¡Hola a todos! ¡JEBÚS! Siento que rompí corazones y que me quisieron cagar un poco a trompadas con el último. Pero eso es bueno. ¿No? ¿No? VOY A PENSAR QUE SI XD
Este capítulo fue un parto. Onda, re que no soy madre pero sé que fue un parto. PORQUE PARTO.
¡COSTÓ HORRORES! Y espero de corazón que les guste. Está escrito con todo el cariño. Es el anteúltimo capítulo, y alto peso emocional a muchos niveles les dejo acá (creo, ponganle)
De corazón, espero que les guste. Y GRACIAS UNA Y MIL VECES por su apoyo.
¡Nos vemos pronto!
CAPÍTULO 17: Forever.
Atsumu Miya no sabía lo que era no tener cerca aquello que amaba. Era un hecho. Un funfact. Una ley de la naturaleza. Una verdad abstracta que nadie sabe concretamente cómo llegó a hacerse realidad. Pero así era: porque todo lo que el muchacho quería, siempre estuvo al alcance de su mano.
¿Su hermano? Ahí, siempre. Una litera sobre su cabeza y sin dudas, junto a él cuando estornudara y se cayera para burlarse de él. ¿Era un dolor de huevos? Si. Claro que si. ¿Lo odiaba a veces? ¡Por supuesto! ¿Quería ahogarlo con la almohada cuando estuviera durmiendo? Si. Cruel. Pero negar que la idea se cruzó por su mente una vez o dos, sería mentir. Y Atsumu Miya no mentía. Sí lo hacía, ¡pero no con eso!
Sus padres, constantemente con él. El ánimo de su madre y las palabras dulces que necesitaba aunque lo terminara negando. Incluso su abuela y las tardes de jugo helado y galletas estaban justo cruzando la calle. Porque nunca, en toda su vida, Atsumu tuvo que desear que algo estuviera más cerca. Más pegado a él. Jamás necesitó más que llamar fuerte o estirar su largo brazo para alcanzarlo. Y así desarrolló su personalidad. Porque Atsumu no creía en nada que no pudiera ver.
Atsumu Miya era quien era porque nació siendo un genio, pero no se durmió en eso. Jamás se creyó esas palabras hasta que no las puso en práctica con trabajo duro y entrenamiento diario. Solo así y tras día y noche y día de pulir sus habilidades, vio lo que era. Se presentó a sí mismo al mundo y nadie nunca pudo frenarlo desde ese instante. Porque él se veía. Él sabía quién era, lo que podía hacer, de lo que era capaz. Él veía su reflejo. Y él creía en lo que podía ver.
Cuando conoció a Yuuki, la vio. El cabello rojo fuego. Las pecas en su rostro. Los ojos verdes reflejando la luz del sol. ¿Qué fue lo que vio? Alguien que movió tanto el piso donde había estado parado que, pese a querer meterle la cabeza en una cubeta con agua, grabó su nombre a fuego en las profundidades de su mente. Porque estuvieran en el punto que estuvieran de su relación intermitente como una luz parpadeante en la oscuridad, ella estaba ahí. Al alcance de su mano. En el asiento conjunto, casi tocando su brazo con el suyo, respirando su mismo aire. Mirara donde mirara, podía captar el fulgor rojo de su cabello. Oír su risa melódica transformarse paso a paso el ese sonido nasal de un velociraptor a punto de lanzarse sobre su presa. Incluso su perfume mezclado con jabón y algo de pintura. Porque estaba ahí. Siempre. La odiara, la soportara, la quisiera, la amara. Sus sentimientos, fueran cuales fueran, eran reales porque ella también. Él la veía. Ella estaba ahí.
Entonces, ¿cómo podía ser real algo que no estuviera...?
—A veces me pregunto si nuestros padres realmente son primos...
Atsumu levantó la cabeza como volviendo a la vida del enjambre oscuro en el que se encontraba sus mentes. La habitación en penumbras, solo iluminada por las lámparas de sal que su madre les dio al comenzar el invierno. Los ojos de su hermano fijos en él, como un espejo de carne al otro lado de la madera donde estaban sentados.
—Sé que eres una mierda de persona, Samu. Pero podrías ser un poco más delicado conmigo en un momento así, ¿no?
—No —respondió rápido como un látigo—. Porque no hay nada a qué llamarle delicado. ¡Tu novia no te dejó, tarado!
—¡Se va! Yuuki se va a estudiar a Hiroshima. ¿Necesitas un mapa para entender dónde queda eso?
—Primero... —comenzó a hablar juntando toda la paciencia que pudiera entrar en su amplio pecho—. No sabes si van a aceptarla.
—Es una enferma amante de las cosas raras, pero tiene mucho talento. Es obvio que van a acep...
—Segundo —interrumpió su interrupción—. ¿Qué tiene que ver eso? Son pareja. Van a seguir aún a distancia.
Atsumu sintió que su hermano le hablaba. Oía que soltaba palabras inconexas para su aparato auditivo. Lo veía mover los labios como si fuese otro idioma. Como si él no estuviera siendo el receptor de su comunicación.
—Se va, Samu —dijo. La voz calma fue quizá más dolorosa que los hombros caídos y la cabeza cayendo al costado—. No necesita cortarme en la cara para saber que todo se fue a la mierda.
—Hijo de la...—dijo exasperado. Una mano enorme pasando entre las hebras grises—. ¿Acaso le hablaste? ¿Le dijiste como te sentías? ¿Comprobaste que es como lo piensas?
—No hace falta que...
—¡Claro que hace falta! Son ustedes dos, maldita sea.
—¿Que cara...?
—No son la pareja con mayores habilidades para comunicarse. Se gustaron por años y parecía que se odiaban. ¿No crees que podrías al menos considerar la posibilidad de que estés manqueando la situación?
¿Que si no la estaba manqueando? ¿Cómo podría manquearla? No era él quien quería irse y tirar todo a la mierda. No era él quien envió un porfolio de pinturas al otro lado de Jap...
—¡Tsumu! —volvió a escuchar. Su hermano parecía haberse dado cuenta de que su mente estaba pasando por pasadizos oscuros—. Hablo en serio. ¡Dile lo que te pasa! No la cagues.
—No soy yo quien la está cag...
—No la cagues, Atsumu.
Tragó fuerte. El silencio invadió la habitación como la nieve fuera de la ventana. Helada y casi impoluta. Calma. La contraposición perfecta de su propio pecho.
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—¡Buen trabajo calificando para el campamento de entrenamiento juvenil, Tsumu!
La voz de su hermano sonó bastante fuerte para el tono en el que solía hablar, siempre desganado y monótono. Atsumu frunció el ceño en molestia. ¿De verdad? ¿Así iba a reaccionar? Solamente lo habían convocado a él. No a los dos. A él. ¿No estaba...?
—¡No parece que te moleste, Samu!
Osamu pestañeó varias veces al mirarlo, los dos de pie en la puerta del gimnasio, disfrutando del sol de la mañana en un breve descanso del entrenamiento. Levantó el mentón como si pensara cuidadosamente su respuesta. Era complicado dársela, después de todo. Y aun así, lo sentía tan claro que podría haberlo dibujado.
—Estoy molesto, tonto—dijo con tranquilidad. Atsumu levantó una ceja extrañado—. La cosa que más me molesta es el hecho de que no estoy tan molesto. Además, te esforzaste mucho.
