¡Hola a todos! ¡No puedo dejar de agradecerles por tanto amor y apoyo! Y antes de dejarlos con este capítulo LARGO y muy bisagra en la historia, me veo en la obligación de hacer un disclaimer supremo y mágico:

Nuestra OC protagonista va a hacer algo que está MAL. ¿Si? MAL. Me encargué de remarcarlo en la historia, pero por si acaso, lo digo: LA PALABRA CLAVE ANTE TODO EN LA VIDA ES CONSENTIMIENTO. A todo chico y chica, de cualquier edad que lea esto, lo repito: LA PALABRA CLAVE ANTE TODO EN LA VIDA ES CONSENTIMIENTO. Sin eso, no hagan absolutamente NADA.

Gracias a todos, de nuevo. ¡Espero que disfruten el capítulo!


CAPÍTULO 12: Playing the game.

Atsumu Miya nunca se enfermaba. Podía sentir dolores de cabeza esporádicos. Podía estornudar por una alergia. Podía toser por un trozo de comida yendo por el mal camino. Pero nunca se enfermaba.

Era como una de esas bestias mitológicas que necesitaban mil ejércitos para tirar abajo, y aún así las probabilidades eran ínfimas. Por eso, cuando llegó con gripe esa mañana de diciembre a clase a finales de segundo de secundaria baja, fue como una cachetada colectiva de realidad: si él se enfermaba, todos iban a morir.

Porque Atsumu Miya no sufría solo. Claro que no. Todos sufrían con él: porque si era una pústula en el trasero estando sano, imaginarlo con molestias físicas era asomar la cabeza a los abismos del infierno.

¿Puedes volverte a casa? Estás poniendo a todos de mal humor con tus mierdas.

Osamu lo miró a los ojos tras los mechones oscuros que cubrían su frente. Su hermano le devolvió la mirada con el odio más potente en ellos. Y la nariz más roja.

¿Mis mierdas? Aún estando enfermo puedo patearte el trasero.

Y contagiarnos a todos, cara de feo —y esquivó de pronto una mano dirigida a su cabeza—. Si te desmayas te tiro a un barranco.

Eres el peor ser humano de la historia.

No quiero oír eso viniendo del peor ser humano de la historia.

Hijo de la...

Desde luego que todos sufrían con él. Su hermano, sus compañeros de equipo, sus compañeros de curso. Y claro, la chica que se sentaba a su lado por casualidad del destino.

Parece que te vas a morir.

¿Ahora eres adivina?

No —contestó con la mirada entornada conteniendo una blasfemia—. Pero estás poniéndote verde, Miya-kun. Ya está, llegaste al tercer período sin desmayarte. Demostraste ser superior. Ahora vete.

¡No! Estoy perfectamente bien. Si tienes miedo de contagiarte, siéntate más lejos.

No puedo irme más lejos, tarado. Y si te desmayas, no voy a evitar que el resto tire tu cuerpo a un barranco.

¿Desde cuando hablas con mi hermano?

¿Qué?

Nada...

.

.

La sensación de entrar a la Arena de Tokyo no era extraña para el equipo de voleibol masculino de Inarizaki. Por eso, su llegada en silencio estaba rodeada de una mística extraña para aquellos quienes presenciaban la escena desde el lugar de espectador mudo. Era ver un grupo de zorros monjes llegar durante la noche cerrada al templo escondido en el bosque, custodiado por su propia fuerza y dispuestos a desafiar a quien quisiera pasar por allí. Por eso eran, según Atsumu: los retadores.

Pero esa mañana de enero era distinta a la que habían vivido el año anterior. Incluso la que los que estaban en tercero tuvieron durante su debut: era la última. Fuera cual fuese el resultado de esos marcadores a partir del día siguiente, sería igual. Esa entrada, el sentimiento de pasar por los dinteles de metal y vidrio al ingresar sería la última vez. Ese sabor agridulce que se convertía en amargo al llegar al fondo de su garganta. Y por algún motivo, despertaba una adrenalina extraña en ellos.

Por eso, el entrenamiento justo antes del primer partido se sintió con un extraño gusto a nostalgia que ninguno quiso exteriorizar. También el saludo luego de la primera victoria. La cena de esa noche invernal. La vuelta secreta de los de tercero al centro de entrenamiento para seguir jugando juntos, en silencio. Todo rodeado de esos cristales que emulaban el pasado y una mística que ninguno se atrevía a nombrar. Algo que parecía ir totalmente en contra de su propio lema.

NO NECESITAMOS RECUERDOS

Kita odiaba esa frase. Secretamente, Aran no estaba de acuerdo con ella tampoco. Pero no podían decírselo a sus kohai si no estaban listos para comprenderlo. Y es que no estaban. Especialmente Atsumu. El muchacho de cabello rubio solo tenía una cosa en mente, y era el futuro. Para él, no importaba nada si su resultado no era positivo. El esfuerzo significaba mierda si no llegaban a puerto. Esa era la filosofía que había mantenido durante toda su vida, y la que estaba seguro, seguiría guiando sus pasos. Por ese motivo, quizá, la derrota contra el Karasuno dejó sus piernas en un estado de temblor.

Sabía que Tobio Kageyama era bueno porque lo conoció en el campamento sub 19. Entendió la clase de armador que era, y juraba que en ese mismo instante armó su estrategia para derrotarlo. Y entonces, el enano pelirrojo apareció: saltando más de lo que podía tolerar, con una energía abrasadora y tan contagiosa que tanto él como su hermano, juraron, quedaron hambrientos. Fue ver un equipo nuevo armarse contra ellos, los retadores que jugaron juntos dos años. Y por ese poder nuevo y brutal, en algún momento, dejaron de ganar.

