5. Peor que nana

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Bluegard, Chukotka

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Todas las mañanas desde que Dègel había partido a Grecia, se apresuraba a interceptar cualquier tipo de carta que llegaba al palacio, la mayoría de las veces y los días, no llegaba nada para él. Lo de siempre: las misivas, los avisos, las peticiones, los chismes palaciegos y, si acaso, un par de cartas que recibió, breves y que se había apresurado a contestar. Nada más.

Trataba de ocultar su desazón entreteniéndose en la Infinitum Bibliotheca, buscando respuestas a preguntas que tal vez no estaba bien que se hiciera, en otras ocasiones simplemente se entregaba en cuerpo y alma ayudando a la gente de la periferia, donde la comida era difícil de conseguir y el clima era más crudo.

El punto era caer rendido para dejar de pensar en que extrañaba horrores a Dègel.

Uno de esos días Unity se había enfrascado en una discusión con su propio padre durante la cena.

—Y entonces ¿qué?, seguimos simplemente esperando… ¡Es más fácil dejar esa parte tan al norte y traer a la gente hacia acá! —Rumió el príncipe cuyos ojos de hielo acusaban rabiosos al viejo García.

—Unity, ya te he explicado que aunque eso sea más fácil, al final, la gente desea quedarse en su tierra, en su lugar y en la vida que hasta ahora ha hecho… —contestó su padre comenzando a perder los estribos—, además, los reinos del norte…

—¡Los reinos del norte no tienen ni idea porque están refundidos hasta los confines del hielo!

—Unity… —susurró Seraphine tomando la mano de su hermano por debajo de la mesa, apretándolo, pidiéndole con ese pequeño gesto que parara.

—Y ¿qué sabes tú de eso, eh? Parece fácil sentarse desde un lugar cálido y dar órdenes —Ironizo el hombre que acabó rematando sus palabras con un golpe en la mesa.

—Lo mismo, que es fácil para los griegos decirte qué hacer —sentenció con frialdad y arrepintiéndose segundos después de haber dado rienda suelta a aquello… que ni siquiera sabía del porqué lo había pensado y porqué lo había soltado.

La sinceridad de lo que en su corazón empezaba a alojarse.

Se puso de pie de la gran mesa de roble, dejó la comida a medio probar y se fue rumiando.

Después de aquella escena se encerró en la biblioteca, como siempre, tomó cualquier volumen que se encontró por ahí y lo abrió, cabreado, sin poder concentrarse gran cosa en el texto.

—Unity… —susurró la jovencita, se acercó cautelosamente por su espalda y lo rodeó con los brazos amorosamente, apoyando la barbilla sobre su hombro.

Él simplemente acarició una de sus manos y se apretujó contra ella, parecían dos gatos blancos haciéndose mimos entre sí.

—Deja de pelear con papá, sabes que él también se preocupa…

—Quizás no lo suficiente —espetó.

—Sé que estás triste por la partida de Dègel y sé que regresas preocupado siempre que sales con papa, no desesperes Unity…

El otro se conformó con suspirar profundo y tratar de sonreír un poco, aunque ciertamente su gesto no fue más que una mueca; ella acarició su mejilla sintiendo la tibieza de su piel, le dio un breve beso y lo dejó estar.

Lo conocía, sabía que su hermano estaría masticando su rabia durante días, prefirió darle espacio.

La ventisca estaba arreciendo afuera, escuchó el viento murmurando contra los recovecos y ventanas, no pudo menos que sentirse mal otra vez pues estaba seguro que por la noche o la madrugada la gente lo pasaría fatal.

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Castillo Heinstein

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Las manos del feroés se aferraban a los senos redondos, a la carne turgente de piel blanquísima, con cierta rudeza sus dedos tocaban los pezones enrojecidos y erectos de ella, los gemidos ahogados de Pandora apenas eran audibles, quizás porque aun cuando era una práctica habitual entre ellos, todavía se sentía… espiada, controlada; por otro lado, tampoco es que le importara mucho que se supiera que su amante era el máximo comandante de Hades.

