¡Hola a todos!

Sé que es un loop eterno, pero GRACIAS mil veces por todos sus comentarios. Me animan a continuar y darle un final a esta historia. ¡No es este capítulo! Pero está cerca :( Por eso les agradezco, nuevamente todo el aguante y espero que estos últimos capítulos les lleguen al alma.

La actualización vino pronto, en parte porque estos dos capítulos los había escrito juntos y ahora solo lo retoqué, y porque esta semana viene particularmente difícil con el Conservatorio, y no se si podré hacerlo luego. Así que espero que lo disfruten mucho.

¡Nos vemos pronto!


CAPÍTULO 15: We tear it apart

Osamu Miya podía definir las cosas que amaba en la vida por la comparación a una comida. Un día lluvioso envuelto en frazadas era tan acogedor como una sopa de vegetales bien sazonada. Los ocho segundos antes de sacar en un partido era como un onigiri preparado con el primer arroz del año. Y aunque lo negara bajo nueve llaves, las discusiones frente a la Xbox con Atsumu eran como ese pudín de caja grande que siempre le gustaba comer después de cenar.

Ahora, sentado en el suelo con el pote vacío a su derecha y el control en sus manos, se daba cuenta de que ese partido de Winning Eleven era mucho más importante. O que al menos valía por tres potes más.

—Entonces, ¿estás solo como perro malo?

La voz cansada de Rintarou Suna se oyó al otro lado del teléfono en altavoz. ¿Cansado? Tal vez. La realidad era que así sonaba siempre, sin excepciones. Su vista no se despegó de la pantalla mientras respondía.

—Prácticamente, sí —dijo—. Mi mamá vuelve mañana y papá en una semana.

—Te pareces más a Atsumu de lo que pensaba.

También puedes irte a la mierda.

Mierda. Eso había sonado como Atsumu. Hijo de puta. Suna sacaba lo peor de todos.

—De nada —respondió con el mismo tono parco. De pronto, fue como si recordara algo—. Oye... ¿Cómo estás?

¿Cómo estaba? ¿Eh? ¿Como estaba de qu...?

—Jugando solo y comiendo pudín —espetó de un solo fiatto sin desviar la mirada—. Te lo dije.

—Hablo de ti, idiota —rayos, hasta Suna sonaba como su hermano ahora. ¿Esto era por extrañarlo?—. Se que lo odias fuerte, pero sigue siendo tu hermano.

—¿Desde cuándo eres tan cortés como para preguntar por otros? —Suna respondió con una serie de improperios irreproducibles y que dejó de contabilizar al tercero. Suspiró antes de hablar—. Estoy... Bueno, estoy. Serán semanas difíciles, pero va a recuperarse antes del torneo de primavera.

—Que pesado. Quiere decir que si no clasificamos se va a poner más insoportable que nunca.

—Si. Así que tendremos que clasificar.

—De todos modos, eres igual a él. No soportarías no ganar. Si me lo pongo a pensar, es como si Atsumu estuviera en cada partido.

—Te rompería la cara si no fuera tanto trabajo.

Las risas resonaron en la habitación vacía, volviendo a sus oídos al refractarse en las paredes azules. Por un instante, se sintió mejor. Como sabiendo que al día siguiente vería a su hermano. Que al otro, tal vez, pudiera volver a casa. Y entonces, la debacle emocional sucedería y querría asesinarlo, como siempre había querido. Amaba a su hermano aún cuando quisiera darle duro en la cabeza con una silla reforzada. Y tendría que poner en práctica todo ese cariño fraternal durante dos semanas a partir de mañana.

Cuando Suna comenzó a hablar del entrenamiento del lunes, su atención volvió a centrarse. Sin Atsumu no sería lo mismo. Pero tenían que ganarse su lugar en el torneo de primavera fuera como fuera. Sino, el orgullo de todo el equipo estaría en juego. Y su hermano lo mataría, por seguro. Y viceversa.

.

.

