N. de la A.: Durante muchos meses, me mentalicé de que no podría terminar esta historia, que se quedaría inconclusa, y hasta llegué a cambiar su estatus a completo. Todo porque este año, el máster y los numerosos ingresos hospitalarios familiares no me dejaron nada de tiempo libre para retomar el relato... hasta hace bien poco. Pero vuelvo con capítulo nuevo, y promesa de otro muy próximo si veo que éste funciona bien (básicamente, porque éste en realidad me estaba quedando muy largo y he preferido cortarlo, así que el siguiente ya está medio escrito :P Sólo necesitaría un empujoncito de apoyo por vuestra parte para animarme a terminarlo ^.~).
Además, esta actualización viene acompañada por uno de los fanarts que me regaló la talentosa Arien Maiden de cómo se imagina ella a Antares y a Áurea, nithré conversa de la que se habló en el capítulo XVI · Propósito y que, por cierto, volverá a ser mencionada en este episodio (así aprovecho para recordársela a quien la haya olvidado —que, con el tiempo que ha transcurrido, apuesto a que será casi todo el mundo U^_^—). Lo podéis ver en mi página de Wattpad (dentro del fic, en el cap. XXVIII) o en la galería de su perfil de deviantart (arienmaiden).
Os dejo también la música de ambientación para el último tercio del episodio. Ya sabéis, para cuando os aparezca la almohadilla #. Se trata de una composición de Christopher Young, The Autopsy (extended) de la B.S.O. de «El Gabinete de Curiosidades de Guillermo del Toro».
youtube (punto) com (barra) watch?v=S7uZe8rzx5w
Advertencia: Levísimo (y brevísimo) vocabulario lemon.
· CAPÍTULO XXVIII: PEÓN ·
·
No bebería sangre aquella noche. Le haría tragar otra cosa. Arremetía con tal ritmo frenético que apenas la dejaba respirar. Thorin había vuelto a sus fantasías más violentas, más posesivas, más tóxicas.
Después de varias noches en las que sus sueños se habían ido relajando y yacía con Nyx con cierta complicidad incluso —la propia entre un rey y su concubina predilecta del harén, a la que siempre reclamaba porque era la que mejor sabía lo que le gustaba y porque, en el fondo, la confianza de años se había transformado en cariño—, la tensa negociación con el padre de la chavala provocó que descargase su cólera oníricamente. Porque era evidente que no podía ensañarse con ella en la realidad. Lo mismo acababa a la parrilla o enterrado vivo. Mejor contenerse (vamos, su especialidad), y luego darle duro en su imaginación. Aunque jamás lo pretendió así cuando por fin pudo cerrar los párpados para reposar, pero es que su subconsciente decidió ir por libre.
Una vez finalizado el conventículo, el nicrón estuvo husmeando un rato más por el chamizo, centrando su curiosidad en un ajedrez cuyos trebejos estaban tallados en madera, y, terminada su inspección, se dirigió a la esquina en la que su hija estaba recostada; si bien permaneció despierto, enfrascado en aquello que manuscribía en un libelo. El mago directamente se agenció el que parecía ser el catre del propietario de la alquería, y se puso a dormir con los ojos abiertos. Más raro este tío… En cambio, Thorin, después de auscultar tras el portón para asegurarse de que el colosal plantígrado no acechaba al otro lado, salió al atrio a que la brisa nocturna le despejara la mente.
A Dwalin le faltó tiempo para levantarse y seguirlo.
—¿Y bien? ¿Cómo ha ido?
Su amigo no respondía y, además, rehusaba mirarlo, hurtándole el rostro.
»¿Thorin? —insistió el lugarteniente con verdadera preocupación ante el secretismo de su capitán.
—Era una trampa —profirió después de unos minutos—. Ese… malnacido… —se estancaba en cada palabra a causa de la furia que le infundía siquiera recordarlo— lo tenía todo planeado desde el principio.
El paladín pugnaba para que no se le quebrara la voz.
»Pero no ha conseguido doblegarme por completo —concluyó con un pequeño brillo de orgullo y una media sonrisa, ínfima y triste, cuando por fin pudo sostenerle la mirada a su confidente.
Dwalin apenas entendía a qué se refería, pero dedujo que no entrañaba nada bueno para ellos. Asentó con firmeza una mano en el hombro de su camarada para transmitirle calma y seguridad. Y entonces Thorin se permitió el lujo de derrumbarse. Le contó los detalles de la reunión. El guerrero lo escuchaba en silencio, a pesar de que por dentro bullía de ira ante lo que él consideraba una injusticia inconmensurable para con la buena fe de su amigo.
Cuando pormenorizó los términos bajo los que había firmado el pacto, del que in extremis logró excluir a sus sobrinos, Thorin hizo algo que no había hecho en mucho tiempo (por no decir nunca): le pidió perdón. Perdón por haberlo arrastrarlo con él a esa herejía de convertirse en uno de esos despreciables seres. Adiós a sus aspiraciones a gobernar Érebor, pero al menos le quedaba el consuelo de que Fíli sí sería un gobernante para su pueblo, un digno sucesor, una vez recuperada la plaza.
