CAPÍTULO 6: I'd never ask you to forgive me
Si había algo que la chica de cabello rojo tenía en claro para su segundo año de secundaria baja, era que no podía ignorar la presencia de Atsumu Miya. Era como ignorar al Sol en un día despejado de verano. Ladridos en el parque. Gritos en una fiesta infantil. Al sujeto que por haber perdido el día anterior en un partido, tenía el rostro de un condenado a muerte queriendo matar a otro condenado a muerte. Y ese sentimiento parecía emanar de su enorme cuerpo como un aura oscura que quitaba la luz a lo que pasara por su lado.
Probablemente y en otras circunstancias, el estado anímico de su compañero de banco le hubiese importado un comino. Pero cuando estaban obligados a trabajar juntos para aprobar una materia en parejas, debía actuar por su cuenta para revertir la situación. O ese desaprobado se vería horrendo en su currícula. Quizá por eso sacó una caja de galletas de su morral, extendiéndoselo mientras estaban sentados uno frente a otro en la biblioteca de la secundaria Yako. El silencio rodeándolos como pidiendo respeto para los libros extendidos en anaqueles de madera.
—¿Quieres? —preguntó con el rostro serio. Los ojos verdes casi buscando los suyos.
Atsumu no veía nada frente a sí que no fuera negro. Como si el sonido traspasara el aire pesado cortado a cuchillo lleno de óxido. El rostro descansando en una de sus enormes manos. El sol sacando reflejos casi morados de su cabello oscuro.
—No.
—No almorzaste hoy. ¿Seguro no quieres?
—¿Por qué te importa tanto? —claro que sabía que estaba contestando mal. Hasta él tenía en claro cuando actuaba por su propio carácter y cuando simplemente era un desgraciado. Como ahora. Sin embargo, ninguno de los dos cambió la expresión de sus rostros.
—No me importa —respondió sacando una galleta alargada cubierta en fresa. Habló nuevamente antes de morderla de costado. Siempre la vista en alto—. Pero me gustaría que no te desmayaras ahora. Tenemos trabajo que hacer.
Atsumu recibió sus palabras como bofetadas en pleno rostro. ¿Le estaba queriendo decir que era una carga? ¿Era joda? ¿Él? ¿Una puta carga?
—¿Me llamaste carga?
—No te llamé carga. Dije que si tienes el ánimo por el suelo y sobre eso decides no comer porque estás deprimido, entonces no podrás hacer otras cosas. O las mismas. Necesitas comer para tener energías y jugar, ¿o no?
Claro que si. Pero de todos modos.
—¡No tienes idea de lo que estás hablando!
—Desde luego que no. No entiendo nada de vóley —se sinceró con el rostro impávido. Y eso no hacía más que ponerlo peor. Sin embargo, las siguientes palabras lo dejaron seco —. Pero sé que eres parte esencial del equipo, y si no te alimentas bien no ayuda a tu próximo encuentro.
Atsumu recibió sus palabras como bofetadas en pleno rostro. Nuevamente.
Pero tomó una galleta de chocolate con gesto rápido. Y otra. Y otra.
Siguieron trabajando en silencio durante toda la tarde.
Yako ganó su próximo encuentro. Y el siguiente. Y el siguiente.
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Atsumu no tenía demasiado en claro en momento en el que Yuuki comenzó a llamarlo por su nombre. Miya-kun, era la denominación que había escuchado de su boca desde el inicio de los tiempos. Por eso, cuando Atsumu brotó en su voz se sintió como una punzada en el pecho. No de esas que sientes cuando algo te asusta. Sino de esas que parecen despertarte. Como un ninja pateándote el esternón, pensó.
Pues bien, él también podía hacerlo: y llamarla Yuuki resultó tan natural como cómodo. Komimura ya sonaba obsoleto. Es decir, la chica le había contado un sueño donde tenía poderes y sus uñas de adamantium no le permitían dibujar bien, por lo que despertaba llorando. No puedes llamar formalmente a alguien que se desespera contándote eso. No cuando notaba que, pese a que la pelirroja hablaba con sus amigas con una enorme sonrisa en los labios durante los recesos, no parecía estar contándoles nada parecido. Al menos eso parecía desde la ventana del pasillo en primer piso, como si estuviera en un palco privado y observara en primera fila la interacción de sus compañeras de salón. Como si no hiciera falta ser más disimulado.
