De verdad, no tengo más que palabras de agradecimiento para todos aquellos que leen y dejan esos mensajes hermosos. Para los que dejan estrellita y para los que leen en silencio. No esperaba que esta historia gustara tanto, y de verdad, espero que lo haga hasta el final.
Le doy especial gracias a mi amiga Chiru_Less por todo el apoyo moral y batacazos a la nuca virtuales. No me odies, quereme igual siempre (?
Hoy actualizo un poco antes porque esta semana de cuarentena se viene con todo, así que al menos me aseguro que esté listo este. ¡Cualquier opinión y crítica es bienvenida!
CAPÍTULO 13: I don't expect you to believe me
Cuando Shinsuke Kita dejó la capitanía el último día de clases en marzo, fue el fin de una era en el equipo de voleibol de Inarizaki. El día que se suponía, Rintarou Suna tomaría la posta. La sorpresa llegó cuando, frente a todos, ambos miraron al armador y le dieron la noticia de que sería él el nuevo capitán. El grito de histeria colectiva sonó en sus oídos, como si hubieran anunciado un golpe de estado o el ascenso de un tirano al poder. Y es que en sus mentes, eso era exactamente lo que iba a ocurrir: Atsumi Miya era el peor ser humano del mundo. ¿Un excelso colocador? Seguro. El mejor, por algo así estaba rankeado. ¿Como persona? Si, era el peor. Y dejarlo a cargo de la moralidad de Inarizaki le parecía a todos los presentes, un verdadero suicidio. Lo más cercano a prenderse fuego y arrojarse a un lago de kerosene. ¿En qué pensaba Kita? ¿Por qué Aran lo apoyaba? ¿Por qué Suna no abría la boca? ¿Y Osamu? Osamu debería haber sido el primero en molestarse. El primero en decir que eso era un error y que todo el equipo lo iba a lamentar. Que Atsumu levantaba la moral de sus rematadores con la misma facilidad que los hundía en la mierda. ¿Eso querían como capitán?
Si. Eso querían. Porque Kita, pese a todo pronóstico, confiaba en él como en nadie más. Era esa madre zorro de blanca piel refulgiendo al sol de invierno, que con una sola sonrisa te decía que todo estaría bien. Eso, era Kita explicándole a todos que Atsumu sería el mejor capitán para Inarizaki, siempre y cuando controlara su carácter. Y que nadie madura de un día para otro. Y que nadie madura solo. Y entonces, la realidad cayó en sus cabezas: Kita los estaba haciendo madurar con su partida, y poniendo a un dragón escupe fuego como su nuevo guía. La misma persona que al entrar a la cancha parecía susurrarles que estaban cuidados porque él tenía sus espaldas, era el que ahora les decía que debían cuidarse los unos a los otros.
La última lección de Shinsuke Kita como madre del equipo de voleibol de Inarizaki.
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Cuando agosto llegó, el calor apenas comenzaba a mermar. Aún se sentía la brisa cálida del verano filtrarse por las ventanas abiertas y el clima festivo del término de los campeonatos parecía mantenerse vivo en cada uno de los miembros de los equipos deportivos. Y desde luego, ese sabor amargo de haber llegado a las finales y perder contra otro.
—¿Vas a seguir pateando piedras mucho tiempo más, Tsumu? Casi rompes el espejo de un auto con tu berrinche.
—¡Cállate! ¿Tienes idea de lo humillante que es perder contra ese adicto a las máscaras faciales de nuevo?
—Itachiyama jugó bien. ¿Por qué te enfadas? No es que nosotros hayamos tenido un mal rendimiento.
—¡Ya lo se maldición! ¡Pero no podíamos perder! Fue la final, Samu. ¡La final! ¿Sabes lo irritante que es?
—Si, lo se. Estuve ahí, ¿recuerdas? También el resto del equipo, por cierto.
—Si tienes algo para decir, solo hazlo, abandonador serial.
—Que eres el jodido capitán. No puedes tener la moral baja, o nos arrastras a todos, cara de feo.
—¿Acaso me viste quejar frente al equipo? ¡Claro que no!
—No, solo los presionas como si fueran hormigas. Vas a cansarnos a todos. No entiendo cómo es que Yuuki te soporta.
