CAPÍTULO 3: I don't expect you to release me
Despertar con las mantas arrojadas a un costado de la cama solo significaba una cosa: la primavera estaba terminando.
Cuando los primeros dejos del calor nipón comenzaban a aparecer y eso significaba sudor y calor y más sudor sin mover un dedo, también era augurio de otra cosa: bichos.
Yuuki Komimura tenía ciertos problemas personales con el verano. Y es que ¡vamos!, calor. Mosquitos. Cucarachas. Cu-ca-ra-chas. ¡No podía con eso! Y así, cada vez que abría los ojos y sentía ese aire tibio entrando por la ventana de su habitación, el ceño se le fruncía. Un profundo suspiro abandonaba sus labios. Sentía unas profundas ganas de llorar. Y finalmente, se levantaba de la cama teledirigida a la ducha antes que su hermano tuviera la misma idea. Cuatro personas en la casa y solo un baño, cuando tenían más o menos el mismo horario. No era agradable. Pero podías acostumbrarte luego de dieciséis años.
Frunció el entrecejo observando su reflejo en el cristal frente a ella. Era como ver una medusa roja con el rostro dormido. Suspiró nuevamente contando hasta cinco antes de sonreír. Aún siendo verano, podía ser un buen día.
El Club de Arte comenzaba sus actividades ese mismo día. Había pasado varias horas preparando cada uno de sus lápices y cajas con grafitos para ese momento. Tanto que no le importaba parecer la ñoña más grande la creación. Lo era. Y es que un lienzo en blanco era lo más parecido a un cable a tierra que pudo conseguir desde temprana edad, cuando su hermano le enseñó a tomar un lápiz en mano y trazar líneas inconexas. Y una a una, esos trazos simples se fueron uniendo. Tutoriales y clases y muchas horas de práctica fueron rindiendo frutos. Tanto que ese pequeño espacio de madera en su ventana era lo más parecido a su lugar favorito en el mundo. Porque ese roble de muchos años frente a ella lograba los matices más hermosos a contraluz durante un atardecer. Si, incluso en verano. Porque a pesar de los mosquitos y las cucarachas, otras cosas ocurrían cuando el césped se volvía totalmente verde y el cielo claro. Cuando los árboles estaban a tope en su esplendor y esas orugas velludas de colores inconcebibles aparecían en los bancos de plaza donde solía sentarse a dibujar. Solo le había tomado dos accidentes para saber que no debía tocarlas para notar lo realmente raras que eran. Lo difíciles que eran de copiar, y lo imposible que sería tomar el mismo color.
Y es que, verán: se dice que todos ven el mundo de una forma diferente. Como si el foco de lo que realmente quieres estuviera matizado desde temprana edad, esperando a que tus ojos lo descubran con el paso de los años. Comenzando a mutar hasta que, finalmente, salte frente a ti. Yuuki veía el mundo como líneas conectándose a cada paso dado. Tomando color cuando te acercas al punto de fuga y finalmente formando una imagen nítida, para siempre inmortalizada en un lienzo sobre sus pensamientos.
Cada cosa que ocurría en su vida, trataba de que fuera buena. Y si no lo era, trataba de encontrar ese pequeño resabio de aire puro que lograra volcar a la tela algo hermoso. Captar la belleza en lo hermoso es fácil. La felicidad, es sencilla. Lograr convertir algo malo en luz, era el verdadero reto. Sus inseguridades en algo bueno. Sus debilidades en un obstáculo menos. Y siempre creyó que podría. Tan solo por un par de casos.
Uno en particular.
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—¡P-profesor...!
—Conoces las reglas, Miya-kun —respondió un agotado Rui Kisaragi.
Aún no habían comenzado las clases y el muchacho de teñido cabello rubio no dejaba de rogarle con el rostro fruncido en disgusto. No estaba seguro de si estaba pidiéndole algo o conteniéndose de darle una orden. Y tampoco tenía muy en claro de que fuera legal llevar el cabello de colores en el establecimiento educativo. Pero la respuesta iba a ser la misma.