Los dientes de Rhadamanthys se incrustaban en la fina piel de su cuello, al menos tenía el cuidado de no dejarle marcas.

El empuje de su pelvis contra las nalgas de ella estaba llegando a su cenit, en medio del peculiar sonido acuoso del punto de unión entre ambos.

A él tampoco le importaba mucho, ni el qué dirán… ni siquiera podía decir que ella en sí le importara tanto. La respetaba como guía y cuidadora de su señor Hades, le reconocía el valor y templanza que mantenía delante de los Dioses Gemelos, le atraía mucho, eso sí, y centuria tras centuria… ellos dos habían acabado en la cama. Pero la verdad es que a él, nada ni nadie le importaba.

Había encontrado que el intercambio sexual entre ambos era también su boleto de salida y exploración hacia la tierra y dado que, aunque ellos tres eran los Jueces, también tenían que pasar por el ojo vigilante de ella, era un intercambio conveniente para ambos.

Cuando los dos estuvieron saciados, él tomó su ropa para vestirse, dejó la habitación sin siquiera volverse para saber si ella dormía o estaba despierta.

Al salir de la habitación principal, con la desfachatez de irse deslizando la camisola, se encontró con Valentine, su mano derecha.

—Señor —le saludó él, fingiendo que nada pasaba, aunque se sentía un poco… ¿molesto? No le gustaba pensar en lo que sucedía en esa habitación.

Sin esperar nada más, en la confianza que se tenían ambos y la devoción de él por su señor, se apresuró a acomodar el cuello de la camisola y cerrarla adecuadamente.

—¿Llegó la nueva? —Inquirió el joven rubio.

—Sí señor, he escuchado que Minos la ha llevado donde Lune, pero…

—¿Pero qué…?

—La asignaron al regimiento de Garuda, señor —le respondió esperando la furia del otro.

—¿Con el estúpido de Aiacos? ¿Es en serio? ¡Pero que jodienda! ¿Quién diablos ordenó eso?

—La señora Pandora, Minos tampoco estuvo de acuerdo…

—¡No, claro! Minos no estaría de acuerdo en ponerle tentación a su estúpido… no sé ni cómo decirle, en fin, pudo haber sido una gran guerrera con nosotros —declaró indignado wyvern.

—Lo sé, señor, Pandora también ha visto el potencial de la mujer, Violate se llama —razonó el otro.

—Da igual como se llame, ahora se jodió la cosa y Aiacos la echará a perder —suspiró con pesadez, casi bramó como el dragón que era—. Saldré un poco Valentine, quiero que mantengas los ojos abiertos, ¿entendido?

—Sí, señor, como siempre… ¿Quiere que vaya con usted?

—No, voy a Bluegard a echar un vistazo. Afortunadamente, el caballerito ese que estaba allá se ha ido, se han quedado solos en su terruño de hielo, lo cual es conveniente para nosotros.

—Entiendo, esperaré entonces.

Dicho lo cual, Rhadamanthys emprendió camino hacia la parte alejada de Rusia.

Y por supuesto que ya tenía muchos planes, no eran casualidades todos los derrumbes y avalanchas que habían estado azotando Bluegard, muchas las había provocado él, por el simple placer de desesperarlos y de volver la vida ahí cada vez más dura.

Además, él, que había visto incrementar la duda y la oscuridad en ese niño dual, no iba a perder de vista a su presa; en primera porque se volvería en parte importante de sus planes y en segunda… en segunda porque lo había visto crecer… y había observado con morboso detalle cómo, al pasar el tiempo, aquel niño se volvía un adolescente bello… estaba seguro que más adelante sería un hombre hermoso.

¿Para qué negarlo? Por supuesto que se le antojaba levantarle la falda esa que usaba, o vestido o lo que fuera y abrirle las piernas… le excitaba pensar en someterlo a sus deseos.

