¡Y aquí estamos! ¡Último capítulo! Siento que voy a llorar, pero me la banco para no manquear con el teclado justo ahora jajajaja.
Bien. Nunca creí, en realidad, que esta historia iba a tener tanta repercusión. Quizá más que la primera de los gemelos Miya que hice. Y es que en un fandom como el de Haikyuu, hacer un fanfic con una OC (y más femenino), es como tirarte a los leones con el traje de carne de Lady Gaga. Por eso, cuando leo sus comentarios se los agradezco hasta que me odian por la repetición. Pero es que son tan amables y tiernos, que trato que quede claro lo muy bien que me hacen sus palabras.
Espero, de todo corazón, que este último capítulo/epílogo/cierre les guste. Y que pueda verlos a todos nuevamente pronto en otras aventuras.
¡Nos vemos prontito!
"Enjoy it. Because it's happening."
Stephen Chbosky, The Perks of being a Wallflower
CAPÍTULO 18: I told you that I love you 'till forever.
El invierno del último torneo.
En el torneo de primavera de su tercer año en Inarizaki, Atsumu Miya jugó como capitán y armador de su equipo.
En la tercera ronda, el tercer día, volvieron a enfrentarse a los cuervos de Miyagi: el Karasuno ya no tenía a su antiguo capitán, ni a su rematador estrella, ni a ese armador suplente tan raro que lograba conectar a todos. Pero, continuaba su pequño líbero de habilidades sobrehumanas. Ese rematador con cabeza de monje, y la pareja ofensiva por excelencia: Hinata Shouyo y Tobio Kageyama.
Osamu y Atsumu Miya recordarían siempre el volver a usar sus uniformes negros contra ellos.
El aroma a madera lustrada. El calor de los reflectores. El techo tan alto que no podrían alcanzarlo en mil años. Esa sensación de ser pequeños y enormes a la vez solo por estar ahí. Y eso fue: robarles la titularidad y demostrar que con los números cambiados en sus dorsales, seguían siendo imparables. Ese año fue la revancha. Inarizaki venció al Karasuno en su tercera ronda. Y los gritos de aliento de Oujirou Aran resonaron en todo el estadio como el fanático más aguerrido. Los aplausos cálidos de Shinsuke Kita cubriendo de orgullo la sonrisa de madre protectora, feliz por sus cachorros. Esa venganza con sabor dulce que terminó en un apretón de manos con el pelirrojo que parecía haber crecido unos pocos centímetros. El rostro triste y lleno de dolor. Los ojos llenos de vida tras la cortina castaña de sus íris húmedos.
—Te dije que iba a destrozarte en el intercolegial, Shouyo-kun —le dijo. El rostro cubierto en sudor frente al suyo contrayéndose en una derrota recibida. Volvió a hablar con una sonrisa sincera—. Ahora solo me queda colocar para tí.
Silencio.
Osamu había quedado petrificado por la incompetencia de su gemelo para tratar con diplomacia al equipo que acababan de vencer. La ausencia de sonido helada que ocurrió de ambos lados de la red se cortó con cuchillo cuando el muchacho de cabellos dorados y la camiseta 1 en su dorsal, extendió la enorme mano hacia el pelirrojo. Algo lo impulsó a hacerlo. Algo, como una ventana a un futuro al que llegarían por caminos totalmente opuestos. Pero que llegarían. Porque el muchacho de ojos miel estaba seguro por lo más sagrado, que esa no sería la última vez que vería el rostro cansado y la mirada llena de determinación.
Silencio.
Silencio.
Y Hinata la tomó. Una sonrisa de costado. Los ojos tristes con una esperanza lejana.
—Desde luego, Atsumu-san —le respondió.
Y la tercera ronda se terminó.
En el torneo de primavera de su tercer año en Inarizaki, Atsumu Miya jugó como capitán y armador de su equipo. Y como en sus generaciones predecesoras, todos los sentimientos eran posibles en ese lapso de una semana en sus vidas como adolescentes. Y Atsumu sabía que pocas cosas son más dolorosas que la derrota. Según Atsumu Miya, la única cosa más irritante, dolorosa y terrible que perder, era quedar en segundo puesto. Era como una casi victoria. Un casi logro. Un casi. Algo incompleto. Algo que debía ser y se quedó a medio camino. Algo que no.
Cuando los Reyes de Itachiyama se coronaron como los más poderosos de Japón en el torneo de primavera de su último año en preparatoria, fue como un puñal incrustrado con violencia carnicera entre medio de sus costillas. Un dolor tan profundo, que perduró en sus pechos por muchos meses, incluso cuando ya se habían retirado para rendir los exámenes de ingreso a la universidad.
La ceremonia de premiación, recordaba Kita desde su asiento en primera fila, era una mezcla de dolor y orgullo mezclado con la delicadeza con que se hace un perfume. Y sin embargo, ahí estaban: Osamu Miya como un rematador lateral excelso. Rintarou Suna, que siempre caminaba encorvado, con la espalda derecha y su pecho reflejando el camino de tres años de entrenamiento ininterrumpido. Y ahí estaba el muchacho de cabello rubio: alto, fuerte, aclamado por admiradores y chicas que gritaban su nombre como idol de televisión. El rostro serio, los mechones húmedos. Cansado, agotado, y feliz en su interior. O eso quería pensar su ex capitán.
