CAPÍTULO 4: Jumping the gun

Dicen que un atardecer de cálidos rojos y brillantes dorados es el escenario perfecto para una escena romántica. Esas que salen en las revistas. En las novelas. En los mangas shoujos que solía leer de niña. El momento indicado donde una confesión ocurre. Una reconciliación se da entre lágrimas de alegría y perdón. Cuando un reencuentro esperado desde los primeros capítulos parece inminente, provocando que te comas las uñas de la emoción.

—¡¿Por qué no me dijiste que estábamos yendo en la dirección equivocada?!

La voz de Atsumu sonó cuatro tonos más arriba de lo normal. Yuuki ladeó la cabeza sin dejar de ver su cabello. ¿Se había erizado? Si. Se había erizado. ¿Acaso era una especie de felin...?

—Intenté decírtelo, Miya-kun. Pero caminabas tan convencido que creí que tomarías un atajo.

—¡Es imposible para mi saber donde vives!

—¿Por qué no me preguntaste en lugar de caminar por tu cuenta?

—¡Callate!

La joven de cabello rojo levantó ambas manos como protegiéndose con un escudo invisible, conteniendo nuevamente y por octava vez ese día, la risa en su garganta. Como una enorme bola de aire que se quedaba entre sus dientes y se negaba a salir. Podría haberlo mandado a freír espárragos por tanto alboroto. ¡Pero esto era tan diverti...!

—¿¡Por aquí vamos bien!? —ella asintió. Volteó la cabeza manteniendo su dignidad intacta. Lo más que podía—. ¡Bien!

El silencio que reinó entre ambos solo parecía verse interrumpido por el sonido de unos pocos cuervos posados sobre los cables de luz cruzando la acera. La fresca brisa de verano en sus rostros. El sol reflejado en los mechones de su cabello como lenguas de fuego.

Atsumu mantenía su mirada al frente, tratando de no distraerse por ese resplandor infame. Era como un rayo potente reflejado en un espejo. Volteó el rostro al lado contrario justo antes de escucharla hablar.

—No es necesario que me acompañes todo el camino, Miya-kun.

—Ya dije que lo haría. ¿Qué? ¿Tienes que ir a otro lado?

—No me molesta en lo absoluto —habló. ¿Por qué se ofendía tan rápido?—. Es solo que... Bueno. No nos hablamos en todo un año y francamente no entiendo por qué...

—Tú fuiste la que me ofreció un cambio de turno para la limpieza. ¿No debería decir lo mismo?

—Ya te dije que Osamu-kun me comentó de su partido. Me pareció algo normal para hacer.

—Pues no. No es normal. ¿Que tienes que decir a eso?

¿Por qué actuaba como si hubiera hecho un jaque mate? Yuuki se encogió de hombros antes de contestar.

—¿Que soy una buena persona?

—Pues esta es tu recompensa.

Los ojos verdes pestañearon cuantas veces fue físicamente posible en dos segundos. ¿Que cara...?

—No te pedí nada a cambio. Lo sabías, ¿no?

—No fue implícito —le respondió sin dejar de ir a su ritmo. Tampoco notó que los pasos de la joven se habían aminorado—. Pero nadie hace nada gratis.

Y ahora si, lo notó. El eco de sus pies sobre la acera sonaron sin el eco más pequeño al que se había acostumbrado hace rato. Giró medio cuerpo unos metros por delante. ¿Por qué estaba mirándolo así? ¿Que había dicho? No registró nada malo en lo que acababa de decirle. Estaba acompañándola como agradecimiento. ¿Por qué...?

—Lo hice sin esperar nada a cambio. Si estás aquí, es porque quieres dar las gracias. Si piensas siquiera que te estoy obligando de forma tácita, puedes irte a tu casa.

Atsumu asumió luego que el dolor en los músculos de su rostro venía de la mano al haber intentado por todos los medios no mostrar demasiadas expresiones esa tarde. Sobre todo cuando una chica le decía en plena cara que se fuera al diablo. Y desde luego que supo mucho tiempo después que ella jamás quiso decir eso. Que nunca lo mandó al demonio. Que para nada utilizó las palabras imbécil/cara de feo/grandísimo animal para dirigirse a él. Que la chica frente a sí no lo había ofendido de ninguna forma. Pero en su mente, ciertamente, había sonado lo suficientemente agresivo como para que él reaccionara como lo hizo.

—¡Pues adiós!