—¡¿Qué demonios?! —gritó sacudiendo la melena rubia de lado a lado. Estaba cabreado—. ¡Más vale que no estés insinuando que no estabas trabajando duro!
Más le valía, de verdad. Porque como Osamu le dijera que se estaba conteniendo, le rompería la cara el mil pedazos. Su hermano lo miró con el ceño fruncido, como si estuviera ofendido por siquiera considerar eso de él.
—¡Por favor! —negó con voz firme. Se encogió de hombros antes de continuar, como si estuviera diciendo lo más obvio del mundo—. Simplemente descubrí que el campamento juvenil invita a gente que no solo trabaja duro, sino que también está un poco inestable mentalmente.
—¡¿Disculpa?!
Osamu levantó las manos para pedirle que esperara antes de romperle la cara. Cuando se calmó, pudo continuar.
—Tu y yo tenemos más o menos el mismo nivel en cuanto a habilidad.
—¡Ya quisieras! —exclamó con una sonrisa de costado—. Soy mucho mejor que tú.
—¿Me dejas terminar...? Y sin embargo, si hablamos de amor al voleibol... Esa flama arde más intensamente en ti que en mí, ¿sabes?
El muchacho de cabello rubio sonrió por lo bajo del cuello alto de su chamarra en tonos bordó, suspirando con aire condensado mientras la cortina de humo frente a sus ojos se disipaba. Los últimos días habían sido una locura, y por algún motivo que se le escapaba, esa conversación había vuelto a su mente durante la mañana del quince de diciembre. Esas palabras cruzadas con su hermano hacía un año, previas a partir al campamento sub 19. Ese que se había llevado a cabo poco antes del torneo de primavera. El mismo al que lo habían invitado ese año y el entrenador Kurosu se negó categóricamente, alegando que no podían arriesgar una nueva lesión cuando todavía quedaba bastante entrenamiento por delante hasta la fecha límite.
¿Si había dolido? Mierda que si. Mucho. Con una catarata de insultos al aire y patadas a los zócalos aún caminando por la calle. Su hermano había tenido que detenerlo de ir a discutir con la autoridad. Incluso Yuuki tuvo que interferir y amenazarlo con llamar a Kita si no se calmaba. Hasta que lo hizo. Respirando profundamente y con la calma que pocas veces podía caracterizarlo. Hasta que algo más lo ayudó a ver las cosas desde otra perspectiva.
—¿¡Ocho!? ¿De verdad? ¡Atsumu! ¡Es increíble! ¡Felicidades!
El delgado cuerpo de Yuuki chocó contra su pecho cuando se lanzó a sus brazos. El rostro rojo de alegría, la sonrisa más enorme que le hubiera visto nunca. Esas sonrisas tan hermosas que casi dolían.
—Ya se que soy increíble. De todos modos, gracias.
—Estoy tan feliz por ti que voy a obviar que eres un idiota, solo por hoy.
Sintió el suelo bajo sus pies nuevamente cuando Atsumu la bajó de su abrazo. Era dificil sostenerse cuando tenían tanta ropa puesta por el frío de diciembre sobre ellos. Y aún con las calles con gente circulando, le había resultado imposible no reaccionar así.
—Ni siquiera apliqué a todas. Pero parece que me tenían en visto desde el año pasado. Es bueno que la lesión no haya influído en el reclutamiento.
—Tu lesión no dejó secuelas. Ahora solo tienes que moler traseros en el torneo de primavera, y puede que te recluten de otras universidades incluso —la sonrisa que le obsequió fue llena de dientes que parecieron reflejar la luz—. ¿Tienes idea de a cual quieres ir? ¡Guau!, incluso te ofrecen una beca completa en Hokkaido.
Silencio.
—Sí —dijo—. También en Osaka y en Tokio. Ya sabes, cerca de casa.
—¿Te cuesta alejarte de Osamu, no? Esa conexión de gemelos me pone de rodillas.
El empujón merecido casi la arroja contra un árbol, deteniendo su trayectoria al sostener su mano. Rió con fuerza del rostro ofuscado de su novio antes de que éste hablara de nuevo.
—También hay una en Hiroshima.
Silencio.
—¿En Hiroshima? Pero siempre me dijiste que el equipo universitario de la Universidad de Tokio era el mejor. Y que si tenías que romper el trasero de cualquier sempai lo harías para llegar a ser su armador titular. Usaste palabras más fuertes, pero soy una dama.
Atsumu tragó fuerte. ¿Tan idiota y ciega podía ser...?
—Sí —murmuró—. Es cierto. Tiene un mejor equipo.
—¡No me mal entiendas! Puedes ir a donde quieras —y sonrió con verdadero orgullo y júbilo—. ¡Literalmente donde quieras! Estoy muy feliz por tí.
Las palabras de Yuuki eran tan puras y sinceras que su pecho parecía derretirse de una forma que habría provocado burlas hacia si mismo en otro momento. Años antes. Meses antes. Un año antes, cuando no sabía que tanto la quería. Porque ahora, era una mezcla entre calidez y tantos puñales como pudieran introducirse en cada uno de sus poros. Y la muy idiota no parecía darse cuenta.
Y es que, genuinamente, Yuuki estaba tan feliz por él que no era capaz de notar el ínfimo temblor en la comisura de sus ojos miel. Porque si algo era Atsumu además de un armador de élite y un tarado de primera, era un buen actor. Sobre todo si quería serlo.
—¿Y tú?
—¿Mh? —volteó a verlo—. ¿Yo qué?
—Tu...carrera —continuó tratando de que su voz sonara seria. Como siempre—. ¿Respondieron?
—Oh —dijo como si recordara de pronto, uniendo cabos. Negó con la cabeza varias veces antes de responderle—. Aún no se nada. Reciben muchos porfolios al año y generalmente avisan por mail o correo a finales de diciembre.
—Para tenerte en vilo hasta después de navidad, ¿no?
—Sádicos, claramente.
Atsumu no pudo más que sonreír al escucharla carcajear sujeta a su mano. Como si su pecho quisiera decirle que todo estaba bien. Es decir, Yuuki estaba bien. Y tal vez, tal vez, hubiera exagerado. Quizá Osamu tuviera razón y malinterpretó todo desde el comienzo. Quizá y no la aceptaran en Hiros... No.
No.
No.
No podía ser tan basura. No podía especular con eso. Ella quería ir. La idiota realmente quería estar entre sus pares en esa escuela del averno, y él no podía contabilizar así su felicidad para intercambiarla por la propia. Y ahí estaba, esa oscuridad de nuevo. Esa fuerza que tiraba las comisuras de sus labios hacia abajo y entornaba sus ojos. La que hundía sus hombros y comenzaba a acelerar su pulso. Esa que ella notaba. Como ahora.
—¿Estás bien? ¿Por qué te agitaste?
Atsumu la miró. Los ojos verdes observandolo como si fueran focos de una cámara que peligrosamente podían ver en su interior si no era capaz de ocultar las cosas a un nivel que ni siquiera su propia madre pudiera decifrar. Soltó su mano antes de reaccionar y sujetarla con más fuerza. Claro que eso lo iba a sentir.
—Estoy bien —murmuró—. Solo un poco cansado.
—¿Estás durmiendo bien? Las bolsas oscuras en tus ojos no combinan con tu cabello, ¿sabes?
