19. EL SUTIL ARTE DE LA DIPLOMACIA

TREINTA Y UN AÑOS ANTES.

Ardía una vela en la mesa, y Bellamy encendió la punta de su pañuelo con la llama, enviando una pequeña voluta de humo acre al aire. Condenadas velas decorativas. ¿Para qué servían? ¿Para quedar bonitas? ¿No usaban esferas porque daban mejor luz que las velas?

Al ver la mirada iracunda de Gavilar, Bellamy dejó de quemar su pañuelo y se reclinó, con una jarra de vino violeta oscuro. Era de los que se podían oler por toda la sala, potente y sabroso. El banquete se extendía ante él, docenas de mesas en la enorme estancia de piedra. Hacía demasiado calor, y el sudor le picaba en los brazos y la frente. Demasiadas velitas, tal vez. Fuera del salón de banquetes, una tormenta rabiaba como un demente al que hubieran encerrado, impotente e ignorada.

—Pero ¿cómo lidiáis con las altas tormentas, brillante señor? —preguntó Toh a Gavilar. El alto y rubio occidental estaba sentado con ellos en la mesa presidencial.

—Con una buena planificación se evita que un ejército tenga que estar a la intemperie cuando hay tormenta, salvo en situaciones muy infrecuentes —explicó Gavilar—. En Alezkar hay muchas poblaciones. Si una campaña dura más de lo esperado, podemos dividir el ejército y retirarlo a varios de esos pueblos para que se refugie.

—¿Y si estáis en pleno asedio? —dijo Toh.

—Aquí fuera apenas hay asedios, brillante señor Toh —respondió Gavilar con una risita.

—Habrá ciudades fortificadas —insistió Toh—. Vuestra afamada Kholinar tiene unas murallas majestuosas, ¿no es así? —El occidental tenía mucho acento y hablaba con una voz entrecortada muy molesta. Sonaba ridículo.

—Te olvidas de los moldeadores de almas —dijo Gavilar—. Sí, de vez en cuando hay algún asedio, pero es muy difícil matar de hambre a los soldados de una ciudad si tienen moldeadores de almas y esmeraldas para crear comida. Lo que hacemos es derribar sus murallas deprisa o, lo más normal, tomar el terreno elevado y usarlo para machacar la ciudad un tiempo.

Toh asintió, con rasgos fascinados.

—Moldeadores de almas. No los tenemos en Rira ni en Iri. Fascinante, fascinante… Y cuántas esquirlas hay aquí. Es posible que la mitad de hojas y armaduras del mundo entero, todas ellas en los reinos vorin. Los mismísimos Heraldos os favorecen.

Bellamy dio un largo sorbo a su vino. Fuera, un trueno hizo temblar el edificio. La tormenta alta estaba en su apogeo. Dentro, los criados sacaron para los hombres tajadas de cerdo y pinzas de lanka, cocidas en sabroso caldo. Las mujeres cenaban aparte, entre ellas, según había oído, la hermana de Toh. Bellamy aún no la conocía. Los dos ojos claros occidentales habían llegado apenas una hora antes de que cayera la tormenta. El salón se llenó pronto de los sonidos de gente charlando. Bellamy atacó sus pinzas de lanza, partiéndolas con la base de su jarra y sacando la carne con los dientes. Aquel banquete le resultaba demasiado educado. ¿Dónde estaban la música y las risas? ¿Y las mujeres? ¿Qué era eso de comer en salas separadas?