—¡No me soporta! Es mi novia, para ella no es soportarme. Y por cierto, ¿desde cuando la llamas sin honorífico?
—¿Celos? ¿En serio? —Atsumu giró la cabeza casi ofendido. Osamu volvió a hablar con un tono acompasado. El paso firme al terminar de cruzar la calle—. No tiene por qué soportarte, estúpido. Más vale que lo la trates mal.
—¡Nunca haría eso, idiota! ¡No trato mal a nadie, menos a ella!
Osamu miró a su hermano como si no quisiera romperle algo pesado en plena cabeza. Era cierto: el trato de su hermano con el resto de la humanidad se había suavizado bastante desde que asumió la capitanía de Inarizaki. Pero también era cierto que, pese a todo, seguía siendo un real imbécil, incluso en su relación.
Mientras estaba seguro que lo que seguía saliendo de los labios de su hermano eran puros insultos, su mente se despegó y el viaje astral de su alma lo llevó siete meses atrás, a cuando Atsumu y Yuuki comenzaron a salir. Porque su gemelo tardó solamente un par de horas en contarle esa misma mañana todo lo que había ocurrido. ¿Cómo podía tener el rostro tan ofuscado y estar feliz al mismo tiempo?, no lo sabía. Pero conocía a su hermano, y el imbécil estaba feliz como cachorro con dos colas.
¿La llegada a clases el lunes siguiente? Particularmente extraña. Ni siquiera tuvieron que comentar públicamente que estaban juntos: se besaron en un balcón durante una fiesta. Pensar que no los habían visto era totalmente irrisorio, y la verdad se expandió por los pasillos como polvo en una tormenta. El monstruo de Inarizaki estaba tomado. Si, hubo gritos. Si, hubo llanto. ¿Pero había sorprendido? Claro que no. Era la única mujer que se le acercaba y no corría en llanto. Era obvio que ocurriría tarde o temprano.
¿Que si se arrepentía? Claro que no. Osamu conocía a su gemelo. Eran prácticamente la misma persona a nivel genético y eso se extendía a literalmente leer los sentimientos del otro con mayor celeridad de la que podían concebir: Atsumu estaba realmente enamorado. El idiota estaba tan feliz que parecía enfadado por no reconocer esa sensación cálida y agradable en el pecho. Era irritante enfadarse consigo mismo cuando deberías estar puramente alegre, pero así de imbécil realmente era.
—¿Dejaste de gritar? Aburres.
—¡Eres el peor!
—Claro. Peor que tu, seguro. Por cierto, ¿el club de arte comenzó el mural? Yuuki me dijo que el proyecto de los de tercero es pintar la pared del sector norte.
Era algo así como una tradición milenaria que se remontaba a diez años exactamente. Cuando un grupo de estudiantes notó lo aburridas que eran las paredes blancas y las transformaron en obras de arte. A partir de ahí, y con ocho infartos del director en ese entonces, nació la costumbre de que cada camada egresada del Club de Arte en Inarizaki dejaría su huella en una de las paredes que bordeaban el colegio.
—No deja de hablar de eso —expresó casi con molestia, aún cuando sonreía—. Me mostró los bocetos que presentó al Club.
—¿Dragones peleando con robots?
—Dragones robots. Como aviones de guerra, pero dragones.
—Tu novia está loca.
—Lo sé.
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—Bien, creo que llegamos a un quórum.
—¿Por qué decidimos hacer zorros con armaduras luchando contra robots? Eso no tiene sentido.
—Tú querías que fuera un paisaje. ¡Ya hay cuatro paisajes en los murales! Queremos resaltar.
—¿El director está de acuerdo en esto?
—Al director solo le interesa que no destruyamos las instalaciones. Dudo que siquiera mire el mural.
—Eso desanima bastante.
—¿Bromeas? ¡Es vía libre para hacer lo que queramos!
Yuuki rió golpeando con liviandad el hombro de Taka con su mano libre. Sintió a Sakura abrazar su delgado cuerpo, impulsandola hacia delante con fuerza. Y por un momento, por un pequeño instante mientras el sol iluminaba los rostros de sus amigos y compañeros como inmortalizándolos en su mente, quiso llorar. Fue como si en ese mismo segundo, todo hubiera caído. Era septiembre, y aún tenían todo un año por delante. Pero saber que día a día que transcurría en ese salón de paredes verdosas sería el último de ese mes, era doloroso. Por dos años, fueron capaces de hablar del verano siguiente. Ahora ya no habría un verano próximo al cual dirigirse. Y eso era brutal, como una epifanía estallando en sus caras.
