por qué. La fría y aguda voz de Lord Voldemort se escuchó de pronto a su alrededor. No, en su interior. Como si les estuviera susurrando al oído. Les hablaba dentro de su mente. A todos sus mortífagos.
"Vigilad las chimeneas. Impedid que evacúen a los alumnos".
Draco se tuvo que sujetar a la ventana con una mano, mareado y sobrecogido ante semejante invasión a su mente. El corazón le retumbaba en el pecho, terriblemente acelerado. Su madre había cerrado los ojos y se sujetaba la cabeza con ambas manos, desfallecida. Lucius había logrado mantener la compostura, pero tardó unos segundos en ser capaz de hablar.
—Ya lo habéis oído —susurró. Con voz más calmada—. La Orden parece que quiere activar las chimeneas. Hay que ir a las Salas Comunes. Bajaré a la de Slytherin…
—Bajaremos —espetó Narcisa, firme—. No voy a dejar solo a Draco con la mano así…
—Yo voy a buscar a Nott —declaró Draco a su vez, resuelto.
—¡Silencio! —exclamó Lucius, agitando ambos brazos de forma brusca—. Narcisa, no deberías estar aquí. Así que no intervengas. Es mi última palabra. Y tú, muchacho, no puedes hacer nada por Theodore —le espetó sin delicadeza—. Hay luna llena, ahora mismo ya debe haberse transformado. No puedes ayudarlo, no te reconocerá. Te matará de inmediato. No se te ocurra acercarte a él. Vete con tu madre a…
Pero un rayo de luz pasando cerca de su cabeza e impactando en la ventana que había tras él lo hizo enmudecer. El cristal estalló en cientos de diminutas esquirlas, creando una lluvia de vidrio que cayó encima de la familia Malfoy, haciéndolos encogerse por inercia.
Lucius apartó a Narcisa sin cuidado de su camino, en menos de un segundo, alzando la varita al mismo tiempo. Colocándose delante de su familia. Por una de las esquinas del pasillo, un grupo de tres personas, vestidas con túnicas, acababan de hacer acto de presencia. Cubriendo sus rostros, las Máscaras del Fénix, seña de identidad de la Orden.
—¡Confringo! —gritó de nuevo uno de los miembros de la Orden, lanzando un hechizo directo a Lucius. Éste generó un rápido Encantamiento Escudo que lanzó el rayo de luz de vuelta a su creador, el cual logró desviarlo hacia una pared. Varios trozos de piedra fueron arrancados, regando el suelo de escombros y agujereando el liso muro.
—¡Flipendo! —contraatacó Lucius a su vez, agitando su varita con destreza. Pero su contrincante lo rechazó con un rápido contrahechizo que hizo que el rayo se desintegrara. Otro de los miembros de la Orden aprovechó para expeler un hechizo en dirección al patriarca de los Malfoy, pero Narcisa avanzó un paso, rechazándolo con un rápido movimiento de varita.
—¡Depulso! —gritó con voz potente la mujer, y su hechizo sí lanzó hacia atrás varios metros a su enemigo—. ¡Draco, ponte detrás de mí! —clamó después, con la varita todavía en alto, estirando el otro brazo en dirección a su hijo—. ¡Expelliarmus!
—¡Flagrate! —exclamó Draco por su parte, sin hacerle caso, colocándose a su lado. Su hechizo alcanzó la varita de su contrincante, la cual se iluminó como si estuviera al rojo vivo. Prendiéndose en llamas. Su dueño la dejó caer al suelo con un jadeo impresionado. Su compañero acudió a su rescate, colocándose delante para protegerlo. El que había sido lanzado hacia atrás también volvió a la lucha, todavía desde la distancia.
Draco nunca había visto luchar a su madre en un duelo real. A muerte. Sabía que era una gran bruja, pero no había sabido lo buena duelista que podía ser hasta que peleó contra ella para practicar su propia habilidad en duelo con la mano izquierda. Y era magnífica. Rápida de reflejos e ingeniosa. Y en ese momento estaba desatada, muy lejos de su porte aristócrata habitual. Su cabello caía en dos rubias cascadas sobre su pecho, sin capucha que lo cubriese.
—¡Epoximise! —gritó Lucius, y su hechizo hizo que dos de los miembros de la Orden se pegasen uno con el otro, como si les hubieran rociado un bote de pegamento por encima. Aprovechando los segundos que tardaron en soltarse, debido al aparatoso hechizo, el patriarca de los Malfoy se giró hacia su esposa—: ¡Bajad a las mazmorras! ¡Os alcanzaré enseguida!
—¡No pienso dejarte aquí! —aulló Narcisa, para después lanzar un rápido Impedimenta a otro de sus enemigos, el cual desvió el hechizo, reventando otra de las ventanas del pasillo. Y entonces dos miembros más de la Orden aparecieron por el fondo del corredor.
—¡Llévate a Draco de aquí! —bramó Lucius, mirándola fugazmente, con expresión decidida—. ¡Los entretendré unos momentos!
Esa orden pareció confundir a la mujer, su corazón de pronto dividido entre la vida de su esposo y la de su hijo. Lucius creó entonces, con un circular y amplio movimiento de varita, una alta barrera de llamas que los protegió de los miembros de la Orden. Draco aprovechó la distracción del fuego para apuntar con su varita a uno de sus enemigos. Éste tuvo que llevarse las manos a los oídos, ensordecido ante la potente cacofonía que la varita de Draco generó en su dirección. Otro rápido movimiento, y el miembro de la Orden, indefenso, fue lanzado hacia atrás.
Narcisa tragó entonces saliva, y tomó una decisión. Creó un Encantamiento Escudo ante algunas llamas que se acercaron demasiado a ellos, y agarró a su hijo del brazo. Draco, ya apuntando a otro enemigo con la varita, la miró con consternación.
—¡Ni hablar! —gritó, luchando contra el agarre de Narcisa—. ¡Padre, no! ¡Puedo ayudarte!
—¡Os alcanzaré inmediatamente! —le espetó Lucius, lanzando también algún embrujo a través de la barrera de fuego—. ¡Fuera de aquí!
—Vamos, Draco —exhortó entonces su madre, tirando más firmemente de su brazo y arrastrándolo hasta un tapiz cercano. El chico tropezó con sus pies, resistiéndose todavía a seguirla. La barrera de fuego estaba desapareciendo a esas alturas, gracias a los contraataques de los miembros de la Orden. Para cuando madre e hijo apartaron el tapiz, ya no quedaban llamas. En cuanto se adentraron en el desierto pasadizo que había al otro lado, Draco oyó claramente la voz de su padre, que gritó:
—¡Duro!
Draco pudo escuchar un golpe contra el tapiz, como si algo se hubiera estrellado contra él, y alargó la mano de forma instantánea en su dirección. Queriendo atravesarlo de nuevo. Pero ya no era una blanda tela adornada. Era un muro sólido. Encantamiento de Endurecimiento. La última protección de su padre. Para que nadie pudiese seguirlos. Ni siquiera él.
Sin darle tiempo de pensar en nada, su madre siguió tirando de su brazo, obligándolo a seguirla escaleras abajo. Draco lo hizo, a regañadientes, sin poder negarse. Jadeaba, cargado de adrenalina. De rabia. Un movimiento de varita por parte de su madre, y las antorchas de la escalera de caracol se encendieron. Eliminando cualquier sombra.
El silencio que de pronto les presionó los tímpanos, tan diferente del bullicio del pasillo, amenazó con enloquecerlo. Solo sus respiraciones agitadas lo rompían. Y sus pasos contra la piedra de los escalones, mientras descendían con frenesí.
—Madre… —farfulló con brusquedad, frustrado.
—No le pasará nada —espetó la mujer al instante, con voz ligeramente histérica—. Tu padre es un duelista excelente. Nos encontrará enseguida. Tenemos que llegar a las mazmorras…
—¡Madre! —gritó entonces Draco, tirando de la mano de la mujer para detenerla. A la luz de las llamas de las antorchas, podían verse las sombras de varias figuras subiendo por la escalera, reflejadas en la pared de piedra ante ellos. No debían estar más que unos pocos escalones por debajo. Draco y Narcisa alzaron las varitas al mismo tiempo.
Pero una súbita y potente luz los cegó. Habían adivinado su presencia. Draco, entrecerrando los ojos, elevó el antebrazo derecho con urgencia para protegerse de la luz. Viéndose incapaz de apuntar.