—A menos que alguien se ofrezca a suplirte, no puedes irte antes. Establecimos una rotación de limpieza en el salón que no puede incumplirse. Además, debes tener en cuenta que tu trabajo también requiere que te presentes en la sala de profesores y lleves el reg...
Atsumu sabía que el profesor Kisaragi estaba hablándole. Aún. Tenía perfectamente en claro que le estaba dictando uno a uno todos sus deberes. Todas y cada una de las tareas que gustoso (no tanto) cumpliría cualquier otro día. Literalmente, cualquier otro día. ¿Pero ese? ¿El día que tenía un partido de práctica justo antes de las preliminares del torneo Nacional? ¿El día que el capitán Kita había pedido explícitamente que nadie llegara tarde? Si, y lo había mirado específicamente a él cuando el nadie salió de su boca.
Si. Estaba realmente jodido.
Y ese pensamiento jamás abandonó su mente en cada minuto de las tres primeras clases. Inglés. Literatura japonesa. Matemáticas. Y esa molestia no se iba.
Podía sentir. Ver. Oler el odio de Kita. Su capitán tenía una forma muy particular de demostrar enfado, y eso le congelaba cada átomo del cuerpo. No solamente tendría que soportar las críticas del imbécil que tenía por gemelo, sino que la mirada reprobatoria de Suna no se haría esperar, y esos puñales de hielo le iban a perforar el esófago. Sin contar con el más grave problema: y era su ausencia como colocador. Si no iba al partido de práctica estaba seguro de que perderían. Definitivamente, sin él todo se iría a la basura. Su hermano lo negaría. Arán le diría que es un idiota egocéntrico. Suna y Akagi probablemente le darían el hombro helado. Pero sabía que era cierto. Estaba totalmente convencido de que así era.
Y tan sumido en sus propios pensamientos y suposiciones estaba, que sus sentidos ni siquiera notaron como la voz de su profesor anunció el final de la clase. Como el sonido de las sillas chirreando, risas, gritos de alivio y su propia compañera de banco levantándose en silencio y con cuidado. Como casi todos abandonaron el salón para comprar su almuerzo o salir a disfrutar del sol de fines de primavera. Ni su olfato, oído o vista reaccionaron a quedarse solo con su envergadura en medio del salón.
Y a veces ocurría. Esos momentos en que básicamente se preguntaba por qué había nacido si la vida iba a ser una mierda con él. Si le iba a dar todo para luego quitársela en solo un instante. En por que su hermano no era hijo único y ahorraba la molestia a su madre de ser un estorbo. Y su mente era como una rueda movida por un hámster con esteroides y al borde de un ataque cardíaco, detenida por un sonido que pareció sonar dos veces antes de traerlo a la realidad.
—...a-kun —apenas oyó—. Miya-kun.
Atsumu levantó el rostro como si quisiera ver a los ojos a un gigante, porque así había sonado esa voz en su cabeza de repente y trayéndolo a la realidad. Tuvo que bajar la mirada para hallarla en los ojos verdes de la pelirroja de pie junto a su banco. Los orbes verdes y penetrantes, como dos esmeraldas claras y fijas en él. Hasta sus cejas imitaban el carmín del cabello bajo los hombros, tomando nota mental de que pese a sus sospechas, ese color no era falso en lo absoluto. A contraluz, las pecas de su rostro parecían haberse multiplicado y el puente de su nariz formaba una galaxia que no recordaba haber visto el día anterior. Ni el otro. Ni nunca. Y entonces, recordó que era ella.
—¿Qué? ¿Qué quieres?