—Está feliz, ¿cierto? —preguntó el muchacho a la joven de pie a su lado. El cabello rojo entrando en su campo visual.
Yuuki no se molestó en secar las lágrimas que caían de sus ojos mientras paseaba la mirada por sus compañeros y amigos hasta llegar a él. La vista al frente y el pecho subiendo y bajando en armonía. Sonrió antes de cubrirse los labios temblorosos con las manos delgadas. Asintió con delicadeza. Su voz por encima de un suspiro.
—Claro que lo está —le dijo Yuuki. Tomó aire nuevamente. Aran rió en antelación—. Pero va a ser un dolor de cabeza en el camino a casa.
—Eso es lo bueno de tener auto —respondió hundiéndose de hombros—. No voy a soportarlo en las horas de trayecto.
—Oujiro-kun, eso no es correcto —recriminó Kita. El rostro sonrojado de Aran lo enfocó de repente.
—¡No puedes decirme que tu lo tolerarías de nuevo!
Yuuki no se molestó en cubrir sus labios cuando la carcajada escapó de su garganta como un velociraptor atorado con una pierna de res.
—Es como escuchar discutir a una pareja casada —murmuró casi sin aire. Estaba muriendo ahogada con su propia saliva.
—¡Oye! —Aran gritó sin medir su tono de voz. El sonrojo vivo en sus mejillas morenas.
Kita llevó una mano a su mentón, pensativo. Sus memorias corriendo a toda velocidad, tratando de...
—¿Dónde he oído eso antes? —preguntó. No podía...
—Según Osamu-kun, era el comentario recurrente cada entrenamiento —respondió Yuuki recuperando el aliento. Kita sonrió con ganas, viéndose liberado de su duda.
—¡Que tiempos!
—¡Cierren la boca!
Yuuki no pudo contener la risa nuevamente, aún con la estela de las lágrimas secas surcando sus mejillas. Escuchando los gritos de Aran mezclándose entre la multitud. Giró la cabeza hacia la duela semivacía, y en medio de saludos cordiales y felicitaciones dolorosas, estaba él. Alto, imponente, con ese enorme número y carga en la espalda que conocía como la palma de su mano. La misma espalda que inspiró a sus compañeros y despertó en ella el mundo en el que ahora vivía. Cuando los ojos miel de Atsumu se cruzaron con los suyos, aún escuchaba los gritos de los padres felicitándolos. Admiradores dando su apoyo. Y fanáticas lunáticas hilvanando sus nombres como si alguno de los chicos le prestara real atención. ¿Si quiso gritar su nombre? No hacía falta. No era necesario. Porque Atsumu permaneció quedo en la duela con la mirada fija en la suya, hasta que una sonrisa se dibujó en su rostro pálido aún cubierto en sudor. No pudo sino imitarlo. Sí, sería un dolor de huevos durante los próximos días. Iba a ser insoportable buscar que levantara cabeza. Osamu querría asesinarlo y sus amigos tratarían de ahogarlo en el río. Ella también, no lo iba a negar.
Pero ahí estaba: el chico más talentoso y con el futuro más brillante de todos los que pudieran estar presenciando esa final. Y se lo recordaría hasta el último día.
Todo continuaba.
.
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El invierno de la guerra robótica interestelar.
Cuando el mural del Club de Arte del colegio Inarizaki quedó por fin descubierto, febrero había llegado. El frío del invierno persistía en el aire congelado, aún cuando la falta de nieve permitía poder tomar el almuerzo fuera, en el parque interno donde ahora el mural era develado. El sol helado iluminando a los cinco integrantes que pronto se graduarían, abrazados y riendo como niños de primaria que ganan un premio de dulces.
Atsumu aplaudió con ganas y una sonrisa enorme en el rostro pálido. Era tal cual se lo había descrito tantas veces volviendo a casa, esas tardes que solo eran suyas. ¿Por qué una batalla apocaliptica se llevaría acabo en el espacio con dragones biónicos? Nadie lo sabía. Seguramente el director Kitamura tampoco. Del mismo modo que el Profesor Akita reía a carcajada, orgulloso de ese grupo que guió desde primer año.
—¿Dragones biónicos? —preguntó Suna a Atsumu, de pie a su lado.
—Sip —respondió al instante.
Suna pestañeó varias veces antes de volver a hablar.
—¿Eso es un conejo?
—Sí —dijo.
Suna pestañeó de nuevo.
—¿Con armadura?
—Así es.
Y de nuevo. Tardando un poco más esta vez.
—Tu novia está totalmente loca.
Atsumu sonrió de costado. Asintió con la cabeza. Lo reafirmó con su voz.
—Lo se.
Osamu asentía a su lado cada palabra pronunciada por ambos con el rostro impávido y una caja de Pockys en la mano. En todo, sin duda, estaba de acuerdo. Giró su cabeza hacia la derecha para encontrarse con la alta figura de Oujirou Aran y la cabellera platinada de Shinsuke Kita, uniéndose a los estudiantes con una sonrisa en sus aires de estudiantes universitarios y maduros. Le habían prometido ambos que estarían ahí cuando el famoso mural se revelara. El rostro de Kita era el de alguien que esperaba esto desde hacía meses. Aran solo se preguntaba si era el único ser humano cuerdo en todo el predio de su ex preparatoria.