—¡Proteg…! —gritó por inercia. Pero esos milisegundos habían sido cruciales. También creyó escuchar a su madre gritando algo a su lado.
—¡Bombarda! —bramó alguien ante ellos.
La luz se extinguió al instante. Dejando de cegarlo. Pero, a cambio, los escalones que le faltaban por descender se precipitaron directos a su rostro, mediante una terrible onda expansiva que lo alcanzó sin piedad. Cerró los ojos con fuerza, protegiéndose todavía con el antebrazo derecho. Sin poder hacer nada. Sin atreverse a lanzar un hechizo, por miedo a darle a su madre. Se vio arrojado hacia atrás, rodeado de escombros, y su espalda chocó contra los escalones superiores. Los bordes de los peldaños se clavaron en su espalda en un golpe que apenas sintió. Pero sí percibió acto seguido que el suelo desaparecía bajo su cuerpo. Y se precipitó al vacío.
Le pareció que se quedaba ingrávido durante un tiempo escalofriantemente largo. Notó cómo la gravedad hacía su efecto, atrayéndolo hacia abajo. Apenas asimilaba lo que le rodeaba. Todo sucedía demasiado rápido como para detenerlo de alguna forma. Intentó abrir los ojos, pero el polvo, el pánico y la sensación de caída libre que se instaló en su interior no se lo permitieron.
Sintió el frío del exterior rodearlo. El viento. No veía nada. No había nada a su alrededor a lo que aferrarse. Y estaba seguro de que iba a morir. Golpearía contra el suelo, la hierba de los terrenos, cientos de metros más abajo, en un golpe potencialmente mortal. Pero eso no sucedió, y, en cambio, para su sorpresa, encontró un freno mucho antes de lo que esperaba. Aunque igualmente duro. Se encontró de pronto golpeando una torcida superficie, cayendo de lado y derrumbándose al instante. Quedándose sin respiración. La gravedad siguió haciendo de las suyas, y Draco continuó rodando sin control por una superficie irregular, mientras escuchaba cómo escombros de diversos tamaños aterrizaban y se destrozaban a su alrededor.
Mareado y confuso, comprendió a duras penas que se encontraba sobre un tejado inclinado, en el exterior del castillo. Eso lo dedujo por la oscuridad y el viento gélido que lo rodeaba. El ruido de las tejas rompiéndose bajo él. Con un chispazo de lucidez, la adrenalina acelerando su cerebro, se esforzó con urgencia en detener su avance, intuyendo que seguía cayendo directo al vacío desde una altura considerable. Pero al menos ahora lo rodeaba algo sólido a lo cual podía aferrarse. Pataleó ávidamente, enredado en su túnica. Y tanteó con desesperación, con ambas manos. La derecha siendo completamente inútil. Pero la izquierda logró aferrarse a las tejas que había bajo su cuerpo. Sus yemas se deslizaron por la superficie de pizarra, quemándose por la fricción, pero terminó encajando los dedos en los huecos como si su vida dependiese de ello. Y, de hecho, lo hacía. También incrustó sus zapatos en las tejas, más abajo. Su cuerpo dejó de girar, de moverse. Abrió los ojos completamente, aturdido al ver que su visión se estabilizaba. Sus ojos fijos en el tejado, recuperando el aliento y la compostura. Cascotes de piedra seguían cayendo a su alrededor, pero casi ninguno le dio. Alzó la cabeza, intentando discernir lo sucedido.
Vio el boquete que el Encantamiento Explosivo había abierto en el muro, en un pequeño torreón que se alzaba en uno de los vértices del castillo. Muchos metros por encima de él, y del tejado sobre el que había caído. Jadeando todavía, temblando por culpa de la adrenalina, y sin poder creer su buena suerte, consiguió mirar a su alrededor. El viento le estaba alborotando el cabello. La capucha se le había caído de la cabeza en algún momento mientras daba vueltas sin control. A juzgar por la perspectiva nocturna de la que gozaba, se hallaba a una altura considerable. Observó de nuevo el agujero por el cual había caído. Podía ver que gran parte de la escalera de piedra había desaparecido y caído sobre el tejado, igual que él. La luz de los hechizos se reflejaba en las paredes del interior del boquete.
Intentó escuchar su cuerpo, descubriendo qué lesiones tenía. Podía notar un dolor agudo haciendo palpitar su hombro; y tuvo un vago recuerdo de haber aplastado todo su peso sobre él al caer en el tejado. Sentía un líquido caliente resbalando por su sien derecha, y supuso que estaba sangrando. Se habría dado un golpe en la cabeza. Aunque no le dolía. La adrenalina, posiblemente, disimulándolo de momento. Echó entonces un vistazo abajo. Un ancho y horizontal canalón de piedra bordeaba el tejado, a un par de metros por debajo de Draco. Bajar ahí sería, sin duda, la única solución para salir de allí. Tomándose su tiempo, respirando hondo para calmarse y calcular bien, Draco se giró sobre sí mismo para quedar boca arriba antes de dejarse resbalar hasta el canalón. Cayó con bastante gracia y se acuclilló al instante, tratando de mantener el equilibrio, reclinando su cuerpo sobre el tejado. Desde esa altura tenía una vista privilegiada del gran Lago Negro. La gigantesca cúpula cobriza se alzaba sobre su cabeza, tiñendo el castillo de un color casi quemado.
Cerró los ojos y se permitió relajarse durante unos instantes. Intentando normalizar sus pulsaciones respirando con profundidad. Necesitaba frenar. Pararse, y pensar. No podía volver por donde había caído, incapaz de alcanzar el torreón destrozado, muchos metros por encima de él. Pero tenía que volver con su madre, y asegurarse de que estaba bien. No había caído con él, de modo que debía seguir en la torre. De hecho, la luz de los hechizos, la luz de una batalla mágica, era bastante esclarecedora. Seguía luchando. Tenía que ir a ayudarla.
Algo negro y alargado, situado sobre el canalón, atrajo su aturdida atención. Su varita. Durante un instante no pudo creerlo. Ni siquiera recordaba cuándo se le había caído de la mano, pero había dado por sentado que lo había hecho. En ese momento, lo único que agradecía era encontrarse con vida de puro milagro. La pérdida de su varita no le había parecido nada en comparación con eso. Pero, al verla, se sintió lleno de energía de nuevo. Se estiró para alcanzarla y la aferró con fuerza. Y comprendió entonces que, lo que había llamado realmente su atención, era la luz de la punta, iluminándose de nuevo. Convocándolo una vez más a liderar su escuadrón. Draco contuvo el impulso de arrojarla al vacío.
No iba a ir con ellos. No tenía ninguna intención de cumplir con sus obligaciones. La decisión ya estaba tomada. Era su primer acto oficial como General de Las Sombras, y no iba a cumplir órdenes. Y las consecuencias le daban igual. Su escuadrón se las apañaría sin él. Le daba igual si lo denunciaban al Señor Oscuro. Seguro que lo harían. Pero él tenía cosas más importantes que hacer.
Tenía que ayudar a su madre. Y encontrar a su padre. Y, aunque fuese una estupidez imprudente, a Nott. No había tomado Poción Matalobos, el Señor Oscuro no lo había permitido. Estaría fuera de control. Y eso era un problema considerable. Pero, de todas formas, tenía que encontrarlo. Ayudarlo. Nott iba a cometer decenas de crímenes esa noche, y Draco no estaba seguro de cómo se recompondría de ello...
Y necesitaba saber si Granger estaba en el castillo.
Su rostro acudió a su mente en cuanto Lord Voldemort dijo que la Orden del Fénix intentaba hacerse con el castillo. El suyo, y el de nadie más.
¿Estaría de verdad en las filas de la Orden?
Nott lo había vuelto loco… No había podido dejar de pensar en esa posibilidad desde que su amigo y él discutieron el tema. Y, el hecho de ir a una batalla directa contra la Orden, solo había activado las alarmas de su cabeza. Nunca se había planteado buscarla. Había estado convencido de que no estaba en esa guerra. Pero quizá lo estaba. Quizá estaba junto a Potter. Joder, por supuesto que estaría junto a Potter...
Y él solo quería asesinarla por haberle dicho que se iría y no haberlo hecho…
No se había ido. Estaba con la Orden. Era más que probable. Maldita sea…
Era lo único que había acudido a su mente, lo único en lo que había podido pensar mientras preparaban el Traslador y llegaban al castillo. En que Granger estaría allí. En encontrarla.
