CAPÍTULO 14: Missing the mark
Osamu Miya no era un muchacho que se asustara fácilmente. El rostro sin expresiones que solía mostrarle al mundo era, en buena medida, su rostro real. Era tranquilo, sencillo, sin emociones explosivas que desestabilizaran el bien común. Probablemente, de todos en su casa, fuera el que mejor manejaba las situaciones de tensión que podían vivir como familia, y definitivamente, era más calmo que su hermano gemelo a la hora de actuar en un momento de necesidad. Así era como todos percibían al gemelo de cabello plata, y probablemente esa fuera su propia opinión sobre si mismo. Hasta esa tarde de septiembre, cuando la cabeza de su hermano rebotó como un balón perdido contra la madera lustrada donde se paraban. La vibración desproporcionada por el impacto del enorme cuerpo resonando en sus pies, y esa sensación de sequedad en su garganta que le impidió siquiera poder tragar.
No es que tuviera gran cuidado por la integridad física de su gemelo cuando la guerra interna llamaba y prácticamente se arrojaban mutuamente a la yugular ajena. Los golpes que se daban no eran cosa de niños y recordaba vívidamente sentir las mejillas de Atsumu reventar contra sus puños cuando las cosas se ponían extremadamente agresivas. De esas veces que ni siquiera su madre y una cubeta con agua helada podía lograr separarlos. Pero eso era distinto. Esto daba miedo. Esto no estaba bien. Y Atsumu no estaba moviéndose.
—¡Capitán!
—¡Atsumu!
—¡Miya-sempai!
—¡Atsumu! —la voz del entrenador Kurosu resonó en el gimnasio como una bomba estallando de repente—. ¡Atsumu! ¡No te muevas! ¡No te muevas! ¡El equipo! ¡Llama una ambulancia!
Los gritos de Kurosu no parecieron sonarle más que un burbujeo dentro de una caja de zapatos cubierta de cemento. Las voces de sus compañeros. Los pasos acelerados del profesor acompañante. La llamada a emergencias. Las preguntas de Gin. El silencio solemne de Suna a su lado, dudando en acercarse o no. Y lo único que podía oír con una claridad aterradora, eran los gemidos de dolor profundo emanando del cuerpo de su hermano. Ese llanto ahogado mientras sus manos temblorosas sostenían el tobillo izquierdo, y todo pasaba en cámara lenta frente a sus ojos: el salto perfectamente dado. La sonrisa en el aire. Y la expresión confundida cuando Atsumu notó que algo no estaba bien, como premeditando el desastre. El grito ahogado en su garganta cuando el costado de su empeine tocó primero el suelo. El sonido chirriante de un paso horriblemente dado, y el estruendo de su metro ochenta y tres impactando de lleno contra la dureza helada bajo sus pies.
—¡Atsumu! Te golpeaste la cabeza. ¡Muchacho!
—E-estoy bien. Déjenme espacio...
Atsumu hablaba con aparente calma pese a temblar mientras se incorporaba, rechazando las manos que trataban de ayudarlo. Osamu se acercó dos pasos, poniéndose frente a él con el rostro tenso. Uno que su hermano notó.
—¿Qué...? —le preguntó llevando una mano a su pie, quitándola ante una oleada de aparente dolor tan agudo que lo obligó a fruncir el ceño junto a su nariz.
—¿Cuántos dedos ves?
—¿Qué cara...?
—Te golpeaste la cabeza, Tsumu. ¿Cuantos dedos ves?
Los tres largos dedos frente a su rostro permanecieron tiesos como roca. Atsumu permaneció quieto antes de responderle con la voz hastiada.
—Tres. ¿Puedo levantarme?
—¿Dónde estamos?
—¿Que mierda?
—¡Tsumu!
—¡En el gimnasio!
—¿Qué día es?
Y la voz del capitán quedó atragantada en lo profundo de su pecho, porque sabía que era de día. Era tarde. Era el entrenamiento vespertino. Sabía que había comido para el almuerzo y cual fue su colación antes de llegar al gimnasio. Como se cambió y las bromas con su hermano a Suna. Pero no podía recordar. No podía recordar qué día era. Que...
—Puede ser una contusión. Atsumu, quédate sentado, la ambulancia está en camino.