—Tu cabello no combina con nada —acotó volviendo a ser él.
—Parece que estás bien después de todo —rió con ganas, conteniendo el impulso de golpearlo en el hombro—. ¿Quieres venir a casa? Mamá prepará salmón para la cena.
—¿Estás comprándome con comida?
—Eres más parecido a Osamu de lo que crees.
—Cállate, Yuuki...
La realidad era que Atsumu Miya cenó en casa de Yuuki Komimura como tantas otras veces lo había hecho. Shizuoka Komimura era una cocinera excelente, y ese salmón le había dado cien años de vida con solo olerlo. Compartió con ambos padres la noticia de sus reclutamientos, y de alguna forma terminaron comiendo helado pese a la nieve que caía fuera.
En la mente de Atsumu, el tiempo corría más lento. En su mente, cada segundo contaba.
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Cada experiencia en la vida forja a una persona. La moldea como arcilla húmeda y le da una forma que con suerte, es aquella que buscas ser. No siempre resulta: a veces, tu deseo es ir a la izquierda en una bifurcación pronunciada. Pero por todas y cada una de las situaciones y decisiones que tomaste hasta ese instante, el bote se dirigió hacia la derecha y terminaste donde estás ahora. Con las experiencias que tienes en tu haber. Con esa mochila emocional en tus hombros. Mirando a un horizonte en particular, con las ideas quizá, un poco más claras. Porque esas ciscunstancias te hicieron quien eres. Y así eres ahora.
Yuuki Komimura podría definirse como una masa blanda y suave dentro de una carcaza de hierro llena de grietas. Cada una de las veces que la pelirroja se escondió tras esa armadura golpeada, forjó su carácter y logró que sus vínculos emocionales fueran tan profundos como duraderos. Porque, si bien ese escudo formado por un humor histriónico y una imaginación lunática era casi suficiente para evitar lastimarse por los dichos ajenos, también habían logrado que aquellos que pasaban esa barrera autoimpuesta, se quedaran para siempre.
¿Qué qué ocurrió con Atsumu? Exactamente eso. Atsumu había sido una montaña rusa dentro de los pasadizos de su mente. Tanto que del odio pasó a la tolerancia, de la tolerancia al cariño, del cariño al dolor. Del dolor al cariño y finalmente, ahora estaba tan enamorada de él como no podía dimensionarlo. ¿Que sí trató de serle indiferente? Si. Lo intentó. Pero no le era posible, porque Atsumu Miya no puede permanecer indiferente ante nadie, y ella no sería una excepción.
Año tras año, Yuuki tuvo que comprender que esos sentimientos agolpados en lo profundo de su pecho terminarían mutando, casi sabiendo con antelación cómo terminaría todo. Por eso, aquel rechazo en su último año de secundaria dolió tanto: porque sabía que no iba a dejar de quererlo, y eso era tan irritante que al menos produjo ocho dibujos de explosiones nucleares. Y dragones, por supuesto.
Yuuki aprendió con el tiempo que Atsumu era una constante en su vida, aún cuando sus sentimientos fueran mutando hacia algo más. Él estaba ahí. Lo sentía ahí. Siempre estaría ahí. Atsumu Miya era una constante para ella, y podía seguirlo siendo aún estando separados por kilómetros. Porque para ella, los unía algo más potente que el mantenerse a la vista del otro. Algo más profundo y significativo. Por eso separarse en distintas prefecturas no representaba para ella más que una instancia pasajera. Por eso su alegría al saber que Atsumu podría ir a donde quisiera. Porque estuviera donde estuviera, seguirían juntos.
Y Shinsuke Kita estaba totalmente seguro de que eso era en exactitud lo que pasaba por la cabeza de la chica cuya voz sonaba tan animada al otro lado de la línea telefónica. Sentado en el amplio patio externo de su casa. Las tablas de madera tibias por los calefactores encendidos y una taza de té verde a medio tomar junto a su cadera. Las galletas dulces de su abuela también esperando a ser terminadas.
—Yuuki... —la voz de Kita sonó cansada al otro lado de la línea. Como si estuviera atravesandose la cara con la palma de su mano—. ¿Qué crees que haces?
—¿Eh? —pestañeó tantas veces como pudo en solo unos instantes. Recalculando su mente como un GPS dañado—. ¿Qué...?
—Te agradezco que me cuentes todo esto, y estoy muy feliz por tí ¡de verdad! Pero... —suspiró. No había forma de decir esto sin sonar grosero. Tan grosero como su abuela le enseñó a no ser—. Creo que te estás olvidando de algo.
—No estaría entendiendo a qué te refieres, Shinsuke-sempai...
—Atsumu, Yuuki-chan. Hablo de Atsumu.
—Atsumu aún no sabe a dónde irá. ¡Recibió propuestas de todo el país! Eso es geni...
—Voy a detenerte ahí, Yuuki-chan. Y te ruego profundamente que no te enfades por esto... —definitivamente esto iba a doler...—. Eres tan tierna como ciega y perdida.
Pocas veces el calor llegó a sus mejillas con tanta celeridad. Pocas veces sus orejas ardieron de esa forma y sus labios cayeron abiertos como si nada le sostuviera la mandíbula. Sacudió la cabeza con fuerza antes de contestar como vomitando las palabras de forma atropellada, tan inconexas como sus pensamientos.
—¡S-Shinsuke-sem...! ¡Q-qué...!
—Solo quiero decir... —trató de continuar—. Que deberías tener los ojos un poco más abiertos a lo que pasa a tu alrededor. A todo lo que pasa a tu alrededor.
El muchacho de cabello nevado estaba seguro que el cerebro de Yuuki Komimura acababa de estallar en muchos pedazos. Como esos fuegos artificiales que el municipio de Hyogo lanzaba durante los festivales de verano, con todo y ese silbido anticipando el estallido final. Sonrió rascándose con cuidado la parte posterior de su cabeza, respetando el silencio que significaba su muerte neuronal mientras el viento helado de diciembre le daba en la cara, congelando su piel sin él sentirlo como algo malo. Como si se tratase de un zorro invernal en su hábitat natural. Hacía un año que se desempeñaba como estudiante universitario de Agronomía con excelentes calificaciones, y aún así nunca dejó de ser la madre del equipo. No cuando su pequeño cachorro se había lesionado. Cuando Suna no dejaba de enviarle fotos embarazosas de todos. Cuando Osamu le había dicho que estaba preocupado. Y ahora que hablaba directamente con la fuente de lo que podía ser un nueva fisión nuclear en el cerebro del colocador, comprendía todo. Y es que esos niños eran tan adorables como poco aptos para comunicarse.
—Shinsuke-sempai, de verdad... Es que no entiendo. ¿Se me está escapando algo? Se que soy idiota, pero no creí que tanto. ¿Tengo cerebro de estar próxima a graduarme?
—No —rió—. No eres idiota en lo más mínimo. Solo... Bueno, estás muy cerca como para notarlo. Pero ya sabes lo que dicen. Preguntando puedes sacar mejores conclusiones que escuchando a este viejo hablar.
—¿Te acabas de llamar viejo?
—¿De todo lo que dije, fue eso lo que sacaste en limpio?