Dwalin se habría tirado de los pelos de la rabia que sentía, si no hubiese estado calvo. Su rey no se merecía tamaña vejación. El pensamiento, fugaz y estéril, de sacrificarse él mismo con tal de que su hermano de armas no sufriese ese destino surcó su mente. Pero duró tan sólo un pestañeo, el lapso suficiente para que le llegase la auténtica inspiración.
—Gandalf tiene razón —soltó el fortachón abruptamente—, no tenemos por qué tragar con sus exigencias.
El cabecilla lo miró, y comenzó a intuir por dónde iba su amigo. No en vano, su conexión era tal que muchas veces sabían lo que pensaba el otro sin necesidad de palabras.
»Hay algo a lo que no he dejado de dar vueltas —introdujo el comandante—. Cuando Bífur estaba ya medio loco… —se pausó. El recuerdo de su camarada caído le seguía pesando, aun con el paso de los días—. Después de la emboscada del desfiladero, nos recriminó que nos negásemos a torturar a un orco cuando ellos han estado masacrando a los nuestros durante siglos.
Thorin recordaba bien aquel episodio; al igual que recordaba el rápido empeoramiento del soldado del hacha en la frente desde que puso un pie en la cabaña de los horrores. Tuvo tiempo de repasarlo todo y memorizarlo mientras estuvo esperando a que la muchacha se despertase para poder romperle el contrato en las narices y expulsarla del grupo.
Genial, volvía a encolerizarse con la chica. Se estaba cansando de esos vaivenes, de saltar del deseo al odio y viceversa, cuando una doñanadie como ella lo único que tendría que concitarle era mera indiferencia.
»En aquel momento, no permití que la tipeja esa torturase al orco para sonsacarle información, porque los Khazâd no toleramos esas prácticas. —En ese punto, Thorin no sabía si su colega se estaba refiriendo a los hábitos de los orcos o de los Nízrim, pero tanto daba que daba lo mismo, a esas alturas le parecían la misma mierda—. Nos enorgullecemos de nuestras tradiciones y civismo. Pero en situaciones como ésta, me doy cuenta de que son un lastre. Nuestros enemigos se aprovechan del apego a nuestra cultura. Nos engañan y nos atan con contratos, porque dan por sentado que para nosotros un acuerdo firmado es sagrado, irrompible… cuando ellos no tienen ninguna intención de cumplirlo.
Imperceptiblemente, el pelilargo se estremeció al presentir la abjuración que su amigo estaba a punto de proferir, aunque lo que más miedo le dio es que en el fondo iba a darle la razón en esa apostasía.
»Creo que, por una vez, no deshonraremos a nuestros antepasados si unilateralmente anulamos un contrato después de beneficiarnos de él.
La brisa de la madrugada transportaba el relente de la hierba alta, regalándole a Thorin unos segundos para macerar la idea.
—Si infringimos nosotros el contrato, debemos prepararnos a conciencia para afrontar las represalias —reviró el jefe derrotista—. Esa gente es peligrosa, Dwalin. Y no como los huercos.
—Lo sé —admitió flemático—. Tú no viste aparecer a la antorcha humana, arrasándolo todo a su paso; ni cómo algunos orcos quedaban mágicamente aplastados contra el suelo. Es como si la tierra tirase de ellos, con violencia. Me figuro que eso sería obra del tal Antares, si dices que es de tierra.
Thorin entrecerró los párpados, interrogante, demandando más detalle.
»Estabas ya inconsciente cuando ocurrió todo eso. Los dos tipos enlutados de los que te hablé —precisó el edecán—. Apuesto a que uno de ellos era él.
Es verdad, antes de reunirse con Gandalf y el nízrim, su amigo le avisó de que estaba seguro de haberlo visto en el Claro de los Lobos, o al menos, a alguien con idéntico sombrero. Y si él era uno de los que «ayudaron» contra los orcos, entonces, ¿quién era el otro?
El moreno recordó a la mujer alada que apeó a Nyx en el bosque, y presumió que podría tratarse del segundo sujeto. ¿Quizás las alas pasaron por algo similar a una capa a ojos de su colega, con la oscuridad y el caos de aquella noche?
»Antes de que aparecieran, me fijé en que algunos orcos tropezaban y no se volvían a levantar. Al principio no le presté atención. Total, menos enemigos contra los que lidiar —minimizó el grandullón—. Pero luego reparé en que estaban literalmente comprimidos contra el suelo, como si hubiesen caído desde lo alto de una torre o les hubiese aplastado una roca.
El monarca se llevó una mano a la barbilla, mesándose la barba en actitud cavilosa. Esos nuevos datos no hicieron más que confirmar sus temores.
—Si ése es el poder contra el que nos vamos a enfrentar si rompemos el contrato, no sé cómo sobreviviremos a su venganza.
—Pues con lo mismo con lo que has amenazado al fulano ese: impidiendo que beban sangre —repuso el calvo cachazudo.
