CAPÍTULO 11: Playing your part

Dicen que una epifanía es algo así como una bofetada con manopla de hierro. Como si estuvieras de pie en un lugar desierto y una ventisca repentina te tirara al suelo. Un grito reventando tus tímpanos. Una sensación de fuego desde los pulmones. El ruido de millones de cristales rompiéndose. Siempre, se dice, es alguna de ellas. Pues bien: Atsumu Miya sintió cada una de ellas al unísono. Como el Universo riéndose en su cara, bailando frente a él y trayendo cada recuerdo a su memoria atado con cadenas de plata que quemaban su piel. Porque la imagen de la pelirroja bailando y mirándolo a los ojos, sonriendo de oreja a oreja y cantando su historia en una canción.

Fue como sentir su pecho perforarse muchas veces. Como si una mano invisible golpeara entre las costillas y arrastrara el músculo cardíaco fuera, pateándolo hasta que dejara de latir. Tanto que no recordaba cómo llegó a casa. En qué momento volvieron en metro, mientras Yuuki aún saltaba de emoción. En qué momento caminaron hasta su casa. Cuando la despidió. Cuando notó que esa sonrisa de oreja a oreja nunca abandonaba el pecoso rostro. No recordaba caminar a su propio hogar a paso acompasado, ignorando los sonidos a su alrededor. Los oídos aún entumecidos por la música aturdidora y el cuerpo tenso de las vibraciones en el suelo. Supo que había llegado porque su madre le ofreció cenar. Se negó. No tenía hambre.

Los pasos sonaron cansados en la alfombra de la escalera, llegando a su habitación casi en silencio mientras se quitaba el abrigo finalmente. Su hermano lo había mirado en silencio, reparando en su presencia. Una bolsa de papas abierta en su escritorio y él sentado terminando de estudiar. Los ojos miel reflejaron los suyos, aún con el rubor en las mejillas por el frío de la noche otoñal. Y cinco. Cinco fueron los segundos que tardó en volver a su cuerpo. A su pecho. A la lava ardiente que era su estómago. A la voz escapando por entre los pliegues vocales. Y retumbó en las paredes azules, destrozando la paz.

¡Ya! ¡Me gusta! ¡¿Estás felíz?!

Y el silencio se hizo eterno.

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A sus diecisiete años, Atsumu Miya sabía muchas cosas. Una de las pocas que no tenía muy en claro, era como estar enamorado.

Tampoco ayudó demasiado el hecho de verla todos los días. De que se le acercara a hablarle en los recesos. Que le sonriera abiertamente mostrándole su nueva pintura. No lo hacía sentir mejor el notar las constelaciones en el puente de su nariz. Ni siquiera darse cuenta que sus ojos parecían casi transparentes a contraluz, como esos dragones del averno que amaba dibujar. Mierda. Era difícil hasta mirarla, ¿como pretendía hablarle? Pues bien, como siempre.

—...Y este robot es el que lleva el Anillo a Mordor.

—¿Por qué pensaste que dibujar a los Hobbits como robots era una buena idea?

—Son robots, Atsumu-kun —le dijo—. ¿Cómo puede no ser una buena idea?

—Es plagio.

—¡No estoy cobrando por esto! Solo quiero presentarlo para la exposición de fin de año en el Club de Arte.

—Genial. Vas a dejar a todos tus compañeros como lunáticos. Eres una buena persona.

—¡Oye! Ellos van a pintar paisajes. Eso me aburre. Además, solo dibujo lo que me gusta.

Si. Oyó eso. Esas palabras, una en secuencia de la otra. Y tuvo que poner toda su fuerza de voluntad frunciendo el ceño para que sus malditas mejillas no pasaran a colores cálidos. Y entonces, volvió a hablar.

—Te gustan cosas raras.

—¿Y recién ahora te das cuenta...?

Atsumu contuvo la sonrisa como si quisiera estornudar en medio de una situación solemne: casi perdiendo la dignidad en el proceso. Desde luego que Yuuki no lo había notado. Era un Maestro del disimulo y a menos que él mismo decidiera abrir la boca, esa chica no se iba a enterar de nada hasta el final de los tiempos. Que probablemente fuera a finales del año próximo, cuando terminarían sus estudios en preparatoria. ¿Por qué se adelantaba un año? ¿Que...?