—Entrenador, estoy bi...
Y una vez más, su voz quedó atorada. Porque lo que salió al exterior fue lo más parecido a un grito lastimero transformado en odio. Y cuando su vista se traspasó al tobillo hinchado, caliente y latiendo comprendió que esto era una real mierda. Y el odio acalló su voz por horas y horas.
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Akemi Miya era una mujer ocupada. Dividía su tiempo entre su trabajo en bienes raíces y las tareas del hogar que compartía con su esposo, porque sus hijos eran dos bolsas al traspasar el umbral de casa. Amaba a sus gemelos desde antes que viera sus rostros idénticos y quisiera matarlos por primera vez cuando notó que se iban a asesinar entre ellos al crecer. Los vio tan compenetrados en su deporte favorito a corta edad, y desde ese entonces siempre les dio su apoyo incondicional, pudiera o no presenciar sus juegos. Sabía de antemano cuál de los dos realmente seguiría practicando como carrera. Sabía distinguirlos con solo escucharlos hablar. Con solo ver sus expresiones. Y siempre tuvo en claro que pese a ser tan distintos en carácter, muy en el fondo, eran idénticos como sus rostros se mostraban al mundo.
Sus hijos peleaban con una constancia arrolladora, y se acostumbró a verlos lastimados por los puños del otro. Incluso pequeñas lesiones en sus dedos por un balonazo mal dado. Era normal, era el deporte, era el juego. Pero cuando Osamu la llamó desde el hospital Regional de Hyogo, sintió que el tiempo se detenía, porque la voz de su hijo más calmo sonaba tan contenida que quiso refugiarlo en su seno materno como no ocurría desde que venía a casa llorando por sus rodillas lastimadas.
—Le están haciendo una tomografía ahora —lo escuchó hablar como si tuviera el peso del mundo en los hombros—. El doctor hablará con nosotros después de que tenga los resultados, pero dice que quiere tenerlo aquí por la noche.
—Es normal, Samu —respondió. Tenía que mantener la calma o todo se iría a la mierda—. ¿Cómo está él?
—Callado.
Mierda.
No. Eso no era bueno para nada. Que Atsumu no estuviera echando putas en un momento así era totalmente anómalo. Por el susto, dolor en su pie o el golpe. Debería estar...
—Osamu —le dijo—. No puedo volver hasta mañana. Tu padre vendrá la próxima semana. ¿Tu...?
—Me quedaré. Llamé a Yuuki para refuerzos.
—¿Estarán bien los dos solos?
—No es que tengamos opciones. Pero no estará solo.
Akemi suspiró. Tenía un punto válido. Fuera de ella, Osamu era el único que lo calmaba. Y su novia era un agregado importante. Respiró con más calma, hasta que las fichas cayeron en su lugar.
—¿No podrá...?
—No creo que sea algo de una semana. Esto va a ser complicado.
Y los dos callaron. Una brisa helada inexistente se coló entre sus poros hasta llegarle a los huesos. Como si el invierno llegara de golpe, salteándose una estación y miles de grados bajo cero. Claro que esto iba a ser complicado.
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No hay nada de qué preocuparse. Es una fractura en los huesos de tu tobillo izquierdo, en la articulación tibioastragalina para ser más exactos. Prácticas voley, ¿o es cierto? Es una lesión muy común para ustedes. Se nota que tienes un físico de deportista. Verás... por tu estado físico, los músculos de las piernas están extremadamente desarrollados. Al apoyar mal el tobillo, eso solo ayudó a la fractura. Veamos... Eso quiere decir que la masa muscular se contrajo, y agregado a la mala postura con la que apoyaste el peso del cuerpo al caer, se produjo la lesión. Solamente serán unos treinta a cuarenta días de reposo sin ejercicio. Luego de eso, estarás como nuevo. El verdadero riesgo estuvo al golpearte la cabeza, y tu tomografía salió perfecta. De todos modos...