Allá fue a dar en el momento preciso de desesperación, mientras Unity se devanaba los sesos entre la culpa y la ira.

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Bluegard, Chukotka

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En la oscuridad de los pasillos, entre las sombras, unos ojos felinos del color del ámbar, le observaban a detalle; se regocijaba al notar que el alma de aquel joven parecía ensombrecerse cada día que pasaba.

Una sonrisa cruel se formó en sus labios, incluso se relamió, casi paladeando que las cosas podían salir bien…

Habían pasado ya varios años desde la última afrenta que tuvieron con los guerreros de Atenea, esa vez cuando gracias a las tonterías de Minos estuvieron por barrer el suelo con ellos y, desde entonces, se habían mantenido ocultos, encerrados.

Hasta que el tiempo fue propicio y entonces… había llegado el momento de actuar.

Unity cerró el libro, se talló los ojos y decidió que era momento de irse a la cama y tratar de dormir, o de dar vueltas por la cama, lo que fuera, quizás escribiera otra carta más para Dègel, con la esperanza de que le contestara pronto.

—¿Por qué te sientes mal por decir la verdad? —Preguntó una voz profunda, silente, en la oscuridad de la biblioteca.

—¿Cómo? —Inquirió el joven de cabellos pálidos, volviéndose hacia todos los puntos cardinales, sin llegar a ver nada, incluso barajó la posibilidad de estarse volviendo loco.

—Eso: no hiciste más que cuestionar la verdad…

—No entiendo… ¿Quién eres? ¿Quién está ahí?

—Sí lo entiendes, Unity, pero no quieres verlo… —contestó el otro al borde casi de la carcajada—, ¿ya no me recuerdas? Yo soy los ojos que te han seguido muchos años, soy quién sabe realmente cuál es tu naturaleza… soy infinito y he cruzado muchos tiempos para encontrarte… U-n-i-t-y

—Pero… —sintió un escalofrío transido que le recorrió la columna vertebral.

Aquella voz hipnótica parecía alojarse en lo más profundo de su alma, parecía incluso que había vivido ahí, mucho tiempo, muchos años, y que él sabía efectivamente quién era.

—Es la misma voz que… cuando Seraphine se desmayó aquí, en la puerta… ¿verdad?

—La misma.

—¿Dónde estás? ¿Qué es lo que quieres?

—¿Qué quieres tú? —Reviró con otra pregunta el espectro, y entonces sus ojos ambarinos brillaron siniestros en la oscuridad, al fondo de un pasillo infinito, oscuro, como gemas espectrales.

—¿Por qué te escondes? ¿Eres una especie de demonio? —Y pese a su temor inicial, sus ojos azules como glaciares se sentían atraídos hacia ese brillo amarillento, hacia ese peligro, caminó por ese pasillo.

—Hablaremos pronto… y me dirás qué es lo que quieres, y yo te diré qué es lo que puedo darte…

—¡Espera!

Pero fue tarde porque Rhadamanthys ya había desaparecido de ahí, aun cuando Unity corrió hacia el lugar donde vio resplandecer esos ojos hipnóticos, no pudo encontrar nada.

Vacío. Sólo eso.

Afuera los cristales de hielo caían, el presagio de la muerte que se acercaba, según la tradición en Bluegard.

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Santuario de Atenea, Grecia

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—Te traje esta cosa que te gusta, ha un odore orribile! —el joven italiano le acercó la taza humeante con la infusión a su maestro, arrugando la nariz y con un gesto de desagrado.

—Aunque no lo creas esto me ayuda mucho —suspiró Sage mientras tomaba la taza de manos del joven Arconte de Cáncer.

—Ya, pues he de creerte, a mi me revolvería las tripas con ese olor.

—¿Entregaste la misiva que te di, Manigoldo?

—Sí, la tomaron como cosa bendita y la despacharon a toda prisa, sólo les faltó envolverla en manto púrpura(1) y reverenciarla… ¿qué era? Por la cara de susto que pusieron todos, supongo que era algo molto importante.