—Cállate —Yuuki no contuvo la risa como él. Al muchacho nunca le había resultado molesta. ¿Pero siempre había sido tan musical?

—Tus argumentos me dejan sin palabras, Atsumu-kun. Por cierto, Kita-sempai me dijo que van a entrenar duro durante noviembre y diciembre para el torneo de primavera. Me sorprende la calma con la que lo cuenta.

El muchacho pestañeó varias veces. La espalda relajada contra el respaldo de la silla y una sonrisa de costado antes de responder. Eso era lo que mostraba de su piel hacia el exterior, lo que otros percibían de su temple controlado. ¿Por dentro? Desde luego que estaba gritando muy agudo. Desde luego que quería patear su propio trasero una y otra vez por ser tan perdedor y sentirse mal. Porque había algo que era seguro para él, incluso con su autoestima por las nubes: NADIE podía superar a Shinsuke Kita. ¡Era Kita! Kita-san. Kita-sempai. Estaba seguro de que si hubiera nacido mujer, seguro estaría total e irremediablemente mojando sus interiores por él. Era el chico perfecto. El Príncipe Blanco (porque los azules le resultaban muy occidentales). Era lo que él querría llegar a ser. Y cada vez que oía su nombre salir de su boca era como si un millón de ninjas patearan su esternón. Y su voz salía perfectamente nivelada al exterior.

—Kita-sempai siempre está tranquilo. Es como un robot que te cuida y da miedo al mismo tiempo.

—¡Tengo que dibujarlo como robot con mandil y un termómetro! Va a mandarme al diablo, pero será genial.

—No tienes nada sagrado, ¿no?

—Te reíste cuando dibujé a Suna-san y Osamu-kun como zorros riendo juntos. No eres mejor que yo.

Y de nuevo, la risa salió. Y su pecho seguía doliendo.

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Shinsuke Kita era una de esas personas que te tranquilizan con su sola presencia. Un bálsamo para una garganta irritada, y que estás seguro, podría matarte si de verdad quisiera. Sus amigos y compañeros le temían no por su lógica de hielo o su frontalidad: le temían porque los dejaba sin palabras con solo sus actos.

Era conocida la anécdota de aquella vez que no lo encontraban por ningún lado en el gimnasio al terminar una práctica, y descubrieron que se había quedado lavando el baño luego de que todos salieron de ducharse. Su imagen envuelto en un mandil, con las mangas enrolladas y enormes guantes de hule amarillo quedaron en la memoria colectiva a fuego. El día que se quedó trapeando junto a los de primero. El día que trajo dulces caseros. El día que su abuela se acercó al gimnasio con onigiris de arroz fresco. Nadie podía negar que tenía a alguien a quien salir. Es decir, el día que Kita fuera un anciano con cara de bueno, estaban seguros que imitaría perfectamente la expresión de paz absoluta de su abuela. La misma bondad irradiando como una especie de Buda con sonrisa ancestral.

Por eso, cada una de las personas que recibían la atención de Kita se consideraban afortunadas: era como una madre amorosa y tu corazón se llenaba de alegría cuando terminabas una conversación.

Eso sentía Yuuki al caminar lado a lado cuando se ofrecía a acompañarla al Club de Arte. Cuando le contaba sobre los cuadros que su abuela tenía guardados en el galpón especialmente acomodado de su hogar. Incluso cuando lo acompañó a verlos y se maravilló al enterarse que el difunto abuelo del muchacho tenía un talento predilecto para el Sumi-e. Estar en ese cuarto rodeado de paneles en madera y olor a antiguo era un traslado seguro a una época diferente. Y por algún motivo, Kita encajaba perfectamente allí.

Lo cierto era que, pese a ser de años distintos, Shinsuke y Yuuki parecían cercanos. Al menos, a los ojos de aquellos que conocían al capitán. ¿Que si pensaban que estaban saliendo? Suna llevaba las apuestas, porque por algún motivo su pasividad se rompía cuando aparecía la oportunidad de hacer algo así. Aran solía morderse los labios al no recibir una respuesta concreta a sus preguntas, porque ambos se consideraban amigos del otro, pero el peligris podía ser tan críptico como nadie cuando no pensaba soltar información. Y esa falta de información estaba volviendo locos a los inversores en las apuestas de Suna. Y a alguien que no había apostado un centavo, pero que parecía perforar la pared con su cráneo cada vez que el tema salía a flote.