La sensación de millones de agujas clavadas en su cuerpo le removió el estómago como lacerando sus entrañas, lastimándole la piel. Por un instante, Atsumu estaba seguro de haber soñado con un campo de espinas. Con una cama de clavos. Con una sala de torturas invisible y oscura, donde todo lo veía por el tacto de su propio dolor. Entonces, cuando al fin pudo abrir los párpados a la luz, estaba en el gimnasio. Los gritos y voces a su alrededor eran totalmente reconocibles. El olor a madera y sudor. La sensación de humedad en su espalda por la camiseta pegada a sus omóplatos. La visión de su hermano saltando premeditadamente y ahí se encontró a si mismo en el aire, con las manos extendidas hacia un sol falso que lo cegó. Sintió sus piernas ubicándose de forma incorrecta. Supo que eso no estaba bien, que no iba a terminar bien. Y el dolor de impactar su pie contra el suelo fue como si todas esas agujas tan familiares a su cuerpo se fusionaran en una enorme hoja que se incrustó en la carne fuerte de su pierna, recordándole que era débil como todos los demás. La red pasando por sobre su cabeza. El silencio repentino como si el mundo entero contuviera el aliento. Y el sonido en tacto de su propia cabeza golpear contra el suelo. Todo estaba brillante y oscuro a la vez.

Su cuerpo estaba sudado cuando la realidad lo llamó, tirando de una cuerda invisible de su alma a Tierra. La respiración agitada lo hacía sentir como si un grupo de taiko estuviera dando su máximo justo dentro de sus costillas. Los ojos húmedos y cansados. Las manos presionando las sábanas como si pensara que saldría volando. Contó sus respiraciones una y otra vez mientras reconocía el techo extraño sobre su cabeza, sabiéndose en otro lugar que no era la habitación de paredes azules compartida con su hermano. El olor a alcohol lo abofeteó en plena cara, y sus dientes encontraron el interior de su labio ya mancillado. Solo entonces, se dio cuenta de algo: y es que no recordaba haberse dormido. No recordaba lo que ocurrió luego de su ataque de llanto patético hacia lo que parecían ser años atrás. No recordaba esa frazada que cubría su torso. No recordaba haberse arropado a sí mismo. Ni apagar la luz. Ni esa botella de agua justo a su alcance. Ni esos caramelos en la mesa de noche impoluta.

Solo cuando su vista se enfocó del todo en la figura al otro lado de la habitación, comprendió todo. Porque en las penumbras de la noche, pudo distinguir el delgado cuerpo de Yuuki acurrucado en una silla, lejos de su alcance. Cubierta con una manta de repuesto, el rostro contrariado descansando con la nariz pecosa bajo el cobertor. El cabello rojo en tonalidades frías revuelto como una medusa. La imágen más hermosa y desconcertante que hubiera visto nunca.

Voy a quedarme esta noche, Atsumu, le había dicho.

Me quedaré lejos para no respirar tu aire si eso te fastidia. Pero voy a quedarme esta noche, le había dicho también.

Y ahí estaba. Justo al otro lado de la habitación, respetando su espacio. Cuidándolo en silencio. Y el amor y la molestia se agolparon en su rostro. Porque él tenía todo el derecho del mundo a enfadarse. A estar furioso. A querer golpear todo hasta que se rompiera como su tobillo y su deseo de ganar el campeonato de primavera. Pero sabía que la había herido, de nuevo. Que ella hablándole firme era el resultado de todo lo que le había hecho pasar. De que se había endurecido con su propio carácter. De que era alguien incondicional en su vida, y aún así la trató como juró, no volvería hacer. Su labio parecía querer empezar a sangrar por la forma en que se lo seguía mordiendo, incorporándose en la cama con sus firmes y fuertes brazos. Eso al menos seguía igual.

—Oye —murmuró. Silencio—. Oye, Yuuki.

Solo la había visto dormir recostada en su hombro al viajar al centro de la ciudad. Cuando el trayecto la agotaba y entonces le obsequiaba ese rostro descansando que siempre entorpecía uniendo los puntos de sus mejillas con los dedos helados, ganándose insultos de todo tipo. Sabía que no se iba a despertar tan fácil. No solo con su voz. La pierna inmovilizada no iba a hacérsela fácil. Así que hizo lo más maduro en esa situación: arrojarle uno a uno los caramelos de la bolsa en la mesa de noche. El ruido seco del impacto del proyectil justo en su frente fue digno de una ovación de pie. Con todo y banda de Inarizaki celebrando su puntería.

—¡Qué cara...! —el grito ahogado de la joven pareció salido de ultratumba en frecuencias muy altas.