Basanos(2), eso era…

Por toda respuesta Manigoldo arqueó ambas cejas y silbó. Él sabía perfectamente qué era el Basanos, pero… según sabía no se había aplicado en la orden de Atenea en cientos de años.

—No quisiera estar en las sandalias de ése…

—Nadie querría, ahora, ¿puedes localizar a tu compañero de Piscis y pedirle hojas de lavanda? Estoy seguro que debe tener, Lugonis poseía un amplio catálogo de herbolaria.

Esta vez suspiró el lemuriano con cierta nostalgia, años atrás se habían llevado a cabo las exequias del anterior Arconte de Piscis, cuando el ritual de Afrodita había terminado con el reconocimiento de Albafica Brattahlid.

—Seguro —lo cual era una orden que deseaba cumplir al pie de la letra.

"Genial, echarle un vistazo al hermoso aquel", se dijo a sí mismo.

—Y por favor, Manigoldo, no lo importunes…

—¿Yo?

—¡Tú! Es un alma solitaria y, aunque no lo parezca, de un solo toque te puede mandar varios días a la enfermería; así que, por vida de Zeus, no lo fastidies, ¿quieres?

—Bffff… lo que sea.

Pero aquella indicación estaba por demás. Porque Manigoldo no sabía de prohibiciones, de no hacer las cosas y pues… ¿para qué negarlo?, desde que había visto a aquel niño, años atrás, le había causado curiosidad y cuando se volvió un adolescente, más llamó su atención.

¿Qué era? No lo sabía. Quizás la melancolía en sus ojos, la resignación y la fuerza que de su mirada emanaba. Una vez había cometido el error de llamarlo "hermoso" y entonces Albafica barrió el duodécimo templo con él.

Y pegaba fuerte.

—¿Qué haces en mi templo? —Le soltó apenas se adentró en Piscis, el respectivo guardián que iba subiendo las escaleras.

—Me ha enviado Sage a pedir algo —contestó con una sonrisa boba en el rostro— Y tú ¿de dónde vienes?

El otro por toda respuesta le contempló con ojos afilados, debatiéndose entre creerle o no, siguió de largo ignorándolo.

—Fui a ver… a alguien, pero estaba acompañado… —susurró.

—¡Ah, qué cosas! ¿y a quién?

Albafica se volvió alucinado hacia su compañero de armas; de alguna manera le causó la impresión que no se iba a mover de su condenado templo y pensaba acampar ahí.

—No sabía que ya habían enviado al Arconte de Escorpión, hace mucho tiempo, cuando era un aprendiz, lo conocí, ¿contento?

—¡Ah! Y la curiosidad te hizo levantar tu bonito trasero de aquí…

—¿Qué diablos dijiste…?

—Nada, nada, Sage necesita hojas de lavanda… poresomemandóparacá… ¡Hojas, sólo hojas! —gritó el otro levantando las manos en señal de paz al notar cómo el otro enfurecía— ¡Sólo unas cuantas hojas de lavanda! Ya… cálmate…

El guerrero de Piscis le dirigió una mirada de odio y fue a buscar lo que quería; acto seguido le arrojó el frasco en la cabeza y dio media vuelta para dejarlo ahí maldiciendo en italiano.

Lo que no sabía Albafica, es que para el Arconte de Cáncer, que era un cazador, el rendirse nunca era opción; por eso su nombre: Manigoldo Cacciatori, "cazador de naturaleza feroz".

—… cabrón, me las vas a pagar un día de estos… y entonces ese cul… ¡Y sábelo! ¡El viejo ha dicho que tú y yo seremos compañeros! No sé qué signifique…

Siguió farfullando guarradas hasta que salió del templo de los peces.