La vida había cambiado en aquellos últimos años de conquista. Los últimos cuatro altos príncipes se mantenían firmes en su frente unificado. La lucha, que había sido enconada, se había estancado. Gavilar dedicaba cada vez más y más tiempo a administrar su reino, que era la mitad de extenso de lo que pretendían, pero aun así daba trabajo. Política. Gavilar y Sadeas no obligaban a Bellamy a meterse en ella muy a menudo, pero de todos modos tenía que acudir a banquetes como aquel en vez de cenar con sus hombres. Sorbió una pinza, mirando cómo Gavilar hablaba con el extranjero. Tormentas. Gavilar de verdad tenía un aspecto regio, con la barba peinada como la llevaba y gemas brillando en los dedos. Su uniforme era del estilo más reciente, formal, rígido. En cambio, Bellamy llevaba su takama y una sobrecamisa abierta que le bajaba hasta medio muslo, con el pecho descubierto. Sadeas había establecido su corte con un grupo de ojos claros inferiores en una mesa al otro lado del salón. Era un grupo de personas elegidas con meticulosidad, hombres de lealtad dudosa. Sadeas hablaría, persuadiría, convencería. Y si no acababa de verlo claro, buscaría la forma de eliminarlos. No mediante asesinos, por supuesto. Esas cosas les parecían a todos de mal gusto, indignas de un alezi. En vez de eso, manipularía al hombre hacia un duelo contra Bellamy o lo situaría al frente de un asalto. Ialai, la esposa de Sadeas, invertía una cantidad de tiempo impresionante en urdir nuevas tretas para librarse de aliados problemáticos. Bellamy se terminó las pinzas y pasó al cerdo, un filetón suculento que nadaba en salsa. En el banquete la comida era mejor, eso sí. Solo deseaba no sentirse tan inútil en aquel salón. Gavilar trababa alianzas y Sadeas resolvía los problemas. Esos dos podían interpretar un salón de banquetes como un campo de batalla. Bellamy bajó la mano al cinto para sacar el cuchillo y poder cortar el cerdo. Pero el cuchillo no estaba allí. Condenación. Se lo había prestado a Teleb, ¿verdad? Se quedó mirando el cerdo, oliendo la pimienta en su salsa, con la boca hecha agua. Hizo ademán de cogerlo con las manos, pero se le ocurrió alzar la mirada. Todos los demás comían en plan delicado, usando cubiertos. Pero los criados se habían olvidado de sacarle un cuchillo.

Condenación otra vez. Apoyó la espalda y meneó la jarra en alto para pedir más vino. Gavilar y aquel extranjero seguían con su charla.

—Tu campaña aquí ha sido impresionante, brillante señor Griffin —dijo Toh—. Se intuye un reflejo en ti de tu antepasado, el gran Hacedor de Soles.

—Confío en que mis logros no sean tan efímeros como los suyos —recalcó Gavilar.

—¡Efímeros, dice! ¡Pero si forjó de nuevo Alezkar, brillante señor! No deberías hablar así de alguien como él. Eres descendiente suyo, ¿me equivoco?

—Todos lo somos —repuso Gavilar—. La casa Griffin, la casa Sadeas… los diez principados. Cada uno lo fundó un hijo suyo, a fin de cuentas. De modo que sí, quedan restos de su influencia. Pero su imperio no perduró ni una sola generación tras su muerte. Me lleva a preguntarme dónde estuvo el fallo en su visión, en sus planes, para que ese gran imperio se disgregara tan deprisa.

La tormenta rugió. Bellamy intentó llamar la atención de un sirviente para pedirle un cuchillo, pero estaban todos demasiado ocupados correteando de un lado a otro, atendiendo las necesidades de otros comensales exigentes. Suspiró, se levantó, se desperezó y fue hasta la puerta, sosteniendo aún la jarra vacía. Distraído, apartó la tranca y abrió de un empujón el inmenso armatoste de madera para salir fuera. Una repentina ráfaga de lluvia helada le bañó la piel, y el viento lo azotó con tanta fuerza que trastabilló. La alta tormenta soplaba con todo su esplendor, arrojando relámpagos que eran como vengativos ataques de los Heraldos. Bellamy se internó en la tormenta, con la sobrecamisa dándole tirones. Gavilar hablaba cada vez más de cosas como el legado, el reino y la responsabilidad. ¿Qué había pasado con la diversión de la lucha, con cabalgar hacia la batalla riendo?