—Vas a gastarla si sigues viéndola tan fijo.
No hubo forma delicada de reaccionar a la voz de Osamu sonando baja y grave cerca de su oído. Por eso gritó muy agudo, girando el enorme cuerpo estando en el aire y tratando de golpear a su hermano con la mano libre.
—¡¿Qué mierda haces?!
—Quitate de la ventana
—¡¿Qué?!
—Está mirando hacia acá.
¿Por qué se estaba alejando de la ventana? No lo sabía. Pero por un segundo, su corazón bombeó más sangre de la que debería a su rostro y las ganas de golpear a su hermano se triplicaron. Esas tres semanas habían estado llenas de punzadas en el pecho y malos humores esporádicos de dudosa procedencia. Solo cuando notó que la pelirroja dejaba de ver al lugar de donde provenía su propia voz, volvió a relajar los hombros.
—¿Que carajo quieres, Samu? ¿Terminaste de comer y necesitas joderme para digerir?
—No quiero nada, estúpido. Kita-sempai va a quitar el entrenamiento del sábado.
—¿Eh? ¿Se rindió o algo?
Osamu lo miró con el rostro calmo y unas potentes ganas de arrancarle el cráneo. Ladeó la cabeza varias veces antes de contestarle.
—Kita-sempai dijo que necesitamos descansar para estar en óptimas condiciones para el lunes. No quiere que nos sobre exijamos. Y particularmente que tu te lastimes por imbécil.
—¡Eso lo agregaste tu!
—Técnicamente.
Las carcajadas claras de las chicas en el jardín externo del colegio los obligaron a volver a mirar por el enorme ventanal. El sol del mediodía dando fuerte desde su cenit. Sin esperar respuesta de Atsumu, el muchacho de cabello gris volvió a fonar.
—Parece que se llevan mejor. Aún no te destrozó la cara a bofetadas. Bien por ti.
—¿Por qué habría de lastimarme? Soy un encanto.
—No lo eres —respondió con rapidez—. En especial con ella.
—¿De qué hablas? La acompañó todas las tardes a su casa y ella me cubre después de clase cuando lo necesito. Tenemos un buen trato.
—¿Estas de joda? ¿No recuerdas nada?
—¿Recordar que...?
Y entonces, los gritos ocurrieron. Agudos, potentes, insoportables. Alternados con respiraciones secas que quedaron atoradas en las gargantas de las chicas que se agolparon sobre el césped y justo bajo la sombra del enorme nogal que adornaba el enorme patio exterior de la preparatoria Inarizaki.
Y los hermanos Miya quedaron quietos en su lugar, con los brazos caídos y tantas preguntas en sus mentes como podían agolparse en un minuto. Porque por un instante insignificante creyeron que estaban gritando por ellos, como en cada partido desde que ingresaron en primer año. Como muchas de las chicas que parecían seguirlos con la mirada y descargaban su timidez en aullidos durante un partido. Pero ninguna de ellas veía hacia arriba. No había un solo rostro femenino dirigido a los gemelos. Porque quien estaba caminando sobre el césped y frenando sus pasos frente a la pelirroja era Shinsuke Kita.
Tres segundos. Fueron tres segundos de silencio hasta que el capitán del equipo de vóley sonrió y con un gesto suave y sereno, pareció pedirle que lo acompañara. Y las figuras de ambos desaparecieron al llegar a la galería de la planta baja.
Silencio.
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Shinsuke Kita era un nombre conocido en todo Inarizaki. El Príncipe que todas querían. El chico ideal. Y según las referencias de Osamu Miya en confidencia comiendo galletas, la madre del equipo. Esa definición siempre la hacía estallar de risa. Cómo podía decir algo como eso y tragarse un trozo de comida sin pestañear era algo digno de un aplauso. Pero solo con esa frase, podía comprender que tan importante era Kita para el equipo. Sobre todo cuando Atsumu comenzó a nombrarlo en sus muchas vueltas a casa.
