¡Hola a todos! Re que no esperaban verme de nuevo en este fic, ¿no? Yo tampoco, si soy sincera. Pero varias cosas que han ocurrido en mi vida estos meses y el final de este hermoso manga me hicieron sentarme para escribir un epílogo. Creo que algo quedó sin contar, o así lo sentí. GRACIAS INFINITAS por el apoyo constante. Y prometo que en estas semanas vuelvo con otro fic. Esta vez, nuevo nuevo XD

De todo corazón, espero que les guste.

¡Nos vemos pronto!

Dedicado a LunaTodoroki-Hyuga, cuya review a este fic fue algo que levantó mis ánimos cuando más lo necesitaba

¡Gracias por tanto, Niña Lunar!

Lights on buildings and everything that makes you wonder.

Stephen Chbosky, The Perks of Being a Wallflower

-¿Que hago...? -murmuró al teléfono en su mano. El aire helado golpeando su piel. Las luces del alumbrado en el parque llegandole tenue, como el resplandor de cientos de luciérnagas en la lejanía.

A veces, un suceso lo cambia todo.

Atsumu aguardó la respuesta al otro lado de la línea. Lo que pareció una eternidad en su mente sobrestimulada. Como si un millón de puños golpearan sus costillas desde el interior de su cuerpo. Como si su corazón quisiera salirse de sus cavidades. Las sienes latiendo. El frío congelando el fuego helado de su vientre. Y mientras seguía aguardando, su mente comenzó a irse. Viajar. Transportarse. Transmutar. Como si las luciérnagas que lo rodeaban lo llevaran lejos, sin mover siquiera su enorme envergadura en la banca de madera. El aroma a césped húmedo en sus sentidos. Las mejillas congeladas. Las manos conteniendo el temblor.

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Un instante, un respiro, un parpadeo. Para Atsumu Miya y a lo largo de su vida, habían sido varios: la primera vez que tragó arena y supo que no era comestible. El primer grito de su madre ante una pelea con Osamu. El primer labio partido al robarle un pudín con su nombre en él. La primera vez que tocó un balón de voleibol. Cuando supo lo geniales que eran los colocadores. Cuando entendió que toda su vida giraría en torno a ello. Que daría todo por eso. Que era una bestia y necesitaba alimentarse, pasara lo que pasara, le molestase a quien le molestase. Todo siguió un curso inalterable, y entonces, otra cosa pasó. Su cabello rojo a la luz de la mañana. Las pecas de su rostro ofuscado. Sus enviadas al averno con voz grave. Sus silencios. Sus risas. Sus pasos de libélula. Sus dígitos manchados de pintura. La suavidad de su espalda y el olor a lluvia respirado de su cuello.

A veces, un suceso lo cambia todo.

Como terminar la preparatoria con altas expectativas y decidir ir a universidades que cruzaban Japón, separándolos físicamente por dos ceros de distancia. ¿Fue una mierda? Sí, seguro que lo fue. Pero esa experiencia fue tan fortalecedora para ambos en una relación, como pensada en separado. Y le permitió adquirir un rosario de insultos digno de una competencia en las breves convivencias que podían tener, aún fueran meses de diferencia. Porque esos días y semanas que les estaba permitido vivir juntos eran los días más felices que podía pensar. Como cuando él y Osamu trabajaron juntos, aún insultándose como nunca, para lograr lo que deseaban. Siempre ayudándose en el proceso.

A veces, un suceso lo cambia todo.

Eso ocurrió cuando Yuuki se graduó en Hiroshima y luego de felicitarla, le dijo que empezaran a buscar apartamento en Tokio. ¿Por qué no podrían? Ambos estaban graduados y él había comenzado con bombos y platillos al quedar como armador titular en los MSBY Black Jackals. Era el momento que esperó durante todos esos años, hablando con Osamu y sabiendo que ambos construían su futuro aún unidos por ese lazo que los unía desde antes de nacer. Cuando se mudaron. Cuando pelearon por cosas tan estúpidas y significativas como el color de sus muebles. Quien cocinaría que día. Por su poca habilidad y ganas de ocuparse de algo más que entrenar y recostarse en el amplio sofá de la sala. Cuando se acostumbró a su perfume de lluvia al abrazarla por las noches antes de dormir. Hundiendo la nariz en su cuello y respirando tan profundamente que podría fusionarse con su piel pálida cubierta en pecas. Y eso era felicidad.

A veces, un suceso lo cambia todo.