¿Es real? ¿Esto era real? ¿El tipo con un guardapolvo blanco sentado frente a él era real? ¿Esa estúpida bata azul que llevaba puesta era real? ¿Este yeso? Pesaba. No dolía como antes, pero estaba cubierto por esas capas de gasa y yeso que le hacían pensar en una enorme bola de goma de mascar cubriendo su pie. ¿Por qué ese tipo seguía hablando? El entrenador Kurosu solo asentía con el rostro estoico, como si a él le estuvieran diciendo que no podía moverse por casi dos meses. ¿Por qué no hablaba? ¿Por qué no discutía? ¿Que mierda estaba ocurriendo? ¡Ey! ¡Entrenador! ¡Las preliminares comienzan en unas semanas! ¿Por qué no discute? El capitán no podrá jugar. El armador no podrá jugar. ¿Tan fácil va a aceptar la situación? ¿Y Osamu? Osamu estaba ahí, mirándolo de reojo. ¡Claro que lo estaba viendo! Disimula un poco más, idiota. ¿No iba a burlarse? ¿No iba a decirle nada? ¿Ni siquiera un te lo dije? ¿Nada? ¿Qué...?
—¿Qué hay de sus estudios? ¿Puede asistir a clases?
—Claro que sí —contestó el anciano frente a él con una sonrisa que no agradeció—. Pero claro que a partir de dos semanas. La lesión no es grave, pero debe quedarse aquí.
Entonces para que mierda dices que puedo volver, hijo de la...
—Y cuando regrese a clase, claro que será sin correr y sin jugar. ¡Solo por un par de meses! Si todo sale bien, volverás en un parpadeo.
¿Parpadeo? Dos meses no es un puto parpadeo.
¿Así se siente cuando te disparan en el corazón? Mierda. Creyó siempre que dolía más. Se sentía como un golpe seco pero sin repercusiones. Como si lo hubieran matado de golpe y ya ni siquiera respirara. Como si nada más fuera a importar luego.
—Gracias, Doctor Kitamura. Es un alivio escuchar eso.
¿Alivio? ¿¡Alivio!? ¿¡De qué mierda de alivio estaba hablando!?
—Necesito que el tutor presente firme unos papeles en mi consultorio. ¿Puede venir?
—Desde luego. Osamu, Atsumu. Vengo enseguida.
El rostro del gemelo que aún estaba de pie junto a la cama asintió con el rostro serio. Nada fuera de lugar. Nada extraño en esa habitación blanca con pocos cuadros genéricos. Esas plantas decorativas y la cortina clara que dejaba pasar la luz de las farolas nocturnas. Sin saber qué hora era, Osamu supo que todo se complicaría a partir de ahora.
La puerta de madera cerrándose con un sonido seco dio el paso al silencio más incómodo que pudo recordar desde que juntos, habían destrozado el baño de su casa arrojando un cohete encendido al excusado. Y los cinco segundos antes de la verdadera tormenta se sintieron eternos. Como la danza de violines en una sinfonía que estalla en todo su esplendor.
—Tsumu...
—Cállate.
—Oye, de verdad.
—Cállate.
—Mamá me dijo que...
—¡Cierra la boca ahora!
Silencio.
Osamu tragó fuerte. Claro que lo entendía. Pero por otro lado...
—¡Cálmate!
Error. Gran error. ¿Cálmate? Quiso patearse automáticamente cuando esa palabra salió de sus labios. Su hermano no iba a calmarse. No podía calmarse. No tenía por qué calmarse. Porque en su mente y en la realidad, tenía todo el derecho del mundo a golpear con su puño el colchón duro tanto como quisiera.
—¡¿Me dices que me calme?! ¡¿Quién mierda te crees que eres para decirme que me calme?! ¡No podré jugar en dos meses y me dices que me calme!
—No quise decir eso, Tsumu. Yo...
—¡Cierra la bo...!
Y su enorme cuerpo se levantó de la cama. Y el peso del mismo hizo ceder sus piernas. El suelo de mármol estaba tan helado que sus rodillas lo sintieron como puñales. La voz de Osamu sonando fuerte en sus oídos y un chirrido insoportable dejándolo sordo. Y entonces, fue el sonido de la puerta.