Para Atsumu representó una muerte en su pecho. Algo tan doloroso que tuvo que plastificar su rostro mientras su cerebro procesaba lo que acaba de pasar. Y se odió porque no sentía odio. Porque no podía destrozarse con críticas. No podía culpar a su hermano, porque jugó a la perfección. Ni a Arán. Ni a Suna. Ni a Akagi. Ni a Omimi. Ni a Hiragi. Ni a él mismo. Esto no fue por ellos. Fue porque el Karasuno tuvo suerte. Tuvo a Shouyo Hinata. Tuvo a esa combinación letal. Y él juró en voz alta, señalando su rostro cansado y ojeroso, que colocaría para él algún día. Lo haría, de verdad.

Recordó cada segundo que estuvo en la duela aún después del partido. El rostro parco de su hermano mientras se burlaba por su manía de mal perdedor. El rostro agobiado de Suna y sus ganas de dormir urgentemente. La felicidad agotada del Karasuno al retirarse por la salida contraria. Y entonces, vio el rostro de Kita antes de que volteara hacia el pasillo interno. Fue ahí que todo, todo, cerró en su mente. Él colocaría para Shouyo Hinata algún día, pero antes de eso le rompería el culo en los próximos torneos intercolegiales.

Y antes de eso, también, ocurrieron las palabras que juró tiempo después, cambiaron su vida. Porque Kita había jugado su último campeonato con una sonrisa. ¿Por qué? Habían perdido, ¿por qué sonreía? No tenía ningún sentido para él. No había razón para la cual estar feliz, pese a esa sensación de hambre satisfecha que se negaba a aceptar. Y fueron las palabras de su pronto ex capitán las que lo hicieron abrir los ojos: el camino es lo que importa. Él estaba feliz de haber compartido esos tres años con sus amigos y compañeros. ¿Eso lo hacía un perdedor? Jamás. Nunca en la vida. Jamás. ¿Entonces?, una veta se abrió para los gemelos frente al mayor aún en sus uniformes sudados, de pie en el pasillo que llevaba a los vestuarios. Kita solo se arrepentía de no poder jugar más con ellos, sus queridos compañeros. Y en ese instante, con esas palabras resonando en sus mentes como campanadas de iglesia en domingo de misa, lo prometieron: serían los discípulos de los cuales estaría orgulloso, aun cuando tuviera sus propios nietos.

Y así, el campeonato de primavera terminó.

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Nacer en febrero sobre territorio japonés tenía una complicación muy peculiar estando en preparatoria: nunca nadie sabrá que existes porque San Valentín ocupaba el pensamiento de todos. Sobre todo si eres chica. Sobre todo si eres chico. Ren Omimi estaba acostumbrado a eso. Nacido un 17 de febrero, el más alto de los titulares de Inarizaki había adaptado su pensamiento a no esperar demasiado de nadie en esa fecha. Probablemente las chicas que le regalaban chocolates ni siquiera sabían que cumplía años a los pocos días, y eso que no eran demasiadas. Fue por eso que, quizá, que cuando Akagi y Aran le sugirieron reunir al equipo en una reunión el fin de semana siguiente, se sorprendió para bien. Podía hacer eso. Podía traer gente a casa. No mucha. Pero gente. Es decir, eran todos hombres. Nada que ocurriera en las primeras horas de la tarde iba contra el reglamento de sus padres y si debía ser sincero: era su último año, ¿realmente importaba si se comportaba mal los últimos meses de preparatoria?

Si.

—Si rompen algo lo pagan.

La voz del mayor resonó en el gimnasio ahora casi en silencio por el cese de los golpes y balones impactando en la duela. Atsumu Miya pestañeó varias veces con el rostro torcido en disgusto.

—Si te vas a poner en papel de policía no vamos a tu fiesta.

—Una amenaza muy creíble viniendo de alguien sosteniendo una caja con frituras.

—¿Qué? —señaló el paquete sin abrir con el meñique—. Son de Samu.

—Yo no como esa porquería.

—Comes todo.

—¿Pueden callarse ya? Por cierto... —el silencio solemne tomó a todos por sorpresa. Como esas pausas antes de una gran revelación—. Inviten chicas.

—¡¿Eh?!

—¿De repente te pegó la pubertad?

—¡Claro que no, pendejo ignorante! —pero sí—. No conozco muchas. Y si somos todos hombres...

—Sería como un entrenamiento, pero en tu living. Si. Entiendo.

—Tres años de preparatoria desperdiciados, Omimi-sempai. Casi quiero abrazarte—. Atsumu casi parecía un osito de felpa.

—Hazlo y te mato—. Omimi no.

—Por favor, hazlo.

—Guarda ese teléfono, Suna —Aran habló levantando una mano enorme y poniéndola frente al celular a punto de prenderse. Sacudió la cabeza resignado—. Dios, ¿van a madurar algún día?

—Si lo hacemos, ya no lo verás. ¿Qué tan irónico es eso?

Y el silencio volvió a rodearlos. Por un momento, rieron al unísono. Y entonces, la sonrisa murió, volviendo a la realidad que esas palabras significaban. Iban a despedir a sus mayores a lo grande. Se iban a ir por la puerta principal. Y para eso, evidentemente, necesitaban una fiesta y chicas. ¿Eso era correcto? Bueno, al menos era legal. Esperaban que fuera legal.

.

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El camino nevado y los árboles vacíos blancos como las nubes sobre su cabellera roja. Eso es lo que amaba del invierno. El paisaje desoladoramente bello que podía inspirar tanta paz y soledad en un solo cuadro. Sentir sus manos incómodamente tibias bajo los mitones a manchas verdes y las gruesas medias negras que cubrían sus piernas para protegerla de la intemperie. Era la excusa perfecta para esconderlas antes de que el calor comenzara en unos meses. Esquivar las miradas un poco más. Solo un poco más.