Y es que, verán... Shinsuke Kita era, a fines prácticos, todo lo que Atsumu Miya esperaba ser. Es decir, amaba ser él. Nadie mejor que él. ¿Pero si tuviera que ser otra persona? Kita. Sin dudas. El modelo de ser vivo que más admiraba. La espalda que los inspiraba a seguir adelante, como si sostuviera una linterna antigua en la oscuridad. Guiando sus pasos por sobre el bosque saliendo del templo de los zorros que custodiaban día a día a lo desconocido. Y por eso, no quería admitirlo, estaba aterrado. Y claro que en la puta vida lo iba a admitir.

—Si tanto miedo tienes, pregúntale.

—¡¿Quien mierda te dijo que tengo miedo?!

—Pareces un perro apaleado cuando lo miras. Estás tan nervioso que disimulas para el carajo y ahora todos piensan que estás enfermo. Seguro Kita-sempai va a traerte medicina pensando que te enfermaste de nuevo.

—¿Como puedes tener la boca tan grande y el cerebro tan pequeño?

—Somos genéticamente idénticos, infradotado.

Cara de feo.

—¡Es tu misma cara!

Y ahí estaban, de nuevo. Golpes, patadas, cabezazos y Suna juraba que Osamu había mordido el brazo de Atsumu en algún momento, por más aterrador que eso fuera. El día no estaba completo sin la pelea diaria de los gemelos. Sin el bloqueador central tomando apuestas y sin Aran a punto de tener un ataque de nervios. Y cuando todos esperaban que Kita los separara tomándolos del lóbulo de las orejas como solía hacerlo. Todos decían que era ver a una madre zorro ajusticiar a dos cachorros imbéciles. Y sin embargo, eso no pasó. Porque cuando el joven capitán se acercó a ellos, el gemelo de rubios cabellos se detuvo por si mismo, poniéndose de pie y mirándolo con el rostro serio.

—¡No estoy enfermo!

Sólo eres imbécil.

—Cállate, Samu...

Kita lo miró largamente con la parsimonia que caracterizaba sus nervios, tan bajo como era. Su presencia de Buda menudo pareció envolver al más alto, y cuando asintió antes de hablar, Atsumu retrocedió imperceptiblemente.

—Me alegro. Entonces sigamos con el entrenamiento. Todos.

Ese todos había sonado a reprimenda. Y lo había sido.

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Shinsuke Kita era una de esas personas que te tranquilizan con su sola presencia. Un bálsamo para una garganta irritada, y que estás seguro, podría matarte si de verdad quisiera. Sus amigos y compañeros le temían no por su lógica de hielo o su frontalidad: le temían porque los dejaba sin palabras con solo sus actos. Y esa tarde en particular, mientras sus compañeros se retiraban al salir de las duchas con el rostro cansado luego de un entrenamiento fulminante, él entraba al sector de los baños con sus guantes y su cubeta y el rostro parsimonioso que conservaba en cada momento del día. Cada uno se despidió, esperando que el entrenamiento matutino diera más frutos incluso. Y cuando Osamu volteó a ver a su hermano, entendió que esa tarde, se iría a casa primero. Eso era bueno. Podría comerse las sobras del pastel de plátano que su madre había hecho la noche anterior antes de la cena.

Serían pasadas las seis de la tarde, cuando el muchacho de claro cabello gris terminó sus quehaceres voluntarios y salió de los vestuarios cambiado para retirarse a casa. Y entonces, notó la alta figura de Atsumu Miya sentado en las gradas con el rostro dijo en el portón de salida.

—¿Atsumu...?

La voz de Kita le recordaba a la de un anciano llamándote a cenar. No por la cadencia rota o falta de aire, sino por el tono calmo. Sin prisa y totalmente identificable en él. Volteó el rostro hacia él con una media sonrisa. El mayor parpadeó varias veces antes de acercarse. Aún y con la diferencia de altura inversa, era totalmente observable quien de los dos era en verdad el mayor.