Y sabía que era una insensatez. Una estupidez. Que no deberían tener ningún tipo de contacto. No tenían por qué tenerlo. No habían vuelto a verse desde Hogwarts. No había nada entre ellos. Y, sin embargo, la necesidad de verla de nuevo se había apoderado de él de una forma tan abrumadora y urgente que casi dolía. Saber que estaba tan cerca, que realmente podría verla, que podría tocarla… No podía resistir una idea así. Era superior a él. Iba a buscarla. Iba a hacerlo. Y a la mierda con absolutamente todo lo demás.
Simplemente, se dijo, intentando encauzar sus pensamientos en una dirección que lo hiciese sentir menos vergüenza de sí mismo, necesitaba saber si estaba allí. Y saber que estaba bien. Eso era todo lo que su egoísta corazón le pedía. Ignorando cualquier sentido común. Ignorando la voz en su cabeza que le daba mil y una razones de que todos esos pensamientos estaban mal.
Ahora estaba haciendo las cosas bien. Estaba viviendo la vida que siempre había sabido que viviría. Había recuperado a su familia. Tenía estatus. Y estaba a punto de arriesgarse a tirarlo todo por la borda, de forma voluntaria. Otra vez.
Y maldijo una y mil veces a Nott por haberla devuelto a su vida, a sus pensamientos. La había introducido en esa guerra, en la vida actual de Draco, para su propia desesperación. Porque, cada día que pasaba, se sentía más y más lejos del bando por el cual luchaba. Más lejos de una gloria que sabía que nunca llegaría. O, peor aún, una gloria que ya no le importaba. Quería a su familia viva. Y quería a Granger viva. Y no tendría las dos cosas si Lord Voldemort ganaba esa noche. ¿Pero cómo no iba a ganar…?
Había comenzado a replantearse demasiadas cosas cuando se enamoró de Hermione Granger en su último curso en Hogwarts. Y, aunque había renunciado obcecadamente a todas ellas cuando se alistó para luchar codo a codo con Lord Voldemort, acallando todas las dudas en su cabeza, esa noche se sentía más cerca que nunca de esas nuevas ideas que dejó atrás. Más lejos que nunca de Voldemort. Más cerca que nunca de Granger.
Quizá ella ni siquiera quisiese verlo. Era lo más probable. Era un General de Las Sombras. Era un enemigo. Era imposible que siguiese viéndolo como lo veía en Hogwarts… ¿Verdad? Le daba igual. Quería verla. Necesitaba verla. Sacarla de allí. Porque cada vez tenía más claro que, a pesar de sus esfuerzos, era imposible que la Orden ganase esa guerra. Lord Voldemort no perdería. Y lo único que quería en ese momento era salvarla.
Miró en derredor, buscando una salida. No tenía vértigo, estaba acostumbrado a volar en escoba desde pequeño, pero tampoco tenía mucho interés en mirar abajo. La caída sería de varias docenas de metros, y los músculos se le tensaban solo con pensarlo. Al final del canalón, en uno de los extremos del tejado, este se unía a otro torreón. Podría caminar hasta allí, volar el muro, y adentrarse de nuevo en el castillo. Ni siquiera sabía en qué parte del castillo se encontraba, pero le daba igual. Solo quería volver al interior.
Avanzó a lo largo del canalón con prudencia, a ratos a arrastrándose, a ratos en cuclillas, hasta llegar a pocos metros del torreón contiguo. Alzó su varita, apuntando al muro. Sus ojos grises reluciendo bajo la luz de la cúpula, otorgando algo de vida a su rostro enmascarado.
—¡Bombarda!
Fred y George contemplaban la brillante cúpula dorada desde la estrecha ventana del pasillo del séptimo piso. Cómo iba resbalando hasta perderse de vista, pero no perdía su brillo. Su padre se encontraba en la ventana contigua, también contemplándola en silencio. Desde allí, se alcanzaba a ver la brillante batalla de luces que estaba teniendo lugar en uno de los patios.
—Justo a tiempo —murmuró Fred en el silencio del pasillo. Y tanto su padre como su hermano supieron a qué se refería.
Desde esa altura, tenían una vista privilegiada de los terrenos. Podían ver más allá de las puertas de entrada. Donde la cúpula se había unido a tierra firme. Y podían ver todo lo que aguardaba tras ella.
Un ejército entero.
Lo que parecían ser miles de mortífagos estaban congregados tras la mágica cúpula. Incapaces de entrar. En una tétrica espera. Aguardando a que los suyos eliminasen la barrera. Era un despliegue espectacular, el mayor que hubieran visto. A ojo, Arthur calculó que los superaban tres a uno, por lo menos. Otras sombras encapuchadas de mayor envergadura flotaban varios metros por encima del ejército. Dementores.
Arthur se apartó de la ventana tras emitir un tenue suspiro.
—Pues sí, justo a tiempo, pero ha salido bien. Ahora Quien-Vosotros-Sabéis está en conocimiento de que estamos aquí. Pero es evidente que no podrá entrar. Enviará al dragón para acabar con la cúpula, ya habrá descubierto que su magia no puede deshacerla...
Enmudeció, a tiempo de ver cómo un brillante oso pardo aparecía desde el fondo del corredor. Trotando sobre sus cuatro enormes y gruesas patas. El color plateado de su translúcido cuerpo opacando la luz de las varitas. Tan pronto la criatura se detuvo a su lado, el pequeño morro de afilados dientes se abrió para ellos:
—Hay mortífagos en el interior —dijo la voz de Molly, jadeante, como si estuviera corriendo mientras enviaba el mensaje—. Y en los terrenos. Estamos intentando determinar el número exacto. Hemos conseguido mantenerlos por debajo del cuarto piso. No vamos a dejarles subir a las torres. Algunos probablemente ya estaban aquí, pero creemos que ha logrado introducir varios escuadrones con Trasladores, directamente dentro del castillo. Hay algunos compañeros en niveles inferiores, pero están bien.
El oso desapareció entonces en una gran nube de polvo blanquecino. Los tres permanecieron varios segundos en silencio, asimilando la información.
—¿Creéis que de verdad lo traerá? —cuestionó Fred, apartando la mirada de la voluta de humo—. Al dragón. Nos jugamos todo al dar por hecho que Quien-No-Debe-Ser-Nombrado hará venir al dragón…
Su padre sonrió de forma forzada.
—Dumbledore conoce a Quien-No-Debe-Ser-Nombrado. Y sabe cómo actúa. Está convencido de que hará venir a la criatura. Necesita romper la cúpula para que el resto de sus mortífagos, y él mismo, puedan entrar —señaló la ventana con el pulgar—. Y la magia de la cúpula liberará al dragón de su hechizo en cuanto la toque —comentó casi para sí mismo, pensativo, volviendo a mirar por la ventana. La cúpula estaba creada en su totalidad—. Incluso aunque no lo trajese —resopló y se encogió de hombros—, la cúpula impide la entrada de los mortífagos. Quizá, si derrotamos a los que hay aquí, podamos recuperar el colegio. Si el dragón no nos ataca, ni tampoco Quien-No-Debe-Ser-Nombrado, quizá tengamos una posibilidad.
Fred tragó saliva y asintió con la cabeza. George seguía sin apartar la mirada de la ventana. Los rayos de los terrenos brillaban en sus pupilas.
—¿Y si no funciona? —dijo George, hablando por primera vez. Su voz sonó ligeramente ronca—. ¿Y si no cruza la cúpula? ¿Y si el hechizo no funciona y el dragón sigue bajo el influjo de Quien-Ya-Sabéis?
Su hermano lo miró, comprensivo, y después miró a su padre. Éste tardó en contestar, mirando a su hijo atentamente, de forma paternal.
—Funcionará. Dumbledore conoce la magia necesaria, solo tenemos que seguir el plan. De momento todo va casi según lo planeado. La cúpula funcionará —murmuró Arthur, cuadrando los hombros, infundiéndose a sí mismo algo de fuerza—. Venga, tenemos que encargarnos de los mortífagos que están aquí dentro…
Arthur hizo ademán de avanzar hacia sus hijos pero no llegó a dar ni dos pasos. Se detuvo a media zancada y ese extraño gesto atrajo la mirada de los gemelos. Su padre contemplaba algo que había tras ellos, y ese algo le hizo alzar la varita lentamente. Las luces de fuera brillaban en sus gafas con un halo titilante, como si fuera la luz de una vela.