Oyó una carcajada contenida viniendo de ella. Meneó la cabeza con preocupación. La conocía. Sabía que era una buena niña, e irónicamente bastante observadora. Pero la cercanía con Atsumu le impedía ver que todo estaba por volar irremediablemente por los aires. Tragó fuerte antes de volver a hablar.
—No puedo decirte lo que tienes que hacer, Yuuki-chan. Pero de verdad, abre los ojos —el silencio que se dio entre ellos pareció congelarlos más que el viento helado y la nieve cayendo sobre los tejados bajos de la tranquila zona residencial donde Kita vivía con su abuela —. Nos veremos el próximo mes, en el torneo de primavera. ¿De acuerdo?
Yuuki asintió sin emitir sonido. Como si supiera que Kita la estaba viendo de alguna forma. El corazón detenido volviendo a la vida de un solo movimiento: fuerte, patente, violento. Y ese sentimiento de incertidumbre que atacó sus huesos la dejó inmóvil por tantos minutos como tardó finalmente en terminar la comunicación. Como una epifanía recibida en plena cara por una manopla de hierro incandescente. Una patada al esternón. Un destello cegador justo frente a sus ojos.
Y la cortina cayó. Fuerte. Pesada.
Justo sobre su cabeza. Y dolió.
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Atsumu Miya no sabía lo que era no tener cerca aquello que amaba. Era un hecho. Un funfact. Una ley de la naturaleza. Una verdad abstracta que nadie sabe concretamente cómo llegó a hacerse realidad. Pero así era: porque todo lo que el muchacho quería, siempre estuvo al alcance de su mano.
Yuuki Komimura podría definirse como una masa blanda y suave dentro de una carcaza de hierro llena de grietas. Cada una de las veces que la pelirroja se escondió tras esa armadura golpeada, forjó su carácter y logró que sus vínculos emocionales fueran tan profundos como duraderos. Porque, si bien ese escudo formado por un humor histriónico y una imaginación lunática era casi suficiente para evitar lastimarse por los dichos ajenos, también habían logrado que aquellos que pasaban esa barrera autoimpuesta, se quedaran para siempre.
Durante cuatro años, la relación entre ambos fue tan áspera y tirante como no podían haberlo imaginado. Pasando del odio a la tolerancia y de ahí en adelante. Con personalidades tan dispares que, cuando pudieron ver que tan parecidos eran, cuán bien podían llevarse, cuanto bien podían hacerse. Como se habían aceptado el uno al otro. Comprendido sus asperezas. Habían aprendido a estar juntos y fue tan natural que casi no necesitaron palabras.
Pero las palabras, a veces, eran necesarias. Porque era posible que, quizá, tal vez, en algún punto de la transición... Algo no se hubiese entendido.
Y cuando Yuuki Komimura supo, al fin, que algo estaba pasando, fue como si una tonelada de arena mojada cayera sobre su roja cabeza. Una epifanía dolorosa. Una bofetada certera. Y supo que quería patearse tantas veces como le fuera posible.
Cuando el equipo de voleibol masculino del colegio Inarizaki decidió tener una fiesta en navidad la noche del 24 de diciembre de su último año de preparatoria, lo hicieron con la misma idea que todo grupo de amigos. Era Nochebuena. Quienes tenían alguien especial con quien salir o quedarse en casa, lo hacían. Siempre podían juntarse con amigos y tener una noche placentera llenas de música e insultos bien recibidos. Porque esa era la idea original desde un primer momento: cuando Kiseki propuso con el rostro lleno de ilusión que pasaran navidad todos juntos. Un último descanso antes del torneo de primavera que ocurriría a poco menos de un mes. Y eso es lo que iban a hacer. Por eso, Atsumu y Osamu Miya se habían preparado para ir juntos a la casa de Kiseki, hasta que algo pasó. Hasta que el muchacho de cabello gris tomó su chamarra más abrigada y salió antes de la vivienda, diciendo que tenía algo que hacer antes de ir. Y de alguna forma desconocida, quedó solo en su habitación. De algun modo, quedó como un zorro solitario en su madriguera, porque hasta sus padres habían decidido salir por su cuenta.
Miró el reloj de pared en su habitación, con esos luminosos números blancos: las 19:00hs. Chasqueó la lengua. Su hermano se había marchado y él aún tenía que pasar a buscar a Yuuki. Porque por supuesto que iba a llevarla con él. Tragó fuerte, sentándose en el mullido colchón de su cama en la litera inferior. Un trueno lejano lo alertó por esas tormentas de invierno que parecía querer azotar la noche de paz que trataban de tener entre todos. ¿Y por qué ahora le dolía el pecho? ¿Era broma? ¡Era Yuuki! ¿Por qué le dolía pensar en ir a su casa? Lo había hecho vez tras vez durante más de un año. Conocía el camino de lado a lado. Sabía que en cuanto llegara, ella saldría dando saltos de libélula con exceso de cafeína. El rostro sonriente, dibujando patrones extraños con las marcas en el puente de su nariz. El cabello rojo peinado con pequeñas trenzas cosidas para hacerlo ver distinto. Y seguramente, ese vestido azul. Prendió la pantalla solo para ver la foto nuevamente. Como si no la hubiese estado observando tanto para insultarse a sí mismo. Ese vestido azul de mangas largas en encaje bordado que había comprado con sus amigas del Club de Arte y le había enviado una foto para preguntarle qué le parecía. ¿Que le parecía? Que era la chica más hermosa del universo. ¿Qué le contestó? Úsalo con leggins. Hace frío y no quiero soportarte cuando te resfríes.
Sabía que le haría caso. Y que aún así sería tan preciosa que quería no llevarla. Porque al fin y al cabo, era la última fiesta del año con sus compañeros. En un mes, el torneo de primavera tendría lugar. Y dos meses después, todos tomarían caminos diferentes. Incluyendo ella.
Bufó tan fuerte que sus oídos vibraron. Tiró de su propio cabello, levantándose y tomando una chaqueta de la silla junto al escritorio. Esta vez, era su chaqueta. Osamu se lo había dejado en claro la última vez. Y solo cuando llegó escaleras abajo, listo para salir y abriendo la puerta de entrada de un solo movimiento, su corazón realmente se detuvo.
—¿Sorpresa? —dijo Yuuki bajo el dintel de la pesada puerta de madera.
—¿E-eh...?
—Osamu me dijo que viniera —claro que si —. Así acortaríamos camino. ¿Ya están listos?
Atsumu trató de hilvanar sus pensamientos junto con las palabras que estaba oyendo. Tratando de darle sentido a sus dichos mientras trataba de no pensar que el cabello suelto de su novia parecía enmarcarle el rostro ovalado como un manto de fuego nocturno. Y si. Llevaba puesto el estúpido vestido azul. Y los estúpidos legg...
—Osamu ya salió —dijo. El rostro asombrado de su novia le dio todo indicio de que su hermano estaba tramando algo y no tenía idea qué. Y eso...—. Hijo de la...
—¿Por qué lo insultas ahora?
—Por nada —respondió certero. Cerró la puerta tras de si. Otro trueno se oyó en la lejanía, como el eco amainado de algo que se avecinaba—. ¿Vamos?
—Si —parpadeó muchas veces cuando el enorme cuerpo de Atsumu pasó por su lado. Suspiró tan livianamente que estaba segura, él no la había oído—. Vamos...
—Habla con ella —dijo Osamu con voz firme.