Yuuki entornó los ojos, tratando de no responder en el mismo tono del demonio que estaba usando con ella. Estaba hablando con un zoquete. No tenía que rebajarse a su nivel. Al menos no ahora. La verdad es que ya lo había hecho durante años. Por eso, levantó su mano derecha, acomodando un mechón de cabello molesto tras la oreja agujereada múltiples veces. Hizo un esfuerzo sobre humano para no arrugar la nariz como cada vez que le hablaba. Todo lo que pudiera parecerle hostil, debía aplacarse. Hablarle era como dirigirse a un animal furioso.
—Osamu-kun me dijo que tienen un partido de entrenamiento hoy. ¿No?
¿Que cara...?
—¿Por qué te importaría eso?
—No me importa. Pero mencionó que era importante y según la lista, te toca servicio en la tarde.
—¿Desde cuando conoces mis horarios? ¿Te volviste más rara de lo que eras?
—No, sigo siendo la misma —grandísimo imbécil, añadió en sus adentros. Casi mordiéndose los labios para que no saliera—. Si no llegas al partido, será un problema para Osamu y el resto del equipo. Si quieres, puedo cubrirte.
—¿Que mierda?
—Ninguna. Te acabo de proponer un cambio de turno.
—Entendí a la perfección. Pero no entiendo qué quieres ganar con esto.
—No gano nada. Tú sí.
—No te sigo.
—A veces, la gente hace cosas sin esperar nada a cambio.
—No te sigo.
—¿Te interesa o no?
Atsumu sintió que sus párpados caían a una velocidad supersónica tantas veces como era posible en un segundo, aunque en la vida real llevara casi un minuto sin pestañear. O eso supuso la otra parte consciente de su cerebro observando cómo la joven arqueaba una ceja, preguntándose si el muchacho estaba esperando que alguna pintura se secara.
Otra parte de su cerebro, la que seguía funcionando como escarbando en lo más profundo de su memoria, fue la que disparó a la pantalla en blanco que era su mente la imagen de algo que creía haber olvidado. Ocurrido hacía tres años, justo antes de los últimos exámenes de su vida como estudiante de secundaria. Esos para los que no había podido estudiar. Los que lo hacían sentir inútil, desgraciado y patético. Los que odiaba más que a otra cosa.
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Tres años podían pasar rápido. Tan ligero como el recorrer de una pluma sobre tu rostro cuando no notas el más leve cosquilleo en la piel. Sobre todo cuando tu vida está llena de logros y crecimiento, como el despertar y maduración de tu propio talento cultivado desde que eres capaz de sostener un balón. Porque entre otras cosas, para Atsumu Miya, su paso por Yako se reducía a él mismo rompiendo cada obstáculo en el camino. No, no superándolo: rompiéndolo.
Siempre supo lo que significaba el vóley en su vida. Es decir, aún antes de esa clínica deportiva donde con su hermano conocieron al héroe con el nombre increíble que era Aran, siempre supo lo que quería en la vida. Ni siquiera dudó de la posición que iba a ocupar: porque ese desgraciado siempre querría tener a todos bailando a su compás.
Yako le había proporcionado un escenario lo bastante amplio para crecer. ¿Había sido un desgraciado todo ese tiempo? Claro que si. Al menos eso solía decir su hermano, y debía tener razón. Después de todo, eran realmente pocos los que le dirigían la palabra en el equipo para algo más que pedir un pase. No es que necesitara hablarles por nada más.
Y esa fue su vida. La parte que le importaba. Porque cuando se trataba de salir de la duela de madera y regresar al mundo real, las cosas eran algo distintas. ¿Para qué carajos alguien querría aprender matemáticas? ¿Por qué la historia mundial importaba tanto? ¿Para que demonios quería saber literatura inglesa? ¿Por qué el mundo se empeñaba en distraer su atención de lo que importaba? ¿Por qué mierda no entendía una maldita palabra de ese idioma del demo...?
—¡Hijo de la...!
