«No importa el modo ni el tiempo, el causante de tu pecado te recordará de alguna manera cuál fue tu error y esa será tu perdición.»
Abrió sus ojos lentamente y los fregó para comprender qué estaba sucediendo o dónde se encontraba.
—Hasta que despiertas —espetó Draken. —. Estabas bastante más pesado que de costumbre.
El joven lo llevaba en su espalda y Mikey tenía sus brazos extendidos sobre los de Draken. Al levantar su cabeza, notó que durmió encima de su hombro izquierdo. Tenía sus labios y mentón húmedos, lo cual indicaba que había estado babeando por un buen rato.
—¿A dónde vamos? —balbuceó y secó la humedad de su rostro. —¿Puedes bajarme? Quiero caminar.
Inmediatamente, Draken se detuvo y se agachó apenas para que Mikey pudiera bajarse sin problemas. Cuando lo hizo, se desperezó y volteó a verlo con una sonrisa.
»—¡Tengo hambre! —exclamó en un tono infantil, cerrando sus ojos con fuerza y llevando sus manos hacia atrás. —¿Me acompañas a comprar algo para comer?
Draken, resignado, suspiró y asintió ante la petición. Antes de continuar, estiró sus brazos e hizo tronar su hombro exhausto. Luego, miró su billetera y resopló al darse cuenta que ya no tenía tanto dinero como creía.
—¡Sólo te podré comprar unos dorayakis! No me pidas más que eso, ¿está bien? —expresó con el ceño fruncido.
Mikey reía al divertirse con él. Draken siempre consentía a su amigo y la satisfacción de verlo sonreír era motivo suficiente para gastar toda su mesada. Eran el complemento perfecto en su amistad: Mikey, el niño caprichoso que era capaz de destrozarlo todo si alguien dañaba algo suyo y Draken, el corazón noble que se encargaba de enseñarle los valores más importantes de la vida, aquellos que tanto les hacía falta.
Después de ir a un local para comprar los dorayakis, ambos jóvenes regresaron por sus motos. Mikey, al subir a la suya, sentía un extraño y bonito hormigueo en su pecho que formaba una sonrisa. Encendió el vehículo y miró a Draken.
—¡Oye! Al parecer las peleas clandestinas siguen. Creo que es momento de sorprenderlos, ¿tú qué piensas? —sugirió mientras golpeaba sus puños.
—Son una estupidez —respondió y suspiró. —. Hay que enseñarles de qué estamos hechos, Kenchin. —dicho esto, hizo rugir su moto para cerrar la conversación.
La compañía de Draken le generaba una extraña y bonita paz. Quería estar todo el día a su lado, disfrutando de los paisajes que podían visitar montando su motocicleta y aprendiendo sus enseñanzas de la vida, aquellas que anhelaba atesorar en su corazón.
»—¡¡Vámonos!!
Y tras el ensordecedor sonido, el alma de aquel ángel trató de espabilarse. No obstante, esa jaula que lo tenía prisionero era bastante rebelde y su hábito de vida era completamente diferente al que solía tener.
Sin embargo, debía aprender a convivir con ella y pagar su pecado en silencio, aunque eso le costase mucho más caro de lo que imagine.
[…]
Tras algunos minutos de viaje, el estómago de Mikey comenzaba a rugir. El hambre era el compañero inseparable de Sano y Ryüguji sabía perfectamente cuánto podía llegar a comer en un corto lapso.
Apagaron los motores de sus motocicletas y Mikey tomó el paquete con los dorayakis.
—¡Toma uno, Kenchin! —ordenó y ofreció el paquete para que Ken eligiera.
—Está bien, pero sólo uno —advirtió y elegió uno de los más pequeños, pues anteriormente habían comido. —. Los compré para ti.
Mikey sentía satisfacción por ese dulce. Su paladar era una mezcla explosiva de sabores que tranquilizaba su alma. Aunque haya almorzado hacía poco tiempo, su estómago aún podía recibir más comida. Draken se preguntaba cómo era posible que pudiera continuar comiendo si, minutos antes, se había devorado un gran platillo él solo; uno que ni Ryüguji podría acabar.
Cuando ya tenía el último dorayaki en sus manos, procedieron a bajarse y a caminar rumbo al sitio indicado. Ken iba unos pasos más adelante, pues su altura le favorecía para observar y anticipar sus movimientos en cuanto notaran algo extraño.
—Es Kiyomasa —espetó en un tono molesto.