Aún contagiándose la risa, guardaron sus pertenencias cuando la altísima figura de Atsumu se asomó por el dintel de madera. El rostro arrugado en una mueca de disgusto y lo que juró, fue un suspiro de impaciencia por que todos salieran.
—Parece que Miya-kun vino a buscarte hoy.
Yuuki sonrió hacia la cabeza saliendo del marco lateral que identificaba como Atsumu. Era como un zorro esperando a que los cuervos se fueran para llegar hasta las uvas en el campo sembrado.
—Parece.
—¿No es irónico que el año en que al fin empiezan a salir, sea el único en que no son compañeros de salón?
—¿Que al fin...? —preguntó levantando una ceja muy despacio.
No necesitaba realmente una respuesta. Sabía que el club de fans de Atsumu puso el grito en el cielo y casi se decreta duelo cuando empezaron a salir. Sus amigos del Club de Arte, en cambio, habían apostado el almuerzo entre ellos por ver cuando realmente concretaban algo. Los hijos de puta la pasaban en grande a costa de cualquiera. Si, era normal. Por eso eran sus amigos, de todos modos.
—¿Por qué está enfadado ahora? —Hikaru pestañeó varias veces sin dejar de verlo entre divertida y temerosa—. ¿Acaso no quedaron segundos en el torneo nacional este verano?
—Segundo no es primero —respondió otra chica con gracia—. De todos modos, está mirando para acá. ¿Por qué sigue enfadado?
—Creo que es porque no dejamos en paz a su novia para que él pueda entrar —Hikaru palmeó su hombro delicadamente—. Tu novio es un bebé.
Yuuki echó la cabeza hacia atrás ahogando una carcajada.
—Uno grande y ruidoso. Si, lo es.
La joven de cabello rojo ahora ajustado en un moño despeinado como siempre que se encontraba entre lienzos y pinturas estalló en una carcajada contenida cuando lo oyó gruñir. Si. Porque había gruñido al oírla llamarlo bebé grande y ruidoso. Y esto lo comprobaba. Sus amigas se despidieron con una sonrisa y la mano en alto, saludando cortésmente al pasar junto al muchacho aún asomado como espía ninja. No tomaron a mal la falta de respuesta. Atsumu no era un muchacho que negara un saludo realmente, y si estaba de buen humor sonreía sin problemas. ¿Pero esa semana? Particularmente esa semana, estaba comportándose como un bebé enorme. Y era literal. Por eso, cuando nadie más que su novia quedó en el salón de sombras verdes y penetrante olor a pintura húmeda, entró a paso lento y arrastrando los pies como un condenado a muerte de rostro ofuscado.
—¿Bebé gigante? ¿En serio?
Yuuki rió con ganas al notar el tono de reproche en un sujeto que tenía que agacharse para pasar por el marco de la puerta. Volteó hacia él antes de responderle con una ceja roja graciosamente arqueada.
—Te estuviste comportando como uno, y no puedes negarlo.
—¿Cómo podrías saberlo? Apenas nos vimos.
Sonó a reproche. Sonó a reproche porque fue un reproche. Como la mirada ámbar desviada hacia el costado y los labios fruncidos en puchero. Entre las cosas que no quería admitir, estaba cuánto la extrañaba si no la veía seguido. Cinco años conociéndose y justo cuando estaban realmente juntos, ni siquiera compartían salón. Era un chiste de pésimo gusto. Yuuki estiró sus labios hasta formar una línea recta perfecta, poniéndose de pie. Caminó hasta él, que aún se negaba a mirarla. Era tan irritantemente adorable que dolía.
—Lo siento —le dijo cerrando lo más posible la distancia antes que él se pusiera tenso—. Estos últimos días fueron complicados. Pero Osamu me dijo que a pesar de ser un dolor de huevos, estás mejor.
—¡Él es un dolor de huevos! —el rostro totalmente rojo cuando la miró ofuscado.
—¿Ves? Ya estás mejor.