La vida le había dado muestras eso a cada paso del camino. Porque así funciona: cuando crees que algo es estable, el curso del río da un salto y es posible desviar aunque sea un pequeño hilo de agua. No tan potente como el principal. Pero existe. Está ahí. Y lo cambia todo.

A lo largo de sus veintiséis años, Atsumu había contado exactamente cinco puntos de inflexión tan potentes como para romper sus estructuras y obligarlo a armarse de nuevo. Cinco lo bastante poderosos como para convertir sus piernas en gelatina, aún con el exterior intimidante presente y su siempre molesta sonrisa grabada a fuego en los labios finos. Y supo que esa tarde de noviembre, las luces en la calle brillaban más fuerte que de costumbre. Que el viento helado recorriendo sus poros anunciaban un invierno potente al terminar su temporada ese año. El aroma a arroz cocido viniendo de la cocina era un indicio de que las hornallas se habían apagado hacía poco y las losas templadas del recibidor de su departamento, que el calefactor hacía su trabajo.

Verla de pie frente a él con sus polainas multicolor y ese suéter enorme no era extraño. Tampoco lo era el cabello rojo, largo y sedoso sobre los hombros cayendo como una cascada de fuego. No era ajeno al aroma de acuarelas en sus manos. Al brillo en sus ojos. A la sonrisa burlona de costado. Y aún así, había algo diferente en eso. Algo que no estaba ahí antes. Extraño. Atípico. Divergente. Y lo volvía loco pensar que era. Porque, al fin y al cabo, ¿qué era tan raro de esa situación? Eran los aromas de su hogar. La cena preparada por su novia. Las acuarelas que llevaba en su esencia desde que la conoció a los doce. ¿Qué era tan raro de esa situación, entonces? Solamente era su novia diciéndole que estaba embarazada. ¿Eso era lo extraño?

-¿Atsumu...?

¿Por qué estaba tan asustado de oírla hablar? Era su voz, después de todo. Conocía esa voz. Conocía cada matiz en ese sonido ligero. Cada transformación y mutación de él. En cada circunstancia. Entonces, ¿por qué le provocaba miedo oír su nombre viniendo de ella? Lo había abrazado con una ternura que hizo estallar su pecho al sentirla hundirse en él. Los brazos delgados alrededor de su cintura. Y claro que su cuerpo reaccionó de la misma forma, porque nunca podría no envolverla como si fuera una figurilla de cristal. Entonces, ¿por qué era extraño?

-Atsumu, ¿estás bien?

La vio ladear la cabeza a su derecha, como esos cachorros en los escaparates de tiendas de mascotas. El rostro enmarcado con su cabello suelto. Una nube carmesí que de repente, lo trajo a la realidad. Al aroma a arroz cocido. Al olor de las acuarelas. A las losas templadas de la sala. A Yuuki de pie frente a él con el semblante extrañamente calmo, como si lo esperara a él. Paciente, parsimoniosa, con la expresión cargada de un amor que le perforó el pecho. Y fue demasiado para su única neurona funcionando en ese instante. Estallando en mil átomos dentro de su cráneo. Aterrizando en su propio cuerpo, como traído por un hilo invisible. Y entonces, habló.

-S-sí -comenzó a decir, calmo. Tratando de sonar calmo -estoy bien, Yuuki -y tragó con fuerza.

Con tanta fuerza que juró sentir una cucharada de arena lacerando su garganta. El cerebro eclosionando. Su estómago encendido fuego. Y volvió a emitir sonido, como si esperara a poder conectar pensamientos en sus momentos de lucidez.

-¿Tú estás bien...?

¿Qué mierda de pregunta era esa? Le acababa de decir que estaba embarazada, y aún no le respondía como era debido. Él había llegado de entrenar. Dejado sus cosas. Cambiado a ropa cómoda. Y ella se le había acercado con el rostro nervioso y las manos manchadas retorciendo sus dedos. Estoy embarazada, Atsumu, le había dicho. Y el peso de esas palabras estallaron la única neurona que usaba para vivir. La mujer que había amado desde hacía más de seis años le dijo que estaba embarazada de él, y no le había respondido. ¿Que mierda de pregunta era tú estás bi...?

-Si -le respondió con una media sonrisa. Esa con la que siempre lo tranquilizaba. La vio correr un mechón de cabello tras la oreja perforada. Los ojos verdes siempre en los suyos-. Estoy bien. Pero tú...