Y lo último que la chica de cabello rojo vio de Atsumu Miya fue su amplia espalda desaparecer a contraluz a la velocidad de un trote violento. Como si escapara de un perro con filosos dientes, hasta que sus pasos no volvieron a retumbar en el suelo. Volteó la cabeza al lado contrario. Su casa estaba a dos calles. Nunca se lo pudo decir tampoco. Se encogió de hombros antes de continuar su camino. Imbécil no era precisamente la primera palabra en su mente para definirlo. O quizá, sí.

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Osamu Miya estaba vacunado contra su hermano. Si, vacunado. Era como si, desde niño, hubiera desarrollado anticuerpos para poder tolerar sus ataques de ira y divismo. Pero desde luego, a veces no podía con la presión de ser el destinatario de casi todos sus berrinches, y así reaccionaba: replicando cada uno de sus movimientos hasta que estaban trenzados en el suelo a golpes limpios, con su madre arrojándoles una cubeta de agua como si se tratara de un par de perros callejeros.

Era algo tan normal para ambos que siempre, luego de una batalla campal, terminaban odiándose por unas horas, hasta que decidían jugar al Winning Eleven y olvidar que todo habia pasado. Hasta el día siguiente.

Por eso, por el conocimiento que tenía de su hermano, fue que Osamu entornó los ojos mientras terminaba de tragar una cucharada de pudín. Sentado en la litera superior, con las largas piernas cruzadas, contó hasta cinco mientras aguardaba a que la furia personalizada por Atsumu entrara por la puerta. Y así fue, exactamente.

—¡¿Quién se cree?! —bramó embravecido. Arrojó el bolso deportivo contra la silla de madera que usaban de depósito de ropa semiusada —. ¿Quien carajo se piensa que es? ¡Grandísima estúpida!

—¿A quien molestaste ahora?

—¡¿Que significa eso?!

—Si estás enfadado con alguien, es porque te mandaron a la mierda. Y para eso, tienes que haber abierto la boca.

—¡No hice nada! ¡Siempre piensas lo peor de mi! ¿Que clase de hermano eres?

—Uno que lamentablemente te conoce —dijo esquivando un adorno bastante duro corriendo el rostro de su trayectoria. Su hermano siguió insultando por lo bajo antes de que pudiera continuar—. ¿Vas a decirme que te pasa?

—¡Tu amiga! ¡Eso me pasa!

—¿Que le hiciste ahora? ¿Te ayuda y encima la tratas mal? Eres una basura, pero te superas día a día.

—¡No le hice nada! ¡Me llamó imbécil, feo e insoportable!

—Suponiendo que te haya llamado todas esas cosas, no estaba equivocada en nada —y un libro de gruesa tapa casi le arranca la mitad de la cara—. Y realmente dudo que Yuuki-san te haya hecho eso. Se ofreció a ayudarte, no tiene sentido que te insulte. ¿Que mierda le hiciste?

Atsumu tragó con fuerza, como si su saliva estuviera cargada de odio. Se quitó la corbata del uniforme como si se tratara de una soga al cuello y se arrojó de lleno en la cama hecha. Bufó en la almohada antes de contestarle, sin levantar un ápice la nariz.

—Le pregunté que ganaba con esto.

—¿Que ganaba con qué?

—Con ayudarme. Que esperaba que hiciera.

—¿Cuestionaste los motivos de ayuda a una persona que te la ofreció? —la falta de respuesta llenó los espacios en blanco —. Te superaste. Eres una real mierda.

El golpe en la frente de Atsumu hizo que el dolor vibrara en todo su cuerpo y la cama temblara, porque el encuentro de su cabeza con la madera de la litera superior fue casi para documentarlo en digital. Se cubrió con una mano gritando improperios e intentando trepar por el lateral para golpear a su hermano, mientras el otro se defendía a puras patadas de pies descalzos.

La cubeta de agua helada de su madre volvió a separarlos. El grito de que ninguno de los dos iba a cenar, también. Pocas veces Osamu odio tanto a su hermano como esa noche, y se lo hizo saber a cada minuto hasta que el muchacho de cabello platinado quedó dormido con el estómago doliendo y la necesidad de llorar a flor de piel. Atsumu, en la cama inferior, no podía conciliar el sueño. Su mente estaba demasiado ocupada poniéndole motes a una persona que dejó de mirar durante más de un año por... ¿Eh? ¿Qué cara...?

Atsumu recordaba muchas cosas de Yuuki Komimura estando en secundaria baja. Quizá más de las que hubiera admitido estando un poco más despierto y menos ofendido. El momento en que la vio, su cabello despeinado y la cantidad descomunal de pálidas marcas circulares en su rostro fueron lo que primero saltaron a su mente. Y es que su madre le había enseñado un truco para comportarse como un ser productivo en sociedad y evitar que lo mataran: siempre que quisiera decir algo, debía detenerse, pensar lo que quería expresar, y hablar exactamente lo opuesto.