—Sí, ése también fue el consejo de Elrond. La cuestión es cómo lograrlo. Apenas hemos vislumbrado de lo que son capaces. Creo que todavía no somos conscientes de su letalidad, y no podemos actuar a la ligera. Habría que prever muchos escenarios.
El lugarteniente se encogió de hombros, con todo el cuajo del mundo. Parecía no conceder importancia a la amenaza que estaba dispuesto a cernir sobre ellos.
—Yo soy un enano de acción, Thorin. El de pensar siempre fue Balin. Seguro que a él se le ocurre algo. O a Dori, o a Nori. No creo que haya quien deteste más a esos Nízrim. Y si no, nos queda Gandalf.
En ese momento, el portón crujió al abrirse detrás de ellos y ambos agradecieron sumamente que estuviesen conversando en khuzdûl. La silueta de la joven surgió tras la pesada hoja. Por lo visto, ya habría descansado sus cuatro horas de rigor.
En realidad, habían sido tres y media, pero le habían sentado francamente bien.
Lo primero que sus ojos enfocaron fue a Fíli apaciblemente adormilado a su vera, casi rodeándola con un brazo que no le había pesado durante el sueño, pero que ahora, para incorporarse, algo sí le estorbaba, y pese a que puso todo su empeño en retirarlo con suavidad, no pudo evitar que el rubio se desvelara momentáneamente, sonrojándose enseguida al comprobar que se había dormido abrazando a la muchacha.
Cómo acabó el brazo sobre su cintura era un misterio tanto para él como para ella, pues ni se le pasaba por la mente que su padre hubiera tenido algo que ver, como así fue. Ese Antares y su faceta pícara, que aunaba astucia, disimulo y engaño con travesuras infantiles. A su edad. Aunque esto de infantil, nada. Esa simple maniobra, la de colocar el antebrazo del príncipe durmiente sobre el talle de su hija, equivalía a su apertura de peón de dama en el juego de ganarse a los sobrinísimos.
Pero no sólo pretendía anclarlos a ellos.
Desde que presenció cómo una Nyx enajenada se azacanaba en machacar el cráneo de un orco hasta hacerlo papilla, se había planteado seriamente sacrificar su propia independencia para mantenerse al lado de su hija, puesto que su salud mental era algo que, de manera cíclica, siempre volvía para preocuparlo.
Cuando estuvo viviendo con Nereyn, y más tarde también con Eveno, la ígnea pareció sosegarse y no sufrió ningún arranque violento injustificado. Pero una vez que sus caminos se bifurcaron, Nyxiræ se descontroló hasta acabar provocando el incidente del Harad. Antares logró ocultarlo al mundo por los pelos, porque arribó al erial antes de que los rumores sobre un ángel exterminador se propalasen más allá de las difusas fronteras de aquellas latitudes, extendiendo él mismo las arenas del desierto para sepultar cualquier posible boca díscola. Pero desde entonces, procuró encontrarse con su hija con mayor asiduidad e, incluso, llegó a vigilarla silente en lontananza de cuando en cuando. Sólo para su tranquilidad.
Estaba convencido de que Nyx se trocaba en un peligro andante cada vez que se empecinaba en aislarse en modo ermitaño. No es que pensara que, por fuerza, debiese vivir en sociedad —como casi cualquier nicrón ácueo o térreo, quienes podían perfectamente infiltrarse en poblaciones humanas y adaptarse a ellas imitando sus costumbres, mientras celasen no delatar sus colmillos y sus poderes—, mas no podía obviar las estadísticas, y éstas arrojaban una abrumadora conclusión: su hija sólo se contenía si estaba en una relación de afecto correspondido, porque se afanaba por no asustar a su contraparte y a la vez se enriquecía con la convivencia y conocimientos que podía aportarle.
Ese afecto no tenía por qué ser necesariamente amoroso o pasional. De ahí que Antares hubiese sopesado acompañarla a partir de ese momento. Empero, sabía que no era la solución óptima, pues desprendía cierto aire viciado el hecho de que un padre no dejase volar libre a sus polluelos.
Por eso, cuando se fijó detenidamente en el enano rubio y su parecido con el antiguo novio de su hija, el terrino vio el cielo abierto. Una posibilidad de que Nyxiræ desistiese de masacres y dragones, y retornara a la vida pacífica y erudita de antaño.
Y comenzó a encauzarlo.
Pero claro, de eso Nyx no tenía ni idea. Como de la negociación a tres bandas de antes, de la que esquivó cual recortador los detalles que su padre amagó con contarle. En ocasiones, los ignorantes suelen ser más felices.
Aunque el paladín, por supuesto, pensase lo contrario.
Un silencio gélido atravesó el soportal en cuanto la joven rebasó el umbral. A ella, como a su padre, el mutismo no le incomodaba. Para Bilbo habría sido otro cantar, eso de permanecer callado semejaba una tortura del tártaro. Pero para Nyx no. A veces le costaba interpretar las señales de los demás, por lo que no tradujo adecuadamente que sobraba, y se paseó despreocupada entre los pies derechos del pórtico mientras extraía el penúltimo o antepenúltimo veguero de su alijo de tabaco.
