¡Hola a todos! Muchas, muchísimas gracias por el recibimiento en el fandom de este mundirigillo que es Haikyuu. Llevo leyendo el manga desde hace muchísimos años, pero recién ahora me animo a publicar, y las dos historias que llevo hechas fueron tan bien recibidas que me animan a escribir más.
Nuevamente, los Miya son protas. Más específicamente la persona horrible que todos amamos que es Atsumu.
¡Todo lo que quieran comentar es bienvenido!
CAPÍTULO 1: Savor the taste
Atsumu Miya era perfecto. Por donde quiera que pudieran verlo, nunca jamás tendría una falta en su rostro impecable. En su cuerpo esculpido. En su juego profesional. En su disciplina y colocaciones íntegras. Porque el envoltorio que cubría la totalidad de quién era el menor de los hermanos Miya, era perfecto. ¿Por dentro? No.
Según su hermano gemelo, el interior estaba podrido. Tan podrido como el contenido de esa caja con bicarbonato en el fondo de la nevera que vino con la casa al comprarla. Como un huevo del año pasado. Como el interior de ese cartón de leche que se olvidó abierto sobre la mesa toda una noche. Y eso solo sería el comienzo de lo que era describir a Atsumu Miya.
Todos en secundaria tenían la misma opinión sobre él, pero solo Osamu no poseía la dicha de evitar verlo todo el día. Cada hora, cada minuto. Como si la obligatoriedad que su relación sanguínea lo castigara nuevamente con la presencia permanente. Y a sus catorce años, sabía que no iría a prisión por homicidio. Pero su madre se pondría triste. No podía hacerle eso a su propia madre. No quería hacerle eso a su propia ma...
— Ese es mi último tamagoyaki —la voz de su hermano sonó grave. Parsimoniosa. Molesta. Como siempre. El dedo meñique señalándolo mientras sostenía los palillos entre los otros.
— No lo comiste —le respondió.
— Iba a hacerlo.
— Muy lento.
...Pero no hacerlo era tan difícil.
El otoño de su segundo año en secundaria baja comenzó bajo los fríos rayos del sol acompañándolos al gimnasio de Yako como cada tarde desde el inicio de su educación. Desde que en primaria decidieron que el vóley era a lo que iban a dedicarse y luego de intercambiar posiciones una y otra vez, parecían competir por cuál de los dos era el mejor en todas ellas.
Aran Oujiro parecía ser, de lejos el único que realmente se acercaba a ellos de buena gana, reconociendo lo que eran en verdad: dos niños idiotas con un talento descomunal y un ego acorde. Pero el moreno tenía muy en claro quién era el que hacía temblar sus rodillas de una forma que no quería admitir: y es que el menor de los gemelos era algo de otro mundo.
Odioso, narcisista, y un verdadero genio en su haber. Todos lo odiaban, y con muchas ganas. De esas ganas que provocan hundirle la cabeza en una cubeta llena de agua. Y la actitud de Atsumu era tan sencilla como terrorífica: le importaba un gran comino.
¿Querían odiarlo? Adelante. ¿Por qué le preocuparía siquiera? Para él, no existían. Porque solo existían quienes él consideraba dignos. Y si era así, entonces apenas su hermano pasaba esa capacidad de soporte, y porque su madre lo obligaba. Ser odiado era más fácil y menos estresante que odiar a alguien. Pelearse con alguien. Discutir con alguien. Él era perfecto. Así que el resto estaba equivocado.
«Eres alguien extraordinariamente promedio»
Fue la primera cosa que le dijo. Lo primigenio que salió de sus labios cuando los ojos castaños se cruzaron con los suyos. Cuando el cabello rojo pareció flamear en su cabeza como una medusa horrible. La tarde que conoció a Yuuki Komimura. Y Atsumu supo lo agotador que era odiar a alguien.
