CAPÍTULO 5: Holding my tongue

Los niños son crueles. No debería ser así. No hay motivos reales para que un infante trate con crueldad a otro, ni siquiera por tomar como mal ejemplo a sus padres o hermanos. Un niño no debería señalar a otro por diferencias físicas o burlarse por no correr rápido. Reírse porque algo no le salga y llamarlo estúpido. No, claro que no. Pero lo son.

Los niños son crueles cuando ven algo distinto. Algo que sale de lo que a su corta edad consideran parámetros normales. Algo que les llama la atención. Incluso algo que consideran lindo, pero al no tenerlo, lo desprecian por envidia. Sentimientos que por su tierna edad podrían ser entendibles, pero nunca justificables.

Los niños son crueles. Porque quizá podían tolerar algunas pocas pecas en el rostro sin espantarse o señalar sus facciones como si se tratara de un extraterrestre de cabello rojo. Podían tolerar que se esparcieran por el puente de su nariz y hasta por las mejillas tan pálidas que las resaltaban más aún. Pero cuando se desparramaban por cada parte de su cuerpo cubriendolo como una enorme galaxia de puntos inconexos, ya era algo totalmente distinto.

Yuuki Komimura las odiaba. No, no a los niños que la miraban como si fuera un unicornio. Sino a esas marcas que parecían jugar a ver como cubrir más su piel. No había maquillaje que las disimulara. Y aunque existiera, no podía usarlo. Parece que por alguna regla de adultos sin problemas mayores, los raros estaban condenados a tener que sufrir las diferencias. Pero, hey. Sobrevivió.

Por eso, sus momentos a solas con esos cuadernos de hojas gruesas eran tan importantes para ella. Era el escape perfecto a las burlas, hasta que ya no las oía. Hasta que en su último año de escuela primaria, ya no la molestaban y hasta recibió unas pocas disculpas por haber sido tan idiotas. Todo estaba bien. Todo estaba normal. ¡Su historia como estudiante de secundaria baja en Yako comenzaría al día siguiente! Todo iba a cambiar. Iba a ser mejor. Todo estaba bien.

Después de ver el sorteo de asientos y saber que su lugar por el próximo año sería junto a un tal Atsumu Miya.

«¿Pecas? ¿Es eso legal?»

Fue la primera frase que escuchó al ingresar al salón de clases. De la boca de quien sería su compañero durante todo ese año.

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«NO NECESITAMOS RECUERDOS»

El estandarte de Inarizaki siempre le había dado escalofríos. De esos que recorrían su espina desde el comienzo hasta el final. Se sentía tan identificado con él que por momentos consideraba su ingreso al colegio como algo más que coincidencia y obsesión por Oujiro Aran. Y es que junto a Osamu, lo habían perseguido como dos cachorros de zorro a su madre cuando supieron a qué preparatoria iba a ingresar. Aran recordaba ese día como aquel en el que blasfemió más fuerte en toda su vida. Poético.

Cuando los gemelos Miya entraron al equipo, ya se habían teñido el cabello. Según ellos, para no causar alboroto y que no los confundieran si jugaban al mismo tiempo. No les llevó demasiado tiempo reconocerlos como el parco y el insoportable por separado. Podrían distinguirlos aunque se vistieran exactamente iguales solo por como se paraban uno frente a otro.

Así, cuando Atsumu comenzó a entrenar, pronto salió de la planta de suplentes y ganó su titularidad. Su talento había aplastado a cualquiera que quisiera el puesto. Y la lucha contra el monstruo de Inarizaki comenzó: porque el mocoso irreverente que tomó el mando como armador del equipo y su reino de horror comenzó. Era el mayor hijo de puta de la existencia, con un talento nato y único. Cada colocación realizada era perfecta de golpear y parecía hacer que los rematadores saltaran más y más alto. Los hacía bailar a su ritmo como un titiritero maquiavélico y perfectamente coordinado. Y quizá ese fuera el único motivo por el cual no lo habían matado y desechado su cuerpo en el río de Osaka. Eso, y porque alguien más parecía ver que bajo esa enorme montaña de estiércol había algo digno de rescatar en humanidad. Y ese, para todos, era Shinsuke Kita.