Sonrió de costado dentro de la gruesa bufanda rosada. Sabía que el imbécil de Atsumu iba a burlarse de su elección de color. Es como echarle gasolina al fuego. No sirves ni para combinar colores con tu propio cabello. Si, algo así. Casi podía oírlo. Podía olerlo. Y se había acostumbrado tanto a él en todo ese año, que por momentos sentía que Osamu era una especie de mentor a seguir. Que sus respuestas eran las correctas en un juego otome, o el acertijo real para matar al dragón. Si. El dragón era el imbécil, por supuesto. Había sobrevidido todo ese tiempo sin ahogarlo con su chaqueta y podía jurar que hasta parecían llevarse mejor con cada día que pasaba. ¿Aún quería matarlo? Desde luego. Nadie con sentido común podía no querer romperle la cara. Pero era parte de su relación. Esa parte graciosa que te hacía controlar tus impulsos homicidas.

Esa mañana en particular, luego de la ajetreada semana del catorce de febrero, las cosas parecían haberse calmado. Las chicas se revolucionaban por un simple chocolate, como si todas las miradas indiscretas de años se combinaran en un dulce obsequiado el mismo día en que todas iban a hacer lo mismo. Y eso se había repetido la tarde que le entregó a Kita y los gemelos sus dulces. Exactamente iguales. Precisamente del mismo tamaño, solo que el de Atsumu era más amargo. No tenía más opción que hacer girichoco para todos. No podía prenderse fuego marcando una diferencia. Y de todos modos, el rostro de los tres fue suficiente recompensa por un trabajo bien hecho.

Fue llegando al enorme portón de entrada a la academia, que la conocida voz de Shinsuke Kita vino a sus oídos como una bienvenida matutina.

—Buenos días, Yuuki-chan. Viniste temprano el día de hoy.

—Shinsuke-sempai, buenos días—. Hacía semanas que lo llamaba por su nombre a pedido del muchacho. El honorífico no había habido caso de perderlo. Se sonrojaba solo con pensar en no decirlo—. ¡También tu! ¿Cómo van los exámenes de admisión? Agronomía es una carrera complicada.

Shinsuke Kita había decidido que quería ir a la universidad para capacitarse a realizar lo mejor posible su trabajo. Todos sabían que no quería seguir jugando profesionalmente, y muchos habían apostado a que se metería a monje. Aran y Suna acertaron en que apenas pudiera, se mudaría a la paz del campo en Hyogo y viviría rodeado de ancianos para sentirse seguro y en tranquilidad. Y él no parecía ofendido con lo de anciano.

—Preparándome, como todos. Pero vamos a tener un último respiro antes de que todo sea estudiar.

—¿Último respiro?

—Omimi cumple años este sábado. Hará una fiesta en su casa, que espero que sea lo suficientemente grande... Pero en fin. ¿Quieres venir?

Yuuki pestañeó varias veces aún sin poder cerrar sus labios completamente. La sonrisa parcimoniosa en el rostro pálido le recordó a los zorros invernales en retratos antiguos. ¿Qué...?

—P-pero yo no soy parte del equipo. Es decir...¿Qué...?

—Lo sé. Pero te estoy invitando. Si hay chicos jóvenes quizá me sienta un poco menos viejo.

—¿Estás aceptando las bromas sobre tu edad?

—Es eso o deprimirse.

Rieron al unísono. ¿Por qué hablar con Kita significaba tener ese calor amoroso en el pecho? Abrió los ojos, escurriendo una lágrima de la comisura provocada por el esfuerzo. Asintió con la cabeza de rojos cabellos.

—¡De acuerdo!

—Genial.

Entraron lado a lado. El pecho tan cálido como siempre que le dirigía la palabra. Era duro pensar que no faltaba mucho para ya no volver a verlo en su uniforme de invierno. En ya no verlo cruzar el umbral de hierro para entrar y despedirse al dirigirse al tercer piso. Todo iba a cambiar pronto.

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Atsumu Miya nunca se enfermaba. Podía sentir dolores de cabeza esporádicos. Podía estornudar por una alergia. Podía toser por un trozo de comida yendo por el mal camino. Pero nunca se enfermaba. Aunque, cuando lo hacía, todos sufrían con él.

Ese día helado de noviembre fue lo más similar a estar en una sala de partos que muchos de sus compañeros estarían. Porque sus estornudos cubiertos seguidos de insultos eran permanentes. Sus contínuas maldiciones al aire. Los murmullos dándose ánimos a él mismo y finalmente, la baba cayendo de su labio cuando quedó dormido en clase de aritmética. Todo eso llevó a su maestro de día a pedirle al ser humano más cercano en el salón a llevarlo a la enfermería para que descnasara hasta el final de la clase, cuando su madre podría venir a buscarlo. Y Yuuki Komimura solo podía recordar que escoltar a una mole de más de metro setenta a sus tiernos quince años era casi irrisorio cuando la duplicaba en tamaño.

Si te caes no podré levantarte, así que aguanta hasta llegar.

¿Por qué estás aquí? Siento que eres mi niñera.

Soy eso, pero ni siquiera me están pagando. Todos te dijeron que te fueras a casa. ¿Por qué eres tan tosco?

No hay nadie en casa de todos modos. ¿Quién me iba a hacer de comer?

¿No sabes prender el fuego para hacerte un té?

No tengo permitido hacerlo desde que mamá creyó que yo incendié las cortinas de la cocina.

¿Y fuiste tú?

¡Samu también estaba ahí!

Eso no responde la pregunta.

Cállate, Komimura.

La enfermería vacía los recibió con ese aroma a alcohol etílico que parecía querer hacerlos correr en direcciones opuestas. Solo cuando la joven de cabello rojo quitó los cobertores para ver si la cama estaba en condiciones, el alto muchacho se acercó como quien teme que salga un monstruo escondido.