«Eres alguien extraordinariamente promedio»
Yuuki Komimura supo que había dado en el blanco cuando notó ese pequeño temblor en el ojo derecho del menor de los Miya. Se sintió como arrojar una moneda a las aguas de un lago y que hiciera ocho saltos perfectos hasta hundirse. Como el balón de baloncesto entrando un un satisfactorio sonido a lluvia en sólo un intento. Shusssh. Perfecto. Épico. Aplausos.
Esperaba una respuesta parecida a una rabieta infantil. Básicamente lo que veía de él cuando algo no le gustaba. Cuando peleaba con su hermano en pleno horario de almuerzo en los pasillos del colegio y todos corrían a filmarlos para conmemorar las patadas de campeonato que podían darse en plena cara.
Yuuki no era una chica capaz de gritarle a alguien en la cara que era un total imbécil. Siempre y cuando ese alguien no fuera Atsumu Miya. Porque, a veces, hasta aquellos con carácter afable y descontracturado encontraban irresistibles las ganas de darle la cabeza contra una superficie dura y fría. Y eso le pasaba bastante seguido.
Tanto, que no podía realmente recordar o entender cómo toleró su aura oscura sentado justo junto a ella durante tres años. Ah, porque como sacado de un manga shoujo de muy baja calidad, claro Atsumu Miya y Yuuki Komimura se conocían desde los doce años. Y por supuesto que por sorteo fue su compañera. Y podía jurar por lo más sagrado, que si no lo había acuchillado en ese tiempo, no lo haría ahora.
Creía.
Esperaba.
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Cabello castaño, ojos oscuros, figura demoledoramente bella, y hasta un lunar ubicado en la comisura de los labios perfectos. Se dio un choque de cinco mental a sí mismo por la compañera de banco que le había tocado en el sorteo ese año, ahora que comenzaba su segundo año en la Preparatoria Inarizaki.
Los bancos separados a pocos centímetros parecían indicar de forma tácita que quien se sentara a tu lado, sería quien tendría que hacer contigo cada tarea. Dedicó su mirada ambarina a la chica que sonrojada, no dejaba de sonreír bajo los delicados dedos de uñas pintadas y perfectamente arregladas. Bueno. No es que pareciera demasiado inteligente, a decir verdad. Era sabido que su primera clase era matemáticas y el libro que depositó en la mesa era de historia. Ese cabello ondulado era tan falso como sus mechones dorados y debía tardar horas en hacerlos. ¡No! Estaba haciéndolo de nuevo. Su madre le dijo que no fuera tan malo y dejara de juzgar gente solo por verlos. Frunció el ceño imperceptiblemente junto con los labios carnosos reprimiéndose a sí mismo. Pero a decir verdad, la gente era transparente y se deschava demasiado pronto. No era su culpa si eran tan fáciles de leer.
—A-Atsumu-kun... —la oyó decir con un tono tan secretivo que apenas notó su presencia, aun cuando ese penetrante aroma a caramelo saliera de su cabello. La miró sin voltear el rostro—. E-estudiemos mu...
—Claro que sí —dijo con un tono tan potente que la dejó sin habla. Su voz resonando como la de un animador de fiestas para niños que odiaba—. ¡Para eso venimos a clase! Ahora shhh. Va a comenzar.
La hermosa joven paseó sus ojos pardos por el salón dos llenándose aún de alumnos. Un grupo de chicas en un rincón viendo hacia ellos con un dejo de envidia en sus miradas. El color rojo aún en sus mejillas con sutil maquillaje. Volvió en si solo para poder contestarle.
—Pero no ha llegado el pro...
—Shhh.
Si. Era una basura.
Lo sabía.
Lo aceptaba.
Lo abrazaba.
¿Le importaba? En lo más mínimo. Y además de todo, odiaba el olor a caramelo.
Sabía que la chica se lo había quedado viendo con ojos de cachorro al que le niegan un premio: ojos desencajados y llenándose de lágrimas. Pero creyó, dentro de su banco de recuerdos, que esta situación no sería ni siquiera parecida a la que vivió durante años. Ese sentimiento de cada mañana estar depositando el trasero en un campo de batalla.