Se oyó un trueno, y los intermitentes fogonazos de los relámpagos apenas bastaban para ver. Aun así, Bellamy conocía bien el camino. Estaban en un refugio para altas tormentas, un lugar construido para albergar a las tropas de patrulla durante las tempestades. Gavilar y él llevaban más de cuatro meses apostados allí, cobrando tributo a las granjas cercanas y amenazando a la casa Evavakh desde dentro del límite de sus dominios. Bellamy encontró el edificio que buscaba y aporreó la puerta. No hubo respuesta, así que invocó su hoja esquirlada, introdujo la punta en la rendija entre las dos puertas y cortó la tranca que la cerraba desde dentro. Empujó la puerta y encontró a un grupo de hombres boquiabiertos y armados, en apresurada formación defensiva, rodeados de miedospren y con las armas alzadas en manos nerviosas.

—Teleb —dijo Bellamy, de pie en el umbral—, ¿te presté mi cuchillo del cinturón? Mi favorito, el que tiene el puño de marfil de espinablanca.

El soldado larguirucho, que formaba en la segunda fila de hombres aterrorizados, lo miró perplejo.

—Eh… ¿tu cuchillo, brillante señor?

—Lo he perdido en alguna parte —dijo Bellamy—. Te lo había prestado, ¿verdad?

—Te lo devolví, señor —dijo Teleb—. Lo usaste para sacar esa astilla de la silla de montar, ¿recuerdas?

—Condenación, es verdad. ¿Qué pude hacer con el maldito cuchillo?

Bellamy se retiró del umbral y regresó dando zancadas a la tormenta. Tal vez las preocupaciones de Bellamy tuvieran más que ver con él que con Gavilar. Las batallas de los Griffin habían pasado a estar muy calculadas, y encima los últimos meses habían estado más centrados en lo que sucedía fuera del campo de batalla que dentro. Todo junto parecía dejar a Bellamy atrás, como el caparazón descartado de un cremlino después de mudar. Una explosiva ráfaga de viento lo llevó a estrellarse contra la pared, y Bellamy tropezó y dio un paso atrás, guiado por instintos que no sabría definir. Un enorme peñasco impactó en la pared y rebotó. Bellamy entrevió algo luminoso en la lejanía, una silueta colosal que se movía sobre unas patas finas y brillantes. Regresó al salón de banquetes, hizo a lo que quiera que fuese un gesto obsceno, empujó la puerta para abrirla (tirando a ambos lados a los sirvientes que la habían mantenido cerrada) y entró en el salón. Fue goteando hasta la mesa principal, donde se dejó caer en la silla y dejó la jarra. Estupendo. Ahora estaba empapado y seguía sin poder comerse el filete. Todos se habían quedado callados. Un mar de ojos lo contemplaba.

—Hermano —dijo Gavilar, el único sonido del salón—. ¿Va todo… bien?

—He perdido mi tormentoso cuchillo —respondió Bellamy—. Creía que me lo había dejado en el otro refugio. —Alzó la jarra y dio un parsimonioso y sonoro sorbo de agua de lluvia.

—Discúlpame, milord Gavilar —tartamudeó Toh—. Eh… necesito ir a refrescarme.

El occidental rubio se levantó de la mesa, hizo una inclinación y cruzó la sala hacia donde un maestro de sirvientes servía bebidas. Parecía tener la cara más pálida de lo que era normal en su gente.

—¿Qué le pasa? —preguntó Bellamy, acercando su silla a la de su hermano.

—Me imagino —dijo Gavilar— que sus conocidos no suelen salir a pasear como si nada en plena alta tormenta.

—Bah —dijo Bellamy—. Esto es un refugio fortificado, con muros y construcciones sólidas. No tiene que darnos miedo un poco de viento.

—Toh no opina lo mismo, te lo aseguro.

—Estás sonriendo.