Sabes que puedo hacerlo, ¿no? No actúes como mi madre.

Acabas de decirme que no quieres estar solo, y si te pasa algo van a echarme la culpa. Métete y cuando te duermas me largaré para que no me pegues nada.

¿Eh? ¿Te vas a quedar hasta que me duerma? ¿Tienes idea de lo loco que suena eso?

Cállate y métete de una buena vez.

Le dijo. Atsumu obedeció entre dientes.

.

.

—¿Vas a invitarla?

—¿De qué carajo estás hablando ahora, Samu?

—A Yuuki, infradotado. Omimi y los sempai organizaron una despedida el sábado. ¿No te acuerdas?

—¿Acaso piensas ir? Es una pérdida de tiempo.

—Comida gratis. Claro que pienso ir. Además es la despedida de los de tercero. No seas tan basura.

—Pues diviértete. Y trae comida.

Oh, ya veo —murmuró rascándose la mejilla con una mano pálida—. Entiendo todo. No quieres llevarla a la fiesta porque sabes que es una especie de festín de hormonas y estarías como energúmeno gruñéndole a cualquiera que se le acerque.

Atsumu trató de no atragantarse con su propia saliva, aun cuando no le fue posible. ¿Que si quería llevarla? Claro que sí. ¿Por qué no? Porque sus compañeros no dejaban de ser adolescentes. Los adolescentes son pura hormona alborotada y cerebro relleno de flan. Y si bien una parte de su cabeza le decía que no iba a ocurrir nada malo, la otra gritaba que si la invitaba sin ser más que amigos, era como envolverla en jamón y arrojarla a los leones. Por un lado sonaba divertido, por el otro lo aterraba. Estar enamorado era una real mierda.

El pasillo estaba comenzando a llenarse de estudiantes cuando el cabello rojo apareció en su campo visual, como un fósforo encendido saludándolos con la mano en alto. Los pasos ligeros la acercaron a ellos con una sonrisa de oreja a oreja.

—¡Buen día, chicos! Oigan, pasaron tres días y siguen viniendo a clases. ¿Sobrevivieron a tanto chocolate?

—Mamá lo confiscó —Osamu habló casi con pesadumbre. Eso debió doler.

—Tu madre sabe dónde darte para que duela, ¿no?

—Y mucho.

—Sobreviví al tuyo. Puedo sobrevivir a cualquiera.

—El tuyo fue el único que comió.

Atsumu giró su cabeza como si se tratara de un látigo certero y hechando fuego por los ojos. ¿Por qué? ¿Por qué tenía que ser tan hijo de puta? Él también lo era, eso era innegable. Pero, ¿por qué?

Quiso contestarle algo hiriente, pero solo se le ocurrían cosas sobre la madre que ambos compartían, y la velocidad de Osamu para desaparecer saludando con la amplia mano lo hizo meterse al salón dos, dejándolos solos a mitad del pasillo.

Los ojos verdes lo miraron al ladear la cabeza, como esperando que dijera algo. Mierda, esto se estaba poniendo difícil incluso para él.

—Mejor vamos al salón —murmuró.

El trayecto de cuatro metros nunca duró tanto y le pareció tan caluroso en pleno febrero. ¿¡Qué carajo estaba pasándole!? Había hablado con ella muchas veces. Se habían quedado solos también. ¿Qué era diferente en esta? ¿Por qué su cerebro parecía sacar humo? ¿Qué...?

—¿Cómo están llevando la transición del equipo? No debe ser sencillo despedirse de todos.

Atsumu la miró de soslayo al pasar por el umbral de la puerta de su salón. No, claro que no lo era. No hablaban de ello. No querían hablar de ello, pero el aire se enturbiaba al saberse cerca de una fecha como esa. Y por algún motivo, se sentía triste al pensarlo.

—Suna será el nuevo capitán. Aunque yo haría un trabajo impecable.

—No te ofendas, Atsumu-kun. Pero si fueras el capitán, no habría equipo.

—¿Cómo pretendes que no me ofenda con eso?

El sol entrando por la ventana se reflejó en su cabello cuando aún estaban de pie cerca de su mesa. La vió quitarse el morral para acomodar su abrigo. La bufanda a medio sacar. Su propia mente gritándole que la invitara. La otra gritando que no. Y entonces, ella habló.

—Los chicos de tercero deben querer aligerar el clima. Por eso hacen esa fiesta, ¿no?

¿Eh? ¿Qué cara...?

—¿Cómo sabes de la fiesta?

—Shinsuke-sempai me invitó a ir. Dijo que todos estarían ahí. ¿Te veré, no?

Silencio. Total y absoluto silencio.

—Si.

.

.

La noche del diecisiete de febrero fue recordada por muchos años. Uno de esos eventos que perduraron en la memoria colectiva de Inarizaki hasta que la última generación se egresó, y aún así continuó como leyenda. Porque de todo lo que podía pasar esa noche, todo, literalmente, ocurrió.

La consigna original había sido traer unas pocas personas para pasar un buen rato fuera del gimnasio. Y en algún momento esa invitación pasó a toda la escuela. Claro que había chicas. Eso era claramente bueno. ¿Pero esos muchachos que nunca habían visto? ¿Y esa gente urgando en el gabinete de sus padres? ¿Y esos que parecían querer ir escaleras arriba? No. No. No.

Omimi era una persona pacífica, aún con su exterior intimidante y el semblante de un anciano. Atsumu solía decirles que bebiendo té juntos, parecían una pareja casada de abuelos. Por eso dejó a todos con la boca abierta cuando pareció crecer ocho centímetros más y ubicar a los presentes con un grito certero. Iba a ser una noche tan larga como no quería realmente recordarla.