El silencio se hizo entre todos cuando los cinco autores pasaron al frente, sonriendo de oreja a oreja. Atsumu contuvo el aliento, viendo el sol reflejado en el cabello alborotado al levantarse luego de una reverencia respetuosa, y ahora moviéndose hacia todos lados, saltando y cantando que todo había terminado. Esa era la imagen de alguien que está feliz. De alguien que cerró una etapa como un alma libre. De alguien que sabe, abrirá una nueva tan pronto marzo termine. Las mejillas rojas del frío y el esfuerzo de mantenerse en pie pese a los saltos. El director rogandoles parar. El mural tras ellos. Era la fotografía perfecta de la felicidad.
—Parece que Yuuki-chan está contenta —Kita habló a su lado, con una mano cálida en su hombro. Los ojos zorrunos clavados en él. Atsumu le devolvió el gesto.
—Aunque este mural está horrible —dijo. En la puta vida iba a decir algo que fuera amable a la primera. Había una imágen que cuidar.
Kita ladeó la cabeza con la mirada llena de decepción. Él no había criado alguien tan...
—Eres un novio cruel, Atsumu —le respondió.
—Eres un novio de mierda, Tsumu —agregó Osamu.
—No me explico como le hiciste para tener novia en primer lugar —habló Aran.
—Miren hacia aquí, quiero documentarlo todo —espetó Suna con su teléfono en mano.
Atsumu gritó tantas cosas con significados tan horrendos y en un tono tan alto, que las miradas se giraron a él. Las risas también.
Todo continuaba.
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El invierno de la despedida.
Atsumu Miya llegó a la conclusión de que su guía al equipo como capitán no fue particularmente memorable: sus kohais tenían más miedo de él que respeto. Sus pares habían escrito obscenidades irreproducibles en el yeso de su pierna, y solo pudo verlas una vez que se lo sacaron. Ni siquiera podía ofenderse, porque cada una era verdad. El entrenador Kurosu le dijo en la privacidad de su despacho, que había hecho un buen trabajo. Que el equipo estaba armado para una futura generación y que debería prepararse como profesional a partir de ahora, porque sus habilidades no podían quedarse solo en preparatoria. Rio para sus adentros cuando supo que Suna recibió el mismo discurso. Incluso su hermano, aunque él sabía perfectamente que no seguiría jugando luego de ese abril.
Quizá por ese sentimiento de nostalgia mezclado con la necesidad de salir corriendo del gimnasio y gritarle al mundo que la bestia de Inarizaki estaba lista para grandes cosas, fue que se paró frente a sus compañeros una vez más. La tan conocida duela iluminada por el helado sol de febrero. El olor a madera y hule. Los postes de la red a un costado de la cancha para ser guardados en el depósito antes de irse. Y ahora, Masaru Eno, el nuevo capitán, mirándolo con temor y agradecimiento. Ahora, quizá, empezaba a comprender a Kita y sus ojos llenos de lágrimas cuando se despidió de él y sus compañeros. El sin dudas llanto desconsolado de Aran. Como Omimi quiso irse corriendo antes de quebrarse bajo la presión emotiva de sus compañeros. Ese año había pasado tan pronto que una pequeña parte suya gritaba que no. Que no quería irse. Aferrado a los barrotes de la preparatoria como un niño pequeño que no quiere dejar su cuna.
—¿Vas a decir algo? —preguntó Osamu a su lado.
Suna estaba junto a él, con su sempiterno celular filmando. Akagi conteniendo la risa. Riseki tratando de no llorar.
—Cierra el pico —espetó. Su mente se detuvo. ¿Cuantas veces más podría decir eso en ese espacio?
—Todos están esperando tu discurso de autosuperación y despedida. Apresúrate, ex capitán Miya —habló nuevamente su hermano.
Risas.
Atsumu gruñó por lo bajo, sin notar el fuerte sonrojo en sus mejillas pálidas. De repente, se sintió enorme y pequeño al mismo instante. Su vista se paseó por cada rincón en el gimnasio. Cada par de ojos puestos en él. Tomó aire. Profundo. El suficiente para no caer. Era su discurso de despedida. El último que daría como capitán de Inarizaki. Las palabras finales de quien guió durante un año. El legado a su próxima generación. Las palabras por las cuales sería recordado. Y entonces, habló.
—No la vayan a cagar.
Silencio.
Silencio.
Gritos. Felicitaciones. Vitoreos.
Aplausos.
Y así, Atsumu Miya terminó su último día como capitán.
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El invierno del último saludo.
Cuando marzo llegó, también lo hicieron las despedidas. Verse a sí mismos vestidos con sus uniformes por última vez era algo que muchos apenas podían tolerar sin lágrimas en sus ojos. Sosteniendo sus diplomas en alto. El aroma del bouquet floral que colgaba de la hojuela de sus uniformes. Abrazados y deseándose buen destino. Celebrando amistades de años. Lamentando separaciones. Prometiéndose verse durante el verano y los que siguieran después de ese. Porque la seguridad de saber que hacer cada mañana había desaparecido de forma rotunda, como una bofetada repentina. El grupo de chicos que sabía a dónde dirigirse luego de desayunar. Que entendía lo que tenía enfrente a fuerza de costumbre, ahora se enfrentaba a lo desconocido con miedo y felicidad en una maraña de sentimientos tan intensa que les provocaba mareos y ganas de llorar.