Y es que el muchacho de cabello rubio parecía una versión masculina de una chica enamorada de su amor platónico. Porque esa sonrisa en sus labios solo aparecía cuando hablaba de él. Cuando le contaba que lo había felicitado por un buen pase. O porque le había llamado la atención injustamente. Todo era igual. Kita escapaba a todo lo que Atsumu Miya pudiera considerar malo. Era una luz para él.
Pues bien. Ahí estaba. Frente a ella y con una sonrisa delicada en el rostro pálido.
—Siento mucho infortunarte, Komimura-san —lo oyó decir. Una voz tan clara como calma. Como si estuviera entablando una conversación con un tipo mucho mayor que él—. Recién ahora me doy cuenta de que estabas hablando con tus amigas. Creo que debí esperar a que estuvieras sola.
—A-ah... —¿qué...?—. No. No hay problema.
—¿Seguro? Que alivio. Vine para agradecerte algo, pero temí causarte un problema en su lugar.
¿Por qué su rostro ahora parecía el de un niño? Porque esa sonrisa se había ampliado como cuando le dices a un infante que vas a regalarle algo. Y por un instante, trató de recordar la secuencia que la llevó a la entrada de la galería, justo entre la máquina expendedora de jugos y las escaleras que llevaban al primer piso. Rememorar que lo vio llegar como, estaba segura, las niñas ven a un príncipe. Que le pidió con voz calma que le concediera un minuto y sin pensarlo estaban caminando lado a lado. Y ahora, ahí estaba. Frente a ella y con una sonrisa delicada en el rostro pálido.
—N-no me puedes causar un problema solo por hablar. E-eh...Lo siento, Kita-sempai. ¿Q-que...? —¿Qué necesitas? ¿Pasó algo? ¿Qué ocurre?, quiso preguntar. Preguntar lo que sea, menos seguir tartamudeando medias palabras y trabándose en monosílabos como una niña que aprende a hablar.
—Cierto —murmuró. Y su mano derecha se extendió frente a ella con la palma abierta hacia arriba. La misma sonrisa en su rostro—. Quería darte esto.
¿Eh?
¡¿Eh?!
—¿Qu-que...?
Un omamori. Más pequeño que la palma de su mano y en brillante rojo. La inscripción bordada en dorado y detalles en púrpura. Casi la combinación que su rostro empezaba a mostrar, adivinándola sin necesidad de un espejo.
Yakuyoke. Alejar todo mal. Eso pudo leer en la inscripción colorida mientras sus manos lo tomaban e intentaba controlar el calor de su propio rostro.
—Lo que hiciste por Atsumu fue muy noble. Te lo agradezco mucho.
—¿Lo que hice por...?
—No me mal interpretes. Escuché a Osamu comentar que te quedaste durante semanas trabajando en tu salón en lugar de Atsumu. Gracias a eso, el cabeza de alcornoque llegó a los partidos y ganamos. Es una parte esencial del equipo y aunque no me guste que no cumpla con sus obligaciones con la escuela, la verdad es que lo necesitamos.
Dios. Eso fue lo más maternal que le había escuchado decir a un muchacho de dieciocho años. Jamás en la vida.
—N-no tienes que agradecerme. Es decir, él...
—Lo más seguro es que ese bobo no te haya agradecido él mismo.
¿No lo había hecho? No. Claro que no. No es que esperaba un agradecimiento de su parte. Pero no. Kita rió con fuerza ante lo que supo luego, era la expresión de alguien que busca algo en el fondo de un estante revolviendo entre paquetes que entorpecen la vista. Solo entonces, volvió a hablarle.
—Es un tarado, pero buen chico en el fondo. Muy en el fondo. Espero que nos apoyes a partir de ahora.
La voz de Kita le llegaba lejana. Como si lo que estaba viendo en primera persona ocurriese fuera de su cuerpo. Y es que nunca antes nada como esto le había pasado. Y en eso pensaba mientras lo veía alejarse, con la ilusión de pequeñas flores marcando su estela. Esa imagen de manga shoujo que solía leer de niña y que estaba segura, no era real. El amuleto en su mano pesaba más de lo que parecía. No pudo evitar sonreír en medio de la confusión. Y entonces, el alto muchacho volteó medio cuerpo hacia ella.