¿Por qué mierda podía comprarlo tan fácil con esa sonrisa? Era por las pecas, estaba seguro. Había encontrado la forma de un pato un día que estuvo demasiado risueña. Y si: él estuvo enfadado y ella ocupada. Y debía admitir que aún con sus responsabilidades, tras el campeonato no se separó de su lado por días. Soportó sus malos humores tanto como lo hizo Osamu, con todo y reprimenda incluída cuando su humor pasaba de castaño a oscuro. Quizá por eso esa última semana fue una mierda: porque ella tuvo que ocuparse de todas las responsabilidades del Club de Arte que puso en pausa pasiva, y ahora ni siquiera pudieron verse fuera del colegio. Por eso ahora la extrañaba como la puta madre y estaba más malhumorado que antes. Estúpida pelirroja y sus estúpidas responsabilidades y su estúpida sonrisa a contraluz.
Atsumu suspiró con fuerza antes de que su rostro impactara de lleno contra el hueco del cuello de la chica que lo recibió como si esperara ese movimiento. La sintió ahogar una risa. Murmuró un cállate contra su piel, pero estaba seguro de que fue solo un susurro sin forma. Mierda. Olía tan bien como siempre. Como una mezcla extraña entre cedro y menta. Estúpida pelirroja y sus estúpidas responsabilidades y su estúpida sonrisa a contraluz y su estúpido ahora perfecto.
—Sí —rió contenida. Una mano blanca con pequeños manchones de pintura palmearon la cabeza de despeinados cabellos dorados con una dulzura que por un instante, aflojaron las enormes piernas. No lo iba a decir jamás, pero lo hicieron—. Yo también te extrañé, Tsumu.
—Cállate...
Por primera vez en una semana extremadamente larga, podrían volver juntos. Cuando Yuuki filtró sus delgados dedos entre la enorme palma cálida y sintió su fuerte agarre, supo que habían avanzado bastante en esos siete meses. Y es que Atsumu no era la clase de persona que mostrara sentimientos abiertamente. Que mostrara nada más que desprecio y altanería abiertamente, a decir verdad. Por eso, cuando tras pasar semanas sin que hubiera una sola demostración de que ellos estaban juntos más que esos besos demoledores en el balcón de la casa de Omimi, fue Osamu quien tuvo que abrir la boca. Y fue con ella: mi hermano es un imbécil. Si no avanzas tú, te vas a hacer vieja, le dijo. Si Yuuki no daba el primer paso, Atsumu jamás lo haría. Como si todo su romanticismo se hubiera drenado el instante en que le gritó idiota y estoy enamorado de ti en la misma frase.
Por eso, cuando esa tarde de invierno volviendo de clases pasó sus delgados dedos entre la enorme palma del muchacho, había sentido miedo. Pero lo único que ocurrió en la realidad, fue que su mano se cerró sobre la suya casi con una delicadeza que no pudo comprender, venía de él. Y cuando desvió su rostro hacia el suyo, el rubor en las mejillas de Atsumu le gritaba que lo que fuera que estuviera sintiendo en su pecho en ese instante, se replicaba en el suyo. Atsumu Miya era un ser tan complejo como intrigante y maravilloso. De eso estaba segura. Y también inmensamente molesto, porque automáticamente después sacudió la cabeza gritándole que dejara de mirarlo como colegiala enamorada. Rió fuerte: eso era exactamente lo que era, idiota.
Y así había sido desde aquel instante. Sus demostraciones de afecto no eran públicas, pero siempre estaban ahí. Como cuando se enfadó cuando no quedaron juntos en el mismo salón durante su último año de preparatoria. Como cuando la iba a buscar luego de clases. Cuando le pedía sin pedirle que lo esperara hasta que terminara su entrenamiento. Como cuando una barra de chocolate blanco por la mitad aparecía en su asiento cuando volvía de un receso, y amenazaba a los presentes para que no dijeran que fue él. También cuando lo sentía oler su cabello cuando estaban solos, y la abrazaba por la espalda siempre que preparaba un almuerzo si se veían un domingo. Incluso dejándola elegir las películas del cine o acompañándola a cuanto concierto quisiera. Eso, para Atsumu, era amor. Y eso llegaba.
—Shinsuke-sempai dijo que vendría a la muestra de fin de año. Me pidió que te saludara y dice que le contestes sus mensajes o se iba a poner realmente insistente.