Y ahí estaban todos, divididos en grupos que iban cambiando momento a momento. Incluso aquellos a los que solo habían visto en los pasillos merecían una despedida, porque eran conscientes de que esa cara medianamente familiar ya no volvería a cruzarse en sus campos visuales. Los profesores que odiaban, los que querían, los que amaban escuchar. Todo, de repente, se vio como bajo el agua. Como si tuvieran puestos unos lentes que hacían todo más ameno. Como si las experiencias desagradables se borraran por solo un día y la nostalgia tomara su lugar. Por más que al día siguiente volvieran a ser los mismos, en ese instante, todo terminaba. Era el último saludo.
Por eso, cuando Atsumu Miya y Osamu Miya caminaron por última vez a traves del portón de entrada del colegio Inarizaki, fue como un suspiro tan profundo que se llevó el alma en el proceso. Y la voz clara tras ellos fue un hilo que los traía a la realidad.
—¡Rayos! —exclamó—. ¡Caminan muy rápido!
Yuuki se detuvo frente a ellos, sosteniéndose de sus rodillas para recuperar el aliento. El diploma sobresaliendo del morral, la flor casi salida de su lugar, el cabello alborotado, el cuello de la camisa abie...
—¿¡Por qué tienes la corbata como una vincha!? —Atsumu gritó casi tan agudo como no quería oírse. Osamu pestañeó muchas veces.
—Es el último día, ¿también vas a regañarme? —respondió poniéndose derecha. Como si su corto metro sesenta y cinco pudiera intimidar a alguien.
Y solamente Atsumu podía querer verse más alto con alguien que jamás llegaría a verlo a los ojos con la cabeza recta.
—No sabes comportarte, ¿cierto?
Pero eso no significaba que ella no pudiera bajarlo a su altura con otro método.
—No puedes decirme qué hacer —dijo en tono monótono—. No eres mi verdadera madre.
Silencio.
—Al menos quítatela —espetó casi molesto—. La gente va a pensar que estas loca.
Yuuki rió fuerte.
—Tuvieron tres años para darse cuenta de eso, Atsumu...
Osamu Miya no notó su propia sonrisa cuando observaba las enormes manos de su hermano acomodando la corbata oscura, enredada en los cabellos fuego. El rostro enfurruñado de su hermano sonrojado tratando de no mirar fijo la sonrisa amplia de Yuuki. La risa superpuesta a los insultos al aire. Como si el tiempo se hubiera detenido bajo los árboles de cerezo que caían como nieve en tonos rosados. Y el sonido se expandió hacia sus lados, recibiendo la energía de quienes estaban en esa misma situación.
Suspiró.
Ser adulto sería difícil.
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La primavera de la última noche.
Atsumu sintió que el tiempo se detuvo cuando el rostro pálido cubierto de pecas se iluminó con esa sonrisa bajo los rayos del frío sol de abril. Los ruidos de quienes pasaban por su lado parecían llegarle como dentro de una caja de zapatos: sordo, vacío, resonando en un eco lejano y ausente. El reflejo de la luz en los laterales de su visión le daba a entender el movimiento de sus contornos, pese a lo estático que estaba a un costado del andén esa tarde. La imagen frente a él inmóvil, como una estatua de piel y carne, aún tangible. Aún. Todavía.
Es mucho tiempo, susurraba una voz en su cabeza.
—¿Tienes todo?
Vas a extrañarla demasiado.
—Sip —respondió casi con musicalidad—. No te preocupes. Si olvido algo, puedes traerlo en unos meses.
Mierda. Demasiado.
—No pienso llevar peso extra, así que procura no cagarla —respondió recto. Porque fortaleza ante todo.
Yuuki rió.
—¿Qué hay de tí? —preguntó. Pestañeó ladeando la cabeza—. ¿Todo listo para mañana?
¿Tu cabello es más rojo?
—Por quinta vez, sí —mentira. Le faltaba la mitad. Bufó—. Eres peor que Samu.
¿Esas son nuevas pecas?
—Estás saliendo con el doble femenino de tu hermano gemelo. Hermoso.
Hija de la...
—¡Cierra la boca!— gritó con el ceño fruncido y una sonrisa en sus labios.
Las manos en los bolsillos de su chamarra abrigada. El agua subiendo por dentro de sus canales y jurando por lo más sagrado que no iban a salir por sus lagrimales. Nunca. Jamás. Eso no iba a pasar.
Yuuki sostenía la manija de su maleta con una mano. Una gran mochila en la espalda. El morral decorado de siempre cruzado en su pecho. Era una especie de hobbit con calzado abrigado. No se te ocurra llorar, animal.
—Oye... —quiso hablar la joven de ojos verdes. Atsumu no lo permitió.
—No —dijo, rápido—. Vamos. Largo.
—¡¿Largo?!
—¡Largo! —repitió con más fuerza. La mano enorme señalando con el dedo extendido—. Ahí está tu tren. Súbete, y no se te ocurra no avisarme cuando llegues a Hiroshima. Y a estación. Y tu departamento.