Las risas y carcajadas sonoras se oían desde una calle de distancia cuando la joven de rojo cabello llegó acompañada del próximo ex capitán. Aun cuando le había dicho que podían encontrarse en destino, el muchacho insistió en pasar por su casa e ir juntos. No se quejaba, para nada. Cualquier ocasión era buena para charlar con él y sentir el sutil aroma de su colonia a lavanda.

—Tengo la impresión de que esta fiesta será extraña por algún motivo.

—Sin ofensas, todos ustedes son un poco extraños. ¡Buenos!, pero extraños.

—Me alegra que te caigamos bien a pesar de nuestra rareza. Pero si, aún no estamos cayendo del todo en que son nuestros últimos días.

—Realmente voy a extrañarte, Shinsuke-sempai. Aunque Osamu-kun y Atsumu-kun te extrañarán el doble.

—¿Tú crees? No son demasiado demostrativos.

—Osamu-kun se refugiará en la comida. Pero Atsumu-kun llorará por horas, aunque no niegue mil veces.

Kita rió con fuerza deteniendo sus pasos. La voz cristalina y clara resonando en sus oídos en la oscuridad helada de la noche. El frío colándose por sus leggins oscuros y el aire condensado en forma de humo saliendo de sus labios al respirar. La miró con ternura, de esa que estaba segura, podría derretir un iceberg.

—¿Puedo encargártelo? Al pequeño zorro-dragón.

¿Qué? ¿Pequeño zorro-dragón? ¿Qué cara...?

—¡Kita-sempai! ¡Aquí!

La voz de Atsumu Miya llegó a sus sentidos desde la esquina opuesta, caminando junto a Osamu. Las dos moles imposible de perder de vista aún y solo alumbrados por por las luces callejeras. Era increíble cómo hasta, por momentos, caminaban igual. Sonrieron cuando se encontraron a mitad de camino. Los gritos descontrolados y el rezo en voz extremadamente alta de Omimi les indicó que debían entrar antes de que se perdieran toda la diversión.

Así, la noche pasó. Las horas transcurrieron y pese a que varios objetos cayeron al suelo, pocos fueron destrozados a diferencia de los nervios del pobre dueño de casa. Porque el altísimo centro podía sentir como sus padres iban a enviarlo a servicio militar luego de esto. Ni siquiera las palabras calmas de Kita podían asegurarle nada. Tampoco las bromas de Aran. Y cuando oía a los gemelos, claramente se sentía mucho peor. Solo cuando la cantidad de gente mermó y solo caras conocidas quedaron sentadas en la sala de su casa, ocupando los sofás que milagrosamente habían salido intactos de la masacre de los aperitivos con salsa. Realmente, iba a ser una noche para recordar.

Y lo fué. Porque el rostro de todos quedó helado cuando una de las chicas presentes sugirió un juego. Uno de esos que ves en los programas de televisión estadounidenses y que nadie en Japón se anima a jugar por ser tan occidental que causaba rubor. Pero era tarde, no estaban cansados, y la gran mayoría prefería esperar a que saliera el sol para volver a sus hogares.

—Entonces... Si alguien dice yo nunca he ido al zoológico, y alguien sí fue...

—Si. Ese alguien bebe.

—¿Esto no debería jugarse con alcohol?

—Buena suerte consiguiendo alcohol siendo menor de edad.

Vi que había botellas en la gaveta de ese mue...

—Puedo llegar a asesinarte.

Y ahí estaban. Sentados en ronda, ocupando los sillones de la sala al calor de las estufas que se vieron obligados a encender por las bajas temperaturas de la madrugada. Osamu eligió quedarse fuera de la ronda y muy cerca de la mesa de bocadillos. Se sorprendió cuando notó a Suna adentrarse en el juego, como queriendo ser un partícipe silencioso. Kita sentado junto a Aran, mirando como los vasos eran servidos con los ojos muy abiertos, queriendo saber si realmente eso era jugo o alguien terminaría en el hospital. Y ahí estaba su hermano, disimuladamente sentado en diagonal a la joven de rojo cabello que había estado mirando con muy poca parsimonia durante la noche. Porque Atsumu era tan obtuso como parecía y cuanto más tranquilo quisiera aparentar que estaba, menos se notaba en el exterior. Por eso la había estado cuidando como un satélite en mudo y alejando a todos de ella solo con su mirada y un aura más oscura de lo que seguro, tenía el alma.

Había permanecido junto a ella y Kita buena parte de la velada. Aran uniéndose y riendo juntos, porque después de todo, esta fiesta era para distenderlos antes del último mes de su estadía en preparatoria. Y ahí estaban ahora, bebiendo entre risas cuando uno de los muchachos anunció que nunca había comido comida caída al piso. Él sí. Claro. Regla de los tres segundos. Eso salvaba todo.

—Muy bien... —Aran habló con tranquilidad. Un vaso en su mano derecha y rascando su grueso mentón con la otra—. Yo nunca...

—¿Por qué piensas tanto, Aran-sempai? No eres tan divertido como para haber hecho muchas cosas.

—¡Cállate cabeza hueca! Yo nunca he... ¿estado detenido por la policía?

Momento de silencio. Nadie llevaba su vaso a los labios. Tres segundos de tensión más. Y Kita lo hizo. Los gritos generalizados y aplausos con silbidos no se hicieron esperar. El rostro desencajado de Atsumu, Osamu y Aran esperaban respuestas esclarecedoras inmediatamente.

—Encontré una billetera y la devolví al puesto policial de mi vecindario.

—¡Eso no es estar detenido!

Oh... ¿Entonces perdí?

Risas. Y muchas. Yuuki ocultó su rostro entre ambas manos ahogando un pequeño grito de felicidad histérica por lo que estaba viviendo. Jamás creyó escuchar esto, y agradecía a todos los dioses existentes por esto.

