¡Wow! GRACIAS. MUCHAS. GRACIAS, por tantos comentarios hermosos. Me alegra en lo más profundo que les guste tanto. Y espero que lo que viene siga siendo de su agrado. No son semanas fáciles para nada, y esto me ayuda a seguir adelante.
¡Nos vemos pronto y cuídense mucho!
CAPÍTULO 8: And I will always think I'm right
«Así naciste. No tiene nada de malo.»
«Tu abuelo era extranjero. Quizá por eso heredaste tu piel. »
«No quiere decir que estés enferma, Yuuki. ¡Así eres! »
«Quizá no te salen estas ecuaciones porque eres...no sé. ¿Diferente? »
Yuuki recordaba tragar con fuerza como respuesta no verbal a cada una de esas frases. Una sonrisa amable. Una bajada de cabeza, y concentrarse el doble en lo que fuera que estuviera haciendo. Así evitaba las miradas inquisidoras en el metro. Los niños sin filtro señalando su rostro. Las horas interminables en clase de natación. Porque desde luego que esas marcas del averno no solo cubrían sus mejillas, sino todo el maldito cuerpo. Y con cada año que pasaba, juraba, había más.
Por eso solía usar leggins bajo la falda. Por eso casi no se vestía con camisetas sin manga. Por eso, por años, le costó comenzar una conversación. Hasta que alguien no comenzaba a hablarle, ella solía mantener la boca cerrada, expectante y asimilando que lo primero que mencionarían sería algo relacionado a su rostro. Pero eso parecía haber dejado de ocurrir luego del último año de la escuela primaria. Todo parecía mejor.
«¿Pecas? ¿Es eso legal? »
No.
No se había terminado. Porque el muchacho de cabello negro y ojos miel que tenía por compañero de banco (y por tres años), se encargó de refregarle en plena cara lo que era tener una diferencia al común denominador en una sociedad tan cerrada como era la japonesa.
Yuuki recordaba haber contestado con tranquilidad y, casi, con altura. Pero también recordaba el sentimiento de dolor en su pecho. El temblor en sus muslos. El control sobre sus dedos para que nada saliera a la luz. Recordaba el silencio durante la clase, recibiendo el calor corporal de Atsumu Miya con sus brazos apenas rozándose por la cercanía de sus asientos. Y claro que recordaba su propio llanto contra la almohada, ahogando el rostro enrojecido. El temor de mirarse al espejo había vuelto.
Por eso, quizá, trató de respirar profundo los días siguientes. Y los siguientes. Y los siguientes. Hasta que notó algo en su compañero de banco, al que procuraba ignorar: parecía molesto de que lo ignorara. Es decir, prácticamente todos lo amaban y lo odiaban al mismo tiempo, pero al sujeto le molestaba que no lo vieran. Recordaba que quiso reír fuerte. Al final había alguien con un problema de autoestima peor que el suyo propio.
Un año.
Dos años.
Si había una palabra correcta para describir la relación que la unía con Atsumu Miya, esa era intermitente. No podía decir que lo odiaba. Eso no era cierto. ¿Qué le caía bien?, jamás. Era un idiota. Pero sí era verdad que, cuando estaban obligados a cooperar juntos en un proyecto, funcionaban. ¿Funcionaban era la palabra? Si. Lo era. Por microscópicos segundos, parecían querer lo mismo. Reír del mismo comentario. Encontrar molestas las mismas cosas. Quizá, una luz de esperanza a llevarse bien. Y de pronto, no. Pero bueno. Eso era normal. No te vas a llevar perfecto con todo el mundo, ¿cierto?
Para finales de segundo año y comienzos de tercero, la pelirroja podía estar segura de que su autoestima había podido recomponerse. Tenía amigos que compartían sus intereses. La tranquilidad de que su trabajo era recompensado en el Club de Arte. Habían estrenado las versiones extendidas de El Señor de los Anillos y descubrió que podía leer obras en inglés sin problemas tras años de lucha. Todo iba bien. Todo estaba mejor. Esos fantasmas ya no estaban ahí.
«¿Cómo puede gustarte? ¿Estás loco? ¡Está totalmente demente! Le gustan cosas raras y habla chistoso. Además, ¡esas marcas las tiene por todos lados!»
Todo se cayó de nuevo.