Gritó Atsumu a solo dos capítulos de su libro de fonética francesa. Sus manos sujetando el cabello negro y brilloso con tanta fuerza que parecía a punto de arrancarselo de raíz. El rostro desfigurado en enfado y esas ganas inminentes de triturar cada página hasta que no quedara nada más que el leve recuerdo de una palabra pronunciada como un escupitajo.
Sabía que sus notas no eran tan malas. Tan. Después de todo, no le hubiesen permitido seguir jugando de ser lo contrario. Pero debía admitir muy dentro de su corazón perfecto, que hacia varias semanas que no tocaba un solo apunte. Que no tomaba un solo apunte. Y la presión de que el examen fuese al día siguiente no estaba ayudando para nada a esta situ...
—Grandísima mierda... —murmuró casi por encima de un suspiro.
Tres capítulos y aún no entendía nada. Era como si su cerebro estuviera prendido fuego y el dolor en las sienes latiera con tanta fuerza que parecía romperse. Una sensación tan pesada como sofocante le cubrió el pecho y supo que eso era su odio a punto de estallarle por los poros. El momento perfecto para hacerlo en soledad. Un grito sordo para liberar esa tensión antes de que matara a alguien más. Porque esas oraciones no se iban a analizar solas, y esa sensación de flema en la garganta no se iba y ese idioma del demonio seguía siendo un problema del cual tendía examen maña...
—Parece que fueras a estallar.
¿Que mier...?
—¿Eh? —susurró levantando el rostro casi rojo del odio hacia el sitio donde parecía provenir el sonido.
Los orbes verdes y penetrantes, como dos esmeraldas claras y fijas en él. Hasta sus cejas imitaban el carmín del cabello bajo los hombros, tomando nota mental de que pese a sus sospechas, ese color no era falso en lo absoluto. A contraluz, las pecas de su rostro parecían haberse multiplicado y el puente de su nariz formaba una galaxia que no recordaba haber visto el día anterior. Ni el otro. Ni nunca. Y entonces, recordó que era ella.
—¿Francés? No es tu fuerte, ¿no?
—¿De que dem...?
—¿Necesitas ayuda?
El uniforme oscuro parecía notarse de un color más profundo por la luz de la tarde a sus espaldas. Y su voz sonaba tan clara como casi, casi, alegre. La chica que se sentó a su lado durante tres años, le ofrecía ayuda. La que discutía con él a diario. La que no parecía caer ante nada de lo que decía. Con la que había tenido más de un enfrentamiento en la biblioteca por diferencias al hacer un trabajo obligatoriamente juntos. La que había aprendido a escuchar en ocasiones cuando, sin admitirlo en voz alta, entendía que tenía razón. La que por momentos prefería pretender que no existía porque odiaba su indiferencia. Esa misma ahora le ofrecía ayuda. ¿De verdad? ¿Ayuda? ¿Tan patético se veía? ¿Tan imbécil parecía ahora sentado en su banco con los libros abiertos y sus manos temblando?
¿Tan débil? ¿Tan básico? No. No. No.
Ese no era él. Jamás sería él. Y no necesitaba ayuda de nadie. Iba a salir de eso solo, y ahora le diría con total calma que no era necesario que ofreciera su ayuda. Con calma. Siempre con una sonrisa.
—No gracias.
Silencio.
—Eres consciente de que el examen es mañana y te ves a punto de estallar, ¿no?
—¡Eso es grosero! No necesito que te burles.
—No me estoy burlando, tarado. ¡Intento ayudarte! Pero parece que tu orgullo es más importante que jugar en el campeonato de primavera.
Eso dolió. Quemó más de lo que quería admitir. Y cuando su cerebro ideó el insulto más fantástico que podía formular en un estado como el suyo, la vio sentarse a horcajadas en la silla del banco contrario, quedando justo a su altura. Los ojos fuertes clavados en los suyos.
—Aceptar ayuda no te va a matar—la oyó decir. El rostro serio fijo en el suyo.