Yuuki tragó saliva. El rostro ofuscado estaba tan cargado de pequeñas circunstancias que parecía transmitirle esas ganas de llorar con fuerza en ese instante. Las mejillas rojas. Los ojos miel evitando mirarla. Las manos enormes y gesticulando sin parar. Sonrió con todo el amor que sentía por él, en cada poro y célula y átomo de su cuerpo.
—¿Algo más? —no podía no pincharlo más. Era más fuerte que...
—¡Y quiero fotos! —gritó. Hasta el grupo de hombres de negocios en la otra punta del andén voltearon ante el poderoso alarido del ex capitán de Inarizaki.
El sonido claro y nítido de la risa de la pelirroja mutó tan rápido en el sonido de un velociraptor ahogándose con su presa, que vio pasar frente a sus ojos cada una de las veces que pensó, iba a morirse atragantada por su propia saliva. Sonrió. Con todo el amor que sentía por ella, en cada poro y célula y átomo de su cuerpo. Pero siempre para sus adentros, donde ella sabía que estaba pero nadie podía verlo.
—Cuídate en Tokio, ¿de acuerdo? —le dijo.
—Pfff. La chica rara en una ciudad extraña vas a ser tú. Yo voy a conquistar el mundo.
Sonrió.
—No me cabe la menor duda de eso —susurró. Y añadió—. Pero no le arruines la vida a nadie en el proceso.
—Cállate, Yuuki.
Silencio.
Silencio.
Y los pasos delicados de la joven de cabello fuego la acercaron a él. Atsumu no supo contabilizar en tiempo real lo que ocurría para él en cámara lenta, cuadro a cuadro, sin sonido más que el de su corazón y la sensación de sus mejillas ardiendo por el agua que gritaba por salir. Y cuando los labios cálidos en la tarde helada acariciaron la comisura de su boca como una pluma seca, su corazón dejó de latir. Sus brazos se contuvieron. Sus piernas se volvieron gelatina. Su corazón se hizo añicos sostenidos por el calor de las manos delicadas contra su pecho. Ahogó un sonido extraño cuando la sintió separarse de él. El aliento cálido y oliendo al jugo de frutas que bebieron juntos en sus sentidos. El de su shampoo. Ese dejo a menta. A las acuarelas que llevaba en su mochila. Las pecas de su rostro formando un patrón que recordaría hasta que volviera a verla, meses a partir de ese instante.
—Nos vemos en agosto —le dijo. La sonrisa de costado—. ¿De acuerdo?
—Sí —contestó con una celeridad impropia de alguien que llevaba el tiempo que quería en cada conversación—. Ahora, lárgate.
Yuuki carcajeó empujando su hombro con delicadeza. Y solo pudo ver como el cabello rojo parecía encenderse a la luz de la fría tarde. La chaqueta negra enmarcando su delgado cuerpo y la maleta púrpura tan pesada que no entendía cómo podría moverla luego. Su sonrisa tras el vidrio esmerilado de la puerta al cerrarse. Su mano blanca en alto. Y todo se nubló frente a él al desaparecer el tren en un movimiento de motor. No iba a llorar. No estando ahí. No estando de pie como una mole humana. No solo. No ahí.
Tomó aire. Lo retuvo. Suspiró. Quemaba.
Hasta agosto.
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En siete vueltas al Sol, muchas cosas pueden ocurrir.
A los veintitrés años, Atsumu Miya era una estrella. ¿La más grande del mundo? No. ¿De Japón? No. Kageyama podía sobarle las bolas cualquier día de la semana, pero el hijo de puta seguía estando en primer puesto entre los mejores colocadores ranqueados de Japón. Pero ahí estaba. En ese puesto de segundo lugar que le hacía picar las bolas y revolver el estómago, aún cuando pateara trasero como titular de los MSBY Black Jackals.
¿Cómo llegó hasta ahí? Un largo camino. No sinuoso, pero largo. Porque tras dos años de universidad en Tokio, lo reclutaron de uno de los mayores equipos de la Primera División. Su carrera como profesional se abría ante él a la tierna edad de casi veinte años. Y por supuesto que su madre puso el grito en el cielo: podía ser profesional en lo que quisiera, pero aún le quedaba un año de universidad. ¿Que hizo? Pataleó, lloró, insultó, rogó. Sacó la carta de ser un adulto responsable: no funcionó. Así que tras un año terminando sus estudios, Atsumu Miya comenzó su carrera como profesional.
—¡Atsumu-san! —la voz de Shouyo Hinata se oyó al otro lado de la pesada puerta del vestuario. El muchacho rubio levantó la cabeza para encontrarse con él al tiempo que la puerta se abría de par en par.
—Tienes energía, Shouyo-kun.
—¡Claro que la tiene! ¡Es su debut! ¡Tu Maestro está orgulloso de tí, Hinata! ¿No es así, Tsun Tsun?
Koutarou Bokuto tenía una costumbre: hablar fuerte y muy fuerte. No tenía un punto intermedio para nada. Atsumu juraba que una vez lo vio despertarse gritando y con una sonrisa en sus labios. Como cuando comió un caramelo y de repente pareció activarse en velocidad warp y correr hasta la otra punta del gimnasio. Siempre con una sonrisa y sus ojos ámbar abiertos como un búho en la noche.