—¿Qué haces aquí? ¿Por qué no te fuiste a casa?

—No me pareció justo que te vayas solo a casa, Kita-sempai. Por eso decidí quedarme.

—También podrías haberme ayudado si tu intención era tan pura.

El silencio pesado entre ambos pareció cortarse cuando Kita ahogó una carcajada contra el dorso de su mano blanca, cerrando el espacio entre ellos. La sonrisa cargada de paz se transmitió al muchacho que lo superaba por mucho en altura al ponerse de pie, y sin necesidad de más intercambios, caminaron fuera del gimnasio apagando la luz al cruzar el enorme umbral.

La ciudad de Hyogo era cabecera de Prefectura, y aún así era mucho más pequeña que Osaka en extensión. Quizá por ello, muchos de los alumnos que iban a Inarizaki solamente tenían que caminar unas cuantas calles hasta llegar a sus hogares, y muchas veces, en la misma dirección. Cuando los gemelos no se quedaban en el camino arrojándose mutuamente al suelo y Suna filmándolos para la posteridad, Aran y Kita los acompañaban hasta que se bifurcaban unas calles después del puente que cruzaba el río. Y ahora, ahí estaban: el sol de la tarde tiñendolo todo de colores cálidos y muy brillantes. La brisa helada de otoño llevándose los últimos rastros de calor y sus sombras alargadas en el césped mientras el agua corriendo arrullaba sus pensamientos. Y Kita no tenía que mirar a su kohai para saber que estaba a punto de abrir la boca. Podía sentirlo, olerlo pelear con sus propios pensamientos que luchaban por salir. Hasta que lo hicieron.

—La semana que viene comienza la exposición de arte en el colegio, ¿verdad, Kita-sempai?

Mierda, que ser sutil no era algo típico de Atsumu. Kita sonrió aún sin mirarlo. Asintió con delicadeza antes de responder.

—Así es. No sabía que te interesara el arte, Atsumu.

—No me interesa —mentira—. Pero, ya sabes, la loca me está taladrando el cerebro con sus dibujos y bueno. La información queda.

—¿La loca? ¿Te refieres a Yuuki-chan?

Yuuki-chan.

No.

Yuuki-chan.

Basta.

Yuuki-chan.

Es normal que la llame así. Es Kita. Kita trata a todos como niños. Es un abuelo hablándole a su nieta. No es por otra cosa. No es por otra cosa. No es porque le gusta. Claro que no es porque le gusta.

Basta.

Basta.

Bastabastabastabasta ¡Atsumu, contrólate pedazo de animal!

—Si, ella. No sabía que la llamabas así, Kita-sempai.

—Bueno, nos conocemos hace tiempo. De todos modos trato de no hacerlo, la hace sentir pequeña y ella aún tiene el sempai atorado.

¿Eso en su estómago era lava? Si, probablemente lo era. Que raro, se supone que debería ser caliente y se sentía helado. ¡Que cosas!

—¿Vas a ir? A la exposición, digo.

—Claro que si. Quiero apoyarla a ella y a sus compañeros. Trabajaron muy duro durante todo el año. También tú deberías ir, Atsumu.

El color rojo en sus mejillas eran bien disimulados por los rayos potentes del sol. Era bueno estar ubicado a contraluz. El sonido del agua seguía llegando a ellos como un tercer interlocutor pasivo. El corazón latiéndole fuerte en el pecho.

—¿Eh? ¿Por qué? Ya me mostró lo que iba a exponer. Son dragones, unicornios con armaduras y robots. No necesariamente en ese orden.

—Deberías ir. Después de todo, expondrá cosas tan interesantes porque tú te quedaste con su obra prima.

¿...Eh?

—¿No lo sabías? El dibujo que te dio de obsequio en tu cumpleaños era lo que quería exponer. Pero quiso dártelo a ti.

Y Atsumu Miya supo lo que era una epifanía presentándose como un torbellino en su mente. Rompiendo cristales y dejándolo desnudo.