—¿No te puedes reír como persona normal? —oyó decir a su lado. Atsumu le dio una servilleta de papel, logrando que lo mire extrañada con lágrimas en los ojos—. Tienes mocos. Eres un asco.

—Que delicado eres...

Tomó el pañuelo de papel entre sus dedos aun riendo. Un nuevo ataque de risa la sacudió, haciendo que la pequeña espalda se contorsionaba. Atsumu desvió la vista con una mano cubriéndole los labios. ¿Qué carajo...?

—Bien. ¡Me toca! Yo nunca... —y la bella castaña sentada junto a Omimi pareció buscar en lo profundo de su mente por lo que pareció horas. Finalmente, habló— Yo nunca he tenido mi primer beso.

Eran adolescentes. Los adolescentes hacen eso. Se comportan como primates, no importa el país donde estuvieran. Nada tenían que ver los contratos sociales ni que tan maduros pudiesen ser. Si se mencionaban besos, iban a silbar. Iban a reírse. Iban a sonrojarse. Y en un grupo donde el rango etario no bajaba de diecisiete, el amague de beber se completó en varios. Todo normal. Todo claro. Hasta que Atsumu notó entre risas que el brazo de Yuuki se estiraba hacia su jugo y llevándolo a los labios, bebió un sorbo entre risas. ¿Eh? ¿Qué? ¿Qué mierda? ¿Por qué? ¿Qué? Su rostro palideció a medida que el de ella parecía encenderse en un rubor de alguien que recuerda algo. ¿Por qué? Sus ojos miel corrieron hacia Kita de una forma tan brutal que la cabeza lo acompañó sin ninguna parsimonia. Kita estaba quieto. Sonreía viendo como Aran dudaba en beber o no. Como quien duda si un beso a los cinco años fue válido o no. Pero ella no dudó. Ella había bebido.

Y algo se quebró en él. No porque hubiera dado su primer beso. Sino porque fue fuera de su alcance. Fue algo que se le pasó. Y su mente cayó en cuenta de que hubo más de un año donde ese sentimiento de odio y desapego estuvo plantado en su pecho y no supo que fue de su vida. Y que no era tan cercano a ella cuando estaban en secundaria. Y que si la había destrozado aquel día, él no tenía derecho a reclamar nad...¡Basta! ¿Cuándo? ¿Cuándo había sido? ¿Con quién? ¿Qué fue? ¿Qué significó? ¿Quién era? ¿Lo seguía viendo? ¿Que...? ¿¡Por qué no lo miraba!?

Porque no lo estaba viendo. Entre las risas y comentarios y anécdotas, ella no lo estaba viendo. Ni una vez volteó a verlo. Ni siquiera como si quisiera saber si él había besado a alguien. Su cabeza parecía prenderse fuego conforme las llamaradas ascendían desde la boca de su estómago e incineraban sus pulmones. El aire estaba faltando. Necesitaba salir. Tenía que salir. Ya.

—Ahora vengo.

—¡Te toca, Tsumu!

—Luego.

Y sus pasos lo llevaron fuera del salón. Fuera de vista. Y el aire se congeló en murmullos interrogantes.

.

.

El aire helado sobre su rostro parecía despejar sus pensamientos mientras su pecho seguía incendiado. La luz clara de la luna parecía refulgir en su piel como si fuera una hoja en blanco. El color de su cabello asemejándose a la plata y sus puños cada vez más y más cerrados por la presión en ellos al querer ahorcar algo invisible con ellos. Imágenes de una película imaginaria corriendo por las tinieblas de su mente y las preguntas que su cerebro no dejaba de gritarle en el oído. ¿Esto era estar enamorado de alguien? Porque si lo era, podían metérselo bien en el culo. No quería esto. No quería esa presión en las costillas. No quería ese temblor en las piernas que siempre se mantenían firme en una duela. No quería odiar una sombra invisible del pasado que nunca conoció. No quería odiarse a si mismo por sentirse tan mal. ¿Y a ella? A ella simplemente no podí...

—¿Estás bien?

La puta madre...

El rostro cubierto de pecas pareció relucir bajo la luz que entregaba la intemperie y las cálidas lámparas del living hacia el pequeño balcón donde se encontraban. ¿Qué quería? ¿Por qué lo había seguido? ¿Por qué fruncía el ceño como si estuviera preocup...?

—Nada.

—Luce muchísimo como nada.

—¿Te preocupa acaso?

—¿Que de la nada te hayas levantado como resorte y escapado al balcón? Si. Bastante.

¿Qué cara...?

—No me pasa nada. Puedes volver a jugar si quieres.

Su voz pareció suavizarse aún cuando su pecho parecía doler aún más. ¿Solamente por decirle que se preocupaba por él ya se comportaba como imbécil? Estar enamorado era una real mierda...

—Nah. Aran-sempai se puso algo emocional y ahora están consolándolo. Me pidieron que no te lo dijera para que no seas un dolor de huevos para ellos.

¿Arán estaba llorando y él no quería entrar a molestarlo? ¿Que estaba pasando? Se había convertido en lo que juró destruir.

—Así que te mandaron aquí a cuidarme y que no rompa nada.

—No. Vine porque me preocupaste. ¿Dije algo que te ofendiera en alguna medida?

—¿¡Eh!? ¿Y eso de donde salió?

—Hace rato que no te comportabas como gato al que le pisan la cola. Tienes más cambios de humor que una embarazada en verano.

—¿Y cómo mierda sabes eso?

—Mi cuñada está volviéndonos locos.

—Oh.

Silencio. Más silencio. ¿Por qué esto era incómodo? Estar con ella no era incómodo. Ni siquiera al enterarse y aceptar sus propios sentimientos había tenido problemas para quedarse a solas en una habitación. ¿Por qué de pronto todo le estaba doliendo?

