CAPÍTULO 9: But I always regret the night
Tal vez, no fuera tan mala. Es decir, era una estirada cara de colador y siempre parecía peinada por su almohada. Pero no era mala. Incluso, las pecas no le parecían feas. Si se aburría en clase, podía mirarla de reojo y jugar a unir los puntos imaginarios en su cara. Una vez, encontró un gato. Pero no se lo dijo. ¡Sería raro! Significaría que la estuvo mirando fijo y eso no era bueno. Ni real. ¡Cállate!
Durante los últimos meses de su último año de secundaria baja, la relación con la rara de los dedos manchados con carbón pareció mejorar. Al menos, se saludaban. Podían hacer tareas juntos sin arrancarse los ojos. Incluso ella le había convidado chocolates.
Juraba que había visto dibujos de dragones y armaduras en sus cuadernos. La veía disrtaerse en clase haciendo garabatos en los bordes de sus hojas y al terminar la hora, tenía la imagen de una enredadera sombreada llena de rosas y espinas. Todo hecho con una mano alzada y casi sin ver. Su tono de voz no le era tan molesto. Tampoco su risa. Tampoco que hablara con Osamu. Era su hermano, y lo conocía. Si el idiota que copiaba su rostro le hablaba, no podía ser tan mala. Tan.
Y evidentemente, otros pensaban así también.
Era el caso de Shigeki Takate. Uno de los chicos de su salón con el que solía hablar. Aficionado al voleibol pero demasiado cobarde como para meterse al equipo, prefería francamente participar animando a todos dirigiendo la banda escolar de Yako. Y lo hacía muy bien. Atsumu no tenía problemas con él: parecía simpático, no hablaba mucho y siempre veía sus juegos. Hasta esa tarde de diciembre, cuando sí habló mucho. De más. Demasiado.
—Tienes suerte, Miya.
El muchacho de corto cabello negro rió al pronunciar esas palabras dirigidas a él. Atsumu no entendía por qué estaba tan sonrojado. La luz del sol filtrándose por entre las cortinas blancas del salón. El sonido de voces ahogadas en los pasillos.
—Pues, si —respondió asumiendo que tenía una buena vida. Luego, entendió que no sabía a que rayos se refería—. ¿Por qué...?
—Te sientas junto a Komimura-san.
Eso fue raro. Muy raro. Y por algún motivo, bastante molesto. Levantó una ceja oscura respingando la nariz. Si, se sentaba junto a ella. ¿Y?
—¿Y?
—¿No te parece linda?
¿Linda? ¿Era joda? ¿Por qué de pronto se tensaron sus músculos? ¿Y esa mano en forma de puño? ¿Que cara...?
—No.
—¿Entonces me la presentarías?
¡Vamos al mismo salón! ¡Tres años! ¿¡Por qué estaba enfadado de repente!?
—Háblale tú. Se sienta justo aquí —y señaló con el dedo índice su asiento vacío.
Shigeki rió entre dientes. Esto parecía ser difícil. Atsumu comenzaba a sentir real enojo. Realmente, era cobarde.
—Pero sería más fácil si tu lo haces.
—¿Cómo puede gustarte? ¿Estás loco? ¡Está totalmente demente! Le gustan cosas raras y habla chistoso. Además, ¡esas marcas las tiene por todos lados!
Incluso ahora.
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—¿Se puede saber que mierda te pasa, Tsumu?
La imagen del rostro reprobatorio de su hermano era algo que se había vuelto común esos días. Ese par de días donde, aparentemente, había logrado sacarlo totalmente de quicio. Sí, más de lo que normalmente lo hacía. Volteó medio cuerpo aún sentado en el suelo de madera, con la botella de Pocari Sweat aún entre sus largos dedos.
—¿Por qué esa agresión gratuita, Samu? —su voz sonaba casi altiva. Osamu resopló. No podía darse el lujo de hablarle así.