¿Él? Él estaba incendiándose. El pecho doliendo. El estómago fuera de su cuerpo. Las costillas contrayéndose. ¿Eso era un ataque de pánico? No. No debería serlo. No era un ataque de pánico. Si, sus sienes latían como un martillo hidráulico dentro de su cráneo y juraba que el cerebro licuado le saldría por la nariz. Pero no, no era un ataque de pánico. Bajo ningún concepto era un ataque de pa...

-Yuuki... -murmuró. Dios. ¿Qué...?-. Solo necesito aire.

¿Eh? ¿Qué? ¿Era joda? ¿Qué mierda estaba diciéndole? Atsumu no podía concebir conscientemente estar diciendo es... ¿Por qué ella solo había asentido con el rostro calmo? ¿Por qué le sonreía de costado como siempre que lo calmaba?

-Enseguida vuelvo.

Y su enorme espalda se volteó. Esperó dos segundos que se sintieron mil años, porque quería sentir las manos frías de su novia deteniéndolo. Saber si lo que había dicho estaba bien o si sonaba tan horrible como en su mente. Porque salir por esa puerta al exterior helado de la noche de noviembre se sintió como una bofetada. Se sintió como irse de casa. Como darle la espalda a su novia. Se sintió mal.

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Al resguardo de la noche y la luz fría de las farolas callejeras, Atsumu movía una pequeña rama entre los largos dedos. La respiración pesada y lenta. La espalda hacia delante, como un gigante derribado. Como un enorme niño perdido. Más a su izquierda, una pareja de ancianos caminaban tomados del brazo, siendo el bastón sostén del otro. Un hombre corría a lo lejos, su respiración escapando de los labios como vapor caliente. Porque esa zona de Minato era calma y casi les recordaba a Kobe. Y cuando el celular en su mano pareció quemar de la espera, la voz de Koutaro Bokuto sonó al otro lado.

-Eh... ¿Qué haces con qué?

Tres segundos. Tres segundos tan largos como la existencia del Universo tuvo que contar para contener la ira. Porque él lo había llamado a esas horas de la noche, interrumpiendo lo que fuera que el idiota estaba haciendo. Entonces, no tenía derecho ni moral para enfadarse. Después de todo, los dos eran así de imbéciles.

-Acabo de decirte en total y absoluta confidencia, que Yuuki está embarazada -respondió sujetando su tabique entre dos dedos. Respiró profundo antes de seguir-. Me dijo que vamos a ser padres.

Tres segundos. Tres segundos tan largos como la existencia del Universo tuvo que contar para obtener su respuesta.

-¡Oh! ¡Felicidades Tsumu Tsumu! -gritó feliz-. ¡Qué alegría! ¡No te preocupes, no le diré a nadie! Pero todos se darán cuenta cuando vean a Yuuki-chan en los juegos de verano. A menos que se ponga algo muy holgado. Pero no vale la pena, ¡va a querer lucir...!

-¡Boo-kun! -quiso sonar menos agresivo. Lo juraba. Pero sus ojos ardían y su garganta lanzaba fuego-. ¡Te pido que te concentres!

-Tsum Tsum, no entiendo la pregunta. Está embarazada. Eso es bueno. ¿No?

¿No?

Y Bokuto volvió a hablar.

-Están juntos desde preparatoria. Es algo... ¿Normal?

¿Normal? ¿Estar juntos por seis años? ¿Vivir juntos? ¿Ser padres? Si. Era lo que creía, el orden natural de las cosas. ¿Si lo habían hablado? Si. El tema había salido. Una vez, hacía dos años, o eso creía. ¿De ahí a la realidad...?

-Supongo -le dijo. Suspiró aire caliente. El vapor le nubló la vista.

Atsumu juró que Bokuto estaba rascándose la parte posterior del cuello mientras pensaba cómo contestarle. Lo olía hacerlo. Casi quiso reír. Casi.

-¿Entonces? Tsum Tsum, no tengo problemas con que me llames. Quiero ayudarte. Pero de verdad, no entien...

-¿Cómo es? -masticó lo que seguía. Como queriendo asimilar la vida de alguien más -. Ser padre. ¿Cómo es?

El muchacho de rubio cabello juró ver el peso de sus palabras caer sobre el rematador. Como un pase perfecto recibido con el rostro. Y aún así, deseaba que la devolviera con el pecho. Ese movimiento tan suyo y que tantos aplausos le dedicaba. Y que tanto lo ayudaría en ese instante. Pero Bokuto tardó en responder. Porque si le costaba calcular lo que quería pedir para almorzar en la cafetería del gimnasio, más lo haría para responder esa pregunta.