Sacudió la cabeza con fuerza, volviendo el si. Recordando la llamada a su madre la noche anterior para avisarle donde se quedaría. Ahora, notando las luces de las farolas en la calle como única luminaria en la habitación blanca. Y el rostro de Atsumu observándola al otro lado de la sala.

—Tienes el sueño tan pesado como Samu —le dijo con la voz plana. ¿Qué mierda...?—. ¿No quieres irte más lejos?

¿Más lejos? ¿Más lejos? ¿Era joda? Se había puesto a un kilómetro de distancia porque el imbécil estaba en plan de odiar a la humanidad, y ahora...

—Te estoy dejando espacio para respirar. No puedes quejarte.

Hija de la...

—Puedes respirar en otro lugar que no sea mi nuca, y eso será suficiente.

De verdad, Atsumu. Tienes que estar jodiénd...

—Te molestarías de todos modos.

Silencio. Cuatro segundos.

Y habló.

—Estoy roto y estropeado, no radioactivo idiota. Acércate.

Yuuki contuvo la risa. Ese hijo de puta no la iba a ver reír tan fácil. Tenía que aguantar todo lo posible. Oh, mierda. Su cabello debía verse peor que el de Atsumu. Si. Con su suerte seguro era una medusa roj...

—¿Seguro que no vas a morderme o arrojarme agua con un difusor de plantas? —interrumpió sus propios pensamientos al hablarle nuevamente. Atsumu frunció el ceño con molestia.

—¡Ya ven de una vez! Necesito que me acomodes la almohada.

Yuuki bajó las piernas del asiento con un quejido mientras estiraba su columna. Esa posición no era buena para nadie. ¿Cuánto habría estado así? Atsumu dirigió su vista a la ventana abierta, dándose cuenta de que seguía oscuro. ¿Habría avisado en su casa que se quedaría? Los padres de la pelirroja lo adoraban, pero que se quedara fuera de casa toda la noche no era...

—Mamá te manda saludos. Tratará de venir mañana.

—Gracias. No hay apuro, sabes. Estaré aquí por largo rato.

—Dos días, Don Exagerado. Luego te mandan a casa,y no estarás solo aunque lo quieras. Osamu y yo te traeremos la tarea. Suna llamó para avisar que vendrá el domingo con Riseki.

—No quiero ver a esos dos. Solo van a molestarme.

—Lo que más necesitas ahora es que alguien te meta un dedo mojado en la oreja, Atsumu.

Los ojos miel seguían los suaves movimientos de la joven mientras acomodaba sus almohadas tras la amplia espalda. Solo tuvo que contar hasta tres para tumbar el delgado cuerpo a su lado, con tanta fuerza y delicadeza que su pierna resultó intacta. Ahogó una carcajada al sentir el grito ahogado por la sorpresa y los ojos claros viéndolo en reproche.

—Lo que más necesito ahora es esto —murmuró —. Además tengo frío.

—Hace calor y lo sabes.

—Cállate, Yuuki.

—Eres un tsundere de manual.

Su respuesta fue tan difícil de comprender como cosquillas tenía en su cuello. El rostro de Atsumu se había hundido contra sus clavículas, abrazándola con fuerza como si temiera que se desapareciera. Tal vez tuviera frío, porque solo tembló un instante antes de relajarse cuando sus propias manos recorrieron la amplia espalda con cariño.

—Comenzaré a pensar que de verdad me quieres.

—Piensa lo que quieras.

Sonrió contra el hombro musculoso. Lo amaba tanto que dolía. Tanto como le rompía el pecho saber que en su cerebro de maní seguiría culpándose hasta que ya no tuviera sentido hacerlo. Sabía que a la mañana siguiente, Osamu volvería con provisiones. Que la madre de los gemelos llegaría con su voz tranquilizadora y si peleaban, los separaría con un grito. Que sus compañeros también lo molestarían hasta que saliera del pozo. Pero esa noche, durante las horas de la madrugada antes de que cantara el alba, Atsumu estaba en sus brazos. Acurrucado como un enorme zorro, respirando contra su piel.

—Lo hago, Atsumu.

Sus enormes manos la sujetaron con fuerza. Tanta que creyó enterrarse en su pecho. El aroma a madera y sudor atacó sus sentidos cuando logró respirar tras su oído, haciéndole cosquillas con la punta de la nariz. Lo sintió removerse contra ella, sin despegar el rostro de sus clavículas acaloradas por la respiración pausada.