A Dwalin ya su mera presencia le exasperaba, así que, como en realidad ya le había dicho a su capitán todo lo que tenía que decirle, se metió para dentro asumiendo que Thorin haría lo mismo.
No lo hizo.
Seguía enojado. Con la chica, con el nicrón, con Gandalf y con él mismo.
Apoyado en uno de los fustes de madera con los brazos cruzados, obvió a la chavala mientras rumiaba una y otra vez su convencimiento de que ésta estaba conchabada con su padre desde antes de ingresar en la compañía incluso. La ignoró a tal extremo que ni apreció que ella le ofreciese un cigarro. A Nyx, sin embargo, no le extrañó. Se encogió de hombros. El naug ya había actuado así en la cena de Rivendel. Lo mismo era porque le gustaba fumar únicamente en pipa. A saber.
Ella se encendió la panetela con un breve chasquido de sus dedos y dio una calada profunda, de las que se disfrutan. El olor de la bocanada se mezcló con aquel más penetrante de la hierba alta en las noches del estío tardío.
—Conque látigos de mithril, ¿hm? —Sintió mascullar a Thorin con su voz barítona, rebosante de indignación.
No le replicó enseguida. Barruntó en su burdo sarcasmo la tormenta que se avecinaba y eligió saborear un poco más el pitillo.
»¿Un libro arcano en Érebor? —La nithré lo miró por entre el velo del humo y aun así, distinguió perfectamente los garzos (e iracundos) ojos del soberano posados en ella—. Sabía que no podía fiarme de ti. ¡Nos mentiste desde el principio!
«A la porra cualquier intento de tirártelo a partir de ahora, amiga. Éste ya no te vuelve a tocar», le aguó la parásita con la que siempre conversaba en su cabeza. «Tiene pinta», coincidió Nyx con ella. «Muchas gracias, papá».
No andaban erradas. Thorin se sentía traicionado. Su confianza en la chica había fluctuado a lo largo del periplo, pero en los últimos días se dejó llevar por la ilusión de que quizás las intenciones que les había revelado sí eran verdaderas y que su deseo de ayudarlos (cumpliendo con su parte del trato) era genuino.
Saberse engañado lo corroía por dentro y lo extrapoló al plano físico. Se sulfuró por haberla deseado, haberla besado, haberla acariciado. Había pecado de débil de voluntad y de ingenuo al sucumbir a los encantos de una conspiradora y había pagado caro semejante desliz.
—Sois un sagaz estratega —aduló la muchacha, tentando suavizar la tensión, aunque presentía que igualmente iban a salir tarifando—. En el fondo, nunca os fiasteis de mí —remachó con la vista en el suelo, excusada en sacudir las ascuas del andullo.
En eso tenía razón. La conciencia de Thorin le había persistido insidiosa y machacona en no creer sus añagazas; sólo que, durante unas cuantas jornadas, él prefirió acallarla. Y lo sabía; no podía culpar a la chavala por las expectativas que él solito se había creado de ella. Oh, bueno, por poder, sí podía.
—Tal vez recuperemos Érebor con vuestra ayuda —conjeturó mientras se enderezaba para encararla—, pero ninguno te perdonaremos las maquinaciones que habéis tramado para eng-
—No —atajó la joven con rigidez y una severa mano alzada—. No quiero saber qué habéis negociado con mi padre. No quise que él me lo contara y no me lo vais a contar vos. Es algo que no me concierne y no me interesa —roboró tajante—. Según nuestro último trato, yo ya he cumplido con mi parte: he mediado con un congénere que os abrirá la Montaña. Ahora sólo falta que cumpláis la vuestra y me permitáis el acceso al interior.
Thorin tardó unos segundos en reaccionar. De todas las salidas de tono que se podría haber esperado de esa mujer, la que menos previó fue que negase la mayor. Una respuesta airada, una sibilina, una condescendiente, soberbia, displicente, bravucona, pueril… Cualquier otra respuesta le habría encajado, y más conociendo el carácter voluble de la moza, ora callada y sombría, ora arrogante y deslenguada. Pero ésa en la que, sin vergüenza ninguna, admitía que por propia elección había escogido ignorar algo no la habría visto venir en años. Máxime cuando tanto se jactaba de que su etnia padecía el «síndrome del demonio sabio», por el cual deseaban conocerlo TODO.
—Ya. —Se recompuso al cabo—. El problema es que, como les espetaste a Gandalf la otra noche, hace rato que he optado por no creer nada de lo que jures.