Atsumu tragó fuerte al oír la voz de Akaashi al final de la línea. El tono calmo y sosegado, que no estaba solo. La risa aguda de un infante sonó junto a él, como una campanada de cristal cortado. Casi componiendo una armonía perfecta. Y supuso, en lo más profundo de su mente, la loca posibilidad de que Bokuto guardara silencio para que oyera eso.

-¡Divertido! -respondió, alegre.

-¿Divertido?

-¡Si! Te sonríe cuando llegas. Se te arroja a los brazos. Deja de llorar cuando le das un caramelo. Aunque Akaashi me dice que no haga eso y luego se enfada conmigo... ¡Pero es divertido!

Atsumu contrajo una risa ahogada. Tanto tiempo juntos, y esos dos se llamaban aún por el apellido. Y Akaashi aún usaba el honorífico san para con él. Era algo que le causaba tanta curiosidad, como cansancio, como algo similar a la ternura.

Respiró muy profundo. El aire helado llenando sus pulmones. La noche recibiendo su confusión como queriendo darle abrigo. Divertido, ¿eh? ¿Eso era? Él reconocía cuando algo era divertido. Lo divertido no le daba miedo. ¿Miedo? Si. Miedo. Porque ese dolor en el pecho, justo debajo del corazón y dentro de los músculos de su caja, era miedo. Era lo que dolía cuando no podía manejar algo. Lo que molestaba cuando todo estaba fuera de su alcance. Cuando su padre tuvo un infarto. Cuando vio a su madre llorar por la muerte de su abuela. Cuando Yuuki se fue a Hiroshima. Era el temor de lo que él no podía controlar con su mirada o su tacto. Era...

-Aunque si, al principio fue difícil...

La voz de Bokuto volvió a sonar al otro lado de la línea. Áspera y fuerte, como una lija contra una pizarra de instituto. Y de alguna forma, quería seguir lo que decía. Porque el rematador había dado en el clavo. Como si su única neurona hubiera brillado con la intensidad de mil soles. Como cuando lo veía jugar.

-Cuando decidimos adoptar a Eiji, Akaashi estaba siempre ocupado con él -comenzó a decir. De repente, su voz no sonaba tan chillona como de costumbre-. ¡Era muy pequeño!, y necesitaba atención. Fue difícil.

Atsumu trató de verse desde afuera. Como si pudiera escapar a su propio cuerpo, desde la otra punta del parque donde estaba casi a medianoche. ¿Cómo se veía? Como un enorme niño encorvado. Como un bebé gigante. Sonrió al recordar que su novia siempre lo llamó así, aún cuando no estaban saliendo. Porque así se comportaba, según sus parámetros. ¡No era un bebé gigante! Por más que ella lo dijera. Por más que lo mirara fijamente con esos ojos verdes y tan luminosos como un día de montaña. Aunque le dijera que... Y finalmente, se vio desde afuera. Y juró oler como la verdad caía sobre su cabeza como una cubeta de agua helada. Esa que su madre usaba cuando él y Osamu se trenzaban como perros callejeros. La epifanía que quiso buscar, y apareció frente a sus ojos cuando el sujeto más simple del mundo lo dejó ver entre líneas, aún cuando seguía hablando. Con su tono de voz ronco, y riendo de sus propias palabras.

Atsumu era único. Uno en un millón. Un gran pez, fuera cual fuera el tamaño del estanque.

Atsumu no nació solo. Osamu siempre estuvo ahí. Siempre compartiendolo todo, hasta el vientre de su madre. Y aún así, se encargó de brillar el doble. De sobresalir, para bien o para mal.

Y pese a haber nacido acompañado, Atsumu estaba acostumbrado a ser único. A que el reflector estuviera sobre él. A llamar la atención sin tener que gritar. A ser la luz más brillante en una noche de luna. Y riendo de lo totalmente imbécil y loco y absurdo que sonaba su propia voz hablando esas palabras, fonó conteniendo una carcajada sonora.

-Voy a tener que compartirla, ¿no? -dijo. El silencio de Bokuto fue tan significativo como su hubiera gritado. Porque eso eran los silencios. Ausencia de sonido con un significado real-. A Yuuki. Ya no será igual.

Silencio.

Silencio.

Y la voz del mayor sonó.

-No -dijo serio. Serio para lo que Bokuto acostumbraba a sonar-. Es diferente. Pero no malo.

-No estoy seguro de querer compart...

-¡También es tuyo! -lo oyó gritar. ¿Gritar? Gritar. Pero parecía reír. Porque Bokuto siempre reía-. Tsum Tsum, no vas a perder a Yuuki-chan por tener un bebé. ¡Son dos! Si, al principio es raro y duro y Akaashi estaba más ocupado que de costumbre. Pero yo también. Y luego, se calma.