Mientras tanto Dègel había enviado a traer algunos libros de la biblioteca de Acuario y otros tantos de la Gran Biblioteca del Sumo Pontífice; casi todos ellos tratados acerca de medicina y algunos más de mapas estelares del cuerpo humano. Leyó y leyó, durante horas, como la misma Ariadna tejió y tejió su madeja de hilo… así él, que buscaba encontrar cómo tratar el padecimiento de ese niño que se debatía entre la vida y la muerte, ardiendo.

Su frío intenso había podido mantener la fiebre a raya, al menos ya no estaba aumentando, pero tampoco disminuía.

Llevaba horas escuchando, apenas audible, un boom boom boom, no sabía qué era, o si acaso ya se estaba volviendo loco, ese sonido parecía estar presente ahí, en el templo del Escorpión.

—Si esto tiene algo que ver, quizás podría ayudarte —murmuró mientras se inclinaba nuevamente sobre el paciente moribundo que tenía ahí tendido.

Lo observó a detalle, esta vez le quitó la sábana de encima, estaba husmeando su cuerpo semi desnudo, flacucho y picoteado; evidentemente eso era el resultado de su prueba, quería suponer, del Ritual del Veneno, había leído de eso, literal los moradores del octavo recinto se envenenaban con pinchazos, como los escorpiones.

Pasó sus dedos helados por los agujeros, frescos casi todos ellos… casi…

—Un momento, ¿qué es… esto?

Concentró una mínima cantidad de su cosmoenergía congelante en los dedos, sobre uno de los agujeros en el pecho concentró el suficiente frío para congelar el veneno alojado en el hueco, con la precisión de un cirujano, y una vez que lo hubo encapsulado lo sacó de la herida.

—Este veneno es reciente, las heridas son nuevas pero… aquí debajo hay otras que ya han comenzado a cicatrizar, estas… tienen más tiempo…

Frunció el ceño y contó los pinchazos: catorce frescos y quince que ya estaban casi cerrados, de los más viejos no pudo sacar veneno, en la mayoría de los más nuevos, extrajo líquido.

—Veintinueve agujas, ce n'est pas possible… —dejó todos aquellos cristales venenosos en una palangana que tenía sobre la mesilla de noche, después los estudiaría—, en la prueba tendrían que ser máximo quince agujas y, con la última… que es Antares… estarías muerto, ¿por qué tienes veintinueve?

No entendía. ¿Qué clase artimaña habían hecho con ese chiquillo? ¡Era infame! ¿Quién se atrevería a dejar así a alguien tan famélico?

Al día siguiente encontró parte de las respuestas que estaba buscando: si Antares estaba alojada, y esa era la última herida, la del centro del Escorpión, quizás si su aire congelado lo focalizaba no sólo en el cuerpo sino en el corazón… quizás podría detener la subida de temperatura y ayudarle a que pudiese luchar contra el veneno en su cuerpo si estaba más frío… era una teoría ¡Pero podría ayudar!

—Estoy cansado… y creo que es injusto que me dejen aquí como tu nana cuando yo soy un guerrero… y se supone que tú también… —gimoteó indignado en su muy francés acento de Normandía.

Se empezaba a sentir en efecto como un loco, hablando solo y sin respuestas delante de ese niño agónico. Pero… era lo único que se le ocurría por el momento.

Al menos ya había elucubrado un plan, y si no funcionaba, no sabría qué más hacer.

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Heraklion, Creta

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Zakros terminó de leer la misiva que le habían enviado: la notificación de su remisión hacia el Santuario mediante su detención; palabras más, palabras menos lo estaban citando como un criminal, en el grado de casi desertor y con el deshonor de llevárselo con las Cadenas de Prometeo, un bonito nombre para los grilletes especiales para los guerreros… decían que habían sido hechos por los primeros lemurianos, con magia y alquimia ya perdida.

Su función era disminuir en casi su totalidad la fuerza cósmica y reducir a quien los portara al nivel de un mortal.

—Lo siento, señor —se disculpó el joven soldado que llevaba los pesados grilletes.

