«La mirada es posiblemente la más asombrosa técnica humana de cortejo: el lenguaje de los ojos.»

—Helen Fisher.

[...]

Cuenta la leyenda que los ángeles de la muerte trabajan por sectores determinados por su señor supremo, el hombre que todo lo ve y que está dispuesto a acabar con la vida de todo ser humano por el simple hecho de sentirse aburrido; el Ser capaz de rastrear la miseria humana y juguetear con sus designios...

Los ángeles de la muerte existen en muchos lugares, incluso podrías sentirlo cerca de ti. Ellos fueron asignados a un puesto para arrebatar las vidas mientras secuestran sus almas y alimentar el ocio del Dios que no conoce la diversión, excepto por esto que se ha mencionado.

Ellos trabajan bajo estrictas normas y tienen totalmente prohibido sentir cualquier tipo de emoción. Sus corazones han sido debidamente congelados para evitar problemas en un futuro. De este modo, trabajarán objetivamente y sin titubear.

Una de las reglas de oro era «no mirar a los ojos de sus víctimas», pues ese era el riesgo más alto para los ángeles. Los ojos son las ventanas al alma de los seres humanos y podría resultar fatal que la tentación los haga sucumbir a un terrible castigo...

Las leyes del Dios de la muerte eran irrevocables y nadie, absolutamente nadie, podía quebrantarlas.

—Bien, hoy me tocaría con este inmundo ser... —murmuró mientras se acercaba discretamente al joven al que debía arrebatarle la vida.

Se detuvo detrás suyo, dándole algunos minutos para que el tren finalmente se acercara e hiciera el trabajo que le daría el ascenso que tanto anhelaba.

Al escuchar el motor del mismo, extendió su mano en dirección a su espalda y justo antes de empujarlo a las vías del tren, el muchacho volteó a verlo —aún sin saber que estaba detrás de él— y fue allí cuando olvidó la principal regla de su mundo.

En ese momento, sus ojos se mantuvieron fijados en las orbes que transmitían esperanza, pureza y calidez. Su corazón dolió, la quemazón lo desesperó y su trabajo se vio afectado por completo al darse cuenta que el tren ya había pasado.

Falló. No pasó la prueba que le daría el ascenso definitivo al mundo de los ángeles de alto rango.

Se perdió en la mirada del joven que se lamentaba de ser un hombre patético, alguien que anhelaba regresar al pasado para recuperar su dignidad y su corazón. Sus ojos acuados suplicaban un cambio y una respuesta.

¿En qué se parecían él y ese joven? En mucho y en poco.

Sin embargo, luego de que el tren pasase, surgió una segunda oportunidad para que el ángel de la muerte tomase el alma de ese sujeto y lo llevase a la gloria. No obstante, nuevamente sus manos dudaron. Pero alguien tomó ese trabajo y completó su labor, viendo cómo caía al precipicio mientras el tren se encontraba a pocos metros.

Su cuerpo se rompía en mil pedazos, no comprendía ese sentimiento tan desgarrador y esos golpeteos desesperados que se llevaban a cabo en medio de su pecho. Necesitaba explicaciones. Se suponía que ellos no podían morir, ni siquiera sabían qué sentían los humanos cuando ellos completaban sus encargos.

—Me decepcionas tanto... —El tono de voz sarcástico del ser al que tanto admiraba se había presentado junto a él y se ubicó a su lado mientras fumaba un habano. —Creí que tú podrías realizar este encargo tan simple. —Soltó una bocanada de humo mientras veían el tumulto de los pasajeros al desesperarse por el accidente.

Absorto ante la desaprobación del Dios, el ángel se mantuvo estático y su mente se nubló. No podía dejar de pensar en esos malditos ojos que lo llevaron a su perdición.

—Y-yo... —Francamente no sabía qué decir ni cómo justificar su accionar. Jamás había tenido tal experiencia ni había dudado en uno de sus trabajos.

El Dios de la muerte sostuvo el habano con sus dedos y dirigió su mirada hacia la víctima que se encontraba en las vías.

—Sabes cuáles son las consecuencias de romper con las reglas, ¿o eso también lo has olvidado? —Su tono de voz se agravó y luego miró fijamente a su subordinado.

—Es mi deber por haber sucumbido a... —Aunque realmente no comprendía qué era lo que había sentido, su mente rememoraba esos ojos que lo habían hipnotizado.

El Dios de la muerte caminó algunos pasos más y se ubicó delante de él. Dejó su habano en su boca y llevó sus manos hasta sus sienes. Apretó sutilmente su cabeza y frunció su ceño.

—A partir de este momento, tú serás relevado de tu puesto como ángel de la muerte y vivirás tu castigo como un simple humano —espetó y clavó sus índices en ambos lados de su cabeza. —. No importa el modo ni el tiempo, el causante de tu pecado te recordará de alguna manera cuál fue tu error y esa será tu perdición. Tu deber era no involucrarte con los humanos y jamás verlos a los ojos. Lo lamento, pero así serán las cosas...

—¡N-no!

Y de un momento a otro, todo a su alrededor se oscureció. Sintió que caía a una profunda bruma que no tenía principio ni fin. No escuchaba ningún sonido ni sentía nada al intentar tocar.

La soledad era palpable y la agonía de sentirse vivo era espantosa. Sin embargo, un rayo de luz lo iluminó y caminó hasta ella para hallar una respuesta. Dudaba al caminar y su pecho dolía más que nunca.

—¡¡Mikey!!

Al oír aquella desconocida voz, se percató de que su condena iniciaba allí. Su cuerpo se sentía diferente, más pesado y vacío, al mismo tiempo.

»—¡¡Levántate!! Tenemos una reunión en media hora.

Al abrir sus ojos, vio a un joven alto y delgado que ataba los cordones de sus zapatos. Llevaba un extraño y bonito uniforme negro con algunas letras que aún no podía visualizar con claridad.

»—Ten, Emma lo planchó y ahora podrás verte decente.

Y en su mano cargaba uno exactamente igual al que vestía, pero más pequeño. Cuando acabó de acomodar su calzado, se sentó a su lado y cepilló rápidamente su cabello. Luego, levantó los molestos mechones que tapaban sus ojos y lo ató en la parte superior de su cabeza.

—Pero, ¿a dónde vamos? —inquirió mientras trataba de recordar quién era y cuál debía ser su trabajo allí. Era extraño, pero por un momento sintió que ese no era su cuerpo, ni su vida.

Él había olvidado su pasado, su verdadera identidad.

—A una pelea clandestina. Hay que poner en su lugar a esos idiotas... —respondió y mostró su puño derecho. —Así que levántate y vámonos.

No dejó pasar mucho tiempo. Él debía aceptar que a partir de entonces sería ese tal Mikey.

Sin recordar nada de su pasado como ángel, en el fondo de su corazón presentía que algo estaría por pasar.

¿Qué debía hacer? ¿Cómo continuaría adelante si no recordaba su vida, su existencia era vacía y sin sentido? ¿Qué clase de vínculos tendría Mikey?

—¡Está bien! Vámonos, Kenchin...

Aunque su ángel estuviera castigado, su alma no le permitía quedar al descubierto y buscar razones por la cual actuara raro. Su cuerpo se movía por sí mismo y sus palabras salían sin pensarlas.

A partir de allí decidió dejarse llevar y vivir la experiencia de ser un humano, olvidando casi por completo que él fue un ángel de la muerte que falló ante su Dios y más aún, le falló a su corazón al sentirse atraído por una mirada que...

Tal vez, quizás... Nadie sabrá lo que sucederá.