—Cierra la boca, Samu. No tienes idea de que hablas.
—Tampoco tú. Y de alguna forma estás saliendo con alguien. Esa pobre chica no tiene idea de lo que le espera.
—¡¿Qué quiere decir eso?! ¡Es ella la que...!
—¡Que se vaya a estudiar lejos no significa nada, pedazo de infradotado emocional!
Los insultos de Osamu siempre tenían algo que le permitía a su hermano reconocer la intencionalidad tras las palabras. Aunque usara palabras brutales, él sabía cuando no tenía de que preocuparse, porque al final del día volverían a hablar de idioteces. Este tono en particular, estaba doliendo más de la cuenta.
—No tienes idea de lo que estás hablando. Si yo me voy a Tokio, la distancia será aún peor. No hay forma en que una relación resista tant...
—¿Tan poca fe le tienes a tu propia relación? De verdad, siento pena por Yuuki.
—¡No tie...!
—Habla con ella. Antes de hacer una idiotez, habla con tu novia. Deja de cagarla por una vez en la vida.
Las palabras de su hermano resonaban en su mente como un eco inagotable. Durante semanas, Atsumu mantuvo lo que realmente aquejaba su pecho muy metido dentro de su propio cuerpo. Capa sobre capa, presionando como una montaña de tierra sobre una masa uniforme. La suficiente presión como para evitar que escapara. Que molestara. Que doliera. Ja. Nada de eso realmente funcionó: esas últimas semanas habían sido un infierno. Solo podía olvidarse de todo cuando estaba dentro de la duela, haciendo su trabajo. Dando los mejores pases de todo Hyogo y preparándose para lo que sería su último campeonato en preparatoria. Pero esas horas de entrenamiento diario llegaban a su fin, y entonces, la vida volvía a la normalidad. El pecho volvía a pesar y su humor se ponía cada vez peor. Y claro que quien más lo notaba era la persona más cercana a él: y es que por más acostumbrado que Osamu estuviese a sus ataques, todo tenía un límite. Y cuando su hermano lo llamó gato asustado, fue la señal de que todo se estaba yendo a la mierda. Porque Atsumu podía disimular que tanto mal realmente se sentía. Pero no sería para siempre, y definitivamente no sería por mucho tiempo más. No cuando el fin de curso se acercaba. No cuando el final era inminente. No cuando caminaba lado a lado con Yuuki sin poder tomarle la mano, como si estuviera congelado en su lugar. Como si pensara que su tacto iba a desatar una catarata de maldiciones.
—Vaya —la oyó decir. La voz clara y sutil, resonando en la oscuridad de la noche. Las luces navideñas de la calle iluminando su perfil —. La última fiesta del año, ¿cierto?
Si. La última fiesta del año. Y probablemente nuestro último maldito diciembre juntos. ¿Que tanto más necesitas recor...?
—Según Suna, también es la primera —fue lo que salió de sus labios. Las manos en los bolsillos. Los labios presionados en total estrés cubiertos por la bufanda oscura en su cuello. Un nuevo trueno en la lejanía—. Pero sí, cuenta.
Silencio.
Silencio.
Y Yuuki volvió a hablar.
—¿No vas a extrañarlo? —contenía sus propias manos de no tomar su largo brazo para sostener las piernas temblorosas. La noche sin viento de diciembre parecía querer acuchillarla con los silencios prolongados—. Esto, quiero decir.
Yuuki se odiaba por esas palabras. Lo hacía, de verdad. Pero también entendía que Atsumu Miya no soltaría jamás una sola palabra sincera por cuenta propia en ese instante. Como si supiera que cada idea tendría que sacarla a la fuerza y de la forma menos ortodoxa que pudiera pensar. Lo vio, lo sintió, lo olió retorcerse por un instante. Como si se hubiera pinchado con algo. Casi quiso imitarlo.
—¿Esto? —disimular. Era todo lo que tenía que hacer. Caminar derecho y disim...
—Es la última fiesta del año —suspiró—. Técnicamente, la última de nuestro tercer año de preparatoria. Después de esto, juntar a todos será complicado. Creo.
Solo un poco más.
—No soy tan sociable —respondió digno.
Atsumu giró la cabeza hacia el lado contrario, como si no quisiera seguir hablando. Y es que le dolía hacerlo. Yuuki sintió, oyó, olió ese gesto. Y dolió tanto como mil puñales. Porque eso significaba que la unión de los puntos por fin develó el dibujo final. Tomó aire antes de volver a hablar, con tanto cuidado como sus propios nervios le permitían hacerlo.
—¿Estás bien?
Yuuki tragó saliva. El silencio que vino del muchacho caminando a su lado solo se interrumpió por un tercer trueno. O cuarto. Ya había perdido la cuenta, y ni siquiera notó que ninguno de los dos tenía un paraguas. Miró una vez más sobre sus pasos. La acera vacía y en silencio. El aire condensado saliendo de sus labios como humo blanco.
—¿Mh? Claro que lo estoy —claro que no—. ¿A qué viene esa pregunta rara?
—No es rara, Atsumu —comenzó a decir. Conteniendo dentro de su pecho cuanto quería estallar. Pero no podía permitir que él lo hiciera primero—. Pero siento que hay algo que no me estás diciendo, y realmen...
—¿Qué puedo no estarte diciendo? ¡Estoy bien! Es nochebuena. Vamos a pasar la última fiesta todos juntos. En nuestro último año. Y última Navidad.
Eso era.
Los pasos de Yuuki se detuvieron poco a poco. Atsumu giró los talones mirándola sin comprender. Ninguno notó el cielo cubierto sobre sus cabezas. El suelo cristalizado por la garúa congelada de la tarde pasada. La oscuridad rodeandolos, salvados por las luces en guirnaldas colgadas de los árboles sin hojas.
—Se que algo te molesta, Atsumu —le dijo. La voz contenida. El cabello rojo brillando en la oscuridad—. Pero no puedo leer tu mente. Necesito que me lo digas.
—No hay nada que decir —quería decir tantas cosas que se quemaba por dentro—. Será mejor que nos apuremos o no nos van a dejar nada para com...
—Atsumu...
—¡No hay nada! ¿De acuerdo? —gritó. Yuuki contrajo los hombros. ¿Hace cuanto tenía eso dentro?—. Es la última Navidad que pasaremos juntos y aunque sea un hijo de puta, realmente quiero pasarla bien.
—¿Por qué te obsesionas tanto con esa palabra?
—¿Que palabra?
—Última.
—¡Tu la usaste primero!
—Dije que era la última fiesta del año, Atsumu. Tu la usas como si nunca nos fueramos a ver de nuevo. Por favor, dime...
—¡No es nada!
—Atsu...
—¡Eres tú quien actúa como si nada de esto fuera a no repetirse! —¿eh...? ¿Por qué dijo...?—. Tú eres quien habla de irse a la otra punta de Japón como si cruzara la calle.
Silencio.
Y ya no hubo.
—¿Eso es? —preguntó con cuidado. Las fichas cayendo en su lugar una a una —. Atsumu, no lo entiendo. ¿Por qué dices eso? ¿En qué afecta nuestra re...?
Y así fue como Atsumu se perdió. Con una pregunta. ¿En qué afecta? ¿¡En qué afecta!?
—¡En que te pierdo, imbécil! ¡En eso afecta!