Cuando Yuuki Komimura atendió el teléfono, estaba aún en el salón de arte. Solo ella y dos amigos más se habían quedado tiempo extra para poder dejar los materiales listos para el lunes, cuando comenzarían su mural final. Las risas aún sonaban en el aire fresco de la tarde cuando la voz de Osamu le llegó del otro lado, baja y serena. Y reconoció que era tan aparente como ahora ella trataba de no temblar. Estamos en el hospital, le había dicho. No te asustes, le había dicho. Su tobillo se rompió y tiene un golpe en la cabeza, van a llevarlo a observación, le había dicho. Y ella dejó de respirar.
Yuuki había escuchado una vez que el ser humano reacciona a los estímulos por asimilación. Por comparación a aquello que ya ha vivido. A sus diecisiete años, tenía el recuerdo vivo de haber despedido a su perro a los catorce. De haberse perdido en el bosque a los siete. Del ataque al corazón que su padre tuvo cuando ella solo tenía once. De ese sujeto horrible que levantó su falda en el metro cuando fue a Osaka, a sus tiernos trece. Cada una de esas experiencias, por distintas que fueran, tenían la misma reacción. La misma que ella tenía ahora: las delgadas piernas fallando en mantenerla en pie. Los ojos cargándose de agua hirviendo. Las manos temblorosas y su voz sin salir, siquiera en sus suspiro. Ese dolor punzante en el pecho, como mil agujas de hielo sobre sus costillas abriéndolas cual palancas de hierro encendido. Y entonces, ya no recordaba.
Por eso, cuando sus manos delgadas golpearon la puerta de la habitación donde le informaron, estaba Atsumu, esperó una respuesta. No obtuvo una más que la voz de Osamu gritándole imbécil a su hermano. Y cuando la necesidad y el miedo la obligaron a abrirla, fue la imagen de su novio en el suelo con el rostro rojo totalmente desencajado lo que la impulsó a ir hasta él sin darse cuenta de nada.
—¡Atsumu! ¿Estás...?
¿Estás bien? ¿Eso iba a preguntarle? Mientras sus piernas la llevaban corriendo hasta él y se arrodillaba a su lado, justo del lado opuesto de Osamu, sus palabras sonaron en su mente y supo automáticamente que estaba diciendo algo imbécil. Lleno de amor y preocupación, pero imbécil. Y supo lo que venía luego. Porque para ella era un tobillo roto y una posible contusión. Para Atsumu, iba más allá. Y lo supo cuando su rostro quedó fijo en ella y sus ojos cargados de un sentimiento que le perforó el pecho como una lanza.
—¡¿Te parece que estoy bien?!
No. Claro que no le parecía que estuviera bien. Ni el temblor. Ni los hombros venidos adelante. Ni la mirada cargada de angustia. Nada de esto estaba bien.
—Atsumu, no quise decir eso, yo...
—¡Lárgate! —Atsumu sabía perfectamente que ella no quiso decirle nada malo. Una parte suya se alegraba de verla ahí. Se sentía tranquilo de ver su rostro. ¿La otra?, la otra era la que controlaba todo—. ¿¡Qué rayos haces aquí!? ¿¡Tú la llamaste!?
Giró violentamente hacia su hermano. El rostro fijo en el suyo y tieso por la presión de la situación.
—¡Claro que la llamé, imbécil! ¡Deja de ser un crío y levántate!
—¡No se te ocurra llamarme así, pedazo de...!
—¡Atsumu! —Yuuki llamó su nombre con voz de mando. Casi no podía sentirse el temblor al que se sometía su garganta tras la fachada que construyó en solo un segundo—. No grites así, primero dame tu brazo, te levant...
—¡Te dije que me sueltes, Yuuki!
El latigazo de su brazo al sacudir su delgado cuerpo de encima fue suficientemente fuerte como para que se sentara de golpe por el impulso. El suficiente para sacudir sus pensamientos sin comprender. Lo bastante fuerte para que Osamu chasqueara la lengua, lo tomara por debajo de las axilas y lo sentara en la cama como un enorme niño, volteándose a ella de un solo movimiento y tendiendole la mano que apenas tomó para levantarse. Aún repitiendo lo que estaba pasando como un sueño del que necesitaba despertar. No tanto como lo necesitaba él.
—¿Quieres un balde de agua en la cara? ¿Que mierda te pasa? ¡No puedes tratarla así!
—Osamu... —susurró Yuuki tratando de tomar su brazo para que dejara el asunto.
—Lárguense los dos. Ahora.