—¿Fue por la pregunta?

—¿Q-qué?

—Por el juego. ¿Algo te molestó de eso?

La carcajada más falsa de su repertorio fue todo lo que pudo dar como respuesta antes de evitar atragantarse con su propia saliva. Tratando de que su cerebro elaborara una respuesta que no lo dejara totalmente en ridículo. No lo logró.

¡JA! No. ¿Por qué me molestaría si besaste a alguien cuando sea que lo hayas hecho?

Mierda. Eso era salir de la situación con total espalda. Yuuki ladeó la cabeza sin perderlo de vista. El rostro pálido parecía desaparecer tras los enormes ojos verdes y esa estúpida camisa a cuadros que hacía juego con su estúpido cabello.

—Si quieres saberlo, solo tienes que preguntar —le dijo. Su voz cálida, casi como si contuviera una sonrisa.

Un frío helado se le plantó desde la base del cuello hasta la cadera ida y vuelta, como electricidad en su columna vertebral. Su voz sonó más calma en su mente de lo que realmente fue.

¡NO!

Silencio. Los ojos verdes parpadearon varias veces mientras él respiraba agitado sin dejar de verla. Esperaba no tener el rostro tan rojo como ella. ¿Por qué mierda tenía el rostro ro...? Y finalmente, continuó hablando. Esta vez, su voz fue normal.

—Haz lo que quieras.

Silencio.

Las voces de aquellos que aún estaban dentro de la casa llegaban a ellos como una canción de cuna desafinada. Como algo que acontecía en otra dimensión. El frío parecía querer calarle los huesos al salir sin un solo abrigo, pero algo les impedía entrar. En el caso de Atsumu Miya, fue la sonrisa casi tímida de la chica frente a él. Ella, esa sonrisa, y los ojos que parecieron reflejar algo del pasado. Algo que él nunca supo.

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No. No estuvo bien. Lo que acababa de hacer no estaba bien. Lo sabía perfectamente, porque su mente gritaba a voz de pecho que no lo hiciera. La única parte racional de su existencia le decía claramente que esa era la clase de comportamiento que la ponía de mal humor al leer un manga, ver una serie o saber que simplemente ocurría. Y ahí estaba, cubriéndose los labios con sus dedos temblorosos, no sabiendo si reír o llorar o gritar. O todo al mismo tiempo y no necesariamente en ese orden.

Y es que, verán: a comienzos de su tercer año de secundaria baja, Yuuki Komimura realmente quería a Atsumu Miya. ¿Enamorada? No. Si. No. No lo sabía. ¿Quién puede saber algo con catorce años próximos a ser quince? Nadie, y menos ella. Y es que no sabía que pensar. Y es que tampoco estaba pensando. Claro que no. Porque si hubiera pensado realmente, no se hubiera quedado con Atsumu hasta que se durmió, como el idiota indirectamente le pidió. En su defecto, se hubiera marchado apenas notó que su respiración se hizo liviana y sus párpados dejaron de moverse, entrando en un sueño profundo. No hubiera notado el contorno fino de su rostro. El cabello negro casi rojo a contraluz. El subir y bajar del pecho amplio pese a solo tener unos meses más que ella. Los diminutos lunares tras el lóbulo de su oreja. Y no hubiera hecho eso. No hubiera acercado su rostro al suyo para taparlo con las mantas blancas. No hubiera mantenido su delgado cuerpo suspendido para acomodar su almohada antes de retirarse, y no hubiera sentido el pequeño quejido de alguien que cayó en un sueño profundo. No habría mirado su rostro y notado que dormido, parecía igual de idiota que siempre.

Y sus labios no se hubieran encontrados con los suyos como la caricia nívea de una pluma en el viento.

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Cuando las palabras de Yuuki llegaron a un final cadenciado y su voz dejó de sonar, Atsumu todavía no había vuelto. Todavía su mente estaba atascada en el recuerdo que no podía mantener, porque no estaba ahí. Porque podía adivinar toda su vida lo que había pasado, pero jamás lo iba a acertar. Porque en esa época podría haber sabido que sentía algo por ella y que quizá se hubiera animado a decirle algo, pero no lo hizo. Porque ella...

—Lo siento mucho —le dijo con los ojos verdes fijos en los suyos. La sonrisa desvaneciéndose—. Lo que hice no estuvo bien. Es decir, tenía catorce. Era una imbécil con todas las letras y eso fue literalmente lo más estúpido y desubicado y malo que salió de mi. Estabas dormido y...

—¿Me besaste?

Silencio. Yuuki tragó fuerte. Su corazón quebrándose. Tomó aire muy profundo antes de contestar.

—Si. Por eso, lo lamento. No tengo excusa.

—¿Me besaste...? —insistió. Sacudió la cabeza con ligereza, los brazos cayendo al costado de su cuerpo y los ojos bailando por todos lados menos en ella—. ¿Estaba dormido y me besaste?

Mierda.

Mierda.

Sabía que esto iba a pasar. ¿Que esperaba que ocurriera? Desde el día que sucedió, Yuuki supo que cometió un error. Eso estaba mal. Era la clase de cosas que odiaba en los mangas shoujo que solía leer de niña. Y ella lo había hecho. Una parte de su cerebro no se arrepentiría jamás, porque a pesar de ser un imbécil geográfico, realmente lo quería. Y en el momento en que sus labios se tocaron, se sintió bien. Pero la otra, la racional, la que debía escuchar para evitar ir presa eventualmente, le gritaba que era incorrecto. Que eso no se hacía. Que eso...

—Eso estuvo mal, Atsumu —¿Era el mejor momento para dejar de usar el honorífico tierno? No. Pero no salió de sus labios en ese momento, como si quisiera que sus palabras sonaran más severas que lo que podía manejar realmente. Un paso al frente y se sintió una Valquiria. Y su voz sonaba casi como una—. Estuvo mal, y lo lamento muchísimo. No tengo excu...