Atsumu se encogió de hombros, como si hubiera sentido la mano de Kita impactando contra su nuca en un solo movimiento de látigo.
—¿Desde cuando eres su lacaya?
—No lo soy. Tú eres el bobo que no le responde. Está preocupado por ti, ¿sabes?
—No tiene por qué estarlo. ¿Ves? No tengo nada malo.
—Por eso lo evitas. Atsumu, sabes que Shinsuke-sempai te dejó a cargo porque confía en ti, ¿no? Todos lo hacen.
—Gracias. Era la presión que necesitaba.
—¡No es presión! Bueno, lo es. Pero a lo que voy... Eres el capitán, no el único jugador. Me sorprende que aún haya equipo luego de como trataste a los nuevos ingresantes. Pero aún así, mírense. Llegaron a la final.
—Y perdimos.
—¡Son un equipo nuevo, Tsumu! Osamu te lo debe haber dicho. Hasta Suna-kun. El verdadero reto comienza ahora. Van a estar bien.
—Hablas demasiado para recién estar adentrada en el mundo del voley, ¿sabes?
—Es de lo único que hablas. Siento que pasó toda una vida.
—Cállate.
El camino que recorrían desde el colegio hasta la casa de Yuuki no había cambiado en todo ese tiempo, excepto por el color de las hojas sobre sus cabezas y los pétalos de ciruela que caían a sus pies. El sonido de los autos pasando junto a ellos y los niños jugando en el parque que cruzaban justo al doblar en una calle pequeña que acortaba camino.
La joven lo miró de reojo cuando tiró de su mano con firmeza y la hizo caminar por ese atajo. Generalmente siempre se tomaba su tiempo para llegar, más aún cuando no se veían seguido. ¿Por qué...?
—Quiero té —le dijo con voz grave. Yuuki pestañeó varias veces en el tiempo en que le devolvió la mirada—. Tus padres llegan tarde los miércoles. ¿No?
Sonrió de costado. Desgraciado memorioso.
—Si.
—Y también quiero galletas. No dulces.
—Está bien...
Algo que Yuuki Komimura terminó comprendiendo muchos meses después de comenzar su relación con Atsumu Miya, era lo rápido que su brújula sentimental podía cambiar. Era como si sus hormonas fueran mezcla entre mujer menopáusica y gato en celo. Como si en un parpadeo su humor volteara el aire alrededor. Un momento estaban discutiendo, al otro sentados en un sillón con su enorme cabeza escondida en el hueco del cuello. Podía decir algo hiriente, y al otro darle un abrazo que parecía gritarle disculpas. ¿Que si las pedía? No. Jamás. Era el tipo más orgulloso del universo, ocho escalones más arriba. Y estar junto a él había sido una montaña rusa a la que acostumbrarse llevó tiempo, pero no arrepentimiento.
Sonrió al pensar en los días pasados, esos que no podía no comparar. Los que habían ocurrido cuando su cabello era más corto y despeinado. Cuando el de Atsumu aún era oscuro y sin rastros del dorado que llevaba hoy en día. Esos días, con los de ahora. Era irrisorio. Era irreal. Era algo que no podía no llenarle el pecho de esas sensación que casi la obligaba a desbordar la taza con agua hirviendo.
Y es que había preparado el té para sentarse a ver una película juntos en el sofá de su sala, donde él se había quedado buscando el Bluray que decidió de forma totalmente dictatorial. Supuso que se cansó de quejarse por los cojines duros. Por los pelos que su gato le dejaba en la ropa. Porque su mesa de café estaba muy lejos y no podía subir los pies descalzos para descansar. Hacía rato que no lo oía, y llevando las tazas hasta la sala fue cuando notó la enorme figura de Atsumu dormido. El rostro recostado en los cojines blandos. Las largas piernas recogidas. Los mechones claros cubriendo sus ojos ¿Eso era un hilo de saliva...? Si, probablemente lo fuera.