¿Que si quiso gritar? Seguro. ¿Que si su orgullo estallaba porque él no quería ayuda? Claro. Con la excepción de que si lo necesitaba. Necesitaba toda la ayuda posible, porque desaprobar ese examen significaba no jugar. Y quizá por primera vez en la vida, Atsumu Miya mantuvo el pico cerrado y se dedicó a escuchar.
—¿Sigues vivo ahí dentro?
La voz clara lo trajo a tierra como un hilo invisible atado a su cuello. Solo cuando su cerebro le envió la orden de abrir la boca, pudo hilvanar algo coherente. Seco. Firme. Pero coherente.
—Si.
—¿Qué es lo que no entiendes?
—Nada.
—Muy bien...
La tarde pasó más lento de lo que ninguno de los dos hubiera querido.
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—Creímos que no ibas a llegar —la gruesa voz del alto moreno resonó en sus oídos como llamándolo a la realidad. Suna dejó de beber de su botella solo para mirarlo con ese estoicismo que lo caracterizaba.
—Casi festejamos con una salida al centro a comer okonomiyaki —continuó secundando a su amigo—. Nos cagaste la felicidad.
—¿Pueden dejar de ser tan mierdas? —murmuró sintiendo la cólera ajustándose entre sus sienes. Suna y Aran lo miraron como si le hubieran crecido dos cabezas.
—Lo dice el peor ser humano del mundo.
El rematador tenía un punto. Uno válido y bastante fuerte. Pero de todos modos iba a actuar ofendido. Porque en su cerebro, estaba justificado.
—¡¿No pueden dejarme en paz?! Los destrozamos.
—Bueno, si. En realidad, lo hubiéramos hecho sin ti.
—Así que técnicamente, bleh.
—Los odio.
—Si, si. También nosotros.
Y la amplia espalda de Aran Ojirou se alejó moviendo una mano hacia arriba y abajo, tratando de callar la catarata de improperios que seguramente saldrían de su boca. Y cuando dirigió su mirada a Suna para descargarla, el muchacho de pálida piel cual nieve de invierno había desaparecido para llevar el carro de los balones hasta el depósito. Hijos de puta.
Los alumnos recién ingresados en primer año estaban encargándose con animosidad de secar la duela regada en sudor gracias al partido de práctica que habían ganado por un amplio margen. Bebió con ganas de una botella hasta que necesitó tomar aire por la molestia que aún sentía, girando sobre los talones hasta encontrarse con el espejo de piel que era su hermano frente a él. El rostro impávido y con una toalla sobre sus hombros para contener la transpiración.
—¿Por qué tienes esa cara?
—No tengo ninguna cara.
—Llegaste al partido. ¿No deberías estar derrochando tu actitud de mierda como cuando ganas algo y de repente es solamente tu logro?
—Cállate de una vez, Samu.
—Por cierto, ¿le diste las gracias?
—¿Eh?
—¿Estás jodiéndome? A Yuuki. Me escribió para decirme que ella tomaba tu lugar para las tareas del salón. ¿Le diste las gracias?
El silencio que recorrió el gimnasio solo se veía interrumpido por el repiqueteo perdido de un balón, o el sonido seco de los trapeadores contra la madera. Fue por eso que Atsumu oyó su cerebro caer hasta los pies. Especialmente cuando otra imagen se solapó a esta. Una que aconteció hace tres años.
—Debe ser una joda —la voz de Kamae hizo que levantara una ceja oscura en plena molestia.
—¿A quien sobornaste?
—Mamá le cortó la mesada, no puede sobornar a nadie —y desde luego que la persona horrible que era su hermano salió a relucir. Por eso estalló como lo hizo.
—¡Dejen de hablar de mí como si no estuviera en el gimnasio!
—¿Acaso fue un examen fácil? Si fue como el mío, estuvo difícil.
—Atsumu, sabemos que eres una basura. Pero copiar es bajo incluso para tí.