«Bien jugada», se mofó la voz en la mente de la nízrim, «ahí te la ha colado». A ver, siendo francas (nótese la ironía), no es que hubieran dicho mucho la verdad desde que conocían al nogoth. Ellas mismas se lo habían buscado. Así que Nyxiræ aceptó estoicamente aquella derrota dialéctica. No siempre iba a ganar ella. De modo que apuró la colilla y se volvió para dentro, dejando a Thorin rumiando la batallita que se estuviera montando en su cabeza. El enano no iba a ser la mejor compañía, y prefirió disfrutar de la de su padre, ya que seguramente no tardarían en separarse de nuevo.
Por su parte, el monarca continuó devanándose los sesos un rato largo más con la hipótesis de que ella no estuviese mintiendo y efectivamente no supiera nada de nada de las componendas de su padre. Pero a estas alturas de la historia, creerla se le hacía muy cuesta arriba, y la estadística en su contra era pertinaz. Si a ello le sumaba la renacida animadversión que volvía a suscitarle, estaba claro por qué lado iba a decantarse. Cansado mentalmente, se rindió a la necesidad de sueño —aunque si hubiera sabido lo que iba a soñar, se lo habría repensado—.
Cuando Thorin entró, vio a la chica preparando un tablero de escaques en la mesa donde antes se había perpetrado el contubernio, mientras el térreo continuaba garabateando en su cuaderno. El adalid pensó fugazmente en Ori, siempre cargando con uno parecido, de tapas rojas, y rogó a Mahal con fervor para que hubiese llegado sano y salvo a Rivendel. El nicrón alzó la vista y el khuzd le devolvió un rencor acedo envuelto en el hielo de sus iris. No deseaba relacionarse de más con ese hombre hasta el inevitable desenlace, así que se impuso limitar al máximo cualquier interacción con él. Con él y con su hija. No estaba para juegos.
Los que sí lo estaban eran Nyx y Antares. Pese a que la muchacha insistió en que también él debía dormir, el telúrico arguyó mohíno y teatrero que hacía una edad que no jugaban a ese arte. Bueno, tampoco hacía tanto; desde que vivieron en el Harad, donde el ajedrez estaba mucho más extendido que en sus vecinos reinos del norte. A Antares le sorprendió que un beórnida contase con un damero tan bien pertrechado, con sus piezas talladas con formas de animales del bosque. No podían desaprovecharlo.
Como tampoco desaprovechó la oportunidad de desconcentrar a su oponente, por mucho que fuese su hija, y de paso, obtener una confesión.
—¿Sabes? Me pareció que Thorin conocía de antemano que mi objetivo era su conversión. ¿Es vidente o algo así? —bromeó hierático, con el semblante adusto y serio, sin pretensión alguna de hacer gracia—. Me resulta difícil de creer que lo supiera felizmente por ciencia infusa —lanzó su primera acusación encubierta sin despegar su atención del tablero, mientras se comía impasible un alfil blanco.
Nyxiræ maldijo en su idioma arcaico, pero no tanto por la pérdida de esa pieza, que entraba dentro de sus cálculos conforme al gambito que había iniciado.
—¿He entendido correctamente tu insinuación, padre? —cuestionó retórica la nithré según ejecutaba su siguiente movimiento—. ¿Crees que yo le he revelado en algún momento mi plan, nuestro plan —recalcó la corrección—, a ese reyezuelo de taifa?
—¡Oh, no! Me cuadra más que lo haya deducido por sí solo con base en algo que se te haya podía escapar sin pretenderlo o meditarlo —aventuró entretanto quitaba de en medio la dama blanca.
«Tocada», se entremetió su alter ego, «me da que hoy no es tu día de suerte». Desde luego, estaba claro que después de perder contra Thorin, no esperaba que su padre le restregase también las verdades de su personalidad a la cara. Escocían más cuando venían de él mientras le desbarataba toda la estrategia para atacar a su rey.
Contempló cómo Antares se iba comiendo uno a uno cada trebejo que ella dejaba desprotegido al descentrarse refiriéndole la emboscada que les tendieron orcos y trasgos en el desfiladero de las Nubladas, y la polémica frase con la que el gonhir podría haber descubierto el pastel. Os maldeciré con mi sangre. Ya fue mala fortuna que ese retaco tuviese tan buena memoria de cuatro palabras sueltas, dichas al azar durante el fragor de la liza.
—Jaque mate —anunció el sísmico. Sin embargo, no celebró su triunfo, sino que propuso reiniciar el juego.
El desliz de su hija le había molestado, no podía justificar esos errores de novata en su trabajo, y más cuando le había acarreado un acuerdo insatisfactorio. El no haber salido plenamente victorioso le obligaba a urdir algún plan artero para agenciarse a los sobrinísimos por otros medios. No obstante, se guardó de reprenderla verbalmente porque no le aportaba nada. Ella ya era consciente de la situación y de las consecuencias, y confiaba que lo suficientemente madura como para interiorizar el fallo e inferir las acciones para prevenirlo en un futuro. De modo que escogió prolongar ese rato de asueto padre e hija, pues le traía recuerdos de la niñez de Nyx en Rohan, cuando comenzó a instruirla en ese pasatiempo.