—Estás bastante animado hoy.

El capitán volteó medio cuerpo hacia el origen del sonido que parecía dirigirse a él. Oujiro Aran estaba de pie a unos pocos metros suyo, acercándose con una sonrisa en sus gruesos labios. Una toalla blanca sobre los hombros. Kita le devolvió la expresión con facilidad. La botella entre sus dedos sudorosos transmitía algo de frescura en el gimnasio agobiado de calor vaporoso.

—Todos lo están —dijo. Su vista fija en los gemelos que sin ofrecerle otro espectáculo, estaban golpeandose con toallas húmedas en sudor—. En especial ellos.

—Me gustaría que entrenaran estando dormidos. Serían un poco menos molestos.

—Dices eso ahora, Aran. Pero luego del torneo de primavera vas a extrañarlos más que nadie.

¡Nunca!

—Gritar no te hace menos equivocado.

—Tu lógica me da escalofríos. Lo sabes, ¿verdad?

Kita echó a reír. Hacía tiempo que había demostrado no ser un robot con el interruptor ajustado en amable. Sin embargo, Aran siempre parecía sorprenderse por la calidez que desprendía pese al tono helado de su voz.

—También vas a extrañarme. Estoy seguro —respondió, jurando que Aran estaba sonrojándose bajo su piel morena. Y entonces, su vista volvió a fijarse en los gemelos.

«NO NECESITAMOS RECUERDOS»

Honestamente, Kita no era un fanático de esa frase. No es como si el camino siempre tuviera que correr en una dirección dirigida hacia delante. Enfrentar desafíos y ser temerarios son cosas totalmente diferentes. Pero mientras sus ojos se mantenían fijos en los gemelos, gritándose y haciendo alboroto que alteraba a todo el equipo, no podía dejar de pensar en algo simple: no esperaba que chicos como ellos lo entendieran. Ni siquiera que supieran la diferencia entre los dos conceptos. Pero debía admitirlo: viéndolos jugar, su corazón también se prendía fuego.

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—¿Qué te pasó en las manos?

Los pasos de Atsumu sonaban más fuertes que los suyos contra la acera, arrastrando ligeramente las suelas de sus zapatos. El sol de la tarde teñía de tonos rojizos cada uno de los reflejos en las ventanas de casas bajas. El viento de verano contra el rostro.

—¿Eh? ¿Qué tienen?

—Parece que te golpeaste los dedos contra algo. ¿Por qué están negros?

—No me golpeé contra nada. Es carbonilla. No siempre sale en un día de lavados.

—Tal vez no intentaste lo suficiente.

—¿Cómo haces para que una fase normal suene a insulto?

—¡No te estoy insultando! ¿Siempre piensas lo peor de la gente, acaso?

—No. Solo de ti.

Diez días. Diez días habían tardado en llegar a un nivel de entendimiento en el que Atsumu no se diera media vuelta ofendido y casi la abandonara nuevamente. Diez días y cuatro barras de chocolate en forma de disculpas que la joven había compartido con Osamu en un receso para explicarle como a partir de ese instante, Atsumu la acompañaría cada día para compensar los tres días semanales que lo reemplazaba en las tareas del salón dos.

¿Que si Osamu no le advirtió lo que podía pasar? Si. Claro que si. Que compartir tiempo con el infradotado emocional que en realidad era su hermano era un viaje de ida, y que no podría ayudarla una vez que terminara en la correccional por asesinarlo. Y entonces, siguió comiendo de la enorme barra de chocolate.

—¡No digas cosas horribles en un tono tan pacífico! ¡Das miedo!

—Es exactamente lo mismo que haces tu y lo sabes, ¿cierto?

—¡Cállate!

Yuuki contuvo la risa con el reverso de su mano, desviando la vista hacia los autos que pasaban en la calle poco concurrida. Respiró profundo antes de continuar hablando.

—¿Cómo van las prácticas? Osamu-kun dijo que en dos semanas comienzan los nacionales. Creí que tendrían doble entrenamiento en estas fechas.

—Entrenamiento matutino a partir de la semana que viene. Vamos a morir. Kita quiere eso, estoy seguro.