Osamu Miya tenía cierto control sobre las situaciones que rodeaban su vida. Esas que solían repetirse hasta que creaban una rutina, porque eso era él; un muchacho de rutina. Amaba saber a qué hora levantarse. Cuando desayunar, almorzar y cenar. Amaba saber lo que iba a consumir en cada colación y con eso solo, el chico era feliz. No lo demostraba abiertamente, pero estaba totalmente satisfecho con ello. Por eso Atsumu solía decirle que su verdadera cara era la que ponía cuando estaba comiendo. Una tranquila y casi rozando el Nirvana.

Esa era la cara que tenía, tragando trozos de pastel de arroz con masticadas empoderadas, al segundo que la puerta de la habitación se abrió dejando pasar la altísima figura de su hermano. Y ahí estaba: el rostro que espejaba su propia carne descompuesto en una mueca propia de un muerto viviente. Los ojos perdidos en el horizonte desdibujado, dándose cuenta Osamu que desde la entrada a su habitación, tenía una vista perfecta del lienzo curiosamente abandonado bajo el marco de la ventana. Y la mente de Atsumu iba a tanta velocidad en el interior de las gruesas paredes de su cráneo que Osamu juró, las oía correr. Era como sentir un millón de hamsters correr desesperados en sus ruedas hacia un lugar al que no iban a llegar, sacando humo de las orejas del muchacho que ahora cerraba la puerta y abandonaba su bolso en el suelo, justo entre la silla de madera y el escritorio pulcramente ordenado. El silencio que invadió la habitación fue como una sensación casi sacra, como preludio a algo nunca visto. Osamu sintió la calma antes del alba y algo que pensó, sería tan potente como una explosión.

—Samu...

Lo oyó decir. Osamu tragó el bocado que aún masticaba con parsimonia.

—Dime, Tsumu.

Silencio. Y luego, se rompió.

—No quiero cagarla —dijo.

El silencio se sintió totalmente diferente.

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Siempre hay sensaciones particulares que, sabes, estarán contigo para siempre. Esas que al cumplir ochenta, seguirán estando en un top tres. Para Atsumu Miya a los diecisiete años, eras sensaciones eran claramente identificables: el momento que comprendió a los ocho años, que la posición de armador era la más increíble del universo. El sentimiento de cerrarle legítimamente la boca a su hermano gemelo y esa torcedura de nariz que acompañaba su aceptación de derrota. Y la sensación de que sus dedos toquen el balón con una colocación perfecta, haciendo que el sonido del impacto al rematar sea tan satisfactorio.

Ese primer día de noviembre, cuando llegó temprano a clases sólo para notar el morral manchado de pintura guardando su asiento, supo donde estaba su dueña. Y sus pasos en los pasillos vacíos apenas resonaban por el cuidado que daba a sus propias pisadas. Como caminando en un bosque tratando de no ser descubierto por cazadores, o de no asustar a un cervatillo. Y cuando la puerta entreabierta del club de arte llegó a su campo visual, no tuvo que preguntar quien estaba dentro para asegurarse que tenía razón.

La espalda de Yuuki era pequeña. Más aún cuando su cabello estaba atado en una coleta alta y mal hecha, tanto que dejaba mechones fuego cayendo despreocupadamente a los costados de su cabeza. La camisa remangada y fuera de la falda, sentada en un taburete alto para alcanzar el lienzo casi sin partes libres. Era una imágen tan etérea que parecía quitarle el aire como un puñetazo al estómago, pero tan apacible que no podía desviar la vista ámbar de la figura a contraluz, tarareando algo que no llegaba a reconocer pero juraba, estaba desafinado.

Cuando volteó el cuello pálido hacia él y las orbes verdes brillaron a los rayos del sol matutino, supo lo que era la sensación de morir en vida con el pecho destrozado. Y cuando la sonrisa deformó las pecas en el puente de su nariz se odió tanto como pudo por dejarse sentir así.

—¡Madrugaste! —le dijo. La voz ligeramente más oscura por la falta de sueño, supuso. Porque las bolsas oscuras bajo sus ojos parecían ser testigo de ello.

—Tú también. ¿Duermes en algún momento?

—No este mes —respondió riendo con una mano manchada rascándose el rostro. Claro que se iba a manchar—. Tengo que terminar esto antes de mañana.