—Komimura-san... —le dijo.
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Atsumu no solía hacer las compras. De hecho, odiaba volver a casa con esas estúpidas bolsas de plástico que lastimaban la piel de sus falanges. ¡Debía cuidarlas! Por eso, su madre ni siquiera le pedía que trajera nada. Era una pérdida de tiempo.
Esa tarde de otoño y volviendo a su casa tras un día de duro entrenamiento, fue Osamu quien decidió entrar a la tienda de conveniencia para abastecer su pequeña reserva de medianoche. Esa que Atsumu tenía prohibido tocar y que de todos modos siempre tocaba. Y verlo paseándose entre las góndolas con el rostro lleno de ilusión como un niño en una juguetería le dieron tantas ganas de reír como de golpearlo. Y justo entre los estantes de dulces y galletas saladas, sus ojos encontraron el mismo paquete que la chica de rojo cabello le había dado como almuerzo días antes. Ese que prácticamente se terminó sin darle tiempo a tomar una más para ella.
Bueno. Era su culpa. Si quería comer, no se las hubiera ofrecido. ¿Acaso él tenía algo que ver? Pfff. Él aceptó como cualquiera lo hubiera hecho. Y tampoco estaban tan sabrosas. Las comió porque tenía hambre. Después de todo, no había almorzado y a esa hora...
—¿Desde cuando te gustan las galletas de fresa?
La voz de Osamu cortó el aire con ese tono seco y bajo. Casi como si le susurrara en el oído. Reaccionó como si lo hubiera hecho, conteniendo el insulto del siglo. Los ojos miel pegados a la caja en sus manos, sosteniendo el canasto repleto de comida.
—No me gustan tanto.
—Entonces déjalas. Voy a pagar.
Lo sintió alejarse. Pero nunca soltó la caja hasta que no pagó por ella en la línea de cajas.
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Todo lo que Atsumu Miya era dentro de una duela de vóley, se oponía a como se comportaba fuera de ella: todo lo analítico, cuidadoso, obsesivo y perfecto que podía llegar a ser entre las líneas de saque, se contraponían a la enorme cabeza de piedra y lava que poseía en realidad.
Porque eso podía decir exactamente que era su cerebro en este instante. Flan, roca y lava: todo encerrado en ese rostro serio que mantuvo toda la clase, desde que volvió del receso de almuerzo. Desde que su hermano le preguntó qué rayos le pasaba y él le contestó con un gruñido bajo, como si se quitara su mano del hombro. El sonido que se intensificó cuando su molestísima compañera de banco le preguntó la fecha a mitad del día solo para mantener un contacto con él. El sonido que quedó ahogado en su garganta cuando la vio volver y guardar algo en su morral con las mejillas sonrojadas. Porque tenía las mejillas sonrojadas, ¿verdad? Era difícil darse cuenta cuando tenía el rostro cubierto de pecas. Era un sonrojo permanente y ese cabello de mierda no ayudaba con esa luz. Maldita sea, tampoco ayudaba que solo veía su espalda durante horas. ¡¿Por qué tenía que no ser su compañera de banco justo ahora?! Tres años soportando su trasero sabelotodo para ahora estar atorado con una cabeza de aire y ella a cuatro filas más adelante. Idiota. ¡Ni siquiera eso podía hacer bien, pelirroja imbécil!
Sacudió la cabeza acomodando sus pensamientos. Después de todo, ella no conocía a Kita. Su capitán parecía conocerla a ella y por eso se le había acercado y hablado y dónde rayos habían... ¡Basta! Un segundo zarandeo a su cerebro le acomodó las ideas. Después de todo, ¿qué tenía que pensar sobre eso? De nuevo, Yuuki no conocía a Kita. Aunque de nuevo, su capitán parecía conocerla a ella. Y por eso se le había acercado y hablado y dónde rayos habían ido cuando desaparecieron de su vista en la estúpida galería de planta ba...¡Basta!