—¿Tienes que gritar así, Bokuto? —espetó molesto. La respuesta era obvia. Siempre.
—¡Hey hey hey! —exclamó él aludido, sin darse cuenta de nada. Bokuto era un enorme masa de energía positiva. Y violenta. Y positiva. Y violenta—. ¡Estoy emocionado! No seas aguafiestas.
—No lo soy —respondió serio. Y una sonrisa se dibujó en sus labios—. El único aguafiestas está ahí.
—Deja de señalarme, estúpido.
Kiyoomi Sakusa tenía un tono de voz tan parco que le recordaba a su hermano con menos ganas de vivir. Y más molesto. Y menos atractivo. No porque Osamu lo fuera, sino porque eran exactamente iguales. Y él era hermoso.
—¡No te pongas así, Omi Omi —dijo Bokuto.
—Deja de llamarme así —murmuró el muchacho de ondulado cabello negro y el rostro hastiado de todo lo que le respirara cerca.
El ex as de Fukurodani volteó feliz hacia su discípulo. Su pequeño pichón. Su amigo. El rostro sonriente como si no lo estuvieran queriendo asesinar a sus espaldas.
—¿Vendrán a verte, Hinata? —le preguntó. Y de repente, aumentó tanto el volumen como la velocidad en solo dos pestañeos de colibrí—. ¡Akaashi vendrá a vernos! Me invitó a cenar luego. ¡Pueden venir si quieren!
En el tiempo en que Hinata explicaba atropelladamente que todos sus amigos vendrían, porque también Kageyama jugaba al otro lado de la red, Atsumu pestañeó varias veces. Nunca supo que Sakusa hizo lo mismo. ¿Que tan imbé...?
—Deja de invitar gente cuando claramente quieren que estén juntos —habló rascándose la rubia cabellera.
El alto armador juraba que el cerebro de Bokuto estaba por entrar en combustión. Maldita sea. Había roto a Bokuto. Hijo de la... ¡La hiciste, Atsumu! Maldición. Lo necesitaban al 110%. Di algo pronto. Di algo pronto antes que su cerebro se derri...
—Luego vemos... —continuó Atsumu, bajando el tono de voz.
Bokuto pestañeó varias veces. Volvió a sonreír. ¡Misión cumplida!
Hinata solo se dedicó a seguir la conversación mientras el cabello de tonalidades naranjas se movilizaba con el vaivén de su cabeza. Se sentía tan emocionado de estar en el mismo vestuario que ellos que iba a caminar por las paredes en cualquier momento. Porque el día de probarse a sí mismo había llegado.
—¿Y qué hay de tí, Tsun Tsun? —siempre lo llamaba así. Nunca supo cuando comenzó—. ¿Vino tu hermano? ¡Su comida es deliciosa! ¡Dile que me guarde! ¡Quiero cuatro de atún y tres de mi...!
¿Cómo era posible que su mente fuera a tantos lugares distintos al mismo tiempo?
—A veces siento que prefieres a mi gemelo antes que a mi, Bokuto —y jamás iba a dejar de ser un desgraciado. Nunca—. Casi duele.
Bokuto sacudió la cabeza, pensando que metió la pata hasta el fondo. ¡No quería herir un compañero!
—¡Eso no es ci...!
—Sí —rió calmandolo—. Ya está instalado en los puestos del estadio.
—¡Que bueno! —gritó aliviado. Los ojos ámbar como los de un enorme búho fijos en él—. ¿Yuuki-chan también? ¡No la veo desde los cuartos de final!
Atsumu asintió sonriendo de costado. Si. Porque tuvo que trabajar justo el día de las semifinales. Dios, que eso fue una discusión. Había costado una larga y tediosa pelea. De esas que tienes mientras tratas de preparar la cena y el tono se eleva hasta que uno deja la cocina y se va al dormitorio. Hasta que el otro lo sigue y vuelven a hablar hasta pedirse disculpas. Hasta que Atsumu hundió el rostro en el cuello pálido y le hizo jurar que no se perdería la final. Porque definitivamente, irían a la final.
Y ahí estaban. Recibiendo el sonido de los gritos y música y alientos de todos los presentes, recibiendolos como estrellas en el firmamento durante la esperada final de la primera categoría de voleibol masculino de Japón. El pecho hacia delante y el rostro sonriente mientras anunciaban su nombre. Riendo por dentro y queriendo asesinar a Bokuto al verlo presentarse a sí mismo. Viendo la espalda del pelinaranja mientras gritaba que finalmente, estaba en casa. Quiso restregarle eso en pleno rostro a Kageyama: que ahora él colocaba para el pequeño de enorme sonrisa y voz ruidosa. Y que con sus tres monstruos en cancha, se sentía el rey del mundo. Buscó a Osamu con la mirada, encontrándolo tras su mostrador. Onigiri Miya escrito en su gorra y uniforme. Feliz y cansado y feliz. Su cabello negro al natural y probablemente riendo de cuántas personas aún los confundían con el otro. Su hermano estaba ahí. Y no podía expresar la tranquilidad que le daba saberse observado por él. Porque por más que lo adorara y jamás en la puta vida se lo fuera a decir, esa noche iba a demostrarle quien de los dos era el más feliz.