No pudo evitar reír nuevamente, dejando con cuidado las bebidas humeantes en la mesa enana un poco más allá. Suspiró con fuerza, acercándose a él con el cuidado de quien no quiere despertar un bebé. O activar una bomba. Se hizo pequeña a su lado, encogiendo sus pies hasta caber en el hueco que dejaba su cuerpo. ¿De verdad? ¿Dormido era tan normal? Casi no parecía él: el chico arisco y que miraba por encima del hombro. Esa sonrisa edulcorada que olía a kilómetros, era falsa. Y esa que sus más cercanos sabían, era la real. Acarició con ternura las hebras doradas, acercando su rostro hasta casi notar las pequeñas imperfecciones en él. El hijo de puta tenía mejor cutis que ella y sin cuidarse... Contuvo una carcajada furtiva y con ternura besó su sien casi en un susurro.
—Vas a conquistar el mundo, ¿verdad? —murmuró contra la delicada piel de su rostro.
Eso fue suficiente.
Fue suficiente para que los marcados brazos de Atsumu la rodearan con un movimiento certero. Yuuki contuvo la respiración como si un golpe le hubiera quitado el habla. Los ojos ámbar fijos en los suyos como linternas en una noche estrellada. Esa mirada que ya conocía casi de memoria, tan cerca que los vellos de su nuca se tensaron como si fuera un gato.
—¿No aprendiste nada? ¿Qué es esto de besarme cuando duermo?
Las pecas de su rostro desaparecieron tras una cortina de rubor, encendiendo su rostro como una bombilla. El ceño fruncido espejando el del muchacho.
—¡Te estaba despertando! Al final eres un desagradecido.
—¿Tienes tendencias peligrosas y el que está mal soy yo?
—Tu té se va a enfriar, fundamentalista de la doble moral.
—Lo sé —murmuró sin sonreír—. Pero este es tu castigo por no aprender la lección.
Y ahí estaban. Sus omóplatos de repente contra el mullido sofá. Sus manos blancas sujetando la camisa blanca del uniforme, y el amplio pecho de Atsumu cortando su respiración. Las gemas ambarinas llevándose su alma a través de sus poros, como arrancandole la vida a mordiscos sin siquiera haber movido un músculo de más. Su sola presencia era tan aplastante que podía inmovilizar un oso.
Atsumu necesitaba solo un suspiro para cambiar su estado de ánimo. Y también necesitaba solo un suspiro para tomar sus labios como si de verdad le pertenecieran. Para pasar sus largos dedos tras la espalda temblorosa y encerrarla en un abrazo tan tierno como sus pulmones parecían estallar. Como si su aliento pudiera llegarle hasta lo más profundo del alma desde cada poro. Como si no estuviera temblando de amor y miedo en un solo movimiento.
No era la primera vez que esto ocurría. Claro que no. En siete meses, Atsumu jamás había forzado nada en ella, y sabía que nunca sería capaz. Dentro de sus movimientos certeros estaban los cuidados que le gritaban en plena cara que aunque fuera siempre el mismo imbécil, la adoraba. Y ese sentimiento era mutuo. Pero el miedo no. Y cada caricia sobre la tela de su camisa era una tortura al saber lo que vendría. Que sus manos pronto viajarían por su costado de su cintura hasta la falta de su camiseta. Que sus dedos quemarían la piel desnuda bajo la tela y que su respiración entrecortada definitivamente se detendría. Que su corazón dejaría de latir y que sus propias manos se aferrarían a los amplios hombros rogandole piedad para que se detuviera.
Y ahí estaban. Los ojos miel fijos en ella. La enorme espalda tensada como un gran lobo, y sus manos detenidas en el blanco abdomen cubierto de pecas. Y fue el instante en que todo su delgado cuerpo se tensó como una tabla de madera golpeada con fuerza. Como si todo el alrededor se congelara bajo cero y la paralizara de terror. Eso. Eso era lo que no quería que viera. Lo que no estaba lista para mostrarle. Lo que rogaba con su mirada que no juzgara. Y Atsumu Miya podía ser muchas cosas en la vida, pero idiota no era una de ellas.
Sabía que su novia podía dejar pasar cosas. Que tenía un carácter permisivo y que respondía muchas veces como una versión femenina de Osamu, pero hasta ahí llegaba. Sabía que Yuuki tenía algo que él no lograba entender de todo, y eso lo volvía loco. Porque la hería, la lastimaba. La hacía sentirse como ahora reflejaba su rostro, mirándolo con una mezcla de temor y disculpas. Como si le rogara mil cosas al mismo tiempo. Atsumu tragó fuerte hasta que la garganta le dolió. Suspiró, exhalando su frustración como si su alma saliera en cada poro. ¿Él tenía la culpa de todo esto? No. No era él. Ella se lo había dicho. Esto iba mucho más allá, donde no podía alcanzarla. Ni ayudarla. Ni sostenerla. Y eso lo volvía loco. Escondió su rostro frustrado en el hueco del cuello casi rojo por sus besos. Suspiró nuevamente.