Los ojos claros abiertos de par en par no podían siquiera expresar el dolor que recibía de la mirada de Atsumu. Enorme, alto, imponente y tan herido como un oso al que le dispararon. El rostro rojo y el ceño fruncido. Los ojos miel sobre ella.
—¿Cómo puedes pensar siquiera en que vas a perderme? ¡Atsumu estar lejos no significa que vayamos a cortar!
—¡Claro que significa eso! ¡No estás aquí! ¡No puedo verte! ¡Eso no puedo tolerarlo!
—¿Estás diciendo que quieres que vaya a la universidad cerca tuyo?
¿¡Cómo podía ser tan imbécil siendo tan peque...!?
—¡Claro que no, maldita sea! ¡Estoy orgulloso de que puedas estudiar donde quieras!
—¿Entonce...?
—¡Que no quiero perderte, la puta madre!
¿En qué momento habían comenzado a gritarse en las calles vacías de ese vecindario residencial? ¿En qué momento el cielo oscuro se había descargado en pequeños cristales de agua congelada? Algo lo suficientemente sutil como para que ninguno de los dos siquiera pudiera notarlo tras muchas capas de ropa. Ni siquiera en sus rostros congelados por el frío.
¿Qué estaba diciendo? ¡Dios! ¿En qué momento había pensado eso? ¿Cuando Atsumu había supuesto siquiera que ella podría dejarlo? ¡Tanto lo amaba y pensaba que iba a abandon...!
—¡No vas a perderme! —gritó finalmente. Trató de acercarse a él. Los mitones de lana congelados por el agua caída en ellos. Las gotas de lluvia esparcidas por su rostro tibio. Un contraste que parecía querer herirla —. Atsumu, no hay nada en el mundo que me haga dejarte. ¡A menos que tu quieras separarte de mí, no hay forma!
—¡Claro que nunca querría separarme de ti! ¿¡Como puedes pensar en...!?
—¡Fuiste tú quien lo pensó en mi lugar! —¿desde cuando él podía poner pensamientos en su mente y se enfadaba cuando ella lo hacía? ¡Idiota!—. Atsumu...
El enorme cuerpo parecía temblar, aún de pie erguido como un gran Buda. El cabello rubio, mojado sobre el rostro pálido. El ceño fruncido y los labios presionados con fuerza formando una línea recta. Su mente tan perturbada que no podía ver nítido frente a sus narices. Porque ahí estaba. Con la melena roja enmarcando el rostro lleno de preocupación. De sus labios saliendo algo que debería calmarlo pero que aún no llegaba a su pecho, doliendo como si fuera atravesado por mil espadas. Y entonces, sintió las cálidas manos de Yuuki en sus mejillas. Congeladas, pero aún así, más tibias que su propio rostro. Se había quitado los mitones en algún segundo que no pudo identificar. Y sintió que quería acompañar las lágrimas de su novia cuando la oyó hablar. La voz entrecortada, y aún así tan firme como el tacto sobre su rostro.
—Lo lamento —le dijo. Los ojos miel fijos en ella hasta que volvió a hablar—. Nunca creí que pensaras así. Atsumu, estudiemos donde estudiemos, eso no cambia nada. No cambia lo que siento. Para mí, esto es...
Para siempre, quiso decir. Pero sonaba cursi.
Para siempre, sonó en la cabeza de Atsumu. Sonaba genial. Pero era cursi.
Yuuki volvió a hablar. La lluvia acompañando sobre ellos.
—Soy real —susurró. Ese respiro se grabó en el alma del muchacho como marcado con fuego en pleno invierno—. Los dos lo somos. Esto es real. Por eso di por sentado que tu pensabas igual que yo. Lo siento tanto...
Para Atsumu, solo era real lo que pudiera ver. Lo que pudiera oír. Lo que pudiera sentir. Su tacto lo quemaba. El sonido de su voz se grababa en cada poro. Su pecho parecía a punto de estallar. Temblando ambos bajo la lluvia invernal ese 24 de diciembre, iluminados por las luces de su ciudad natal. La voz de Atsumu sonó calma cuando tomó ambas manos pequeñas entre las suyas, aún cuando sus guantes estuvieran mojados.
—Vas a resfriarte —le dijo. Su mirada miel jamás abandonando la suya—. Volvamos a casa...
Yuuki solo pudo asentir. La lluvia golpeándolos con tanta fuerza como podía, aún cuando nunca la sintieron en verdad.
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La casa de Riseki era más pequeña de lo que esperaban. Vivía con sus padres, que también habían salido a cenar con sus propias amistades. La decoración tranquila y la enorme cantidad de jugos y gaseosas naturales en la mesa de bocadillos era el nido perfecto que Osamu Miya se había hecho para sí mismo. Sentado en uno de los mullidos cojines con las largas piernas cruzadas, escuchaba hablar a sus amigos con una sonrisa escondida tras el pedazo de pollo frito que estaba degustando. Miró de reojo los onigiri que Suna había traído. Esos eran suyos, y sería incluso mejor si los acercaba disimuladamente a su lado. Muy, muy, muy lentamente. Como quien no quiere la cosa. Como si nadie lo estuviera viendo. Eso es, tomando el platón lleno de deliciosos onigiris y sin llamar la atención de na...
—¿Dónde está Atsumu?
La puta madre.
Suna se sentó frente a él. Sonrió cuando notó su mano derecha atrayendo el plato y la izquierda sosteniendo un trozo mordido de pollo.
—La sutileza no es lo tuyo, ¿no? —preguntó.
—Cállate —respondió Osamu. Mierda, eso había sonado como su hermano.
—Creí que iban a venir juntos.
Las risas de sus amigos se oyó de repente. Serpentinas de colores y un manchón de gaseosa en la alfombra que ya no saldría. Jamás.
Osamu ladeó la cabeza. Mordió un pedazo de pollo casi con dedicación. Masticó con parsimonia ante la atenta mirada del bloqueador central. Suspiró antes de responder. Una sonrisa en su rostro. Una sincera. La primera en días.
—No creo que venga hoy.
Suna comprendió su sonrisa. Lo imitó. Quiso tomar un onigiri que él mismo había traído. Quitó la mano al sentir gruñir a su amigo.
Si. Gruñir.
La noche continuaba.
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Cuando Atsumu abrió la puerta de entrada a su casa, se obligó a recordarse siquiera de cerrarla con llave en un solo movimiento. La oscuridad de su propio recibidor pareció acogerlo lo suficiente como para ocultar el suspiro violento que escapó de sus labios al darse cuenta de que sostenía a Yuuki de la mano con una fuerza que le era imposible poder manejar. Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad casi al mismo instante en que se impulsaba hacia delante como una locomotora sin frenos, sin siquiera quitarse los zapatos empapados. La oyó quejarse a sus espaldas, como si le dijera algo sobre que no podían entrar así. No lo sabía. No la escuchaba. No escuchaba nada. Ni siquiera el resonar de sus pisadas en la escalera de madera. Sus pasos apresurados y torpes, que casi provoca que se caiga resistiendo su enorme cuerpo con una mano para seguir su camino. Arrastrando a Yuuki sin jamás soltar su muñeca. Nunca su escalera finalizó tan pronto ante sus ojos. Nunca su casa vacía le pareció tan ruidosa, porque era su propia respiración la que azotaba en sus oídos como un martillo constante. Y cuando por fin estuvo dentro de su habitación, supo que se había convertido en un refugio. Un puerto seguro. Algo real. Tan real como la puerta cerrándose tras él. Como su enorme espalda cubierta en ropajes mojados estrellándose contra ella con un golpe seco. Como el cuerpo delgado temblando entre sus brazos.