Silencio.

Silencio.

-¿Calma...?

-Oh -continuó-. El llanto. De los dos. Tu sabes, el bebé quiere comer y tu quieres atención también. Solía quejarme, pero Akaashi me dio una reprimenda y me dijo que también yo tenía que hacer cosas y así no me quejaría tanto. ¡Y funcionó! Ahora Eiji prefiere dormir conmigo y creo que Akaashi está celoso de eso.

No pudo no reír ante la idea de Keiji Akaashi arrojándole una mirada de total reprobación al revelar algo tan profundo e íntimo de su vida en pareja, aún con el pequeño Eiji en brazos. Pero ese era Koutarou Bokuto. Por eso lo había llamado en primer lugar. Antes que a su propio hermano. Antes que a su sempai. Antes que a nadie. Bokuto era la mejor persona que conocía, y leyendo entre líneas de su idioma y sonidos fuertes, podía entender de primera mano sus sentimientos. Había visto los ojos de búho nocturno fijarse en su hijo cuando lo visitaba en los entrenamientos. Pudo ver en primera fila al pequeño arrojarse a los largos y musculosos brazos de su padre. Pedirle que colocara el balón solo para festejar sus remates. Y en ese instante, por un momento fugaz, se sintió tan cómodo con esa idea que el sentimiento lo hizo temblar y sujetarse a la madera de la banca para no caer. Claro que podía tolerar no ser el centro de atención, si él también tendría que enfocarse en él. Era raro, era nuevo. Pero no era malo. Yuuki había tolerado tantas imbecilidades de su parte que estaba seguro, ahora se encontraba en su pijama favorito, acurrucada en el sofá y esperando a que él lograra que su cerebro de maní descubriera lo que Bokuto le gritó a los cuatro vientos. Así era la mujer con la que compartía su vida. ¿Cómo no querría que algo suyo también tuviera su atención? De ambos. De los dos. Y ahí estaba esa sensación de café caliente en su garganta, llegando a su estómago y ablandando sus músculos en el frío helado de la noche de noviembre.

Enderezó la enorme espalda con un suspiro profundo. El aire condensado formando figuras de vapor tibio frente a su rostro pálido. Una sonrisa en los labios helados. El cielo estaba más claro de lo que parecía cuando salió del departamento para aclarar sus ideas. Como una analogía cursi de película romántica, ¿verdad? El teléfono celular aún en su oído cuando habló.

-Gracias, Boo-kun -más aire entrando en sus pulmones-. Fuiste de mucha ayuda.

-¡Vaya! ¡Es la primera vez que me dices eso! Eres casi cruel, Tsum Tsum. Ni siquiera eres así de amable cuando estamos entrenando.

-Porque si soy amable te distraes -respondió rápido. Y su neurona volvió a funcionar-. ¡Y yo siempre soy amable!

La risa de Bokuto, esa que tenía y lanzaba a todo volumen, solía ponerlo de buen humor. Pero claro que nunca se lo iba a decir. Jamás.

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A veces, un suceso lo cambia todo.

Atsumu Miya había contado cinco veces en que su vida se vio afectada a tal modo que su respiración se aceleró. Y en el momento en que abrió la puerta del departamento que compartía con su novia, supo que seguía siendo la sexta. Ese aroma a cena casera aún estaba en el aire. Los viernes siempre cocinaba. Era como la promesa para no haber comprado un horno inútilmente. A pesar de las horas transcurridas, aún estaba ahí en el aire. Recordándole que era casa. Que era un puerto seguro. Y lo sintió también: las sales de baño que usaba cuando quería relajarse. Esa mezcla de manzanilla y lavanda que se mezclaba con el aroma a lluvia siempre presente en su piel. Solía dormir más profundamente solo de aspirarlo de su cuello. Las losas bajo sus pies descalzos aún estaban tibias. Y se puso en cuclillas para acariciar el lomo de Cobain, el gato callejero que habían adoptado hacía tres años. El único otro habitante de la casa hasta ese momento.

El sonido de la televisión llegó a sus sentidos. Sonrió. ¿La Comunidad del Anillo? ¿De verdad? Pensaba claramente esperarlo despierta, calculando su horario de llegada con esa duración extendida. Y caminando con parsimonia hasta el interior de la sala, la vio: las piernas delgadas recogidas contra el pecho. El cabello rojo desparramado sobre los cojines claros. El teléfono sobre la mesa y el control remoto entre sus dedos relajados por el estado de ensoñación.