—Me haces cosquillas, boba.

—Si vas a babear mi camiseta, es lo mínimo de venganza que puedo tener.

—Pues cámbiate.

Sintió los delicados dedos de Yuuki pasar entre sus cabellos, como la caricia de una pluma etérea. Aspiró con profundidad el aroma de su cuello, como si sintiera que genuinamente podía calmarlo. Y genuinamente, lo hacía. Porque por algún motivo que no llegaba a comprender en su cerebro de pato, sostenerla entre sus brazos era lo que parecía necesitar para que su corazón dejara de dolerle. Atsumu tenía tantas cosas en su pecho agolpadas en solo un espacio que le era imposible distinguirlas entre si. Como una maraña de cables en cortocircuito que no se calmaban a pesar de que las delgadas manos en su cabello le rogaban que lo hiciera. Como esas voces llamándolo para decirle que no jugaría las clasificatorias. Que su equipo perdería si él no estaba ahí. Que de todas las cagadas que podría haber hecho... ésta estaba definitivamente entre las tres primeras. Y entonces, entre la bruma de sus pensamientos y el pesar de sus ojos, la voz de Yuuki volvió a oírse contra su cuello como el susurro de una noche nevada.

—Confía en ellos, y van a estar bien. Todo estará bien.

Atsumu solo pudo reaccionar con un dejo de aire saliendo entre sus labios. Con sus músculos tensándose y sujetándola como si su vida dependiera de ello. Y en algún punto, sabía que así era. Su respuesta quiso ser otra. La que le quemaba el pecho como si su corazón quisiera abrirle las costillas desde adentro. Las palabras resonaron al exterior con algo que esperaba y sabía, ella terminaría traduciendo.

—Cállate, Yuuki...

.

.

Cuando Osamu Miya cruzó el dintel de la habitación 108 donde descansaba su hermano, tuvo una visión tan potente que permaneció con él durante meses. Porque eran iguales en físico, y se sabía una mole de metro ochenta y tres a la tierna edad de diecisiete años. Por eso, ver a su hermano con el sol a contraluz sentado en la cama negándose a comer su desayuno por estar desabrido fue más de lo que pudo tolerar.

Yuuki rió con ganas, corriendose de la línea de fuego al sentir los pasos del gemelo de cabellos grises, pasándole la posta como en una carrera de obstáculos. Notó la pequeña mueca de felicidad en el rostro ofuscado de Atsumu cuando su hermano examinó el desayuno de hospital que le habían servido, gritando obscenidades cuando el que estaba de pie robó algo de la bandeja. Manotazos mal dados y en un momento pudo jurar, que sus cabezas se unieron cual par de toros en una riña violenta. Los gritos y barbaridades cesaron sólo cuando Akemi Miya cruzó la puerta con una bolsa llena de snacks salados y dulces. Y la joven pudo jurar en ese instante que fue lo más parecido a presenciar una doma de leopardos en su vida entera.

Sentados los tres alrededor de la cama, parecía que la noche anterior no había sido más que un mal sueño, porque el rostro de Atsumu había recuperado color y ánimos. ¿Que si insultó durante ese sábado? Claro que si. Odiaba a todos y tuvieron que frenarlo cuando trató de pararse solo para ir al baño. Tener que ser sostenido por su hermano era tan humillante que amenazó con suicidarse cada paso que lo separaba del pequeño cuarto con excusado.

Akemi solo pudo abrazar fuerte el delgado cuerpo de la pelirroja, agradeciéndole y disculpándose al mismo tiempo. Burlándose de las bolsas oscuras bajo sus ojos y pidiéndole que se fuera a dormir. Que esa noche dependía de ellos. El grito agudo de Atsumu desde el pequeño cuarto de baño llamando pervertido de mierda a su hermano no pudo sino hacerlas estallar en risa. Una situación que solo podría darse vuelta de esa manera.

Y así, tres días pasaron.