—Chicos… —pronunció a media voz—. Poneos detrás de mí.
Los gemelos se volvieron en silencio. Varias figuras encapuchadas los contemplaban desde el final del pasillo.
Hermione no podía creer lo que acababa de escuchar. Miró alrededor, para cerciorarse de que Ojoloco y ella estaban viendo lo mismo. El Patio de Transformaciones nunca había estado tan iluminado. Hermione se atrevió a pensar que ni a la luz del día había visto jamás tanto colorido. Tantos hechizos.
Abrió la boca para contestar a Alastor, pero se encogió sobre sí misma, oculta como estaba tras una columna del claustro, al sentir cómo un hechizo golpeaba cerca de ella y arrancaba algunas piedras que dieron en el suelo, levantando una polvareda. Sacudió la cabeza inconscientemente para sacudirse las piedrecitas del pelo, y, tras lanzar un Confringo a un mortífago que atinó a ver tras otra columna, volvió a intentar hablar con Ojoloco.
—¿Hablas en serio? ¿Que vaya dentro? ¿Qué vamos ganando? —repitió las palabras de su compañero con incredulidad, mirándolo por el rabillo del ojo, sin perder atención a su alrededor—. ¡Estarás de broma!
—¡Ve dentro! ¡Reúnete con tu división! —repitió el ex-auror, sin mirarla. Lanzaba hechizos con una habilidad pasmosa, con tanta rapidez que apenas se apreciaba el movimiento de su robusto brazo enfundado en un grueso abrigo. Sus años de experiencia como auror se notaban en cada sacudida de varita—. Esto está controlado, pero dentro del castillo quizá necesiten ayuda. Asegúrate de que el enemigo no está consiguiendo subir. Minerva ya debe estar en los pisos superiores… ¡Ve, e infórmame! ¡Deprisa!
Hermione lo contempló con preocupación. Los hechizos de sus oponentes zumbaban alrededor del curtido hombre, pero él ni se inmutaba, atento como estaba a su objetivo. Su ojo mágico bailaba en todas direcciones. Dos mortífagos más cayeron bajo su fuego. Y la chica supo que estaría a salvo. Que no le ocurriría nada.
La joven tomó aire y salió sin pensarlo de detrás de la columna. Atravesó corriendo la zona central cubierta de hierba, mientras Ojoloco interceptaba y sorteaba con habilidad varios hechizos dirigidos a la chica. Una de las columnas había salido volando, y aterrizado en medio del césped, y Hermione tuvo que saltar por encima de ella para no tropezar. Pasó de largo de la puerta principal, por la cual no podría entrar sin ser vista y acorralada por media docena de mortífagos, y corrió a una puerta lateral que conducía a los invernaderos. Antes de llegar a ellos, una cabellera pelirroja tras una de las columnas llamó su atención. Corrió hacia allí y se ocultó tras la misma columna.
—¡Ron! —gritó a modo de saludo, mientras los hechizos golpeaban la piedra y hacían saltar trozos por los aires. Se quitó la máscara, para poder hablar de forma más clara. Tenía que gritar por encima del barullo del lugar.
—¡Hermione! —correspondió el joven, dejando de lanzar hechizos y girándose a mirar a su amiga. Se quitó también la máscara. Incluso a pesar de ella, tenía el rostro tan sucio de polvo que sus pecas apenas se apreciaban—. ¡Esto se pone feo! Son muchísimos… —Hermione casi tuvo que leerle los labios a pesar de estar gritando.
—Moody me ha dicho que vaya dentro, ¿estaréis bien aquí?
—Sí —confirmó el joven con resignación. Un hechizo que pasó muy cerca le revolvió aún más el cabello—. Nos apañaremos. ¿Vas sola? —miró a la chica con inquietud—. Si pasa algo mándame un Patronus, ¿eh?
—Descuida. Tú también —murmuró Hermione con aprecio. Con prisa. Sin poner demasiada atención. Mirando a su alrededor, buscando una trayectoria segura para salir de allí.
—Hermione…
Escuchó su nombre en voz baja, a su lado. Y se sorprendió de haberlo escuchado por encima del barullo. Y sintió unos dedos rodear su brazo. Los de Ron. Se giró hacia él. Todavía frenética. Inmersa en la batalla. Parpadeando sin verlo. Y, de hecho, Ron apenas le permitió verlo. Porque se había agachado sobre ella. Y Hermione pudo notar sus grandes manos sujetar su rostro con fuerza. Su boca presionarse contra la suya. Y los oídos de Hermione perdieron la capacidad de escucha, como si una bomba hubiera estallado justo a su lado. No cerró los ojos, pero también perdió la vista.
No fueron más de dos segundos. Ron se separó de su boca casi un instante después. Sin soltarle el rostro. Sus ojos azules la miraron con atención. Con miedo.
—Por… por si acaso… —exhaló el chico, sin apenas voz. Hermione tenía la boca abierta, pero no la capacidad de hablar. Un hechizo voló por encima de sus cabezas. Ron la soltó al instante, al parecer sin esperar nada por su parte, y se giró de vuelta a la batalla. Hermione, por pura inercia, se giró en la dirección opuesta. Y sus pies echaron a correr. Ron cubrió su retirada con varios certeros hechizos.
Hermione atravesó una puerta abierta y llegó a los invernaderos. Allí, el sonido de los hechizos provenientes del patio disminuyó. Al verse sola, no pudo seguir corriendo. Sentía que no podía hacer nada. Se había olvidado de a dónde iba. Se recargó contra uno de los invernaderos. El frío del cristal contra su espalda confundiéndose con el de su interior. Sus ojos seguían desorbitados. Todavía tenía la boca abierta.
No…
No, no, no… Por favor, no…
Cerró con fuerza los ojos y se los cubrió con los puños. Dejándose resbalar hasta quedar acuclillada. Peleando por respirar.
No podía ser verdad… No podía… Ron, ¿por qué…?
«No me hagas esto, no me hagas esto, no me hagas esto…»
Estaba junto a los invernaderos. Y otro beso, sucedido en el interior, estaba bailando por su memoria. Superponiéndose a lo que acababa de vivir.
Draco, Draco, Draco…
Sollozó contra sus manos. Con fuerza. Sintiéndose desfallecer. Sin fuerzas para seguir peleando. No quería pelear, no más, no así…
Y entonces se sorprendió deseando con todas sus fuerzas que Draco estuviese ahí. A su lado. Ni siquiera sabía muy bien para qué. Para nada. Simplemente lo necesitaba cerca. Y sintió que jamás lo había necesitado tanto…
Se descubrió los ojos de nuevo y se secó las lágrimas. Respirando hondo. No era el momento. Tenía que seguir. No podía pensar. Había mucho en juego. Lo… solucionaría. No sabía cómo, pero lo solucionaría. Todo.
Pero antes tenían que sobrevivir a esa noche.
Se puso en pie y se colocó su máscara de nuevo. Respirando hondo una última vez, se coló por una puerta del muro y echó a correr por un desierto y oscuro pasillo. Encendió la varita como precaución y tuvo buen cuidado de no acercarse a las sombras. El silencio que reinaba en esa zona la sobrecogió. Sus pasos retumbaban como truenos en el eco del lugar. Se sentía como en otro mundo. Pero tenía que seguir. Subió corriendo unas escaleras, y, a medida que ascendía, los sonidos de la batalla volvieron a ella. Dentro también estaban luchando… ¿Y si no lo conseguían?
Con miedo de quedarse paralizada por su propio terror, no se permitió seguir pensando. Ni detenerse. Atravesó un tapiz que vio a su izquierda, apareciendo en un pasillo del segundo piso. Iluminado con antorchas y algunas lámparas de pie. Y se encontró sumida en el caos.
Un hechizo perdido pasó rozando su rostro, golpeando el muro a su lado, arrancándole un grito por la sorpresa. Un miembro de la Orden estaba luchando contra un mortífago a su izquierda. Las varitas se movían a una velocidad tal que Hermione fue incapaz de seguir su rastro. Los hechizos desviados golpeaban las paredes del pasillo, el techo, el suelo, los cuadros y las ventanas, haciéndolos estallar en pedazos y romperse en polvorientos bloques, pero sus emisarios ni siquiera se inmutaban. Lanzaban hechizo tras hechizo, sin pausa, buscando pillar desprevenido a su oponente, buscando un mínimo fallo.