—Hace dos días que te comportas como un idiota.
—Siempre se comporta como un idiota...
Una voz oscura y potente sonó casi cansada a sus espaldas. Ambos giraron la cabeza como dos niños ante la presencia de un padre recto. Era eso más o menos lo que era, de todos modos. Porque Ourijo Aran era lo más cercano a un hermano mayor/padre dentro del equipo. Y aún así, se empeñaban con ganas en hacerle la vida imposible. Y aún no los había asesinado. Eso era bueno, ¿no?
—¡Aran-san! ¡Eso fue grosero!
—Fue la verdad —retrucó con el rostro cansado. La enorme mano morena rascándose la parte posterior de la cabeza—. Pónganse a practicar, dejen de perder el tiempo. ¿O acaso quieren que Kita los ponga a correr?
Oh, si. La amenaza de Kita siempre estaba presente en labios del vicecapitan Oujiro Aran. Shinsuke Kita era el mejor sujeto del mundo, pero el más estricto también. Y claramente odiaba con toda el alma que se dispersaran por idioteces. Pero él era Atsumu Miya. El no se dispersaba por idioteces. Por nada, idiotez o no. Por eso miró a su hermano a los ojos como un reflejo en carne y hueso. Osamu parpadeó varias veces viéndolo como si observara un lunático.
—¿Acaso te di un mal pase?
—No. Tu desempeño no tiene nada que ver.
—¿Entonces por qué me fastidias tanto?
—Puedo oler como rechinas los dientes, imbécil. Estás furioso por algo.
—¡No lo estoy! —sí lo estaba—. Pero si lo estuviera, no sería asunto tuyo. Idiota.
—Lo es si me vas a hacer pasar una noche de mierda de nuevo. Como me dejen sin cenar por tu culpa otra vez, te ahogo mientras duermes.
No fue lo que dijo. Fue la forma en la que lo hizo. Osamu tenía un sentido del humor similar al suyo y tal vez más aplacado. Pero eran la misma persona genéticamente, y por esa razón podía saber cuando bromeaba o no. Esta vez no estaba bromeando. Nada que tuviera que ver con su cena y posteriores era motivo de chiste. Lo único en su vida que era realmente serio. Y debía admitirlo: las veces que no pudo cenar fue exclusivamente por su culpa. Literalmente, su culpa.
—Cállate...
El entrenamiento continuó. Las indicaciones de Kita eran claras, casi más que las de su entrenador. Y apuntaban más que nunca a los partidos que debían ganar para entrar en una buena posición al torneo de primavera. El objetivo era uno, y estaba fijo. Y la imagen de su capitán era la que los guiaba pese a ser un grupo lleno de talentos individuales. La espalda del muchacho que consideraba sin lugar a dudas, el mejor del mundo. Y por algún motivo, eso estaba destrozando su hígado mientras colocaba el balón para Aran sin ningún problema. Notaba los bloqueos perfectos de Suna. Su propio hermano estaba en esos días de forma superba. Era como si literalmente saltaran más alto por sus pases. Como si bailaran a su ritmo, sintiéndose un titiritero con habilidades sobrehumanas. Mientras su mente estaba encendida fuego, su juego era perfecto. Así de bien podía manejar sus emociones.
Así de encendido por dentro estaba. Porque desde el momento en que pareció sentir esa aura de paz y tranquilidad brotando del ínfimo hueco libre entre los cuerpos de Kita y Yuuki, de espaldas a él, no había encontrado un momento en que su cuerpo no lo molestara. Como si quisiera correr todo el tiempo. Como si quisiera romper algo con la cabeza. Como si algo no estuviera bien. Y odiaba eso. Odiaba sentirse así. Quería romper una pared pero la pared no tenía la culpa. Y por algún motivo, ese odio se dirigía a él mismo.
Que mierda ocurría.