Akemi y Osamu conocían al muchacho de cabello rubio como el sol de mediodía. Sabían que una risa sincera de su parte no significaba exactamente el término de un sufrimiento. Era tan solo un avance. La realidad era que Atsumu tardaría en sanar, y no solo en su físico. El orgullo roto de una bestia como él era tan dañino como tantos huesos rotos pudiera tener. Y esas manifestaciones casi espontáneas de enojo siempre eran recibidas por el pecho de acero de su gemelo, respondiendo como si nada pasara: a los golpes y gritos. Porque nadie mejor que él para entenderlo: en una situación de mierda y donde todo estaba cambiando, tus pilares deben estar firmes. Esos pilares eran, desde toda la vida, los puños de Osamu. Saber que su hermano aún lo consideraba lo suficientemente entero como para romperle la cara, era suficiente para sobrellevar los días de mayor bajón anímico.

Esa primera semana donde los días parecían fundirse en uno solo, se había vuelto costumbre la presencia de Yuuki por las tardes con las notas de la clase que había perdido. Y era la voz de mando que aprendió a maniobrar en esos pocos días lo que lograba que el muchacho se sentara en su escritorio con ella para terminar los ejercicios y aprender las lecciones como si el tiempo no estuviera detenido. Como si, poco a poco, esa angustia pudiera ir disminuyendo hasta aceptar en lo más profundo que esto era una mierda. Pero no la mayor mierda del universo. En ese día, cargado de ecuaciones que no quería hacer y palabras que no tenía ganas de aprender, fue que golpeó su propia cabeza contra la fría madera oscura del escritorio.

—Un poco más fuerte, Atsumu. Así podrás volver al hospital como el héroe que eres —Yuuki habló con calma y tanta sorna que activó todos los radares de defensa en él.

—¡Hace horas no tomamos un descanso! —espetó iracundo—. ¡No me eches la culpa por este aburrimiento!

—¿Arrojarte en la cama una hora entera sin querer hacer nada no fue descansar?

—¡No dejaste de hablarme, claro que no cuenta!

—No estaba hablándote, tarado. Te leía la lección.

Había cierto gusto oculto para él en todo esto, desde luego que sí. Porque siempre supo que Yuuki tenía carácter. Es decir, detrás de esa voz tranquila y locura innata, tenía una voz de mando que lograba ponerlo de rodillas aunque jamás lo mostrara. ¿Esos días? Se había incrementado. Y si tenía que ser totalmente sincero, hasta su propio cuerpo comenzaba a reaccionar de una forma que no quería ni podía permitirse mostrar. Y sus gruñidos eran muchísimo más fuertes que de costumbre.

—Por cierto, ¿no van a extrañarte mañana?

—¿De qué hablas?

—Tus amigos del Club de Arte —continuó. Creyó recordar sus nombres asociándolos a adjetivos calificativos poco amables, pero prefirió dejarlo en el genérico—. Arrancaron con el mural, ¿no es cierto? Eres como la mente maestra detrás de esa locura de dragones robots. Si no estás ahí seguramente pinten algo normal.

—No soy la más rara en el Club de Arte, deberías saberlo, tarado.

JA. Claro que...

—Creí que mi novia era la más extraña. Me siento decepcionado.

También puedes irte a la mierda.

Mierda. Ya estaba contestando igual que Osamu. Y como él. Era contagioso.

—¿Tratando mal a un inválido? Eres la peor.

—Entonces recupérate pronto para no sentir que fuerzo a uno.

La risa ahogada de Atsumu sonó contra su mano cuando contuvo la carcajada que casi escapa con violencia. En la soledad de la casa a esa hora de la tarde, estaba seguro de que sus voces eran todo lo que sonaba en los pasillos. Su madre tardaría en volver ese día. Todo el trabajo acumulado por reducir sus horarios y cuidarlo más había resultado en pilas de papeles burocráticos que no se solucionarían solos. Miró de soslayo el reloj en la mesa de noche junto a la doble litera que compartía con Osamu. Apenas eran las cinco y media, y el entrenamiento estaría comenzando. Suspiró con fuerza antes de volver a golpear su cabeza contra la madera del escritorio cubierta en apuntes. Yuuki sonrió.

—Solo es una semana más de reposo y podrás volver al gimnasio.

—¿Volver para qué? No podré moverme sin muletas. Ahí están, mirándome...

Su dedo índice señaló un rincón de la habitación que solo parecía reservado para un par de muletas de metal reforzado. Tenían que serlo para sostener el peso de Atsumu en su lugar. Sonrió antes de mirarlo nuevamente a los ojos ámbar refulgiendo con el sol de la tarde entrando por la ventana.