Atsumu solo hablaba bajo cuando su tono era tan edulcorado para causar diabetes. Ahora, Yuuki sintió que todos sus átomos se congelaban. Y apenas podía contener las lágrimas de ver el verdadero dolor tras los ojos ámbar del chico que adoraba sentado en esa cama de hospital. Más roto de lo que aparentaba su pierna.
—No vamos a dejarte solo, pedazo de infradotado. Mamá no va a poder venir así que estás atascado conmigo y con ella.
—No necesito niñeras.
¿O si?, pensó. Porque quería echarle la culpa a alguien por su imbecilidad a la hora de caer luego de colocar el balón, pero no había nadie a la vista. Así que solo podía insultarse a si mismo, porque el suelo estaba fuera de su districto de culpa. Él se hizo esto. Él se había quebrado. Estaba fuera de las preliminares por su propia negligencia y nada tenían que ver las dos personas frente a él. Su hermano, que quería cuidarlo. La chica que adoraba y que estaba al borde del llanto por no poder contenerlo. Y supo que odiaba tener que ser contenido. Él no quería ser contenido. Él no quería que su hermano lo viera así. Él no quería que Yuuki lo viera así. Débil, roto, inválido, inservible. Así, no siendo él. Por eso les gritó que se fuera con una voz que casi se quebró de dolor. Tanto que una enfermera llegó ante el alboroto. Tanto, que ambos dejaron la habitación. Creyó oír un sollozo fuera luego del silencio mortuorio de esa habitación blanca.
Aparte de cagarse las nacionales. Aparte de cagarle el campeonato a su equipo. Aparte de cagarla como capitán y líder, había quebrado en llanto a su novia. Cuando prometió no hacerla llorar nunca más, sabía que ahora lo estaba haciendo. Bufó hastiado. Se odiaba. Se odiaba por todo y su cabeza dolía. Su pecho quemaba. Y su teléfono sonó.
Mamá.
Atendió en silencio. La voz de su madre al otro lado de la línea lo hizo temblar, las lágrimas agolpándose en sus ojos como cascadas saladas.
—Mamá —susurró—. La cagué, mamá...
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Cuando Atsumu Miya se rompió el brazo derecho a los seis años, fue parte de una serie de eventos desafortunados. Años después, no podía recordar exactamente lo que había ocurrido, pero su madre solía decir que intentó demostrar que podía volar más alto que Osamu, y eso significaba saltar desde el atelier de la sala y no desde el brazo del sofá. Osamu le dijo que si, voló más alto. Había ganado la batalla aquella vez.
Luego de eso, recordaba que estaba hastiado de ese yeso cubriendo su brazo derecho. La sensación maligna de no poder hacer nada por cuenta propia y depender de su hermano para tomar la tarea en clase, tanto como para transcribirla. Lo que podría haber sido una especie de vacación obligada, era un martirio a su orgullo. Y claro que le hizo la vida imposible a todo lo que rodeara su entorno. Porque si Atsumu sufría, lo hacía el resto.
Aún así, Atsumu recordaba pequeños pantallazos luminosos en esos días de odio profundo a su propia estupidez: las meriendas preparadas por su abuela. Los juegos de damas chinas con su abuelo. Las cenas especiales de su madre e incluso los juegos con Osamu. Y es que si bien, recibía favores especiales, nadie lo trataba distinto. Osamu seguía llamándolo imbécil y no lo dejaba ganar. Todo era normal. Todo estaba como era entonces. Las constantes en su vida se mantenían, y entonces, él podía pensar en su propia vida. Porque a los seis años no hay demasiado en que pensar, pero tu entorno te mantiene. Por eso, las palabras de odio fingido de su hermano y el amor incondicional de su madre y sus abuelos fueron lo que le hicieron sentir que todo estaría bien en ese mes que su brazo estuvo inservible.
Porque de eso se trataba todo. De una constante. De que los pilares de su vida se mantuvieran firmes para que cuando todo lo demás se fuera a la mierda, él siguiera en pie.
Eso es lo que no pudo sentir la segunda vez que su cuerpo lo traicionó.
—Yuuki... —susurró Osamu sentándose a su lado.
La pequeña espalda contorsionada en llanto. El rostro cubierto por ambas manos. La voz ahogada en su pecho.