Hermione alzó la varita en su dirección, preparándose para ayudar, pero un brillo rojo fuego atrajo su mirada al otro lado. A la derecha, una enmascarada aunque inconfundible Molly Weasley se batía en duelo contra dos mortífagos. Contra Augustus Rookwood, más concretamente. Pudo reconocerlo, pues no llevaba máscara. Al otro no le vio el rostro.
Sintió una fuerte opresión que le bloqueaba el pecho. Un miedo imparable por la seguridad de la matriarca de los Weasley. Nunca la había visto pelear en un duelo así, no sabía cómo de diestra en maleficios podía ser. No sabía hasta qué punto su vida corría peligro.
Cargada de adrenalina, ni siquiera vaciló. Se lanzó a la carrera en su dirección, generando por el camino un desesperado Rictusempra que, debido a su mano en movimiento, no dio en el blanco, pero sí distrajo a Rookwood. El hombre agitó la varita para rechazar el hechizo de Hermione, y apenas tuvo medio segundo para bloquear a duras penas otro lanzado por Molly. No lo pudo devolver, solo desviar a un lado con rapidez.
—¡Ponte detrás de mí! —ordenó Molly inmediatamente, cuando la joven llegó a su lado. La chica, pensando en lo irónico del comentario, dado que precisamente su intención había sido acudir en su ayuda, se centró en el enemigo ante ella. Rookwood lanzó un veloz Bombarda, que Hermione desvió en el último instante e hizo estallar en pedazos un gran cuadro que había colgado tras ellas, afortunadamente vacío de cualquier persona en movimiento. Las astillas cayeron sobre ambas. Hermione se movió lateralmente un par de pasos. Molly apartó a un lado los restos del cuadro, que empezó a desplomarse sobre ellas, y por ello no fue capaz de evitar el siguiente hechizo.
El rayo de luz, proveniente del otro mortífago enmascarado, rodeó a la mujer como si fuera un látigo blanco, y la arrojó a un lado, contra una pared. Hermione escuchó el espeluznante sonido del cuerpo golpeando la piedra sin piedad, cayendo después al suelo con un golpe seco.
—¡NO! —vociferó Hermione.
Con un rápido y controlado movimiento giratorio de varita, la chica hizo estallar las ventanas cercanas y arrojó los fragmentos de cristal encima de los mortífagos. Rookwood logró protegerse de ellos, más no su compañero. Éste gritó de dolor, viéndose alcanzado por los filos cortantes.
—¡Impedimenta! —gritó Hermione después, arrojando al mortífago contra una columna cercana. El hombre se estrelló contra ella, golpeándose a una altura superior a un metro del suelo, y cayendo a plomo. No volviendo a moverse.
Pero Rookwood seguía en pie. Dispuesto a pelear. Con un rápido latigazo con su varita, la alfombra bajo los pies de Hermione se sacudió, creando una fugaz onda que la desestabilizó y arrojó al suelo. Dejándola momentáneamente indefensa.
—¡Ava…! —bramó entonces Rookwood con una ronca y gastada voz.
—¡Wingardium Leviosa!
La voz de Molly se alzó por encima de la del hombre. El mortífago, un instante después, estaba volando por los aires, siendo arrojado sin un ápice de vacilación por parte de la mujer a través de la ventana ahora rota. Directo al vacío. Hermione, jadeando, y aún tirada en el suelo, tuvo que hacer un esfuerzo para relajar sus pulsaciones y volver a la realidad. Todavía alerta y llena de adrenalina. Se giró sobre sí misma y se puso en pie trastabillando. Localizando a Molly a sus espaldas. La vio tratando de levantarse del suelo con dificultad.
—¡Señora Weasley…! —balbuceó la joven, corriendo a su lado y sosteniéndola del brazo para ayudarla.
—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —preguntó la mujer a su vez, mirándola con ojo crítico. Estaba sucia de polvo y escombros. Su rizado cabello, despeinado y alborotado alrededor de su cabeza. Parte de la manga de la túnica se había desgarrado por el choque contra la pared, dejando ver una fea rozadura debajo. Pero Molly la miraba a ella con ojos preocupados.
—Estoy bien… —murmuró Hermione con todo el afecto que pudo reunir. Al otro lado del pasillo, el mortífago seguía luchando contra un miembro de la Orden, al cual, tal y como constató Hermione tras mirar por encima del hombro de Molly, se había unido un joven que parecía un estudiante de último año. A juzgar por su vistoso pijama de rayas, sus pantuflas y la ausencia de cualquier tipo de máscara plateada.
—Mis hijos —jadeó entonces Molly, apretando el antebrazo de Hermione con mucha fuerza—. Arthur… ¿Has visto a alguno de ellos?
—Ron —logró articular Hermione. Sintiendo su lengua enorme al pronunciar el nombre de su amigo. "Por… por si acaso…"—. Está en el Patio de Transformaciones. No he visto a nadie más.
—De acuerdo —replicó Molly, luciendo algo más aliviada. Aunque igualmente tensa.
—Ojoloco me ha pedido que le informe de cómo van las cosas por aquí —especificó Hermione. Mirando alrededor mientras hablaba. El miembro de la Orden y el alumno de Hogwarts habían derrotado finalmente al mortífago, el cual había sido atado con una gruesa soga mágica y abandonado en un rincón.
—Estamos intentando mantenerlos en los pisos inferiores —articuló Molly, sin demasiado resuello todavía—. No sé cómo va lo de las chimeneas, si han empezado la evacuación. No he recibido ningún aviso.
—Lo averiguaré —murmuró Hermione—. ¿Mi escuadrón está en su posición?
—No, han bajado al primer piso a modo de refuerzos. Creemos que han logrado introducir a algunos mortífagos con Trasladores. Estamos intentando averiguar a cuántos —explicó Molly, quitándose la máscara un instante para secarse el sudor de la frente—. Me he cruzado con la prisionera, la muchacha francesa…
—¿Samantha? —farfulló Hermione al instante, interrumpiéndola. Su corazón dando un preocupado vuelco—. ¿Está aquí? ¿Qué hace aquí?
—Ha… venido a ayudar, según tengo entendido —musitó Molly, apretando sus finos labios en una mueca de irritación. Luciendo igualmente disgustada al respecto—. Hace un rato los de su escuadrón estaban pidiendo refuerzos… Son los que venían de casa de Muriel. Están en el tercer piso.
—Voy para allá —decidió Hermione al instante, localizando unas escaleras cercanas—. Dile a Moore que queda al mando de mi escuadrón, por favor.
Molly volvió a apretar su antebrazo.
—Ten cuidado. Mucho —articuló la mujer, mirándola con aquellos ojos tan parecidos a los de su hija menor. Hermione asintió con la cabeza, incapaz de hablar, y después ambas se separaron.
Hermione tuvo que crear un Hechizo de Amortiguación al llegar a lo alto de las escaleras, pues una buena parte de ellas se había derrumbado y hacía imposible el acceso al piso superior. Abriéndose paso después como buenamente pudo entre las rocas de un derrumbamiento, llegó a un nuevo pasillo, un rellano que conducía a varios tramos de escaleras mágicamente móviles. También iluminado con la magia de decenas de hechizos. El caos allí era absoluto, y la joven no pudo evitar detenerse de golpe. Paralizada de pronto ante la inusual escena que tenía ante ella.
Una gran bandada de lechuzas revoloteaba por todas partes, atacando sin piedad a los encapuchados que había en el pasillo, atacados a su vez también por miembros de la Orden y estudiantes. Los mortífagos apenas daban abasto, lanzando maldiciones por doquier mientras eran picoteados por los furiosos animales. Algunas lechuzas estaban muertas sobre la alfombra. En medio de la multitud, una larga melena rubia atrajo la mirada de Hermione. Y también el mortífago que apareció de la nada y la apuntó por la espalda.
—¡Engorgio! —gritó Hermione, apuntando a dicho enemigo. El hombre, o la mujer, gritó al sentir cómo sus tobillos aumentaban de tamaño de forma veloz e imparable, inflándose como pelotas de fútbol, haciéndolo perder el equilibrio y precipitarse escaleras abajo.
La joven Lovegood se giró en su dirección al notar su ayuda y, tras lanzar un último Encantamiento Repulsor al grupo de mortífagos contra los que peleaba, ayudada por otros dos estudiantes, corrió hacia Hermione. Ni siquiera fue necesario hablar para agradecer a Merlín que la otra estuviese bien. Se aferraron de los antebrazos y se miraron a los ojos. Los labios de Luna se curvaron en una tranquila sonrisa, como si detrás de ella no prosiguiese la batalla.