—Es posible que en un momento, Bellamy, hayas demostrado el argumento que llevo media hora intentando transmitirle con palabras políticas. Toh duda que seamos lo bastante fuertes para protegerlo.

—¿De eso iba la conversación?

—Indirectamente, sí.

—Vaya. Me alegro de haber ayudado. —Bellamy mordisqueó una pinza del plato de Gavilar—. ¿Qué hay que hacer para que un criado estirado de esos me traiga un tormentoso cuchillo?

—Son maestros de sirvientes, Bellamy —dijo su hermano, e hizo una señal levantando la mano de una manera particular—. La señal de petición, ¿recuerdas?

—No.

—De verdad que tienes que prestar más atención —dijo Gavilar—. Ya no vivimos en chabolas.

Nunca habían vivido en chabolas. Eran los Griffin, los herederos de una de las mayores ciudades del mundo, aunque Bellamy no la hubiera visto nunca antes de cumplir los doce años. No le gustó que Gavilar estuviera dando por buena la historia que contaba el resto del reino, la de que su rama de la familia había sido hasta hacía bien poco una pandilla de matones salida de los andurriales de su propio principado. Una bandada de sirvientes vestidos de blanco y negro aleteó hacia Gavilar, que pidió un cuchillo para Bellamy. Mientras se disgregaban para obedecer, las puertas que daban a la sala de banquetes de las mujeres se abrieron y salió alguien. Bellamy se quedó sin aliento. El cabello de Echo brillaba con los diminutos rubíes que llevaba entrelazados, a juego con su colgante y su brazalete. Su rostro un sensual moreno, su pelo intenso negro alezi, su sonrisa de labios rojos siempre deliberada y astuta. Y una figura… una figura que haría a un hombre sollozar de deseo.

La esposa de su hermano.

Bellamy intentó serenarse y levantó la mano en una señal como la que había hecho Gavilar. Un sirviente se acercó con paso vivo.

—Brillante señor —le dijo—, por supuesto complaceré tus deseos, pero quizá quieras saber que el gesto está mal. Si me permites que te muestre…

Bellamy hizo un gesto obsceno.

—¿Mejor así?

—Eh…

—Vino —dijo Bellamy, moviendo su jarra—. Violeta. Suficiente para llenar esto al menos tres veces.

—¿Y qué añada deseas, brillante señor?

Miró a Echo.

—La que guardes más cerca.

Echo pasó entre las mesas, seguida por la figura más achaparrada de Ialai Sadeas. Ninguna de las dos parecía preocupada por ser las únicas mujeres ojos claros de la estancia.

—¿Qué ha pasado con el emisario? —preguntó Echo al llegar.

Se metió entre Bellamy y Gavilar mientras un sirviente le traía una silla.

—Que Bellamy lo ha espantado —dijo Gavilar.

El aroma de su perfume se subía a la cabeza. Bellamy apartó su silla hacia el lado y compuso el rostro. Tenía que ser firme, impedir que supiera cuánto lo reconfortaba, cómo le insuflaba vida de un modo que solo la batalla alcanzaba a igualar. Ialai se trajo ella misma una silla y un sirviente llevó el vino a Bellamy, que dio un largo y tranquilizador sorbo directamente de la jarra.

—Hemos estado observando a la hermana —dijo Ialai desde el otro lado de Gavilar—. Es un poquito sosa…

—¿Un poquito? —la interrumpió Echo.

—Pero estoy bastante convencida de que es sincera.

—El hermano da la misma impresión —convino Gavilar, rascándose la barbilla con la mirada puesta en Toh, que sujetaba una bebida cerca de la barra—. Inocente y maravillado, pero creo que genuino.

—Es un adulador —dijo Bellamy con un gruñido.

—Es un hombre sin hogar, Bellamy —replicó Ialai—. Sin lealtades, a merced de quienes lo acojan. Y solo tiene una pieza que jugar para garantizarse un futuro.