—Te va a sangrar el labio si te sigues mordiendo así, Miya-kun.
¡Hija de...!
—¡No me asustes así!
No pretendía que su voz sonara tan aguda ni que sus manos golpearan la mesa con tanta fuerza. Pero ambas ocurrieron al mismo tiempo, y la expresión divertida en el rostro de la chica de pie junto a él lo hizo perder el equilibrio por un instante.
—Te estoy hablando y no escuchas. Eso no cuenta como asustarte.
El salón vacío le dio la pauta de que la clase había terminado. Al igual que el morral sobre sus hombros y la cabeza ladeada, esperando a que él mismo levantara el trasero de su asiento para ponerse en marcha como cada tarde desde hacía casi un mes. Contuvo un insulto en su garganta, de esos que salen por reflejo y de un solo impulso se puso de pie para cargar sus cosas hasta la salida, como siempre, lado a lado.
Así era desde hacía días. Semanas. Ese acuerdo tácito que había nacido de un favor y ahora era la caminata diaria desviada cinco calles de su trayecto normal. Una que Osamu nunca preguntó, sino que supuso, existía, porque había comenzado a llegar más tarde. Y hasta podía adivinar que el tema de conversación había sido de su agrado porque se ponía menos molesto esa noche. Menos. Jamás nulo. Eso nunca. Y es que esa chica pasó de ser molesta, a histérica, a rara, a excéntrica, a totalmente loca, a una voz no tan hiriente en sus oídos. Su existencia había pasado de ser irritante, a tolerable, a algo que ya era parte de su rutina. Estaba en sus tardes. Tanto como sus pasos se habían ralentizado para no tener que soportarla quejándose de que la hacía trotar a su lado. Tanto, que podía jurar que de verdad, oía cuando hablaba. Tanto, que ella lo escuchaba a él. Porque era mentira que Yuuki no conocía a Shinsuke Kita. Porque él vivía mencionando. A Aran. A Suna. Al imbécil de su hermano. La pelirroja había conocido a todo su equipo de sus relatos. Y por algún motivo eso le hacía sentir una dualidad demasiado profunda en su pecho.
—¿Qué pasa, Atsumu-kun? —la escuchó decir sin frenar sus pasos. ¡¿Atsu...?!
—¡¿Por qué me llamas así?!
—Acabas de decirme cállate, Yuuki. Usaste mi nombre, yo hago lo mismo. Equivalencia de intercambio.
Atsumu sintió como si su hermano le hubiera dado una palmada en la parte posterior de su cabeza, y la furia contenida no le permitiera reaccionar. No podía romperle la cara como a su hermano. No podía saltarle al cuello y reducirla en el piso como a su hermano. No podía hacer nada similar a la forma en la que comúnmente reaccionaba. Y de alguna forma eso era más importante que el hecho de estarse llamando por sus nombres de pila.
—Cállate.
—Oye, ¿estás bien? Te sueles comportar raro, pero te fuiste de toda gráfica.
—¿Me lo dice la más rara del salón?
—Hey, los tengo acostumbrados a un cierto nivel. No pueden quejarse. ¿Cómo van tus entrenamientos? El campeonato nacional empezará pronto, ¿no?
—Dos semanas. ¿Que pasa? ¿De repente te interesa algo más que una caja de carbonilla y dragones lanzando arcoiris?
Yuuki pestañeó varias veces, tratando de decidir si ese tono de voz había sido parte de su sarcasmo natural, o de verdad estaba siendo un imbécil. El cabello rubio brillando a contraluz, reanudando sus pasos a una velocidad mayor a la que habían llegado en convenio tácito. Frunció los labios antes de responderle.
—Osamu-kun me lo mencionó hace unos días. Casi te estás sonriendo más y más seguido. Era eso o te están pasando cosas buenas.
Atsumu comprendió que sus mejillas estaban ardiendo cuando el calor de verano se intencificó de repente. Volteó el rostro para evitar miradas indiscretas y contuvo un insulto por inercia. Solo entonces volvió a hablar. Y no fue lo más inteligente que pudo salir de su boca.
—Pensé que te habías enterado por otros medios.