—Da-dame un segundo —quiso decirle, pero su voz apenas salía—. Lo siento mucho, Osamu...
—¿Por qué te disculpas? Tranquila.
Osamu solo la vio temblar, luchando por calmarse. Era una hoja en el viento apenas sujeta a una débil rama.
—Entré solo para empeorar las cosas. Sabía que iba a estar...
—No —interrumpió con el rostro serio—. Yo también pensé que iba a ponerse horrible, pero no así. No te culpes por algo que no tienes.
La enorme mano de Osamu se posó en los omóplatos temblorosos, dando pequeños giros sobre la chaqueta del instituto para calmarla. Claramente, había venido corriendo sin siquiera pensarlo. Los dedos pálidos manchados en pintura y hasta en la falda café. Las enfermeras pasaban por su lado, acostumbradas a esa clase de cuadros en el lugar donde estaban. Él mismo se obligó a tranquilizarse, sabiéndose el que debía mantener un hilo conductor en ese instante.
—Nada de lo que te dijo es lo que en verdad siente, lo sabes ¿no?
—No es que lo crea o no, Osamu. Es lo que le pase a él. Él me preocupa. En su cabeza...
—Lo que pase por su cabeza no podemos manejarlo nosotros. En su mente ya no volverá a jugar y sobre todo, el campeonato está perdido.
—Exacto. ¿Cómo haces para ayudar a Atsumu Miya cuando tiene esos pensamientos en la mierda que tiene por cerebro?
—No lo haces.
—¿Eh?
—Yuuki, eres su novia —le dijo con suavidad y firmeza—. No por ser su novia tienes que tenerle una red de contención. Cuando cocinas algo, no lo ayudas a hacerse. Solo procuras que no se prenda fuego.
La joven ahogó una risa, mirándolo asombrada, aún con los ojos enrojecidos. Su semblante distinto.
—¿Una alusión a la comida? ¿En serio?
Osamu se encogió de hombros antes de responder.
—Oye, se entendió. ¿O no?
Yuuki no pudo sino sonreír con debilidad.
—Si...
El silencio reinó entre ambos. Las luces blanquecinas y el penetrante aroma a medicamentos y alcohol era suficiente para marear a cualquiera. Osamu ni siquiera sentía animos de asaltar la máquina expendedora que prometía entremeses hasta que pudiera cenar. ¿Cenar? ¿A esa hora y en el hospital? No, ya no era posible. Su madre había dejado algo hecho para ambos, pero claramente no podría irse a su casa. No ahora que...
—¿Tu madre no vendrá hoy? —Yuuki habló finalmente enderezándose con el rostro hinchado de sus lágrimas. Las mejillas rojas como el cabello alborotado.
—No. Está trabajando hasta mañana. Tendré que quedar...
—Yo lo haré.
—No.
—Osamu, puedo hacerlo.
—Bajo ningún punto de vista —dijo—. Es mi hermano.
Los ojos verdes lo enfocaron con determinación. Por un instante, Yuuki le pareció enorme.
—No voy a ponerme a discutir títulos nobiliarios contigo, Osamu —su voz era tan calma que no se coincidía con esa fuerza con la que podía verlo—. Pero necesitas descansar y si se matan a golpes, ni un ejército de enfermeras los podría separar. Por favor, déjame hacer esto.
En todos los años que llevaba conociendo a la joven de cabello rojo, pocas veces había visto esa mirada en sus ojos. Ese temor y determinación al mismo tiempo, conviviendo en un mismo espacio físico dentro de su cuerpo. La puerta de la habitación donde aún estaba su hermano no se había abierto nuevamente, y sabía que la guerra se desataría apenas alguno de los dos volviera a entrar. Quería culpar a Atsumu y si siempre actitud de mierda. Decirle a la chica cuyas lágrimas aún no terminaban de secarse en el rostro que todo estaría bien, que se le pasaría: pero no era así. Ambos lo tenían muy en claro. Cada pizca de dolor y bronca y odio en el cuerpo del muchacho era totalmente válido. Pedirle que se calmara era cruel. Era una falacia, porque ninguno de ellos lo haría en su lugar. Porque no podía hacerlo. Era injusto. Era algo que dolía.