—¿Las lechuzas…? —logró preguntar Hermione torpemente, sin poder disimular su confusión.
—Están de nuestro lado —contó Luna como si fuese evidente. Estaba sucia, despeinada y sudada, pero conservaba el aura de tranquilidad que siempre la acompañaba—. Las he traído de la Lechucería. Nos están ayudando.
Hermione contuvo a duras penas una risotada, contemplando cómo el último mortífago caía tras ellas, derrotado por uno de los estudiantes y picoteado por una de las aves.
—¿Cómo va todo por aquí? —cuestionó también Hermione—. ¿Hay más mortífagos dentro de los que pensábamos?
—Hemos localizado seis Trasladores, y calculado una media de seis mortífagos por cada uno. Solo en este piso —respondió Luna, mirándola con sus grandes ojos soñadores—. En el sótano también están algo agobiados. Allí voy ahora. Ginny me ha mandado un Patronus. Era un caballo muy mono. Algunos alumnos se están revelando. La gran mayoría está de parte de la Orden, pero algunos… Digamos que el entrenamiento de Quién-No-Debe-Ser-Nombrado ha sido efectivo.
—¿Los propios alumnos nos atacan? —se alarmó Hermione, casi sin aire. Lo habían comentado como una posibilidad, pero escucharla era demasiado para su corazón.
La joven rubia sonrió. Seguía sin perder su serenidad, aunque esta vez también lucía algo triste. Apretó los antebrazos de su amiga en señal de apoyo.
—Son pocos, y por suerte parece que están controlados. Algunos mayores de edad se quedan a ayudar —señaló al chico y a la chica que estaban tras ella—. A los demás los estamos intentando evacuar. Pero hay algún problema con las chimeneas. Dean y Seamus aún no han llegado al despacho del director, o al menos no han ayudado desde allí. Se suponía que ellos se encargaban de abrir las chimeneas, pero siguen cerradas… Y también necesitan refuerzos en la Torre de Ravenclaw —informó con eficacia.
—Abrir chimeneas, Torre de Ravenclaw, entendido —enumeró Hermione, como si fuese una lección de Historia de la Magia que tuviese que repetir después—. Avisaré a Flitwick de que vaya al despacho del director, él cubría esa zona. Déjamelo a mí, tú baja al sótano. Si necesitas algo, envíame un Patronus.
—Hecho. Ten cuidado con los Torposoplos si vas en esa dirección —señaló el tramo de escaleras que quedaba a su izquierda—. Antes he visto una bandada revoloteando sobre un grupo de mortífagos… Por supuesto, no les he dicho nada. Que se fastidien.
Hermione, por una vez, ni siquiera sintió deseos de corregirla. Se limitó a darle un fugaz abrazo y subió corriendo las escaleras que poco antes bloqueaban los mortífagos, pero que los estudiantes que iban con Luna ya habían dejado transitables.
Severus Snape se encontraba en el sótano, concretamente en la entrada de la Sala Común de Hufflepuff. Frente a él, Amos Diggory y Nymphadora Tonks luchaban encarnizadamente contra varios mortífagos que intentaban penetrar en la estancia. Snape entre estos. Dentro, los alumnos más jóvenes estaban esperando la apertura de las chimeneas para ser evacuados.
Un brillante e inofensivo hechizo por parte de Snape lanzó a Tonks contra los barriles apilados que ocultaban la entrada a la Sala Común, aturdiéndola momentáneamente. Pero logró recomponerse y continuar la lucha. Como Snape sabía que lo haría. No pretendía hacerle daño real. Y Tonks lo sabía.
Cuando parecía que el pasillo estaba casi despejado, quedando solamente Snape y dos compañeros más, una nueva tropa de mortífagos acudió en su rescate. Snape apretó la varita con fuerza, irritado. Nadie le había avisado de nada. Ni un bando ni otro. Y sospechaba que Lord Voldemort estaba al corriente de que planeaban entrar en el castillo. Aunque la Orden no quisiese verlo. El número de mortífagos que había en ese momento en el interior hablaba por sí solo. Nunca había tal cantidad.
Todo había sido rápido, caótico y relativamente mal planeado, para su gusto. La Orden había arriesgado mucho con ese ataque. Habían primado la rapidez y la sorpresa por encima de un plan metódico. Mil cosas podían salir mal. La cúpula sería efectiva para que no llegasen más mortífagos, pero quién sabe cuánto aguantaría… ¿Y después, qué? Porque era evidente que el Señor Oscuro encontraría la manera de deshacerla… No entendía qué se proponían.
Pero tenían a Dumbledore de su lado, todos sabían que habían logrado rescatarlo y devolverlo a sus filas. Y Dumbledore había aprobado ese plan. Con lo cual, el anciano estaba seguro de que tenían una mínima posibilidad. A Snape le costaba verlo así, pero confiaba en ese hombre más que en cualquier otra persona.
Estaba tratando de mantener su posición de espía hasta el último momento. Atacando a la Orden de forma poco efectiva. No creía realmente que tuvieran otra oportunidad. Si la Orden perdía esa noche, todo se acabaría.
Ayudaría en todo cuanto pudiera, pero no pensaba arriesgar su cuello ni exponer sus cartas hasta que no fuese absolutamente necesario…
Snape lanzó varios rápidos hechizos, muy vistosos y coloridos, pero no mortales para sus contrincantes. Y entonces sintió que el suelo temblaba levemente bajo sus pies. Todos detuvieron su ataque, y Snape vio que Tonks y Amos observaban algo que sucedía a su izquierda. Escuchó cómo una especie de murmullo que iba en aumento llegaba hasta sus oídos, y, cuando quiso darse cuenta, decenas de elfos domésticos se lanzaron en tropel hacia ellos, a grito pelado con sus chillonas voces. A su izquierda, el cuadro con el bodegón que ocultaba la entrada a las cocinas había sido abierto, y los elfos domésticos acudían al rescate sin que nadie se lo pidiese. Los insultos que profirieron eran de los más duros que Severus había escuchado nunca.
Snape consiguió evitar, pegándose a la pared, el río de pequeños y sanguinarios elfos. Y otro mortífago, al otro lado del pasillo, también. La capucha cayó y dejó al descubierto su rostro. Llevaba máscara, pero Snape lo reconoció al instante. Su cabeza casi calva, rodeada de ralo pelo castaño, y su complexión, eran inconfundibles.
—¿Dónde está ese animal cuando hace falta? —chilló Colagusano con su aguda e histérica vocecita a otro mortífago que trataba de defenderse de los elfos, a su lado—. ¡El hombre lobo, ¿dónde está?! ¡Que baje aquí a ayudar!
—¡Lo han mandado arriba! —gritó el otro con molestia, retrocediendo para huir de los cacerolazos de un rabioso elfo, mientras otros, a su lado, se ocupaban de elevar por los aires a otro mortífago—. ¡A la Torre de Adivinación! ¡Para vigilar mientras destruyen la cúpula!
Snape frunció el ceño. ¿Los mortífagos planeaban destruir la cúpula desde dentro?
Escruto a Colagusano durante varios segundos. Él. Aquel muchacho amigo de Potter y Black que le amargó la infancia y juventud en Hogwarts. El Guardián Secreto de James y Lily Potter. El que los traicionó. El culpable de que Lily muriera. Estaba ahí, vivo, y a un golpe de varita de ser eliminado de la faz de la tierra. Los demás mortífagos estaban entretenidos con los elfos, nadie notaría si…
A su derecha, tomándolo por sorpresa, Snape escuchó el repentino grito de Amos Diggory.
—¡TÚ! —bramó el pequeño hombre, con las gafas bailando peligrosamente sobre el puente de su nariz—. ¡TÚ MATASTE A MI HIJO, ASQUEROSA SABANDIJA! ¡MATASTE A MI NIÑO! ¡FUISTE TÚ!
Un apresurado y poco meditado rayo de luz salió de la varita del padre de Cedric Diggory y recorrió el aire directo hacia Colagusano, pero éste consiguió rechazarlo en el último instante. Nuevos hechizos fueron lanzados apresuradamente por el señor Diggory, ciego de dolor. Snape lo contempló. El dolor de un padre. Un dolor que él nunca comprendería.
Y, sin embargo, no lo dudó. Apuntó a Colagusano con su varita, sabiendo lo que tenía que hacer.