Armadura esquirlada.

Sacada de su tierra natal, Rira, y llevada al este, tan lejos como pudo llegar Toh de sus paisanos, que según los informes habían montado en cólera por el robo de tan preciada reliquia.

—No trae la armadura con él —dijo Gavilar—. Por lo menos tiene los suficientes sesos para no llevarla encima. Querrá garantías antes de entregárnosla. Garantías de peso.

—Fíjate en cómo mira a Bellamy —dijo Echo—. Lo has impresionado. —Inclinó la cabeza a un lado—. Oye, ¿estás mojado?

Bellamy se pasó la mano por el pelo. ¡Tormentas! No le había dado vergüenza mirar con la frente bien alta a todos los presentes, pero delante de ella se descubrió sonrojándose.

Gavilar soltó una carcajada.

—Ha salido a dar un paseo.

—Será broma —dijo Ialai, echándose a un lado mientras Sadeas se unía a ellos en la mesa presidencial.

El hombre de cara bulbosa se sentó en la misma silla que ella, ambos con medio trasero dentro y medio fuera. Dejó un plato en la mesa, rebosante de pinzas en una salsa de brillante color rojo. Ialai se lanzó a devorarlas de inmediato. Era de las pocas mujeres conocidas de Bellamy a las que les gustaba la comida masculina.

—¿De qué estamos hablando? —preguntó Sadeas, rechazando con un gesto a un sirviente que le traía una silla y pasando el brazo por los hombros de su esposa.

—Hablamos de casar a Bellamy —dijo Ialai.

—¿Qué? —saltó Bellamy, atragantándose con el vino.

—Porque es hacia lo que va todo esto, ¿verdad? —dijo Ialai—. Quieren a alguien capaz de protegerlos, alguien a quien su familia tenga miedo de atacar. Pero Toh y su hermana no se conformarán con pedir asilo. Querrán estar en el meollo. Inyectar su sangre en la línea real, por así decirlo.

Bellamy dio otro largo sorbo.

—Podrías probar el agua alguna vez, ¿sabes, Bellamy? —dijo Sadeas.

—Antes he probado el agua de lluvia y todos me han mirado raro.

Echo le sonrió. No había vino en el mundo que pudiera prepararlo para la mirada que había tras la sonrisa, tan penetrante, tan evaluadora.

—Esto podría ser lo que necesitamos —dijo Gavilar—. No solo ganaríamos la armadura esquirlada, sino también la apariencia de estar hablando en nombre de Alezkar. Si desde fuera del reino empiezan a acudir a mí para pedir asilo y proponer tratados, a lo mejor podemos convencer a los altos príncipes que nos faltan. Podríamos unir este país no mediante más guerra, sino por el puro peso de la legitimidad.

Una sirviente, por fin, llegó con un cuchillo para Bellamy. Lo cogió ansioso y luego frunció el ceño mientras la mujer se marchaba.

—¿Qué pasa? —preguntó Echo.

—¿Esta cosita de nada? —dijo Bellamy, cogiendo el refinado cuchillo con dos dedos y balanceándolo—. ¿Cómo voy a comerme un filete de cerdo con esto?

—Atácalo —dijo Ialai, imitando una puñalada—. Imagínate que es algún tipo enorme que acaba de insultar tus bíceps.

—Si alguien insultara mis bíceps, no lo atacaría —contestó Bellamy—. Lo enviaría a un médico, porque está claro que le pasa algo en los ojos.

Echo rio con un sonido musical.

—Ay, Bellamy —dijo Sadeas—. No creo que haya otra persona en Roshar que pueda decir eso mismo con la cara seria.

Bellamy dio un gruñido e intentó maniobrar con el cuchillito para cortar el filete. La carne se estaba enfriando, pero seguía oliendo deliciosa. Un solitario hambrespren empezó a aletear por su cabeza, como una diminuta mosca marrón de las que se veían al oeste, cerca del Lagopuro.