—Llámame si se pone idiota. ¿De acuerdo?
Yuuki asintió con una sonrisa genuina en el rostro trémulo. Sus puños se cerraron en el pliegue de la falda. Trató de recordarse a sí misma que tenía que llamar a su madre de forma inmediata antes de que mandara un escuadrón swat a buscarla por medio Hyogo. Mientras Osamu se levantaba en dirección a la máquina expendedora, su cabeza giró hacia la puerta cerrada. Blanca, impoluta, impenetrable. Tragó fuerte. Sabía que iba a ser una larga noche.
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Atsumu Miya era llamado una de las bestias de Inarizaki: enorme y muy mal humorado. Pero de ese mal humor latente, del que no puedes ver a simple vista. El que está presente bajo una capa de sonrisas y voz edulcorada. Quienes conocían al muchacho también sabían que todo en él era una eterna competencia: con su equipo, con su hermano, con él mismo. Cuando tenía algo entre cejas era imposible sacarlo de ahí hasta que otra cosa no cruzaba en su cabeza, pero era porque él lo decidía. Nadie decidía jamás por él.
La mente de Atsumu funcionaba, en buena medida, solo en una dirección: hacia delante. Siempre, al frente. Y en este instante, no podía hacerlo. ¿Por qué?, porque su pierna estaba enyesada. Porque se había roto el tobillo y necesitaba reposo absoluto de al menos dos semanas. Porque luego de esas dos semanas no podría jugar. Porque su equipo lo necesitaba y él no estaría ahí. Porque él era el capitán y haciendo esto los había dejado en pelotas antes de las clasificatorias. Porque ahora estaba totalmente desnudo aún cuando su cuerpo estuviera cubierto por esas sábanas blancas de mierda. Y se sentía tan mal como no podía dimensionarlo.
Ni siquiera la voz de su madre pudo mantener un ápice de sensatez en él, aún cuando creyó que lo haría. Solo había sollozado como un estúpido bebé contra la bocina de su celular mientras su madre lo escuchaba en silencio. Casi no había podido dejar de morder su labio inferior cuando ella le habló con ese tono que utilizaba cuando él se aterraba por las noches aún compartiendo habitación con Osamu. Y nada de eso podía ayudarlo. Nada.
Y cuando la puerta se abrió en silencio mientras la luz de las farolas iluminaban las paredes blanquecinas, su corazón volvió a detenerse en frío. Porque el delgado cuerpo de su novia se adelantó apenas dos pasos, permaneciendo de pie junto al marco y cerrando el pestillo con la solemnidad de un monje en procesión. En la quietud de la habitación, el muchacho podía jurar que el aire se cortaba con un cuchillo, y aún así la parte de su pecho que aún dolía quería alejarla para que no lo viera en ese estado. Su mente se disparó a cada vez que estuvo resfriado y ella le alcanzó un pañuelo. Esto no era igual. Estar postrado en una cama cuando él siempre dirigió todo no era una situación que pudiera tolerar, porque cada escenario se resumía a que era débil. A que lo que le pasó fue exclusivamente su culpa, y que era débil. Y en ese instante, era débil ante ella. Esa sensación de no poder ponerse de pie sin ayuda lo dejaba desnudo de una forma que no quería estar ante nadie, y mucho menos de la chica que quería.
Por eso había reaccionado como un perro acorralado cuando la vio entrar a la habitación de hospital con el rostro lleno de preocupación. Porque en su cabeza de maní, él debía cuidarla siempre y evitar esas expresiones. Porque siempre se prometió que no la volvería a hacer llorar y esos sollozos tras la puerta le habían desgarrado el pecho en todas direcciones. Y él no era débil. Entonces, no podía permitir que ella lo viera así. Que lo consolara. Que lo mirara con los ojos llenos de lágrimas.
Y cuando pensó siquiera en abrir la boca, ella se le adelantó.
—Osamu se fue a casa y vendrá mañana —le dijo.
Atsumu pestañeó muchas veces al no reconocer ese tono de voz en el repertorio que había aprendido en tantos años de conocerla. En casi ocho meses de estar juntos. Esa cadencia helada, fría, dura. Sus ojos no sonreían ni tenían un ápice de lágrimas en ellos. Era...