—Eres una idiota.
—Lo sé.
—¿Crees que voy a juzgarte?
—No.
—¿Entonces?
—Atsumu...
—Sólo... —susurró en un suspiro que hizo cosquillas en su cuello—. Deja que me quede aquí. ¿De acuerdo?
Yuuki pestañeó sintiendo el cabello rubio acariciándole las mejillas.
—De acuerdo.
Suspiró abrazando su cuello mientras le permitía calmarse contra ella. Apenas se pusiera de pie, iba a quejarse del té frío y que la película sería mala. Lo sabía. Pero en ese instante, estaba ahí, más cerca de lo que podría haber considerado. Su corazón se calmó a los minutos de mantenerse a su lado.
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Cuando septiembre llegó, también lo hicieron esos días de calor intenso que dejaban a junio como una primavera tardía. Los días eran más largos. Más calurosos. Más intensos. Inarizaki era considerada una casa poderosa en muchas disciplinas deportivas, y eso se debía a dos factores principales: la cantidad de jóvenes talentosos que la elegían como su destino educativo y, la más importante, el entrenamiento sacado de documentos de tortura. Porque nada llega por talento solamente, y eso lo tenían en claro desde el entrenador Kurosu, hasta los jóvenes que ahora terminaban de calentar para el entrenamiento vespertino de ese día viernes.
Kurosu se acercó lentamente al capitán, viendolo levantarse y moviendo sus hombros en pequeños círculos. Tronando su cuello y nunca abandonando esa sonrisa nívea en el rostro confiado. Según las planificaciones que habían hecho juntos, ese mismo día comenzarían con los entrenamientos exclusivos con mira a la clasificación del torneo de primavera. Sonrió para si al tener el recuerdo patente de la misma situación un año antes. Cuando la espalda de Kita, más pequeña y menuda, controlaba a todos en la duela sin necesidad de levantar la voz. Las cosas ahora eran diferentes, y aún así funcionaban. Funcionaban, pero...
—¡Kamori-kun! —lo oyó decir. La voz edulcorada le dio escalofríos. Su sonrisa también—. Acabas de llegar y no terminaste de elongar. No me engañes tanto ̴.
El rostro del destinatario de esa sonrisa tétrica pareció volverse tan pálido como la camiseta blanca que estaba utilizando. Contuvo una risa cuando lo vio arrojarse al piso a continuar elongando, justo cuando Atsumu volteó hacia él.
—Kamori-kun tardará un poco, entrenador Kurosu. Los demás estamos listos, cuando quiera.
El respeto con el que lo trataba no era falso, para nada. Nunca lo había sido, ni siquiera cuando entró y supo que ese muchacho iba a ser un diamante en bruto y un dolor de huevos al mismo tiempo. Y ahí estaba: el capitán de su equipo, y que hacía realmente un buen trabajo. Y es que, verán... Atsumu era un buen capitán.
¿Era un cínico desgraciado? Lo era. Mucho. De verdad, mucho. No era agresivo con sus palabras como alguien más sincero. A veces, pensaba que eso sería mejor antes que la ambivalencia de sus palabras hirientes y tono dulce. Podía levantar el ánimo de un compañero con tanta facilidad como podía destrozarla de por vida. Y recordó cuestionarse a si mismo el por qué no discutió seriamente con Shinsuke sobre el traspaso de capitanía. Pero había confiado en él durante dos años, ¿como podía no hacerlo ahora que sería su última orden como líder del grupo? Y esa orden fue pasarle la posta al muchacho que ahora estaba frente a él, ladeando la cabeza y esperando a que le respondiera. Cierto, debían comenzar...
—Bueno, capitán. ¿Unas palabras antes de comenzar?