—¿Qué derrotó al Hacedor de Soles? —preguntó Gavilar de repente.

—¿Mmm? —dijo Ialai.

—El Hacedor de Soles —repitió Gavilar. Miró a Echo, a Sadeas, a Bellamy—. Unificó Alezkar. ¿Por qué fracasó en fundar un imperio duradero?

—Sus hijos eran demasiado avariciosos —dijo Bellamy, serrando su filete—. O puede que demasiado débiles. No había ninguno al que los demás se pusieran de acuerdo en apoyar.

—No, no es eso —repuso Echo—. Podrían haberse unido, si el propio Hacedor de Soles se hubiera molestado en decidirse por un heredero. Fue culpa suya.

—Estaba lejos, al oeste —dijo Gavilar—. Llevando a su ejército a «nuevas glorias». Alezkar y Herdaz no eran suficientes para él. Quería el mundo entero.

—Entonces, fue su ambición —dijo Sadeas.

—No, su avaricia —respondió pensativo Gavilar—. ¿Qué sentido tiene conquistar si luego no puedes sentarte nunca a disfrutarlo? Shubreth-hijo-Mashalan, el Hacedor de Soles, hasta la Hierocracia… todos siguieron expandiéndose más y más hasta que se colapsaron. En toda la historia de la humanidad, ¿algún conquistador decidió que ya tenía suficiente? ¿Alguien llegó, dijo: «Ya está bien, esto es lo que quería» y se volvió para casa?

—Ahora mismo —dijo Bellamy—, lo que yo quiero es comerme el tormentoso filete. —Levantó el cuchillito, que estaba doblado por la mitad.

Echo parpadeó.

—Por el décimo nombre del Todopoderoso, ¿cómo has podido hacer eso?

—No sé.

Gavilar lo contempló con aquella mirada lejana y desenfocada en sus ojos verdes. Una mirada que cada vez se hacía más habitual.

—¿Por qué estamos en guerra, hermano?

—¿Otra vez con eso? —dijo Bellamy—. Mira, no es tan complicado. ¿No te acuerdas de cómo era cuando empezamos?

—Recuérdamelo.

—Bueno —dijo Bellamy, meciendo su cuchillo doblado—. Nos paramos a mirar todo esto, el reino, y nos dimos cuenta de que: «Oye, esta gente tiene cosas.» Así que dijimos: «Pues a lo mejor esas cosas deberíamos tenerlas nosotros.» Así que las cogimos.

—De verdad, Bellamy —dijo Sadeas, riendo—, eres una gema.

—Pero ¿no piensas nunca en lo que significaba? —preguntó Bellamy—. ¿En un reino? ¿En algo más grandioso que tú mismo?

—Eso son idioteces, Gavilar. Cuando la gente lucha, siempre es por las cosas. Y punto.

—Puede ser —dijo Gavilar—. Puede ser. Hay una cosa que quiero que escuches, los Códigos de la Guerra, de los tiempos antiguos. De cuando Alezkar significaba algo.

Bellamy asintió distraído mientras los sirvientes llegaban con infusiones y fruta para concluir el banquete. Una mujer intentó llevarse su filete y Bellamy le rugió. Al mirarla retroceder, Bellamy entrevió algo, una mujer que escrutaba la sala desde el otro salón de banquetes. Llevaba un delicado y vaporoso vestido amarillo claro, del color de su cabello rubio. Se inclinó hacia delante con curiosidad. Evi, la hermana de Toh, tenía dieciocho, quizá diecinueve años. Era alta, casi tanto como un alezi, y de poco pecho. Ahora que se fijaba, había una cierta vaporosidad en toda ella, como si de algún modo fuese menos real que un alezi. A su hermano le pasaba lo mismo, con aquella constitución tan ligera.

¡Ah, pero el pelo! La hacía destacar, como el brillo de una vela en una habitación oscura.