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Inarizaki tenía un lema bastante potente. De esos que resuenan en tu mente durante meses y después de ese tiempo recién conoces su significado.
«NO NECESITAMOS RECUERDOS»
El estandarte que llevaban en su espalda como zorros vestidos de negro. Los gigantes con el mote de retadores permanentes. Los que siempre iban hacia delante. Quienes jamás se quedaban atrás. Los que acababan de llegar a la Arena de Tokio, acaparando las miradas de los presentes, rodeados con el mismo aire místico que caracterizaba a las pinturas de los dioses zorros en las entradas de los templos nipones.
Por algún motivo, pertenecer a un colegio históricamente poderoso solía rodearte de esa luz particular. Como si tus movimientos fueran seguidos por un reflector de brillo blanco, marcando tus pasos. Y quienes brillaban más eran, sin lugar a dudas, los gemelos Miya. Y no de la forma en la que particularmente quisieran hacerlo. Porque cada año desde secundaria baja, era lo mismo: niñas gritando sus nombres en voces estridentemente agudas. Abanicos con sus kanjis. Mujeres que podrían ser sus hermanas mayores o sus madres, sonrojadas cuando los veían pasar. Había algo en eso que les sonaba perturbador, y eran demasiado poco activos mentalmente en ese departamento para darse cuenta de qué.
—¿Por qué siempre gritan así?
—Parecen cotorras. Esto aburre.
—¡Mocoso desagradecido! —gritó Aran caminando poco más atrás. El rostro ofendido en sus facciones morenas—. Las chicas los adoran.
—Queremos fans verdaderos. Como los tuyos.
—Los míos son señores dueños de tiendas de conveniencia...
—O los de Kita-sempai.
—El público de Kita suelen ser octogenarios.
El rostro del capitán se iluminó en una sonrisa al oír la voz de Suna hablar a su lado. Como si los rayos del sol se reflejaran cálidos en su piel de porcelana.
—Pues si. Mi abuela vendrá a verme. Se sentía mejor, porque tuvo algunos dolores de espalda.
El silencio reinó entre el equipo mientras pasaban las puertas de metal y vidrio. Hablarle a su capitán era imposible en términos de una broma o doble sentido. Era hablarle a un anciano criado en el campo. Era recibir la contestación más sincera, justo en el corazón, ahuecando el pecho. Atsumu se sostuvo la cabeza a punto de gritar, justo cuando Osamu lo pateó en medio de la amplia espalda. Era un nuevo campeonato que comenzaba. El último torneo Nacional para quienes estaban en tercero. El segundo para los gemelos. Ganarlo significaba el pase directo a las preliminares del torneo de primavera. Y esa sí, sería la última oportunidad. Un silencio distinto los rodeó cuando al unísono, parecieron recordarlo al mismo tiempo.
Su primer partido sería con Kuranotsukamori. El tercer encuentro del día, en el estadio principal.
Debían alistarse.
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La cantidad de chicas y mujeres adultas con abanicos rezando los nombres de los gemelos parecía atacarla cuando buscó un asiento vacío entre la multitud. Sabía que la orquesta de vientos Inarizaki animaría el juego, y pese a que los oía ensayar desde el salón de arte, no dejaban de sorprenderla por la forma brutal en la que sonaban en vivo y directo.
Se frotó los brazos con celeridad. Pese al sol de verano fuera del establecimiento, el aire acondicionado la había destemplado lo suficiente como para tener escalofríos. Entonces, entendió algo más: porque esa sensación persistió al ver como el equipo de voleibol de Inarizaki salia a la duela. Totalmente vestidos de negro, la vista al frente, la banda a sus espaldas. Los gritos histéricos parecían desaparecer por el aire solemne que emanaba de cada uno de ellos. Incluso de la sonrisa sobradora de su compañero de curso, que paseaba sus ojos por el público, como contabilizando su lado de la multitud.
Kita parecía resaltar entre sus compañeros, no por su altura. No por la forma en la que se quitó la chaqueta de los hombros y la voló mágicamente al carro de los balones. Porque solo por su porte y la forma en la que su cabeza guiaba al resto con un simple movimiento, era suficiente para entender quién era. Aún antes de ver el número en su camiseta. Y cada uno de los conceptos que Atsumu le repitió hasta el cansancio y leyó una y otra vez, parecieron cobrar sentido ahora que lo veía en carne.