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Yuuki no solía mostrar su trabajo fuera de las paredes del Club de Arte. Realmente, pocas veces siquiera lo exponía allí. Tenía unos cuantos compañeros y amigos con quienes compartía aficiones pero no las suficientes como para exponer su enfermedad al 100%. La realidad era que, sin entender demasiado, Atsumu Miya se había convertido en lo más cercano a un ¿amigo? Amigo. Pero los amigos no hacen eso. No se enfadan porque el aire se volvió frío en septiembre. Los amigos no te destratan de esa forma, dejando de hablarte el mismo día que te saludaron como si todo estuviera bien. Los amigos no eran unos imbéciles de manual. Atsumu Miya sí que lo era. Y eso había quedado demostrado dos días antes, cuando de pronto dejó de hablarle. Solo que esta vez, tenía particularmente el ánimo muy cansado y muchas ganas de romperle la cara.
De espaldas a la pared blanca del enorme gimnasio de Inarizaki, Yuuki Komimura trataba de tragar despacio para no ahogarse con su saliva en puro disgusto. Y es que tenía que tenerlo. Dos días ignorándola. De verdad. Dos. ¿Era una broma? ¡Dos! No podía jurar que eran mejores amigos. Quizá apenas llegaran a la categoría de serlo en primera instancia. Pero estaba segura de que ya caminaban juntos a casa sin devolverse favores. Que los almuerzos con Atsumu y su hermano no eran por obligación. Que elegían estar en un equipo de estudio juntos porque pese a tener un carácter espantoso, el idiota era brillante. Que se llevaban bien.
—¿Yuuki?
La voz de Osamu Miya sonó en sus oídos, como atrayéndola a tierra por un hilo invisible atado en su dedo. Los ojos miel parpadearon muchas veces, uniéndose Suna a su lado cuando abandonaron el gimnasio. ¿La práctica había terminado? ¿Tan sumida en su propia maraña de pensamientos estaba que no pudo siquiera notar el cesar de los repiqueteos del balón?
—O-oh. ¿Cómo estás, Osamu-kun? —giró la cabeza haciendo que los cabellos rojos brillaran al sol—. Suna-san, buenas tardes.
El pelinegro levantó una mano con tranquilidad, devolviendo el saludo. La realidad era que se habían acostumbrado a verla en todo ese tiempo, y hasta pudo cruzar palabras con ellos cuando la práctica terminaba. Era un grupo por demás pintoresco, pensaba. Uno más loco que el otro. Con más problemas mentales que el otro. Pero por algún motivo sobrenatural, funcionaban perfectamente como equipo.
—¿Estás bien? —preguntó el muchacho de cabello platinado.
Yuuki lo miró a los ojos. Sabía a qué se refería esa frase. En todo ese tiempo, Osamu se había comenzado a abrir de tal forma que le permitía leer entre líneas algunas de sus intencionalidades grabadas en lo que decía. Sonrió apretando la mandíbula. Su voz sonó totalmente entre dientes.
—Si.
Osamu asintió con delicadeza. Era algo obtuso pero podía leer entre líneas cuando las cosas eran tan obvias. Sin que tuviera que nombrar a su hermano, el muchacho sabía que lo estaban buscando para partirle literalmente su mandarina en gajos.
—Está adentro. Lo taclearé si es necesario.
Yuuki rió con fuerza. Ella quería seguir el mismo ejemplo. Pero realmente...
—No creo que sea nece...
—En serio —replicó—. Déjame hacerlo.
Y la voz de Shinsuke Kita vibró en el aire como brisa de otoño. El cabello platinado al sol y una sonrisa ligera en los labios pálidos. Se hicieron a un lado para darle lugar a acomodarse entre ellos. Justo delante de la puerta, lejos de la vista del que se quedó practicando dentro.
—Deja en paz a tu hermano —le dijo a Osamu con tono reprobador. El alto muchacho pareció encogerse de hombros—. Ya bastante derretido tiene el cerebro.