Suspiró antes de sentarse a su lado, justo en el espacio que dejaban sus pantorrillas, quitando con delicadeza un par de mechones rebeldes de su rostro cubierto en pecas.

-Lo sabía -la oyó decir, sobresaltados. Los ojos verdes abiertos de par en par, fijos en la pantalla refulgiendo frente a ellos-. Me desperté en la entrada de Moria. Llegué a un nuevo nivel. Alcancé el Nirvana. Soy lo más parecido a Dios en la Tierra.

Silencio.

Silencio.

Y lo miró. Esa sonrisa de costado, de nuevo en sus labios.

-¿Te sientes mejor?

La vio ladear la cabeza al incorporarse a su lado. Claro que llevaba ese pantalón de unicornios y su camiseta de Inarizaki. Si pudiera, le dijo que la llevaría a todos lados. Y a él no le importaba. Le quedaba mejor a ella, definitivamente. Incluso en ese instante, con la vista fija en él. Los ojos claros brillando a la luz tenue. Y entonces, su cerebro unió los puntos. ¿Se había quedado esperándolo mientras jugaba a dormirse y despertarse con la pel...?

-¿Te quedaste esperándome? -preguntó girando el enorme cuerpo hacia ella.

-Algo así, pero no -respondió hundiendo los hombros con delicadeza. La sonrisa siempre en su rostro-. No confiaba en que te hubieses llevado llaves. ¿Quieres cenar? ¡No quedó mal! ¿O prefieres seguir viendo esto conmigo? La tumba de Balin siempre me pone de mal humor. ¿Sabías que la música de las minas de Moria fue compuesta antes que todo lo de...

Y calló. No podía no callar cuando el cuerpo de Atsumu se abalanzó sobre el suyo, sujetándola como si fuera algo tan delicado que debía sostenerlo con fuerza para que no tocara el suelo. Y es que Yuuki reconocía ese movimiento. Reconocía lo que significaba sentir los dedos largos presionando la carne de sus costados, como queriendo atravesarla con ellos. Como si buscara fundirla con su pecho. Como si con su olfato intentara tragarla entera, consumirla como humo en el aire. Incienso en una noche helada. Como si quisiera incrustrarla en sus huesos, así como un niño sujetando su oso de felpa. Y la enorme espalda comenzó a temblar. Y sus dedos cada vez presionaban más. Y la sonrisa de Atsumu se sintió dibujada contra su hombro desnudo. Acarició sus firmes músculos por sobre la camiseta blanca que llevaba puesta, y el temblor pareció intensificarse antes de que la calma llegara a sus pulmones. Los largos brazos jamás soltándola. Jamás dejando su pecho. Los labios de Yuuki besaron su oreja con ternura. Sus finos dedos acariciando las hebras rubias. Atsumu suspiró aire cálido contra su cuello haciéndole cosquillas. Supo que había murmurado algo. Sabía lo que era.

-Lo se -respondió en un susurro contenido. La voz de Yuuki siempre sonaba así en su oído. Sonrió ante lo que siguió-. Todo va a estar bien.

Lo sabían.

Ambos.

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A veces, un suceso lo cambia todo.

Atsumu Miya lo supo durante toda su vida. A veces negándose a ello, otras aceptando el golpe. En su gran mayoría, haciendo berrinche previo. Pero era un hecho innegable. Una situación sin precedentes y que luego, se equilibraba. Hasta que nuevamente, algo pateaba cada estantería en su haber. Hasta ese instante, Atsumu había contado seis ocasiones en que su vida había dado giros de timón. Esa noche de julio, fueron siete.