Osamu no se veía diferente a como lo hacía en los pasillos del colegio. Esa eterna mirada perdida y calma, como si se preguntara una y otra vez cuando llegaría la hora de cenar. Hasta que el partido comenzó.
El ser humano mide sus emociones mediante experiencias previas. Puedes saber que algo te entristece, cuando relacionas ese estado a uno similar. Hasta que finalmente, luego de varios intentos, conoces cuál es tu parámetro de lágrimas. Puedes entender cuando algo te es agradable tras comprenderlo en reiteradas ocasiones hasta que dibujas un patrón de memoria. Pues bien: Yuuki Komimura no tenía idea de por qué sus ojos lloraron en ese partido, porque esa emoción le era ajena en toda regla. Porque ver moverse a seis personas en sincronía, como ella sentía que se movían los colores antes de plasmarse en un lienzo, le habían perforado el pecho como nada en el mundo.
Porque cada señal de locomoción en el cuerpo de Atsumu eran latigazos puros a su propio cuerpo. Y entonces, algo se apareció en su mente, en sus memorias, en cada recuerdo que lo contenía a él: su sonrisa. Esa sonrisa pura que se le dibujaba en el rostro, pocas veces la había visto antes. Era un niño jugando con su muñeco favorito. Comiendo lo que le gusta. Haciendo lo que ama. Era Atsumu en su estado más puro. El que ni siquiera necesitaba pasearse como un pavo real para mostrar sus plumas. Era él.
Recordó las pocas veces que vio esa expresión en su rostro. Cuando pasaba de pura casualidad por los pasillos luego de una práctica. Cuando tenía un balón en las manos. Cuando sabía que iba a jugar. Cada tarde al contarle sus vivencias en los entrenamientos. Y ahora, que lo veía como la real torre de control que era. Que cada una de las palabras que le dijo en esas tardes, explicando sus sentimientos, eran eso: sus sentimientos. No una forma de alardear (en parte), sino lo que él veía dentro de una duela.
Y en algún momento, siempre en silencio entre los gritos agudos, saltos en la tribuna o instrumentos de viento a todo volumen, sus lágrimas cayeron sin parar. Como una cascada accionada desde lo profundo de su pecho. Un grifo abierto y rota su perilla. Así entendió lo que sentía: era emoción en su estado más puro. En crudeza absoluta. Lo que sintió la primera vez que pudo dibujar. La misma pasión. No había diferencia en eso.
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—¿Por qué ese dragón tiene escamas rojas?—. La voz de Atsumu Miya sonó baja y casi sin un dejo de burla. No podía burlarse de algo que ni siquiera comenzaba a entender.
—Es niña —respondió la pelirroja de un solo fiatto. Los ojos verdes pestañeando como un duende tras el enorme lienzo.
—Es más grande que el macho.
—Es una super niña.
¿Qué cara...?
—Hay conejos.
—Si —y más pestañeos se sucedieron. Era como esas muñecas endiabladas de películas estadounidenses—. Son los jinetes.
—Son conejos. Y tienen bolas de arroz.
—Claro que las tienen. Eso comen en la Luna. Rayos, Atsumu-kun. ¿Tengo que explicarte todo?
Los ojos verdes y muy abiertos centelleaban a la luz de la tarde mientras sostenía firmemente el lienzo que acababa de terminar orgullosa. Los colores brillantes parecían saludarlo desde la tela sin un ápice de blanco, más que la piel de esos conejitos con armaduras platinadas comiendo onigiris y montando dragones majestuosos en la noche estrellada.
—Me gusta que tengan onigiris. Le da veracidad a la historia.
La voz de Osamu Miya sonó entre ellos, como aportando un dato de vital importancia. El rostro iluminado de la pelirroja volteó hacia él, casi ruborizado de la emoción.
—¿Verdad que si? ¡Que buen ojo, Osamu-kun!
—¿¡Qué mierda de veracidad tiene un conejo comiendo bolas de arroz montado en un maldito dragón!?
—Los conejos comen bolas de arroz en la Luna, Tsumu —respondió su hermano. Lo miraba como reprochando su falta de cultura.
—¿No te leían cuentos de pequeño?
Yuuki levantó una ceja indiscreta volviendo la vista hacia él. El rubio tomó prestado el color de su cabello en el apuesto rostro. Osamu contestó por él.