Eso era lo que necesitaba. Lo que tenía que gritarse a si mismo, aún cuando todo lo que saliera de su boca fuera el aliento contenido devenido en suspiros jadeantes mientras hundía el rostro empapado en el cuello delicado y oliendo a lluvia. A lluvia, a su perfume, a menta, al suavizante de ropa que usaba en su casa. Necesitaba arañar con todos sus dedos su ropa como si estuviera tocando su piel. Por eso no supo cómo arrancó de los pequeños hombros la chamarra oscura y ahora trataba de recordar no destruir el vestido azul que sabía por su puta vida, le quedaba tan hermoso como era su rostro cubierto de pecas sonrojado con los ojos entreabiertos.
Clavó sus manos como enormes garras en su espalda y su cintura, casi sin importarle que bajaran aún más. Porque nada le importaba. Por eso gruñó contra los labios helados de Yuuki, reclamando que ella hiciera lo mismo. Que le gritara con su tacto que era tan real como se lo había dicho. Como la sentía en ese momento. Como el cabello rojo oscurecido por el agua enredado entre los largos dedos cuando su mano derecha abandonó la espalda y se enraizó en las hebras húmedas. Gimió contra su cuello cuando al fin, las manos delicadas de Yuuki se colaron entre la maldita chamarra y se aferraron a sus costados, como si sintieran el contorno de sus abdominales, como si los clamara como suyos. ¿Los quería? Eran suyos. Todo. Su piel, su carne, su cabello rubio, su saliva, su sudor, su maldito corazón a punto de vomitarse por los poros eran suyos con tanta fuerza que sabía que iba a llorar si no separaba sus labios en ese momento. Todo era suyo.
Yuuki sintió que sus piernas desaparecían aún cuando las fuertes manos de Atsumu la sostenían desde la cadera como si fuera una muñeca de trapo rota. El enorme cuerpo empapado en agua helada se sentía tan caliente que ponía a hervir su piel aún cubierta. Quería gritar en llanto por no poder llegar a más de lo que podía tocar con solo dos manos. Gritar en llanto porque no tenía más fuerza para devolver los besos húmedos en sus labios y cuello. Por tener lágrimas recorriendo sus mejillas cuando debía estarle gritando que lo amaba más que nada, y la desesperó quedarse atrás. La desesperó pensar que Atsumu pudiera no sentirla. Por eso sus uñas se clavaron bajo la chamarra, bajo la camisa húmeda, justo en su piel hirviendo en hielo. Lo sintió gruñir y gemir al mismo tiempo contra su oído. Sonó como su nombre, de una forma en la que nunca creyó que lo oiría nombrar. Y cuando Atsumu la abrazó tan fuerte entre sus brazos y contra su pecho, fue cuando sintió que su corazón parecía golpear su rostro por encima de la ropa. Al mismo ritmo que el suyo.
Las piernas de Atsumu la llevaron retrocediendo paso a paso como si fuera un milagro no caer al suelo enredados como no podían ni querían separarse. Los zapatos saliéndose en el camino como si todo estorbara. Las chamarras cayendo al suelo pesadas por el agua absorbida, sin siquiera mirarlas chocar contra las tablas de madera empapadas por las gotas de agua perdidas en sus cuerpos.
Las sábanas tendidas en la cama se sintieron incómodamente heladas al contacto con su espalda. La contraposición perfecta al torso de Atsumu presionando contra el mullido mueble, sintiendo su espina hundirse entre los pliegues y sus manos sosteniendo las caderas. Sus dedos ahora detenidos sobre su pecho, como si una parte diminuta de su ser consciente quisiera detener lo que estaba sucediendo en esa habitación de paredes azules. Como si una parte de su mente quisiera acallar a la que le gritaba que estaban en la habitación de Atsumu, solos y aún con la ropa húmeda por la carrera bajo la lluvia que los trajo de vuelta. La casa vacía y helada, en perfecta resonancia con el calor que sentía emanar de su vientre y las caricias tibias en los músculos de su espalda. Yrealmente ya no le importaba.
Yuuki sabía que no importaba cuanto empujara el cuerpo de Atsumu lejos de ella, no podría moverlo. Y es que no buscaba hacerlo. No podía hacerlo. No quería hacerlo. Porque sus dedos se aferraron a la camiseta empapada aún sin romper el contacto con sus labios, como si no quisieran separarse el uno del otro. Quemaba. Siempre sintió que él era una fuerza de la naturaleza sobre cualquier otra cosa.
Quemaba. Y ahora Atsumu sentía que el delgado cuerpo bajo el suyo era carbón encendido. Incienso que nublaba sus sentidos. Lava derretida donde estaba su cabello, y que cada encuentro de sus labios sobre los suyos parecían romperlo por dentro de una forma que no podía manejar. Desde que la conoció, pensó que tenía fuerza. Algo dentro de su pecho que la hacía ver más grande de lo que en realidad era: ahora estaba seguro de eso. Mientras sus manos enormes se colaban bajo el vestido azul empapado por el agua de lluvia, no le era posible concebir otra alternativa más que esa. Que se trataba de algo que no podía controlar. Como su propio cuerpo, moviéndose con la gentileza y fuerza de las olas rompiendo contra la costa.
Yuuki apenas pudo separar sus rostros para respirar el poco aire helado que aún había en la habitación, dejando su cuello ya rojo nuevamente a su merced. Como si fuera una bestia luchando por controlarse, aún caminando en terreno conocido. Sujetando la espalda pequeña entre ambas manos, acomodándose entre sus piernas como si su instinto le gritara en el oído que hacer, sin dejar jamás de tocarla.
Gruñó bajo, como un predador encontrando a su presa cuando su boca chocó contra las clavículas descubiertas. Cuando sus manos se abrieron paso entre la tela mojada. Cuando la pierna de Yuuki rozó accidentalmente su entrepierna. Como un botón de encendido moviendo cada célula del enorme cuerpo, trayéndolo de un letargo en el que nunca estuvo. Rompiendo una burbuja fragante y gritándole que esto era real. Que el calor húmedo en la palma de sus manos, resbalando por los costados de su piel delicada eran tan verdadero como los suaves gemidos contenidos en su oído. Como las manos delicadas pasando por su cuello, casi aventurandose al pasar con delicadeza bajo el cuello de la camisa aún pegada a su torso. Quizá ese fue el motivo por el que en un solo movimiento incomprensible para la física moderna, logró quitársela en un parpadeo volviendo a pegarse a ella con su ahora piel desnuda. Sintiendo como se le congelaba la sangre y volvía a fluir a velocidad de vértigo.