Porque la pintura original la tenía él, pensó Atsumu para sus adentros. El pecho comprimido y la sonrisa tratando de no salir. Porque saber que ella había considerado su imagen para exponerla a todos, y tan buena como para darse de obsequio, había sido un golpe tan fuerte que debió quedarse bajo la regadera fría más tiempo del recomendado en otoño.

—¿Otra vez dragones? —preguntó al acercarse a ella con las manos en los bolsillos.

Al quedar a su lado, la vista en el lienzo, sus pasos se detuvieron. La imposibilidad de juntar sus labios y mandíbula lo dejaron al descubierto.

—No —rió. Como campanadas sonoras en un domingo callado—. Son zorros.

Zorros de nueve colas lanzándose victoriosos sobre lenguas de fuego y juraba, lo que parecía una especie de Ovni en la esquina derecha, casi invisible y que pasaría por una mancha de pintura. ¿Como cara...?

—¿Cómo mierda se te ocurren estas cosas?

—Mamá dice que me soltó de cabeza al suelo cuando era pequeña.

La carcajada salió sin que pudiera evitarlo. Yuuki lo miró de soslayo, acompañándolo con una sonrisa cansada. Aún con la falta de sueño, ese momento a solas era algo que sabía, iba a agradecer de por vida.

Claro que tuvo que trabajar tiempo extra. Su pintura original fue a parar a manos del muchacho que la inspiró. No se arrepentía para nada. Pero tuvo que trabajar en otro concepto lo suficientemente fuerte para reemplazarlo y exponerlo en la feria que se llevaría a cabo el día siguiente. Cubrió sus labios con el reverso de la mano para acallar un bostezo silencioso, pestañeando varias veces para recuperar la visión tras las lágrimas. Atsumu volvió a mirarla, tratando de no concentrarse en la mancha de pintura que corría en su mejilla por el descuidado paso del pincel.

—Te vas a dormir en clase si sigues así. Y estás en primera fila.

—¿Vas a burlarte?

—Desde luego que lo haré.

—Tanta ternura me duele. El próximo año pediré sentarme al fondo. Es más cómodo. Al menos nadie me va a ver fijo si me duermo con los ojos abiertos.

—¿Y qué harás luego?

—¿De dormir?

—¡Del año que viene, tarada! Es nuestro último año.

—Oh. Bueno... —la vi levantar la vista hacia un punto imaginario en el techo del salón. Como si pensar una respuesta fuera una cuestión que necesitara tanta premeditación—. Aplicar a la escuela de Arte de Osaka o Tokio, creo. Hay una buena en Hokkaido, esa también puede se...

Osaka.

Atsumu respondió con tanta celeridad que la hizo saltar en su asiento.

¿Eh?

El alto armador notó sus palabras cuando ya habían dejado su ser. Y una desesperación poco conocida invadió su pecho. Tanto, que su voz volvió a brotar, con toda la dignidad que pudo juntar a pedazos.

—La de Osaka —murmuró—. Es la mejor. Creo. No lo se. Haz lo que quieras.

La voz de Atsumu pareció desaparecer entre sus labios cuando volteó la cabeza hacia el lado contrario, casi dándole la espalda. Yuuki no alcanzó a ver el rubor en sus mejillas. Y aunque lo hubiera visto, probablemente lo habría negado mil veces. Solo en ese instante, sentados lado a lado en el silencio matutino, cuando los rayos del sol y la brisa helada los acompañaba, comprendió las palabras que Kita murmuró hace unos meses, cuando estaba en esa misma posición.

Cuando el rostro de Kita pareció suavizarse al ver la imagen en el lienzo frente a él. Porque la espalda de Atsumu solía ser imponente e inspiradora, hasta para él. Hasta el conector del equipo, la cadena que los unía, reconocía que Atsumu era la fuerza de la naturaleza que impulsaba a Inarizaki como un tsunami. Y ese dibujo representaba eso. Y representaba algo más: lo que había impactado en ella. Él, en su estado más puro. Por eso lo había conmovido hasta las lágrimas. Por eso sus palabras fueron crípticas, pero indirectamente directas.

Es una pena que otras personas lo vean antes que él...

No pudo más que sonreírle.