—Está bien, niño, no pasa nada —respondió con una sonrisa cínica en el rostro.

Tendió sus dos muñecas para que le cerraran los grilletes.

Ya sabía que lo que había hecho no era ninguna gracia y que le costaría un castigo bien merecido. Así, se disponía a afrontar dignamente su destino, sea cual fuera.

Sagramore iba llegando cuando se dio cuenta del alboroto en la casa del corintio, abrió los ojos como platos y corrió hacia allá llevando a El Cid pisándole los talones.

—¡¿Qué diablos creen que están haciendo?! —Exigió saber.

—¿Y usted quién es? ¿Algún querido de éste? —Dijo un soldado mayor, líder de los otros, con acento chipriota.

—Soy el anterior guerrero de Capricornio y este es el actual Arconte —respondió indignado señalando al joven que lo acompañaba con cara de palo.

—¡Ah! Disculpas, señor, nos llevamos a este traidor de la Orden… —dijo a secas y siguieron caminando con Zakros encadenado.

—¿Qué habéis hecho, cabrón? ¿No podías esperar a que regresara? —Le lanzó su amante, aterrorizado por semejantes afirmaciones.

—Lo siento, hubo cambio de planes…

—¡Pardiez! Siempre con tus cosas…

Tenía que decirlo, ver a Zakros humillado de esa manera no era algo lindo de contemplar; a su favor diría que aquel griego de los mil demonios era tan cínico que parecía ir muy divertido en el camino humillante, tan bello como siempre… no por nada era Zakros Oraios, "el bello".

No se imaginaba qué había hecho, pero a juzgar por la situación… llegó a pensar que había matado a alguien.

"Pero, ¿a quién? ¿A ese chiquillo? Lo dudo, Zakros lo cuidaba como a un hijo… y por cierto… ¿dónde está? ¡Por la verga de Ares! ¿Qué rayos hiciste?"

—¿Y ahora? —Preguntó El Cid, que se había mantenido en control y silencio hasta entonces, observando todo con aquellos ojos inteligentes pero dispuesto a atacar si su propio maestro le decía que lo hicieran

—Nada, ahora vamos otra vez al barco, rumbo a Atenas —rezongó Sagramore.

—Bien —contestó el sevillano.

—Bien… —replicó el mayor.

—Bien.

—Ya, deja de decir bien. ¡Nada está bien!

El Cid había recuperado la notificación lacrada que se había quedado en el suelo y a discreción se la pasó al otro que iba hecho un poema mientras seguían la funesta comitiva.

La sangre se le heló cuando pudo echarle un vistazo: Basanos, la suerte de los ofensores, de los indefendibles y de los de dudosa reputación, lo más bajo que había… y eso podía acarrear la muerte…

—Joder, cabrón, ahora sí la armaste en grande…

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N. de la A.

(1)Manto/textiles púrpuras. El color púrpura en los textiles ha sido asociado durante muchos siglos con la realeza, esto porque antaño para obtener ese característico color y teñir prendas, era necesario obtenerlo de ciertos moluscos que se daban en la ciudad de Tiro; dicho tinte era caro por la cantidad de moluscos necesarios para obtener unos cuantos gramos, y únicamente los más ricos podían pagarlo.

(2)Basanos. Este concepto viene desde la Grecia antigua, fue utilizado primeramente por Aristóteles, refiriéndose con esto a lo siguiente: se trataba de poner un objeto metálico (oro por ejemplo) contra una piedra de toque (piedra oscura en la que se dejaba huella del metal frotado) para determinar su grado de pureza. Ahora, este concepto posteriormente hace alegoría al proceso judicial mediante obligación (tortura) a personas deshonrosas, casi nunca en contra de ciudadanos libres, para obtener información, confesiones, etc., usado en general con fines políticos. Un caso famoso de Basanos sobre un ciudadano libre fue el de Aristogitón, torturado por haber participado en el asesinato de Hiparco, en compañía de su amante Harmodio.