—Mamá no lo abrazaba de chiquito.
—¡Cállate Samu!
Los gritos y risas parecieron rondarlos cuando el muchacho se lanzó sobre su hermano, casi tirándolo de la silla donde estaba sentado. La joven protegió su obra quitándose de enmedio, oyendo como muchos a su alrededor parecían reconocer una nueva pelea de los gemelos Miya y se acercaban para hacer sus apuestas al hermano favorito.
Habían pasado tres meses desde esa tarde de julio en el torneo nacional. Desde esa semana donde Inarizaki llegó a cuartos de final, despedidos de la gloria por la Academia Itachiyama. Kita había dado un sentido discurso donde los animaba a seguir luchando en el torneo de primavera, preparándose con cada fibra hasta conseguir la victoria. Había sido extraño escucharlo hablar casi con fuego saliendo de su pecho, pero pronto comprendieron la razón. Incluso Aran se los dijo: esta sí era su última oportunidad. Shinsuke sabía perfectamente que no iba a ser una carrera de vida del voleibol. Nunca fue su intención. Pero el tiempo que pudiera jugar, lo haría sin dudarlo.
Para el muchacho de cabello bicolor por elección, la vida era una serie de elecciones. Los caminos que eligieras no serían fáciles, y se construirían paso a paso, peldaño a peldaño. Desde pequeño fueron sus enseñanzas y ahora era lo que trataba de transmitirle a su equipo, por más que los jóvenes no pudieran entenderlo. Porque Atsumu gritaba a los cuatro vientos que los resultados son todo. Que aunque te mates entrenando, si no ganas, nada tiene sentido. Pero él no pensaba así: para Shinsuke Kita, el camino era todo. Porque en ese camino te formas. Es lo que te moldea. Y de nada sirve un resultado si no aprendiste nada en el trayecto que te llevó a él.
Esas fueron sus palabras la tarde siguiente a que se despidieran de los nacionales, cuando volvieron a clase y a su vida normal. Cuando Yuuki se acercó a él para felicitarlo por su desempeño, y darle ánimos para el próximo. La sonrisa del muchacho fue clara y tierna, como la que los príncipes dicen tener en esos cuentos de hadas que las madres leen a media noche. Porque, realmente, ¿qué otra cosa podía ser Shinsuke Kita?
No. No le gustaba. Yuuki Komimura no estaba sintiendo nada profundo por el joven capitán más que admiración y el sonrojo extremo cuando sonreía así. Pero eso siempre pasaba, con todos. Porque cualquier ser vivo con sangre en las venas tendría esa reacción con él. Pero, no. No le gustaba. Y sin embargo, adoraba cuando al finalizar las actividades del Club de Arte, a veces, lo veía de pie bajo el dintel de la puerta, saludandola con una mano en alto. En silencio y con esa sonrisa de príncipe que ocasionaba gritos de sus compañeras de club. Y juraba que de algunos chicos.
Las charlas con el capitán en esos meses no habían sido pocas. Sobre todo cuando genuinamente parecía demostrar interés en lo que hacía. Su abuela, le dijo, solía pintar cuando era joven y algo de esa curiosidad traspasó generaciones hasta él. Por eso, cuando no tenía actividades de su propio Club, pasaba tiempo sentado a su lado, viendo como terminaba de retocar los cuadros para la exposición de invierno.
Porque mientras los clubes deportivos movían el interés de todos los estudiantes gracias a la mítica de sus torneos y la fuerza de equipo, los clubes de arte y música trabajaban juntos en otra cosa. Eso era lo que le explicaba Yuuki entusiasmada, con voz clara y cantarina. Moviendo el pincel entre los dedos blancos manchados de pintura y la mejilla haciendo juego. Ni siquiera él había podido limpiársela con un paño húmedo. Y había reído con tranquilidad. Eso solo se iba con jabón y agua caliente. Y más risas. Y más charlas. Y silencios observándola trabajar como si tejiera vida en un lienzo. El sol frente a ellos reflejado en sus cabellos. Aun siendo bajo entre sus compañeros, Kita era alto en comparación a ella. Y por algún motivo, se sentía bien.
Ese fue el cuadro vivo y motoro y real que tuvo Atsumu la tarde del dieciocho de septiembre. De pie en el dintel de la puerta. En silencio.
Hirviendo, en silencio.