—¡No me copié, imbéciles! ¡Denme ese examen! ¡Dejen de verlo como si fuera incapaz de sacarme buenas notas!
De un manotazo había tomado la hija corregida con una calificación que nunca creyó tener con solo un día de estudio. Era un milagro o un milagro más otro. Pero eso lo había dejado estar ahí, ahora. Rodeado de sus compañeros de equipo y evitando la mirada instigadora de su hermano. Porque mientras las voces le llegaban cada vez más como sumidas en un sueño de brumas, la ojos ojos ámbar de su hermano parecían perforarle el cráneo. Como si le recordara algo. Como si fuera una espina clavada en plena planta del pie. Una espinilla en el trasero. Un pensamiento en el fondo de su mente. Esa luz olvidada cuando salió de casa y nadie más la podía apagar.
Y la realidad lo golpeó en la cara, como un enorme puño con manopla de hierro encendido.
—Oh. Mierda.
Su voz sonó en el gimnasio vacío, siendo su hermano el único testigo de que esa maldición al aire existió. Los ojos ámbar giraron en hartazgo, poniéndose el bolso al hombro y girando sobre sus talones. Atsumu aún perdido en la epifanía de que tan basura de ser humano era.
—Si. Eres una mierda. Felicidades por el descubrimiento.
Y sus pasos lo llevaron a la salida.
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Serían cerca de las siete cuando el último guardó los trapeadores en el armario que se encontraba al fondo del salón, tras una puerta de metal casi escondida de la vista. Suspiró con fuerza, moviendo el cuello de lado a lado para aliviar sus hombros de la presión que la mala postura había provocado en ella. Solía limpiar en casa, pero su madre la relevaba a los pocos minutos porque era obvio que lo haría mal. Por eso le dió un vistazo al piso decentemente pulcro. Casi sintió orgullo de su obra.
¿Habría llegado a su partido? Le había enviado un mensaje a Osamu para avisarle que tomaría el lugar de su hermano, pero no recibió otra respuesta que un gracias y un pulgar arriba. ¡Ya recibir un emoji de Osamu Miya era algo fuera de lo común! Según sus amigas, recibir un mensaje de Osamu Miya era fuera de lo común.
La realidad, es que Yuuki se había preguntado toda la tarde solo una cosa: por qué. Por que le había ofrecido ayuda a alguien con quien se ignoró durante todo un año. Alguien que se vio obligada a tolerar de los doce a los quince, sentados lado a lado. Alguien que no agradecía los favores, no devolvía lo que pedía, y todo lo que escupiera de sus labios ponía de mal humor a cualquiera. Y la realidad, es que después de ese incidente, había prometido sacarlo de su mente.
Pero esa charla con Osamu antes de entrar a clase le dio a entender que este año era especial: el último de los chicos de tercero.
Sonrió llegando a su propio banco para ponerse el morral negro al hombro, preparando sus pasos para dirigirse a la salida. Tan sumida en sus pensamientos que no logró sentir el piso vibrando bajo ella. Como tampoco esperaba el rostro desencajado del muchacho de ojos ámbar que se le apareció como materializándose en el marco de la puerta corrediza. Contuvo el aliento del asombro, como a quien le estallan un globo en plena cara. Y así se sintió cuando Atsumu Miya habló.
—¡Ganamos! ¡No te debo nada! ¡Pero te acompañaré a tu casa!'—gritó con fuerza, escupiendo saliva y con el rostro desencajado como si estuviera furioso con algo. Y no estaba segura de con qué. Tampoco él—. ¡Vamos!
Había algo que todos tendrían que entender sobre Atsumu Miya, y era bastante simple cuando se analizaba un poco. El sujeto era un imbécil narcisista que nunca aceptaría nada que no hubiera pedido. Por eso, Yuuki ladeó la cabeza, conteniendo en su interior un ataque de risa tan grande que casi muere por tragar tanto aire. Asintió levemente, ajustando su morral al hombro.