Encontrarla nunca era difícil. No con ese cabello. No con ese rostro. No con esa sonrisa fija en él. Porque, como siempre, estaba en primera fila. Como siempre que podía ir. ¡Mierda! ¿Todavía estaba molesto porque se perdió la final? Si se daba cuenta lo iba a matar. Y con razón. Pero es que la quería ahí, siempre. La necesitaba ahí, siempre. Por ese partido y por todos los que se perdió por vivir en la otra punta de Japón cuando estudiaban. Porque sí, durante tres años, las cosas no fueron fáciles.
Yuuki amaba Hiroshima. La ciudad era tranquila, con esa mística que el dolor había creado y la naturaleza revivió de una forma en la que parecía llamarte a reflexionar y crecer. Atsumu llegó a Tokio como llegaba a todos lados: siendo una topadora. Brillante, fuerte, ruidoso, único. Y así se instaló como el armador oficial de la Universidad de Tokio a los pocos meses de su llegada. Lo que esperaban todos que finalmente ocurriera.
Cuando agosto llegó, Atsumu viajó a Hiroshima por primera vez. Y supieron que tendrían que adaptarse a vivir separados pero comunicándose diariamente. Viéndose en viajes mutuos y recuperando el tiempo que no estaban juntos. Porque cada reunión entre ellos comenzaba con un abrazo disimulado. Un tour completo por los lugares más frecuentados por el otro. Una visita obligada al café favorito de ambos. Y ese momento a solas donde nadie ya podía molestarlos.
¿Fue fácil? No. Fue difícil. Fue putamente difícil.
Fue viajar feliz y emocionado de verla. Pasear juntos. Burlarse de ella. Preguntar por sus actividades. Dormir abrazado a su cuerpo con el rostro hundido en el cuello oliendo a menta. Ver el rostro dormido y el cabello desalineado en las mañanas. Pelearse por quien entraba primero al baño. Decirle que cocinaba horrible y recular cuando ella le pasaba la posta en el horno. Y después de vivir en el paraíso, saber que esa sería la última comida por meses. La última película juntos por meses. La última vez hundiéndose en ella por meses. Que esa marca que dejó en su cuello ya no estaría ahí cuando volvieran a verse. Y el andén del Shinkansen se volvió su enemigo natural. Fue difícil. Fue putamente difícil.Pero no fue imposible. Por eso, cuando Yuuki recibió su diploma y volvió a Kobe para celebrar con su familia y amigos, la frase de bienvenida de Atsumu fue clara: mañana comenzaremos a buscar departamento en Tokio. Y así fue. Y ahí estaban.
El silbato inicial, y el juego comenzó.
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Los cálidos rayos del sol de la mañana acariciaron su piel casi con delicadeza esa gélida mañana de enero. Enterró la nariz en la almohada oliendo a menta y suavizante de ropa, con su propio cabello haciéndole cosquillas sobre la piel de su rostro pálido. Los músculos un poco adoloridos en su espalda baja le recordaron que debía golpear con fuerza a su fisioterapeuta por no estirar bien esa zona luego del partido de la noche anterior. Y poco a poco, en esos instantes donde todo va cayendo en su lugar como gotas de lluvia transmutadas en fichas de rompecabezas uniéndose en el lienzo que sería la imágen final.
Recordó la victoria de los MSBY Black Jackals. A Hinata lanzándose a sus brazos, tan feliz que parecía a punto de llorar como el pequeño sol que realmente era. Recordó a Bokuto lanzándose a la tribuna como una estrella desencajada. A su hermano vitoreando su nombre. Hasta el rostro sombrío pero satisfecho de Tobio Kageyama al otro lado de la red, mirando alternadamente entre su ex compañero y el armador que pronto robaría su puesto como el mejor rankeado del país. Los gritos desaforados de cada persona presente, aún cuando no recordara siquiera sus rostros. Y la recordaba a ella, saltando en su lugar como un resorte descompuesto, saltando seguridad y corriendo a su encuentro a mitad de camino. Sentirla estrellarse contra su cuerpo, aún y cuando estuviera bañado en tanto sudor que hasta a él le resultaba molesto. La oyó decirle algo sobre lo orgullosa que estaba de él. Algo sobre que lo amaba y de nuevo, que estaba orgullosa de él. Recordó abrazarla con fuerza. Recordó volver con sus compañeros de equipo al vestuario y celebrar en un abrazo conjunto a Sakusa hasta que los insultó tanto que quedó afónico. Recordó bailar en ropa interior con Hinata y Bokuto una coreografía improvisada que esperaba, no se filtrara por un video clandestino (y claro que lo hizo. Ese video llegó a los celulares de cada ser vivo que lo conocía. Hasta el del amable viejecito que le preparaba su café favorito camino a entrenar).