Ya habían recibido varios avisos respecto a las peleas clandestinas en las cuales su pandilla se veía involucrada, pero nunca tuvieron la oportunidad de saber quién era la persona que orquestaba los encuentros y apuestas, enfadando a los altos mandos de la ToMan.
Draken al ver que era uno de los más problemáticos, esbozó una sonrisa de satisfacción al pensar que por fin tendrían la excusa ideal para echarlo. Él no daba la mejor imagen para su pandilla y tampoco permitirían que esos actos ilegales continuaran realizándose en su nombre.
Mikey, quien aún masticaba la mitad del dorayaki, no respondió y continuó caminando, siguiéndole el paso a Ryüguji. Una vez que tragó ese bocado, frunció el ceño y arrojó el envoltorio al suelo.
—¡Hay que darle una lección a ese idiota! Se cree mucho desde que ingresó a ToMan. —espetó.
Mikey suponía que Kiyomasa realizaba trabajos a sus espaldas, utilizando incluso su nombre cuando apenas le había visto la cara pocas veces. Sin embargo, debía mostrar serenidad y firmeza cuando se presentara, de modo que quienes fueran sus cómplices supieran cuáles serían las consecuencias de aprovecharse de ellos.
—¡¡Por supuesto!! —respondió su mano derecha y amigo.
Mientras más se acercaban hasta el centro del tumulto, su corazón latía con más fuerza. Tanto así que sentía que su pecho estaba a punto de explotar y que huiría de su cuerpo. Su respiración era pesada y asfixiante al inicio, pero supo sortearlo con calma, disimulando frente a Draken.
Llevó el último bocado del dorayaki a su boca y levantó su mirada hacia aquella escena en el que peleaba uno de sus subordinados. Mientras masticaba, el ambiente se tornó gris y silente. Los pasos de Draken eran inaudibles, al igual que lo que le decía a Kiyomasa.
Era un momento tan absurdo e incomprensible, que no lograba darle una explicación lógica.
Sin embargo, existía un pequeño rincón que aún conservaba sus colores. Además, en medio de ese espantoso silencio podía escuchar claramente su respiración agitada. Mikey experimentó una fuerte punzada en medio de su pecho que lo distrajo unos segundos. Cuando sus ojos se encontraron con los de ese joven, una tenebrosa voz resonó en su mente:
«No importa el modo ni el tiempo, el causante de tu pecado te recordará de alguna manera cuál fue tu error y esa será tu perdición.»
El espacio-tiempo lo absorbió por algunos segundos, deteniendo a todos a su alrededor. Mikey cayó de rodillas al suelo, aferrándose a su camisa con la intención de arrancarse su pecho del insoportable dolor que estaba sintiendo. Era tan similar a cortes sutiles que desangraban en demasía, desgarrando su alma en mil pedazos.
Trató de buscar una señal, una explicación que lo llevase a comprender lo que le pasaba pero sólo vio a un sujeto parado frente a él, con brazos cruzados y negando con su cabeza.
—¡Qué triste! —espetó en un tono de voz grave. —Sabía que pasaría esto pero no creí que fuera tan pronto, ¿sabes?
Mikey intentaba hablar o gritar pero era inútil en ese momento. Su vista se nublaba y su cuerpo pesaba mucho más de lo normal. La asfixia le impedía respirar con normalidad.
»—Y bien, creo que es aquí cuando comenzarás a pagar tu crimen. Ya luego decidiré si es suficiente o no. Ahora, olvida que me viste y regresa.
Fue entonces cuando cerró sus ojos lentamente y al volver a abrirlos, continuaba caminando como si ese instante jamás hubiera sucedido. De hecho, no recordaba haber visto a alguien ni que su cuerpo estuvo al borde del colapso.
Solamente caminaba sin cesar hasta la única persona que brillaba entre tanta oscuridad, la que mostraba una amplia gama de colores en su ser que realzaba todo a su alrededor. Su rostro, demacrado tras varios golpes, ocultaba la nobleza de su alma.
Mikey sentía una fuerza de atracción cuán imanes de polos opuestos, una que no le permitía retroceder sino avanzar más y más. Se detuvo frente a él, sosteniendo la mirada en aquellos ojos que creaban una especie de hipnosis que bloqueaba la visión de lo que sucedía a su alrededor.
Sólo eran ellos dos.
Ante la imponente presencia del presidente de ToMan, el joven cayó de espaldas al suelo y jadeaba tras el pánico. Mikey, por otra parte, no quitaba sus ojos de encima y la intriga por saber más sobre él lo dominaba.