—¿Quieres que les pinte unas llamas en la parte inferior? Tal vez te sientas mejor si les doy un toque.

—Voy a parecer uno de esos hombres de cuarenta con convertibles para compensar su falta de cabello.

—Necesitas dejar de ver películas estadounidenses. Tu cerebro no las procesa bien.

Cállate, Yuuki.

—Ese cállate pierde un poco de fuerza cada vez que lo repites, ¿sabes?

Atsumu pestañeó varias veces al verla voltearse en la silla junto al escritorio. La camisa de invierno de Inarizaki desarmada y las mangas remangadas hasta los codos. El cabello rojo recogido en un moño desarmado, tal como solía llevarlo cuando estaba en actividades del club. Sacudió la cabeza cuando su cuello quedó descubierto al inclinarse sobre el morral descansando sobre el suelo. ¿Eso era pintura? ¿Cómo mierda llegaba pintura azul a la piel de su nuca? ¿Tan mal agarras los pinceles? ¿Que...?

Yuuki solo sintió las enormes manos tomarle la cintura desde el abdomen, atrayéndola hacia él, sentándola casi en un reflejo sobre la pierna sana. Volteó el rostro rojo más preocupada por él que aterrada por como su propio cuerpo se movió al sentir su tacto.

—¡Tu pierna, idiota! —gritó indignada y con suma preocupación.

—Es la pierna sana, tarada —le respondió con el ceño fruncido. Solo quería...—. Y deja de moverte, lo haces peor.

—¿Quieres terminar con otra fractura?

—No pesas nada, Yuuki —dijo suave. Tan suave que no parecía él—. Y si te quedas quieta es mejor. ¿Puedes decirme como carajo hiciste para mancharte el cuello?

Silencio. Cuatro segundos. Y su respuesta, tan rápida como una ametralladora.

—Guerra de pintura.

Silencio. Un gruñido. Una risa ahogada contra el omóplato frente a su nariz.

—¿Guerra de pintura? —la voz casi nasal por la burla—. ¿Cuántos años tienen?

—Tenemos problemas —respondió con rapidez. Una media sonrisa en el rostro pálido—. Ya sabes. Soy lo más normal que dio ese salón.

—Entonces, los otros quedaron peor. Deberías limpiarlo, parece que te hubieran dado un golpe.

—Eso me hace más interesante.

—Claro que no. Toma.

Una caja de papel tissue apareció frente a ella, como invitándola cortésmente a que dejara de parecer una pendenciera con el cuello en tonalidades frías. Rio con fuerza tomando un par, tratando de acertar la zona donde la pintura se había esparcido, siempre sostenida por sus enormes manos impidiéndole salir de su agarre. Lo oyó bufar tras su oído, haciéndola caer en cuenta de lo cerca que realmente estaba a su piel. Al verdadero color de la misma. A esas salpicaduras que se esparcían por cada centímetro vivo. Y su mano se paralizó. Ni siquiera la voz de Atsumu pudo despertarla. Tampoco sus palabras.

—Tienes menos punteria que un enano manco, Yuuki. Dame eso...

Sintió como los pañuelos eran arrancados con una delicadeza cansada de sus manos, y la respiración caliente en su hombro fue suficiente para despertarla. El cuerpo entero se le tensó como una tabla de madera, y Atsumu apenas sintió ese temblor conocido antes de que intentara levantarse.

—Yuuki —dijo con firmeza mientras su mano libre sujetaba la cintura temblorosa.

Fue como activar un botón de pánico en toda su carne. La cabeza caída hacia delante parecía darle más espacio por más irónico que sonara. La luz de la tarde convirtiendo el cabello crecido en una cascada de lava. Y las marcas que ella odiaba a muerte resaltando como estrellas en una noche roja.

—Atsumu, déjalo —su voz casi presa de un temor irreconocible—. Por favor.

—No lo haré.

La nasalidad desapareció por completo. Yuuki reconoció esa voz. Era la grave y baja que usaba cuando algo iba en serio. Tragó fuerte antes que su nombre escapara entre los dientes.

—Atsu...

—No voy a forzarte a nada —se apresuró a decirle. Jamás retirando su mano de la cintura—. Pero ni siquiera te toqué, Yuuki. ¿No crees que al menos podrías explicarme que...?

No. No.

No.