—O-oy...
—Me quedaré contigo esta noche —soltó. Y Atsumu sintió que le reventaban la cara de una bofetada. Así reaccionó.
—¡Claro que n...!
—Voy a quedarme esta noche, Atsumu —cada palabra salía con fluidez, pero a Atsumu le sonaron deletreadas para mayor entendimiento—. Me quedaré lejos para no respirar tu aire si eso te fastidia. Pero voy a quedarme esta noche.
—¡Jamás dije que me fastidiaras!
—Por eso me mandaste a la mierda cuando intenté ayudar a que te pararas.
—¡No necesitas ayudarme porque no necesito ayuda! —gritó con fuerza. Creyendo sus propias palabras a medida que las escupía.
—¡La necesitas! —trató de contenerse. Aunque quizá no lo necesitara—.Pero tienes el ego demasiado grande para darte por enterado.
Atsumu lo
—¡Deja de hablar como si entendieras lo que me pasa!
—¡Desde luego que no lo entiendo, idiota! —calma. Calma...—. Trato de entenderte, pero no me estás dejando.
—¡No quiero que me entiendas! ¡No quiero esto!
—¡Nadie lo quiere, Atsumu!
—¡Pero me pasó a mi! ¡No a tí! No a Samu. A nadie más que a mi. ¿No tengo derecho a ser un imbécil solo esta vez?
—Tienes todo el derecho del mundo a estar enfadado, estúpido. Tienes derecho a comportarte como si quisieras destruirte. Pero no voy a dejar que lo hagas. Así que si quieres ser un dolor de huevos para tu psiquis y el resto del mundo, selo. Pero me quedaré aquí esta noche, y las que hagan falta hasta que vuelvas a estar bien, pedazo de imbécil.
El corazón se le iba a salir del pecho por el simple hecho de estar sentado con la espalda contra la cabecera de metal y las piernas sin respuesta rápida. Por verla de pie en el umbral cerrado de la puerta con la mirada más decidida que jamás le hubiera conocido. Por querer abrazarla con fuerza y al mismo tiempo enviarla lejos. Porque estaba sentado en una cama cuando no quería estarlo. Porque todo su cuerpo estaba temblando y sus ojos se nublaban. Porque las cálidas gotas de agua salada le caían en el dorso de las manos aferradas a las sábanas. Los dientes mordiendo con furia el interior de sus labios. Las mejillas ardiendo. Cada poro de su cuerpo gritando.
Yuuki lo vio caer hacia delante con los hombros enormes. Los mismos que siempre veía abiertos en orgullo cuando jugaba. Los que la envolvían en un abrazo y le costaba rodear con sus propios brazos al sostenerlo cerca. Era tan enorme y tan roto que parecía un niño. Tanto que sus piernas quisieron acercarse a él. Llegar al mismo espacio físico y no permanecer en ese vacío helado en la distancia, pero algo la detuvo. Algo que la congeló en el lugar, imposibilitando cualquier respiración: Atsumu no quería eso. No quería que lo sostuvieran. No quería parecer débil con nadie. Por eso la mandó a la mierda. Por eso no quería que se acercara. Jodía como el demonio. No quería eso. Ella no quería eso. Y sin embargo, ahí se quedó, de pie bajo el marco de la puerta. Porque no era ella quien estaba sufriendo, y no era ella quien tenía que exigirle nada en ese instante. Porque en ese momento, él tenía derecho a llorar como lo hacía, ahogando sus gritos en lo profundo de su pecho, golpeando el duro colchón con las manos en puño. Gritando que no era justo. Que era una mierda. Que todo era basura. Y ella no podía negarle nada. Solo esperar, contemplarlo, cuidarlo a la distancia segura que su orgullo le rogaba, y ella estaba respetándolo.
Atsumu siguió llorando por lo que parecieron horas. Su cuerpo jamás se movió de ese lugar. Sus ojos jamás dejaron de mirarlo. Sus uñas clavadas en el interior de su mano tolerando el impulso de hacer algo que no podía. Simplemente permanecer ahí, cuidándolo en silencio. Entonces, el cansancio lo hizo dejar de llorar. Y el silencio llenó la habitación esa noche de septiembre.