Era él. Simplemente, era él. Esa era su piel. La totalidad de la piel de su espalda al alcance de sus dígitos. El pecho desnudo presionándola contra el colchón y tantos sonidos inentendibles como podía resistir resonando contra su cuello, ardido y rojo por sus labios y dientes. Oyó la hebilla del cinturón de Atsumu abrirse, y cuando sus manos bajaron por la espalda húmeda de lluvia y sudor, el contacto con su cintura baja le congeló las manos en el lugar. Y solo volvieron a activar cuando la fuerza de sus enormes dedos tiraron con tierna impaciencia de la falda de su vestido, subiéndolo hasta su pecho. Paralizándola en vida. ¿Detenerlo? No. No podía. No quería detenerlo. No quería que eso se terminara. Ninguna parte en su cerebro pensaba siquiera en eso. Solo pensó en su cuerpo cubierto por tantas manchas como no podía consentir, y esa parte de su cerebro la hizo querer gritar. Por eso su brazo alcanzó a intentar llegar a la perilla de la luz de noche junto a la cama, porque la oscuridad sería lo único que podría usar como aliada ante lo más inminente que estaba por ocurrir. Y algo la detuvo. Porque la mano enorme de Atsumu tomó su muñeca con firmeza, congelando sus músculos, abriendo los ojos justo para quedarse en los suyos.
—No —susurró ahora contra sus labios.
La mirada ambarina quemando sus párpados. Y lo entendió. Él creía en lo que podía ver. Sentir. Tocar. Como ella ahora. Y necesitaba verla a cada segundo. Saber que era tan real como él lo era para ella. Y se rindió a él. A ese fuego impiadoso de sus manos, que ahora quitaba lo que quedaba de su ropa sin resistencia alguna. La piel desnuda encontrándose con la suya en una explosión tan potente que sintió sus órganos desintegrarse uno a uno. La presión de su entrepierna contra la suya. El sonido ahogado de su voz morir en los labios de Atsumu cuando nuevamente se sujetó a su cuello, tirando del cabello rubio, ganándose un mordisco en el mentón como represalia.
Nada importaba. Ni las marcas que odiaba en su cuerpo. Ni verlas. Ni ser vistas. No había forma en que él no pudiera tenerlas en primer plano ahora, cuando besaba su vientre con tanta delicadeza sentía estallar sus entrañas en fuego latente. No había manera que no hubiera fotografiado sus hombros ni sus pechos, ahora que los había expuesto en un movimiento quitando su sostén. El mismo gesto que la dejó sin respirar dos segundos eternos. Y viéndolo, el blanco torso que se extendía hasta su cintura y sus piernas blancas y tan musculosas que debía ser ilegal. Cerró los ojos conteniendo en su interior todo lo terriblemente cursi que quería decir y no permitiría salir al exterior. Todo lo que quemaba mientras sentía sus bragas deslizarse muslos abajo. Las manos enormes sin dejar de tocarla jamás. El cabello rubio antes empapado hacerle cosquillas sobre el pecho desnudo.
Lo amaba. Sabía que lo amaba. No necesitaba estar desnuda frente a él para no haberlo estado antes, en cada momento que estaban juntos. Cada charla donde bajo chistes y bromas, gritaban sus sentimientos por el otro. El orgullo que sentía por el en cada logro que avanzaba. Incluso su manera de sortear lo que viniera en su camino, siempre hacia delante, aunque rebotara en el piso y tuviera que levantarse.
El frío repentino pareció golpearla como una manopla de hierro helado cuando sus caderas dejaron de sentirlo. Y el sonido metálico junto a su oído la llamó a la realidad, abriendo los ojos, enfocándolo como si viese la luz por primera vez. Alto, enorme. Tan imponente como ella creía que los dioses de la montaña se aparecían a los simples mortales para embelesarlos con su belleza. El cabello rubio sobre los ojos, desordenado como un torbellino en el rostro arrebolado, como sabía estaba el suyo. El paquete metálico abierto entre sus dedos y desparramado en la almohada junto a su cabello rojo húmedo le dio pauta de lo que estaba haciendo. El rostro ahora púrpura de Atsumu le gritó que se había visto descubierto.
—¡N-no estaba planeando esto! —gritó con fuerza, la mano libre cubriéndole el rostro sudado.
—N-no abrí la bo...
—Si, los compré hace tiempo. ¡Pero no para hoy! —trató de continuar con el rostro más serio que podía y sin que su voz se hiciera aguda—. Pensaba llevarte a Kyoto un fin de semana luego de la graduación. ¡Por eso los compré antes!
—¿Después de la gradua...?
—¡No es que haya pensado solo en eso desde antes!
Era el chico más hermoso y atractivo del universo, sosteniendo un condón con el rostro rojo. El entrecejo fruncido y los hombros temblando de nervios. El chico que daba todo lo que tenía cada vez que salía a escena. Que odiaba mostrar debilidades. Que amaba ser el centro de atención. Que necesitaba tener el control. Y todo el ella vibró, sabiendo donde estaba. En qué situación estaba. Y que era él.
Sonrió. Su rostro ahora cubierto con ambas manos para volver lo antes posible sin que sus sentidos se fueran de él. Las lágrimas queriendo salir de sus ojos verdes cuando volvió a mirarlo con todo el amor de su alma.
—Te amo —le dijo.
Silencio.
El silencio le llegó como un golpe certero al pecho. Trató de volver a mirarlo, solo para recibir el enorme cuerpo de Atsumu sobre ella, arrojado a sus delgados brazos como si se hubiera zambullido en agua clara. Como si hubiera descubierto sus labios por primera vez, con un hambre que no conocía en él. A pesar de que cada poro estaba rojo por sus besos y arañazos profundos. El silencio estaba bien. Todo en él, estaba bien.
Y nada más importaba.
No podía hacerlo. Ni siquiera cuando ahogó un grito de dolor contra su amplio hombro al sentirlo abrirse paso en ella. El temblor de los hombros de Atsumu le dio a entender que era tan nuevo en esa situación como lo era ella. Y aún así lo sintió besar su rostro para distraerla y darle seguridad. El muchacho alcanzó sus labios para sofocar sus quejidos, y apoyando su frente en la suya fue que volvió a abrir los ojos.
Sintió la mirada miel fija en ella tras las pestañas iridiscentes. Su respiración mimetizándose con la propia. El aroma a madera y lluvia y sudor limpio penetrando sus sentidos. Su abrazo firme y sin soltarla jamás. La presión en ella abriéndose paso, conectando sus cuerpos. Dejando una huella que nada podría borrar, ni quería alguna vez que ocurriera. Y el dolor desapareció. Mutando, transformándose. Permutando en otra sensación que alcanzó su cabello y la punta de sus pies con una intensidad de mil soles. Los que estaban brillando en su cabello cuando él también lo notó. Cuando el ir y venir de su cadera, deslizándose en ella pareció perderse en una cuenta sin significado para su pecho, porque no sentía otra cosa que su piel. Que sus gemidos. Que su respiración. Que el ruego en el que había convertido su nombre. Y la amaba más de lo que podía controlar.
Y cuando las paredes azules parecieron brillar en un blanco cegador. Cuando el Universo se expandió con la potencia de un estallido en su vientre. Cuando sus piernas se tensaron y su rostro desapareció en la profundidad del cuello pálido marcado por su boca, fue que el grito ahogado de su propia alma resonó en sus oídos. Cuando Yuuki mimicó su sonido con una cadencia aguda que se convirtió en su sonido favorito junto con su risa. Cuando sus piernas se ajustaron a sus caderas y sus manos delgadas se sostuvieron de la amplia espalda para no caer.
Era real.
Ella era real.
La sonrisa contra el cuello marcado por sus labios también lo era.
Todo era real.