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«¿Pecas? ¿Es eso legal?»
Eso fue lo primero que Atsumu se dijo a si mismo cuando la vio tomar asiento a su lado. El banco doble que los separaba por pocos centímetros pareció de pronto encogerse pese a que su compañera era tan menuda como una muñeca de trapo. El uniforme oscuro resaltaba la piel pálida y el cabello rojizo pareció convertirla en uno de esos personajes salidos de cuentos para niños. Esos donde un idiota se pierde en el bosque por hacer lo opuesto a lo que le dijeron y no caminar en línea recta.
El rostro cubierto en pecas se volteó hacia él con una expresión tan apática que pareció reconocer a Osamu en los ojos verdes. La vió pestañear varias veces, como si pensara algo para decirle. Y entonces, él habló primero.
—¿Pecas? ¿Es eso legal?
¿Le había preguntado si sus pecas eran legales? Le había preguntado si sus pecas eran legales. ¿Había sido tan idiota? No, claro que no. Era una pregunta válida y si la tenía sentada al lado, era su derecho saber si no era varicela o una de esas cosas contagiosas.
Y teniendo la más parsimoniosa discusión con su cerebro, Atsumu Miya se perdió de la secuencia detallada en el rostro de la pelirroja. Como abrió los ojos. Los entornó. Frunció el ceño. Estiró la nariz como si oliera ácido. Bajó la cabeza registrando su cuerpo desde los tobillos hasta la punta de sus cabellos negros, y volvió a detenerse en su mirada. Solo entonces, habló. Esa voz ligeramente grave que parecía pertenecer a alguien con un cuerpo más imponente y un rostro menos aniñado. Pero que sonó de todos modos como una patada al esternón.
—¿Señalando defectos en la gente? ¿Tú? ¿De verdad?
Silencio. Solo silencio.
—¿Qué quisiste decir con eso?
Silencio. Solo un pestañeo en los orbes esmeralda. Y ni siquiera lo miró cuando esa voz que recordaría siempre volvió a brotar de sus labios.
—Nada —murmuró—. Solo que eres alguien extremadamente promedio.
Silencio.
¿Que sí le contestó algo? Nunca. Jamás. Su rostro quedó helado en las facciones que representaban su sonrisa pasiva y calma. Esa que estiraba los labios perfectos hacia arriba y solo de un lado. Los ojos caídos y fijos en la chica que pasó el resto de la tarde ignorándolo. Se había levantado antes que ella al terminar las clases, poniéndose su abrigo sobre el uniforme negro de Yako. Volvió a casa en silencio, entrando a su casa y saludando a su madre alegremente antes de ir escaleras arriba. Se había sentado en la litera de abajo, cuya parte superior compartía con Osamu, y esperó en silencio.
Solo cuando su hermano gemelo entró a la habitación, todo se desató.
¿Alguien extraordinariamente promedio? ¡¿EXTRAORDINARIAMENTE PROMEDIO?! ¡¿Lo había llamado alguien extraordinariamente común?! ¡¿Quién se creía?! ¡¿Quién mierda se creía que era ese intento de mujer con salpicado en el rostro y ese cabello ridículo?! ¡¿Cómo carajo se le había ocurrido que él era una persona común?!
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«La puta madre», dijo su propia voz en su cerebro al verla entrar. El cabello le había crecido en comparación a diciembre. ¿Tanto podí...? Le quedaba horrible. Parecía una medusa roja. ¿Tenía más pecas? Mierda, ¿cuántas más podían meterse en su rostro?
¡¿Qué?! ¡¿No miró hacia él?! ¿En serio? ¿Tres años siendo compañeros de banco y ahora no lo miraba? ¿Le había crecido el cabello pero achicado la educación? ¿Quién carajo se creía que era?
Pelirroja idiota...