—Dudo que tu capitán quiera que su equipo muera. Al menos no antes de un campeonato.

—No conoces al capitán Kita. Es especial.

—Seguro que si. La mitad del salón que no está persiguiéndote a ti, lo hace con él. Parece muy agradable.

¿Agradable? Agradable no era ni el comienzo de una frase para describir a Shinsuke Kita. El sujeto era perfecto. El mejor capitán que Inarizaki podía pedir. Consciente de sus puntos fuertes y más aún de sus debilidades. Sincero, fuerte, fraternal. Atsumu nunca olvidaría aquel resfriado de diciembre que trató de ocultar yendo a entrenar de todos modos. Nunca dejó de ver la bolsa llena de vitaminas y jugos en el vestuario. Siempre negaría las lágrimas provocadas por esos ninjas cortadores de cebolla, y desde luego que había guardado la carta que le dio. Pero nunca nadie la vería. Sobre su cadáver. Jamás. Kita era el mejor sujeto que había conocido.

—Es un buen tipo —respondió. La vista ámbar en el camino. No por mucho, de todos modos.

Hacía quince días que esa rutina se repetía, aún cuando ella le dijo varias veces que no era necesario. Pero ahí estaba. Según las voces en su cabeza, porque no iba a dejar que ella le ganara en ser buena persona. Porque de eso se trataba en el fondo, ¿verdad? De devolver el favor y no dejarse ganar en eso de hacer cosas desinteresadamente. Porque no tenía nada que ver el hecho de que la pelirroja tuviera una especie de fanatismo extraño con todo lo que tuviera que ver con dragones y espadas y magos. Nada que ver con esa vez que tuvo que tragarse su grito de asombro cuando hizo un dibujo de robots peleando contra elfos. Ni que sus carcajadas, lejos de ser sonidos agudos y delicados, se asemejaran a un velocirraptor atorándose con trozo de hueso. Nada de eso tenía que ver en que casi disfrutara esas caminatas vespertinas. Casi. ¡Casi!

—¡Aguarda!

No. Ni siquiera sus gritos eran agudos. Eran como un ladrido de perro grande. De esos que inspiran respeto más que irritación. Pero claro que de todos modos se iba a irritar.

—¡No grites así! ¿Por qué te detuv...?

—¡No te muevas! Los vas a asustar.

¿Él iba a asustarlos? ¿Ella había gritado en plena calle y él iba a asustarlos? Además de todo...

—¿Asustar a quién?

—Los zorros.

¿Zorros? ¿En plena ciudad? ¿Estaba drogada con jugo de frutas? ¿Cómo mierda iba a encontrar zorros salvajes en plena ciudad de Hyogo? Eso no iba a ser pos...

Rayos, era cierto...

Y lo era. Porque a menos de diez metros de distancia y en la entrada del templo Nofukuji, habían dos zorros pequeños de pelaje casi cobrizo. El pelaje de verano parecía pomposo, casi como si se tratara de conejos. Acostados justo a los pies del enorme Buda de mica y roca que se erguía en plena entrada.

¿¡Qué hacían ahí!? ¿Por qué...?

—¿Los estás dibujando? —preguntó respondiéndose a si mismo con la evidencia visual.

Yuuki estaba de cuclillas en la calle. El morral arrojado a un lado, abierto sin darse cuenta de la cantidad de útiles que dispersó en la acera y estaba seguro de que no lo notaba ahí. Porque sus ojos verdes despedían una luz sombría de pura concentración sin siquiera mirar lo que la carbonilla trazaba en la hoja ya no en blanco.

Atsumu alternó miradas por turnos. Porque notar a los pequeños zorros había sido raro. No tan raro como encontrar un unicornio o que su hermano no tuviera hambre. Solo raro. Pero, por algún motivo, notar en tiempo real como sus dedos se manchaban sin ningún reparo lo hizo darse cuenta de algo. Insignificante, pero algo: eso era esfuerzo. No estaba saltando con todas sus fuerzas en una duela de voleibol. No estaba buscando un toque imposible arrojándose al suelo. Pero sí había olvidado todo cuando notó algo anómalo y ahora era una representación perfecta sobre una hoja terminada. Casi al tiempo en que una bocina de camión ahuyentó a los pequeños animales hacia el bosque del templo tras el Buda de roca.