—¡Expelliarmus! —gritó Snape. La varita de éste saltó de su mano, y se perdió en la oscuridad del pasillo. El antaño conocido como Peter Pettigrew, emitió un agudo chillido de terror.
Ahora podría hacerlo, se dijo Snape. Podría lanzar la Maldición Asesina. Pero no lo hizo.
Lo hizo Amos Diggory.
Y Snape no intervino. Cediendo su venganza personal, después de tantos años, al padre de Cedric Diggory.
Ernie Macmillan estaba sudando. Él, y otro muchacho que no conocía, del último curso, estaban enzarzados en una cruenta batalla contra dos enemigos. No podían parar. No podían respirar. No eran rivales para ellos. Y precisamente por eso tenían que pelear con todo lo que tenían. Como nunca lo habían hecho. Las luces de los hechizos relucían de forma cegadora en el estrecho pasillo sin ventanas en el que se encontraban. Las antorchas apenas parecían iluminar el lugar.
Logró aturdir a uno de sus enemigos con un veloz Desmaius, pero el otro intentó hacer lo mismo con el alumno que estaba a su lado. El joven logró defenderse, pero después tuvo que girar bruscamente sobre sí mismo para evitar un hechizo potencialmente mortal que pasó rozándolo. Sus pies trastabillaron en la fría piedra, y se precipitó hacia la pared de su izquierda. Hacia una zona negra como el carbón, hueco entre dos antorchas. Hueco que no aceptaba ni la iluminación del fuego ni la de los hechizos. El joven se derrumbó sin remedio en la penetrante oscuridad. Y no volvió a salir.
Ernie giró la cabeza, buscando a su compañero. Esperando ver sus piernas sobresalir en la zona iluminada, o verlo levantarse trastabillando. El hueco envuelto en sombras no era tan grande, no podía ocultarlo del todo. Pero nada de eso sucedió. La zona negra permanecía intacta, como si nada hubiera caído en ella. Como si su compañero no se hubiese caído al suelo. Como si se hubiese desvanecido. Preso del desconcierto, se olvidó del mortífago que tenía delante. Se olvidó de contraatacar. Miró la vacía pared dos segundos más de los que podía permitirse, y esa distracción fue su gran error.
Un rayo cegador de luz verde, las piedras del muro temblaron, y Ernie cayó al suelo como un muñeco de trapo. Muerto.
—¡NO! —gritó una voz estrangulada al comienzo del pasillo, que Ernie ya no escuchó.
Hermione emitió un alarido y agitó su varita sin siquiera apuntar, sin ver, sin pensar. El fuego de las antorchas duplicó su tamaño, y fogonazos fueron lanzados hacia el mortífago que tenía delante. El cual aulló al verse envuelto en las llamas. La piedra del pasillo no ardía, pero él sí. Tardó largos segundos en dejar de gritar.
Un terrible silencio envolvió entonces el pasillo. La iluminación era ahora mayor, gracias al cuerpo carbonizado, con túnica todavía incandescente, del mortífago. Hermione respiraba con la boca abierta, temblando de pies a cabeza. Se quitó la máscara, necesitando tomar aire. Cerró los ojos, incapaz de mirar el cadáver de su viejo compañero de estudios. De asimilar lo irremediable de la terrible situación. Incapaz de soportar no poder hacer nada por él.
Se presionó el estómago con el puño, obligándose a respirar con vehemencia. Para contener los sollozos que treparon por su garganta. Tragó saliva con dificultad y abrió los ojos. No necesitaba encender su varita. La luz del fuego iluminaba el oscuro pasillo, desvelando qué sombras eran reales y cuáles estaban encantadas. Tenía que seguir.
Avanzó unos pasos, acercándose al mortífago que había asesinado. Haciendo de tripas corazón ante su aspecto, examinó su túnica. El corazón bombeándole con fuerza contra las costillas. Con una espeluznante idea de pronto sacudiendo sus extremidades. Se había precipitado. Ni siquiera lo había pensado. Y necesitaba comprobar que no…
No. Era un Soldado de Walpurgis. No llevaba la insignia plateada de calavera, indicativo del rango de Sargento Negro. Tampoco el que estaba aturdido unos pasos más allá. Ninguno de ellos era Draco. Sabía que no lo eran, él jamás hubiera...
"Nunca he matado a nadie. No con la Maldición Asesina. Sí con otro tipo de hechizos, pero no con ese. Nunca."
Entonces escuchó unos rápidos pasos provenientes del frente. Sin siquiera ver todavía a quien quiera que fuese, alzó la varita para apuntar a su misteriosa nueva compañía. Precavida y alerta. Llena de adrenalina.
Pero se encontró cara a cara con una máscara de plata con un fénix grabado en su superficie. Era alguien de la Orden. Que había alzado sus manos al encontrarse siendo apuntado por Hermione.
—Estoy de tu lado —se apresuró a confirmar la figura. La temblorosa voz femenina retumbó en el silencioso pasillo. Jadeando como si hubiera corrido hasta allí. Seguramente alertada por el sonoro fuego con el que Hermione había atacado a sus enemigos, y los gritos de éstos.
Se apresuró a quitarse la máscara, para que Hermione le viese el rostro. Ésta se encontró con unos ojos oscuros. Ojos amables. Ojos aterrorizados, que brillaron con la luz titilante de las antorchas. Ojos conocidos.
Hermione se apresuró a bajar la varita, ligeramente avergonzada al darse cuenta de que seguía apuntando a su interlocutora con ella. Tardó un instante en reconocerla. Su cara ahora estaba limpia, y se notaba que su cabello había sido lavado recientemente. Aun así, su ropa estaba cubierta de polvo, y tenía un corte en el muslo, rasgando el pantalón que vestía bajo la oscura túnica abierta. Estaba luchando.
Era Samantha.
Hermione parpadeó, súbitamente descolocada. Había subido allí con la intención de buscarla, entre otras tareas, pero tenerla de pronto ante ella la dejó sin palabras. Su cerebro todavía reviviendo la muerte de Ernie, tirado en el suelo a pocos pasos de ellas. Incapaz de recordar todo lo que quería hablar con ella.
Esa chica conocía a Draco…
Samantha miró alrededor a su vez, escrutando la escena. El mortífago calcinado, todavía humeante. Hermione la vio arrugar la nariz sin poder evitarlo ante el desagradable olor a carne quemada. Y después su expresión crisparse de dolor al ver el cuerpo de Ernie. Probablemente sin conocerlo. Pero comprendiendo por su atuendo que estaba de su lado.
Hermione se quitó entonces su máscara, sin apartar la mirada de la expresión empática de la chica. Simpatizando sin quererlo con ella. Y su gesto atrajo la mirada de Samantha. Por la forma en que la escrutó, con simple amabilidad, Hermione supo que no la reconocía. Claro que no lo hacía. No había llegado a ver su rostro cuando la rescataron de la prisión…
—Soy Hermione. Nos conocimos en Nurmengard —ofreció, acercándose a ella un par de pasos más. Samantha abrió la boca con estupor—. ¿Qué haces aquí? ¿Por qué has venido? Aquí estás en grave peligro…
Samantha pareció todavía necesitar un par de segundos antes de poder hablar. Parecía excepcionalmente sorprendida de haberse encontrado con la persona que la liberó. O al menos eso dedujo Hermione, viéndola observarla como si fuese una especie de aparición.
—Muriel… Muriel nos explicó lo que pretendíais, y quise venir a ayudar —logró articular entonces, en voz baja. Sin dejar de escrutar el rostro de Hermione pulgada a pulgada—. No… no sé luchar como vosotros. Me han dicho que me quede al margen. Pero haré lo que pueda, cualquier cosa. Quiero ayudar a acabar con todo esto.
—Esta no es tu guerra —objetó Hermione con suavidad, mirándola a los ojos. Samantha sonrió entonces. Con tristeza.
—Llevo prisionera de los mortífagos más de dos años, y también mis padres han sido secuestrados y torturados por ellos. Y el Señor Oscuro se ha adueñado de mi colegio por la fuerza. Es mi guerra —protestó la chica, tajante. Hermione suspiró para sí misma. Verdaderamente podría haber sido una gran Gryffindor de haber estudiado en Hogwarts...
—Gracias por ayudarnos en Nurmengard —ofreció entonces Hermione. Y, añadió, en un arrebato impulsivo—: ¿Por qué estabas allí? Creía que eras una prisionera valiosa. Que te tenían presa en otro lugar, más cerca de los mortífagos… Más cerca de Draco.