Lo supo cuando Yuuki le dijo que era hora. Cuando tranquilamente tomó su bolso y subieron al auto camino al hospital. Cuando la pelirroja le sonrió en medio de dolores profundos y la hicieron desaparecer tras una puerta blanca, como arrancándole algo del pecho. Lo supo cuando su hermano se mantuvo con él junto al teléfono en todo momento. Cuando Bokuto llegó sonriendo de oreja a oreja con un café en sus enormes manos, extendiéndolo hacia él y sentándose a su lado. Lo supo horas después, cuando Osamu llegó a la clínica. Cuando sus padres lo hicieron. Cuando los padres de Yuuki lo hicieron. Y pronto esa sala de espera estaba tan llena que apenas podía respirar. Casi deseaba que Hinata estuviera ahí para desviar la atención de él. La ironía, ¿verdad? Toda una vida queriendo ser el centro de los reflectores. Amando serlo. Necesitando serlo. Y ahora solo quería ver el rostro de su novia porque cuatro horas era demasiado tiempo sin saber cómo estaba. Cinco. Seis. Siete. Y cuando fueron ocho, la voz de Osamu sentenciando que tomara asiento de una vez o lo ataría a la silla lo trajo a la realidad. Porque ni siquiera quería gritarle, golpearlo o trenzarse en el suelo impoluto hasta que su madre los regañara. Quería a su novia. Quería a su hijo. Y cayó. Su hijo. Cuando la espera terminara, estaría ahí. Esas patadas ninjas que disfrutaba ver a través de la piel pálida cubierta en pecas de su vientre, tendrían rostro. Porque todo volvió a su mente. Las molestias matutinas de Yuuki. Sus deseos de comer fresas a las dos de la mañana y las salidas a la tienda de conveniencia a puro insulto bajo para complacerla. Sus burlas por su incapacidad física de llevar un jean abrochado por su abdomen abultado. La nueva forma que había adoptado para dormir abrazándola sin aplastarla. Todo eso, todo, tendría un ros...

-¿Miya-san?

La voz de la enfermera que había entrado con ella tras la puerta blanca lo llamó entre las brumas de su mente. Notó el brazo de su hermano gemelo sujetando el suyo.

Silencio.

Silencio.

Y su corazón se detuvo sin que se diera cuenta.

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A veces, un suceso lo cambia todo.

Atsumu Miya lo supo durante toda su vida. A veces negándose a ello, otras aceptando el golpe. En su gran mayoría, haciendo berrinche previo. Pero era un hecho innegable. Una situación sin precedentes y que luego, se equilibraba. Hasta que nuevamente, algo pateaba cada estantería en su haber. Hasta ese instante, Atsumu había contado seis ocasiones en que su vida había dado giros de timón. Esa noche de julio, fueron siete.

Porque en ese instante, comprendió todo. Cada palabra, cada silencio, cada ruido inconexo. Cada pensamiento. Cada giro. Cada timón. Cada pequeña situación, cobró un nuevo significado. Porque no era él. Por primera vez, supo que algo no se trataba sobre él. Por una vez, él no era el protagonista. Él no robaba las miradas. Él no estaba bajo el foco del reflector. Y lo supo cuando sus ojos se cruzaron. Porque con su primer aliento, había robado el suyo.

-¿Estás bien, Atsumu? -la oyó preguntar.

¿Que si estaba bien?

El silencio dentro de la habitación era tan profundo que apenas le importaba el murmullo puertas afuera. Sabía que su familia estaba ahí. Que nadie se había movido. Pero no había tenido que pedir que se quedaran esperando. Sus ojos sobre Osamu y ese entendimiento sin palabras fue suficiente. Podía saber que Bokuto hablaba con Akaashi en ese instante. Que su hermano había enviado mensajes a Hinata. Que Sakusa se había enterado, pero que en la puta vida pisaría un hospital por un tercero. Y todo ese ruido era ajeno a esa habitación. Al sonido delicado de la respiración cansada de Yuuki. A los pequeños gemidos inconexos de aquello tan pequeño que apenas podía concebir, estaba ahí. Acunado en sus enormes brazos, tiesos aún por el terror implícito de que el bebé estallara como una bomba si daba un movimiento en falso. La nariz pequeña y diminuta y perfecta rozando la toalla impoluta sobre su camiseta. Y levantó la vista del rostro perfecto que era su hijo para fijarlos en ella. Y Dios, era hermosa. El cabello en una trenza de costado, rojo y algo húmedo. Los ojos verdes, enormes y cansados. Las pecas formando esa galaxia que significaba una sonrisa tranquila en los labios finos. Recostada sobre una pila de almohadas, como si hubiera hecho su rutina de ejercicio mil veces en dos segundos. Y quería decirselo. Necesitaba decírselo.

-Estás hecha un desastre.

Dijo. Susurró. Murmuró. Su hijo no se inmutó. Su novia lo hizo. Porque levantando una ceja, la observó tratar de golpear su hombro, pero se contuvo. La risa brotó de su pecho como las campanadas a las que vivía acostumbrado.

-Acabo de dar a luz, grandísimo idiota. ¿No tienes piedad por nada?

Claro que sabía que Atsumu tenía una forma particular de decirle lo que pensaba. Tantos años conociéndolo y viviendo a su lado le enseñaron que era un ser especial. Particular. Insoportable. Y aún así lo amaba más que a nada.