—¡Rayos! Casi terminaba —la oyó lamentarse mientras se ponía de pie y le mostraba su obra a mano alzada. Los dedos totalmente cubiertos de carbonilla negra. Ahora también en su rostro.

—Puedes completarlo en casa. Unos robots quedarían bien en el fondo.

Yuuki rió. Esta vez, casi le pareció una especie de campanada. Mitad velociraptor. Mitad campanada.

—¡Claro que no! ¡Un hipogrifo quedaría mucho mejor!

Si. Estaba totalmente...

—Estas totalmente loca.

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Shinsuke Kita era un muchacho criado a la antigua. De esos que las madres quieren como novios de sus hijas. De esos en cuales los padres confían porque son más inofensivos que una una mosca. El muchacho de ojos oscuros y curioso cabello bicolor era el muchacho perfecto. El novio ideal. El mejor amigo que quieres tener desde la infancia. El capitán que todos respetan. Ese, para todos, era Shinsuke Kita.

A solo una semana del campeonato nacional, el joven había llegado primero que nadie al gimnasio donde entrenaba el equipo de vóley. Como siempre, solía preparar él mismo los balones para que los chicos de primero pudieran pulirse el mayor tiempo posible sin necesidad de perder el tiempo en pequeñeces. Y no, nadie lo obligaba a hacerlo: nacía de sus entrañas, porque en palabras de Ojirou Aran, era la madre del equipo.

Ese instinto casi protector hacia sus compañeros no venía gratis. Porque según sus propias creencias, siempre alguien estaba cuidando de tí. Por eso, y pese a que sus subordinados pudieran ser un ejército de imbéciles, siempre estaba ahí para ellos. Y en su caso, quien tenía su espalda y soportaba su peso, era su amada abuela. La misma que lo perseguía con sus deseos de matrimonio, era quien le había enseñado a cuidar a otros. Kita era Kita por el amor de alguien más que cuidó de él. Algo tan asumido como su rutina de prepararlo todo para el entrenamiento matutino, a una semana del campeonato nacional. Su último campeonato nacional.

—¿Qué? —la voz de Kintarou Suna llegó a sus oídos como el sonido de una ola calma. Como su carácter fuera de una duela de vóley—. ¿Alguien está ayudando a tu hermano por voluntad propia?

—Si —oyó responder a Osamu. Eran como dos gotas de agua sin verles el rostro.

—¿La pelirroja del salón dos?

—Si.

—¿A tu hermano?

—Si.

—¿Ayudarlo?

—Si.

—¿Voluntariamente?

—Ajá.

—No lo creo. Debe estar amenazándola. Si me das permiso, iré a preguntarle en código si necesita ayuda. Quizá esté extorsionándola con su mascota.

—No —respondió cauto. El rostro impávido como si no estuviera riendo por dentro—. La habría oído en casa. No trajo nada.

La seriedad con la que discutían algo tan irrisorio podría pasar por una secuencia de comedia manzai. Pero a medida que Kita iba uniendo cabos por su cuenta, el mapa se creaba en su cabeza como puntos unidos por un hilo rojo. Porque sabía que Atsumu había sido tan bobo de no pedir a tiempo el cambio de turno, ni presentar los permisos del Club para cambiar sus actividades en el salón. Se había preparado mentalmente para darle un escarmiento verbal digno de su lógica helada. Y de repente, Atsumu se apareció en las prácticas, como si nada hubiera pasado. Ganaron cada partido que tuvieron. Ajustaron sus tiempos. Cada pequeño detalle que los había llevado hasta ese instante.

Ahora, entendía por qué. Alguien había hecho lo impensable: ayudarlo. Alguien había tomado su lugar en la lista para limpiar el salón tres veces por semana. Y quien fuera esa persona, había salvado el trasero de su hijo idiota. En la lógica de Kita, debía agradecerle.

Yuuki Komimura, escuchó nombrar. Bueno. Debía recordar ese nombre.