Y Atsumu estaba seguro que no escuchaba más de sus palabras al momento en que su mente estalló. La chica de la que se había enamorado lo besó por primera vez cuatro años antes, cuando él no podía recordarlo. Debía estar enfadado. Debía exigirle las disculpas que ella sola le estaba dando ahora cuando la había puesto en mudo para escuchar las ochenta voces en su cabeza diciéndole que su cerebro estaba teniendo un derretimiento masivo. El frío apenas se sentía en su propio cuerpo cuando la voz más potente pareció llegarle a lo más profundo del pecho: le había ganado. La hija de puta le había ganado. Él sentía algo por ella en aquel momento y era tan idiota que ni siquiera lo notó. Ella sabía perfectamente lo que sentía por él, y actuó en consecuencia. La hija de puta le había ganado.

Mierda. Eso dolía. Eso molestaba. Eso quemaba. ¿Debía estar furioso? Seguro. Lo estaba, porque la felicidad de saber que ella correspondía sus sentimientos debía ser mayor que el odio de que le hubiera ganado. Porque le correspondía. Ese rostro triste y desesperado por una respuesta no era el de una amiga. Ella realmente lo quería. Y la hija de puta le había ganado.

No. No.

No.

Yuuki recordaba los labios de Atsumu como tan cálidos como secos. Lastimados por mordérselos en los entrenamientos cuando algo no salía como quería. Ásperos como sus manos al contacto con el balón, curtidos por el tiempo que pasaba en una duela. Pues bien: seguían siendo exactamente iguales. Porque ahora estaban sobre los suyos con una fuerza tan brutal como arrolladora. Tanto como lo eran sus pulgares sosteniendo sus mejillas sonrojadas y heladas por el aire nocturno. Tan cálidos como podía demostrar al ser la única parte de su cuerpo que no sentía frío. Tan potentes como esa energía que parecía llevarse todo por delante. Como si le quitara el aire y la vida y su ser con el agarre en su rostro. Con el gemido ronco contenido. Con los ojos cerrados con fuerza y la forma en que su enorme cuerpo se había pegado al suyo.

Las manos delgadas de Yuuki solo pudieron adaptarse a su pecho y atinó a sostenerse de su chaqueta para no caer al piso cuando las piernas le fallaron. Era como si sintiera el peso del mundo atacando sus labios y haciendo temblar su cuerpo con una energía que no podía tolerar. Y sintiendo la lengua de Atsumu pedir permiso para ingresar en ella fue que su cerebro dejó de funcionar definitivamente. Apenas reaccionando cuando al mismo tiempo, alejó su rostro del suyo y sintió el frío de la noche por primera vez. Los ojos claros clavados en los suyos como esperando una explicación. Los labios temblando y sus manos soltando la tela de la camiseta. Los larguísimos dedos abandonaron su rostro con una ternura impropia de él, y juró ver un momento de seriedad en su rostro antes de que abriera la boca nuevamente.

¡Eso! —gritó—. Eso es un beso.

El puñal en la boca de su estómago superaba todo aquello que hubiera sentido antes y que se comparara con dolor. Porque así funciona el ser humano al fin y al cabo: por comparación. Y nada podía compararse a las náuseas que Yuuki Komimura sintió al instante de oir su voz, sintiendo que las lágrimas se agolpaban en sus cuencas y la garganta se quebraba en mil pedazos.

—Idiota...—murmuró casi de forma inaudible—. Eres un idiota.

Los ojos de Atsumu pestañearon varias veces hasta que pudo entender lo que le estaba diciendo. ¿Qué...?

—¿Eh...? Oye, pero...

Atsumu trató de hablar, pero el tono de voz grave de Yuuki se lo impidió. El ceño fruncido y esa cortina de agua que cubría sus orbes verdes.

—No beses a alguien si no tienes sentimientos por esa persona. No seas tan cruel.

Silencio.

Silencio.

Y estalló.

Porque las manos de Atsumu temblaron cuando tiraron de su propio cabello rubio hasta que la capa oscura inferior quedó al descubierto. Los ojos cerrados en exasperación. El pecho doliendo. La garganta ardiendo. El estómago al rojo vivo. Y su grito estallando al exterior.

—¡¿Estás jodiéndome?! ¡¿Te parece que no tengo sentimientos por tí grandísima imbécil?! ¡No dejo de pensar en tí! ¡No me separo de tu lado! ¡Me volviste loco! ¡¿Cómo puedes ser tan idiota y ciega al mismo tiempo como para no notar que estoy enamorado de tí?!

La ausencia de sonido se había hecho costumbre esa noche. Porque nuevamente, los dos estaban mirándose a los ojos con los párpados muy abiertos. El corazón latiéndoles tan fuerte que podría romper sus costillas para salir expulsado, y aun así, sin respirar. El tiempo detenido tratando de asumir la conjunción de cinco años en ese instante. Los sentimientos cambiando de lado como una tortilla de patatas que no dejaba de voltear. El dolor y el odio y el cariño tomando un rumbo. Las piezas del rompecabezas uniéndose poco a poco. Cristales rompiéndose. La epifanía conjunta estallando como fuegos artificiales.

Yuuki sonrió con incredulidad. Una ceja roja levantada. La piel clara brillando en tonos azules.

—¿Éste eres tú pidiéndome salir juntos?

Silencio. Y luego, su respuesta.

—Cállate, Yuuki.

Y tras cuatro años, el círculo se completó. Y solo tuvo que tomar su muñeca para encerrarla en un abrazo mientras resoplaba molesto. Las voces lejanas seguían llegando a sus oídos. El aroma de su cabello empañó todo lo que no fuera ese instante.