Luego de dos partidas, en las que la primera obviamente la ganó el terroso y la segunda quedó en tablas, Antares también se dejó vencer por la evidencia de que debía dormir. Ya había pormenorizado en su libelo todo el episodio de la tenebra y la masacre de la cabaña (si bien, los bocetos y croquis no pudo detallarlos mucho, porque no quiso preguntarle por ellos de nuevo a Nyxiræ para no enturbiar más su mente), y todavía quedaban dos o tres horas para el alba. Confiaba en despertarse para entonces. Como no quería molestar a los renacuajos durmientes, se acomodó en un montoncito de paja lejos de su círculo, más próximo al mediano. Atisbó a su hija acodarse junto a la chimenea y extraer un incunable de aspecto élfico de su morral, lo cual le suscitó un ápice de curiosidad. Se apuntó mentalmente que indagaría sobre él a la mañana siguiente, antes de sumirse en el profundo sueño de su especie.
Porca miseria.
Al poco de retomar la lectura del códice miniado que afanaste de la biblioteca de Elrond, te percataste de que habías empezado a sangrar. Claro que no de ninguna herida sin cerrar (eso era imposible, pues hace nada que le has hincado el diente a un buey manso que inexplicablemente dormita dentro de la choza y no en el establo), sino de donde siempre acaban sangrando las féminas cada ciclo. Agradeciste que todo varón se hallase durmiendo. No es que te hubiera importado que estuvieran despiertos o que te incomode tu periodo, al contrario, sospechas que los incómodos habrían sido ellos, ya que no hay una sola alhanía en esta casa adonde te hubieras podido retirar.
Con los lienzos de tela que siempre portas en tu morral, en un santiamén confeccionas varias compresas para sobrellevarlo hoy y mañana. El ciclo menstrual de las Nithrái es sensiblemente más cómodo que el de las humanas. Se parece más al de las elfas, que tienen la menorrea una vez al año, sólo que a vosotras, por fortuna, no os dura veintiocho días como a ellas, sino uno o dos, tres como máximo. A ver, no os podéis permitir estar perdiendo sangre si luego tenéis que andar reponiéndola a mordiscos.
Con los primeros rayos de sol, los gallos del corral se desgañitan, fieles a su cometido de despertar a todo bicho viviente de la finca, de modo que tus aparceros comienzan a activarse, algunos remisos y otros más diligentes. Los únicos que no se levantan son Bilbo y tu padre. Se ve a la legua que Gandalf no tiene ninguna prisa por salir al exterior y arrostrar al beórnida, así que remolonear porque el mediano sigue durmiendo le debe de parecer la mejor opción por el momento. Supones que estará barajando mil y una formas de cómo presentar a tan dispar comitiva y no morir por despedazamiento en el intento.
Te asomas por un ventanuco para fisgar al tiarrón velludo que está cortando leña fuera. Con el retumbar de cada tajo seco que asesta, el mago se achanta de un modo casi imperceptible. Sonríes para ti, socarrona. Jamás te habrías imaginado al ermitaño temblando ante un mortal. Ante un balrog quizás, o ante un dragón, pero arredrarse ante el bigardo ese, por muy exageradamente alto que sea, se te hacía impensable.
Tus camaradas aguardan expectantes las directrices de Gandalf, salvo Bómbur, que no se le da bien esperar y ya se ha puesto a roer una zanahoria, un nabo o el tubérculo que sea que haya huroneado en la despensa. Como el brujo tarde mucho más en decidirse, va a dejar sin provisiones a vuestro pobre anfitrión, y seguro que eso le hace menos gracia que una tropa de enanos.
Por el rabillo del ojo adviertes que tu padre está hablando con Bilbo; por fin se han levantado. El Istar también se ha apercibido y llama raudo al mediano, así que tú haces lo propio con tu progenitor, ya que se os plantea un pequeño problema: cómo os vais a presentar. ¿Humanos, elfos? ¿Con el embozo subido; o bajado, pero sin abrir la boca y sólo inclinando la cabeza?
El eremita está asignando el orden de salida de cada pareja y, sensato él, os deja para el final.
—Sōkrátēs —le interrumpe tu padre—, mejor que nosotros no hablemos. Seguramente no le inspirará mucha confianza, pero menos le iba a dar si nos mostramos con el pañuelo tapándonos media cara.
El quintañón concuerda con un breve asentimiento.
»Ah, y si recela de nuestra piel atezada, preséntanos como gondorianos de Pelargir. Allí son más morenos. Le cuadrará más que si dices que somos de Arnor o de Rohan.
—Pero ¿no le extrañará que os halléis tan al Norte, y más con una caravana Khazâd de las Montañas Azules? —duda sabiamente el buen Balin.
—Pelargir es el mayor puerto comercial de Gondor y mantiene rutas y convenios con los Puertos Grises —argumenta tu padre amistoso con el anciano—. Si el cambiapieles desconfía, Sōkrátēs puede enrevesarlo con que somos navegantes cuyo barco naufragó frente a las costas de Lindon, conseguimos arribar a las Ered Luin y de ahí nos unimos a vuestra amable caravana para separar nuestro camino hacia el Sur antes de que toméis el sendero élfico del Bosque Verde.