La mirada del capitán se posó en ella como si quisiera transmitirle las mismas palabras en silencio. La sonrisa fue mutua, pese a los quejidos del gemelo.
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Mientras Oujiro Aran y Shinsuke Kita caminaban por el camino de césped que acompañaba la rivera del río camino a sus hogares, algo cruzó por sus mentes. Como si la inquietud del rematador pasara por los átomos en el aire hasta la mente del capitán de claros ojos grises.
—Tu cerebro va a quemarse si sigues pensando tanto, Aran-kun.
Su voz era calma. El mismo tono que usaba para dar los buenos días al llegar. Al despedirse. Al dar las órdenes antes de un partido. Kita era esa persona que mantiene el frío de su mente presente en cada situación de la vida, dándoles la calma necesaria a cada segundo. Pero tanta parsimonia, cuando lo más seguro es que esto tuviera consecuencias, comenzaba a ponerlo algo nervioso.
—Kita, ¿qué estás haciendo?
El más bajo pestañeó muchas veces. El sol reflejado en las pestañas iridiscentes.
—Caminando a casa contigo, como cada tarde. Nos despedimos algunas calles más adela...
—¡Sabes de lo que hablo! —le dijo con el tono elevado. A veces, Kita lo sacaba de quicio casi tanto como los gemelos—. ¿Por qué dejaste solos a esos dos?
—No tengo idea de que ha...
—¡La chica! —estalló. Tomó aire antes de continuar—. ¡Pelirroja! ¡Pecas! ¡Bonita sonrisa! Con el imbécil de Atsumu. ¿Acaso no te gustaba a ti?
Kita tuvo que contener una carcajada potente con su mano contra los labios delicados. No era alguien que riera tan abiertamente, pero la expresión de hartazgo de Aran era invaluable. Finalmente, su risa salió como el agua cristalina del río que acompañaba sus pasos. Aran lo insultó tantas veces como pudo. Kita jamás respondió.
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Pocas veces su mano dolía al golpear el balón. Era como si la anatomía de su palma conociera perfectamente el punto de impacto. Como si se preparara para fusionarse con la goma que recubría el esférico y el estruendo fuera solo una aseveración de lo que ya sabía. Que iba a ser perfecto.
Bueno, perfecto y una mierda. Porque no lo era. Porque sus saques parecían ser balas despedidas de su mano y, aunque caían dentro de los límites de la duela, no iban donde él quería. Y eso lo volvía loco.
Pero no era eso lo que lo estaba molestando. Era lo que venía atrás. Él no tenía un mal día. No era como el inútil de su hermano. Todos sus días eran buenos. Pero ahora, que ni siquiera fallaba, era otra cosa la que lo hacía querer gruñir hasta vomitar. Algo que no entendía porque no había nada por lo cual sentirse así. Porque no había chance alguna de que pudiera atar cabos sin abordarla a ella. A ella y a Kita. A ella y a Kita en el salón de arte, sentados tan juntos que a luz no pasaba entre ellos. Y el balón golpeó fuera de la línea blanca.
—¡Maldición!
Su voz resonó en el gimnasio vacío como el eco de un león enjaulado. Y solo los pasos de una especie de gacela pareció traerlo a la realidad. Porque al voltear medio cuello hacia la puerta, la vio.
La falda del uniforme parecía bailar sobre los muslos regados de pecas cuando entró descalza al gimnasio. El cabello rojo sobre los hombros, enmarcando el rostro serio. Como un de esos estúpidos elfos que solía dibujar. Solo le faltaba un unicornio y un enan...¡Basta, carajo!
—¿Tan tarde y aún por aquí? —habló Atsumu finalmente. Recomponiéndose y con la espalda muy derecha. Como si no hirviera por dentro—. ¿Me extrañaste o algo?
Una parte suya, juraba, no quería escuchar esa respuesta. Porque por la expresión de su rostro, no iba a gustarle lo que saliera de sus labios.