La forma en la que su voz abandonaba sus labios se sentía como hiel. Lo sabía. No le importaba demasiado.
—¿Por qué otros medios me iba a enterar? Solo me hablo con ustedes.
Solo me hablo con ustedes.
Mentira.
—Debo estar errado. Que torpe de mi parte.
Atsumu tenía pocos recuerdos en los cuales estuviera genuinamente enfadado. Con derecho a estarlo, como solía pensarlo. Porque generalmente, aún y cuando peleaba ocho veces por día con su hermano u otro ser vivo, muy dentro suyo, sabía que no tenía razones para ofenderse como diva de ópera mal paga. ¿Pero esto? ¡Él lo vio! Vio como Shinsuke Kita se acercó a ella. Como caminaron juntos. Como volvió luego del receso con el rostro rojo y eso que guardó en el fondo de su estúpido morr...
—¿Sabes? Conocí a tu Kita-sempai.
¿Que cara...?
—¿Qué carajo?
—Si. Vino a darme las gracias por ayudarte a llegar a los partidos de entrenamiento. ¡Es muy agradable! Con razón lo quieres tanto.
—¡No quiero a nadie! ¡Deja de decir cosas raras! ¡Cállate!
—Hablas de él a diario. Eso se hace cuando quieres a alguien. No te vas a morir si demuestras sentimientos, ¿sabes?
—¡Eres la peor!
—¿Que hice ahora...?
—¡Déjame en paz!
¿Y por qué estaba gritando ahora? ¿Por qué le ardían las mejillas? ¿Por qué de pronto parecía estar sonriendo pese a que ese enojo de origen desconocido seguía en su pecho?
Las enormes manos de Atsumu Miya se cruzaron en su cadera a modo de jarra, con el ceño fruncido y un rugido desde el fondo de su garganta como respuesta. El rostro atractivo hacia un costado y los labios haciendo un puchero con poco disimulo.
En algún momento de la tarde, habían llegado hasta el portón de enrejado blanco de la casa de Yuuki. Esa puerta que hacia un mes veía a diario. Nunca nadie entrando, nunca nadie saliendo. Las flores cuidadas daban a entender que alguien se hacía cargo del pequeño jardín. Enredaderas en el pórtico y las ventanas amplias de cortinaje blanco de verano. La luz del sol se reflejó en su cabello rojo como lenguas de fuego, y esa media sonrisa del demonio que había tratado de evitar. Era viernes. La práctica había terminado relativamente temprano esa tarde de viernes, y el sol no se llegó a ocultar cuando giró hacia ella para despedirse. Y entonces, ella habló.
—Kita-sempai me contó de un jardín botánico cercano a su casa. Es ideal para sentarse a bocetar. Se ofreció a acompañarme mañana, porque no tendrían entrenamiento. Asegúrate de descansar bien ahora que puedes.
Y su voz seguía sonando.
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Mientras arrojaba la caja de galletas alargadas a la basura con una inusitada fuerza y el rostro contraído, Atsumu Miya repetía la misma imagen en su cabeza. Una y otra y otra vez. Como si una voz pequeña y aguda lo llamara imbécil en un sin fin.
Haber llegado antes de tiempo esa mañana fue estúpido. Más estúpido aún que haber comprado la maldita caja de Pocky en primer lugar. Más estúpido que guardarla en su bolso. Más estúpido que abrir la puerta del salón y meterse de lleno. Más aún que esperar con el paquete entre sus largos dedos. Que oír su voz fuera del salón, en el pasillo. Más que escuchar otras acompañándola. Tanto más que asomar la cabeza de cabellos negros y verla acompañada de un grupo de sus amigos. Amigos que él no conocía, porque debían ser de otro salón. Esos que le parecían fantasmas porque solo registraba los que estuvieran en su rango visual. Y tanto más cuando la vio compartir otra caja de Pocky con ellos. Con esa misma sonrisa de costado. Con esos mismos gestos.
La culpa era suya. Que desperdicio de comida, ahora en el fondo de un bote de basura.
Ese día le había gritado que era una idiota. No recordaba el por qué. Pero seguramente tenía toda la razón.