Atsumu pestañeó varias veces antes de sonreír, esta vez de verdad. Esa sonrisa que incluso su entrenador podía dar cuenta de ser real. Y cuando sintió los pasos de sus compañeros llegar a sus espaldas, volteó su enorme cuerpo con los brazos en jarra sobre la cintura. La luz de la tarde entrando por los ventanales altos y mezclándose con las farolas del gimnasio, como cada vez que comenzaban a entrenar. Y por un instante, recordó que ese sería su último agosto. Que a partir de ahora, cada día era el último, porque ya no habría un siguiente. Ya no podría decir que un verano sobrevendría al presente. Era el último.
—¿Vas a hablar o podemos empezar a hacer algo productivo?
—¡Cállate, Samu!
—No empieces, por favor...
—¡Y tú también, Riseki-kun!
—Esa forma de tratar a tus compañeros es digna de un buen capitán, Señor Dictador.
—Si vas a buscar pelea, no seas tan obvio y guarda tu teléfono, Suna...
—Ya, ¿vas a decir algo?
Atsumu se rascó incómodo la parte posterior de su cabeza. Amaba la atención, eso era un hecho. Ser el centro de los reflectores era algo que lo ponía feliz, aún y cuando hubiera ruido. ¿Pero ahora? Por algún motivo, esto no le parecía del todo bien. Y entendió que era lisa y llanamente, porque no estaba en una duela. Él era una estrella, aún y cuando no fuese el rematador. Él era la torre de control. La prima ballerina. El mago artífice de los pases que hacían a todos saltar más alto. No un capitán, y ese pensamiento lo había perseguido desde el campeonato nacional. Desde el día que notó que sus compañeros no se calmaban con él como lo hacían con Kita. No. No. No.
No podía compararse con una presencia casi maternal como la de su ex capitán. Él no era menos, solo diferente. Y aún así...
—Lo que nos pasó a principio de año no volverá a ocurrir —dijo. El rostro serio, ya sin sonreír—. No me importa lo que haya ocurrido. Desde aquí solo vamos a avanzar. Así que avancen conmigo, o se quedarán en el camino. Somos los retadores, nunca olviden eso.
Osamu pestañeó varias veces con el rostro impávido. Giró su cabeza hacia Suna, que aún tenía el teléfono en sus manos. El pelinegro se encogió de hombros antes de susurrar.
—¿Cómo es posible que algo tan arrogante suene alentador?
El gemelo imitó su movimiento a la perfección.
—Es Tsumu.
Sonaba lógico.
Un aplauso de su capitán para despertarlos, y el entrenamiento comenzó.
Atsumu Miya era un deportista nato. Un líder sin saberlo, porque al estar a su lado querías seguirlo y asesinarlo al mismo tiempo. Pero la realidad era que, a los fines básicos del vóleibol, el gemelo de rubios mechones dorados era un mago. Sus movimientos eran tan certeros que provocaban escalofríos al verlo recorrer la cancha. La madera rechinando bajo sus pisadas y sus musculosas piernas flexionandose con la presencia de una montaña y una delicadeza digna de un gran bailarín. Era, lisa y llanamente, perfecto. Por eso, pese a ser un dolor de trasero y candidato permanente a amanecer ahogado en el río, todos lo escuchaban. Osamu, Ginjima y Kosaku saltaban más alto por y gracias a él. Porque sus pases eran exigentes, pero eran perfectos. De esos que puedes golpear desde cualquier punto. Y verlo jugar era, a los ojos de su entrenador, un privilegio, porque sabía que llegaría lejos.
Por ese motivo, en ese instante, todo se volvió negro. En cámara lenta. Un slow motion que predecía el infierno en vida para él y todos los que estuvieran presentes en ese gimnasio esa tarde de septiembre. Cuando Atsumu saltó a recibir un balón y convertirlo en una nueva oportunidad de anotar. Cuando el sonido de sus zapatillas fue chirriante al levantar su enorme cuerpo de las tablas de madera lustradas. Y el tiempo se detuvo.
Cada uno diría algo distinto de esa tarde. De lo que vieron. De cómo fue el orden de los factores hasta que llegó el desenlace. Pero todos supieron ponerse de acuerdo en algo: el horror de ver a su capitán caer al suelo como un enorme saco de yeso. El grito ahogado en miedo y dolor. Su cabeza rebotando como un balón perdido contra las tablas de madera.
Y el silencio que siguió a eso.