—Eres de los que piensan que la mejor defensa es un buen ataque, ¿no?
¿Qué mier...?
—De verdad eres rara —dijo. Rió sujetando el balón en entre sus largos dedos. El cabello rubio reflejando los últimos rayos de luz—. No tengo idea de lo que estás hablando.
Claro que la tenía. Era su defensa. No que necesitara usarla alguna vez, después de todo. Pero la tenía. Y a esa hora, ese día, la estaba usando. Cuando volvió en si del análisis propio, notó que la joven se le había acercado hasta igualarlo en la distancia a la red. Y por un momento, no la vio tan baja.
—Bueno, al menos ahora estamos hablando —murmuró. Casi, casi, sonriendo—. ¿Se te pasó lo que sea que rayos te estuvo pasando?
¿Tan egocéntrico era para creer que no se daría cuenta? Si, lo era. Pero a decir verdad, la ignoró en toda ley para que sí se diera cuenta. Pelirroja imbécil.
—¡Oye! No me pasó absolutamente nada.
—¿Entonces me dejaste de hablar solo porque se te ocurrió? —dijo/gritó. Si, gritó. Tanto que Atsumu pestañeó al no reconocer el tono de su voz —. Gracias por el aviso. Tengo que anotarlo en tu ficha. Simplemente te gusta comportarte como tarado.
Yuuki hablaba en tono sarcástico a veces, si. Pero siempre reía. Eso era lo que más asociaba a ella. Sus dibujos. Sus dedos manchados de negro. Sus acotaciones fuera de lugar. Esa imaginación desquiciada. Y su risa. ¿Esto?, esto era nuevo. Y no le gustaba ser el objetivo.
—Tengo que seguir practicando, sino te molesta.
La joven pestañeó al notar el tono de ira comprimida. ¿Es joda? ¿Parecía a punto de estallar y ahora se callaba? No. No en mi guardia, pedazo de infeliz.
—A decir verdad, si. Me molesta —comenzó. Y el fuego subía por su abdomen como si fuera un dragón que amaba pintar—. Me molesta cuando la gente que demuestra ser de una forma, termina siendo de otra. En mi diccionario, eso es falsedad.
Y los ojos de Atsumu mostraron emociones. No una buena, pero sí emociones: estaba iracundo.
—¿Falso? —sí. Iracundo—. ¿Me llamaste falso?
—¡Tu te llamaste así tratándome como si no existiera! —estalló finalmente—. Si tienes algún problema, ten la cortesía de decirlo. La gente común sale lastimada.
Atsumu podría haberla oído y entender que no estaba furiosa como él. Estaba herida. Y quizá hubiera sabido que él tampoco estaba furioso. Era una equidad de condiciones solo modificada por su diferencia de altura.
—¿Tu me hablas de falsedad? ¿De verdad? Eres la persona con el carácter más cambiante que conozco.
Los cabellos rojos se sacudieron con fuerza. Como una lluvia de fuego y refulgentes ojos verdes. Como si de verdad, quisiera escupirle fuego en plena cara.
—¿Es broma? ¿Me cortas el habla dos días y yo soy cambiante? ¿Te fumaste algo que no debías?
Hija de la...
—¡Sabes a qué me refiero! No es nada nuevo, y lo sabes. Tenemos un historial de tratarnos como el culo de forma intermitente.
—¿Y de quien crees que es la culpa?
—¡Tuya!
—¡¿Qué?!
Estaban seguros de que querían subir la voz para intimidar al otro. Por eso no notaban en lo absoluto, que sonaban tan agudos y nasales como dos chihuahuas ladrándose al unísimo. Todo en el más absoluto silencio del gimnasio, con su eco como testigo. Y ese dolor punzante justo en medio de las costillas.