—Ya sabes lo que es —el ruego en su voz ya era inminente. Transmitido a sus ojos—. Por favor, de verdad. Quiero levantar...

—No.

Silencio.

Atsumu sintió como su abdomen parecía contraerse en lo que casi era un suspiro ahogado. Como si quisiera levantarse de golpe pero evitara hacerlo para no lastimarlo. El pañuelo que usó para limpiar la mancha de pintura aún en su mano, hasta que lo abandonó sobre los apuntes en la mesa del escritorio. Solo entonces, impulsó el enorme cuerpo hacia arriba, volteando hasta apoyarse contra la madera con la cintura firme. El sonido ahogado de su voz sonó agudo en sus oídos al arrastrarla con él, de pie y dándole la espalda. Ahora ambas manos sobre su vientre tembloroso, aún cuando ningún sonido escapó de ella. La misma chica que parecía mandonearlo hacía horas atrás, totalmente tensa en sus brazos, como si temiera algo que él no podía saber. Y eso lo enfurecía más de lo que podía aceptar.

¿Por qué? Porque sabía perfectamente de qué se trataba. Porque nunca se lo dijo en totalidad, pero el lenguaje corporal de la pelirroja sujeta en sus brazos lo gritaba por él. Porque él mismo había activado todas las inseguridades en ella cuando se conocieron, y cagado lo que pudo ser una relación anteriormente el último año de secundaria baja. Pero esto era más profundo de lo que él pudiera haber hecho. Y no estaba seguro de querer ponerle rostro a ese odio que estaba sintiendo en ese instante mientras contaba una vez más los ocho aretes que tenía en su oreja.

—Sabes que no es tu culpa, ¿verdad? —la voz de Yuuki sonó calma. Tan calma como ella podía hacerlo.

No era su culpa. Claro que no era su culpa. Y ella se lo recordaría siempre, quitándole el peso de los hombros por algo que no...

—Lo sé —y él lo entendía. Fue un total idiota, pero no el que empezó todo. Sin embargo...—. Pero eso no me importa ahora.

Yuuki tomó tres segundos antes de suspirar largamente. Sus manos tocando los antebrazos descubiertos que la mantenían firme contra su pecho. Podía sentir la respiración de Atsumu justo sobre sus omóplatos, tan fuerte como el latido de su corazón. Tres segundos, y Yuuki habló.

Y su mente la llevó a esos años que no quería recordar. A ese traje de baño que rogaba no tener que ponerse. A esa tarde en la piscina de su colegio primario, donde todos parecían escaparse de ella como si fuera radioactiva. Al principio sonreía, porque creía que era un juego. Ella siendo un monstruo que jugaba a correr al resto. Hasta que Tamaki Ozawa cayó al suelo y su rodilla comenzó a sangrar. Y cuando ella trató de acercarse para ayudarlo, su compañero de clase le gritó que se mantuviera lejos. Ese grito se había replicado una y otra y otra vez. Y pronto, Tamaki estaba de pie sin un rastro de dolor en su mirada. Solo que ahora, su dedo estaba apuntando a ella. A sus piernas, a sus brazos, a su rostro. A como cada una de esas marcas la hacían rara y un monstruo real. Como, para ellos, eran contagiosas. Como, para ellos, escaparse de ella en un juego era tan terrorífico que podían terminar lastimados.

Cómo se sentaba sola en los recesos. Cómo sus únicos amigos le hablaban solamente fuera del colegio, cuando nadie podía verlos juntos. Cómo, a veces, se puede ser cruel sin saber que tan profundo calas en alguien. Cómo nunca más quiso ponerse un traje de baño y por eso su piel era tan pálida aún en verano. Cómo utilizaba leggins para ir a clase durante secundaria, hasta que en preparatoria tuvo un ataque de autoestima y comenzó a levantarse. Cómo empezó a relacionarse con otros contando hasta cinco antes de abrir la boca y tratar de ignorar las miradas sobre sus mejillas. Y poco a poco, todo había ido desapareciendo, oculto bajo el manto de sus memorias.

Hasta que sabía, alguien más las vería. Esa persona que no quería que la juzgara. La única persona que podría traer esos temores de nuevo. La persona que ahora sostenía su vientre con firmeza, y cuyo latir parecía acelerado.