—Oye, ¿cómo te llamas? —Fue lo primero que dijo y sintió cómo su cuerpo se liberaba de aquella fuerza que lo atrajo hasta él.
—Ta-Takemichi Hanagaki —respondió dudoso. Uno de sus párpados estaba inflamado tras la golpiza y su rostro presentaba varios cortes y rastros de sangre.
No obstante, su espíritu gozaba de excelente estado.
Al oír su nombre experimentó una oleada de satisfacción que jamás había sentido. Su corazón se relajó y los latidos mermaron de inmediato.
—Ya veo, Takemicchi. —espetó con sinceridad, brindándole un apodo que le otorgaba un permiso de acercamiento hacia él.
—¿Eh? ¿Takemicchi? —inquirió el joven, confundido y adolorido.
—Eso fue lo que dijo Mikey, Takemicchi. —acotó Draken, rompiendo aquella burbuja donde Sano no podía reintegrarse a la realidad donde decenas de adolescentes presenciaban ese encuentro.
Sin siquiera pensarlo y siguiendo lo que su corazón le dictaba, Mikey se ubicó encima del joven y lo sujetó de la nuca, acercando su rostro al suyo para ver más cerca el destello de su mirada. Tenía el presentimiento de que lo conocía, que algo dentro de su ser le indicaba que sabía de la existencia de ese joven desde hacía mucho tiempo.
Pero resultaba imposible que fuera en ese entonces.
—¿De verdad estás en secundaria? —inquirió en un tono suave, buscando una respuesta que le ayudara a comprender todo lo que pasaba a su alrededor.
Sorprendentemente, el joven abrió sus ojos, dándole a entender que él ocultaba algo que podría aclararle sus dudas y las razones por la cual sentía la necesidad de estar cerca suyo.
Tras una sonrisa sincera, Mikey agregó: —Takemicchi, a partir de ahora somos amigos, ¿si?
El aludido, sumido en la confusión, sólo continuaba mostrándose sorprendido ante el encuentro.
Mikey lo soltó y se levantó. Guardó sus manos en los bolsillos de su pantalón y elevó su mirada hacia el cielo: los colores habían regresado, las aves volvieron a cantar y el sol iluminaba todo a su paso, entibiando su corazón.
Luego, dio media vuelta y caminó lentamente hasta Kiyomasa, quien aún continuaba quejándose del dolor.
»—¿Tú organizas estas peleas? —inquirió con seriedad.
—Si. —respondió con orgullo, ignorando claramente lo que sus superiores pensaban respecto a ese tipo de encuentros.
Mikey sonrió tras oírlo y, automáticamente, pateó su mentón hasta hacerlo perder el conocimiento. Antes que cayera al suelo, lo sujetó del cabello y lo miró con un deje de cólera que pocas personas habían visto de cerca.
—¿Quién demonios eres? —inquirió y le dio varios puñetazos en el rostro, descargando toda la ira que contuvo por mucho tiempo.
Saber que alguien a quien prácticamente ni conocía estaba dejando muy mal parada a la ToMan, lo colmaba de rabia.
Lo golpeó una y otra vez hasta cansarse. Cuando supuso que ya no despertaría por varias horas y la sangre había manchado su rostro, lo tiró al suelo y pisó su cabeza, triunfante.
»—En fin, ¿nos vamos, Kenchin? —Giró su rostro y preguntó en un tono infantil, haciendo caso omiso a todo lo que estaba pasando. Pasó por encima de Kiyomasa y agregó: —Las peleas clandestinas son una idiotez.
Caminó algunos metros con la frente en alto, sonriendo como nunca antes lo había hecho y sin ninguna razón aparente. Antes de retirarse, detuvo su paso y volteó.
»—Takemicchi, nos vemos. —expresó y continuó su camino.
Su corazón latía sereno, pacífico y la calidez envolvía su ser. Era una experiencia demasiado hermosa para ser tan real.
No obstante, lo que el ángel prisionero ignoraba era que ese muchacho era la razón por la cual debía ser un espectador de los sentimientos de un humano ordinario con habilidades extraordinarias. Su alma debía pagar el pecado de haberse obnubilado con aquellos ojos que lo atraían sin más, llevándolo nuevamente hacia él en ese espacio-tiempo donde debía encontrar una manera de liberarse y regresar al sitio donde pertenecía.