—No me obligues a hablar —dijo bajo. Atsumu estaba tratando por todos los medios de no gesticular. No se veía imponente cuando lo hacía. Y claro que lo estaba haciendo—. Sabes a qué me refiero. Primero te comportas como niña buena, queriendo ayudar y poniendo sonrisas. Y después dices las cosas más horribles.
—No tengo idea de que...
—¡La que me gritó te odio en plena cara fuiste tu!
Y los ojos verdes se volvieron quedos. Como si viera otra realidad. En silencio tal que Atsumu creyó haber ganado. Por eso se aterró cuando la oyó hablar nuevamente. Con voz firme y muy, muy baja.
—Atsumu-kun, no recuerdas lo que pasó antes de eso. ¿No?
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—Tienes suerte, Miya.
El muchacho de corto cabello negro rió al pronunciar esas palabras dirigidas a él. Atsumu no entendía por qué estaba tan sonrojado. La luz del sol filtrándose por entre las cortinas blancas del salón. El sonido de voces ahogadas en los pasillos.
—Pues, si —respondió asumiendo que tenía una buena vida. Luego, entendió que no sabía a que rayos se refería—. ¿Por qué...?
—Te sientas junto a Komimura-san.
Eso fue raro. Muy raro. Y por algún motivo, bastante molesto. Levantó una ceja oscura respingando la nariz. Si, se sentaba junto a ella. ¿Y?
—¿Y?
—¿No te parece linda?
¿Linda? ¿Era joda? ¿Por qué de pronto se tensaron sus músculos? ¿Y esa mano en forma de puño? ¿Que cara...?
—No.
—¿Entonces me la presentarías?
¡Vamos al mismo salón! ¡Tres años! ¿¡Por qué estaba enfadado de repente!?
—Háblale tú. Se sienta justo aquí —y señaló con el dedo índice su asiento vacío.
Shigeki rió entre dientes. Esto parecía ser difícil. Atsumu comenzaba a sentir real enojo. Realmente, era cobarde.
—Pero sería más fácil si tu lo haces.
¡Claro que no! ¡No tenían tanta confianza! Y tampoco con él como para que le estuviera pidiendo favores. ¿Quien carajo se creía? Tarado. Ni siquiera dirigía tan bien la banda de la escuela. En serio, ¿por qué mierda se sentía furioso? ¿Por qué tenía esa molestia en la boca del estómago?
Si. Era simpática. Sí, cuando no era un grano en el culo, podía ser chistosa. Si, tenía gustos raros. Si, cuando el sol de la mañana le daba de lleno a su cabello parecían lenguas de fuego encendidas. Si, hasta sus pecas parecían no ser tan desagradables cuando las veías fijo. Pero de todos modos...
—¿Cómo puede gustarte? ¿Estás loco? ¡Está totalmente demente! Le gustan cosas raras y habla chistoso. Además, ¡esas marcas las tiene por todos lados!
Atsumu sabía que lo que decía no estaba bien. Era idiota, pero no tan idiota. Era consciente de que esas frases no eran siquiera ciertas. Pero salieron de su boca con una facilidad suprema.
Shigeki no pudo evitar reír llevándose una mano tras la nuca, alivianando el ambiente. Por algún motivo sentía calor emanando del entonces moreno muchacho. Lo escuchó decirle que él no estaba de acuerdo. Y la conversación siguió hacia otro rumbo.
Fue casi al final del día, con la luz de la tarde entrando por los ventanales, que ocurrió. Cuando la vio entrar con el rostro bajo. El cabello rojo cubriéndole los ojos verdes y los labios presionados en una sola línea recta. Recordó preguntarle algo sobre el trabajo que debían presentar a final de semana. Luego algo sobre su hermano. Luego un chiste sobre su profesor de matemáticas. La respuesta fue una sola.
Te odio.
Eso fue lo que le gritó a la cara. Y por un año, Atsumu no volvió a escuchar su voz.
Y ahora, entendía por qué. Y su pecho se sentía tan pesado como una bolsa de plomo.