-Por suerte no es pelirrojo -le dijo devolviéndole la sonrisa. Y acarició con solo su pulgar la pequeña mano-. Ya bastante tengo contigo en casa.

Yuuki carcajeó dentro de su palma. Rayos, de verdad era hermosa.

-Los pelirrojos estamos genéticamente programados para desaparecer -rió-. Era obvio que tus genes serían más fuertes.

La risa de Bokuto pareció sincronizarse con ellos. Unas voces lo calmaron, recordándole que era un hospital. Atsumu suspiró. Sabía que pronto querrían entrar a verlos. Y el pequeño en sus brazos lo supo también, como sabiendo que no quería que eso ocurriera. Porque los quejidos agudos desviaron su vista hacia las mejillas regordetas y rojas. A la boca entreabierta, como si buscara a su madre. Y todo cayó en su lugar.

Él era tan enorme que debía agacharse para llegar a la mesada de la cocina. Tan alto que su posición en un partido lo hacía ver como una ventaja perfecta. Sus manos eran amplias y fuertes. Tanto que la fragilidad del pequeño cuerpo entre ellas se sentía como cristal.

-No va a estallar y lo sabes, ¿verdad? Deja de tenerle miedo a un bebé -la oyó decir.

-Cállate -rió nuevamente. Corrió la manta blanca de su pecho para ver mejor su pequeño rostro-. Claro que algo tan pequeño no puede hacer daño.

Fue la frase que escapó sus labios. Desde luego, ¿que daño podría hacer algo así? Y de todos modos, estaba aterrado. Porque no concebía que algo tan diminuto fuera tan poderoso. Que él hubiera producido algo tan poderoso. Que hubiese salido de ella. Que estuviera respirando. Que estuvieran los tres en una habitación que olía a lluvia como la piel de la mujer que ahora acariciaba su rostro con el tacto de una pluma, acomodandole los mechones rubios que caían en su frente.

-¿Estás bien? -la oyó preguntar nuevamente.

Solo cuando notó su propia vista nublada, supo a qué se refería. Mierda. ¿En qué momento se había vuelto tan débil? ¿Cuándo fue que su pecho se rompió y rearmó de esa forma? ¿Cuando había cambiado tanto que apenas se reconocía cuando miraba su propio interior?

Atsumu Miya tenía una personalidad complicada, diría su madre. De mierda, diría Osamu. El tipo más jodido de la existencia, enunciaría Suna. Y de alguna manera, estaba ahí. Su hijo en sus brazos, quejándose en intervalos y bostezando sin abrir los párpados. Como si nacer lo hubiese agotado. La habitación pálida, la noche avanzada. No estaba en casa, pero poco importaba. Porque todo también olía a ella.

Y otro recuerdo invadió su mente mientras sentía a la mujer que amaba recorrer su mejilla con los dígitos delicados, viéndola a través de una cortina de agua salada. Y era totalmente irónico, ¿saben? Porque para Atsumu Miya, los recuerdos nunca fueron importantes. A diferencia de Kita, a él jamás le importaron las memorias, porque el lema de Inarizaki era tal real como lo era ella frente a sus ojos. Pero durante el partido que le dió el campeonato la noche anterior, su cuerpo habló por él, y cada enseñanza de su sempai cobró sentido en una nueva ola de profunda admiración por él. Para Atsumu Miya no eran necesarias las memorias, porque todo lo que debía recordar estaba en él. En sus músculos cada vez que se movía, saltaba, golpeaba el balón, colocaba para sus rematadores. En la piel de sus dedos cuando el balón tocaba sus manos. En el sudor recorriendo su espalda cada vez que un partido terminaba. En el sabor de los onigiri que Osamu preparaba para él. En la voz de su madre en el teléfono diciéndole que había visto su juego. En las manos de Yuuki sobre su rostro cuando sabía que sus labios tocarían los suyos. En su aroma a menta mezclado con el suavizante de ropa en las sábanas que compartían. En la sensación de su cabello rojo enredado entre sus dedos. En la constelación de pecas sobre el puente de su nariz. Cada memoria que necesitaba, estaba ahí.

-¿Quieres que lo cargue? -le habló con suavidad. Su otra mano tomando las suyas, reforzando el agarre sobre el delicado y diminuto cuerpo.

Silencio.

Silencio.

-No -contestó. La sonrisa en su rostro de fuertes rasgos la hizo levantar una ceja extrañada-. Así está perfecto.

Cada memoria que necesitaba, estaba ahí.