Samantha abrió la boca para responder, casi con resignación, pero entonces escuchó sus últimas palabras. Y todo su cuerpo pareció descomponerse. Su ceño se frunció ligeramente. Mirándola con renovada estupefacción. Como si incluso se estuviera planteando que no era quien decía ser.
—¿C-cómo… cómo sabes eso? —farfulló. Luciendo fuertemente confundida, aunque no acusadora.
Y Hermione solo se permitió vacilar un instante más. Para acallar su conciencia. Para fingir que tenía dudas sobre lo que iba a hacer. Pero lo tenía claro. Demasiado claro. Y ni siquiera tuvo fuerzas como para sentir remordimientos por la locura imprudente que iba a cometer.
—Draco me lo dijo —susurró, sin dejar de mirarla a los ojos—. Me habló de ti. ¿Podrías…? ¿Él está bien? —preguntó a continuación, encontrándose casi sin voz. Igual que Samantha. Ésta parecía una estatua de cera a esas alturas.
—¿Q-qué? ¿Cómo? —articuló, de nuevo con dificultad—. ¿Te… habló de mí? ¿C-cuándo? Eso no es… Dijo que no os habíais visto en años —señaló, sin aliento. Hermione ladeó la cabeza ligeramente. Cautelosa. No sabía que Draco le había hablado a Samantha de ella…
—¿Cuándo te dijo eso? —quiso saber, confusa, con tono neutro.
—Hace como… Antes de que me llevasen a esa prisión. Él está bien —se apresuró entonces a responder, cayendo en la cuenta de que había obviado la anterior pregunta de Hermione—. Lo estaba la última vez que lo vi. Mientras estaba en Nurmengard. Y… bueno, de hecho, le habló de ti a Theodore, no a mí. Theodore Nott. Él…
—Sí, conozco a Theodore —se apresuró a asegurar Hermione. Para después suspirar con profundidad. Midiendo sus siguientes palabras—. Entonces… ¿estás al tanto de que… nosotros…? —quiso esclarecer, con torpeza, asimilando ese detalle que no se esperaba. Vio a Samantha sufrir un temblor. Pero también la vio asentir con la cabeza, con expresión controlada. Y Hermione se vio entonces en la posición de confesar—: La realidad es que nos… nos hemos visto recientemente. Pero él no lo recuerda ahora mismo.
Samantha parecía incapaz de cerrar la boca. Hermione la escuchaba respirar de forma temblorosa.
—¿Recordar? ¿Cómo no va a…?
—Tuve que… alterar sus recuerdos. He alterado sus recuerdos de los últimos años. No sabe que hemos vuelto a vernos desde que dejamos el colegio. Él cree que no ha vuelto a verme. Necesitaba volver a sus filas de forma segura. Tenía que protegerlo… —se escuchó diciendo. Hablando sin pensar. Con un tono inestable que no pudo contener. Y fue entonces la primera vez que Samantha apartó la mirada. Sus ojos moviéndose con rapidez en sus cuencas.
—No lo sabía —susurró, casi para sí misma—. Es decir, no me lo esperaba… —pareció necesitar respirar hondo. También se giró hasta apoyar la espalda en la pared. Como si necesitase un instante para recomponerse—. Pardon, es todo tan…
—Complicado. Lo sé —corroboró Hermione. En voz baja. Samantha apretó entonces los labios, cerrando los ojos un instante. Y Hermione sintió su pecho apretarse. Esa chica… ¿era posible que…?
Al volver a abrir los ojos, miró a Hermione otra vez. Más dueña de sí misma.
—¿Y no hay solución? —preguntó, con mayor entereza—. ¿Es un hechizo definitivo?
Hermione tardó un instante en entender su pregunta.
—¿La alteración de sus recuerdos? No, puedo… puedo revertirlo.
Samantha se limitó a parpadear. Cavilando.
—¿Y… y por qué no…? ¿A qué esperas? —preguntó, sonando casi impaciente. Hermione dejó escapar el aliento en una frágil risotada.
—Para eso necesitaría, en primer lugar, verlo…
—Tiene que estar aquí —aseguró la joven morena, con renovado énfasis—. En el castillo. Esta noche. Estoy convencida de ello. Ahora es General de Las Sombras, no vendrían a una batalla semejante sin él. Son los primeros en ser convocados. No reúnen siempre a todos los Soldados de Walpurgis, ni siquiera a los Sargentos Negros, pero los Generales siempre están en batallas así... Si han traído mortífagos en Trasladores, como dicen que han hecho, Draco tiene que estar entre ellos.
Hermione miró al suelo. Ahora no escuchaba su propio corazón. No escuchaba nada. Draco era un General de Las Sombras…
—No sé si debo hacerlo —se escuchó entonces diciendo. Sin meditarlo previamente. Con la mente en blanco. Samantha la miró con renovada sorpresa. Parpadeando con incredulidad.
—¿Qué?
—Ha sido ascendido. Es alguien importante entre los suyos. Si perdemos, si su bando gana… —Hermione tragó saliva. Sus oídos zumbando. Su visión titilando—. Tiene el futuro asegurado. No le conviene tenerme en su cabeza. Quizá esto sea lo mejor. Estará a salvo si…
—Él te tiene en su cabeza —interrumpió Samantha. Como si apenas se creyese lo que escuchaba—. Te lo aseguro. Da igual lo que le hayas hecho, estás ahí. Y no puedes privarle de la verdad, no es justo... No, en aucun cas, escúchame —espetó, intercalando alterado francés, enmudeciendo el inicio de protesta de Hermione—. Tienes razón, él es alguien importante en las filas del Señor Oscuro. Y no quiere serlo. Quizá… quizá podáis parar esta guerra. Juntos —la voz de la joven se entrecortó solo en la última palabra. El resto había sonado firme. Sus ojos lucían de igual manera. Casi frenéticos.
Hermione la contempló durante unos instantes, y sintió su corazón de nuevo. Acelerándose. Volviendo a sentir sus propias manos. Enfadándose consigo misma. ¿En qué estaba pensando? No iba a renunciar a él después de todo lo vivido. No sin darlo todo. Se negaba. Lucharía hasta su último aliento. Lucharía por ambos. Lo haría.
"Entonces es algo temporal. Solo tienes que encontrarme y revertirlo…"
—No sé cómo encontrarme con él sin ponerlo en peligro… —planteó Hermione, en un susurro, entrecerrando los ojos con concentración. Su cerebro bullendo de nuevo—. Ni siquiera… No debería dedicarle tiempo a esto, tendría que…
—Entonces déjamelo a mí —ofreció Samantha con rapidez. Separándose de la pared para volver a erguirse frente a ella—. Déjame ayudarte. Conozco las estrategias que utilizan, cómo suelen situarse, y conozco a su escuadrón. Lo encontraré, te lo prometo. Dime un lugar para reuniros y le diré que vaya allí. Confía en mí.
Hermione sostuvo su mirada. Y, en efecto, le confió todo a esa chica.
—El aula de Runas Antiguas. Sexta planta. En una hora.
¡Samanthaaaa, te queremos! 😂 Pobrecita mía, se acaba de enterar de que su amor platónico lleva años con otra chica, y aún así quiere ayudar… ¡si es que es un trocito de pan! 😂
Uf, muchas cosas, y sé que me vais a matar por la mayoría. 🙈 Lo de Dean y Seamus, lo sé, lo sé… Os dejo tirarme tomatazos por lo que les he hecho *llora fuerte*😭. Y también el pobre Ernie… 😭 Tengo que decir que me lo he pasado de maravilla escribiendo las diferentes batallas, ojalá os hayan parecido entretenidas je, je 😆
Yyyy… ¡¿omg, alguien se esperaba lo de Ron?! 😱 ¡Hermione tampoco! Ay, ay, ay… *suena la canción "dos hombres y un destino" de fondo* ja, ja, ja 😂
¿Lograrán nuestros amantes encontrarse? ¿Funcionará el plan de la Orden de liberar al dragón con la cúpula? ¡Lo sabremos en próximos capítulos! 😉
Ojalá éste os haya gustado mucho. Si os apetece dejarme un review, estaré encantada de leeros. Sois alimento para mi alma ja, ja, ja 😍
¡Muchísimas gracias por leer! ¡Un abrazo, y cuidaos mucho! ¡Hasta el próximo! 😊