Sabía, por el leve ardor en su estómago, que había comido picante. Porque a la cena que en un principio solo era para Akaashi y Bokuto, de repente se unieron su hermano, como ocho sujetos del Karasuno, y otro pequeño grupo que deseaba, no tener que verse en el penoso lugar de no recordar sus nombres en plena cara. También recordó el mensaje de Oujiro Aran. La llamada telefónica de Shinsuke Kita. Incluso la fotografía del vestuario de los Raijin, donde Rintarou Suna estaba jugando. Todo, mezclado con sus voces, gritos, risas, y una de las mejores noches de su vida. Y ahora estaba recostado en el conocido colchón de su cama compartida, a la luz del cálido sol invernal calentando su piel a lo que sabía, eran cerca de las ocho y media de la mañana. Con ese aroma conocido a menta entrando por su nariz. El sonido de los pájaros que aún seguían despertándose. Y los pasos delicados de Yuuki escaleras abajo. Sonrió. Sonrió justo antes de incorporarse con sus fuertes brazos desnudos, estirándose como un enorme gato rubio. El suelo de mármol helado bajo sus pies lo hizo blasfemar en voz alta antes de vestirse, bajando las escaleras con el rostro entre las manos, aún volviendo a la realidad de invierno aún con el calefactor encendido.
Caminó por la sala amplia, algo desordenada. No mucho. Solo un poco. Lo suficiente para dar a entender que el departamento era habitado, pero no tanto como para suponer un desastre. Y por el rabillo del ojo vio su pintura. Si. Su pintura. Suya. La que lo retrataba de espaldas y antes del primer partido en el torneo nacional en su segundo año de preparatoria. Y es que había visto a Yuuki pintar absolutamente todo. Desde ese zorro de nueve colas vestido de ninja que también decoraba su pared. Hasta los osos robots jugando voley de playa que tenía en su propio estudio, tras la puerta blanca más allá. Incluso esos bosquejos que había hecho de él cuando no la estaba viendo. A través de los años, Yuuki había hecho estallar tanto su imaginación a través de un pincel y carbonillas, y aún así no dejaba de asombrarlo. Y aún así, su pintura, era la ganadora. Su favorita. Y no admitía derecho a réplica.
Pronto supo que los pasos que escuchaba eran más que su andar de libélula pasada de cafeína en el piso de la cocina. Porque eran más pesados y rápidos, como una carrera dando pequeños saltos. Como una rutina poco ensayada y que pronto terminaría con un dedo contra el desayunador que tenían al centro del ambiente. Y solo cuando pasó el umbral de la puerta de madera pálida, sus ojos se encontraron con la definición de mañana.
Atsumu Miya tenía una personalidad complicada, diría su madre. De mierda, diría Osamu. El tipo más jodido de la existencia, enunciaría Suna. Y de alguna manera, estaba ahí. De pie en el marco de la puerta de la cocina, enorme y alto, viéndola bailar como un espejismo de mañana. El cabello rojo como el fuego más puro atado en un moño desordenado, el mismo que utilizaba para trabajar en su estudio. Los pantalones pijama repletos de ositos. Y su camiseta de Inarizaki con el número siete en el dorsal, tan enorme como podía quedarle y según ella, cómoda para dormir. No iba a quejarse, en realidad: siempre pensó que le quedaba mejor que a él. Pero en la puta vida se lo iba a decir. Y aún así, ahí seguía. La música sonando y su voz desafinada cantando sobre la letra en un inglés mejorado pero aún no perfecto. El ritmo de su cadera y sus piernas delgadas siguiendo la melodía como si creyera que bailaba bien. El aroma del arroz hervido y las verduras y el pescado grillado golpeando sus sentidos. Porque todo también olía a ella.
Y otro recuerdo invadió su mente mientras veía a la mujer que amaba deslizarse por el piso lustrado de la cocina, reflejando su imagen como un espejo de mármol blanco. Y era totalmente irónico, ¿saben? Porque para Atsumu Miya, los recuerdos nunca fueron importantes. A diferencia de Kita, a él jamás le importaron las memorias, porque el lema de Inarizaki era tal real como lo era ella frente a sus ojos. Pero durante el partido que le dió el campeonato la noche anterior, su cuerpo habló por él, y cada enseñanza de su sempai cobró sentido en una nueva ola de profunda admiración por él. Para Atsumu Miya no eran necesarias las memorias, porque todo lo que debía recordar estaba en él. En sus músculos cada vez que se movía, saltaba, golpeaba el balón, colocaba para sus rematadores. En la piel de sus dedos cuando el balón tocaba sus manos. En el sudor recorriendo su espalda cada vez que un partido terminaba. En el sabor de los onigiri que Osamu preparaba para él. En la voz de su madre en el teléfono diciéndole que había visto su juego. En las manos de Yuuki sobre su rostro cuando sabía que sus labios tocarían los suyos. En su aroma a menta mezclado con el suavizante de ropa en las sábanas que compartían. En la sensación de su cabello rojo enredado entre sus dedos. En la constelación de pecas sobre el puente de su nariz. Cada memoria que necesitaba, estaba ahí.
—¿Tan temprano y ya te levantaste? —dijo cuando volteó el rostro hacia él, haciéndolo foco de su mirada clara—. ¿Seguro no quieres descansar más?
Su vieja camiseta le quedaba enorme. Tanto que el cuello corrido dejaba a la vista la forma de sus clavículas. Las pecas que la cubrían más notorias a la luz del sol. Ladeó la cabeza varias veces hasta responder.
—No —contestó. La sonrisa en su rostro haciéndola levantar una ceja extrañada—. Así está perfecto.
Cada memoria que necesitaba, estaba ahí.