Recordó entonces que su garganta quemaba, como si una bola incandescente naciera desde sus entrañas y subiera por su tracto. Como si pudiera escuchar la voz anulada de su conciencia (la que sonaba exactamente igual que su madre) rogándole que cerrara el pico y no dijera nada. Pero lo hizo. Y su respuesta fue lo que provocó el inicio de esa guerra que duró tres años.

Pelirroja infame. Llamarlo don nadie. Llamarlo... ¿Cómo solía llamarlo? No. ¡Ahora lo recordaba! ¡Ella nunca lo llamaba con nombres! ¡No lo llamaba! ¡En lo absoluto! Yuuki Komimura lo ignoraba en toda regla. Sentándose a su lado cada mañana y sin siquiera voltearse. Hablando con otros, pero no con él. Como si fuera un enorme hoyo negro que chupaba el sonido.

Qué crueldad. ¿Por qué le hacía eso? Sí, solía ser una persona odiada por todos, pero cuando alguien lo odiaba generalmente lo sabía. Y claro que no le importaba. ¿Por qué ahora estaba recordando esta basu...? Y entonces, apareció frente a sus ojos. Como un amanecer forzado. Como sus llaves cuando las perdía y alguien más las hallaba. La razón por la que ella lo ignoraba no era gratuita.

Hija de la...

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Era agradable llegar temprano a clases de vez en cuando: las calles estaban vacías. Podía caminar aún con el fresco de la mañana aunque fuese a hacer calor. Llegar apenas abrieran las puertas y sentarse a dibujar en el salón totalmente en silencio, justo cuando los rayos del sol parecían dibujar siluetas entre las copas de los árboles en la ventana. Por eso siempre, aunque fuera el día libre del Club, llevaba su cuaderno de bocetos con ella. Para retratar en papel grueso y carbonilla lo que veía a primera hora, como una fotografía hecha a mano de sus sentimientos. Esos que se vieron interrumpidos por un golpe sordo en la madera de su banco. Fuerte, seguro, persistente.

—¿E-eh?

Trató de coordinar sus pensamientos levantando la cabeza de golpe, y ahí estaba. Alto, enorme, imponente. Con esa cara de desagrado y unas ojeras tan marcadas que ni con corrector hubiera sido posible ocultarlas. El mismo zoquete que la dejó de pie en la calle, yéndose a trote como un niño ofuscado. El cabello rubio brillando al sol y los ojos miel fijos en la ventana que ella misma había estado observando mientras sus dedos se cubrían de carbón negro.

Bajó la vista confundida, llegando justo cuando Atsumu quitó la mano de la madera lustrada, develando una enorme barra de chocolate blanco y almendras. ¿Qué...?

Y la luz se hizo más potente en sus ojos. Porque el alto muchacho caminó los metros que quedaban hasta su propio lugar, casi al fondo del salón. Y quitándose el bolso de los hombros, se sentó dejándose caer como un enorme costal de papas, dirigiendo la mirada hacia la ventana y recargando el rostro sobre su palma.

¿Qué carajo? ¿Era real? ¿Lo que acababa de pasar era real? ¿La barra de chocolate blanco y almendras en su mesa era real? Yuuki bajó la vista nuevamente, corriendo el paquete cerrado con un dedo para corroborar que no era un espejismo. Ni una bomba. Ni nada que pudiera herirla. No. Era real. Solo una barra de chocolate.

La joven de cabello rojo conocía al menor de los Miya hace más tiempo del que le gustaría, le hablara o no. Porque la realidad, era que aún cuando sus interacciones eran reducidas y siempre terminaban en él insultando y ella ignorando hasta sus bolas, era imposible no conocerlo. Porque Atsumu Miya podía ser muchas cosas. Pero alguien que se disculpara no era una de ellas. Y eso, en idioma imbécil, era una disculpa. Quizá por eso volteó el rostro hacia él, sin soltar su cuaderno. Y entonces, habló.

—Si necesitas que te cubra de nuevo, puedo hacerlo.

Los ojos de Atsumu se focalizaron en ella aún con el ceño fruncido. Manteniéndose la mirada como una lucha personal en medio del salón vacío. El sol de la mañana dibujando ondas sobre los bancos de madera y las voces aquellos que comenzaban a llegar a clases.

—Si —respondió seco.

Y el día comenzó.