—No sé a quién pretendéis convencer con esa patraña —desprecia Nori.
—Pues desde luego suena más creíble que el hecho de que os acompañe un mago o un mediano porque sí —retrucas mordaz.
Bilbo respinga ante tu mención y, con las cejas alzadas y apretando esa papada suya tan característica, te mira con cara de «a mí no me metáis en vuestras mierdas». Será porque a este chico nunca le ha gustado ser el centro de atención. Pero no le da tiempo a proferir queja alguna, porque el maia ya le ha enganchado por una hombrera y lo tironea hacia afuera para usarlo como escudo, por si al tal Béorn se le va la olla con el hacha (cosa harto probable, según las consejas de viejas que les ha estado colando antes a tus colegas).
Tornas a asomarte al tragaluz para cotillear pizpireta. Tiene pinta de que te vas a divertir con toda esta pantomima. El hobbit se ha olido el cariz peliagudo de la situación y se ha escondido tras el anacoreta. No, si tonto no es el chaval. Justo a él, el más bajito de la cuadrilla, el porte descomunal del teriántropo debe de imponerle bastante respeto, cuando menos.
De repente y sin venir a cuento, a tu lado Bófur apremia para que empiecen a salir tus compañeros.
¿Pero qué hace? Si no ha dado la señal todavía. Madre… la que va a liar.
Pero en lugar de preocuparte, te entra la risa floja. No te da ninguna pena el cascarrabias por su plan fallido. A ver cómo sale Gandalf de este entuerto. Una introducción peor que la que se montó en Bolsón Cerrado; con la diferencia de que aquí tienen que caerle en gracia a un tipo tres o cuatro veces más alto y corpulento que Bilbo, y con peores pulgas.
Es todo tan caótico que, al final, Thorin tiene que hacer su aparición estelar en solitario. Pero eso sí, Rex tremendæ maiestatis, para no perder las buenas costumbres.
Deléitate ahora, amiga, que a ti ya sólo te va a poner cara de higo seco.
Pues tienes razón, aprovechemos.
Y parece que no sois las únicas, al beórnida también ha debido de impactarle el aura de infinita majestad que derrocha, porque se ha quedado callado largos instantes.
—¿Ya está? —interroga el úrsido al cabo—. ¿No hay nadie más?
Bueno, por fin, vuestro turno.
#
Mas justo cuando salís para mostraros al teriomorfo, por el portalón de la finca, que permanecía abierto para que los semovientes pudieran pastar fuera y volver al cercado libremente cuando quisieran, aparece tambaleante una figura errática, grotesca… y violácea.
Pero qué carajos.
Tu padre y tú no dais crédito. Teméis que sea lo que, en efecto, es: un mutado por la plaga, aislado y solo, acaba de rebasar los lindes de la hacienda y se adentra lentamente arrastrando los pies y emitiendo ahogados chirridos guturales.
Es un comportamiento que no habías observado antes. Los semiorcos que habíais estudiado hasta ahora tenían siempre una muy ligera consciencia de sí mismos, de que ya no eran humanos y que se asemejaban más a los huercos. Por eso se integraban en sus manadas, como seres gregarios, al abrigo del resto de orcos normales, cumpliendo sus órdenes. Ni rastro de su anterior condición humana compasiva, ni de independencia psicológica. En el momento en el que sucumbían a la acción del patógeno y su transformación se completaba, asimilaban el pensamiento único y la mente colmena típica de su nueva especie.
Entonces, ¿por qué éste iba solo por la campiña, descolgado de su horda? ¿Y por qué no se abalanzaba sobre vosotros en cuanto ha divisado vuestro grupo? ¿Por qué parece tan… ido, tan ausente, tan alienado?
Mientras tú estás intentado analizarlo, a tu padre le ha dado tiempo a entrar en la masía a coger la primera arma (la guja del fallecido Bífur) de la pila que los Naugrim amontonaron anoche tras la puerta, dispuesto a atravesar la sien de ese despojo andante. Empero cuando ya ha salvado el trecho hasta él, se detiene en seco.
—¿Por qué no lo rematas? —porfías en alto, nerviosa. Está demasiado cerca. Vale que hasta ahora el condenado no ha hecho todavía amago de atacaros, pero nada os asegura que no le vaya a dar un arrebato de ira homicida, y tu padre es el que le pilla más a mano.
Tu padre voltea hacia ti, alterado, con los ojos granas desorbitados por la incredulidad. Durante un pestañeo le tiembla el labio, pero no se arranca a pronunciar palabra. Se va por detrás del medio-orco, quien continúa su avance indiferente a la próxima presencia de tu progenitor.
—¿Qué es lo que ocurre, Antares? —inquiere Gandalf voceando mientras se acerca, pero tu padre le indica que se detenga con el brazo en alto. Intuyes que su intención por todos los medios es no perturbar al apestado, que siga sin reparar en vosotros.