Cruzó deprisa el salón de banquetes para unirse a su hermano, que le entregó una bebida. La joven intentó cogerla con la mano izquierda, que llevaba dentro de una bolsa de tela amarilla. Por extraño que pareciera, su vestido no tenía mangas.

—Lleva todo el rato intentando comer con la mano segura —dijo Echo, con una ceja arqueada.

Ialai se inclinó sobre la mesa hacia Bellamy y le habló en tono conspirativo.

—Allá lejos, en el oeste, van por ahí todas semidesnudas, ¿sabes? Las riranas, las iriali, las reshi… No son tan cohibidas como estas remilgadas alezi que tenemos aquí. Seguro que en la alcoba es bastante exótica.

Bellamy gruñó. Y entonces, por fin vio un cuchillo. En la mano que llevaba oculta a la espalda el sirviente que recogía los platos de Gavilar. Bellamy pateó la silla de su hermano, le rompió una pata y tiró a Gavilar al suelo. El asesino atacó en el mismo instante y rozó la oreja de Gavilar, pero nada más. La amplia puñalada acabó en la mesa, con el cuchillo clavado en la madera. Bellamy se puso en pie de un salto, estiró el brazo por encima de Gavilar y asió al asesino por el cuello. Con el mismo impulso le levantó los pies y lo estampó contra el suelo con un satisfactorio crujido. Sin dejar de moverse, cogió el cuchillo de la mesa y lo hundió en el pecho del asesino. Jadeando, Bellamy dio un paso atrás y se limpió el agua de lluvia de los ojos. Gavilar se levantó mientras aparecía una hoja esquirlada en su mano. Miró al asesino derribado y luego a su hermano. Bellamy dio un puntapié al asesino para asegurarse de que estaba muerto. Asintió para sí mismo, levantó su silla, se sentó y entonces se inclinó y arrancó el cuchillo del pecho del hombre.

Buena hoja.

Lo limpió metiéndolo en el vino, cortó un bocado de su filete y se lo metió en la boca. «Por fin.»

—Buen cerdo —comentó en voz alta mientras masticaba.

Al otro lado del salón, Toh y su hermana miraban a Bellamy con unos ojos en los que se entremezclaban la admiración y el terror. Bellamy entrevió unos pocos sorpresaspren alrededor de ellos, como triángulos de luz amarilla que se partían y se recomponían. Esos spren sí que eran raros de ver.

—Gracias —dijo Gavilar, tocándose la oreja y la sangre que goteaba de ella. Bellamy levantó los hombros.

—Perdona que lo haya matado. Seguro que querías interrogarlo, ¿verdad?

—No hay que ser muy listo para adivinar quién lo envía —dijo Gavilar, sentándose y deteniendo con un gesto a los guardias que, demasiado tarde, corrían en su ayuda. Echo lo agarró del brazo, sin duda sobresaltada por el ataque. Sadeas maldijo entre dientes.

—Nuestros enemigos se desesperan. Se vuelven cobardes. ¿Un asesino durante una tormenta? A todo alezi debería darle vergüenza intentar algo así.

De nuevo, todos los presentes estaban mirando hacia la mesa principal con los ojos como platos. Bellamy cortó de nuevo el filete y se metió otro trozo en la boca. ¿Qué les pasaba a todos? No pensaba beberse el vino en el que había lavado la sangre. No era un bárbaro.

—Ya sé que te dije que podrías elegir tú mismo con quién te casabas —dijo Gavilar—, pero…

—Lo haré —dijo Bellamy, con la mirada al frente. Echo era inalcanzable. Tendría que aceptarlo de una vez, tormentas.

—Son reservados y cautelosos —apuntó Echo, apretando su servilleta contra la oreja de Gavilar—. Podría costarnos algo más de tiempo convencerlos.

—Ah, yo por eso no me preocuparía —dijo Gavilar, mirando hacia el cadáver que tenía detrás—. Otra cosa no, pero Bellamy es persuasivo.