Pestañeó varias veces queriendo voltear a verlo, dándose cuenta de que ese cerebro de mosquito podría tomar esa anécdota como un insulto. O incluso trataría de rastrear a sus ex compañeros para partirles la cara. O que le diría que era una imbécil que vivía en el pasado y que ahora necesitaba cubrirse de gloria por salir con él. Pero su cuello nunca llegó a ayudarla a darse vuelta. Sus ojos nunca se encontraron. Porque no hubieron palabras para decribir lo que ocurrió en el momento siguiente. Porque Atsumu había llevado sus labios a su piel descubierta, acariciandola con ellos como si fuera una pluma seca en el viento de verano. Una y otra vez, como si quisiera memorizar la línea que unía su lóbulo con el hombro apenas descubierto, casi llegando al bretel blanco de su sostén. Y su rostro se incendió como una lámpara de sal conectada al tomacorriente.

—A-Atsu...

Trató de decir. No pudo terminar la conjunción de letras que formaban su nombre. Las manos enormes la pegaron más a su cuerpo con una ternura tan impropia de él como lo era la visión de soslayo de los párpados cerrados, iridiscentes a la luz del atardecer. Contuvo el aliento y trató de detener los largos dedos cuando una mano corrió el cuello de su camisa, exponiendo enteramente su hombro derecho. Como si su voz quedara atascada como una bola de aire disolviéndose en el exterior al sentir los besos delicados, uno por uno, donde ella conocía estaban cada una de esas marcas. Como si cada uno de los encuentros de sus labios con la piel desnuda fuera un insulto y una reafirmación del sentimiento que los unía. Como si en su propio lenguaje le estuviera diciendo que le importaba una mierda lo que otros pensaran de ella, eso no era verdad. Que él la veía distinto. La veía como realmente era, y que todas y cada una de las pecas en su cuerpo eran suyas. No de ella. Eran suyas. Tragó con fuerza, rogando que las aguas agolpadas en sus ojos no cayeran de sus lagrimales. Que esa bola de fuego en su pecho se amainara por si sola mientras la nariz de Atsumu dibujaba patrones tribales en su espalda desnuda, sin soltar su cintura jamás. Porque nunca supo en qué momento ambos hombros pálidos estuvieron descubiertos y podía jurar, ya tenían su aroma.

Y Atsumu se encargó de verlas una y otra vez. Memorizando las constelaciones dibujadas en cada centímetro de su piel. Grabándolas en sus labios, uniendo los puntos entre ellas como un juego que solo él podría tener sobre ella. Marcándola como si le perteneciera, porque así era. Por eso su agarre se profundizó y ahora detuvo el camino delicado de su saliva hasta hundir el rostro en el hueco de su cuello, respirando su aroma, tratando de calmar cada músculo en su cuerpo. Hasta ese que no parecía querer reconocer su voz de mando.

Trató de hablarle. De gritarle que dejara de ser tan imbécil. Explicarle como a una niña que los chicos son idiotas y que no iba a tener que volver a verlos. Que sus amigos la querían. Que hasta su estúpido hermano confiaba tanto en ella como para dejarlos solos. Que todos la veían como realmente era. Y sobre todo él. Que él la quería. Que él no podía dejar de penar en ella y en que el aroma de su cuello lo calmaba y volvía loco a la vez. Que su estúpida personalidad de lunática psiquiátrica lo tenía comiendo de la mano y que no le importaría sacrificar una semana más en reposo si eso significaba hacerle el amor en ese instante. Pero no podía. Ni hacerlo, ni decirlo. Ni explicarle cuánto la amaba ni seguir con esa demostración física sin que todo terminara en algo que no podrían controlar.

Sobre todo, cuando la puerta de entrada en planta baja se abrió, y Osamu entró a la casa llamando su nombre. Como si el zoquete quisiera darles tiempo a ponerse en regla. Suspiró una vez más contra su cuello, besándola una vez más en un punto tan rojo que sabía, dejaría marca. Sonrió.

—¿Eso ayudó en algo?

Yuuki volteó el rostro rojo. Los ojos cargados de lágrimas y una expresión que podía traducirse en molestia o alegría infinita. Sabía que lo hubiera matado de no tener un tobillo roto. Quizá por eso, solo clavó un codo entre sus costillas, obligándolo a arquear las cejas en dolor.

—Idiota.

Rieron.

Si. Había ayudado.