Algo te huele mal, y no sólo el bicho ese, y maldices por haberte dejado tu sable dentro con la tontería de no alarmar a Béorn, el cual, por cierto, se ha quedado petrificado, examinante, tras acatar con sumo respeto la tácita orden dada por tu padre.
—Nyx, ¿qué está ocurriendo? —te pregunta Fíli, que se ha colocado silente a tu vera—. ¿Es… es lo mismo que la niña aquella? —susurra con un punto de angustia. Durante un parpadeo, te centras en sus trémulos iris celestes, que te contemplan tremendamente turbados. Está reviviendo todo el trauma, todos los traumas. Él fue el único, junto con Bífur, que llegó a atisbar una ráfaga del horror que se ocultaba en aquella infausta barraca. Y él fue el primero que te oyó afirmar que la tumularia, en contra de lo que le dictaba la lógica al constatar cómo caminaba y se contorsionaba, estaba en realidad muerta.
—No. Tranquilo, Fíli —tientas transmitirle calma y confianza con una leve sonrisa (aunque no te la creas ni tú)—. Sólo es un infectado, basta con eliminarlo con cuidado y listo. Vosotros quedaos aquí, ¿vale? —le ruegas, implicando también a su hermano y a los demás.
Cruzas miradas con el brujo y ambos asentís levemente. Decidís aproximaros con la cautela de un elfo, desde distintos ángulos. Entretanto os vais allegando, puedes escuchar a tu padre.
—Debería estar muerto.
En un principio, no entiendes a qué se refiere, pero sólo un par de pasos más te empiezan a aclarar las cosas. Ya sabes por qué no os está atacando: es que no puede veros. Donde deberían estar sus ojos hay sendas costras de sangre. Ignoras si debajo de la misma conservará los globos o estarán las cuencas vacías, pero lo que es irrefutable es que ese homínido no ve.
Ya en su flanco, también te percatas de que muy probablemente tampoco oiga. Un grueso hilo de sangre reseca ha estado brotando de su oreja. Inevitablemente, te asaltan destellos de una de las víctimas de la cabaña de las Nubladas, al que le habían amputado todas las extremidades, además de lengua, nariz y ojos, y le habían perforado los tímpanos… y aun así continuaba vivo. En un acto casi reflejo, te tapas la boca con la mano. Viejos fantasmas que te acechan. No puede ser que Fíli vaya a tener razón.
—Por todos los Valar —musita Gandalf. El viejo ya se había puesto detrás del semiorco. Y es ahí donde confirmas lo que tu padre sentenciaba. Ese ser debería estar muerto.
No tiene espalda, literalmente. No hay piel y le faltan los músculos trapecios, dorsales, lumbares y los que están debajo de éstos. Se le aprecian perfectamente la mayoría de vértebras (que lucen mondas) y los huecos donde deberían estar los riñones.
¿¡Pero qué mierda es ésta!? ¡Nadie puede vivir sin riñones! Ese guiñapo debería haberse desangrado hace rato y haber muerto (por la hemorragia y por un evidente fallo renal). ¿Qué diantres hacía paseándose a plena luz del día lejos de la seguridad de una caterva orca? No tenía sentido. Y sin embargo, ahí estaba bamboleándose, remolcando lentamente una pierna detrás de la otra, sin rumbo fijo, sólo avanzando.
—Hay que estudiarlo —asevera tu padre, entretanto se encamina de nuevo hacia el caserío a por algún adminículo que le sirva para capturar y contener al contagiado.
Pero ha cometido un error. Como desde temprano habéis estado usando el oestron para comunicaros, lo ha dicho en esa lengua, en lugar de en haradaico o cualquier otra que los demás ignorasen.
Y Thorin lo ha oído.
—¡Antares! —clama iracundo el adalid—. Hay que acabar con ese orco. No pienso arriesgar a nadie de mi clan porque vosotros dos queráis practicar vuestras ciencias en esa aberración. Dwalin, ve a por una espada y decapítalo —ordena taxativo a su adlátere.
Tu padre bloquea la entrada e inicia una discusión a voces con el líder, mientras estorba al lugarteniente su cometido; pero antes de que el grandullón pudiera cumplir con el mandato dado, una cabeza rueda rebotando hasta casi los pies de Bómbur, que pega el salto de su vida para que la testa no le roce.
Béorn se ha adelantado a todos. Con el hacha que ya blandía desde hacía rato, ha ejecutado sin miramientos al medio-orco purpúreo, cercenando con ello vuestras posibilidades de experimentar con un espécimen inficionado vivo.
Tu padre y tú os pasmáis, atónitos frente al enorme cambiapieles, con las bocas entreabiertas por la evidente sorpresa, sin duda mostrando parte de vuestros colmillos.
—Vosotros dos… —tras unos segundos que se te antojan una eternidad, os dirige al fin la palabra con una voz rasgada, mas extrañamente carente de enojo—, sois como la curandera del bosque, Áurea, ¿verdad?
…
Te juro que cada vez entiendo menos lo que está pasando.
